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LA POESÍA ESPAÑOLA DESDE PRINCIPIOS DEL SIGLO XX HASTA LA POSGUERRA

POESÍA FIN DE SIGLO, MODERNISMO

A finales del siglo XIX el panorama poético español era bastante desolador, tan solo la figura y
obra de Bécquer despertaban el interés de la literatura española de entonces.

En el país vecino francés triunfaban las corrientes simbolista y parnasiana. La novedad del lenguaje
sinestésico, plástico y metafórico anunciaba la nueva poesía moderna. A España tardó en llegar y lo
hizo de la mano del nicaragüense Rubén Darío y con la denominación de Modernismo, movimiento
innovador en temas y formas. Introducirá metros hasta entonces desconocidos como los versos
eneasílabos y los alejandrinos, el verso libre, los poemas en prosa y una versificación musicalizada.

Sin embargo, en España esta novedosa tendencia se bifurcará en dos a tenor de los acontecimientos
sociales vigentes en el país. Las circunstancias políticas ocasionan que un grupo de intelectuales
escritores se agrupen bajo la etiqueta “Generación del 98”. Varios serán los poetas que integrarán las
filas del Modernismo como los hermanos Machado, Manuel y Antonio, Francisco Villaespesa,
Eduardo Marquina, y el mismo Juan Ramón Jiménez, sin olvidar la prosa poética de Sonatas de
Valle-Inclán. Unos pocos como Marquina, Villaespesa y Manuel Machado fueron fieles a esta
estética. La mayoría surcó otros caminos, muchos de ellos siguieron evoluciones personales, el más
significativo será, sin duda alguna, Juan Ramón Jiménez, quien abandonará las técnicas modernistas
para apostar por la poesía desnuda y convertirse en el mentor de los momentos iniciales de la
Generación del 27, Valle-Inclán irá hacia la visión expresionista y caricaturizada de la realidad con
su teoría del esperpento y A. Machado, modernista en su primera poesía, en la de Soledades y
noventaiochista en Campos de Castilla.

VANGUARDIAS Y POESÍA PURA

Pero este arte sentimental y confesional será despojado de sus constituyentes sentimentales y
confesionales dando paso a una nueva corriente, la llamada “deshumanización del arte” potenciada
por los escritores de la Generación del 14 con el filósofo Ortega y Gasset a la cabeza y la publicación
de la Revista de Occidente acompañado por Ramón Gómez de la Serna y Rafael Cansinos Sáenz.

Con las vanguardias surgen varias tertulias como la del Café Pombo capitaneada por Gómez de la
Serna en cuya revista se publicó la traducción del Manifiesto Futurista de Marinetti y la tertulia del
café Colonial del fundador del Ultraísmo, creador de la revista Cervantes, Rafael Cansinos Assens.

A todo esto hay que añadir la entrada de las vanguardias europeas –Futurismo, Dadaísmo,
Surrealismo- en España, su asimilación por escritores españoles, el ejemplo más destacado será el de
Gerardo Diego.

La poesía pura encontrará en Juan Ramón Jiménez el maestro por antonomasia y su poemario en
verso libre Diario de un poeta recién casado iniciará el canon de la poesía pura con publicaciones en
la revista Índice.

GENERACIÓN DEL 27

De sobra es sabido que en este período literario generacional confluyen toda suerte de
manifestaciones, podría hablarse de una generación de confluencias, de fusiones. Así, Jorge Guillén
será el gran continuador de la poesía pura, Salinas y Alberti se dejarán llevar por la poesía intimista y
posromántica de Bécquer. Ellos y los demás miembros de la G27 homenajearán a nuestro Siglo de
Oro, sobre todo la poesía gongorina de la Fábula de Polifemo y Galatea y el misticismo de San Juan
de la Cruz. Tampoco relegan la poesía popular de ecos tradicionales.

Los componentes del 27 fueron quienes iniciaron la poesía contemporánea en España. Fueron
capaces de fusionar la vanguardia ultraísta con la poesía pura procedente de JRJ, con Bécquer, con la
poesía popular y la barroca que fue una poesía más trabajada y en la que unían el hermetismo barroco
con las audacias vanguardistas.

La crisis económica mundial acontecida en 1929, las convulsiones históricas y la cercanía de la II


guerra mundial provocará una rehumanización del arte, se rechaza el concepto de poesía pura y la
base de la vanguardia será el Surrealismo que implicará una concepción distinta del quehacer poético.

En España, los años treinta se iniciará la poesía impura llena de sudor, lágrimas y humanidad. Es la
poesía materializada en Poeta en Nueva York de Lorca y en La destrucción o el amor de Aleixandre.
Con el pronunciamiento de la Guerra Civil los poetas del 27 entonces en pleno auge pasarán de la
poesía impura a la comprometida que para muchos de ellos desembocará en el exilio.

MIGUEL HERNÁNDEZ

Dentro de la anterior generación o fuera de ella como un islote independiente emerge la biografía y
la poética de Miguel Hernández, quien por fecha de nacimiento (30 octubre de 1910) debe
encuadrarse metodológicamente en la Generación del 36, aunque las relaciones con los del 27 hayan
hecho llamarle “genial epígono de la Generación del 27”.

En él registramos también la unión de varios hitos literarios: el gongorismo de las octavas reales de
Perito en lunas, conocimiento que le llega por doble camino: sus atentas lecturas y la asistencia a la
conferencia de García Lorca sobre “La imagen poética de Góngora”.

A raíz de sus cuatro viajes a Madrid se adentrará en la poesía impura y el surrealismo siempre en
estrecha relación con nuestra tradición áurea y con el maestrazgo de Aleixandre y Neruda.

La poesía de denuncia y compromiso campeará en Viento del pueblo y El hombre acecha. Y, al


final de su obra cultivará una poesía intismista, humana y depurada, la de Cancionero y romancero
de ausencias.

EL COMPROMISO SOCIO-POLÍTICO EN LA POESÍA DE MH

Nos situamos en 1934 momento en el que toma voz propia y definitiva su canto poético. El
detonante será el contacto con la intelectualidad madrileña con la que entabla amistad a raíz de su
segundo viaje a Madrid. Allí empezará a escribir en la revista Cruz y Raya de José Bergamín y
entrará en relación con la Escuela de Vallecas entre cuyos integrantes figuraba Maruja Mallo,
Alberti, Aleixandre y Neruda, en cuya revista Caballo verde para la poesía también colaborará. Pero
su primer compromiso social hay que constatarlo junto a Enrique Azcoaga a quien acompaña en el
proyecto de las Misiones Pedagógicas consistente en hacer llegar a aldeas y pueblos con alto índice
de analfabetismo la educación y la cultura. Nacía esta iniciativa en el seno del Museo Pedagógico
Nacional y de la Segunda República, bajo el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Son los
años en que de la mano de Altolaguirre publica El rayo que no cesa en 1935, trabaja con José Mª
Cossío en la enciclopedia taurina y sus lecturas son incesantes.
Su compromiso político se inicia justo con el estallido de la fratricida guerra nacional en 1936.
Entra a formar parte del batallón del Quinto regimiento con la clara intención de seguir defendiendo
la victoria de la República. Su suegro es asesinado por unos milicianos lo que no impide su
efervescencia política. A instancias de Emilio Prados entra a las órdenes del comisario político
Torriente Brau quien nombra a Miguel jefe del departamento de cultura para que se encargue del
periódico de la brigada y de organizar la biblioteca. Muerto este comisorio el destino de Miguel
cambia de destino y ocupa la Primera Brigada Móvil de Choque editando poemas significativos en
“Al ataque”, periódico de la Brigada. En 1937 es trasladado a Andalucía, al Frente de los Altavoces
desde donde divulgará la poesía a través de los altavoces. Cada vez cree más en el poder combativo
de la palabra. En marzo del mismo año vuelve a Orihuela para contraer matrimonio civil con J.
Manresa. A su vuelta a Andalucía dirigirá el periódico “Frente Sur” y publica Viento del pueblo, su
poemario de solidaridad con los oprimidos anticipando lo que el poeta Gabriel Celaya popularizara al
definir la poesía como “arma cargada de futuro”. Su voz proclama el patriotismo, la libertad y la
justicia, ataca a los opresores y se lamenta de las víctimas de estos. Hay, por tanto, una triple
tonalidad en esta poesía de guerra hernandiana. “Rosario la dinamitera” o “El sudor” son dos poemas
emblemáticos a cerca de la euforia por la patria. Sin embargo, la queja por quienes sufren se recoge
en “Aceituneros” o “El niño yuntero”. Y en “Los cobardes” se aprecia la indignación y el ataque a los
que atentan contra la justicia, lo humano y la libertad en sentido amplio. En este tipo de poesía el
poeta pendura entre un yo lírico singular y un yo épico plural, un nosotros colectivo a favor de los
desvalidos, de los oprimidos por las circunstancias. Para él su objetivo es la defensa de los jornaleros
exprimidos en el trabajo, lo que hoy conocemos como explotación de menores y en definitiva, al
explotado.

Pero, junto al sentimiento de pena aparece el tono exhortativo típico de la arenga en que se
convierte esta poesía propagandística. MH se identifica con el colectivo de los trabajadores, se siente
uno más entre quienes sufren la barbarie, siente igual que ellos, los versos del “Niño yuntero” lo
certifican: “me duele este niño hambriento como una grandiosa espina, / y su vivir ceniciento/
revuelve mi alma de encina”.

En el poema “Jornaleros” los convoca a la voz de: “jornaleros, España, loma a loma, / es de
gañanes, pobres y braceros. / “No permitáis que el rico se la coma, jornaleros!”. En “Aceituneros”
mantiene el mismo tono exaltado: “Jaén, levántate brava, / sobre tus piedras lunares, / no vayas a ser
esclava/ de todos tus olivares”. Esta tonalidad exaltativa se articula en claro contraste con la tonalidad
denigrante con que se dirige a los tiranos del pueblo. “Las manos es el poema más simbólico y
contrastivo. Las manos de los trabajadores son “puras”, “herramientas del alma”, están “pobladas de
sudor” y significan el progreso y la esperanza. Las de los tiranos “empuñan puñales y crucifijos”,
“acaparan tesoros” y están “blandas de ocio”, son “feroces” frente a las “laboriosas” de los
trabajadores.

El segundo testimonio del compromiso socio-político de nuestro vate viene testificado en El


hombre acecha, un poemario compositivamente más homogéneo, sin urgencias. La fuerte tonalidad
combativa del anterior libro se atempera en este ante el espectáculo de miles de muertos, cárceles,
heridos. El lenguaje se ha hecho más sobrio, menos retórico y encierra en su léxico el lamento por
todo lo visto y vivido, desconfía de su misma especie, del propio hombre. Este poemario arranca con
“Canción primera” y la terrible afirmación: “el hombre acecha al hombre” a ello se añaden las
cosificaciones y animalizaciones: “yacimientos de leones” o “desfiladeros de águilas”.

Cancionero y romancero de ausencias podría considerarse como la tercera entrega de signo social
si tenemos en cuenta que fue creado durante el cautiverio carcelero. El poeta se siente un vencido
más igual que su pueblo. Ya no impreca a los verdugos, ni exalta a las víctimas, sólo lamento por el
aciago destino de cárcel y muerte. La guerra es vista como “un fantasma de estandartes, / una bandera
quimérica,/ un mito de patrias: una/ grave ficción de fronteras”. Su composición “Tristes guerras”
denota un poeta pacífico que luchó por amor a la patria, la libertad y la justicia mediante la palabra
escrita en letras de molde y lo dijo así: “Tristes guerras/ si no es amor la empresa. / Tristes, tristes.
Tristes armas/ si no son las palabras. / Tristes, tristes. / Tristes hombres / si no mueren de amores. /
Tristes, tristes”.

LA VIDA Y LA MUERTE EN LA POESÍA DE MH

“Para el luto he nacido, como el toro, para el luto”, probablemente este verso pudiera ser la enseña
que abanderó la vida de un hombre pastor con aspiraciones de escritor. Es cierto, la poesía de Miguel
Hernández desvela el transcurrir in crescendo de su vida. Comienza siendo una poesía exultante, rica
en matices vivos, cromática, mediterránea y hasta destila un aire festivo. Conforme pasa su vida, su
poesía va adquiriendo un tinte más gris y va convirtiéndose en un documento de incalculable valor
desvelador de las penurias materiales y morales, del sufrimiento y del trágico desenlace final. La
muerte siempre estuvo presente en su vida personal: mueren tres de sus hermanas, siendo él un niño;
después su “compañero del alma”, Ramón Sijé y, luego, su primogénito, Manuel Ramón.

La primera producción poética, aquella que publicara en los periódicos oriolanos (en el periódico
El Pueblo aparece el primer poema, “Pastoril”) comunica un vitalismo despreocupado, una libertad
sin compromisos y un optimismo luminoso como el paisaje que retrata en sus versos. Numerosos
críticos coinciden en hablar de una etapa guilleniana por el fuerte influjo recibido de Cántico de
Jorge Guillén. Toda su poesía inicial responde al espacio natural registrado por sus ojos e
interiorizado. La flora y la fauna autóctona constituyen el poblado esencial de sus creaciones. Es la
vida, el latir de lo vivo, de ahí que abunden las personificaciones: la palmera pone tirabuzones a la
luna, la breva es una madrastra.

La muerte a penas aparece, es más bien una suerte de sentimiento melancólico siempre de signo
puramente literario. Será después de Perito en lunas cuando la sensualidad de una naturaleza
huertana sufra un viraje considerable.

Todo comienza en El rayo que no cesa. En él la pena amorosa es el punto de partida: “una picuda y
deslumbrante pena”, de un trágico sentimiento del amor, antecedente de la muerte, una muerte por
amor tal como lo constata “Soneto final”. Amor y muerte forman un tándem inseparable que provoca
un dolor desgarrador, también amistad y muerte se unen en la mejor elegía de la lengua castellana
para manifestar la concepción hernandiana de la vida que no es otra sino penar, amar y morir. En
“Umbrío por la pena, casi bruno” dice: “¡Cuánto penar para morirse uno!”.
No obstante, nunca abandona la esperanza ni siquiera en aquellos momentos poéticos en que su voz
es más combativa como Viento del pueblo en el que “Canción del esposo soldado” es el paradigma de
este sentimiento. Ahora la muerte es combativa: “Aquí estoy para vivir/ mientras el alma me suene, /
aquí estoy para morir/cuando la hora me llegue / en los veneros del pueblo”. Canta la vida como
muerte constante, ya se lo escribió a García Lorca en el verso: “soy de los que gozan una muerte
diaria”. Y canta la muerte anónima y la de los héroes.

En 1939 es publicado El hombre acecha donde aflora el pesimismo ante el género humano. El
hombre es visto como un ser despreciable lleno de odio y rencores, encrespado contra los mismos
hombres. La desilusión y desesperanza se apoderan del espíritu luchador del poeta e inicia un giro
hacia una poesía más intimista e introspectiva. La observación del campo de batalla, de la violencia
cruel de la guerra le llevan a entender la muerte como un espectáculo horrendo versificado en el
poema “El tren de los heridos”. Esto forma un continuo y acabada la guerra se inicia el período de
cárcel, enfermedad muerte propias. Los poemas adquieren un tinte oscuro de desengaño y tristeza.
Aparece Cancionero y romancero de ausencias el subtitulado por la crítica “Diario de la desolación”,
el poemario de la desnudez, de la verdad más dura. La muerte de su primogénito, “muerto mío,
muerto mío”, le llamará Hernández; su condena a muerte, los denigrantes trabajos y el trato recibido
en la cárcel, una enfermedad mal tratada, la soledad, la distancia familiar son un rosario de
penalidades sucesivas que quiebran su fuerza innata, su capacidad de lucha que va camino de la
resignación sin retóricas en su poesía pero con nostalgia vuelve sus pasos sobre su esposa e hijo vivo,
sus amores, los que le hacen libre, porque, dice el poeta que: sólo quien ama vuela” (en “Vuelo”) y
más allá de lo sufrido queda el amor y la libertad: “en tus brazos donde late/ la libertad de los dos”,
-le escribe a Josefina Manresa.

TRADICIÓN Y VANGUARDIA

Varios nombres de la historia biográfica de MH fueron el primer peldaño de la futura unidad entre
tradición y vanguardia en nuestro poeta. Desde el canónigo Almarcha hasta Ramón Sijé, sin olvidar a
Carlos Fenoll y la iniciativa voluntaria de Hernández de frecuentar la biblioteca de Orihuela sabemos
de las lecturas de este aspirante a poeta.
A los quince años empieza a escribir sus primeros versos. Son los escarceos de un adolescente que
pretende trasladar al papel los acontecimientos más sencillos de la vida, aquellos que observa cada
día. Hay que hablar, por tanto, de una poesía sensorial en sus manifestaciones visual y acústica. Del
mismo modo, este tipo de poesía es susceptible de ser calificada de cotidiana, pues convierte en
materia escrita cuanto sus ojos detectan. Estos primeros escritos quinceañeros no pensaba enseñarlos
a nadie habida cuenta de que no son sino notas aún sin terminar que albergan una temática local, ni
siquiera regional, ya que es el paisaje de Orihuela lo que describen estos versos iniciales.

Son poemas-ensayo, escritos con entusiasmo pero inmaduros ya que no existió nunca en Miguel
Hernández una base cultural sistemática sino arrebolada, procedente de recomendaciones lectoras. Sí
que denotan sus composiciones primeras mucho afán de superación aunque representen solo un
ímpetu y un despegue para lo venidero. En ellos imita Hernández demasiado aquel modernismo
caduco del poeta archenero Vicente Medina y el costumbrismo bucólico del salmantino Gabriel y
Galán, afines en lo campesino al entorno donde le ha tocado desarrollarse. Se trata de reminiscencias
procedentes de sus lecturas primarias, aquellas que le prestara el canónigo Almarcha, su amigo
Carlos Fenoll y las elegidas por decisión propia e instinto lector, sin guía alguna, de sus visitas a la
biblioteca pública local. Así pues, a las lecturas citadas hay que añadir la poesía de Zorrilla,
Campoamor, Bécquer, Espronceda y Rubén Darío, quien indirectamente le incita a leer un
diccionario de mitología del que, más tarde, encontraremos inevitables ecos en la mezcla de palacios
con barracas, de campesinos y ninfas, finos perfumes y olor a huerta. Le apasiona la belleza
rubendariana y se convierte en su seguidor. El poema hernandiano “Oriental” fue escrito siguiendo
Sonatina de Darío, tiene incluso el mismo número de estrofas.

Destaca el poema “Amorosa” por la presencia en él de una suerte de “Carpe diem” a la usanza
horaciana, y del que es cuestionable la procedencia de este tópico, de donde lo tomó el poeta.
Descartamos cualquier origen derivado de las tempranas clases del colegio jesuita y nos acercamos
más a la hipótesis de que esté enraizado en sus múltiples y variadas lecturas. El mismo Miguel
Hernández reconocerá que sus versos adolescentes se fueron creando “con muchas lecturas”.

Es también incuestionable su mimetismo literario. La influencia involuntaria y, a veces, voluntaria


en algunos de estos poemas primeros es reconocida por el mismo poeta en el romance “A todos los
oriolanos” en los siguientes términos: “poesías en las que hay imitaciones / harto serviles y bajas /
reminiscencias y plagios / y hasta estrofitas copiadas”. Las reminiscencias le llegan de: Federico
Balart, cuyas Poesías completas se publicaron en 1929 y llegaron a la biblioteca municipal de
Orihuela. De él tomó la práctica del dodecasílabo y de estrofas sonoras, así como el detenimiento en
elementos característicos del paisaje local.
De Salvador Rueda toma la afición por los paisajes coloristas. La paleta cromática de Hernández
pendula desde el azul de su cielo levantino y mediterráneo de Orihuela hasta el verde entendido como
vitalismo, color de huerta fértil, vergel, y en menor medida, el blanco y el negro. El amarillo, que en
su primera poesía es un color vivo, unido al fruto del limonero y en consecuencia asociativa a una
sensación de amargura, en los libros posteriores como Perito en lunas adquiere tonalidades áureas.
Son diecinueve años los que tiene el poeta e intenta labrarse un futuro como escritor ya que esta idea
es la única que tiene clara, “quiero ser escritor”, le dice a Carlos Fenoll. Se trata de piezas que hoy
han de ser vistas y analizadas como poemas-proceso de aprendizaje.

También su pluma se deja cautivar por la métrica de influencia guilleniana, Jorge Guillén es
imitado por nuestro vate siguiendo las décimas de Cántico. Miguel copiaba las décimas originales y
luego escribía las suyas propias en el mismo manuscrito.

Asimismo, se siente atraído por el mítico mundo de García Lorca y la métrica del Cante jondo y de
ello dejará constancia en Perito en lunas. Como anécdota recordamos que cuando Miguel tuvo el
libro terminado envió un ejemplar a Federico y éste le contestó: “Tu libro está en el silencio como
todos los primeros libros, como mi primer libro que tanta fuerza y encanto tenía. No se merece Perito
en lunas ese silencio estúpido. Merece la atención y el estímulo y el amor de los buenos. Los libros
de versos, Miguel, caminan muy lentamente”.

El crítico Antonio Gracia advierte que Miguel Hernández ha sido escritor por los clásicos y como
tal es leído. Esta afirmación la justifica poniendo de relieve la deuda del oriolano con Garcilaso que
el propio Miguel ya reconociera en vida. Concretamente en el poema que le dedicó, “Égloga”, con
los versos “o convertido en agua, aquí llorando, podréis / allá despacio consolado” donde hay claras
referencias al Tajo, río que pasa por Toledo, ciudad donde nació Garcilaso, además de otras alusiones
a su condición de caballero y militar.

Según José Mª Balcells también se advierten en Hernández ciertas asimilaciones de la poesía


petrarquista española del Siglo de Oro o la poesía pastoril de Cervantes.

Recibe influencias del maestro de la Generación del 27, Juan Ramón Jiménez y de su poesía
desnuda, procedente a su vez de la poesía pura del francés P. Valèry. Hernández sintió de manera
profunda el magisterio del de Moguer porque la poesía de aquél experimentaba un cambio sustancial
abandonando lo natural para ir a lo humano, y formalmente dejaba atrás el hermetismo para
inclinarse hacia una aparente sencillez no exenta de intelectualismo.

Inserto en este filón tradicional hay que hablar del uso de composiciones como silvas, redondillas y
tercetos encadenados (Elegía). Paralelo a la disposición formal aparece la tonalidad de raíces áureas
en la que es preciso destacar la sombra de Quevedo manifiesta en el sentir trágico, en ese sufrimiento
amoroso y hasta físico, lo que se ha dado en llamar, “el desgarrón afectivo”.

A partir de El rayo que no cesa vive una crisis amorosa y personal que condiciona su próxima
creación. Ahora seguirá la línea marcada por Neruda y Aleixandre, un neorromanticismo fusionado
con el surrealismo naciente. Es la hora de los del 27 y Miguel sintoniza con ellos en varios aspectos,
sobre todo en la proliferación de símbolos en sus versos y en nuevas imágenes. En la forma sigue la
práctica del soneto, una de las estrofas más usadas por esta generación vanguardista, y, sin embargo,
perteneciente a una métrica clásica.

Por otro lado, encontramos en este mismo poemario, El rayo,…, una queja amorosa por el desdén
de la amada y el preludio del amor como muerte. Suena, por tanto, en sus versos el “dolorido sentir”
garcilasiano y el eco del “amor cortés” de Petrarca. Este dato debemos relacionarlo con el símbolo
del buey y sus connotaciones de servidumbre y apego excesivo a la amada.

Los versos de Viento del pueblo mantienen la veta tradicional. El romance y el octosílabo
abanderan la métrica de este. El poeta soldado pretende una poesía que llegue directa al pueblo, más
popular, en definitiva. El metro octosílabo, encuadrado en la tradición oral, constituyó un vehículo
idóneo para expandir esa poesía comprometida. No faltan las cuartetas del poema “Aceituneros” y
“Niño yuntero”, el romance “Viento del pueblo”. Pero, al igual que en otras obras, el poeta mezcla
disposiciones versales, como alejandrinos, hepta y endecasílabos, de índole más solemne, de tono
épico, de tal manera que lo épico resulta altamente significativo. Va a ser en El hombre acecha donde
los versos de arte mayor adquieran más enjundia. En cuanto a la rima empieza a ser menos rigurosa
en este último poemario citado.

Finalmente, el mismo título del que fue poemario póstumo anuncia el cultivo del canto
(cancionero) y del cuento (romancero) y. La rima asonante y el romance campean a lo largo y ancho
de este título. Así, Hernández se une a la línea de lo popular ya trabajada por los románticos,
Bécquer, y continuada por Machado y el neopopularismo del 27.

Se registran 78 canciones, 30 romances y 4 seguidillas en Cancionero y romancero de ausencias.

Son, pues, varias las tendencias literarias patentes en la poética de Hernández y ello permite hablar
de un clasicismo vanguardista.

IMÁGENES Y SÍMBOLOS EN LA POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ

La evolución simbólica de Miguel Hernández es clara y manifiesta desde sus poemas iniciáticos
en los que el influjo del paisaje levantino es notorio, así los símbolos de la época primera
comprendida entre 1924-31 son: el limonero, la higuera, el pozo, la tierra, el patio, la palmera, todos
ellos de hondo enraizamiento vegetal, tomados de la naturaleza, hábitat donde acontece el suceder
diario del poeta. Respecto al término espacial tierra conviene determinar unos orígenes muy
primitivos en la poética hernandiana, en sus primeros escritos, para mayor exactitud, desde el soneto
VII de Imagen de tu huella que fue el esbozo de El Silbo vulnerado, la tierra entronca con la
finitud vital, es la última morada del cuerpo físico: “la tierra umbría/ desde la eternidad está
dispuesta/ a recibir mi adiós definitivo”.

La complicación comienza a detectarse en Perito en lunas donde la simbología da un giro y adopta


connotaciones de carácter sexual y más sensual. Quizá sea la luna el primer eslabón susceptible de
comentario. El mencionado astro aparece en este primigenio poemario desprovisto de cualquier
espíritu heredado del Romanticismo, aunque en el tiempo de Hernández poseía cierta magia y
proyectaba una luz que el propio poeta oriolano supo leer en Sombra del paraíso de Vicente
Aleixandre, el poeta vanguardista de quien más apoyo recibió y que versificó este simbolismo
hernandiano en versos como: “luna estrellada por mi beso, luna húmeda/ que una secreta luz interior
me cediste”. Además, Miguel Hernández poseía cierta sabiduría lunar que ya había sido poetizada
por otros escritores como Góngora y procedía, en otros casos, de leyendas populares y creencias
míticas como la extendida en Grecia, Irán e India donde la luna era entendida como el país de los
muertos, o la idea esotérica de la vía lunar como arcano décimo octavo del Tarot, instructor de la
imaginación frente a la vía solar que la de la razón.

Es posible contabiliza, pues, siete estrofas (de entre las 42 que integran Perito) de sello lunar:
-La octava IV con versos tan significativos: “Por el lugar mejor de tu persona, / donde capullo
tórnase la seda/ fiel de tu peso alternativo queda,/ y de liras el alma de corona./ Ya te lunaste”.
-En la estrofa V el poeta invoca a la palmera diciéndole: “Pon a la luna un tirabuzón”.
-En la octava XXIII dedicada a la granada metaforiza a la luna como la creadora de este fruto:
“Recomendable sangre, enciclopedia/ del rubor, corazones, si mollares,/ con un tictac en plenilunio,
abiertos”.
-En la XXXII la luna, de no pocas reminiscencias lorquianas, aparece asociada a una noria de riego y
el poeta hortelano consigue que descienda al pozo e ize el agua. Es una metáfora de la renovación
circular de la vida. La luz, primero subterránea sube a la superficie y riega la huerta, donde siempre
existía la tradición de que el agua era vida, allí donde había agua, la flora y la fauna vivían. “Luna, a
las danzarinas de las danzas/ desnudas a la acequia, coge e iza”.
- Sobre el huevo versa la octava XXXIV: “Coral, canta una noche por un filo/ y por otro su luna
siembra para/ otra redonda noche, luna clara, / la más clara con un sol en sigilo”.

Por último, la estrofa que dice: “Toda la noche no, menos un gajo/ venial vado de luz y
cachicuerno,/ no se amamanta aun en extremo tierno, del río que le corre por debajo./ Recogidas las
velas, al atajo, / cae esta luna que a babor, a invierno. / oh, tú, perito en lunas un día estepas!/ ¿Qué
lunas son las de mejores cepas?” La luna deja de ser plena para regenerarse y el poeta se pregunta
sobre la misión que debe cumplir y para la que no encuentra respuesta.

En El rayo que no cesa la voz rayo es símbolo de muerte del mismo modo que lo fue silbo
vulnerado, una forma de herir, es también un símbolo de angustia como el cuchillo, la espada, el
arado, fuerzas que descargan sobre el poeta y este no puede parar, por eso escribe: “me persigue la
sangre, ávida, fiera,/ desde que fui fundado y antes que fuera/ preferido, empujado por mi madre/ a
esta tierra codiciosa que desde los pies me tira/ y del costado/ y cada vez más fuerte, hacia la fosa”.

Asimismo, representa el rayo el deseo amoroso y en este sentido se enlaza con la tradición mística
encabezada por S. Juan de la Cruz y su Llama de amor viva. Un rayo inagotable proyectado en un
cuchillo, “un rayo de metal crispado /fulgentemente caído” y una espada: “ No cesará este rayo que
me habita/ el corazón de exasperadas fieras/ y de fraguas coléricas y herreras/ donde el metal más
fresco se marchita?” La sangre, que aparece ya como una imagen simbólica de deseo sexual pero este
conjunto de símbolos convergerán en el del toro, figura en virtud de la cual se establece un
paralelismo entre este animal y el poeta en función del destino trágico de dolor y muerte: “como el
toro he nacido para el luto/ y el dolor, como el toro estoy marcado/ por un hierro infernal en el
costado y por varón en la ingle con un fruto”. De él derivará un abanico de términos sinónimos:
“cornada, cuernos, puñales y cuchillo”, instrumento cortante e hiriente elegido para abrir este libro,
“el carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida”. Miguel, con el símbolo del toro quería trasladar al
pueblo su deseo de que aquél siguiera su instinto natural, el de la búsqueda de la libertad. Pero la
desilusión se va apoderando de él al apreciar cómo es un pueblo indiferente y hasta casi cobarde. La
incultura y la brutalidad afloran. A mi Miguel no le basta con la bravura, la gallardía toril o la
valentía, quiere algo más hondo, más comprometido.

Ahora bien, quizá el clímax tan poético como simbólico lo encontramos en la composición más
trascendente del poemario, “Elegía”. Hay en ella una aglutinación de palabras cuyo sema común no
es otro que la agresividad, léase, “manotazo, golpe, hachazo, empujón, rayos y hachas”.

La contrapartida a este puzzle bien encajado en el sentimiento de la pena y el dolor estriba en otro
animal de características bien dispares al toro, el buey, traslación de la mansedumbre, y servidumbre.
Imagen que alcanzará su punto álgido mediante su repetición en Viento del pueblo.

En Viento del pueblo congrega un bestiario compuesto por diversas especies portadoras de dos
tonos oscilantes: por un lado, el orgullo y la valentía, la decisión y el arrojo manifiestos en el toro, el
león y el águila; por otro, la humildad, encarnada en el buey. Una dualidad de singular riqueza
expresiva apreciable en la siguiente estrofa: “los bueyes mueren vestidos/ de humildad y olor de
cuadra: / las águilas, los leones/ y los toros de arrogancia/ y detrás de ellos, el cielo/ ni se enturbia ni
se acaba”. Pero una lectura más honda permite descubrir la otra intencionalidad del poeta, la de
confirmar que el hombre, o al menos, aquél de su época poseían un alto grado de indiferencia incluso
de cierta animalización, a juzgar por la guerra y el odio despertado en ella. Sin embargo, sigue
manteniendo Miguel su alma de cantor, de ruiseñor, de poeta. Sigue siendo la voz del pueblo, de un
pueblo pasivo, sedente y hasta cobarde: “Si yo salí de la tierra/ no fue sino para hacerme ruiseñor de
las desdichas”.

Es en este poemario de denuncia donde por vez primera emplea el vocablo “vientre”, entendido
con dos acepciones, una, el coso materno, principio de una nueva vida, segundo, antesala de la
muerte.

Cancionero y romancero de ausencias

Enlaza símbolos humanos con naturales, así a su mujer la llama leona por su valor, la lluvia aparece
asociada al llanto, al paso del tiempo y a la negrura de la muerte plasmada en las pupilas yertas del
hijo muerto: “pero seguirán bajo la lluvia, mustios, secos”. El vientre sigue siendo el lugar donde
crece la vida, sinónimo de esperanza y de continuidad existencial y de confianza en el futuro. Con el
término boca materializa el poeta la pasión amorosa y al mismo tiempo es un elemento plural en
tanto que aúna lo terrenal y lo sideral: “el labio de arriba, el cielo/ y la tierra el otro labio/ beso que
viene rodando/ desde el primer cementerio/ hasta los últimos astros. Con la boca y el beso se aparta
de la tragedia de su existencia y cree que el infinito se vuelca sobre él “Hundo en tu boca mi vida/
oigo rumores de espacios/ Y el infinito parece/ que sobre mí se ha volcado.

La sangre es otro símbolo que adquiere denotaciones muy distintas en Cancionero y Romancero de
ausencias. Aparece vista como origen, principio absoluto de vida pero también génesis de los
amantes (relaciónese su color rojo púrpura con la pasión amorosa): “Entre nuestras dos sangres/ ha de
suceder algo/ un puente como un niño/ un niño como un arco”. En “nanas de la cebolla” va unida a
la leche materna y en otro poema, en el 73, al odio y la muerte, sentimientos de aquellas madres que,
ante la guerra, hubieran deseado que sus hijos no hubieran nacido: “La sangres recorre el mundo/
enjaulada e insatisfecha/ Las flores se desvanecen/ devoradas por la hierba. / Ansias de matar
invaden/ el fondo de la azucena”.

El mar presenta reminiscencias más manriqueanas que lorquianas. Mientras en Lorca era sinónimo
de libertad, en Miguel Hernández es negatividad, muerte, concepto que, a su vez, se hace tangible en
vocablos como: ataúd, sombra, hoyo, casa y tierra. Junto a ella, el sol, que significa vida, alegría, luz,
felicidad truncadas y prioritariamente la vincula el poeta a su primogénito y a la perpetuación de la
especie mediante el vientre femenino: “Se puso el sol/. Pero tu temprano vientre/ de nuevo se
levantó/ por el poniente”.

No podemos dejar de citar el bellísimo poema “Hijo de la luz y de la sombra”, ejemplo de la


transformación del amor físico en fuerza cósmica. Con dos símbolos: día y noche, que representan la
fuerza viril y femenina de la fecundación, al esposo y esposa.

Aunque este volumen de poesía consolida la voz “cárcel”, esta había surgido ya en El hombre
acecha escrito en plena guerra civil y poseedor de un poema titulado “Cárceles” que vaticina el sino
doloroso que acompañó la vida de muestro poeta y su ligazón con la muerte. La misma muerte de
MH fue símbolo de la España “que pudo ser y no fue”- en palabras del hispanista Ian Gibson.

Llegó con tres heridas, la de la vida, la del amor, la de la muerte y se mantuvieron a lo largo de la
atribulada andadura vital del poeta. Desde los inicios de su trayectoria creativa hasta el fatídico final
la tríada de heridas sostiene los versos hernandianos.
El amor, como hemos visto, es un integrante clave de la biografía de Miguel. Comienza siendo
sensual y sexual, con un deseo irrefrenable, salpicada de símbolos fálicos como el de la serpiente.
Después un rayo herirá los temas de un amor pasional, atormentado e insatisfecho, el amor como
muerte. No olvidemos que su vivencia amorosa pasa por tres estadios: el primero, es un amor
imposible, el de Maruja Mallo, el segundo, platónico, el de Mª Cegarra, y, el tercero, el definitivo,
recatado, el de Josefina Manresa.
El amor se convierte también en un canto casi bíblico, en un cantar: la esposa es la amada y el hijo
esperado, símbolo de la victoria de la República. Esa amada-esposa pasa a ser madre en Cancionero
y romancero de ausencias, de ahí el símbolo del vientre y del agua que son generadores de vida. La
sed es símbolo no sólo de desear a la amada, “Casida del sediento” sino también de libertad y así
queda reflejado en el poema “Antes del odio”, “Sed con agua en la distancia/ pero sed alrededor”.
Muy relacionado con el vientre aparece el símbolo de la casa claramente visionado en el poema:
“Cantar” en el que se identifica con “el palomar”, “tu vientre caudaloso, / el hijo y el palomar”. En el
poema “Era un hoyo no muy hondo”: la casa era “luz victoriosa” cuando vivía el hijo y después de la
muerte de este se transforma en “hoyo/ataúd”.

“Trigo y sol” fueron las dos palabras últimas que escribió Miguel en la pared de la enfermería de la
cárcel de Alicante donde murió.

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