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¿Cuál es el

papel del
maestro?
¿Cuál es el
papel del
niño?
Elise Freinet
BEM-7 biblioteca de la escuela moderna
EDITORIAL LAIA BARCELONA
La edición original francesa ha sido publicada por las EDITIONS DE L'ECOLE MODERNE, de Cannes,
con el título de QUELLE EST LA PART DU MAlTRE? QUELLE EST LA PART DE L'INFANT?

© by Coopérative de l'Enseigncment Laïc, Cannes, 1963


Traducción de Juan Samit.
Versión supervisada por el «Grupo de la Escuela Moderna en España»

© de la edición castellana (incluidos la traducción y el diseño de la cubierta), Editorial Laia, S. A., Constitución, 18-20, Barcelona-14.
Primera edición: junio, 1972
Cubierta de Tone Hoverstad y Loni Geest, sobre dibujo de Saskia Geest, 5 años

Impreso en GRÁFICAS SATURNO, Andrea Doria, 29-31 , Barcelona


Depósito legal: B. 27777-1972 Printed in Spain

Índice
Introducción 2
Primero, afirmar los derechos del niño en el seno de una sociedad en que él es multitud 2
La educación es el lugar del reencuentro del pensamiento del adulto y el pensamiento del niño 4
Dejar que el niño vaya hacia su verdad 5
La sutil asociación entre el adulto y el niño 7
La eterna discusión sobre el realismo 10
Bajo el signo de la cultura. Una pastora maestra: Marie Mauron 15
Una cultura viva. Una cultura al aire libre 17
No vayamos a la caza de la obra maestra 22
Conclusión 25

1
Introducción
En nombre de su papel -y también podría decirse que en nombre de su vocación- todo maestro se encuentra
integrado en la aparición de las fuerzas nuevas de la vida infantil, en la complejidad de su desarrollo por la
vía secreta del instinto. Es decir, que, inevitablemente, debe hacerse cargo de esa potencia elemental de
vida que, sin que se ponga de manifiesto, existe en la intimidad de las criaturas y en la agitación tumultuosa
del rebaño. No se concibe un pastor que sea ajeno o indiferente a los deseos inmediatos de sus animales: ser
un buen pastor significa aceptar una alegre sumisión a los impulsos que animan al individuo y a la manada.
Ser un buen maestro significa, ante todo, saber volverse niño y ponerse al nivel del niño, sentirse implicado
en ese reino transparente donde la recíproca amistad lleva a cada uno al encuentro de los demás.
Sin embargo, la tarea de educar supone deberes que van más allá de la simple comprensión por intuición y
simpatía. Esa tarea exige que en el dominio siempre fresco, siempre nuevo del niño se despierte una
conciencia de vivir que sea consecuencia de la práctica de las cosas del grupo, de la conquista de un saber
recogido a ras de suelo y que poco a poco libere el arte de enseñar.
Decimos «arte de enseñar» sin ninguna pretensión, pero con la misma exigencia con que se ha dicho, por
ejemplo, «arte de cultivar un jardín». Consiste en una presencia en todo momento, un cuidado de los
detalles, una esperanza de floración. Ni que decir tiene que el jardinero pone cuidado en sus semillas y en el
terreno donde las planta: en primer lugar elige la simiente y después prepara adecuadamente la tierra que
le será más propicia.
Este primer trabajo de mejora de las tierras y de recolecta meticulosa es lo que intentamos explicar, bajo el
título de una sección muy antigua de nuestra revista «L' Educateur». ¿Cuál es la parte del maestro? ¿Cuál es
la parte del niño?
Queremos poner de manifiesto la necesidad de saber discernir entre la buena y la mala simiente y saberla
sembrar en un terreno abonado para que la vida triunfe con todas las posibilidades para su desarrollo. Ahí
reside la importancia y la nobleza del papel esencial que desempeña nuestra enseñanza de primer grado al
nivel determinante de la enseñanza primaria.
Se necesitarían varios libros para describir la riqueza y el dinamismo que encierra el proceso de formación
de la personalidad del niño, para demostrar que esos tanteos con las manos y con el espíritu son las semillas
fértiles de la gran comprensión de las cosas; para impulsar una psicología unitaria en que la sensibilidad, la
imaginación y la inteligencia constituyan un todo, para presentir una cultura en la cual la piedra angular del
ser pensante será una tarea feliz; para liberar un arte tan conmovedor como puede serlo abrir una jaula de
pajarillos.
Pero seamos más modestos y entremos pasito a paso en la vida de cada día.

Primero, afirmar los derechos del niño en una


sociedad en que él es multitud
La causa del niño está ganada
En las columnas de los grandes periódicos, en los escaparates de las librerías caras, en las paredes de las
salas de exposiciones las producciones infantiles ocupan hoy un sitio de honor. En este entusiasmo o
esnobismo, que lleva las obras de los niños a los lugares de preferencia de la curiosidad intelectual, se
olvida de buena gana a los humildes pioneros que desde hace cuarenta años están luchando para afirmar
los derechos del pensamiento infantil.

2
No sentimos ninguna amargura al constatar este hecho; al contrario, nos alegramos una vez más al verificar
la solidez de los fundamentos de nuestra obra colectiva que, de día en día, de grado o por fuerza, camina
hacia el éxito, aunque ese mismo éxito nos vaya a dejar una vez más en las sombras, donde no florecen los
laureles.
La causa del niño está ganada. Eso es lo que importa.

Pero no puede derrocharse


No obstante, nos asalta una inquietud: esta causa del niño, ¿está ganada en las condiciones de
comprensión y lealtad que dejarían a la expresión infantil su auténtica originalidad presente y sus promesas
más o menos lejanas? Esto es lo que el educador ferviente debe vigilar; y su vigilancia, con más razón que
un santo, tendrá que montar guardia ininterrumpida.
¿Por qué nos sentimos tan inquietos ante los éxitos indiscutibles del «niño-poeta», del «niño-escritor», del
«niño-artista»? ¿Habíamos soñado para él algo mejor que una edición de lujo o el marco de las galerías de
arte? Sí y no, al mismo tiempo. A decir verdad, jamás hemos exigido un trato especial para el pensamiento
del niño. Lo que nosotros opinamos es que se trata de un fenómeno nuevo en beneficio de la gran
comunidad humana, porque con su originalidad del momento aporta las potencialidades del hombre del
mañana. No queremos ni que se le subestime ni que se le convierta en un triunfo definitivo. No es mejor ni
peor: es una realidad en movimiento a la que hemos de garantizar una marcha ascendente. Al mismo
tiempo que gozamos con su frescor, que saboreamos sus explosiones, que aspiramos su perfume, tratamos
de preservar esas riquezas del despojo que podrían causarle la especulación y las disciplinas arbitrarias.
Nosotros querríamos actuar de forma tal que esos valores del momento quedaran salvaguardados en el
adulto de mañana.
Por esta razón, a nuestro modo de ver, el problema de la obra maestra del niño va indisolublemente unida
a la gran causa de la educación.
Encontramos supinamente inconsecuentes a los esnobs de nuestros días que se quedan extasiados hasta la
estupidez ante algunas creaciones infantiles guardadas como preciadas joyas, pero eso no les impide
desinteresarse totalmente de la acuciante cuestión de la escuela. Les importa un bledo que la separación
de la enseñanza en beneficio de una casta detenga prematuramente a un hijo del pueblo ante la barrera
irrevocable de un certificado de estudios; les importa un bledo los malsanos métodos antipedagógicos; les
importa un bledo incluso que las clases de segundo grado no sean más que antros en donde se prepara a
los niños para un bachillerato sin porvenir. Jamás se les ocurrirá un gesto con la pluma, con la palabra o con
la acción que signifique una ayuda eficaz al gran problema de la educación. No se comprometerán nunca a
utilizar el talento del niño para el enriquecimiento de su espíritu, para la formación de su personalidad de
hombre y de ciudadano. No tenderán jamás la mano al humilde maestro de pueblo, al pionero de una
educación renovada, abandonada a la impotencia por su silencio culpable de complicidad. Menos aún
entrarán en relaciones con las agrupaciones de vanguardia que tienen corazón para hacer triunfar una
enseñanza nueva, capaz de suscitar un constante chorro de esas obras maestras que ellos quieren convertir
en la pieza rara y sin parangón.

Militar sin descanso para que triunfe esta causa


¡Bien! ¿Qué más da? Esta carencia nos dará ánimos para estar todavía más al tanto en la vigilancia de esa
flor frágil abierta en el alma del niño y defenderla contra la litigación del momento, para preservarla de los
contactos destructivos. ¡Nos gustaría hacerla permanente, fortificarla, salvaguardarla para el porvenir de
los hombres!
Evidentemente, es una empresa difícil a causa de la precariedad de las condiciones materiales y morales de
la escuela actual. Bajo nuestra influencia sólo tenemos a los hijos de la clase trabajadora, que desde su
nacimiento están en inferioridad debido a la pobreza del hogar, la dura atmósfera de un trabajo inhumano,
condenados a una escolaridad limitada, destinados en su inmensa mayoría a las tareas manuales y
embrutecedoras.

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En el curso de los días, a lo largo de ese emocionante diálogo con el niño que constituye para nosotros cada
día de clase, camaradas, ¡qué ricos y fuertes somos! Fijaros; pasan las horas, discurren las semanas, las
estaciones se encadenan y el fin de año nos pilla de improviso en la brecha, metidos en los proyectos más
tentadores. ¡Hasta el próximo, pues! Y el nuevo curso nos encuentra con el mismo entusiasmo, la misma
alegría, los mismos proyectos. ¿Por qué tendríamos que desanimarnos? Lo mismo que cada primavera nos
encanta con el renacer de las flores, pese a que sepamos que son caducas, cada niño lo hace con las formas
inéditas que va tomando su personalidad. Y aunque no recorramos junto a él más que un corto trecho, el
camino se embellecerá con nuestras dos presencias. ¡Tenemos tanto que aprender el uno del otro, y tanto
que contar a los demás!

La educación es el lugar del reencuentro del


pensamiento del adulto y el pensamiento del niño
El pequeño René llega a clase por primera vez, inquieto y emocionado, bajo la protección de Jeannette, su
hermanita, dos años mayor que él. Cogidos de la mano, la pareja avanza envuelta en una aureola de
solemnidad. Con infinitas atenciones maternales, la hermana (que sólo es mayor por el hecho de tener ya
experiencia en la escuela, y también en la ternura) instala en su banco al hermanito.
-Siéntate... ahí..., así. Pon las manos encima de la mesa. Toma, te dejo mi pizarra y mi lápiz. Cuida de no
mancharte la bata nueva.
La maestra se ha acercado a aquel pajarillo medio domesticado:
-¡Qué bata tan bonita! ¿Y llevas en el bolsillo un pañuelo para ti solo? Ven conmigo, allá, donde están los
pequeños. Van a trabajar en la imprenta. ¡Ya verás cuanto te va a gustar!
Así comienza, en la mayoría de los casos de la vida cotidiana de la escuela pública, el grave problema de la
educación. El niño que acaba de llegar, recién salido de las faldas de su madre, ¿permitirá que lo
abordemos? ¿Irá confiadamente hacia la benevolente maestra que tan gentilmente le invita a que dé sus
primeros pasos hacia el saber? Y ella, la maestra, ¿sabrá buscar en las fuentes vivas de una personalidad
infantil las primeras razones para una comprensión total? ¿Sabrá interpretar la vida? En adelante, lo que
contará no será su sapiencia de pedagoga, ni las lecciones que recibió en la Escuela Normal, ni las obras de
psicología que haya podido leer. Lo que contara será la forma de abordar al pequeño René, trabar amistad
con él, hacerle hablar, escucharlo, llegar más allá de sus palabras todavía torpes para buscar las resonancias
que existen en torno a las primeras sensaciones, porque ellas son el despertar a la cultura. En adelante,
todo comienza con la práctica escolar de la que René constituye, en su caso, el centro.
Los impresos salen febrilmente de la prensa, uno tras otro:
René ha llegado a la escuela.
Es su primer día de clase.
Lleva una bata nueva a cuadros rojos y blancos. Está bien lavado y bien peinado.
Ya ha pasado hojas.
Será un buen alumno.
«Ya ha pasado hojas» a la imprenta. Y aquí empieza la rueda; una rueda un poco alucinante por los
múltiples trabajos que componen sus ejes. ¡Y hay que ver cuántos niños se apiñan a su alrededor! Y la
maestra, siempre presente para todos, es, a pesar de todo, como un adversario que persigue, que acosa,
que domina. Ha dicho con tanta amabilidad:
- René, estás hecho un hombrecito. ¡Qué bien has pasado las hojas!

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Pero no es tan sencillo, para un recién nacido de un día de dase, salir de su apuro por un cumplido que, en
apariencia, le pone contento; el orgullo de todo ser pensante tiene un doble fondo de inquietud, porque
nunca se está seguro, ¿verdad?, de tener a mano unas circunstancias favorables que nos satisfagan y que
estén a la altura de nuestra tarea.
Esas circunstancias favorables que han hecho despertar el gesto hábil, preciso, cronometrado dentro de
una cadena de gestos del pequeño pasando las hojas, es el modesto comienzo de «la parte del maestro».
Es la llamada para seguir adelante, es la intervención permanente en las dudas del recién llegado, nuestros
viejos tanteos experimentales. Y esa parte no podemos asumirla a no ser con nuestro constante contacto
con el niño.

Dejar que el niño vaya hacia su verdad


Nuestras prácticas de libre expresión del niño han creado en nuestras clases una atmósfera de confianza,
de camaradería, muchas veces incluso de ternura, que ha suscitado aspectos inéditos del pensamiento
adulto e infantil. Al azar de pequeños incidentes en clase, de confidencias, de impulsos, y también de
rencores, de impaciencias, el alma adulta y el alma infantil se comunican mutuamente, se confrontan, se
asocian o se diferencian, y el resultado que se obtiene de todo ello son una serie de realidades psicológicas
que podrían significar un gran acontecimiento humano inscrito en el haber de la educación del siglo XX.
En este encuentro del niño y el adulto la sinceridad debe ser rigurosamente recíproca. Esta sinceridad
jamás se echará a faltar por parte de los pequeños: acaban de llegar, están confiados y cualquier palabra
pronunciada por sus labios tiene sabor a verdad.

¿Qué camino tomar?


Esos niños no tendrán dificultad alguna en adentrarse directamente en el terreno de la noble y leal
franqueza.
Sin embargo, el adulto encontrará este ejercicio mucho más complicado. En primer lugar, él es el maestro o
la maestra; el todopoderoso que tiene la experiencia, la autoridad. Y piensa que debe conservar esta
posición privilegiada que le permite decidir, en último extremo, sobre cualquier acontecimiento. Incluso
cuando el maestro se encuentra ya en su clase modernizada, se sienta en una silla pequeña con su frente al
mismo nivel de la clara mirada de los niños, empieza a hacer cálculos, reflexiones o «combinaciones»,
¡cuando no se siente asaltado por unos exagerados escrúpulos, temores o exigencias de libre albedrío! Esos
encontrados sentimientos plantean en su interior preguntas angustiosas que acaban sumergiéndolo en un
mar de confusiones:
¿Debo dejarles que digan tantas burradas?
¿Debo dejarles cometer tantos errores?
¿Debo dejarles decir tantas incorrecciones?
¿Qué camino escojo?
¿Qué expresión he de retener?
¿Cuándo debo intervenir...?
¿Cuándo dar fin a la historia?
¿Debo hacer que intervengan criterios de los adultos?
¿Debo dejar que se desborde el entusiasmo...?
¿Dónde está el término medio?
Como es natural, ni que decir tiene que ninguna de estas preguntas puede plantear con fidelidad el
problema ni definir una solución justa. Además, para este caso concreto, ¿hay alguna solución justa?
Pero, recobremos la confianza. Los niños están ahí, delante de nosotros, sin complicaciones ni cálculos
apriorísticos. Hablan, añaden una idea a otra, mezclan el sueño a la realidad, montan sus propias fantasías y

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se codean con lo ridículo. Con todo ello organizan un divertido «potaje» de conceptos que zumba alrededor
de los oídos del silencioso maestro.
Tranquilicémonos. Esta escena, un tanto desconcertante para el maestro neófito, atenúa progresivamente
su barullo y sus incoherencias y, por el simple efecto de una palabra que sirva de guía a los niños, se perfila
entonces una línea de interés general, y los niños, aferrados a la emoción que sienten en común, poco a
poco van trazando el camino por el que nosotros nos adentramos en su seguimiento.
Nosotros somos ya viejos zorros de la libre expresión. Hemos recorrido un camino tan largo en compañía
del niño que por intuición presentimos hacia dónde nos conduce la reflexión o el pensamiento infantil. En
lugar de sistematizar esta práctica, esperamos a que cualquier incidente digno de interés atraiga la
atención general; y si la onda nos conduce durante algún tiempo hacia las lejanas orillas del sueño,
echamos mano de los remos y seguimos adelante.

La verdad también es imaginativa


Escuchemos cómo nos habla Matilde. En sus sueños es un genio de la inventiva, del drama, de la mímica.
Siempre hemos lamentado no haber podido filmarla cuando improvisa con tanto lirismo las más
extraordinarias fantasías que pueda concebir un cerebro infantil.
- He soñado --dice- que una niña se había dormido al pie de un árbol muy grande. Era por la tarde y
poco a poco se iba haciendo de noche... La niña se despierta... ¡Oh! ¿Dónde estoy? Y llora, llora, y
las lágrimas caen a torrentes por sus mejillas...
La imagen es bonita, llena de poesía, con un deje de angustia, de ensoñación... Retengámosla porque
vamos a ver a dónde nos conduce.
He aquí la auténtica expresión de la pequeña en su segunda versión:
«La niña se ha dormido. Duerme así, con la cabeza apoyada en el brazo.
»La niña se ha dormido como si estuviese en su cama.
»Está al pie de un árbol muy grande. Y el viento pasa entre el árbol.»
Dejamos que la narradora desarrolle su poema sin intervenir en ningún momento y que sitúe las peripecias
de la historia.
A grandes rasgos, he aquí cómo se despliega el sueño:
«La niña llora, llora; está muy oscuro. Llega la luna y se la lleva al cielo con su mamá que está
muerta.» (Matilde es huérfana de madre.)
Al día siguiente, a la misma hora, con las últimas luces del crepúsculo, los niños están frente a mí, en un
ambiente de seriedad que es de buen augurio.
Aquí tenemos el nuevo texto:
«La niña se ha dormido.
»La pequeña se ha dormido, como si durmiera en su cama...
»Es tarde y está al caer la noche.
»El cielo es malva y las montañas violeta... Allá abajo aún se ve el pueblo y los árboles de los
huertos. El camino se vislumbra en medio de la pradera y el arroyo murmura entre los sauces. Los
pájaros se callan en sus nidos.
»Se diría que la tierra va a quedar en silencio.
»La niña se ha dormido al pie de un gran árbol.
»El viento pasa a través del árbol y las hojas se ponen a cantar: »
- Duerme, niña, duerme... »
Y poco a poco, cada tarde se va desarrollando la hermosa historia... Es una historia muy bella y muy larga
en la que la realidad se mezcla con la fantasía, como en los sueños de Matilde. Cuando al cabo de muchos
días el cuento está acabado, se lo leo a los maravillados niños.

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-Es bonito -dice Bébert-, pero no se sabe si es de verdad o se lo ha inventado.
-¡Claro! -corta Matilde-; para que sea bonito tiene que ser inventado...
Y ahí está el quid de la cuestión, prever el alcance de la creación artística, que debe reinventar la realidad
para hacerla más emocionante.
El arte es la naturaleza vista a través de una personalidad; y el arte nuevo que nosotros buscamos es el
auténtico, interpretado por el alma del niño con el maestro como director de escena.

La sutil asociación entre el adulto y el niño


Sí, pero ¿sabe el maestro llevar el juego?
«Para que haya una expresión espontánea en un texto de varias líneas -escribe un compañero-, veo muy
plausible la colaboración entre los niños y el maestro; pero para una redacción que tenga cualidades de
fondo y forma, la cosa ya me parece casi imposible. Y es que nos falta inspiración. La del niño es de corta
duración, discontinua, incoherente; y el pensamiento del adulto, marcado por la lógica, no cuadra con la
inventiva infantil. Fatalmente, en un momento dado, el uno debe dar paso al otro. Me temo que el
resultado no sea un modelo en su género... »
Consideramos que estas pocas líneas ponen de manifiesto con bastante fidelidad el mayor obstáculo que se
interpone entre el pensamiento infantil y el del adulto: no son de la misma calidad. Nosotros pisamos en un
terreno en el que todo nos está permitido a condición de que el resultado esté a la altura del supremo
interés del niño. Soy de la opinión de que esta condición exclusiva tiene su peso y no simplifica el problema.
Pero al menos nos permitirá dejar bien sentado que en nuestra colaboración con el niño es él quien ha de
desempeñar el papel más importante. El fondo tendrá las características esenciales del pensamiento
infantil y la forma conservará el talante, las imágenes y las expresiones de su lenguaje habitual. Ya será
suficiente con que el maestro se especialice progresivamente en su papel de director de escena, y sólo
intervendrá entre bastidores, y con sordina, para consumar la «obra maestra».
Señalado ya el papel de cada actor, intentemos entrar en los detalles de su intervención con el único fin de
iluminar un poco nuestra inspiración; porque aquí, como puede suponerse, no hay ninguna fórmula a la
que esta obra haya de ceñirse. Afortunadamente, estamos muy libres de la estrechez de las normas clásicas
y, en el género moderno, la ausencia de reglas nos dispensa de muchos escrúpulos...

Lógico y verosímil
La palabra moderno que se nos ha escapado por la punta de la pluma, pondrá a la defensiva a un buen
puñado de educadores que han traspasado la cuarentena, que al verse impotentes para abrir su espíritu a
las audacias estéticas del momento, se niegan a sustituir la sesudez clásica por la extraordinaria fantasía de
los tiempos que estamos viviendo.
¡Que se tranquilicen! Nosotros no empleamos el vocablo moderno (que, por lo demás, no tiene por qué ser
peyorativo) sino para dar a entender una gran libertad de expresión que nos permitirá tomar en
consideración unos valores existentes en el pensamiento infantil, que un educador demasiado formalista
siempre desdeñaría.
Sobre la marcha nos vamos dando cuenta de que esos valores, no siempre lícitos desde el punto de vista
formal y de fondo, ponen en juego una serie de riquezas que ni siquiera sospechábamos, pero que se
inscriben perfectamente en el ambiente infantil. Es decir, que por parte del niño se nos aparecen una
cantidad de datos nuevos (modernos, por tanto) que no tenemos más remedio que aceptar y que no
responden en absoluto a nuestro concepto de lo lógico y lo verosímil.

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A la manera de PRÉVERT
Para que se comprenda mejor esta idea, tomamos nuestro hermoso cuento La Nubecilla cantaba. La
nubecilla se ha transformado en caballo y se ha llevado al cielo al pequeñín sonrosado y rubio (escandalosa
inverosimilitud, evidentemente... ). Abajo, la madre, enloquecida, busca a su desaparecido bebé:
-Estaba aquí -dice la madre- ; estaba aquí jugando con el perro... (continúa siendo inverosímil).
Cuando leímos el texto definitivo estaban presentes dos estudiantes que hacían prácticas. Los niños,
embelesados, seguían el relato con toda su alma puesta en él.
- Encuentro muy raro -dice uno de los estudiantes- que el niño desaparezca de esa forma... y que deje sola
a su madre. Eso no es verdad... Es una mentira... (conformismo moral).
--Sí -dice el otro-, no debería escribirse cosas inverosímiles... No está bien... (conformismo lógico).
Yo miraba a mis pequeños, totalmente maravillados de su hermoso texto, y oía sus reflexiones.
- ¡Es el cuento más bonito que se ha hecho! ¡Pobre mamá, cómo lloraba! ¿Y el pequeñín que se pasea tan
contento sin pensar en su mamá? ¿Y eso es una mentira? ¡Vamos! Es como cuando soñamos...
Para apreciar hasta qué punto el peso de la argumentación sobre su inverosimilitud podía influir en la
crítica de nuestro relato, leímos el texto a todos los mayores: una quincena de niños de nueve a catorce
años.
Pusieron el máximo interés a lo largo de toda la lectura; reacciones sutiles en la manifestación de su
sensibilidad. Y para terminar:
-¡Está muy bien! ¿De verdad lo han hecho los pequeños, ellos solos? Es como cuando nosotros dibujamos,
que las cosas nos vienen sin saber cómo, pero después es bonito. ¿Cómo se explica ésto...?

Lo verosímil no es forzosamente el criterio más válido


Ahí está el quid de la cuestión: las cosas no se explican, se sienten. Incluso tenemos que decir que aquellos
que quieren explicarlas son precisamente quienes no las han sentido y, por tanto, quienes no las han
comprendido. No hay nada que explicar. Estamos en el terreno de la inventiva y no hay por qué suponer
que los niños creen a pies juntillas en las nubes que se llevan a los bebés mucho más de lo que puedan
tomar en serio la existencia de la Sirenita o de Barbazul... El niño abre su alma a las alas de la imaginación.
De un salto traspasa el mundo de lo real y se traslada al de lo maravilloso, lo fantástico, lo irracional, para
volver inmediatamente a sus bolas y a sus muñecas. En un sitio o en otro siempre es el mismo, y su
pensamiento no se ramifica según las pequeñas exigencias del momento. Peor para nosotros si nuestros
sentimientos y nuestra concepción del mundo están recortados, pero no por ello vamos a limitar la
felicidad del niño obligándole a pastar en nuestros canijos pastos conformistas.
Todo eso está muy bien, se dirá, pero si el pensamiento imaginativo e ilógico del niño se enfrenta al adulto,
¿cómo establecer con él una colaboración eficaz?
Que yo sepa, en ningún momento se ha dado a entender que la colaboración sea sinónimo de adhesión
total. Hay que hacerse a la idea de que ciertos dominios de lo irreal son cotos exclusivos del niño. Les
dejaremos con sus propios juegos y con sus propios pastos; y cuando vuelvan hacia nosotros les cogeremos
de la manita para recorrer juntos otro trozo del camino. Por lo demás, ¿estamos completamente seguros
de que en esos cotos que nos semejan prohibitivos no podríamos sacar algunas enseñanzas útiles? Como es
natural, nosotros no creemos en las nubes que se llevan a los niños pequeñines, pero cuando la muerte se
abate sobre nuestro hijo, ¿comprendemos mejor por ello por qué nos lo ha arrebatado? ¿Se alivia el peso
de nuestra desesperación porque conozcamos el nombre de la enfermedad que se lo ha llevado? Es ilógico
llorar por su muerte prematura cuando se sabe de antemano que no tiene salvación, pero aquí la lógica no
tiene cabida e incluso sería una blasfemia hacerla intervenir.

8
Admitiendo la idea de que lo verosímil, en ciertos casos, no tiene por qué ser un criterio válido, ¿por qué
nuestra sensibilidad va a negarse a dar una respuesta a la solicitud de imaginación que nos propone el
niño? Nos podemos «comprometer» sin que se cometa ninguna falta por parte del maestro...
Este compromiso, además, aun siendo restringido, nos aportará su recompensa: la de comprender mejor al
niño y admitir que puede evolucionar sin riesgo alguno fuera de nuestra órbita y, al mismo tiempo, le
traicionaremos menos, le serviremos mejor y le permitiremos que sea él mismo. Es una conquista digna de
tener en cuenta.

No obstante, hay que poner freno a lo extraordinario


Con el pretexto de dejar abiertas al niño todas las posibilidades, ¿vamos a quedarnos impávidos en un
rincón, permitiendo que se entregue a las más extraordinarias fantasías, que son fuente de desequilibrio e
inestabilidad?
En primer lugar, hemos de observar que la fantasía es extraordinaria porque hay desequilibrio e
inestabilidad. Los casos de incoherencia y de ridículo provienen siempre de causas patológicas; y es
conveniente que tengamos a nuestra disposición una buena reserva de documentos, tomados a lo vivo,
para conocer a los niños y compensar aquellas tendencias, adaptando a ellas las técnicas que más les
convengan. Si bien lo extraordinario no es lo más indicado para figurar en obras literarias puras, será, al
principio, una buena arma psicológica, y después, con la ayuda de la experiencia, puede dar origen a una
pieza teatral, un número circense o un guión cinematográfico. No porque un niño sea anormal vamos a
arrebatarle su derecho a hablar y recitar, pongamos por caso. Lo que haremos será situarlo en el lugar que
le corresponde dentro de la comunidad infantil, y tendremos muy en cuenta ciertos aspectos de su
pensamiento para añadir un poco de atractivo a los escritos demasiado conformistas de los niños
excesivamente formales. El secreto está en esa ductibilidad que se adquiere con el trato cotidiano con los
niños, a medida que vamos penetrando más profundamente en el alma infantil y tomamos conciencia de
sus cualidades.

El maestro es el mantenedor del juego y quien elige


Es decir que, forzosamente, el maestro tiene derecho a vigilar la cháchara de los niños y, como último
recurso, el derecho a escoger y dirigir revierte en él.
Elegir las improvisaciones más convenientes, aquellas que, de entrada, crean una atmósfera psicológica
favorable, que dan impresión de calidad, que sitúan la obra a mayor altura y actúan de perspectiva general,
como esas hermosas panorámicas del cine, que nos hacen pensar de antemano en el desarrollo dramático
del filme. Elegir el argumento más audaz, el que nos sitúe en el corazón mismo de la fantasía. ¡La vida en sí
ya es bastante circunspecta! Y ¿qué es la fantasía sino una manera de ver la realidad bajo un ángulo nuevo,
de la misma forma que los pintores ven los paisajes? ¿Para qué hablar si no se tiene nada que decir? ¿Por
qué hemos de detenernos en una cosa apagada si alrededor del niño todo es deslumbrante, todo le atrae
hacia un infinito que presiente intuitivamente? Cuando el niño habla, la mayoría de las veces bastaría con
que introdujéramos un juego de puntuación en lo que dice para convertirlo en un poema; lo que ocurre es
que no siempre comprendemos ese poema...
Dirigir es orientar la improvisación de una forma progresiva para que cualquier relato tenga la densidad
apetecida. Un texto largo no se escribe jamás de una tirada. Tenemos todo el tiempo por delante para
reforzar la sensibilidad del niño con nuevas sugerencias allá donde haya pecado por defecto. Incluso
tenemos derecho a acudir en ayuda del niño proporcionándole nuestras propias ideas cuando se produce
algún bache que debilita la inspiración infantil y el interés por el trabajo se mete en un callejón sin salida.
También tenemos derecho a intervenir sobre la marcha, haciendo observaciones encaminadas a darle vía
libre a esa inspiración que proporcionará unidad al relato, salvaguardando de esa forma el aspecto más
favorable para una panorámica general del tema. En resumen, nuestra intervención será tanto más
afortunada cuanto mayormente se ciña a la sensibilidad y la frescura del tema. La cosa no es tan fácil como
pueda parecer a simple vista porque, de entre los adultos, no es niño quien quiere, sino quien puede.

9
La eterna discusión sobre el realismo
Las exigencias del tema y sus límites
El tema es una de las manías de la escolástica.
Encajonado en los límites de un estrecho marco y alejado de las condiciones que lo justifican, por fuerza se
convierte en algo sin sentido, sin horizonte y, la mayoría de las veces, sin una razón de ser. No es necesario
ir más lejos para encontrar la carencia de interés de la narración tradicional.
El texto libre, por espontáneo, por natural, por su cálida realidad, pone más claramente al descubierto las
debilidades y las limitaciones de la simple redacción. El texto libre es un pedazo de vida: alimentado por la
savia, se desarrolla de una forma natural, como lo hace la planta, con tal que se la riegue después de
plantarla en terreno propicio. Pero con esto no se quiere sentar cátedra de la calidad de todos los textos
libres. Infinidad de veces se ven expuestos a los mismos inconvenientes que la redacción tradicional, con el
agravante de que corren el riesgo de caer en el mal gusto cuando no están sujetos a la censura de un buen
criterio.

Desconfiar del drama de poca calidad y del melodrama


Echando un vistazo a nuestros archivos encontramos documentos que no nos atreveríamos a publicar
como textos literarios. El tema es francamente malo. Se trata de malas aventuras del Oeste sugeridas,
evidentemente, por lo peor del cine americano y de las historietas de ciertas revistas para niños.
He aquí una muestra, que es un pasaje tomado de una novela titulada: Las prodigiosas aventuras de tres
inseparables. El autor es un alumno de 14 años que, como podréis apreciar, tiene un gran sentido del
drama y de la acción:
«La caverna era grande y sombría... Entraron en una gran sala y arrojaron brutalmente al suelo a
sus prisioneros...
Glocos se acercó a ellos y les preguntó el número de gauchos que había en la hacienda y la cantidad
de munición de que disponían.
Se negaron a responder a sus preguntas.
Glocos llamó a un negro:
- ¡Semba! Tortura a estos dos bribones delante de mí.
El negro cogió una delgada barra de hierro, la calentó hasta que se puso al rojo vivo y la sacó con
unas pinzas...
Glocos volvió a formular sus dos preguntas.
Los mulatos se negaron a responder. Entonces, ¡zas!
- ¡Semba, manos a la obra!
Se acercaron ocho hombres: cuatro para sujetar a cada prisionero, uno por cada pierna y uno por
cada brazo. Semba se acercó a uno de los mulatos y le quemó las uñas. ·El gaucho no dejó escapar
ni un gemido.
-Espera -dijo Glocos-, no conseguiremos nada de ellos. Necesitan un buen suplicio. Vamos a atarlos
a la cola de un caballo salvaje. ¡Corre, ve a buscar dos caballos!»
Pero no vayáis a creer que nuestro joven narrador nos regale con una escena de jinetes lanzados a galope
tendido, devorando millas y salvando obstáculos. ¡Qué val Podemos darnos por satisfechos de que, al final,
cuando las fuerzas bienhechoras llegan en socorro de los prisioneros, éstos solamente están desmayados; y
felicitamos al eminente médico que es capaz de recomponer aquellos maltrechos pingajos de carne
humana.
Puede que alguien sonría después de leer este «trágico» relato que, sin embargo, pone de manifiesto un
verdadero derroche de aptitudes literarias. Por ello, el error que se comete es de bulto. Pero hay algo
todavía peor: esta sensibilidad del niño, ¿no está ya condicionada totalmente por los dramones de pésimo

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gusto que proliferan en lo peor de la literatura infantil y por el cine de mala calidad? ¿No estamos corriendo
el riesgo de enfrentarnos con una auténtica depravación del alma infantil al no luchar contra este estado de
cosas? Este problema no debe ser planteado solamente a nivel escolar, sino a nivel humano.
- De acuerdo -objetarán algunas almas particularmente sensibles-; pero cuando dejamos que los niños
hablen de la guerra, cuando dejamos que cuenten escenas horribles y que evoquen los tiempos dolorosos
que han vivido, ¿no corremos esos mismos riesgos? ¿Es que hay un drama o, mejor dicho, un horror lícito y
otro ilícito, si ambos causan el mismo impacto en el espíritu?
Nosotros no nos contamos entre quienes juegan al escondite con la realidad. Buena o mala, la aceptamos
tal como es y en base a ella intentamos guiar al niño, tanto con sus complejidades y su dureza como con sus
alegrías y facilidades. No nos permitimos el derecho a ocultar los aspectos desagradables de esta realidad
en provecho de otros más sugestivos. No nos permitimos impedir que el niño hable o razone sobre los
aspectos más penosos de la vida, y así encerrarlo en el terreno de la facilidad y el sueño. Exaltar
únicamente los pasajes más favorables de las cosas sería dañar la verdad. Si tuviéramos que hacer hincapié
únicamente en los acontecimientos agradables o poéticos de la vida del niño, la mayoría de los hijos del
proletariado quedarían reducidos al silencio.
El niño tiene el deber y el derecho a decir su verdad, aunque al decirla tenga que derramar lágrimas.
En el transcurso de una estancia en Vence, en el 39, nuestros pequeños refugiados españoles interpretaron
una escena de su vida al otro lado de los Pirineos, entre el infierno de los bombardeos. La evocación era tan
dolorosamente fiel que sollozaban en el escenario y arrancaban lágrimas a todos los espectadores.
Por la noche, durante la reunión, unos compañeros criticaron con bastante dureza aquella auténtica
reconstrucción de la guerra, en la cual la muerte, con sus infinitos rostros macabros, es la compañera
habitual del niño.
- Es -decían- un sufrimiento inútil y peligroso para el equilibrio de la personalidad infantil. Cualquier
emoción demasiado fuerte es un peligro que hay que evitar a las sensibilidades acusadas.
Cerca de mí, con la mirada dura, nuestro joven José Luis se levantó y dijo con ironía y sequedad:
- ¡Cuánto os apena vernos llorar! ¡Pero os importa un bledo que nuestros padres mueran en España!
Cuando llevamos una existencia sin sobresaltos en la seguridad de nuestro hogar, podemos perfectamente
partir la vida en pequeñas porciones y consumirla así, tranquilamente, tirando las partes demasiado duras
que nos lastiman o nos hacen sufrir. Pero cuando el niño está a nuestro lado, en medio del gran drama,
cuando sufre privaciones, hambre, guerra, muerte, no hay quien pueda ponerle una venda en los ojos. Hay
niños desgarrados, heridos, deportados; y sus desgracias, para gran parte de ellos, todavía no han acabado.
Hemos vivido horas difíciles en las que conservamos nuestra presencia de ánimo porque el niño caminaba a
nuestro lado con la misma valentía y la misma confianza en el porvenir. Ahora sabemos ya positivamente
que tiene derecho a hablar; él es el primer actor de su futuro, y estamos convencidos de que su
comprensión de los acontecimientos de hoy le dará mayor lucidez mañana.
Ésa es la realidad.
Lo contrario significaría permitir que el niño se hunda en una aventura dramática inventada de principio a
fin, complaciéndose en lo extraordinario, construyéndose un mundo de ficción, sin conexión posible con el
real. Repudiamos toda evasión que exalte las manifestaciones morbosas de la imaginación o de la
sensibilidad. El niño no debe engañarse a sí mismo ni siquiera para contar sus torturas.
¿Quiere esto decir que se deba hacer énfasis, por ejemplo, en los espectáculos macabros de la guerra, que
tuvieron a ciertos niños como principales protagonistas, y darles una intensa publicidad?
Salvo en casos muy especiales, los niños no se complacen en los detalles demasiado realistas.
Generalmente, por su propia iniciativa censuran todo aquello que ha herido demasiado profundamente su
sensibilidad. Demos un repaso al emocionante relato, Deportado, que consta en nuestros «Infantiles». Ese
muchachito, que vivió valientemente, heroicamente la existencia más atroz durante la guerra, no ha

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comunicado a los demás sino detalles, por así decirlo, lícitos. Desde luego, ha visto montones de cadáveres
camino del horno crematorio, pero su relato es sobrio, por completo ausente de detalles excesivamente
realistas:
«Moríamos de miseria, de peste, de tifus. Había muchos muertos. Los hombres que nos vigilaban venían a
llevarse los cadáveres. Los había por todas partes y se los llevaban a carretadas al horno crematorio. Día y
noche llegaba hasta nosotros un hedor agrio tan repugnante que apenas se podía respirar. He visto
espectáculos tan horribles que jamás podría contarlos.»
¿Quién se atribuye el derecho a borrar de un plumazo esta tremenda verdad del niño? Sólo un inveterado
egoísta que haya tenido la oportunidad de retirarse a tiempo, viviendo en un confortable aislamiento, al
margen de la aventura humana, podría atribuirse ese derecho de censura sobre el pequeño héroe que
tiene derecho a hablar. No nos permitiremos negar en ningún momento que la realidad de la guerra es el
asesinato de niños y el hambre. Conservando hoy el sentido de la realidad será la única forma que
tengamos lucidez mañana para preservar al niño, tan injustamente tratado, de los campos de exterminio -
por cuya experiencia han pasado un número demasiado elevado de hombres- y de las múltiples formas de
asesinato que la injusticia humana perpetra. El niño que sufre, el niño que quiere vivir, tiene derecho a la
palabra.
Los temas escabrosos
El tema, por supuesto, no acapara todo el valor de un texto; pero, no obstante, hay temas que muchas
veces dañan la expresión infantil, y hemos de descartarlos decididamente. En el campo, nuestros pequeños
campesinos contemplan en muchas ocasiones escenas de brutalidad empleada con los animales o con las
mismas personas; y en la ciudad, el espectáculo que proporciona la calle no siempre se puede describir,
porque con frecuencia los auténticos dueños y señores de ciertos barrios son los borrachos y los
gamberros. En muchas familias la convivencia no funciona como debiera y se producen incidentes
lamentables cuyo relato podemos encontrar en nuestros textos infantiles. ¿Qué hay que hacer en estos
casos?
Como siempre, hemos de seguir la línea de interés general de la clase y afrontar la realidad abiertamente,
lo cual no quiere decir que vayamos a convertirnos en sus esclavos. De todas formas, los textos que ponen
en tela de juicio a las familias o a las personas que las integran, presentándolas bajo una visión poco
favorable, deben descartarse de inmediato. Quedan los relatos poco convenientes pero que no se pueden
calificar abiertamente de peligrosos. Si gozan del favor de la clase, la actitud más positiva es intentar
humanizarlos, haciendo que el narrador introduzca nuevos detalles que corrijan el tono de mal gusto y la
impresión penosa que puedan causar.
La sensibilidad del niño no es por definición y forzosamente distinguida y rebosante de poesía. Hay
chiquillos frustrados y realistas que ven el detalle en toda su crudeza, la cosa matemática aunque sea
desagradable. Si ocurre que sus textos acaparan la mayoría de los votos... podemos aprovechar esa
magnífica oportunidad para civilizar un realismo que en un texto infantil parece una agresión a los buenos
modales.
La mayoría, por no decir la totalidad de los textos leídos por los niños y realizados por ellos mismos, pueden
aceptarse. Todos los temas son abordables, pero, evidentemente, a condición de que se sepan abordar.
He aquí una lamentable forma de dejar al niño libertad de expresión en un tema peligroso:
«Léonie vive sola en su casa derruida. El techo está lleno de goteras. Llueve por fuera y por dentro;
está llena de basura, de desperdicios y de suciedad.
»Ella es aún más sucia que su casa. Tiene una cara toda negra que no se lava nunca. Sus cabellos
están despeinados y llenos de piojos... »
Poco más o menos, todo es así durante una buena docena de líneas...
He aquí, en cambio, un buen enfoque de otro tema: «El pobre cordero.
El pobre cordero estaba en el matadero, asustado y temblando.

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-Me han traído aquí para mi desgracia...
Y cuando vio que la enorme vaca caía abatida de un mazazo, dijo:
-¡Me parece que llegó mi turno...!
Entonces, aprovechando que nadie le veía, echó a correr a toda prisa y se fue al campo a comer
hierba fresca .»
Todo el mundo respira de alivio pese a la mala suerte que ha tenido la pobre vaca.
Estos dos ejemplos nos dan a entender lo indispensable que es, muchas veces, que el maestro corrija al
niño:
-Desterrando los tópicos, las estupideces, lo demasiado trillado, las ramplonerías, insinuando una nueva
forma que le pueda proporcionar al trabajo una mayor fragancia.
-Dando una nota humana y de buen gusto al texto exagerado que sólo ve la realidad desde el ángulo de la
vulgaridad estéril.
- Conservando siempre esas perspectivas brillantes que rehabilitan la realidad más equívoca y que son
parte integrante del corazón humano.
Para terminar, he aquí un texto bastante curioso en el que se transparenta el realismo y el toque humano:
«Hace un rato oímos gritar: era el pobre cerdo de la señorita Courcier, al que iban a matar.
¡Ah, allí está, sobre una mesa, con la cabeza colgando...
¡Le están degollando!
Grita, se remueve, quiere huir...
¡Pero lo mantienen quieto!
Entonces cierra sus ojillos.
Suspira...
Y muere...
¡Ya está! Está muerto...
Y vemos pasar el gran caldero lleno de sangre...
Mañana tendremos morcilla para comer.»
Hay ciertos detalles que quizás provoquen remordimientos a los carnívoros de corazón tierno...
Porque, al fin y al cabo, coger al pobre cerdo para matarlo y encima hacer de ello motivo de francachela,
¿no es, a la postre, bien triste? Pues todo eso ha sido posible porque el maestro, con mucha habilidad,
medio en broma medio en serio, ha conseguido que un texto realista se convierta en un relato que está a
medio camino entre la piedad y la sana alegría.
La mayoría de las veces hace falta muy poca cosa para interpretar esos imponderables que van ligados al
pensamiento del niño; hace falta muy poca cosa para que salga a relucir lo inédito allí donde otros no
verían nada más que estupideces.

La realidad también tiene su poesía


¿La parte del maestro? Abrir su alma sin descanso para la comprensión total del niño.
-Sí, evidentemente tenemos el claroscuro de Rembrandt; pero también tenemos el realismo de un
Courbert, el naturalismo de un Zola y, más cercano a nosotros, los modernos, a quienes les es del todo
indiferente la cuestión del tema y la elección. Porque, en realidad, ¿es absolutamente preciso «elegir» los
temas y las ideas, cuando estamos obligados a llevar una vida tan anodina?
Ya que, por una parte, la libertad es nuestro acicate, ¿por qué no hemos de permitir que nuestros alumnos
nos digan todo lo que se les ocurra, como hacen sin vacilación nuestros poetas y artistas actuales? Sería
muy positivo que nuestros niños fuesen hijos de su época.
En principio, nosotros no estamos ni a favor ni en contra de la elección de los temas y los detalles. Por
encima de todo, somos partidarios de la sinceridad del niño; y esta sinceridad es tan amplia y tan diversa

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que nos dispensa de formular ex cátedra todos los problemas literarios que habitualmente ocupan el ocio
de los adultos que se han emperrado en hacer de críticos. Tenemos por explotar tantas riquezas
depositadas en el alma del niño que, queramos o no, hemos de elegir, incluso aunque tuviéramos que
hacerlo a cara o cruz. Pero, como por un azar, ocurre que los temas que se nos proponen tienen siempre la
seriedad y el sentido común, la ironía o la tristeza de las grandes ideas que atraviesan el pensamiento
popular. Nuestros niños provienen de una clase social que no precisa inventarse insensateces o
absurdidades para ocupar sus ratos de ocio. ¿Qué íbamos nosotros a sacar con lo fantástico, lo
extraordinario o lo caprichoso? ¡Estamos totalmente inmersos en la realidad! Cada día, cuando ésta
aparece delante de nosotros hecha pedacitos, tanto si tienen la luminosidad del arco iris como la opacidad
de la niebla, no tenemos que hacer otra cosa que recogerlos.
Naturalmente, nuestros temas están concebidos a imagen de una sola clase social, la clase trabajadora. Allá
donde se trabaja, donde se come, donde se canta y donde -demasiadas veces- se sufre y se pasa hambre;
ésa es nuestra realidad... No podemos sustraernos a esta verdad ni rechazarla, porque es el pan nuestro de
cada día.
-Muy bien -se argumentará-; pero ¿no teméis que al ceñir esos intereses de clase a todo lo cotidiano, y muy
a menudo a lo superficial, se le pase por alto al niño la gran poesía de las cosas?
-El peligro -respondemos nosotros- no está en el tema en sí, sino en la forma de desarrollarlo. Tanto en
literatura como en arte, repetimos, el tema no significa nada; es el sentimiento que le acompaña lo que le
confiere nobleza y calidad. Un gran pintor puede hacer una obra maestra con los objetos más humildes y
familiares; un gran poeta puede insuflar grandeza y encanto a los acontecimientos más nimios. Todo
depende de la calidad de las imágenes que la realidad suscita en las almas.
Tomemos como ejemplo un tema que ha traído y atraerá la atención de millares de nuestros pequeños
campesinos situados en plena naturaleza: la primavera.
He aquí cómo la han visto y sentido los niños:
I
Los capullos han florecido,
la primavera ha venido,
y el hermoso sol de oro
ilumina las flores de oro
para que todas broten
sobre el bonito césped.
Nos encontramos con un enfoque superficial, el tópico usado hasta la saciedad por todas las generaciones,
la cantinela sin repercusión alguna en los sentimientos, la obsesión tonta por la rima a costa de lo que sea.
II
¡Márchese, márchese, señor Invierno!
La primavera quiere su sitio.
El sol brilla con fu erza
¡No se enfade, señor Invierno!
Los capullos quieren luz,
los pájaros hacen su nido,
los niños corren por el campo
a buscar flores primaverales.

La inspiración apoyada en un enfoque ágil del tema, intenta arrastrarlo con ella, p ero no consigue del todo
levantar el vuelo. Hay caídas (el sol brilla con fuerza -los pájaros hacen su nido) y superficialidades (flores
primaverales). Y, sin embargo, no hubiera resultado difícil hacer notar a una jovencita tan bien dotada las
debilidades de su improvisación para que las corrigiera.

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III
Primavera, primavera,
llegas alegre,
como un pastorcillo
que sigue a su ganado.
El bosque dormido
te recibe con los brazos abiertos,
con la mano tendida,
y la naturaleza gozosa
vestida de verde
(¡y qué verde!)
te saluda a los cuatro vientos.
He aquí la inspiración poética impregnada con toda naturalidad de una auténtica emoción. Por encima de la
forma y de las imágenes, el corazón inocente y puro de un aldeanito de 13 años presiente la llamada
apasionante de la primavera. ¿La versificación? ¿La risa? Nuestro joven poeta ni siquiera tenía que
preocuparse de ellas porque las palabras, con toda naturalidad, iban tomando forma en su misma emoción.

Bajo el signo de la cultura.


Una pastora maestra: Marie Mauron
Cada cual aprende la cultura que le conviene
Hay un libro que nos gustaría ver especialmente entre las manos de los maestros; se trata de La cabra, ese
capricho viviente, de Marie Mauron.
Marie Mauron es una maestra que, como vosotros y como yo, estudió en libros modestos ese saber
primario que proporciona los diplomas primarios; pero abrió los brazos con el gesto natural del niño
cuando despierta y, echando a volar, se liberó de la asfixiante cárcel de la terminología libresca. ¡Y qué
vuelo! Vasto como el chorro de la vida que desde el alba de los tiempos despliega sus alas sobre el mundo;
y sutil y denso como ese auténtico saber que se contiene a ras de las cosas, sobre el suelo, en el crecer de la
hierba, en el chapoteo de las aguas, en el llanto de los recién nacidos y que en Marie, con toda ingenuidad,
va tejiendo un arte poético que es, por encima de todo, inteligencia vital.
Nos gustaría que leyerais «La cabra», de Marie Mauron, y así, en colaboración, intentaríamos beneficiarnos
de sus enseñanzas (aunque Marie Mauron no siente ningún interés especial en proporcionarlas) para que
su verdad (¡tan hermosa!) le hiciese un sitio a nuestra verdad (aunque fuera un sitio pequeñito) y, sobre
todo, para que pudiéramos dar acogida e instalar en ella la verdad del niño.
Naturalmente, no es que pretendamos imitar el estilo de Marie Mauron. Su canto es excepcional y
excepcional es también la forma en que nos lo ofrece. También afirmamos bien alto, para que quede claro,
que no tenemos en absoluto la más pequeña pretensión literaria, ni ambicionamos éxito alguno. Lo que nos
tienta y nos seduce es que, caminando por el surco abierto por un escritor de casta, podamos salir de la
maraña selvática que nos retiene en nuestro redil primario, y así aprender plena y emocionantemente lo
más hermoso de la vida.
Y, para entrar sin más rodeos en el meollo de la cuestión, hablemos de la cabra. Todos la conocemos.
Primero fue una cabrita y después una madre preocupada de su cabritillo; la hemos visto en los rebaños,
diversificada y siempre semejante a sí misma bajo sus variados pelajes; sin cuernos o con una buena
cornamenta, con mamas pesadas o gráciles. Sabemos perfectamente qué es una cabra y por qué razones
económicas la consagramos como cabra. Consultando libros y documentación podríamos completar una
ficha que añadiríamos al fichero escolar y, desde luego, con un poco de arranque, sin grandes esfuerzos,

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alcanzaríamos el suficiente lirismo en una redacción como para obtener el diploma de enseñanza primaria.
Puesto que entre nosotros hay algún que otro poeta, incluso podríamos abrir el frío cofre mitológico y dejar
en libertad a la ninfa Amaltea, que encontraría la forma de pergeñar unos versos, en honor a Zeus o a
Apolo, que lo mismo podrían ser unos acabados alejandrinos como unos democráticos versos libres. Tan
bien predispuestos estamos, que incluso calificaríamos con notable una redacción para el certificado de
estudios que fuese idéntica a ésta:
«Mi cabra es blanca y con un pelo muy largo. Sus cuernos son listados y retorcidos como los de un
gamo. Su cabeza es fina y está adornada por dos orejas y una perilla que le cuelga de la papada. Sus
ojos son amarillos y muy dulces. Sus finas patas terminan en cuatro lustrosos cascos.
Es ágil y casi siempre está dando brincos. Cuando ve un arbolito joven en un prado, se planta sobre
sus patas traseras y se come los brotes tiernos.
Es muy golosa. Si no la vigilara se comería todos los árboles frutales y la viña.
Es una caprichosa; y cuando mi perro va a morderla la emprende a cornadas con él.
Quiero mucho a mi cabra.
J.R., 13 años.»

-Sí -diría el tribunal examinador-, es correcta la calificación de notable.

Derribar las barreras que erige la escolástica


-¡Obtusos! -nos gritaría de lejos Marie Mauron, si es que su bondad no le impedía hacer reproches al débil
o al inocente-. ¡Obtusos, que no veis que esa cabra que ellos conducen del cabestro no es más que un fósil
de cabra, aplastada, comprimida por la losa de plomo de una miserable escolástica! ¡«La cabra negra que
brincaba bajo tierra, ilesa, sepultada bajo tres ciudades muertas superpuestas» es más real que la vuestra!
«Desde las profundidades del tiempo, en el fondo de los aluviones, todavía salta, viva, bajo el sol de los
seres vivos, entre los árboles de Minerva. Ella es el Vellocino de Oro, ella es el Capricornio del cielo. Todos
los cuentos que se han escrito sobre ella son auténticos, y auténtico es todo lo que de ella se critica, porque
ella es el arte y el capricho... »

Ir hacia la vida y hacia el poema de la existencia donde la obra original es la realidad


transpuesta
Nos sentiríamos decepcionados si a nuestro lado no hubiera nadie que, con sus manitas abiertas, acariciara
sin miedo el suave pelaje de su cabrita.
«¡Qué bonita es mi cabrita, tan blanca y tan guapa!
Cuando la rasco entre los cuernos estira la cabeza hacia mí.
-¡Sí, así!, ráscame en la frente, ¡gracias!
Le doy un cachete, la cojo por los cuernos y ella hace como si quisiera embestirme...
¡Hala! ¡Se escapa!
-¡Cabrita! ¡Cabrita! ¿A dónde vas?
Pero la muy pícara no contesta... Se va corriendo hacia el prado, hacia el sol, allá junto al seto,
donde hay tan ricas matas de majuelo.
-¡Adiós, cabrita!
L.M., 10 años.»

«¡La cabra, ese capricho viviente!»


Fijaros en que es el niño quien la ve tal como ella es. Incluso no teniendo maña para coger al vuelo sus
caprichos, no intenta nunca cortarle el camino y encerrarla en la ratonera de los tópicos.
«Hoy mi cabra quería entrar en casa. Mi mamá la echó fuera. Entonces aprovechó para jugarnos
una mala pasada. Se comió los geranios. Se metió en la cochera y se puso a hacer deporte por
encima de los maderos y de la carretilla. Cuando fuimos a por ella, estaba dando brincos, toda
orgullosa de sus tonterías. A pesar de todo, la quiero mucho.

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E.J., 9 años.»

¡Obtusa, la maestra que no ha presentido el capricho que rondaba alrededor del niño, y éste, por lo tanto,
se ha apropiado de él de una forma desmañada! ¡Era tan fácil hacer bailar a la cabra como lo haría una
Esmeralda un poco bruja! ¡Era tan lógico desarrollar la escena espontáneamente, con atrevimiento, como
saben hacer nuestros pequeños!
-¿Quieres entrar en casa, verdad, cabrita?
-Pues mira, clic, clac; ya está cerrada la puerta.
Y la cabrita se queda fuera.
-¡Ah! ¿Esas tenemos, eh? -dijo la cabra- ¡Bien, pues me voy a comer ese geranio tan bonito que hay en
aquella maceta. ¡Es más rico! ¡Tiene un saborcillo...! etc. etc.
Ciertamente, no es la mejor forma de personificar el capricho; pero, en cualquier caso, es una buena
ocasión para dar a entender lo indispensable que es penetrar en la verdad del niño para, por medio de la
escritura, dar vida a sus pensamientos, a sus emociones reales, a los cuales les falta, simplemente, la
comodidad de la palabra.
«Nosotros queremos mucho a nuestra cabra Rirette; en verano salta por el jardín y come hierba
fresca. Cuando estamos en clase sube al primer piso y va a hacerle compañía a Josette, nuestra
costurera. Pero después es muy difícil hacerla bajar, porque es una testaruda. Así y todo, es una
buena cabra. ¡Y cuánto queremos todos a nuestra Rirette!
H.D. »

¿No creéis que hubiera sido interesante detallar con «espíritu de cabra», por así decirlo, la visita de Rirette
a Josette la costurera? ¿Quién no intuye lo maravillosamente inédita que resulta una realidad tan original y
todo lo que podría sacarse de la imaginación de los niños, intuitivamente guiados por una educadora que
hubiese renunciado para siempre a los cánones de su diploma, convirtiéndose en pastora de niños, como
Marie Mauron es pastora de cabras?
¡Menos trabas! ¡Más imaginación...!
Decididamente, hay que ir hacia la vida.

Una cultura viva. Una cultura al aire libre


Para la mayoría de quienes enseñan, la cultura es la suma de los conocimientos adquiridos. Se han pasado
los mejores años de la juventud preparando unos exámenes que están controlados por un saber que,
cueste lo que cueste, hay que retener en la memoria. Se creen ricos porque consiguen un pergamino. Esta
cultura de almacenamiento es, por excelencia, la cultura escolástica, de la que se puede asegurar que, una
vez superados los exámenes, no sirve para nada. Los concursos radiofónicos o televisivos de «lo toma o lo
deja», supuestamente culturales, nos dan idea de su nulo valor y del peligro que comporta a la propia
personalidad.
Hay una cultura que se puede llamar viva, la que tiene su origen en una especie de arte de vivir en plenitud:
en el juego de la vida toda criatura descubre la pendiente favorable por la que se alcanzan sus deseos más
exigentes. El niño adquiere un saber alegre, que es su propia cultura, sin recurrir a análisis ni
especulaciones, con la experiencia de cada día y un trabajo consecuente. Es esa ciencia global, empírica, de
la que se nutre la tradición, que es el alma de la verdadera cultura, aquella que llama hacia ella un saber
esperado, deseado, elegido, llegado justo a tiempo para desarrollar la competencia y enriquecer la
personalidad. Esa cultura sin trabas es la que debemos ofrecer incansablemente a nuestros niños.

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Nuestras debilidades de «primaria»
«Pido excusas -nos escribe una compañera «muy maestra»- , pero permítanme que les diga que de todos
los textos que citan a propósito de la cabra yo optaría por la redacción para «certificado de estudios».
Reconozco que quizá sea menos viva que las otras, pero estoy casi segura de que en un examen obtendría
la nota más alta, porque es la más precisa, la más completa, la mejor ordenada. Para hacer algo original no
creo que sea necesario dejar que el niño se pierda en un mundo de fantasía habiendo un tema concreto a
tratar. Peor para mí si soy «primaria» (aunque, por lo demás, no me da vergüenza confesarlo), pero al
menos no corro el riesgo de que por tener yo el corazón demasiado tierno, me suspendan a los niños en el
Certificado de Estudios.»
Reconozcámoslo: El término primario, aunque nosotros lo aceptamos de buen grado, origina un complejo
de inferioridad un tanto penoso -corregido y aumentado por el reproche de incompetencia que con tanta
facilidad se nos endosa- que puede llegar a vedarnos para siempre el patrimonio más tentador de la
cultura. Para nosotros, nada de humanidades, nada de ciencias, nada de psicología, nada de filosofía, nada
de auténtica especulación intelectual: resignémonos a vegetar en el canijo pasto del saber escolar y
preparemos certificados de estudios...
Pero nosotros sabemos que valemos más que todo eso; la prueba está en que un buen número de
maestros aportan capítulos de gloria al pensamiento francés, y en que el maestro de primaria se convierte
fácilmente en un licenciado de secundaria por poco que se proponga empollar con ánimo y obstinación. Si
se presenta el caso, incluso puede convertirse en un filisteo de la cultura o acceder al título de clérigo,
traicionando, según el caso, a su clase, o al destino del hombre. En suma: no somos más tontos que
cualquier otro y, generalmente, estamos menos resabiados... De todas formas, para nuestra propia
tranquilidad podemos decir con todo fundamento que, al fin y al cabo, lo primario es lo que sostiene al
mundo en el terreno de la materia y que primario quiere decir, ante todo, el primero.
Pero basta ya de exigencias y volvamos a los imperiosos deberes que nos impone el hecho de ser,
efectivamente, los primeros que comprendemos y educamos el alma del niño; porque ser los primeros
significa, muy a menudo, apechugar con la carga más pesada y con las más delicadas responsabilidades.
El niño está ahí, ante nosotros, y por poco que sepamos dejarle que se desenvuelva a su gusto, nos confiará
espontáneamente todas sus alegrías y sus penas, o nos echará en cara su rencor y su decepción:
«Cricrí ha cogido sus instrumentos y ha dicho:
-¡Aquí todo el mundo viene a fastidiarme! ¡Dejadme marchar de esta escuela!
Y se ha ido a trabajar debajo de la higuera, porque allí tiene silencio y sombra fresquita.»
Cuando se haya tranquilizado, en el marco acogedor de la naturaleza apacible, será cuando la auténtica
maestra intentará comprender la verdadera exigencia de ese pequeño cascarrabias.
-¿Qué bien se trabaja aquí, verdad, Cricrí? Veamos, ¿qué es lo que querías hacer?
Pero nuestra maestra ya ha levantado su dedo implacable:
-¿Y la disciplina? ¿Y mi autoridad? ¿Y el inspector? ¿Y los padres? ¿Y los demás alumnos? ¡Si todos hicieran
lo que les diera la gana, esto sería un manicomio!
Y planteará una cuestión tras otra a cuál más mezquina; y acumulará argumentos a cuál más absurdo:
porque un chiquillo ha abandonado su sitio, pone en peligro toda la escuela y la pedagogía nueva se revela
como la calamidad de las calamidades.
¡Éstos son los tiros que oye el fino oído del primario! Porque primario también significa mezquindad, falta
de comprensión, escasa inteligencia... Y esto es lo que nos escuece cuando queremos mejorar esa imagen
tan fastidiosa... Pero sigamos un poco más a nuestra decidida maestra.
La imaginamos dominando a Cricrí, sin grandes dificultades, con la voz y con el gesto, y dando, como se
suele decir: ¡un escarmiento ejemplar! Del cual se desprenderá, como es de suponer, la sentenciosa
moraleja de la que no podemos esperar perdón. Probablemente nuestro pequeño Manou, casi analfabeto,

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pero con una inteligencia de las más agudas y una asombrosa imaginación, estuvo a cargo de uno de estos
maestros de moralejas y de certificados de estudios:
«Manou tiene la cabeza vacía como una pelota chafada...
No se le ocurre nunca una idea para un texto.
Pero se las inventa todas para trabajar lo menos posible.
Cuando sea mayor será aprendiz de todo y maestro de nada...
¡En el mundo ha de haber de todo!»
Y mientras se refuerza la disciplina, mientras se deja bien sentado el precepto moral, mientras se instala a
sus anchas la regla arbitraria, el niño se ha replegado sobre sí mismo y se ha tragado su verdad que, a partir
de ese instante, jugará al escondite con la autoridad inútil. Y os sorprenderéis de tener delante de vuestros
ojos un niño obtuso, con un rostro inexpresivo, que sólo cobra vida «inventándoselas todas» para sustraer-
se a vuestra injusta ley. Ya desde las primeras clases tacharéis de la lista de los aptos para el certificado al
ingenioso Manou, que se ha negado rotundamente a confiaros su espíritu demasiado imaginativo.

No cortar jamás la vida de raíz


Tranquilizada vuestra conciencia profesional, no abrigaréis nunca la menor sospecha de que, con la mejor
intención del mundo, acabáis de arrancar de su corazón el torrente de vida que es la curiosidad
espontánea, la confianza y la iniciativa. Y esto, dejando la moral a un lado, es la más ruin de las acciones.
Ni que decir tiene que no vamos a cargar en la cuenta de algunos errores pedagógicos de los maestros el
hecho de que unos niños, tanto si están bien dotados como si son unos zoquetes, no consigan alcanzar su
certificado de estudios. Rotundamente, no. Hay niños que, incluso con la mejor voluntad del mundo, en
clase no se puede sacar nada de ellos mientras persistan las actuales condiciones de la escuela, por muchas
concesiones que se haga a su fantasía en todo momento.
Hay niños que ya antes de su ingreso en la escuela han tenido que luchar contra la presa que hizo refluir la
corriente de la vida y que calladamente se han adaptado a una especie de circulación subterránea. ¡Muy
bien!, pues intentemos alcanzar esa capa subterránea, mantengámonos atentos para oír el más leve
chapoteo y, aunque no podamos seguir la corriente que por allí discurre, alcancemos, al menos, a
comprender su realidad. Aquí, la incomprensión del maestro es un hecho gravísimo, porque consagra el
divorcio entre la escuela y la vida. Para concluir en una normativa escolar, en una disciplina formalista, no
queda más remedio que poner diques de contención a la marea de la vida, hacerle trampas, reducirla y,
como consecuencia, nos hemos de conformar con la cabra fósil, inmovilizada en el cepo de una redacción
para certificado de estudios... Y, una vez adquirido el hábito, incluso nos sentimos satisfechos de esta
literatura de saldo que, eso sí, nos pone a salvo de mayores contratiempos.

No se debe trampear con la vida


Al individuo no se le separa de la corriente para convertirlo temporalmente en un aprendiz de fórmulas. El
alma infantil no es, en absoluto, un cómodo cajón que se abre y se cierra a voluntad. El alma infantil es un
impetuoso torrente que baja por la pendiente a capricho, y que un día, a pesar de vosotros o gracias a
vosotros, será un hombre de bien, con una clara conciencia de las cosas, o un salvaje bruto
irremediablemente enfrentado a la sociedad.
«En el mundo ha de haber de todo», repetirán nuestros pequeños ingenuos sin la menor aprensión, porque
ellos sienten las auténticas riquezas que nosotros no llegamos ni a sospechar.
Juzguemos, sino:
«Marie Gallard fue a mendigar a casa de mi tío.
»Pero él montó en cólera y la expulsó:
»-¡No! ¡No te doy nada! ¡Ve a trabajar!...
»Y ella se reía sacudiendo la cabeza.
»Entonces mi tío hizo como si fuese a coger un bastón.
»Ella echó a correr y después, por el camino, se puso a bailar «la mar de contenta»

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Así se remansa el agua que hemos arremolinado; así se concentra, después de la cólera, el alma serena de
todos los pequeños Criscrís; así vagabundea la «cabra, ese capricho viviente» que a través de los siglos ha
visto pasar Marie Mauron, aquella que supo salvar nuestras pobres limitaciones primarias para alcanzar el
hermoso instante de vida.

El trabajo forma al hombre pero el trabajo bien hecho es un arte


En nuestros medios pedagógicos, respetar el horario es, por decirlo así, sagrado. Se sigue con verdadera
escrupulosidad la norma de emplear un tiempo determinado para cada tarea dada, repartiendo
rigurosamente la jornada en pequeños lapsos, con lo cual quedamos libres de otras preocupaciones. Y, en
cuanto suena el timbre, ordenamos sin más demora nuestros cuadernos y nuestros libros y, con la
conciencia tranquila y el sentimiento de haber cumplido con nuestro deber, nos largamos. Precisamente a
este aspecto moral de nuestra tarea, que así simplificamos en nuestra conciencia laica, es quizás a lo que
más nos aferramos.
«¿Es ciertamente malo ser un simple trabajador, y es una debilidad llevar a cabo el trabajo según las
normas estrictas? Cuando un carpintero tiene que hacer una puerta se atiene a las instrucciones concretas
que le han dado. La puerta ha de encajar en un determinado marco, abrirse en un sentido dado y cumplir
unas funciones concretas. Del mismo modo, el niño que nos confían ha de ser educado e instruido con
arreglo a unas condiciones dadas: moralidad, programa escolar, exámenes. Hasta esa cabra que vosotros
queréis en libertad ha sido criada en vistas a un rendimiento que obliga al pastor a realizar su trabajo de
pastor. Nosotros no tenemos la culpa de que la vida civilizada no sea una vida libre. Pero los trabajos tienen
su encanto y, de paso, las cabras están bien guardadas.»

La sabiduría instintiva del pastor


Ciertamente, más exigente era, respecto a todas las sutilezas de su trabajo, la aprendiza de pastora Marie
Mauron cuando permanecía a la escucha, delante de su maestra-pastora Marie du Calanc, con todos sus
sentidos pendientes de ella: «Escuchando y viendo gesticular y vivir a aquella mujer-cabra, a veces mujer, a
veces cabra, a veces hombre; al margen de los libros, pero a ras del suelo, a ras de las piedras, entre los
espinos, el sílex y el espacio abierto, supe lo que era el oficio -¡no!-, el arte del rebaño.»
Y no salimos de nuestra sorpresa y de nuestro asombro cuando, al dar la vuelta a cada página de ese
hermoso libro, vamos viendo con qué maestría hace el trabajo cotidiano, las tareas más meticulosas,
superando la técnica exacta para llegar a la más amplia verdad del gesto preciso, de la tierra generosa, de
las criaturas vivas, del cielo y del «aire soleado ». ¿El oficio? Para Marie Mauron es una forma un poco más
apasionada y algo más intelectual de amar la vida y saborearla para que queden seducidos a su lado
quienes sigan el «buen sendero».
Qué lección para nosotros, educadores, que somos incapaces de saltarnos las reglas estrictas que
únicamente buscan un rendimiento utilitario para alcanzar ese arte de aprender que es la síntesis perfecta,
la plenitud.
Desde luego, es evidente que nosotros mismos no hemos llegado hasta allí, pero al menos presentimos la
amplitud de ese problema que es la educación.
Nosotros hemos comprendido ya que lo que verdaderamente importa en esta noble empresa es la verdad
del niño y, decididamente, con todas sus imperfecciones y. todos sus errores, preferimos el texto libre, que
es pura vida, a una redacción para examen, por perfecta que sea.
«Cuando estuve de vacaciones, mi primita no estaba allí. Me encontraba muy sola. Pero sola, sola
del todo, no, porque tenía las gallinas, el gallo y los conejos y yo me divierto tanto con las gallinas,
el gallo y los conejos como con mi primita. A un conejo pequeñín que estaba muy solito en su
agujero le decía: ven, ven, pequeñín, y él venía hacia mí y para recompensarle le daba un poquito
de heno y se ponía muy contento. Y a las gallinas las cogía en mis brazos y les decía: decidme adiós
y os dejaré que vayáis a comer. Y ellas me decían: "coc, coc". Pero antes de irse picoteaban mis
pendientes y después se iban. M. B., 6 años y 11 meses. »

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¿Quién explicará con mejor detalle esa intuitiva ternura del niño hacia los animales?, ¿esa necesidad de
tocarles, acariciarles, proteger a la criatura inocente? ¿Y dónde encontraremos expresado con mayor
ingenuidad ese sentido hecho de amor y entrega de sí mismas que caracteriza a las verdaderas pastoras y
las verdaderas madres?
¡Con qué gusto hubiéramos deseado que la pequeña M. B. nos hablara de sus amigos de la granja! El gallo,
la vaca, la cabra, sin duda; y quizá también el asno, ese gran compañero de los niños. ¡Qué páginas más
hermosas hubiéramos podido añadir a nuestra «Gavilla»! ¡Y qué dibujos hubieran completado el bestiario
de los pequeñines!
Sí, pero para presentir y alcanzar la imagen viviente que el niño nos da con cuentagotas y a través de su
desmañada expresión verbal, hay que ir más allá del espíritu estricto del trabajo; hay que ir al encuentro de
la vida, hacerla nuestra y expresarla a través de la voz del niño. Si el maestro sitúa de antemano los límites
exactos dentro de los cuales tenga que evolucionar el pensamiento del niño, lo que hace es crear un niño-
escolar de posibilidades muy restringidas, que se convierte rápidamente en el alumno de textos libres que
son simples narraciones. Porque hay maestros que se imaginan, con toda su buena fe, que un texto libre es,
ante todo, una buena narración; es decir, un relato que esté lo más cerca posible de la realidad objetiva, en
el que se ha sustituido toda manifestación afectiva por la simple descripción.
A propósito de «rosas», he aquí, como ejemplo, dos maneras de ver las cosas:
«Esta mañana he cortado unas hermosas rosas de mi jardín para traerlas a la escuela.
»Son unas bonitas rosas rojas. Sus pétalos se recubren para formar el corazón y, alrededor, los
pétalos más abiertos hacen la corola.
»Alrededor de mi ramo se extiende un perfume maravilloso que embarga toda la clase.
J. B., 12 años.»

No cabe duda que es un texto libre. Pero un texto libre por casualidad, porque la niña no ha sabido
desembarazarse de la habitual redacción descriptiva, que no es más que una forma de presentar una serie
de observaciones con un poco más de floritura. Primera deformación del niño, y muy lamentable, bajo las
directrices de una maestra, ciertamente bien intencionada, que se atiene a la cómoda normativa de los
hechos estrictos, dejando pasar el instante de vida que el niño retiene con todo su ser.
Más instintiva, más humana, más artista es, sin duda alguna, la maestra que, sin alardes ni florituras, ha
logrado el texto siguiente, cuyo título es ya una muestra anticipada de su originalidad:
«LAS DOS ROSAS
Ayer, una amiguita me dio dos rosas de un rojo muy fuerte. Me pregunté qué es lo que le habrá
pasado para regalarme estas flores, porque no da nunca nada. Yo le dije: «Muchas gracias», y fui a
enseñárselas a mi mamá, que se puso muy contenta. Las colocó en un jarrón y las dos aspiramos el
perfume de las rosas.
H. C., 10 años.»

Sin necesidad de ninguna aclaración, ahí tenemos plasmado el material de la emoción infantil. Pero, ¿no
vemos que el perfume sutil del pensamiento de la niña llegó más allá que el perfume de las rosas? Sólo una
chiquilla puede hacer que, con un gesto tan delicado, aflore ese gusto por el misterio, que es el origen de
las grandes emociones, y que traspasa la simple prosa para adentrarse en el terreno de la poesía. ¡Y qué
razón tiene la maestra al no pretender embellecerlo más! No, más allá de esta inocente confidencia no hay
que explorar nada más: una vez puesto el último punto, la página está acabada.
Y el niño, ¿habrá perdido el tiempo al redactar «majaderías» de éstas? Esto es lo que, con toda seguridad,
teme nuestro compañero educador que piensa, con toda su convicción, «que el niño ha de ser educado
respecto a unas condiciones dadas: moralidad, programa escolar, exámenes».

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No, el niño no se educa con arreglo a unas condiciones dadas
Debe ser educado, en primer lugar, con arreglo a sí mismo, a sus posibilidades y a su dinamismo; y si
nosotros conseguimos ayudarle a desarrollar su vida exaltando sus potencialidades, no nos preocupemos
en absoluto de ese pobre certificado de estudios. El niño pasará ese desagradable examen como si jugara,
porque los programas no son más que un mínimo de los conocimientos adquiridos por los niños que desde
pequeños están educados en nuestras técnicas liberadoras.
No temamos que se debilite el torrente al dejar circular el agua a borbotones. Es el dique arbitrario lo que
agota la energía de la corriente y forma torbellinos que son una absurda pérdida de energías. Vayamos
hacia la vida, sin temor.
Así va hacia la vida el carpintero, que, más allá de la práctica puerta que responda a unos datos concretos,
ve el hermoso panel cuya madera han acariciado sus manos con amor y paciencia, puliendo las superficies
lisas, esculpiendo los motivos de decoración, aserrando los clavos. Más allá del simple trabajo para ganarse
el pan, propio de un trabajador cualquiera, siempre está la «obra hermosa», el acto desinteresado que mira
por la belleza y que ennoblece el destino del hombre. En cualquier sitio donde haya unas manos que
trabajen o unos cerebros que piensen por encima de la simple técnica y de la fórmula implacable, hay
perspectivas para la búsqueda, el sueño y la meditación.
Más espontáneo, menos timorato, menos limitado también que nosotros, porque no tiene conciencia de
sus pobrezas, el niño, afortunadamente, nos enseña el camino. En la totalidad de los textos que aporta no
ve más que el acontecimiento emocional, el ángulo personal de su punto de vista, el instante de vida.
Desgraciadamente, su emoción no siempre tiene a su alcance la palabra que le dé forma, la frase que le
comunique el ritmo preciso y que la sitúe en el terreno de las obras acabadas. Por eso es el maestro quien,
inevitablemente, ha de ayudar al pensamiento infantil a «romper el cascarón», como decimos nosotros en
nuestra lengua provenzal al referirnos al dibujo que aparece con perfección y amor, como sale a la vida el
polluelo, lindo y limpio, del interior del huevo.

No vayamos a la caza de la obra maestra


¡Qué inspiración hemos tenido al situarnos bajo la autoridad de Marie Mauron, protegiéndonos a la sombra
de su incuestionable talento para reivindicar el derecho a seguir a su cabra, «el capricho viviente»! Pero,
por el sesgo que están tomando estas cuestiones, corremos el riesgo de pasar por unos pedantes
coleccionistas de textos raros, cuando nuestras preocupaciones son mucho más modestas, mucho más
naturales y, por así decirlo, mucho más corrientes. Porque ir al encuentro de la vida significa ponerse a
nivel de todas las criaturas y, sobre todo, a nivel del niño.
Tranquilizados por nuestra pastora, que sigue las idas y venidas de sus cabras y observa todo cuanto hacen,
nos fiamos de ella y de la veracidad de sus enseñanzas; porque ella, al mismo tiempo, es una maestra que,
como nosotros, tiene una chiquillería que gobernar. ¡Se parecen tanto los chiquillos y las cabras!
Con razón se inquietan nuestros compañeros. Ese capricho que va contra toda norma establecida y que con
tanta asiduidad se salta a la torera las obligaciones inmediatas, empleando una fantasía que les deja
atónitos, no les sugiere nada bueno. Como concienzudos obreros, lo primero que quieren hacer es cumplir
su jornada hasta la hora de salida. ¡Pero sin desviaciones ni lujos que estén fuera de lugar!
«Comprendo perfectamente -dice Pouget- que un discreto toque de gracia -la parte del maestro- haga
aparecer en un texto gris e inconsistente esa chispa de emoción que llevaba dentro y que no había hecho
su aparición por la falta de destreza del niño. Delicada y preciosa iluminación que metamorfosea una
historieta aparentemente insípida, convirtiéndola en una joya.
»Pero, ¿qué vamos a hacer nosotros con una «obra maestra»?
»Si sale alguna de vez en cuando, acojámosla con la satisfacción legítima del buen artesano. Pongámosle un
marco.

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»Pero la obra maestra es algo muy raro, sobre todo en el terreno que nos ocupa. Y es una obra maestra, en
cualquier caso, gracias a nosotros, que no tenemos la óptica infantil. Y si no es accidental, si ha sido
buscada, la cosa me parece grave. En ese caso, me repliego a las posiciones de los viejos maestros.
»La marca de fábrica de la producción infantil ha de continuar siendo la tontería y la falta de habilidad. Lo
que nosotros buscamos no es la obra maestra de unos pocos, sino la obra cotidiana de todos.»
Lo queramos o no -le replicamos- nuestra condición de educadores de los hijos del pueblo imprime a
nuestra pedagogía un carácter clasista: todas las disciplinas que enseñamos están condicionadas por una
necesidad inmediata que nos obliga a darle apresuradamente una enseñanza utilitaria. En un tiempo dado,
los hijos del proletariado han de aprender a leer, escribir y calcular, porque más allá de los catorce años ya
no tendrán posibilidad de instruirse, salvo en los pocos ratos que les deje libre su trabajo.
Resulta, entonces, que nuestra finalidad como educadores es hostigar al niño incansablemente para que
entre en posesión de esos modestos apoyos intelectuales que la sociedad le permite: leer correctamente,
escribir sin faltas y contar sin errores. Y en esta batalla que libramos contra la insuficiencia de la escolaridad
primaria, así estamos, convertidos a la fuerza en maestros de la necesidad inmediata y de la vida cotidiana.
Esa vida cotidiana que por nada del mundo despreciamos, porque, cumplida de sol a sol, en nuestro mundo
del trabajo, conlleva una grandeza y una heroicidad que, a nuestro modo de ver, son la compensación única
que queda para la pobreza y las necesidades. Ignoramos el aburrimiento y el no saber qué hacer, que da a
los ociosos el gusto por lo raro, lo sensacional, lo inédito, y decimos con toda franqueza: «No buscamos la
obra maestra de unos pocos, sino que vamos hacia la obra cotidiana de todos.»
Pero, contentarse con la obra cotidiana, ¿no significa, la mayoría de las veces, resignarse a priori a una
producción apresurada, chapucera y superficial, que corre el riesgo de traicionar la propia vida y
acostumbrar al niño a que se quede satisfecho con demasiado poco? Y, en definitiva, nuestros reveses en
algunas disciplinas escolares, ¿no son consecuencia de nuestra impotencia para llegar a penetrar en las
emociones más íntimas del niño? Nosotros no buscamos la obra maestra a cualquier precio; pero dejar que
el niño se regodee con lo regular o lo mediocre significa arriesgarnos a ignorar la obra maestra que duerme
en la obra cotidiana. Aquí existe un peligro que intentaremos concretar con unos ejemplos:

«LA OVEJA PERDIDA


»Anteayer fui a Gubernat a vigilar mis corderos. No llevaba mi perro. Se había marchado con mi
papá. Hacía frío. Encendí un buen fuego para calentarme.
»Por la tarde, volví con los corderos. Mamá me dijo que faltaba una oveja. Tuve que pasarme un
buen rato buscándola. La encontré cuando era ya de noche. Se había ido con el rebaño del señor
Garcin.
J. B., 12 años.»

Aquí tenemos un hecho de la vida cotidiana; un hecho vivido, sentido y que, desde luego, acarreó a nuestro
pastorcillo sus angustias. Sin embargo, ni un asomo de emoción traspasa la monotonía de las frases. ¿Es
que ya no alcanza a más el pensamiento del niño? Por supuesto que sí, porque la pérdida de una oveja es
un hecho grave que significa un buen disgusto a cualquier pastor consciente. Nos imaginamos al pastorcillo
metiéndose por los sotos, corriendo tras la primera mancha blanca que viera, buscando entre la maleza,
con el oído atento, esperando oír unas pisadas, un balido... ¿Qué drama se desarrolló en el corazón del
niño, perdido en la soledad de la noche y enfrentándose solo a sus responsabilidades? Ahí hay una obra
maestra a nuestro alcance, ahí estaba el instante de vida que había que escrutar con intuición y
sensibilidad. El maestro se ha dado por satisfecho con una simple anotación de hechos concisos
cronológicamente situados; unos hechos de exclusiva necesidad.

No nos resignemos a la pobreza de la narración


No cabe duda de que así era el auténtico texto libre del niño, limitado, empobrecido por una flagrante
ineptitud para el análisis de sí mismo y por las dificultades ortográficas y las trampas de la sintaxis. ¡Cuánta

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mayor habilidad hubiera desplegado nuestro narrador en un relato oral! ¡Así tenía que haber sido! Domina
el lenguaje y lo hubiera reforzado con el gesto expresivo y el calor de la mirada. No teníamos que hacer más
que una selección para que aquello fuera algo vivo y auténtico, obteniendo el documento real situado en el
lugar que le corresponde, tanto en el terreno psicológico como en el artístico.
El texto que sigue fue recogido de una narración oral, muy semejante al tema anterior:

«UNA CARRERA INÚTIL


El otro día, al salir de la escuela, mi hermana me encargó: «¡ Toma la bici y vete a la finca «El
Forraje» a ver si han visto por allí al toro Lulú. Se ha escapado del prado y no está con las vacas.»
Yo cogí mi bici y pedaleé a toda marcha hacia el sitio indicado.
-¿No han visto un novillo con la cabeza blanca y rizada?
-¿No - me respondió la señora Cotin.
Hice marcha atrás. ¡Toma! ¿Y si fuera a la arboleda del señor Pingeot?
¡Puede que el animal esté allí! Bajé de la bici y me encaminé hacia allá. ¡Nada! ¿Dónde estará? Volví
a montar en la bicicleta. ¡Toma! Cuento las vacas y: ocho... Pues... no me equivoco. Allá veo a Lulú.
¡Ah, esto es demasiado!
Al entrar en el patio llamé a mi hermana:
-¿Tendré que comprarte gafas?
-¿Por qué?
-¡Porque eres miope! ¡El toro está en el prado y no lo has visto!
G. M., 13 años.»

En este caso no se refleja ninguna inquietud por que el niño sabe perfectamente que un toro no se pierde
como una aguja en un pajar; por lo tanto, no hay preocupación, sino más bien el placer del cazador en
plena búsqueda que ve la aventura, los diversos acontecimientos, y lo expresa como el periodista en una
entrevista, con agilidad y humorismo. Un texto así no es una obra maestra: es un texto libre muy decente,
incluso más que eso, porque tiene el mérito de evitar la insustancialidad de una simple narración de los
hechos.
Mucho más literario, ciertamente, es el texto que sigue:

«EL JILGUERO
Sobre una rama seca de ese viejo peral, fijaros en aquel precioso pájaro de pico enmarcado en rojo
y alas amarillas, blancas y negras. Es un jilguero. Hace un momento, balanceándose sobre el tallo
flexible de la hierba, comía los granos, era su comida de la mañana. ¿Qué hace ahora? Se ha
limpiado el pico con todo cuidado, frotándolo contra la rama que le sirve de percha. Y ahora lo
tenemos arreglándose. Las plumas de sus alas van pasando por el pico, convertido en peine por las
circunstancias. Las cepilla, las alisa, las pule, como para una revista.
M. R.»

Cuando la forma y el fondo constituyen un todo, ahí tenemos la obra maestra


M. R. quizás haya leído a Jules Renard. Sabe que con unos cuantos trazos se puede hacer el apunte de un
animal como si tuviéramos delante un dibujo, por poco que los rasgos sean limpios, decididos y sin
manchones. Gracias a la intuición del artista nos apartamos de los hechos concretos para acercarnos al
hecho literario. Pero sólo nos encontramos con la auténtica obra maestra cuando hay unas verdaderas
dotes:
«La abuelita iba de prisa, con un pasito saltarín y menudo; sus ojos redondos, su nariz burlona, todo su aire
despierto y provocador le daban un poco el aspecto de esos familiares gorriones que vienen a picotear pan
en nuestras ventanas y muchas veces mueven la cola con unos "pic... pic... " la mar de burlones. Se sostenía
la falda con una mano, y tan arremangada, que por encima del tobillo se veían sus piernas de muñeca,

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enfundadas en medias violeta. ¡Esas pequeñas y bonitas piernas violeta!... Con la otra mano llevaba bien
cogido un gran paraguas de algodón, y mientras caminaba charlaba con el paraguas, con la nieve y con las
medias violeta... «¿Llevo la llave de casa? Sí, ¡aquí está! Seguro que Marianne se olvidará de cerrar la
puerta del establo y mi pobre Michette se va a helar...¡Hay que ver lo bien que me conservo todavía!
¡Camino todavía muy bien, pero esta blancura molesta a mis ojos! » Y aunque aquello no tuviera ninguna
gracia, ella se reía de todo, se reía con una risa enorme, hasta de la fina punta con flecos de su chal. Sus
manos reían dentro de los gruesos guantes de tres colores, igual que sus cabellos, a mechas doradas, que
se agitaban como locos bajo el tul del gorrito.
R.C., 15 años»

Conclusión
No, nuestra finalidad no es ir a la caza de la obra maestra, pero sabemos que está a nuestro alcance: la
prueba de ello la tenemos en los magníficos resultados en el terreno artístico, literario y científico de
nuestra Escuela Moderna. Una ·educación que libera sin descanso la alegría creadora, una educación donde
la mano que ejecuta está continuamente exaltando al espíritu que piensa, que lanza un chorro continuo de
júbilo, una educación de la eficacia, sólo puede conducir a la maestría.
Dichoso aquel educador que, seguro del alcance de su enseñanza y tranquilizado y entusiasmado con las
obras de sus niños, puede llegar a intuir que «el hombre es lo más elevado que existe para el hombre».

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