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IX Domingo del tiempo ordinario (ciclo A)

El evangelio de hoy nos entrega una pequeña parábola que posee un


alcance mucho más grande de lo que parece a primera vista. Pues las palabras
de Jesús manifiestan que él se pone en el lugar mismo de Dios, ya que refiere
a sí mismo lo que Moisés había referido directamente a Dios. En la primera
lectura, en efecto, Moisés ha dicho al pueblo de Israel, antes de entrar en la
tierra prometida: “Hoy os pongo delante maldición y bendición: la bendición si
escucháis los preceptos del Señor vuestro Dios que yo os mando hoy; la
maldición si no escucháis los preceptos del Señor vuestro Dios y os desviáis
del camino que hoy os marco”. Jesús viene a decir lo mismo pero, en vez de
decir “los preceptos del Señor vuestro Dios” dice “estas palabras mías”. Esta
manera de hablar es lo que sorprendió a los oyentes, tal como afirma san
Mateo al final del Sermón de la montaña: “Y sucedió que cuando Jesús acabó
estos discursos, la gente quedaba asombrada de su doctrina; porque les
enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas” (Mt 7,28-29).
El impacto que las palabras de Jesús producían en sus oyentes está
perfectamente reflejado en un libro de un rabino contemporáneo nuestro que el
Papa Benedicto XVI comenta en su libro “Jesús de Nazaret”. El rabino se
imagina a sí mismo habiendo escuchado todo el Sermón de la montaña y se
siente profundamente turbado. Para aclarar su turbación se va por la noche a
consultar con otro viejo rabino, un gran sabio de Israel. Y éste le pregunta:
“¿Qué ha suprimido Jesús de los 613 preceptos tradicionales de la Torah?
Nada, responde el otro. ¿Qué ha añadido? A sí mismo”. Lo que llama la
atención en el mensaje de Jesús, lo que es nuevo, no es el contenido de los
preceptos que enseña sino la centralidad de su persona, que da a todo una
nueva orientación. Efectivamente, si nos preguntamos qué dicen las palabras
de Cristo (“estas palabras mías”) al final lo que vemos que de verdad están
diciendo es “Yo soy vuestra salvación, Yo, mi persona, mi entrega por
vosotros”.
San Pablo vio perfectamente esto tal como hemos escuchado en la
segunda lectura de hoy, donde nos ha dicho que el hombre no se salva por el
cumplimiento de unos preceptos (“las obras de la Ley”), sino por acogerse a la
“redención de Cristo Jesús”, es decir, al don de su gracia, que se nos regala
“gratuitamente” y al que uno se acoge por la “fe”. El sacrificio de Cristo en la
Cruz ha sido “sacrificio de propiciación” para todos los hombres. De modo que

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la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los Profetas, se ha manifestado
independientemente de la Ley, y todos los hombres pueden acogerse a ella
“mediante la fe en la sangre (de Cristo)”. Lo decisivo, por lo tanto, ya no es
cumplir o no cumplir los preceptos de la Ley, sino acogerse al sacrificio
redentor de Cristo.
Quien pretende “construir su casa”, es decir, organizar su vida en vistas
a obtener la salvación, al margen de las palabras de Cristo, edifica sobre arena,
y su casa no resistirá el día de la tempestad. El “día de la tempestad” es el
juicio de Dios, que pondrá de relieve la consistencia de la obra de cada cual. Y
esa consistencia depende del fundamento sobre el que se ha edificado. El
fundamento sólido, la “roca” es Cristo, tal como dijo san Pedro “lleno del
Espíritu Santo” ante el Sanedrín: “Él (Cristo) es la piedra que vosotros, los
constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular.
Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que
nosotros debamos salvarnos” (Hch 4,11-12). “¡Mire cada cual como construye!
Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo” (1Co 3,10-
11), afirma por su parte san Pablo.
Si el hombre construye sobre sí mismo, sobre su propia coherencia
moral, sobre su esfuerzo, no resistirá el día de la tempestad. En cambio, si uno
construye sobre Cristo, incluso aunque construya mal, torpemente y
pobremente, podrá salvarse. Lo explica san Pablo en un texto que el Papa ha
incorporado a su última encíclica: “La obra de cada cual quedará al
descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego. Y la
calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego. Aquel cuya obra,
construida sobre el cimiento, resista, recibirá recompensa. Mas aquél cuya obra
quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como
quien pasa a través del fuego” (1Co 3,13-15).
La salvación del hombre es Cristo, es su persona, su sangre derramada
“por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. Quien se
abraza a Cristo, quien tiene fe en su sangre, en su sacrificio de propiciación,
“quedará a salvo”, aunque tal vez toda su vida sea consumida por el fuego del
Espíritu Santo, quede declarada inservible para el Reino de Dios; pero él,
desnudo y sin bienes, podrá entrar en el Reino. “Dichosos los pobres de
espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”.
Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

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