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LA SANTÍSIMA
TRINIDAD DE LAS 4 ESQUINAS
LA PRESENTE EDICIÓN DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD, LA INAUGURAMOS CON UN
FRAGMENTO DE LA BALADA DE PABLO DE ROKHA
Los cantos de mi lengua tienen ojos y pies, ojos y pies, músculos, alma, sensaciones,
grandiosidad de héroes y pequeñas costumbres modestas, simplicísimas, mínimas, simplicísimas
de recién nacidos, aúllan y hacen congojas enormes, enormes, enormemente enormes, sonríen,
lloran, sonríen, escupen al cielo infame o echan serpientes por la boca, obran, obran lo mismo que
gentes o pájaros, dignifican el reino animal, el reino vegetal, el reino mineral, y son bestias de mármol,
bestias, bestias cuya sangre ardiendo y triste-triste, asciende a ellos desde las entrañas del globo, y
cuyo ser poliédrico, múltiple, simultáneo está en los quinientos horizontes geográficos; florecen gozosos,
redondos, sonoros en octubre, dan frutos rurales a principios de mayo o junio o a fines de agosto,
maduran todo el año y desde nunca a desde nunca; anarquistas, estridentes, impávidos, crean un
individuo y una gigante realidad nueva, algo que antes, antes, algo que antes no estaba en la tierra,
prolongan mi anatomía terrible hacia lo absoluto, aún existiendo independientemente; ¡tocad su
cuerpo, tocad su cuerpo y os ensangrentareis los dedos miserables!...
Han pasado más de veinte años desde que Lihn partiese dejando
como legado una obra inconmensurable e imposible de reducir
bajo el marco taxativo que imponen los géneros y aquellos
esquemas lineales bajo los cuales entendemos el arte y genialidad
dentro de un estilo y propuesta. El trabajo que Lihn edificara desde
su adolescencia, sin duda pone en acción lo que Barthes afirmó
con tenacidad “El texto no pertenece a ningún género ni a ninguna
clasificación; es siempre "paradójico". Cultor de la pintura en sus
inicios, dibujante de comic junto a Jodorowsky, maestro de la
performance estridente y padre de íconos del absurdo y la sátira
(remítanse a la figura de Gerardo de Pompier o al trabajo de
Quebrantahuesos) y desde luego ensayista, crítico de arte, poeta
mayor y narrador, Lihn fue sin duda un factótum de las letras y
mucho se ha dicho y seguirá diciendo de su quehacer, sin
embargo, algo podemos agregar en torno a su labor como
prosista, algunos apuntes sobre el humor conceptual.
Aunque no se sabía
anfitrión e invitados
Yo, el impar
y agorero
fijamente, en silencio.
Cuando leemos el título de esta obra, Novela Negra, se produce un choque en los esquemas que
tenemos preestablecidos como lectores de poesía. Un asombro atrayente. No en cuanto a la forma
que, en principio, apreciamos en la versificación, sino en cuanto a la manera digamos diferente de
afrontar el aludido material poético. Si el poeta francés Francis Ponge decía que en el resultado final
del texto poético el lector debe encontrarse con todo el proceso de la creación para que pueda
abordar el texto desde su propio individualismo, de manera que el yo lírico quede disuelto en un
bosque de posibilidades, aquí el autor va más allá no sólo del vacío de la forma sino del vacío
clasificatorio de los géneros.
Ya no se trata de encerrar un conjunto de citas con ánimo culturalista o barroco, sino al contrario,
crear una referencia no-lírica como revulsivo a la lírica al uso. Leer un texto como si fuera una
novela negra, donde cada verso es un paso hacia la resolución final del asunto, parece sugerente.
Pareciera también que el autor nos imbuye en una ficción, en una epicidad de lo cotidiano para
escapar de la realidad, pero tampoco. No hay escape posible. Como en la novela negra, el autor-
poeta-antipoeta “inventa” una realidad que bastante se asemeja a su entorno y estado anímico al
paso que denuncia un sistema sociopolítico, y, en este caso, también textual, en cuanto a uso y en
cuanto a expresión coloquial circundante en su crudeza y desasosiego. Un laberinto acaso sin salida
y sin saber dónde está situado el minotauro.
La novela negra debe su nombre a que originalmente fue publicada en las revistas Black Mask de
Estados Unidos y Série Noire de Francia, y a que los ambientes donde se sitúa la trama eran
“oscuros” (un nombre de otro nombre: un texto de otro texto). La resolución del misterio no es el
objetivo principal sino la observación del hecho de que en ese clima de crimen y violencia las
divisiones entre el bien y el mal están bastante difuminadas. La mayor parte de sus personajes son
individuos derrotados o en decadencia que buscan un atisbo de la verdad que no encuentran. La
rabia, las ansias de poder, la envidia que causan un deterioro ético de la sociedad en donde se ven
involucrados tanto el criminal como el investigador.
Si me he detenido a definir este tipo de novela es precisamente porque se aprecia que el autor del
poemario Novela Negra, Juan Podestá B., domina a la perfección los registros de esta narrativa y su
expansión en el cine. Y, sobre todo, para analizar el paralelismo que se manifiesta en su manera de
poetizar y despoetizar la realidad. Sobre la página en blanco,
Alguien lo asesinó. Imposible resolver el caso desde la indagación lírica. Convertir los materiales de
la poesía en personajes de novela negra. Transformar la esencia en presencia. Indagar en el crimen
y en el proceso de la creación buscando las huellas. El qué cómo cuándo por qué. El quién. Y, sobre
todo, la madre del cordero: la palabra, su víctima.
Todo y todos han conspirado a tal fin. No sabemos si el criminal es la misma persona que el
investigador o si, acaso, fue la misma escritura la inductora del crimen. Tampoco sabemos el arma
causante: Tres libros/ Un teclado con letras borrosas/Un disco de tangos dos caracolas/ Una foto que
ya no dice nada/ Un disco duro que se pone lento. ¿La tradición o la modernidad? ¿El discípulo o el
maestro? Misterio y cosecha roja del verso. Por ahí anda un Sam Spade levantando el cadáver de la
palabra. Difícil resolución cuando la misma literatura ha sembrado su propio victimario sobre la tinta
del verso. Ya no importa si la víctima fueron unas letras Georgia cuerpo 12 o una chica que decidió
dejar al novio. Ya no importa el cansancio ni el agotamiento de la escritura o los valores que en ella
subyacen. El asesino no quiere escapar porque no tiene de qué escapar y esto lo sabemos muy bien
los lectores que respiramos la trama.
El escritor, el poeta, al final es el sospechoso principal. El que cae en su propia trampa de éxito o
fracaso. Alguien lo vio, como en el cine, por su ventana indiscreta. Quizás la misma Poesía, la que
siempre subsiste.
Poesía llena, más que de referencias, con referentes (action painting poético) de la novela negra,
donde se respira casi la misma atmósfera que en dicho género y donde el poeta es un juguete rabioso
de la realidad circundante plasmada en lo textual. Expresión también caracterizada por el lenguaje
cinematográfico y esos libretos llenos de acotaciones. Acaso la poética de Juan Podestá B. sea una
revisión indispensable de unas vanguardias viciadas por la repetición y los lugares comunes que, a fin
de cuentas, parecen ser el verdadero asesino de la palabra. Revisión y paralelismo con los primeros
poetas surrealistas que vieron en el cinematógrafo una nueva forma de poetizar, con un nuevo ritmo, e
importando un tono necesario al poema. Emeterio Gutiérrez Albelo, poeta canario, surrealista puro y
después adaptado al rigor de la dictadura franquista, en su obra Enigma del invitado de 1936, acaso
se sintió o presintió Sam Spade bullir en el fotograma de su verso.
Árboles estupefactos observan a Joaquín Edwards Bello
Escribe Carlos Amador Marchant
Decir “no soy el de antes” es dar cabida a tinieblas, a las que nunca más entraremos en forma
victoriosa.
Mi padre, a minutos de morir, esbozó una canción mexicana y dijo que afuera el cielo estaba hermoso
y los ramajes de los arbustos se mecían como nunca antes.
Joaquín Edwards Bello, a minutos antes de suicidarse, cantó un repertorio francés de los que
atesoraba.
Mucho antes de leer “La Chica del Crillón”, hace bastante tiempo, don Joaco me atrajo. No sólo por
las posteriores peripecias de Teresa Iturrigorriaga, su protagonista, sino la demarcación y escenas de
la alta sociedad santiaguina de comienzos del siglo veinte, sus inclinaciones e ideas que siguen
pesando y penando al rictus territorial.
Y entonces acá nos detenemos. Nos ponemos a mirar a lo lejos, a lo más lejano, no para defender ni
menos para increpar al Premio Nacional de Periodismo y Premio Nacional de Literatura, sino para
analizarlo en su forma, en su contexto, y por qué no decirlo, en su decisión de ser un inclemente a
costa de todo.
Frente a ese panorama de ideas alienadas sin estar acorde con el avance social, ortodoxas por decir
lo menos, ¿acaso era un tema menor para Edwards Bello salir de la escafandra de su apellido, ligado,
pegado, como garrapata (perdonando la expresión) a la oligarquía chilena?
Ese apellido (éste) escamoteado en los más disímiles conflictos sociales, apostador y ganador de un
cuanto hay de prebendas políticas o antipolíticas, en fin. Pero ganador después de todo.
Sin embargo, no estoy acá para hablar del apellido “Edwards” en especial, sino para ver la fortaleza
del hombre cuando quiere (busca) en su subconsciente, salir de estos ramales.
Ese fue para mí, Joaquín Edwards Bello. No estoy aquí para hablar del apellido, repito, ¿y cómo
no?, si por más de dos siglos, tras la llegada del primer Edwards a suelo chileno en barco pirata,
pasando por la descendencia y su incursión en la minería, en temas bancarios, periodísticos, la
mano decidora en la Guerra del Pacífico, la voz opositora contra Balmaceda y la posterior Guerra
Civil del 91 y, por favor, no sigamos contando, porque el mismo Premio Nacional de Literatura se
avergonzaría de tanta estupidez en pleno siglo 20 y más allá de éste.
Jugador empedernido, Joaquín Edwards Bello, capaz de diluir toda su fortuna en los casinos, en
las mujeres, en sus viajes a Paris, fue un escritor pleno, que plasmó sin lugar a dudas todo lo
concerniente a la vida nacional.
Dicotómico, como el que busca salir del seno abismal y no puede o no quiere, que se revuelca en
dos aguas y se desplaza amando más a una que a otra.
Estamos (estoy) hablando del hombre que hizo de su vida una desesperación, acompañado
desde joven de una pistola colt que al final hizo funcionar a sus ochenta años, el 19 de febrero de
1968.
Y entonces no es complicado, ni siquiera vale la pena indagar sobre su caminar por este mundo,
porque interpone él mismo, en las obras, su vida electrizante, caótica, apremiante, llena de
ultrajes y sinsabores.
He terminado por considerar a este hombre como “heroico” y a quien, al mismo tiempo, se le
podrá dibujar miles de apelativos degradantes.
Me parece, desde la ficción y/ó realidad en “El inútil de la familia”, de Jorge Edwards, verlo
caminar (correr) con sus bolsillos repletos de dinero entrando en los casinos. También observando
los traseros de hembras de pueblo, sean éstas lavanderas, feriantes, no importa, lo real era que
tuvieran exuberantes culos y caderas por donde se pudiera afincar. Es decir, por la carne de las
mujeres de alcurnia no iba la cosa. O bien escondiéndose tras haber publicado su conflictivo libro
“El inútil”, entrando en casas amigas, saliendo del país, hasta que pasara la tormenta y la ira de la
casta, la misma de llevaba en su sangre.
El Joaquín destemplado siempre observado por los hombres de sociedad, a los que soportaba
por cortesía, mientras por sus caminos, parecía que por su sangre, por sus ojos le electrizaban
las calles polvorientas y de hedores, las cantinas, la bohemia de grandes risas, de risas alocadas.
Confecciona bien Jorge Edwards este libro donde en ocasiones parece que apaleara a su tío. Y sin
embargo, casi con ironía busca reencontrarlo, acercarlo a sus propios caminos. Y es preciso, incluso,
para entender un poco mejor la vida de Joaquín Edwards Bello, releer estos textos que a Jorge debió
haberle costado ordenar en el más estricto rigor de enaltecer, dentro de la supuesta denostación, a un
pariente y su validez.
Este Edwards Bello (también bisnieto de Andrés bello) con dos apellidos poderosos, observado en la
más decadente aventura de la vida, quedar en ocasiones con los bolsillos pelados, casi hipotecando
hasta su alma, haciendo, por cierto, de esa existencia sus escritos y hallando el valor en la literatura,
lectores por miles lo rescatan, sin embargo, de la muerte prematura.
Dos temas relevantes para degustar este asunto del apellido Edwards. Por un lado el hermano de
Joaquín, Emilio, había sido embajador de Chile en Cuba en los tiempos antes de la revolución de Fidel
Castro y hasta cuando Chile cortó relaciones con la isla. Enamorado de ésta tuvo que emigrar a Miami
con su familia. Más tarde, en 1970, una vez que el gobierno de Salvador Allende, al reanudar
relaciones con ese país envía a su primer nuevo embajador, Jorge Edwards ocupa ese cargo. Frente a
esta situación que fue más que nada coincidencia alejada de planificación, el embajador de Cuba en
México, señaló: “Parece que esta familia es inmortal. El último representante del antiguo régimen
pertenecía a ella. Y el primer representante de la revolución, también. ¡Es, no cabe duda, una familia
inmortal!.
Mayita, por otra parte, tras el suicidio de Joaquín Edwards Bello, consigue hacer una especie de
circunvolución con nuestro personaje, es decir, hace que en los funerales no sólo el pueblo salga a las
calles, sino que altas instituciones como la Universidad de Chile facilitaran el Salón de Honor para el
velatorio, la gran Casa de Bello, donde el bisnieto ya era merecedor de todos los grandes honores.
Antes de llegar al Cementerio General, además, se hizo un alto en donde la totalidad del personal
hasta altas autoridades del diario La Nación, homenajearon al Premio Nacional de Literatura, al mismo
que hizo más famoso al matutino con sus crónicas semanales. Era 1968.
Mientras los más conspicuos escritores de la época entregaban emotivas palabras por el hombre que
se había suicidado, Joaquín Edwards Bello dejaba estampadas estas palabras antiguas: “Cambié de
barrio, de clase social, de familia. Cambié de sangre. Cambié de pasado. Soy feliz. Este otro mundo
me admira. En la clase alta yo no pude ser algo. En esta otra clase, descubierta por mí, he vuelto a ser
un hombre con esperanza”.
Curiosamente, al finalizar estos escritos, me trasladé por asuntos de trámites hacia un cerro popular
de Valparaíso, el cerro Rodelillo. Cuando el vehículo de la locomoción colectiva fue pasando a la altura
del paradero 20, me percaté que en un establecimiento educacional había un letrero. Esto es lo que
decía: “Matrículas abiertas 2011. Colegio Joaquín Edwards Bello”. Sin comentario.
Al comienzo de esta crónica hice una rápida relación con dos hombres que cantaron antes de morir. Mi
padre, quien no fue un escritor ni tampoco se suicidó, hizo de su vida una novela. Lo despedí en
Iquique, en el cementerio número 3, frente a una escasa concurrencia, y precisamente, hablé sobre su
vida novelística. Joaquín Edwards Bello, por su parte, vivió y pervivió para novelar. Vivió, en
consecuencia, para desgarrar su pellejo hasta lograr un objetivo, mientras el aire que respiró, ese aire
intrépido, sigue remeciendo muchos árboles estupefactos.
Cada una de estas ausencias y nostalgias enmascaran una dimensión de la cual sólo la poesía parece
ser capaz de dar cuenta. Así, en la CANCIÓN ROMÁNTICA CON VARIACIONES, desde el principio se
revela la absoluta conciencia de lo insuficiente de los medios a mano del hablante, ante una emoción
que trasciende con mucho la anécdota de un quiebre amoroso:
(...)
Esta ciudad de las noches rojas sugiere un locus permanente dentro de la poética de Retamales –el
espacio de una bohemia destructiva, en que el tiempo nocturno impone su privilegio. Este tiempo, en
que no existe una productividad real y el deseo personal destierra toda otra posible ética, va mucho
más allá de la figura de un eterno presente: también se da como un espacio más de habitación de la
nostalgia, así el poema RESONANCIA NOCTURNA.
Ese entonces, si bien indeterminado, marcado por un desfondado coraje y el descuido de sí, resulta
una de las marcas más firmes dentro de la poética de la que Retamales es un decidido continuador:
me refiero a aquella conciencia escritural nacida en medio del pujante escenario del capitalismo de
entreguerras dentro de la literatura en inglés, la Lost Generation, cuyos rasgos fundamentales son
después legibles en el cine y la novela denominados negros, el Beat y autores como Raymond Carver
y J.D. Salinger. Esta conciencia escritural, partiendo desde el supuesto de la defensa de un cierto
realismo de elaboración intelectual simple, es capaz de plantearse la misión de presentar el sentido de
vacío radical de un sistema social en que todo ha caído presa de un flujo cuantificador y espectacular,
concentrando en el individuo que generalmente toma el rol central -y representa plenamente y sin
tapujos la perspectiva del narrador- aquella carga marginal y conciente de aquel que se despoja, o es
despojado con cierta violencia, del velo mistificador para contemplar la ruina absoluta de la posibilidad
humana, y por ende de sí mismo. La huella de este momento de la historia de la cultura de masas
–pues se trata decididamente de este ámbito- atraviesa buena parte de la producción literaria chilena
de fines de los 80, como una reacción ante la defensa de cierta idealidad comunitaria o social dentro
de lo que quedaba de los intelectuales y artistas comprometidos –mucho más ingenua y simple de
elaborar intelectualmente de la que implicaría una militancia efectiva, o de lo que significaba plantear
derechamente el descalabro de las utopías colectivas. Retamales es capaz de ubicarse dentro de este
locus planteado desde este nuevo romanticismo de un individuo consciente en el corazón de la
sociedad de la enajenación y el espectáculo, y desde esa perspectiva dar un índice sobre la situación
del creador y el alcance y sentido de su acción que otros autores, tanto contemporáneos como
actuales, sólo han logrado resolver en un solipsismo que llega hasta la autocomplacencia[1].
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[1] Como ejemplos de esto sobresalen en narrativa tanto la vacía y simplista pretensión de verdad de Marcelo Lillo o Marcelo Mellado, como la aplicación política mecánica de
Roberto Ampuero, que tan sólo acaban generando máquinas de autopublicidad que piden para sí cierto vago y torcido privilegio ético. En el caso de la poesía, la crítica interna a la
que se obligan las poéticas generadas desde los 80 hasta ahora hace que obras que acceden a este romanticismo de nuevo tipo no puedan dejar de mostrar la fisura que las
constituye, con lo que hacen entrar en el texto la necesaria presencia de los otros: su ética (p. ej., Diego Maquieira).
El quiebre posible de ese solipsismo se presenta en Crack up con absoluta evidencia: el poema no
puede dejar de situarse y resituarse con respecto a la vida que le rodea y lo alimenta. El poema como
tal aparece en varios de estos textos, señalando su poder de interactuar y delimitar el lugar y la
pretensión del hablante:
Desde esta conciencia, el planteamiento del gesto decidido –e incluso violento- como necesario para
superar una autosuficiencia del ser que pueda implicar su autoeliminación se encuentra desde el
epígrafe mismo, de Eugenio Montale, y se reitera a lo largo de toda la poética presente en el libro. La
evidente crisis que se produce entre la necesidad de esta fuerte voluntad y la obvia impotencia y
soledad del hablante (la inminencia del doloroso crack up aludido desde el título y el poema homónimo)
resulta, en este sentido, la fundamentación de una poética mucho más densa que la simple
representación de una gestualidad desesperada o una afirmación absoluta y enfermiza de sí.
Son importantes, en este sentido, los poemas referidos a Cuba, que ponen al hablante de Crack up
frente al idealismo colectivo y la persistencia del pasado, definiéndole por negación como un habitante
cazado en su situación en esa ruina del mundo que toca sus tambores de invierno.
Con Crack up, Retamales no sólo se confirma como una de las voces sobresalientes en ese vago
ámbito que para los habitantes de la zona central de Chile se extiende al norte de Santiago, sino que
se confirma en uno de los caminos más difíciles dentro de un país grandilocuente: el presentar una
poética de fuerte carácter personal, que se propone nada menos y nada más que dar cuenta, a través
de sí mismo, de un descalabro universal y permanente en nuestras formas de ver el mundo. Un
pequeño paso que implica una de las mayores apuestas en la literatura.
Por otra parte, corresponde reconocer la solidez con que se ha ido construyendo el catálogo de
poesía de Libros La Calabaza del Diablo, que los pasados años continuó creciendo con nuevas obras
de Gladys González y Raúl Hernández, así como con la opera prima de Priscilla Cajales, Termitas.
Siempre abiertos a lecturas políticas de alto riesgo –desde la vindicación nostálgica de la memoria
hasta extremos francamente psiquiátricos-, Libros La Calabaza del Diablo no deja de representar una
de las necesarias voces disonantes –y malsonantes- dentro de la falaz armonía heredada por veinte
años de política de cartón.
EDITORIAL CINOSARGO ©