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la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los Profetas, se ha manifestado
independientemente de la Ley, y todos los hombres pueden acogerse a ella
“mediante la fe en la sangre (de Cristo)”. Lo decisivo, por lo tanto, ya no es
cumplir o no cumplir los preceptos de la Ley, sino acogerse al sacrificio
redentor de Cristo.
Quien pretende “construir su casa”, es decir, organizar su vida en vistas
a obtener la salvación, al margen de las palabras de Cristo, edifica sobre arena,
y su casa no resistirá el día de la tempestad. El “día de la tempestad” es el
juicio de Dios, que pondrá de relieve la consistencia de la obra de cada cual. Y
esa consistencia depende del fundamento sobre el que se ha edificado. El
fundamento sólido, la “roca” es Cristo, tal como dijo san Pedro “lleno del
Espíritu Santo” ante el Sanedrín: “Él (Cristo) es la piedra que vosotros, los
constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular.
Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que
nosotros debamos salvarnos” (Hch 4,11-12). “¡Mire cada cual como construye!
Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo” (1Co 3,10-
11), afirma por su parte san Pablo.
Si el hombre construye sobre sí mismo, sobre su propia coherencia
moral, sobre su esfuerzo, no resistirá el día de la tempestad. En cambio, si uno
construye sobre Cristo, incluso aunque construya mal, torpemente y
pobremente, podrá salvarse. Lo explica san Pablo en un texto que el Papa ha
incorporado a su última encíclica: “La obra de cada cual quedará al
descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego. Y la
calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego. Aquel cuya obra,
construida sobre el cimiento, resista, recibirá recompensa. Mas aquél cuya obra
quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como
quien pasa a través del fuego” (1Co 3,13-15).
La salvación del hombre es Cristo, es su persona, su sangre derramada
“por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. Quien se
abraza a Cristo, quien tiene fe en su sangre, en su sacrificio de propiciación,
“quedará a salvo”, aunque tal vez toda su vida sea consumida por el fuego del
Espíritu Santo, quede declarada inservible para el Reino de Dios; pero él,
desnudo y sin bienes, podrá entrar en el Reino. “Dichosos los pobres de
espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”.
Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz