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Mañongo

No 24, 2005, pp. 23 - 41

LOS ARQUETIPOS DE LA NACIONALIDAD EN TAPICES


DE HISTORIA PATRIA DE MARIO BRICEÑO IRAGORRY
Juan José Lugo Escalona

RESUMEN
Este libro fue el resultado de varios años dedicados a la investigación y al
estudio de la historia y la cultura de nuestra época como colonia, tarea que inició
al lado de su entrañable amigo Caracciolo Parra León, asumiendo, cada uno de
ellos, una posición por demás ecuánime sobre el concurso de España en la
formación de la cultura colonial de América, bajo una óptica objetiva e imparcial
de las llamadas Leyenda Negra y Leyenda Dorada. Ahora bien, dedicaremos las
siguientes páginas a un ensayo de crítica histórica sobre esta obra, fundamental
para la comprensión del pensamiento historiográfico de Mario Briceño Iragorry
y cómo en ella podemos identificar los arquetipos de nuestra nacionalidad.
Palabras clave: tapiz, leyenda dorada, leyenda negra, arquetipo, nacionalidad.

SUMMARY
This book was the result of several years dedicated to the investigation and the
study of the history and the culture of our time like colony, task that began
beside its beloved one to - I crumb Caracciolo Parra León, assuming, each one of
them, a position excessively equable on the competition of Spain in the formation
of the colonial culture of America, under an objective and impartial optics of the
calls Black Legend and Golden Legend. Now then, we will dedicate the following
pages to historical critic’s rehearsal on this work, fundamental for the
understanding of Mario’s thought historiography Briceño Iragorry and we can
identify the archetypes of our nationality.
Key words: Tapestry. Golden Legend. Black legend. Archetype. Nationality.

PRIMER TAPIZ:
En su primer tapiz, Briceño Iragorry explica cómo y por qué nació su afición
a los estudios de historia nacional, y llegó a creer en la necesidad de construir un
puente para salvar un abismo, que se le presentó al asomarse a la lectura de la
formación de la Patria Boba y que al llegar al borde de esos estudios de historia
patria, no fue uno sino múltiples abismos, tal como si se encontrara en una cima
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rodeada de precipicios y sintió la urgente necesidad de un puente que le permi-


tiera salir de la profundidad del vacío de los textos. Sin embargo, el examen de
éstos lo llevó a la conclusión que lo que estaba de más era el abismo: “...un
abismo que teniendo historia, no sea sino un fantasma de abismo, y la existencia
de dicho abismo fantasma, repetimos, lo comprueba si no la Historia, a lo menos
la obra de los historiadores, ya que no todos escriben Historia, sino que se
quedan en las historias, valga decir en el paleolítico de la Historia propiamente
dicha...”. (Briceño Iragorry. 1982, 34). Así la colonia seguía siendo un largo
período oscuro, pero la obra realizada por los patricios de 1810 y los propósitos
que guiaron a los creadores de la independencia, no podían venir de un a abismo,
de ese período de tinieblas, y así como el abismo resultó un fantasma, el fantasma
de la oscuridad de la colonia cedió ante la luz de las investigaciones.
Pero las conclusiones de las críticas –nos dice- no han entrado de lleno en la
historia popular, para una gran mayoría sigue existiendo ese fantasma, y el fan-
tasma del abismo sigue ocultando nuestro pasado histórico, pero la historia, a
su vez, aun- que se refiera a hechos pasados ni muere ni pasa, y sigue en cambio
siempre fresca para sonrojo de sus negadores, y aunque se oculten los hachos,
ellos terminan por declarar su vigencia o su propia verdad, porque lejos de la
concepción de Herodoto, no sólo es el recuento de los hechos, sino los hechos
mismos, y cuanto más avancen en el tiempo de nuestros anales, “...mayor será
su potencialidad cósmica y más enérgicos los rasgos de su vitalidad política”.
(Ibíd. Pág. 35).
En este tapiz reconoce la labor desarrollada en estos estudios por Ángel
César Rivas, Pedro Manuel Arcaya, Tulio Febres Cordero, Laureano Vallenilla
Lanz, Caracciolo Parra León, Rafael Domínguez, Caracciolo Parra Pérez, Monse-
ñor Navarro, Luis Alberto Sucre, Rodríguez Rivero, Vicente Dávila, García Chuecos
y algunos más, “...quienes también sintieron el escalofrío de los abismos y
supieron salvar las dificultades de las vías...”. (Ibíd. 36).

SEGUNDO TAPIZ:
En el segundo tapiz, nos señala la dificultad con la cual tropiezan nuestros es
tudiantes de historia nacional para formarse un concepto preciso de los hechos,
y es que los textos empiezan por decir que Cristóbal Colón descubrió a Venezue-
la el 1ª de agosto de 1498, cuando en realidad para ese entonces no existía y no
podía ser descubierto algo que no exista, “...porque nuestra patria, la Venezuela
de hoy, con sus fronteras geográficas, con sus ciudades y pueblos sometidos a
una misma autoridad y a una dirección administrativa inmediata, no apareció
Los Arquetipos de la Nacionalidad en Tapices de Historia Patria de Mario Briceño Iragorri

sino el 8 de septiembre de 1777, con la creación, por Real Cédula, de la Capitanía


General de Venezuela.” (Ib. 39).
La patria, nuestra patria –continúa diciendo- como entidad moral y como
resumen de aspiraciones colectivas, no podía existir en aquella época para
nosotros ni para nuestros antecesores, llegados más tarde en las carabelas que
siguieron la ruta de la nave del Almirante, dado que vinieron a prolongar la
extensión y el poder de Fernando VII y de España, con el coraje y las armas de
los conquistadores. Porque nuestra patria –afirma más adelante- no es la conti-
nuidad de la tribu aborigen, sino la extensión del hogar del conquistador, vincu-
lado fuertemente a la tierra americana, y que al correr de los años fueron sus
hijos legítimos indígenas, hasta el extremo de ver como extranjeros a los propios
españoles de la península.
Nos habla también de la actitud democrática del español al no esquivar la
unión con nuestras doncellas indianas, lo que condujo a la creación de una
prole con el sello que biológicamente debía dominar, y aún los indígenas –
agrega- que apacentados en la encomienda y en la misión, adquirieron la fe y la
lengua enseñada por los doctrineros, supieron cambiar sus hábitos y fue una
nueva aspiración suya sumarse a las actividades sociales de quienes lo civiliza-
ban. (Esto podría decirse también del negro africano, traído a las tierras america-
nas para aliviar la suerte de la raza sojuzgada). Débiles los indios, tanto en el
orden físico como por su desarrollo intelectual, al mezclarse las razas, la sangre
aborigen quedó diluida en una solución de fórmula atómica en la cual prevalece
la radical española.
De igual manera hace referencia a la codicia de muchos aventureros españo-
les, quienes cometieron desmanes y atropellos que han dado visos de legitimi-
dad a la leyenda negra que ha venido pesando sobre España, y que reales
disposiciones, como la que permitió al inicio de la conquista esclavizar a los
indígenas son actos en que parece encontraran base los cargos hechos contra
el régimen colonial español, pero los juicios que se levantan sobre estas aprecia-
ciones carecen del carácter constante y universal que reclaman los juicios histó-
ricos. Y de nuestros aborígenes afirma, que debemos empezar por mirarlos tal
como eran. Necesario es –agrega- más que ocuparnos en la medición de los
residuos osteológicos que de ellos aparecen a diario en sus cementerios, valorar
su capacidad y su amplitud culturales de entonces, por medio de los instrumen-
tos que nos proporcionan los relatos de los primeros cronistas y por las informa-
ciones que aún permanecen inéditas en los archivos.
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Y para finalizar este tapiz, nos invita a que:

...convirtamos nuestros ojos, no a los desalmados salteadores sin


corazón y sin progenie, sino a las expediciones que, cubiertas de
regios mandatos, vinieron a correr la tierra y a fundar en ella las
futuras ciudades. Ellos traen la espada que destruye y también la
balanza de la justicia: con el tesorero viene el predicador; con el
férreo soldado, la soñadora castellana; con el verdugo, el poeta y
el cronista. Viene el hogar nuevo, la familia que será raíz de fron-
doso árbol. Los indios los acechan desde los montes cercanos a
la desierta playa. Es de noche y el frugal refrigerio reclama el calor
de la lumbre; para evitar el retardo de los frotes del pedernal, un
marino corre a la vecina carabela y de ella trae, cual Prometeo
marino, el fuego que arde e ilumina. Ya, como un rito védico, Ag-
ni impera en la nueva tierra y un canto de esperanza hincha el
corazón de los hombres extraños, hechos al dolor y a la aventura.
Y aquel fuego casi sagrado que caldeará durante siglos el hogar
de los colonos y alumbrará las vigilias de la Patria nueva ha veni-
do de España, en el fondo de los barcos, por el camino de los
cisnes, como los normandos llamaban al mar. (Ibíd. 46).

TERCER TAPIZ:
En este tercer tapiz, Briceño Iragorry hace alusión a la dificultad presentada
en la mayoría de las historias escritas hasta entonces al describir la conquista de
la tierra, y es porque adolecen de un grave problema de unilateralidad, lo que
produce en el estudiante una lamentable confusión, debido a que los que se han
dedicado a escribir la historia colonial de Venezuela –continúa diciendo- han
seguido el plan de los viejos cronistas, en especial de Oviedo y Baños, sin tomar
en cuenta de que este insigne autor sólo abordó la historia de la primera provin-
cia y gobernación de Venezuela, o lo que es lo mismo, el territorio arrendado por
la Corona de España, en 1528, a los Welser. Les faltó la utilización de un método
apropiado para establecer, en la exposición de los hechos, la coetaneidad de las
jornadas de los conquistadores para poder precisar, en su debido tiempo, la
formación de las distintas entidades políticas que existieron con carácter autó-
nomo hasta el año de 1777.
Y es lo que nos brinda Briceño Iragorry en las páginas siguientes de este
tapiz, para comprender la conquista de nuestro territorio por los españoles, y
nos lo presenta en los siguientes capítulos: Cubagua, donde se inició esta con-
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quista y colonización en 1500; Gobernación de Coquivacoa y Urabá, Las misio-


nes fracasadas, La capitulación de Las Casas, La Nueva Córdoba, Gobernación
de Margarita, Gobernación de Venezuela, Gobernación de Trinidad, Conquista
del Orinoco, Gobernación de Paria, Gobernación del Meta, La ciudades de Vene-
zuela, Mérida y San Cristóbal, Gobernación de Nueva Andalucía, Gobernación
de Nueva Extremadura, Gobernación de La Grita y Cáceres, Gobernación de
Guayana y Gobernación de los Cumanagotos, en un bosquejo donde nos mues-
tra a grandes rasgos el surgimiento de los gobiernos primitivos que –según sus
propias palabras con carácter autonómico en lo administrativo, y dependientes
unas veces de Santo Domingo y otras de Santa Fe, en lo político, judicial y de
guerra rigieron las provincias que en 1777 fueron juntadas para formar la Gran
Capitanía General de Venezuela. A lo que le sigue un breve resumen donde fija la
marcha de las provincias referidas en el anterior esbozo y sus sucesivas trans-
formaciones, uniéndose o desmembrándose.
Y para terminar este tapiz, único bosquejo hasta ahora completo de cómo
llegó a integrarse nuestra nación venezolana, citaremos su último párrafo:

Entre nosotros sobrevive un sector intelectual que, nutrido con


las máximas de la Revolución Francesa, aún propugna sus teorías
como génesis de libertad. Son como los apologizantes de un ca-
dáver, o más bien de un esqueleto. Aferrados a sus anticuadas
ideas, sostienen la tesis de que al soplo de Rousseau nacieron y
crecieron nuestras nacionalidades americanas, y no sólo han pre-
tendido hacer del Libertador un maniquí de la Enciclopedia, sino
que, negando nuestro pasado, para ellos sólo digno de escarnio,
terminan por mutilar nuestra vida de pueblo histórico. Para ellos
Prometeo no es el héroe que roba el fuego de Júpiter, sino el
criminal que se hace semidiós porque deja las cadenas del supli-
cio. (Ibíd. 82).

CUARTO TAPIZ:
“Con las huestes de la conquista penetraba en América un imperativo de
cultura”. Así comienza el autor este cuarto tapiz, donde nos describe cómo
entraron los aborígenes a la vida civil, y en el mismo nos aclara cómo España
realizó en América una expedición militar y una cruzada, factores orgánico y
espiritual que jugaron un papel preponderante en su programa de extensión
ultramarina, debido a que junto al representante de la autoridad real, llegaban
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obispos y misioneros, trayendo la doctrina que servía de símbolo a la nueva


cultura. En el nombre del Rey se ofrecía la paz al naturales y en el nombre del Rey
se les redujo cuando de grado no lo aceptaron. Claro está que para aquellos que
estudian la historia con criterio sentimental agrega fue aquello un atentado
absurdo contra el derecho de los pueblos, y no seremos nosotros enfatiza
quienes, sentados en el puesto vacío de Sepúlveda, nos avocaremos a legitimar
los abusos de ciertos conquistadores, pero situándonos más allá del tiempo y
contemplando la conquista de América como una nueva ondulación que hacía
en su progreso la curva institucional del Occidente, habremos de juzgarla en su
conjunto como un hecho cuya legitimidad, si bien no reside en la voluntad del
soberano, se fundamentaría en mandato cósmico.
Destaca la labor de los misioneros a quienes, además de calificarlos como
abanderados de la religión, los califica también como abanderados de la política
colonial, y más adelante agrega que la mayoría de nuestros historiadores, cuan-
do abordan el estudio de las antiguas Misiones, escatiman el elogio, reducen a
un ligero comentario lo que ellas hicieron en pro del aborigen y, por el contrario,
ponderan hasta la exageración cualquier defecto de sistema, terminando por
inculcarles hechos contradictorios. Toca el tema también de los repartimientos y
encomiendas, su evolución cívica y como sistemas idóneos para reducir y civi-
lizar a los naturales, y si los encomenderos descuidaron muchas veces sus
obligaciones para con ellos, las autoridades civiles y eclesiásticas, como lo
comprueban los expedientes que reposan en nuestro Archivo Nacional y las
visitas de nuestros prelados, estuvieron prestas a imponer los castigos perti-
nentes. Abolida la encomienda y con la creación de los pueblos de doctrina, los
fundos quedaron en propiedad de los indígenas y de sus legítimos descendien-
tes, puros o mestizados, quienes estaban provistos por las Leyes de Indias de
un protector especial encargado de representarlos ante la justicia. Así los “in-
dios tributarios” y sus herederos pasaron a disfrutar en común del carácter de
propietarios sin señor.
Analiza más adelante este estado de propiedad en común y llega a la conclu-
sión de que sólo representaba una forma retardada de la distribución de la
riqueza, pero que de todos modos ésta constituía en sí, una verdadera reserva
de riqueza territorial que, a su debido tiempo, habría de favorecer espléndida-
mente a sus titulares, y a la cual dieron fin, sin haber alcanzado la plena utilidad
de la parcelación, dos prematuras leyes de la República: la del 11 de octubre de
1821, votada por el Congreso Nacional de la República de Colombia, que abolió
el tributo de los indígenas y dispuso la división de las antiguas comunidades o
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resguardos, y a la modificación de dicha Ley por las del 13 de octubre de 1830 y


la del 2 de abril de 1836, en las cuales se declaraba como competencia de las
Diputaciones provinciales la distribución de dichas tierras entre los comuneros,
con reserva de una parte para los municipios respectivos, lo que constituía el
primer despojo que sufrían los naturales, pero cuya inejecución dio lugar a la
Ley del 7 de abril de 1838, que disponía que fueran los mismos indígenas quie-
nes procedieran a tal división. Sin embargo, las leyes del 2 de junio de 1882 y 19
de marzo de 1885 vinieron a definir la materia, reconociendo sólo como comuni-
dades indígenas las existentes en el Orinoco, Amazonas y La Goajira y declaran-
do también extinguidos los antiguos resguardos, al igual que los privilegios y
exenciones que las Leyes de Indias habían creado a favor de la reducción y
civilización de los naturales.
Al examinar en sus efectos aquellas leyes agrega, cimentadas en los princi-
pios de la filosofía liberal tan en boga durante ese siglo XIX, sorprende la
consideración de que la población rural de la República, condenadas por ellas a
un absurdo despojo, recibió más perjuicio de leyes que la libraron de la manus,
bajo cuya protección jurídica vivó durante la colonia.
En el estudio de nuestro medio nacional juega papel de gran im-
portancia el examen de la formación de los “pueblos” y del espíri-
tu de asociación creado a su sombra, porque fue allí donde nacie-
ron para el indio las nuevas costumbres sociales. Al amparo del
misionero y del cura de Doctrina, se prepararon para el ejercicio
de actos civiles en concordancia con la nueva cultura, tanto la
población aborigen como los demás elementos a ella agregados
en el proceso de integración social... (Ibíd. 91).

QUINTO TAPIZ:
Afirma en su quinto tapiz que el fenómeno más interesante que ofrece el
estudio de la historia civil de la colonia es el surgimiento del espíritu de la nueva
nacionalidad, y para corroborar su afirmación nos describe el Cabildo como la
primera expresión de la voluntad autonómica del conquistador, y aunque tomara
de manos del representante regio su impulso inicial nos aclara una vez constitui-
do se arrogó prerrogativas ya abolidas en la Península, ante las cuales cedía el
mismo Gobernador y tomaban especial fisonomía las Leyes de Indias. Y adver-
timos dice más adelante la arrogancia con la cual los cabildantes se aprestaron al
ejercicio de derechos que no les pertenecían por expresa concesión de la ley, y
que eran producto de una auto fabricación.
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A lo largo de este tapiz, Briceño Iragorry nos hace un recuento de la actua-


ción de los cabildos con pruebas más que suficientes para afirmarnos en el
concepto –como el mismo lo dice- de que los Cabildos representaron en toda la
época colonial una fuerza autonómica que tanto logró arrogancia frente a las
autoridades reales, como supo expandirse en la conciencia colectiva. Sin los
Cabildos –reitera más adelante- y sin la llamada nobleza criolla, que tuvo durante
casi todo el período colonial la exclusividad de sus varas, los gobernadores no
hubieran hallado contradictores y la nacionalidad, que reclamaba bocas que
vocearan sus derechos, se hubiera diluido en la anonimia de una sola clase de
pecheros.

SEXTO TAPIZ:
En este sexto tapiz, expone cómo la lucha de clases terminó en la lucha por la
nacionalidad, y recomienda borrar de los textos en uso el término castas, y
colocar en su sitio el concepto ágil de clases, o sea, de sectores sujetos a mutua
penetración que permite el ascenso de ellos, y también su regreso de grados. La
organización de las clases coloniales ha sido materia de sumo interés por soció-
logos e historiadores, pero en sus estudios nos adelanta ha pasado lo mismo
que en las demás cuestiones de ese largo período de nuestra historia, han sido
parte a oscurecer los hechos, tanto la exaltación de los prejuicios, como la pro-
yección hacia el pasado de conceptos actuales.
Cree en la unidad de la especie humana y no extraña las desigualdades socia-
les. Todo progreso descansa insiste sobre la noción simplista de las desigualda-
des engendradoras de la lucha. El equilibrio universal reitera se sostiene sobre la
diferencia y oposición de las fuerzas, ora de la naturaleza en sí misma, ora de los
grupos sociales. Suponer el orden de lo contrario sería tanto como lograr una
imagen del nirvana búdico. Las diferencias que distinguían a las clases sociales
de la colonia –nos aclara más adelante- radicaban en circunstancias inherentes
a la cultura de la época y en hechos de un profundo significado histórico. Demás
está insistir en la abundancia de motivos que asistían al poblador castellano
para juzgar su capacidad social muy por encima de los indios conquistados y de
los negros traídos de África, y las rivalidades que surgieron entre los criollos
(mantuanos y blancos de estado llano) y los pardos, y que nunca llegaron a
constituir un verdadero odio colectivo, ya que fueron secuela de la natural
división de todo medio social y no una característica del régimen colonial español.
Tal es la posición en la que debe colocarse el crítico de la colonia para penetrar
las modalidades sociales de entonces, y que no debe entenderse que las luchas
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sostenidas por las clases coloniales y su diferenciación histórica, fueran óbice


para que se desarrollara el justo sentimiento igualitario de los criollos y la clase
privilegiada, que arrancaba de los conquistadores, pugnó por mantener su
predominio frente a las clases de pardos y mestizos, y que más tarde tuvo que
luchar contra un nuevo factor, a sus ojos más peligroso: los españoles
peninsulares que ocupaban los mejores cargos en la administración pública y a
quienes miraban ellos como extranjeros, y es quizá éste el momento más
significativo en la formación de la psiquis nacional.
Y hace énfasis en que lo “...cuanto va de Guaicaipuro al Libertador distan las
historias de la Historia, y estamos en lo cierto. El héroe requiere una concreción
de cultura social para afianzarse”. (Ibíd., 111). Y nos refiere el caso de Alonso
Andrea de Ledesma, que se yergue entre los más antiguos héroes que han
regado su sangre por mantener la integridad del suelo nacional, y no se entienda
que reclamamos para la dignidad heroica la necesidad individual de una cultura,
sólo nos referimos a que los actos del héroe deben polarizar un momento histó-
rico en la curva social

SÉPTIMO TAPIZ:
En este séptimo tapiz nos da, en líneas generales, una relación que determina
el movimiento de las fronteras eclesiásticas de la Patria durante la época colo-
nial, período en el cual los Obispados se erigieron en centros de difusión de la
nueva cultura, guardianes de la fe y del derecho de la familia y abanderados de
un orden espiritual de horizontes eternos, realizando una labor de ilimitada tras-
cendencia. Junto a las autoridades civiles y militares –nos aclara- que represen-
taban en la colonia la potestad del Rey, y en cuyas manos descansaba el gobier-
no de los pueblos, ellos se alzaron como personeros de una jerarquía, en la cual,
al par de la Iglesia, las ciencias y las letras tenían su legítima expresión. “Y con
los Obispos la Iglesia toda, representada por los Vicarios y los Curas, y por las
egregias comunidades constituidas en baluarte de la cultura durante nuestro
criollo medievalismo”. (Ibíd., 115).
Unos y otros –continúa diciendo- riegan en el ambiente de la época la semilla
de las artes y de las letras; al calor de sus manos, el barroco se transforma en la
facha- da de los templos y en los místicos retablos; bajo su dirección, el pueblo
educa el gusto por el arte musical. Unos y otros sirven de contrapeso a los
abusos de las autoridades y remedian, con la persuasión y el castigo oportunos,
las costumbres de grandes y pequeños. En pleno ejercicio de sus altas funcio-
nes jerárquicas, los Obispos asumieron la supervigilancia del medio social y sus
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decisiones se cumplieron, aún contra la voluntad de los empleados seculares y


sin temor al real recurso de las fuerzas. Su autoridad era semejante a la de los
inflexibles Obispos feudales, y nos refiere como “sin auxilio real ni haberlo pedi-
do”, según rezan los documentos de la época, fueron cumplidas las penas im-
puestas a doña Ximena Navarro y a doña Elvira Campos.
Más adelante hace referencias del monumento histórico que representa la
Visita del ilustrísimo señor Mariano Martí, Obispo de la provincia de Venezue-
la desde 1770 hasta 1792, y que hoy es del dominio público, la cual sirve para
demostrar lo que significaban aquellas lentas jornadas episcopales a través del
territorio de la patria, sin ocuparse sólo del cumplimiento de sus funciones a
divinis, sino que abordaban todos los asuntos que se referían a la administra-
ción de justicia, género de vida y costumbre de los seglares, enseñanza, hospi-
tales, organización civil, trato de los indígenas, conducta de los señores con los
esclavos, y demás pormenores que reclamaban su alta intervención de autori-
dad o persuasiva.
La labor civilizadora de estos Obispos y de la Iglesia en la instrucción de esa
época colonial –insiste- fue gigantesca y, según sus propias palabras, reclama
pintura aparte. También en que Venezuela no fue afortunada en darse sus pro-
pios Obispos, ya que sólo cuatro sacerdotes nativos tuvieron esa dignidad de
regirla durante la colonia. Y para concluir este tapiz, alaba el maravilloso ejemplo
de aquellos Obispos autónomos y solitarios, que nunca vieron en sus Diócesis
representantes especiales de la persona de los Papas. Maravilloso ejemplo –
enfatiza- de disciplina y catolicidad que aún mantiene y mantendrá estrecha-
mente unidas las iglesias americanas a la legítima autoridad del Supremo Pastor,
instituido por Cristo, para ser por siempre Siervo de los Siervos de Dios.

OCTAVO TAPIZ:
El meritorio concurso, aunque indirecto, con el cual los corsarios
contribuyeron a la formación del espíritu de la nacionalidad es el tema de este
octavo tapiz: “Sin las naves que aquellas nobles potencias protegían y enviaban
para asolar las costas de la América española, hubieran carecido estos pueblos
de oportunidad para estrechar sus fuerzas y para medir sus recursos bélicos.”
(Ibíd., 121).
Como la política colonial se diluía en un laberinto de emulaciones localistas,
argumenta más adelante, era requerida una fuerza que galvanizara la conciencia
de los pueblos. Y quien habría de creer que durante los siglos XVI y XVII los
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piratas se convirtieran en medio idóneo de educación cívica, y nos advierte que


aquellas naciones que censuraban de los Reyes Católicos la sed de oro y de la
política que ponía en juego para lucrarse con las minas, no paraban mientes para
abordar las naves españolas que, lastradas con el fruto del trabajo minero, po-
nían rumbo a los puertos de la Metrópoli, calificaban de crimen la explotación del
rico mineral en el fondo de la tierra, pero no apropiárselo violentamente cuando
estaba ya fundido.
Analiza, también, los distintos planes de conquista y colonización de las
potencias que actuaban lo mismo que Inglaterra, porque mientras la madre patria
realizaba el más generoso plan de colonización que jamás ha puesto en práctica
un Estado civilizado al servicio de naciones bárbaras, destruía por imprevisión
sus propios recursos interiores, los colonos de la Nueva Inglaterra limitaban su
obra a una tímida expansión que, la heroicidad leyendaria de los conquistadores
españoles, realizó actos de suprema barbarie, señalando que cuando en la Amé-
rica española ya florecían universidades y seminarios, en la del Norte no habían
podido establecer un asiento de inmigrantes sajones, y sube de punto la admi-
ración al considerar que el pueblo de San Agustín en La Florida, fundado por
conquistadores españoles en 1565 y el más antiguo de la Unión, antecedió en
cuarenta años al establecimiento de la primera colonia inglesa en Virginia.
De las actividades más sobresalientes de los corsarios en la América espa-
ñola también trata en este tapiz, y a quienes en algunas ocasiones llama piratas,
ya que para él corsarios, piratas y bucaneros son tres modalidades de un mismo
ente feroz, que mantuvieron en continua zozobra a las autoridades coloniales, y
de quienes se valieron esas potencias para que pasaran a ellas territorios some-
tidos a la Corona de Castilla, recurriendo a una apropiación indebida, para la cual
“...ningunas eran tan adecuadas como las armas que cobijaba la bandera sin
código de piratas y bucaneros: Jamaica, Granada, Tobago, La Tortuga, Curazao,
Aruba, Bonaire testimonian, entre otros territorios, los resultados de esa política
anti-española.”. (Ibíd., 123). Y en esa relación de esas actividades, apunta más
adelante, los asaltos anotados en ella no fueron los únicos que realizaron los
piratas en nuestras costas y ciudades: “Apenas nos hemos detenido, por medio
de este pesado y fastidioso recuento, en juntar los nombres de los más célebres
bandoleros y en recordar las empresas de mayor cuantía”. (Ibíd., 135).

NOVENO TAPIZ:
Trata en este noveno tapiz, lo que Don Mario considera como el mayor entre
los graves yerros de cuantos han sostenido los viejos historiadores de Vene-
zuela y muchos de los modernos, y acaso como el de consecuencias más funes-
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tas en la obra de agrietar nuestro suelo histórico utilizando sus mismas palabras,
aquel que hasta fecha reciente había erigido en artículo inconmovible de la fe, la
ignorancia colonial, lo que califica como una de las mayores atrocidades cometida
por los historiadores románticos enemigos, al explicar los hechos históricos, de
toda razón de orden intelectual y, en cambio sobremanera, propensos a fórmulas
sentimentales.
Al estudiante de historia patria advierte se le ha venido diciendo que durante
la Colonia no existió ninguna forma de instrucción, y que la propia universidad
caraqueña, madre nutricia de la cultura criolla, fue sólo una especie de laboratorio
donde se enseñaba latín para los rezos, y que aquellos que estudiaron la
instrucción colonial para negarla, no la vieron marchar porque no la vieron antes
de marchar, y nombra entre ellos a Don Arístides Rojas, quienes no quisieron,
los ya desaparecidos, y no quieren algunos de los que vinieron después, ver
que si hubo instrucción durante la época colonial, y nos hace una relación de los
colegios y de las escuelas de primeras letras, que se extendieron por todas las
provincias, antes y después de la creación de la Gran Capitanía General de
Venezuela, y que si bien no hubo un florecimiento salmantino de la cultura, ello
no quiere decir que dejase de haber la cultura que era requerida para entonces.
No llegó nuestra enseñanza a un verdadero monumento “gótico”, pero tam-
poco puede decirse que por lo ella edificado, a pesar de ser rebelde el material e
imperfectos los medios de labrarlo, careciese de orden propio a sostener una
bóveda o una ojiva, y pudo sostener sobre sus muros nada menos que la cons-
trucción de una república. Y junto a la obra cultural de las escuelas públicas de
primeras letras y de la cátedra caraqueña de Gramática, los conventos y hospi-
cios existentes tenían abiertos sus claustros para la educación general, acentuó,
y a continuación agrega que en Caracas, las casas de franciscanos, dominicos y
mercedarios, éstos mantenían estudios de Teología, Moral y Filosofía, con diez
cátedras de calidad universitaria a cargo de venezolanos, en su mayor parte, más
cuatro de Latinidad, divididas en sus correspondientes cursos de Retórica y
Gramática. Y al igual de las casas de Caracas, las de Valencia, Coro, Barquisimeto,
El Tocuyo, Guanare, Carora, Trujillo, Maracaibo, Mérida, Cumaná, Margarita y
Barcelona, abrían sus aulas a la enseñanza general de los criollos.
Después de un largo y minucioso análisis sobre la instauración de la instruc-
ción en la época colonial, desde antes de la llegada en 1605 a la ciudad de
Caracas del preceptor Juan de Ortiz Gobante hasta los inicios del siglo XIX, con
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sus severas críticas a quienes ha callado, por ignorancia o deliberadamente


nuestro pasado histórico, Briceño Iragorry les dice:

La mejor generación de la República venía de atrás, de las “tinie-


blas” coloniales, y si ella se presentó en el plano del tiempo por-
tando en la robusta diestra antorchas refulgentes, necesario es
proclamar que no fue noche aquel calumniado período, y que los
actores que so- bre empinado coturno representaron en el teatro
de la Historia la escena perdurable de nuestra independencia po-
lítica, ni eran movidos por los hilos de la farsa, ni repetían largos
dictados de apuntador, si- no discurso de viril contextura aprendi-
dos en las severas aulas coloniales...” (Ibíd., 156-157).

DÉCIMO TAPIZ:
En este décimo tapiz, vuelve la pluma de Don Mario a fustigar la obra de los
hacedores de nuestras historias populares, de cuya labor opina que ha sido una
verdadera lástima el que no se hayan detenido más de lo necesario en ciertas
descripciones del pasado, y en este caso las de Juan de Carvajal, pormenorizadas
en todos los manuales destinados al aprendizaje escolar de la Historia Patria, lo
que ha inducido a los estudiantes a ver a este gobernador como el prototipo de
las autoridades que nos gobernaron durante la Colonia, y para muchos resulta
muy fácil aceptar que todos los gobernadores tenían bajo su mando esclavos
encargados de cortar cabezas, cuando no andaban en perpetua correría con
Alfinger o Spira.
Esta sombría visión de decapitaciones y del continuo correr la tierra en
busca de peligrosas aventuras, aclara, ponen como un sangriento ribete de
crueldad y de incertidumbre en el panorama histórico, y cierra la mente para la
comprensión de la obra cultural realizada por las autoridades coloniales. A los
escolares se enseñan como piezas espantosas en nuestros museos, continúa
diciendo, grilletes y barras de data colonial, sin percatarse de que, para curarles
de espantos, debiera el cicerone explicar como esas modestas piezas de tormen-
to llegaron a crecer durante el curso de la República, hasta tomar proporciones
leviatánicas. En cambio, cuando se ahonda un poco en la investigación de
nuestro pasado, agrega, aparecen aquellos magistrados vestidos de distintos
arreos y subordinados a normas legales que no les permitían los excesos a que
se dieron ciertos conquistadores. Que algunos, muy pocos en verdad, figuren
en nuestros anales como verdaderos energúmenos, cosa que no debería espan-
Juan José Lugo Escalona

tar a los críticos, sobre todo si se considera que su número es demasiado redu-
cido al lado de quienes se comportaron como verdaderos constructores de la
República.
Sin embargo, más adelante reconoce que hubo algunos gobernadores que
hicieron mal uso de la magna autoridad, cosa que entre los humano y lo corriente
no sorprendió ni a los mismo españoles de la época, y que para evitarlo, las
Leyes de Indias erigieron la amenaza de los Juicios de Residencia, especie de
tamiz a cuyo través eran cernidas las acciones del gobernador y de las personas
que habían ejercido autoridad durante su término político, y el tiempo que dura-
ba este proceso era como un verdadero período de penitencia pública; así como
también, la continua amenaza de las apelaciones, impuestas ante la Audiencia
correspondiente y ante el Consejo de Indias.
Así pues, como hasta ahora las historias populares no han logrado ofrecer-
nos la verdad de nuestro pasado, nos aclara que el recuerdo de nuestra época
colonial y de sus autoridades se ha reducido a un ligero esbozo, en el cual sólo
aparecen con relevancia hechos en sí insignificantes como factores de evolu-
ción histórica, así como algunos personajes que aparecen abultados en nues-
tros manuales de Historia, podemos decir que por lo regular son inferiores a
aquellos que dichas historias no nombran, o apenas nombran a la ligera como
Pablo Collado y el Marqués del Valle de Santiago (Francisco de Berrotarán), por
ejemplo; por lo que necesitamos recurrir a los archivos y a las monografías
desprovistas de popularidad, para conocer los verdaderos elementos de nues-
tra Historia y poder reconstruir con ellos las figuras que, a consecuencia de la
imperfección de los papeles que han venido representando, sufren de atrofia o
de amorfia sus respectivas personalidades, y nos presenta dos ejemplos in-
discutibles de uno y otro caso, como son el Rey Miguel y su oscura compañera
Guiomar y el del Capitán General, que renuncia el 19 de abril de 1810, Don Vicente
Emparan.
Y lo más curioso del caso, nos aclara para terminar este tapiz, es el propio
origen del concepto destructor de la Colonia, no son los historiadores de hoy
quienes lo han consagrado, apenas ellos repiten una frase inspirada por el
odio de la lucha por la independencia, sino la misma clase social que se había
alzado altanera, insiste, durante la época colonial y de la cual formaban parte
hombres que tuvieron a orgullo de exhibir las ejecutorias de los abuelos espa-
ñoles, y fue la primera en declarar que luchaba por los derechos que había
cercenado la conquista.
Los Arquetipos de la Nacionalidad en Tapices de Historia Patria de Mario Briceño Iragorri

UNDÉCIMO TAPIZ:
Como maestro de educación integral, Don Mario nos refiere esa otra cultura
colonial, no la artística o literaria, ni la de formas político-sociales, sino a aquella
otrora opulenta agricultura y abundante cría, la cultura agri de los latinos, que
debería ser hoy fuente de perenne riqueza nacional y soporte de nuestra inde-
pendencia económica.
En este tapiz reseña como los capitanes que pacificaron la tierra mientras con
la diestra manejaban el arma apaciguadora, con la otra mano, según mandato de
las regias capitulaciones, iban aventando ricas semillas traídas de otras latitu-
des. Y así llegaron caballos y yeguas, cabras, ovejas y puercas (apareadas como
sobrevivieron durante el diluvio), así como también cebada, viñas y olivares,
higueras, granados y muchas otras simientes que han respondido desde enton-
ces en producir mayores frutos que en España.
Las tribus americanas se mantenía en un grado muy inferior con respecto a
los nuevos señores, nos aclara más adelante, y no eran el maíz y el trigo el pan
adecuado para el sustento de esta nueva sociedad, acostumbrada en la vieja
patria a una mejor clase de alimentos, así escasearan en aquel siglo de necesida-
des y aventuras, ensayando el colono nuevos cultivos, alterando con ellos la
flora tropical, suplantando la espada por la azada a la cabeza de los indios a su
cargo, convirtiéndose en sencillo labrador y pobre aldeano, al concluir la dura
empresa de aquietar a los indígenas, y al lado del conquistador que labra la tierra
transformándola, el misionero alterna su labor evangelizante entre el campo y la
rústica capilla, con su persuasión que no se reduce a enseñar a los bárbaros el
camino de la fe, sino a convencerlos también del trabajo común que, encima de
crear recursos materiales, fomenta una vida de paz y ciudadana.
Con la cría, en su sentido especulativo, y con el beneficio de la nueva agri-
cultura puede decirse, argumenta, que desde los prístinos días de la conquista,
dio el español nueva fase a la productibilidad de nuestro suelo, y preparó con
ello las nuevas formas de nuestro mundo económico, que sirvió de supedáneos
a la propia organización de las clases coloniales, y que originaron las protestas
más tarde elevadas por los criollos contra sistemas que extorsionaban las explo-
taciones agrocomerciales. Y para dar término a este tapiz, nos recuerda que en
nuestro escudo patrio, sin advertir la perdurabilidad del simbolismo hispano,
existen dos emblemas que hablan directamente de la obra opulenta, con la cual
los colonos supieron formar nuestra riqueza territorial: un ágil caballo, de fina
prosapia andaluza, y un haz de áureas espigas, que recuerdan los primitivos
trigales extremeños.
Juan José Lugo Escalona

DUODÉCIMO TAPIZ:
Cómo la nueva sociedad, con el surgimiento de las formas de la cultura
colonial, se irguió hasta bañarse en la luz de la Historia, es el tema que Briceño
Iragorry expone en este tapiz y nos aclare que fue porque la conciencia vigilante
del criollo, lejos de haber permanecido in pace, como han propugnado los que
sostienen que nuestra independencia fue un proceso manumitivo, sintió por el
contrario, en cada nueva ocasión y con más ímpetu, el palpitar de su gravidez
cívica, y como el pueblo colonial logró vencer, en plena dominación española,
de manera violenta si se quiere, sus derechos sociales y, sostiene en sus
argumentos, que antes de la sublevación de Juan Francisco de León, los criollos
habían realizado, de común acuerdo, actos encaminados, utilizando sus propias
palabras, a poner en guarda aquellos derechos.
Más adelante advierte, que otro factor de integración revolucionaria lo pre-
sentó Don Francisco de Miranda, pero el entusiasmo y la perseverancia del
infatigable Precursor terminaron en el fracaso de sus dos expediciones armadas,
sin eco en la conciencia colectiva por la fuerte oposición que le presentó el
mantuanismo, sabedor, según sutil observación de Gil Fortoul, de “que Miranda
expedicionaba con otro inglés, que el resultado inmediato de la expedición sería
la dominación de Inglaterra, y que con ella perderían los criollos su predominio
oligárquico”. (Cita Ibíd., 178).
Asimismo, hace referencia de la repercusión que tenía el fuego de las prédi-
cas mirandinas, que coincidían en su propósito autonómico con los mantuanos
que representaban la conciencia político-económica de la Colonia, y fue a buena
parte distanciarlo para la unificación de la obra cívica, la circunstancia anotada
por Gil Fortoul, de que los llamados “nobles” procuraban, antes que todo, sos-
tener y conservar su hegemonía, pero un sentimiento de lealtad al soberano
disimuló el propósito autonómico de éstos, y al amparo de esta “virtud política”
se expandió el ímpetu subversivo, genuino de ascendencia hispana, y aquí se
revela el juicio inquisitivo como una de las modalidades peculiares de esa época:
la coexistencia en el fondo de la vida social de hechos contradictorios y de
fuerzas desacopladas, que conducen indirectamete al mismo fin.
Así, el movimiento cívico del 19 de abril de 1810 no puede ser considerado
como fruto de una propaganda anti-española advierte sino, muy por el contra-
rio, debe afirmarse, como acertadamente dijo el doctor Pedro Itriago Chacín, que
fue una gloria de España en Venezuela, sin que la de ésta en nada se menoscaba-
se, en el sentido de que fue un resurgimiento, una actuación de aquel espíritu
Los Arquetipos de la Nacionalidad en Tapices de Historia Patria de Mario Briceño Iragorri

hispano, cuyas altiveces han asombrado la Historia. Sin embargo, agrega más
adelante, que con los sucesos del 19 de abril triunfaba un ideal revolucionario a
lo francés y, cuando leyendo las actas de los pueblos que se aunaron al
movimiento de Caracas han encontrado en ellas, admirablemente definida, la
noción de soberanía popular, y más se afianzan en la posible filiación gálica de
los redactores de aquellas.
No negaremos, agrega de seguidas, que cundieran en América la Declara-
ción de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, ni que fuera leído por
algunos criollos el trajinado Contrato Social de Rousseau. Pero olvidan ciertos
críticos que anteriormente a la expansión de aquel ideal revolucionario, la con-
ciencia criolla había adquirido firmes lineamientos para la vida civil y que fueron
las clases que mayor pujanza habían alcanzado bajo el antiguo régimen, y los
individuos que habían disciplinado su intelecto en las universidades y en los
estudios conventuales, quienes dirigieron aquella incruenta evolución.
Pero aquellas doctrinas no vinieron a Venezuela entre los libros subverticios
de la Enciclopedia, nos aclara, y muy por el contrario formaban la raíz de la
cultura tradicionalista que los criollos habían alcanzado en los estudios colonia-
les, por lo cual mal hacen quienes al verlas expuestas en la parte motiva de las
actas de las ciudades que se adhirieron la revolución caraqueña, las toman como
un contrahecho de las declaraciones americanas o francesas. Y nada cuadra
tanto, afirma, en la vieja contextura del derecho regio, como las razones expues-
tas en el Congreso Constituyente por el doctor Francisco Javier Yánez, teólogo
de la real y pontificia Universidad de Caracas, en la sesión del 25 de junio. Basta
leerlas para comprender cómo los ilustres fundadores de la república tomaban
fuerza para su alegato separatista, en la robusta armazón jurídica de España.
Y cuando se examine nuestro pasado, dice para concluir este tapiz, sin la
pasión seudo patriótica que guía a algunos historiadores, utilizantes de la His-
toria en medro personal, y se observe la continuidad de la corriente cultural que,
cargada de esperanzas, terminó por reclamar horizontes más anchos para sus
infinitas actividades, bien se verá la extremada puerilidad de los asertos con los
cuales se ha venido desviando para la comprensión histórica la propia concien-
cia nacional; y la independencia, como magistralmente dijo Luís Correa, no será
entonces sino un “incidente inevitable de la pujanza y crecimiento del Munici-
pio que vuelve por sus fueros y sus justicias; y el alma aventurera, tenaz y
enardecida de los conquistadores, reencarna en las huestes capitaneadas por
Bolívar”.(Cita Ibíd., 185).
Juan José Lugo Escalona

DÉCIMOTERCER TAPIZ:
En éste, su último tapiz, da fin a su ensayo histórico con la convicción de que
desde algunos años para acá se ha despertado cierto sentimentalismo colonial
entre las clases cultas del país, y cosa corriente es encontrar hoy (tiempo en el
cual terminó de escribir este libro, 1933), opulentas mansiones que lucen con
orgullo ricos mobiliarios del setecientos. A primera vista, cito sus propias palabras,
dichas casas, con sus faroles antañones y sus vistosos artesonados, amén de
odres y botijos centenarios y de graciosas hornacinas, da la impresión de que
mantuviesen, con la pátina del tiempo, las huellas de las graves pisadas de los
viejos hidalgos que generaron la feliz estirpe. Pero si indagásemos, afirma,
la historia del costoso moblaje, encontraríamos que los floreros han sido recogi-
dos aquí y allá de manos de humildes viejecitas, que los utilizaron como cosas
de poco valor durante muchos años; que los botijos y odres estuvieron en las
cocinas de humildes lavanderas, los “retablos” en el miserable dormitorio de
unas ancianas manumisas, a quienes fueron donados por sus antiguas amas.
Esto es en cuanto a los muebles de legítima procedencia colonial, porque la
mayor parte de ellos han sido labrados, al igual de las casas, por manos de
artífices contemporáneos.
Junto con esta devoción por los objetos antiguos ha aparecido otra, enfatiza,
aún más curiosa y de verdadera inutilidad para la vida práctica, cuando con ella
no se busca la explicación de nuestro fenómeno sociológico: las de la genealo-
gía que intentan regresar a España, por lo que puede deducirse que hay un afán
por hallar entronques con la cultura condenada, y que muchos se sienten felices
por descender de algún hidalguillo colonial, así aparezca lleno de apremios en
los juicios de Residencia. Y todo esto viene a significar, aunque indirectamente,
un verdadero valor en la interpretación de nuestro fenómeno histórico, a pesar
el tinte de manifestación sentimentalista en la cual incurren hasta los mismos
colioniófobos.
Así vemos después cómo el moblaje colonial y las pinturas que exornaron
salas y dormitorios de aquella época, corrieron la misma suerte de la cultura
general, porque la invasión de las modas sucesivas vinieron a suplantarlas,
cayendo en la conciencia adormecida de la multitud indiferente, y en el humilde
simbolismo de floreros, odres y botijos, pasó al estudio de otros muebles más
ricos y suntuosos, y la expansión continua de la vieja cultura que, desde el
Seminario y la Universidad, procuró abarcar el ámbito colonial, una vez destrui-
dos los embelecos de la crítica romántica, muestre a las nuevas generaciones las
fuertes y penetrantes raigambres que alimentaron el árbol de la patria en su lenta
Los Arquetipos de la Nacionalidad en Tapices de Historia Patria de Mario Briceño Iragorri

y porfiada ascensión hacia las regiones de la luz, nos advierte para terminar su
último tapiz-.

EXPLICIT:
Para terminar su libro, Tapices de Historia Patria una de las dos obras
fundamentales para comprender su pensamiento historiográfico, Don Mario
Briceño Iragorri nos explica el por qué y para qué lo hizo: “...en ellos no hay
intento de mentir, y que se tejieron, no para deleitar la vista ni para servir de
adorno en cámaras reales, sino para mostrar en forma burda la verdad de nuestro
pasado”. Cosa que logra en la medida en la cual sus inves- tigaciones y su
empeño por evidenciar un mejor conocimiento de la cultura colonial, lo que sin
duda alguna contribuiría a la nacionalización de un vasto sector histórico, que
ciertos críticos se han empeñado en separar de nuestra historia patria.
Su intento, nos da a entender, es alargar cuanto sea debido –utilizando sus
mismas palabras- la perspectiva de Patria: que ella se vea ancha y profunda en el
tiempo; que se palpe el esfuerzo tenaz que la forjó para el futuro, que sea más
histórica; esto es, que sea más patria, porque para amar a esa patria es indispen-
sable conocer su historia, y para bien amarla en su totalidad hay que conocer la
verdadera historia, esa que parecía mantenerse inédita hasta que estos Tapices
de Historia Patria, si no nos las han dado completa, han conseguido interesar-
nos y hasta obligarnos, por así entenderlo, a seguir los hilos de su investiga-
ción, porque fueron escritos con esa intención y tienen el poder para inspirar-
nos ese hondo sentimiento de devoción por nuestro pueblo, que llevó a su
autor a ofrecérnoslo para exaltar, con el fervor de quien revive cosas olvidadas,
el sentido de nuestra oculta tradición colonial, porque:

Mientras se reduzca en el tiempo el ámbito histórico, sólo tendre-


mos la noción de una Patria mezquina, atrofiada y sin soportes
firmes. Sin solera histórica, ella carecerá de fuerza para henchir los
espíritus nuevos en la obra de realizar su destino humano. Sin la
robustez de nuestros derechos en el tiempo, careceremos de la
personalidad que nos dé derecho a participar en la obra de la
comunidad universal de la cultura. La Patria grande del futuro reclama
los recios estribos de una Historia integral, que no satisfaga única-
mente la curiosidad del lector acerca del pasado, sino que modifique
también su concepción del presente. (Ibíd., 198-199).
BIBLIOGRAFIA
BRICEÑO IRAGORRY MARIO (1982) Tápices de Historia Patria. Ensayo de una
Morfología de la Cultura Colonial. Quinta Edición, Caracas, Venezuela. Talleres
Litográficos de Impresos Urbina, C.A.

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