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DIVORCIO: EL DOLOR EMOCIONAL EN LOS HIJOS

Carlos Enrique Acuña Escobar

En ocasiones, las personas atraviesan por circunstancias que les afectan


negativamente de manera física o emocional. Hablamos de crisis como
pueden ser la pérdida de un ser querido, la pérdida del empleo, padecer
una enfermedad incurable, el divorcio, entre otras.

Lo que tienen en común las crisis es que parecen cancelar (o amenazar


seriamente) las oportunidades futuras de estar mejor. Es decir, ante una
situación de crisis es común la visión en túnel que enfoca nuestra
atención en el problema que sufrimos y para el cual carecemos de
recursos para resolverlo, olvidándonos de las posibles oportunidades
que hay alrededor. El futuro se ve con pesimismo y parece que con el
paso del tiempo las cosas empeorarán en lugar de mejorar.

Hace poco explicaba en una conferencia sobre el efecto del divorcio en


los hijos, cómo y por qué estos “prefieren” sentirse culpables de la
separación de sus padres, antes que impotentes ante ella. Cuando algo
grave nos sucede, si nos sentimos culpables adquirimos la sensación de
que “si nosotros lo causamos, entonces podemos expiar la culpa, ser
perdonados y todo volverá a la normalidad”, de ese sentimiento al auto
castigo no hay ni medio paso. Pero cuando nos sentimos impotentes,
cuando asumimos que aquello nos sucedió por razones que están más
allá de nuestras fuerzas y voluntad, por causas que nada tienen que ver
con lo que hacemos, entonces nos invade un gran temor “cualquier cosa
puede sucederme”, nos descubrimos en toda nuestra vulnerabilidad ante
la vida, y la ilusión de que controlamos nuestra existencia se desvanece.
Ante sucesos que no dependen de mí, nada puedo hacer, soy impotente,
y esa impotencia me lleva a la desesperanza.

La desesperanza es característica de las situaciones de crisis por las que


podemos atravesar. La culpa es aún una ilusión de que podemos tener
control sobre lo que pasa, aunque sea a costa de nuestro auto sacrificio.
La impotencia, por el contrario, es la perdida total de control sobre
nuestras vidas.

El divorcio es el resultado de una serie de problemas que han venido


teniendo un desarrollo, empeorando y complicándose cada vez más,
hasta que la única salida posible es la separación definitiva con todas
sus consecuencias.

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La manera como han sido vividos esos problemas es más importante
que el hecho mismo de la separación, pero los efectos de ésta en los
hijos es inevitable. En ningún caso el divorcio es inocuo.

El efecto más generalizado y notorio del divorcio y de toda crisis, es el


dolor emocional, sentido como una sensación difusa que penetra todas
nuestras actividades, las cuales han sufrido un cambio radical, ya no son
lo que eran antes, ya no nos significan lo mismo, de hecho es como si
nuestra vida hubiera sido despojada de todo sentido, del sentido al que
estábamos acostumbrados.

El dolor, sea físico o emocional, se refleja en nuestro cerebro, pero con


la diferencia de que el primero puede erradicarse si eliminamos la causa
física que lo produce, y ahí la medicina puede venir en nuestro auxilio.
Pero el dolor emocional parece no ubicarse en ninguna parte y al mismo
tiempo en todo nuestro ser, más que en nuestro cuerpo, la medicina no
logra sino aminorar un poco ese dolor y requerimos de un apoyo distinto
para manejarlo hasta que vaya desapareciendo.

En el divorcio la salida de uno de los padres es sentida como un


abandono debido a que la persona no soportó la carga que le
significamos. Quienes se quedan forman una familia desorganizada,
desestructurada, que ha perdido el sentido que antes tenía.

Cada miembro de la familia restante buscará desembarazarse del dolor


emocional que la pérdida le causa, con los recursos que estén a su
alcance, según sean las posibilidades de su edad, género, situación
socioeconómica, etc. Ellos deberán tender a crear una nueva
organización donde las funciones que desempeñaban antes sean
distribuidas de manera diferente para asumir aquellas que deja de
realizar la persona que se fue.

En los hijos se generan sentimientos mezclados de miedo (por el


desamparo), tristeza (por la pérdida), enojo (por la impotencia), culpa
(como una forma de eliminar la impotencia), y ansiedad (por el deseo
de salir de esa situación pronto). Su auto imagen y las expectativas ante
la vida cambian.

La familia que resta requiere mantenerse cohesiva para garantizar la


protección de los hijos y satisfacer su necesidad de pertenencia, y debe
ser a la vez flexible para acomodarse a los cambios. La jerarquía de los
padres no debe nunca recaer sobre los hijos, y jamás se deberá quitar el

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apoyo afectivo y económico hacia los hijos, ya que ello implica mayor
rechazo.

Aunado al dolor emocional del divorcio, los hijos sienten una soledad
profunda, como si sólo ellos fueran hijos de un divorcio, y hay fuerte
temor ante el posible fracaso de sus propias relaciones interpersonales,
a tal grado que llegarán a decidir no casarse, no comprometerse
realmente, no tener hijos.

Los hijos pequeños temen que así como se fue uno de los padres, se
vaya de pronto también el otro. Con frecuencia suelen posponer los
efectos sobre ellos mismos hasta que tienen edad de expresarlos, que
es en la adolescencia.

Los hijos adolescentes ven complicados sus propios procesos de


crecimiento e individuación, con los efectos del divorcio. Pueden
suspenderlos y adoptar una posición sumisa y dependiente, o pueden
exacerbarlos hacia la rebeldía.

El dolor emocional pone en acción los mecanismos psicológicos de


defensa: huida, represión, proyección, negación, regresión, aislamiento,
sustitución, desplazamiento y racionalización; en un intento por
adaptarse al cambio.

Si bien el procurar un divorcio sobre la base de acuerdos en cuanto a los


bienes, las funciones, las visitas, las normas, etc., hablar con claridad a
los hijos enfatizando que ellos no son culpables de la separación y tomar
en cuenta sus opiniones y la expresión de sus afectos, puede
proporcionar elementos para aminorar los efectos del mismo sobre los
hijos; en aproximadamente dos terceras partes de la población será
necesaria la intervención psicológica que ayude a los hijos a elaborar la
pérdida mediante la comprensión de la misma, la revaloración de sus
recursos y la vivencia de sus emociones a través de un proceso de duelo
controlado por el terapeuta.

Sin embargo, toda crisis emocional y el dolor psicológico que genera,


son también una ocasión de salir fortalecido de los mismos.

Mayo, 2008.

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