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papel del
maestro?
¿Cuál es el
papel del
niño?
Elise Freinet
BEM-7 biblioteca de la escuela moderna
EDITORIAL LAIA BARCELONA
La edición original francesa ha sido publicada por las EDITIONS DE L'ECOLE MODERNE, de Cannes,
con el título de QUELLE EST LA PART DU MAlTRE? QUELLE EST LA PART DE L'INFANT?
© de la edición castellana (incluidos la traducción y el diseño de la cubierta), Editorial Laia, S. A., Constitución, 18-20, Barcelona-14.
Primera edición: junio, 1972
Cubierta de Tone Hoverstad y Loni Geest, sobre dibujo de Saskia Geest, 5 años
Índice
Introducción 2
Primero, afirmar los derechos del niño en el seno de una sociedad en que él es multitud 2
La educación es el lugar del reencuentro del pensamiento del adulto y el pensamiento del niño 4
Dejar que el niño vaya hacia su verdad 5
La sutil asociación entre el adulto y el niño 7
La eterna discusión sobre el realismo 10
Bajo el signo de la cultura. Una pastora maestra: Marie Mauron 15
Una cultura viva. Una cultura al aire libre 17
No vayamos a la caza de la obra maestra 22
Conclusión 25
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Introducción
En nombre de su papel -y también podría decirse que en nombre de su vocación- todo maestro se encuentra
integrado en la aparición de las fuerzas nuevas de la vida infantil, en la complejidad de su desarrollo por la
vía secreta del instinto. Es decir, que, inevitablemente, debe hacerse cargo de esa potencia elemental de
vida que, sin que se ponga de manifiesto, existe en la intimidad de las criaturas y en la agitación tumultuosa
del rebaño. No se concibe un pastor que sea ajeno o indiferente a los deseos inmediatos de sus animales: ser
un buen pastor significa aceptar una alegre sumisión a los impulsos que animan al individuo y a la manada.
Ser un buen maestro significa, ante todo, saber volverse niño y ponerse al nivel del niño, sentirse implicado
en ese reino transparente donde la recíproca amistad lleva a cada uno al encuentro de los demás.
Sin embargo, la tarea de educar supone deberes que van más allá de la simple comprensión por intuición y
simpatía. Esa tarea exige que en el dominio siempre fresco, siempre nuevo del niño se despierte una
conciencia de vivir que sea consecuencia de la práctica de las cosas del grupo, de la conquista de un saber
recogido a ras de suelo y que poco a poco libere el arte de enseñar.
Decimos «arte de enseñar» sin ninguna pretensión, pero con la misma exigencia con que se ha dicho, por
ejemplo, «arte de cultivar un jardín». Consiste en una presencia en todo momento, un cuidado de los
detalles, una esperanza de floración. Ni que decir tiene que el jardinero pone cuidado en sus semillas y en el
terreno donde las planta: en primer lugar elige la simiente y después prepara adecuadamente la tierra que
le será más propicia.
Este primer trabajo de mejora de las tierras y de recolecta meticulosa es lo que intentamos explicar, bajo el
título de una sección muy antigua de nuestra revista «L' Educateur». ¿Cuál es la parte del maestro? ¿Cuál es
la parte del niño?
Queremos poner de manifiesto la necesidad de saber discernir entre la buena y la mala simiente y saberla
sembrar en un terreno abonado para que la vida triunfe con todas las posibilidades para su desarrollo. Ahí
reside la importancia y la nobleza del papel esencial que desempeña nuestra enseñanza de primer grado al
nivel determinante de la enseñanza primaria.
Se necesitarían varios libros para describir la riqueza y el dinamismo que encierra el proceso de formación
de la personalidad del niño, para demostrar que esos tanteos con las manos y con el espíritu son las semillas
fértiles de la gran comprensión de las cosas; para impulsar una psicología unitaria en que la sensibilidad, la
imaginación y la inteligencia constituyan un todo, para presentir una cultura en la cual la piedra angular del
ser pensante será una tarea feliz; para liberar un arte tan conmovedor como puede serlo abrir una jaula de
pajarillos.
Pero seamos más modestos y entremos pasito a paso en la vida de cada día.
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No sentimos ninguna amargura al constatar este hecho; al contrario, nos alegramos una vez más al verificar
la solidez de los fundamentos de nuestra obra colectiva que, de día en día, de grado o por fuerza, camina
hacia el éxito, aunque ese mismo éxito nos vaya a dejar una vez más en las sombras, donde no florecen los
laureles.
La causa del niño está ganada. Eso es lo que importa.
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En el curso de los días, a lo largo de ese emocionante diálogo con el niño que constituye para nosotros cada
día de clase, camaradas, ¡qué ricos y fuertes somos! Fijaros; pasan las horas, discurren las semanas, las
estaciones se encadenan y el fin de año nos pilla de improviso en la brecha, metidos en los proyectos más
tentadores. ¡Hasta el próximo, pues! Y el nuevo curso nos encuentra con el mismo entusiasmo, la misma
alegría, los mismos proyectos. ¿Por qué tendríamos que desanimarnos? Lo mismo que cada primavera nos
encanta con el renacer de las flores, pese a que sepamos que son caducas, cada niño lo hace con las formas
inéditas que va tomando su personalidad. Y aunque no recorramos junto a él más que un corto trecho, el
camino se embellecerá con nuestras dos presencias. ¡Tenemos tanto que aprender el uno del otro, y tanto
que contar a los demás!
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Pero no es tan sencillo, para un recién nacido de un día de dase, salir de su apuro por un cumplido que, en
apariencia, le pone contento; el orgullo de todo ser pensante tiene un doble fondo de inquietud, porque
nunca se está seguro, ¿verdad?, de tener a mano unas circunstancias favorables que nos satisfagan y que
estén a la altura de nuestra tarea.
Esas circunstancias favorables que han hecho despertar el gesto hábil, preciso, cronometrado dentro de
una cadena de gestos del pequeño pasando las hojas, es el modesto comienzo de «la parte del maestro».
Es la llamada para seguir adelante, es la intervención permanente en las dudas del recién llegado, nuestros
viejos tanteos experimentales. Y esa parte no podemos asumirla a no ser con nuestro constante contacto
con el niño.
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se codean con lo ridículo. Con todo ello organizan un divertido «potaje» de conceptos que zumba alrededor
de los oídos del silencioso maestro.
Tranquilicémonos. Esta escena, un tanto desconcertante para el maestro neófito, atenúa progresivamente
su barullo y sus incoherencias y, por el simple efecto de una palabra que sirva de guía a los niños, se perfila
entonces una línea de interés general, y los niños, aferrados a la emoción que sienten en común, poco a
poco van trazando el camino por el que nosotros nos adentramos en su seguimiento.
Nosotros somos ya viejos zorros de la libre expresión. Hemos recorrido un camino tan largo en compañía
del niño que por intuición presentimos hacia dónde nos conduce la reflexión o el pensamiento infantil. En
lugar de sistematizar esta práctica, esperamos a que cualquier incidente digno de interés atraiga la
atención general; y si la onda nos conduce durante algún tiempo hacia las lejanas orillas del sueño,
echamos mano de los remos y seguimos adelante.
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-Es bonito -dice Bébert-, pero no se sabe si es de verdad o se lo ha inventado.
-¡Claro! -corta Matilde-; para que sea bonito tiene que ser inventado...
Y ahí está el quid de la cuestión, prever el alcance de la creación artística, que debe reinventar la realidad
para hacerla más emocionante.
El arte es la naturaleza vista a través de una personalidad; y el arte nuevo que nosotros buscamos es el
auténtico, interpretado por el alma del niño con el maestro como director de escena.
Lógico y verosímil
La palabra moderno que se nos ha escapado por la punta de la pluma, pondrá a la defensiva a un buen
puñado de educadores que han traspasado la cuarentena, que al verse impotentes para abrir su espíritu a
las audacias estéticas del momento, se niegan a sustituir la sesudez clásica por la extraordinaria fantasía de
los tiempos que estamos viviendo.
¡Que se tranquilicen! Nosotros no empleamos el vocablo moderno (que, por lo demás, no tiene por qué ser
peyorativo) sino para dar a entender una gran libertad de expresión que nos permitirá tomar en
consideración unos valores existentes en el pensamiento infantil, que un educador demasiado formalista
siempre desdeñaría.
Sobre la marcha nos vamos dando cuenta de que esos valores, no siempre lícitos desde el punto de vista
formal y de fondo, ponen en juego una serie de riquezas que ni siquiera sospechábamos, pero que se
inscriben perfectamente en el ambiente infantil. Es decir, que por parte del niño se nos aparecen una
cantidad de datos nuevos (modernos, por tanto) que no tenemos más remedio que aceptar y que no
responden en absoluto a nuestro concepto de lo lógico y lo verosímil.
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A la manera de PRÉVERT
Para que se comprenda mejor esta idea, tomamos nuestro hermoso cuento La Nubecilla cantaba. La
nubecilla se ha transformado en caballo y se ha llevado al cielo al pequeñín sonrosado y rubio (escandalosa
inverosimilitud, evidentemente... ). Abajo, la madre, enloquecida, busca a su desaparecido bebé:
-Estaba aquí -dice la madre- ; estaba aquí jugando con el perro... (continúa siendo inverosímil).
Cuando leímos el texto definitivo estaban presentes dos estudiantes que hacían prácticas. Los niños,
embelesados, seguían el relato con toda su alma puesta en él.
- Encuentro muy raro -dice uno de los estudiantes- que el niño desaparezca de esa forma... y que deje sola
a su madre. Eso no es verdad... Es una mentira... (conformismo moral).
--Sí -dice el otro-, no debería escribirse cosas inverosímiles... No está bien... (conformismo lógico).
Yo miraba a mis pequeños, totalmente maravillados de su hermoso texto, y oía sus reflexiones.
- ¡Es el cuento más bonito que se ha hecho! ¡Pobre mamá, cómo lloraba! ¿Y el pequeñín que se pasea tan
contento sin pensar en su mamá? ¿Y eso es una mentira? ¡Vamos! Es como cuando soñamos...
Para apreciar hasta qué punto el peso de la argumentación sobre su inverosimilitud podía influir en la
crítica de nuestro relato, leímos el texto a todos los mayores: una quincena de niños de nueve a catorce
años.
Pusieron el máximo interés a lo largo de toda la lectura; reacciones sutiles en la manifestación de su
sensibilidad. Y para terminar:
-¡Está muy bien! ¿De verdad lo han hecho los pequeños, ellos solos? Es como cuando nosotros dibujamos,
que las cosas nos vienen sin saber cómo, pero después es bonito. ¿Cómo se explica ésto...?
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Admitiendo la idea de que lo verosímil, en ciertos casos, no tiene por qué ser un criterio válido, ¿por qué
nuestra sensibilidad va a negarse a dar una respuesta a la solicitud de imaginación que nos propone el
niño? Nos podemos «comprometer» sin que se cometa ninguna falta por parte del maestro...
Este compromiso, además, aun siendo restringido, nos aportará su recompensa: la de comprender mejor al
niño y admitir que puede evolucionar sin riesgo alguno fuera de nuestra órbita y, al mismo tiempo, le
traicionaremos menos, le serviremos mejor y le permitiremos que sea él mismo. Es una conquista digna de
tener en cuenta.
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La eterna discusión sobre el realismo
Las exigencias del tema y sus límites
El tema es una de las manías de la escolástica.
Encajonado en los límites de un estrecho marco y alejado de las condiciones que lo justifican, por fuerza se
convierte en algo sin sentido, sin horizonte y, la mayoría de las veces, sin una razón de ser. No es necesario
ir más lejos para encontrar la carencia de interés de la narración tradicional.
El texto libre, por espontáneo, por natural, por su cálida realidad, pone más claramente al descubierto las
debilidades y las limitaciones de la simple redacción. El texto libre es un pedazo de vida: alimentado por la
savia, se desarrolla de una forma natural, como lo hace la planta, con tal que se la riegue después de
plantarla en terreno propicio. Pero con esto no se quiere sentar cátedra de la calidad de todos los textos
libres. Infinidad de veces se ven expuestos a los mismos inconvenientes que la redacción tradicional, con el
agravante de que corren el riesgo de caer en el mal gusto cuando no están sujetos a la censura de un buen
criterio.
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gusto que proliferan en lo peor de la literatura infantil y por el cine de mala calidad? ¿No estamos corriendo
el riesgo de enfrentarnos con una auténtica depravación del alma infantil al no luchar contra este estado de
cosas? Este problema no debe ser planteado solamente a nivel escolar, sino a nivel humano.
- De acuerdo -objetarán algunas almas particularmente sensibles-; pero cuando dejamos que los niños
hablen de la guerra, cuando dejamos que cuenten escenas horribles y que evoquen los tiempos dolorosos
que han vivido, ¿no corremos esos mismos riesgos? ¿Es que hay un drama o, mejor dicho, un horror lícito y
otro ilícito, si ambos causan el mismo impacto en el espíritu?
Nosotros no nos contamos entre quienes juegan al escondite con la realidad. Buena o mala, la aceptamos
tal como es y en base a ella intentamos guiar al niño, tanto con sus complejidades y su dureza como con sus
alegrías y facilidades. No nos permitimos el derecho a ocultar los aspectos desagradables de esta realidad
en provecho de otros más sugestivos. No nos permitimos impedir que el niño hable o razone sobre los
aspectos más penosos de la vida, y así encerrarlo en el terreno de la facilidad y el sueño. Exaltar
únicamente los pasajes más favorables de las cosas sería dañar la verdad. Si tuviéramos que hacer hincapié
únicamente en los acontecimientos agradables o poéticos de la vida del niño, la mayoría de los hijos del
proletariado quedarían reducidos al silencio.
El niño tiene el deber y el derecho a decir su verdad, aunque al decirla tenga que derramar lágrimas.
En el transcurso de una estancia en Vence, en el 39, nuestros pequeños refugiados españoles interpretaron
una escena de su vida al otro lado de los Pirineos, entre el infierno de los bombardeos. La evocación era tan
dolorosamente fiel que sollozaban en el escenario y arrancaban lágrimas a todos los espectadores.
Por la noche, durante la reunión, unos compañeros criticaron con bastante dureza aquella auténtica
reconstrucción de la guerra, en la cual la muerte, con sus infinitos rostros macabros, es la compañera
habitual del niño.
- Es -decían- un sufrimiento inútil y peligroso para el equilibrio de la personalidad infantil. Cualquier
emoción demasiado fuerte es un peligro que hay que evitar a las sensibilidades acusadas.
Cerca de mí, con la mirada dura, nuestro joven José Luis se levantó y dijo con ironía y sequedad:
- ¡Cuánto os apena vernos llorar! ¡Pero os importa un bledo que nuestros padres mueran en España!
Cuando llevamos una existencia sin sobresaltos en la seguridad de nuestro hogar, podemos perfectamente
partir la vida en pequeñas porciones y consumirla así, tranquilamente, tirando las partes demasiado duras
que nos lastiman o nos hacen sufrir. Pero cuando el niño está a nuestro lado, en medio del gran drama,
cuando sufre privaciones, hambre, guerra, muerte, no hay quien pueda ponerle una venda en los ojos. Hay
niños desgarrados, heridos, deportados; y sus desgracias, para gran parte de ellos, todavía no han acabado.
Hemos vivido horas difíciles en las que conservamos nuestra presencia de ánimo porque el niño caminaba a
nuestro lado con la misma valentía y la misma confianza en el porvenir. Ahora sabemos ya positivamente
que tiene derecho a hablar; él es el primer actor de su futuro, y estamos convencidos de que su
comprensión de los acontecimientos de hoy le dará mayor lucidez mañana.
Ésa es la realidad.
Lo contrario significaría permitir que el niño se hunda en una aventura dramática inventada de principio a
fin, complaciéndose en lo extraordinario, construyéndose un mundo de ficción, sin conexión posible con el
real. Repudiamos toda evasión que exalte las manifestaciones morbosas de la imaginación o de la
sensibilidad. El niño no debe engañarse a sí mismo ni siquiera para contar sus torturas.
¿Quiere esto decir que se deba hacer énfasis, por ejemplo, en los espectáculos macabros de la guerra, que
tuvieron a ciertos niños como principales protagonistas, y darles una intensa publicidad?
Salvo en casos muy especiales, los niños no se complacen en los detalles demasiado realistas.
Generalmente, por su propia iniciativa censuran todo aquello que ha herido demasiado profundamente su
sensibilidad. Demos un repaso al emocionante relato, Deportado, que consta en nuestros «Infantiles». Ese
muchachito, que vivió valientemente, heroicamente la existencia más atroz durante la guerra, no ha
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comunicado a los demás sino detalles, por así decirlo, lícitos. Desde luego, ha visto montones de cadáveres
camino del horno crematorio, pero su relato es sobrio, por completo ausente de detalles excesivamente
realistas:
«Moríamos de miseria, de peste, de tifus. Había muchos muertos. Los hombres que nos vigilaban venían a
llevarse los cadáveres. Los había por todas partes y se los llevaban a carretadas al horno crematorio. Día y
noche llegaba hasta nosotros un hedor agrio tan repugnante que apenas se podía respirar. He visto
espectáculos tan horribles que jamás podría contarlos.»
¿Quién se atribuye el derecho a borrar de un plumazo esta tremenda verdad del niño? Sólo un inveterado
egoísta que haya tenido la oportunidad de retirarse a tiempo, viviendo en un confortable aislamiento, al
margen de la aventura humana, podría atribuirse ese derecho de censura sobre el pequeño héroe que
tiene derecho a hablar. No nos permitiremos negar en ningún momento que la realidad de la guerra es el
asesinato de niños y el hambre. Conservando hoy el sentido de la realidad será la única forma que
tengamos lucidez mañana para preservar al niño, tan injustamente tratado, de los campos de exterminio -
por cuya experiencia han pasado un número demasiado elevado de hombres- y de las múltiples formas de
asesinato que la injusticia humana perpetra. El niño que sufre, el niño que quiere vivir, tiene derecho a la
palabra.
Los temas escabrosos
El tema, por supuesto, no acapara todo el valor de un texto; pero, no obstante, hay temas que muchas
veces dañan la expresión infantil, y hemos de descartarlos decididamente. En el campo, nuestros pequeños
campesinos contemplan en muchas ocasiones escenas de brutalidad empleada con los animales o con las
mismas personas; y en la ciudad, el espectáculo que proporciona la calle no siempre se puede describir,
porque con frecuencia los auténticos dueños y señores de ciertos barrios son los borrachos y los
gamberros. En muchas familias la convivencia no funciona como debiera y se producen incidentes
lamentables cuyo relato podemos encontrar en nuestros textos infantiles. ¿Qué hay que hacer en estos
casos?
Como siempre, hemos de seguir la línea de interés general de la clase y afrontar la realidad abiertamente,
lo cual no quiere decir que vayamos a convertirnos en sus esclavos. De todas formas, los textos que ponen
en tela de juicio a las familias o a las personas que las integran, presentándolas bajo una visión poco
favorable, deben descartarse de inmediato. Quedan los relatos poco convenientes pero que no se pueden
calificar abiertamente de peligrosos. Si gozan del favor de la clase, la actitud más positiva es intentar
humanizarlos, haciendo que el narrador introduzca nuevos detalles que corrijan el tono de mal gusto y la
impresión penosa que puedan causar.
La sensibilidad del niño no es por definición y forzosamente distinguida y rebosante de poesía. Hay
chiquillos frustrados y realistas que ven el detalle en toda su crudeza, la cosa matemática aunque sea
desagradable. Si ocurre que sus textos acaparan la mayoría de los votos... podemos aprovechar esa
magnífica oportunidad para civilizar un realismo que en un texto infantil parece una agresión a los buenos
modales.
La mayoría, por no decir la totalidad de los textos leídos por los niños y realizados por ellos mismos, pueden
aceptarse. Todos los temas son abordables, pero, evidentemente, a condición de que se sepan abordar.
He aquí una lamentable forma de dejar al niño libertad de expresión en un tema peligroso:
«Léonie vive sola en su casa derruida. El techo está lleno de goteras. Llueve por fuera y por dentro;
está llena de basura, de desperdicios y de suciedad.
»Ella es aún más sucia que su casa. Tiene una cara toda negra que no se lava nunca. Sus cabellos
están despeinados y llenos de piojos... »
Poco más o menos, todo es así durante una buena docena de líneas...
He aquí, en cambio, un buen enfoque de otro tema: «El pobre cordero.
El pobre cordero estaba en el matadero, asustado y temblando.
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-Me han traído aquí para mi desgracia...
Y cuando vio que la enorme vaca caía abatida de un mazazo, dijo:
-¡Me parece que llegó mi turno...!
Entonces, aprovechando que nadie le veía, echó a correr a toda prisa y se fue al campo a comer
hierba fresca .»
Todo el mundo respira de alivio pese a la mala suerte que ha tenido la pobre vaca.
Estos dos ejemplos nos dan a entender lo indispensable que es, muchas veces, que el maestro corrija al
niño:
-Desterrando los tópicos, las estupideces, lo demasiado trillado, las ramplonerías, insinuando una nueva
forma que le pueda proporcionar al trabajo una mayor fragancia.
-Dando una nota humana y de buen gusto al texto exagerado que sólo ve la realidad desde el ángulo de la
vulgaridad estéril.
- Conservando siempre esas perspectivas brillantes que rehabilitan la realidad más equívoca y que son
parte integrante del corazón humano.
Para terminar, he aquí un texto bastante curioso en el que se transparenta el realismo y el toque humano:
«Hace un rato oímos gritar: era el pobre cerdo de la señorita Courcier, al que iban a matar.
¡Ah, allí está, sobre una mesa, con la cabeza colgando...
¡Le están degollando!
Grita, se remueve, quiere huir...
¡Pero lo mantienen quieto!
Entonces cierra sus ojillos.
Suspira...
Y muere...
¡Ya está! Está muerto...
Y vemos pasar el gran caldero lleno de sangre...
Mañana tendremos morcilla para comer.»
Hay ciertos detalles que quizás provoquen remordimientos a los carnívoros de corazón tierno...
Porque, al fin y al cabo, coger al pobre cerdo para matarlo y encima hacer de ello motivo de francachela,
¿no es, a la postre, bien triste? Pues todo eso ha sido posible porque el maestro, con mucha habilidad,
medio en broma medio en serio, ha conseguido que un texto realista se convierta en un relato que está a
medio camino entre la piedad y la sana alegría.
La mayoría de las veces hace falta muy poca cosa para interpretar esos imponderables que van ligados al
pensamiento del niño; hace falta muy poca cosa para que salga a relucir lo inédito allí donde otros no
verían nada más que estupideces.
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que nos dispensa de formular ex cátedra todos los problemas literarios que habitualmente ocupan el ocio
de los adultos que se han emperrado en hacer de críticos. Tenemos por explotar tantas riquezas
depositadas en el alma del niño que, queramos o no, hemos de elegir, incluso aunque tuviéramos que
hacerlo a cara o cruz. Pero, como por un azar, ocurre que los temas que se nos proponen tienen siempre la
seriedad y el sentido común, la ironía o la tristeza de las grandes ideas que atraviesan el pensamiento
popular. Nuestros niños provienen de una clase social que no precisa inventarse insensateces o
absurdidades para ocupar sus ratos de ocio. ¿Qué íbamos nosotros a sacar con lo fantástico, lo
extraordinario o lo caprichoso? ¡Estamos totalmente inmersos en la realidad! Cada día, cuando ésta
aparece delante de nosotros hecha pedacitos, tanto si tienen la luminosidad del arco iris como la opacidad
de la niebla, no tenemos que hacer otra cosa que recogerlos.
Naturalmente, nuestros temas están concebidos a imagen de una sola clase social, la clase trabajadora. Allá
donde se trabaja, donde se come, donde se canta y donde -demasiadas veces- se sufre y se pasa hambre;
ésa es nuestra realidad... No podemos sustraernos a esta verdad ni rechazarla, porque es el pan nuestro de
cada día.
-Muy bien -se argumentará-; pero ¿no teméis que al ceñir esos intereses de clase a todo lo cotidiano, y muy
a menudo a lo superficial, se le pase por alto al niño la gran poesía de las cosas?
-El peligro -respondemos nosotros- no está en el tema en sí, sino en la forma de desarrollarlo. Tanto en
literatura como en arte, repetimos, el tema no significa nada; es el sentimiento que le acompaña lo que le
confiere nobleza y calidad. Un gran pintor puede hacer una obra maestra con los objetos más humildes y
familiares; un gran poeta puede insuflar grandeza y encanto a los acontecimientos más nimios. Todo
depende de la calidad de las imágenes que la realidad suscita en las almas.
Tomemos como ejemplo un tema que ha traído y atraerá la atención de millares de nuestros pequeños
campesinos situados en plena naturaleza: la primavera.
He aquí cómo la han visto y sentido los niños:
I
Los capullos han florecido,
la primavera ha venido,
y el hermoso sol de oro
ilumina las flores de oro
para que todas broten
sobre el bonito césped.
Nos encontramos con un enfoque superficial, el tópico usado hasta la saciedad por todas las generaciones,
la cantinela sin repercusión alguna en los sentimientos, la obsesión tonta por la rima a costa de lo que sea.
II
¡Márchese, márchese, señor Invierno!
La primavera quiere su sitio.
El sol brilla con fu erza
¡No se enfade, señor Invierno!
Los capullos quieren luz,
los pájaros hacen su nido,
los niños corren por el campo
a buscar flores primaverales.
La inspiración apoyada en un enfoque ágil del tema, intenta arrastrarlo con ella, p ero no consigue del todo
levantar el vuelo. Hay caídas (el sol brilla con fuerza -los pájaros hacen su nido) y superficialidades (flores
primaverales). Y, sin embargo, no hubiera resultado difícil hacer notar a una jovencita tan bien dotada las
debilidades de su improvisación para que las corrigiera.
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III
Primavera, primavera,
llegas alegre,
como un pastorcillo
que sigue a su ganado.
El bosque dormido
te recibe con los brazos abiertos,
con la mano tendida,
y la naturaleza gozosa
vestida de verde
(¡y qué verde!)
te saluda a los cuatro vientos.
He aquí la inspiración poética impregnada con toda naturalidad de una auténtica emoción. Por encima de la
forma y de las imágenes, el corazón inocente y puro de un aldeanito de 13 años presiente la llamada
apasionante de la primavera. ¿La versificación? ¿La risa? Nuestro joven poeta ni siquiera tenía que
preocuparse de ellas porque las palabras, con toda naturalidad, iban tomando forma en su misma emoción.
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alcanzaríamos el suficiente lirismo en una redacción como para obtener el diploma de enseñanza primaria.
Puesto que entre nosotros hay algún que otro poeta, incluso podríamos abrir el frío cofre mitológico y dejar
en libertad a la ninfa Amaltea, que encontraría la forma de pergeñar unos versos, en honor a Zeus o a
Apolo, que lo mismo podrían ser unos acabados alejandrinos como unos democráticos versos libres. Tan
bien predispuestos estamos, que incluso calificaríamos con notable una redacción para el certificado de
estudios que fuese idéntica a ésta:
«Mi cabra es blanca y con un pelo muy largo. Sus cuernos son listados y retorcidos como los de un
gamo. Su cabeza es fina y está adornada por dos orejas y una perilla que le cuelga de la papada. Sus
ojos son amarillos y muy dulces. Sus finas patas terminan en cuatro lustrosos cascos.
Es ágil y casi siempre está dando brincos. Cuando ve un arbolito joven en un prado, se planta sobre
sus patas traseras y se come los brotes tiernos.
Es muy golosa. Si no la vigilara se comería todos los árboles frutales y la viña.
Es una caprichosa; y cuando mi perro va a morderla la emprende a cornadas con él.
Quiero mucho a mi cabra.
J.R., 13 años.»
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E.J., 9 años.»
¡Obtusa, la maestra que no ha presentido el capricho que rondaba alrededor del niño, y éste, por lo tanto,
se ha apropiado de él de una forma desmañada! ¡Era tan fácil hacer bailar a la cabra como lo haría una
Esmeralda un poco bruja! ¡Era tan lógico desarrollar la escena espontáneamente, con atrevimiento, como
saben hacer nuestros pequeños!
-¿Quieres entrar en casa, verdad, cabrita?
-Pues mira, clic, clac; ya está cerrada la puerta.
Y la cabrita se queda fuera.
-¡Ah! ¿Esas tenemos, eh? -dijo la cabra- ¡Bien, pues me voy a comer ese geranio tan bonito que hay en
aquella maceta. ¡Es más rico! ¡Tiene un saborcillo...! etc. etc.
Ciertamente, no es la mejor forma de personificar el capricho; pero, en cualquier caso, es una buena
ocasión para dar a entender lo indispensable que es penetrar en la verdad del niño para, por medio de la
escritura, dar vida a sus pensamientos, a sus emociones reales, a los cuales les falta, simplemente, la
comodidad de la palabra.
«Nosotros queremos mucho a nuestra cabra Rirette; en verano salta por el jardín y come hierba
fresca. Cuando estamos en clase sube al primer piso y va a hacerle compañía a Josette, nuestra
costurera. Pero después es muy difícil hacerla bajar, porque es una testaruda. Así y todo, es una
buena cabra. ¡Y cuánto queremos todos a nuestra Rirette!
H.D. »
¿No creéis que hubiera sido interesante detallar con «espíritu de cabra», por así decirlo, la visita de Rirette
a Josette la costurera? ¿Quién no intuye lo maravillosamente inédita que resulta una realidad tan original y
todo lo que podría sacarse de la imaginación de los niños, intuitivamente guiados por una educadora que
hubiese renunciado para siempre a los cánones de su diploma, convirtiéndose en pastora de niños, como
Marie Mauron es pastora de cabras?
¡Menos trabas! ¡Más imaginación...!
Decididamente, hay que ir hacia la vida.
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Nuestras debilidades de «primaria»
«Pido excusas -nos escribe una compañera «muy maestra»- , pero permítanme que les diga que de todos
los textos que citan a propósito de la cabra yo optaría por la redacción para «certificado de estudios».
Reconozco que quizá sea menos viva que las otras, pero estoy casi segura de que en un examen obtendría
la nota más alta, porque es la más precisa, la más completa, la mejor ordenada. Para hacer algo original no
creo que sea necesario dejar que el niño se pierda en un mundo de fantasía habiendo un tema concreto a
tratar. Peor para mí si soy «primaria» (aunque, por lo demás, no me da vergüenza confesarlo), pero al
menos no corro el riesgo de que por tener yo el corazón demasiado tierno, me suspendan a los niños en el
Certificado de Estudios.»
Reconozcámoslo: El término primario, aunque nosotros lo aceptamos de buen grado, origina un complejo
de inferioridad un tanto penoso -corregido y aumentado por el reproche de incompetencia que con tanta
facilidad se nos endosa- que puede llegar a vedarnos para siempre el patrimonio más tentador de la
cultura. Para nosotros, nada de humanidades, nada de ciencias, nada de psicología, nada de filosofía, nada
de auténtica especulación intelectual: resignémonos a vegetar en el canijo pasto del saber escolar y
preparemos certificados de estudios...
Pero nosotros sabemos que valemos más que todo eso; la prueba está en que un buen número de
maestros aportan capítulos de gloria al pensamiento francés, y en que el maestro de primaria se convierte
fácilmente en un licenciado de secundaria por poco que se proponga empollar con ánimo y obstinación. Si
se presenta el caso, incluso puede convertirse en un filisteo de la cultura o acceder al título de clérigo,
traicionando, según el caso, a su clase, o al destino del hombre. En suma: no somos más tontos que
cualquier otro y, generalmente, estamos menos resabiados... De todas formas, para nuestra propia
tranquilidad podemos decir con todo fundamento que, al fin y al cabo, lo primario es lo que sostiene al
mundo en el terreno de la materia y que primario quiere decir, ante todo, el primero.
Pero basta ya de exigencias y volvamos a los imperiosos deberes que nos impone el hecho de ser,
efectivamente, los primeros que comprendemos y educamos el alma del niño; porque ser los primeros
significa, muy a menudo, apechugar con la carga más pesada y con las más delicadas responsabilidades.
El niño está ahí, ante nosotros, y por poco que sepamos dejarle que se desenvuelva a su gusto, nos confiará
espontáneamente todas sus alegrías y sus penas, o nos echará en cara su rencor y su decepción:
«Cricrí ha cogido sus instrumentos y ha dicho:
-¡Aquí todo el mundo viene a fastidiarme! ¡Dejadme marchar de esta escuela!
Y se ha ido a trabajar debajo de la higuera, porque allí tiene silencio y sombra fresquita.»
Cuando se haya tranquilizado, en el marco acogedor de la naturaleza apacible, será cuando la auténtica
maestra intentará comprender la verdadera exigencia de ese pequeño cascarrabias.
-¿Qué bien se trabaja aquí, verdad, Cricrí? Veamos, ¿qué es lo que querías hacer?
Pero nuestra maestra ya ha levantado su dedo implacable:
-¿Y la disciplina? ¿Y mi autoridad? ¿Y el inspector? ¿Y los padres? ¿Y los demás alumnos? ¡Si todos hicieran
lo que les diera la gana, esto sería un manicomio!
Y planteará una cuestión tras otra a cuál más mezquina; y acumulará argumentos a cuál más absurdo:
porque un chiquillo ha abandonado su sitio, pone en peligro toda la escuela y la pedagogía nueva se revela
como la calamidad de las calamidades.
¡Éstos son los tiros que oye el fino oído del primario! Porque primario también significa mezquindad, falta
de comprensión, escasa inteligencia... Y esto es lo que nos escuece cuando queremos mejorar esa imagen
tan fastidiosa... Pero sigamos un poco más a nuestra decidida maestra.
La imaginamos dominando a Cricrí, sin grandes dificultades, con la voz y con el gesto, y dando, como se
suele decir: ¡un escarmiento ejemplar! Del cual se desprenderá, como es de suponer, la sentenciosa
moraleja de la que no podemos esperar perdón. Probablemente nuestro pequeño Manou, casi analfabeto,
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pero con una inteligencia de las más agudas y una asombrosa imaginación, estuvo a cargo de uno de estos
maestros de moralejas y de certificados de estudios:
«Manou tiene la cabeza vacía como una pelota chafada...
No se le ocurre nunca una idea para un texto.
Pero se las inventa todas para trabajar lo menos posible.
Cuando sea mayor será aprendiz de todo y maestro de nada...
¡En el mundo ha de haber de todo!»
Y mientras se refuerza la disciplina, mientras se deja bien sentado el precepto moral, mientras se instala a
sus anchas la regla arbitraria, el niño se ha replegado sobre sí mismo y se ha tragado su verdad que, a partir
de ese instante, jugará al escondite con la autoridad inútil. Y os sorprenderéis de tener delante de vuestros
ojos un niño obtuso, con un rostro inexpresivo, que sólo cobra vida «inventándoselas todas» para sustraer-
se a vuestra injusta ley. Ya desde las primeras clases tacharéis de la lista de los aptos para el certificado al
ingenioso Manou, que se ha negado rotundamente a confiaros su espíritu demasiado imaginativo.
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Así se remansa el agua que hemos arremolinado; así se concentra, después de la cólera, el alma serena de
todos los pequeños Criscrís; así vagabundea la «cabra, ese capricho viviente» que a través de los siglos ha
visto pasar Marie Mauron, aquella que supo salvar nuestras pobres limitaciones primarias para alcanzar el
hermoso instante de vida.
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¿Quién explicará con mejor detalle esa intuitiva ternura del niño hacia los animales?, ¿esa necesidad de
tocarles, acariciarles, proteger a la criatura inocente? ¿Y dónde encontraremos expresado con mayor
ingenuidad ese sentido hecho de amor y entrega de sí mismas que caracteriza a las verdaderas pastoras y
las verdaderas madres?
¡Con qué gusto hubiéramos deseado que la pequeña M. B. nos hablara de sus amigos de la granja! El gallo,
la vaca, la cabra, sin duda; y quizá también el asno, ese gran compañero de los niños. ¡Qué páginas más
hermosas hubiéramos podido añadir a nuestra «Gavilla»! ¡Y qué dibujos hubieran completado el bestiario
de los pequeñines!
Sí, pero para presentir y alcanzar la imagen viviente que el niño nos da con cuentagotas y a través de su
desmañada expresión verbal, hay que ir más allá del espíritu estricto del trabajo; hay que ir al encuentro de
la vida, hacerla nuestra y expresarla a través de la voz del niño. Si el maestro sitúa de antemano los límites
exactos dentro de los cuales tenga que evolucionar el pensamiento del niño, lo que hace es crear un niño-
escolar de posibilidades muy restringidas, que se convierte rápidamente en el alumno de textos libres que
son simples narraciones. Porque hay maestros que se imaginan, con toda su buena fe, que un texto libre es,
ante todo, una buena narración; es decir, un relato que esté lo más cerca posible de la realidad objetiva, en
el que se ha sustituido toda manifestación afectiva por la simple descripción.
A propósito de «rosas», he aquí, como ejemplo, dos maneras de ver las cosas:
«Esta mañana he cortado unas hermosas rosas de mi jardín para traerlas a la escuela.
»Son unas bonitas rosas rojas. Sus pétalos se recubren para formar el corazón y, alrededor, los
pétalos más abiertos hacen la corola.
»Alrededor de mi ramo se extiende un perfume maravilloso que embarga toda la clase.
J. B., 12 años.»
No cabe duda que es un texto libre. Pero un texto libre por casualidad, porque la niña no ha sabido
desembarazarse de la habitual redacción descriptiva, que no es más que una forma de presentar una serie
de observaciones con un poco más de floritura. Primera deformación del niño, y muy lamentable, bajo las
directrices de una maestra, ciertamente bien intencionada, que se atiene a la cómoda normativa de los
hechos estrictos, dejando pasar el instante de vida que el niño retiene con todo su ser.
Más instintiva, más humana, más artista es, sin duda alguna, la maestra que, sin alardes ni florituras, ha
logrado el texto siguiente, cuyo título es ya una muestra anticipada de su originalidad:
«LAS DOS ROSAS
Ayer, una amiguita me dio dos rosas de un rojo muy fuerte. Me pregunté qué es lo que le habrá
pasado para regalarme estas flores, porque no da nunca nada. Yo le dije: «Muchas gracias», y fui a
enseñárselas a mi mamá, que se puso muy contenta. Las colocó en un jarrón y las dos aspiramos el
perfume de las rosas.
H. C., 10 años.»
Sin necesidad de ninguna aclaración, ahí tenemos plasmado el material de la emoción infantil. Pero, ¿no
vemos que el perfume sutil del pensamiento de la niña llegó más allá que el perfume de las rosas? Sólo una
chiquilla puede hacer que, con un gesto tan delicado, aflore ese gusto por el misterio, que es el origen de
las grandes emociones, y que traspasa la simple prosa para adentrarse en el terreno de la poesía. ¡Y qué
razón tiene la maestra al no pretender embellecerlo más! No, más allá de esta inocente confidencia no hay
que explorar nada más: una vez puesto el último punto, la página está acabada.
Y el niño, ¿habrá perdido el tiempo al redactar «majaderías» de éstas? Esto es lo que, con toda seguridad,
teme nuestro compañero educador que piensa, con toda su convicción, «que el niño ha de ser educado
respecto a unas condiciones dadas: moralidad, programa escolar, exámenes».
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No, el niño no se educa con arreglo a unas condiciones dadas
Debe ser educado, en primer lugar, con arreglo a sí mismo, a sus posibilidades y a su dinamismo; y si
nosotros conseguimos ayudarle a desarrollar su vida exaltando sus potencialidades, no nos preocupemos
en absoluto de ese pobre certificado de estudios. El niño pasará ese desagradable examen como si jugara,
porque los programas no son más que un mínimo de los conocimientos adquiridos por los niños que desde
pequeños están educados en nuestras técnicas liberadoras.
No temamos que se debilite el torrente al dejar circular el agua a borbotones. Es el dique arbitrario lo que
agota la energía de la corriente y forma torbellinos que son una absurda pérdida de energías. Vayamos
hacia la vida, sin temor.
Así va hacia la vida el carpintero, que, más allá de la práctica puerta que responda a unos datos concretos,
ve el hermoso panel cuya madera han acariciado sus manos con amor y paciencia, puliendo las superficies
lisas, esculpiendo los motivos de decoración, aserrando los clavos. Más allá del simple trabajo para ganarse
el pan, propio de un trabajador cualquiera, siempre está la «obra hermosa», el acto desinteresado que mira
por la belleza y que ennoblece el destino del hombre. En cualquier sitio donde haya unas manos que
trabajen o unos cerebros que piensen por encima de la simple técnica y de la fórmula implacable, hay
perspectivas para la búsqueda, el sueño y la meditación.
Más espontáneo, menos timorato, menos limitado también que nosotros, porque no tiene conciencia de
sus pobrezas, el niño, afortunadamente, nos enseña el camino. En la totalidad de los textos que aporta no
ve más que el acontecimiento emocional, el ángulo personal de su punto de vista, el instante de vida.
Desgraciadamente, su emoción no siempre tiene a su alcance la palabra que le dé forma, la frase que le
comunique el ritmo preciso y que la sitúe en el terreno de las obras acabadas. Por eso es el maestro quien,
inevitablemente, ha de ayudar al pensamiento infantil a «romper el cascarón», como decimos nosotros en
nuestra lengua provenzal al referirnos al dibujo que aparece con perfección y amor, como sale a la vida el
polluelo, lindo y limpio, del interior del huevo.
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»Pero la obra maestra es algo muy raro, sobre todo en el terreno que nos ocupa. Y es una obra maestra, en
cualquier caso, gracias a nosotros, que no tenemos la óptica infantil. Y si no es accidental, si ha sido
buscada, la cosa me parece grave. En ese caso, me repliego a las posiciones de los viejos maestros.
»La marca de fábrica de la producción infantil ha de continuar siendo la tontería y la falta de habilidad. Lo
que nosotros buscamos no es la obra maestra de unos pocos, sino la obra cotidiana de todos.»
Lo queramos o no -le replicamos- nuestra condición de educadores de los hijos del pueblo imprime a
nuestra pedagogía un carácter clasista: todas las disciplinas que enseñamos están condicionadas por una
necesidad inmediata que nos obliga a darle apresuradamente una enseñanza utilitaria. En un tiempo dado,
los hijos del proletariado han de aprender a leer, escribir y calcular, porque más allá de los catorce años ya
no tendrán posibilidad de instruirse, salvo en los pocos ratos que les deje libre su trabajo.
Resulta, entonces, que nuestra finalidad como educadores es hostigar al niño incansablemente para que
entre en posesión de esos modestos apoyos intelectuales que la sociedad le permite: leer correctamente,
escribir sin faltas y contar sin errores. Y en esta batalla que libramos contra la insuficiencia de la escolaridad
primaria, así estamos, convertidos a la fuerza en maestros de la necesidad inmediata y de la vida cotidiana.
Esa vida cotidiana que por nada del mundo despreciamos, porque, cumplida de sol a sol, en nuestro mundo
del trabajo, conlleva una grandeza y una heroicidad que, a nuestro modo de ver, son la compensación única
que queda para la pobreza y las necesidades. Ignoramos el aburrimiento y el no saber qué hacer, que da a
los ociosos el gusto por lo raro, lo sensacional, lo inédito, y decimos con toda franqueza: «No buscamos la
obra maestra de unos pocos, sino que vamos hacia la obra cotidiana de todos.»
Pero, contentarse con la obra cotidiana, ¿no significa, la mayoría de las veces, resignarse a priori a una
producción apresurada, chapucera y superficial, que corre el riesgo de traicionar la propia vida y
acostumbrar al niño a que se quede satisfecho con demasiado poco? Y, en definitiva, nuestros reveses en
algunas disciplinas escolares, ¿no son consecuencia de nuestra impotencia para llegar a penetrar en las
emociones más íntimas del niño? Nosotros no buscamos la obra maestra a cualquier precio; pero dejar que
el niño se regodee con lo regular o lo mediocre significa arriesgarnos a ignorar la obra maestra que duerme
en la obra cotidiana. Aquí existe un peligro que intentaremos concretar con unos ejemplos:
Aquí tenemos un hecho de la vida cotidiana; un hecho vivido, sentido y que, desde luego, acarreó a nuestro
pastorcillo sus angustias. Sin embargo, ni un asomo de emoción traspasa la monotonía de las frases. ¿Es
que ya no alcanza a más el pensamiento del niño? Por supuesto que sí, porque la pérdida de una oveja es
un hecho grave que significa un buen disgusto a cualquier pastor consciente. Nos imaginamos al pastorcillo
metiéndose por los sotos, corriendo tras la primera mancha blanca que viera, buscando entre la maleza,
con el oído atento, esperando oír unas pisadas, un balido... ¿Qué drama se desarrolló en el corazón del
niño, perdido en la soledad de la noche y enfrentándose solo a sus responsabilidades? Ahí hay una obra
maestra a nuestro alcance, ahí estaba el instante de vida que había que escrutar con intuición y
sensibilidad. El maestro se ha dado por satisfecho con una simple anotación de hechos concisos
cronológicamente situados; unos hechos de exclusiva necesidad.
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mayor habilidad hubiera desplegado nuestro narrador en un relato oral! ¡Así tenía que haber sido! Domina
el lenguaje y lo hubiera reforzado con el gesto expresivo y el calor de la mirada. No teníamos que hacer más
que una selección para que aquello fuera algo vivo y auténtico, obteniendo el documento real situado en el
lugar que le corresponde, tanto en el terreno psicológico como en el artístico.
El texto que sigue fue recogido de una narración oral, muy semejante al tema anterior:
En este caso no se refleja ninguna inquietud por que el niño sabe perfectamente que un toro no se pierde
como una aguja en un pajar; por lo tanto, no hay preocupación, sino más bien el placer del cazador en
plena búsqueda que ve la aventura, los diversos acontecimientos, y lo expresa como el periodista en una
entrevista, con agilidad y humorismo. Un texto así no es una obra maestra: es un texto libre muy decente,
incluso más que eso, porque tiene el mérito de evitar la insustancialidad de una simple narración de los
hechos.
Mucho más literario, ciertamente, es el texto que sigue:
«EL JILGUERO
Sobre una rama seca de ese viejo peral, fijaros en aquel precioso pájaro de pico enmarcado en rojo
y alas amarillas, blancas y negras. Es un jilguero. Hace un momento, balanceándose sobre el tallo
flexible de la hierba, comía los granos, era su comida de la mañana. ¿Qué hace ahora? Se ha
limpiado el pico con todo cuidado, frotándolo contra la rama que le sirve de percha. Y ahora lo
tenemos arreglándose. Las plumas de sus alas van pasando por el pico, convertido en peine por las
circunstancias. Las cepilla, las alisa, las pule, como para una revista.
M. R.»
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enfundadas en medias violeta. ¡Esas pequeñas y bonitas piernas violeta!... Con la otra mano llevaba bien
cogido un gran paraguas de algodón, y mientras caminaba charlaba con el paraguas, con la nieve y con las
medias violeta... «¿Llevo la llave de casa? Sí, ¡aquí está! Seguro que Marianne se olvidará de cerrar la
puerta del establo y mi pobre Michette se va a helar...¡Hay que ver lo bien que me conservo todavía!
¡Camino todavía muy bien, pero esta blancura molesta a mis ojos! » Y aunque aquello no tuviera ninguna
gracia, ella se reía de todo, se reía con una risa enorme, hasta de la fina punta con flecos de su chal. Sus
manos reían dentro de los gruesos guantes de tres colores, igual que sus cabellos, a mechas doradas, que
se agitaban como locos bajo el tul del gorrito.
R.C., 15 años»
Conclusión
No, nuestra finalidad no es ir a la caza de la obra maestra, pero sabemos que está a nuestro alcance: la
prueba de ello la tenemos en los magníficos resultados en el terreno artístico, literario y científico de
nuestra Escuela Moderna. Una ·educación que libera sin descanso la alegría creadora, una educación donde
la mano que ejecuta está continuamente exaltando al espíritu que piensa, que lanza un chorro continuo de
júbilo, una educación de la eficacia, sólo puede conducir a la maestría.
Dichoso aquel educador que, seguro del alcance de su enseñanza y tranquilizado y entusiasmado con las
obras de sus niños, puede llegar a intuir que «el hombre es lo más elevado que existe para el hombre».
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