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Sátira

Iba caminando por el centro y pensaba

en cualquier cosa, quizá insignificante, pero

totalmente absorto, como me suele pasar.

De repente apareció un tipo al que apenas

conocía de nombre y que me saludó

con un apretón de manos: “¿Cómo andás,

querido? –Muy bien”, dije, “y espero que vos

también.” Seguía al lado mío, le pregunté:

“¿Necesitás algo?” Y él: “Quiero que me conozcas,

yo también soy poeta.” Y le respondí: “Pero eso

está muy bien, te felicito.” Con unas ganas locas

de zafar, caminaba más rápido o frenaba

para mirar una vidriera. La charla inminente

me hacía transpirar. “Ay, Quique, que apagaste

el cerebro feliz”, me dije en voz baja, mientras

el otro parloteaba sin parar, denostando el aspecto

de la ciudad y sus calles. Yo no le contestaba:

“Te querrías ir, me doy cuenta; pero no podrás;

me quedaré con vos, te acompañaré. Decime:

¿adónde vas ahora? –No vale la pena que te desvíes;

voy a visitar a alguien que no conocés, del otro lado

del río, lejos, pasando el parque Las Heras.


–No tengo nada que hacer, me gusta caminar,

te acompaño hasta allá.” Bajé la cabeza

como si me hubieran puesto un peso excesivo

en la espalda. Y él empezó: “Por lo que veo,

mi amistad te puede interesar, ¿leíste

mi último libro? No está bien que yo lo diga,

pero le gustó a la gente que más respeto.

A veces me emociono leyendo ciertos poemas;

en la presentación sentí los ojos llenos de lágrimas.”

Era hora de interrumpirlo: “¿Tenés familia, hijos,

que se preocupen por vos? –No tuve hijos, sin embargo

me gustan los chicos. Los jóvenes han revolucionado

la poesía. Cuando murieron mis padres… Dichosos,

todavía a nosotros nos espera el momento

de perder la memoria, caer postrados, como me dijo

el gordo aquel, uno de los pocos escritores que hubo

acá, antes de suicidarse: ‘¿Para qué soportar

las enfermedades, la vejez de los sentidos,

si un paso apenas nos separa de la nada?’ Así que

menos aún me importarán los libros.” Ya habíamos

llegado al río, la mitad de la mañana pasaba,

cuando mi caso de poeta se acordó: le iban

a cortar la luz si no pagaba una deuda vencida


justo en el edificio trunco que bordeábamos.

“Haceme el favor”, me dijo, “acompañame un rato.

–Me muero si tengo que hacer cola, y ya te dije

que estoy apurado. –Dudo qué hacer, si renunciar

a nuestra charla o a la energía eléctrica.

–Por favor, no hay problema. –No haré el trámite”,

concluyó. Con alguien tan cabeza dura no es fácil

pelear, seguimos. “¿Y la beca esa, cómo la sacaste?

Dicen que no la gana cualquiera. Vos sos el único,

¿no? Algún día te voy a preguntar los detalles

para presentarme. En Buenos Aires la han ganado

con muy poca obra. –No sé si funciona como pensás.

Los poetas porteños leen mucho, nunca me sentí

más cómodo cuando se trata de literatura

que allá. Cada uno es medido por lo que escribe

siempre. –Es casi increíble, ¿no hay envidias?

- Yo lo vi así. –Me dan todavía más ganas de ir

a pedirles recomendaciones para la beca.

–Si querés, con lo que ya hiciste seguro

que te recomiendan. Más aún, querrán ser todos

amigos tuyos. –No dejaré nada sin probar:

mandaré libros, cartas manuscritas, sus mails

conseguiré cueste lo que cueste. Si no me contestan


una vez, seguiré intentando. Iré a las presentaciones,

trataré de encontrármelos en los eventos

literarios, en los barrios del centro, me sentaré

en las mesas grupales después de las lecturas.

Sin trabajar nada les da la vida a los mortales.”

Mientras peroraba así, aparece enfrente nuestro

el Kuky Oviedo, un amigo que conocía

muy bien al otro personaje. Frenamos: “¿De dónde

vienen?” y “¿Adónde van?”, intercambiamos

preguntas. Yo empecé a hacerle señas, codeaba

su antebrazo insensible, le guiñaba el ojo

y cabeceaba para que me salvara. Pero él,

malignamente, contenía la risa, se hacía

el desentendido, mientras crecía mi furia

tonta. “Acordate de lo que me dijiste, que me tenías

que contar una cosa. –Me acuerdo, pero será

en otra ocasión, es la semana de la feria

del libro, ¿no te importa la literatura

de Córdoba? –Para nada, no tengo esa religión.

–Pero yo sí, no soy tan fuerte, uno más

entre muchos; perdoname, hablamos otro día.”

¡Qué sol tan negro se alzó sobre mí! Se fue

el indigno y me dejó en la picota. Y entonces


llegó un enemigo de mi contrincante: “¿Adónde

va usted?”, le gritó amenazador. “Lo tomo

como testigo.” Yo estiré la oreja. Entraron a saldar

las cuentas a la empresa de luz, agarrándose.

Clamor por todas partes, amontonamiento

de gente alrededor. Y me salvó el destino.

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