cuando se hunde la pala en el suelo arenoso: mi padre está cavando. Lo miro desde arriba
hasta que su costado tenso entre los canteros
se dobla, y se levanta veinte años atrás agachándose al ritmo de surcos de papas donde estaba cavando.
La bota gruesa se alojaba en la cuña, el mango
se alzaba firme contra la rodilla de adentro. Sacaba brotes altos, enterraba hondo el filo brillante para desparramar papas nuevas que agarramos contentos de su fría dureza en nuestras manos.
Por Dios, cómo manejaba el viejo esa pala.
Igual que su viejo.
Mi abuelo extraía más carbón en un día
que ningún otro en la turbera de Toner. Una vez le llevé una botella de leche improvisadamente tapada con papel. Se enderezó para tomarla; después se agachó otra vez
a cortar y a partir con cuidado, tirando terrones
por encima del hombro, más y más profundo buscando el carbón bueno. Cavando.
El olor frío a moho de papa, el ruido que salpica
del carbón mojado, los cortes secos del filo entre raíces vivas se despiertan en mi cabeza. Pero no tengo pala para seguir a hombres como ellos.