Sunteți pe pagina 1din 26

Índice

Índice.............................................................................................................................................2
Hojuelas sobre la cama..................................................................................................................3
Más alemán que Hitler...................................................................................................................4
Muebles, de un lugar a otro...........................................................................................................5
Merezco un poco de cariño............................................................................................................8
Látex azul cielo..............................................................................................................................9
Un cementerio en mi jardín.........................................................................................................10
La Virgen de la Buena Leche.......................................................................................................11
El milagro de la colonia Roma.....................................................................................................12
Me llamo Urbana..........................................................................................................................14
Elisa, ayúdame por favor.............................................................................................................16
Fue una equivocación..................................................................................................................17
Detrás de un plato de sopa..........................................................................................................19
Una visita en casa........................................................................................................................21
Interroguen a Samantha..............................................................................................................23
Hojuelas sobre la cama

Hay una infeliz durmiendo plácidamente en mi recámara. No se trata de una extraña, sino de una mujer que ha vivido
conmigo los dos últimos años de mi vida. No me sorprende, por supuesto que no. Sólo me basta recordar cuántos años
tardé en ir a un dentista después de la primera molestia, o en ir al oculista luego de los mareos causados por la lectura.
Así como a otros les parece agradable el ver cómo una vaca se va poniendo gorda o cómo a un árbol le van naciendo
manzanas, a mí me seduce el ver de qué manera a todo se lo va llevando la chingada. No voy a defender las sinrazones
del relativismo pues cualquiera tendrá una mejor tesis que yo. Lo que quiero decir es que mientras esa mujer duerme en
mi cama yo tengo que estar pudriéndome frente a la televisión y masticando una caja de cereal viejo cuyo contenido
tardaí ú años en acabarse. ¿Cómo puede dormir tan tranquila? Me imagino que piensa que el día siguiente será
exactamente igual al de ayer y también al de hoy. No se equivoca, el paisaje de nuestro zoológico cambia muy poco, a
veces se muere un mono, nace un antílope o las jaulas están más limpias, pero en esencia siempre es lo mismo.
Entro a nuestra habitación y coloco una silla frente a nuestra cama. Me desnudo y acomodo mi ropa muy bien doblada
dentro del clóset. Ella no percibe mis movimientos porque está soñando con nuevas cremas y autos que van a más de
cien en una autopista. Me siento en mi silla de madera y lentamente tiro del edredón que la cubre hasta el cuello: me
emociona saber que bajo ese montículo de trapo se encuentra un cuerpo tibio y resistente. Debido a que la perra es
friolenta me veo obligado a repetir la operación dos veces más, primero una cobija de lana y después una sábana
amarilla: la cobija se desliza torpe, ondulándose como una boa en la maleza, la sábana en cambio vuela como si se la
llevara el viento. Ahora está a disposición de mis ojos: su desnudez refutada sólo por sus corrientes pantaletas blancas.
Se me ocurre que puedo comer cereal mientras miro su cuerpo, así que voy a la cocina y vuelvo con mi cajita de
Maizoro. ¿Cómo puede estar dormida si apenas son las dos de la mañana?
El frío en su piel comienza a despertarla e instintivamente busca las cobijas. No hay nada, el edredón, la cobija y la sá-
bana están en mi poder. En cuanto se despabila y tiene conciencia de su situación, comienza a ladrar.
—Devuélveme las cobijas, pendejo —me dice reprimiendo un bostezo. Cómo me gusta su voz. Me gusta tanto como
escuchar el sonido que hacen los hielos al caer dentro de un vaso.
—Mientras tú duermes yo tengo que estar dando vueltas de aquí para allá como un león.
—Ése es tu problema, déjame dormir.
Me he acostumbrado a su falta de amor y a su cinismo.
En contraparte, ella sabe que jamás le devolveré las cobijas si no se me da la gana, no sólo porque tengo músculos más
sólidos sino porque soy más obstinado. Ella lo sabe.
—Por cada cereal que atrapes con la boca te devolveré una cobija —le propongo.
—No hagas estupideces, por favor...
Sabe bien que ése no es el camino, ¿no es una estupidez mucho más grande estar dormida a las dos de la mañana?
Dejamos pasar un minuto y después ella pone manos y rodillas sobre la cama: es una leona de ancas suaves y tensas.
—Está bien, dame de comer —dice. Le arrojo una hojuela de maíz que rebota en su mejilla, no tiene buenos reflejos,
¿cómo los va a tener si se la pasa dormida toda la noche?
—¡Hijo de puta, 110 las tires tan lejos! —se queja. Me imagino que mientras ella abre la boca esperando atrapar una
hojuela, otro hombre la penetra por el culo. Siempre he sido bueno para construir en mi mente este tipo de imágenes.
Continuamos nuestra actividad varios minutos más hasta que la zorra cumple con la cantidad convenida.
—Ya está, ahora cumple tu parte —exige. No tengo inconveniente en devolverle las cobijas y las arrojo a sus pies. Ella
tira al piso las hojuelas que cayeron fuera de su boca mientras yo me masturbo viendo cómo va en cuatro patas de un
lado a otro de la cama. Una vez concluidas nuestras tareas, ella vuelve a enrollarse en esos absurdos trapos multicolores
y yo regreso a la sala para encender el televisor. ¿No es una maldita puta infeliz
Más alemán que Hitler

Qué fugaz e insípido puede llegar a ser un diálogo; dos, cuatro horas gastadas en intentar que las palabras sostengan el
mundo que les cae encima. Muy poco tiempo, en realidad, antes del silencio inminente e infinito que recorre el universo
y del que no podremos defendernos por más palabras que dejemos rodar fuera de nuestra boca. Resulta vana esta
reflexión cuando uno escucha pensar a Irene en voz alta. Se dirige a ti como si en verdad le interesara el diálogo, incluso
hace pausas simulando esperar una respuesta, pero yo que la conozco bien, sé que si algo le importa poco es la opinión
de los demás. Si Irene habla mucho es porque tiene miedo, miedo de sus treinta y siete años recién cumplidos. ¿Qué
cosas pasarán por la cabeza de una mi^er hermosa cuando se mira al espejo y se da cuenta de que la edad llegó? No
quiero estar en esa grieta abierta en la vanidad ni en la tristeza de unos ojos que miran hacia el pasado. Mi tesis es que
Irene habla sin parar como una forma no asumida de ausentarse de su propia imagen, de un tiempo que de pronto se ha
vuelto real. Ella es seis o siete años mayor que yo, pero nuestra diferencia de edad no le quita el sueño. Las mujeres le
ofrecen cuentas al espejo, no a los hombres; además soy tímido, ¿quién le confía sus penas o sus sentimientos a un
hombre tímido? Nadie, confesárselas sería perder el tiempo ya que el tímido no tiene respuestas abiertas ni consuelos
espectaculares, más bien calla, hace una que otra mueca y se estremece por dentro. Bonita respuesta al desasosiego de
una mujer a quien le duele contar uno a uno los años vividos. La timidez no me permite confiarle a Irene que si alguna
vez me ha gustado más, es ahora cuando el tiempo y la entropía comienzan a tejer extrañas figuras en su piel. La sola
idea de que una o varias vergas han encontrado paz entre sus piernas me enloquece, ¿cuántos litros de semen se han
despeñado por el esófago de esta mujer que en un tronar de dedos se precipitará en los cuarenta? No mentiría si digo que
le penetraré el culo en su próximo cumpleaños —he comprado ya la crema y dos botellas de vino tinto español para
emborracharla—. Se trata de un regalo el cual estoy seguro sabrá apreciar. Ella posee un culo estrecho y mal usado, la
ventana más pequeña y despreciada de su cuerpo desde la que pronto miraremos un paisaje distinto. No creo ser un
pervertido pues hasta ahora me he comportado como cualquier hombre que sólo guarda en su cerebro ideas comunes. Lo
que sucede es que justo ayer, a eso de las seis de la tarde, me percaté cuánto me gusta tener en mis brazos el cuerpo de
una mujer que envejece con celeridad. Nada más apetecible, en mi opinión, que una mujer que tiembla de pavor cuando
más de treinta y cinco años le han pasado encima. Irene no tiene idea de la impresión que causa en mí su enve-
jecimiento, y no se lo diré ya que no quiero darle un solo argumento que le evite sufrir. Las penas de una mujer se aso-
man en su rostro, siempre, impúdicas, sin decoro.
Ayer volvió de su trabajo algo cansada. Imparte clases de alemán en una escuela de niños superdotados. Qué ingrato
debe parecerle el que jovencitos de apenas diez años aprendan en unos días lo que a nosotros nos costó tanto trabajo.
Creo que es ésa una de las razones por las cuales no quiere tener hijos conmigo: está segura de que un hijo mío sería
estúpido. No me afecta decirlo y creo tener suerte, suerte de no compartir su cuerpo con un niño. Me provoca cierto asco
el pensarlo: un hombrecito sin dientes succionando sus pezones: jamás me acostumbraría a tan macabra imagen. Y no
me importa si Irene se acuesta con otros hombres. Si lo hiciera la sentiría mucho más cerca de mí: ella, mi mujer, usada
por otros, tentada. Usada no es la palabra sino acosada, mordida —de esto no tengo ninguna prueba puesto que Irene
suele ser más discreta de lo permitido, un gesto cortés que a pesar de ser innecesario debo agradecerle. Sólo un imbécil
no agradecería ser tratado como un caballero.
Yo trabajo de supervisor en una empresa editorial y gano lo suficiente para adquirir mi propia tumba un día antes de
morirme. Vivo con Irene en un pequeño departamento en la zona vieja de Barcelona —ella es catalana— y solemos be-
ber más de lo que las buenas costumbres lo permiten. Yo bebo casi todas las noches e Irene sólo el fin de semana. En
cuanto más ebria está más disfruto llevándola a la cama. Me insulta en alemán, pero eso no me excita, e incluso me
parece superfluo. Yo sólo hablo español y un poco de catalán, el suficiente para que los separatistas me inviten una
cerveza de vez en cuando y para que mis padres, cuando hablan por teléfono conmigo, crean que por fin he aprendido
francés.
Ayer Irene llegó más temprano que de costumbre y me dijo: «Hoy ha llegado un niño nuevo. Sabe más alemán que el
propio Hitler». Me pareció raro verla medio ebria un jueves por la tarde. Todo era tan extravagante en ella. De pronto,
después de hurgar en la ensalada, se arrodilló en la cama, se llevó las manos al rostro y rompió en llanto. Yo estaba en la
recámara y la observaba desde un sillón viejo, postrado a un lado de la puerta. Sus lágrimas eran sinceras y dolorosas,
como la lluvia que llega cuando nadie la espera. Me gustó que llorase porque el sufrimiento la hacía verse todavía más
vieja. Cuánto amo a esta mujer, dije para mí mismo. Cuánto también habría querido que aquella imagen se perpetuara en
la realidad como ahora lo está en mi mente. Pasaron segundos antes de que alguno de los dos recapacitara y cambiara de
posición y actitud. Fue ella la que se puso de pie y, aspirando el aire de la habitación, me dijo:
—Vengo de estar con otro hombre. Tengo que decírtelo, estuve toda la tarde follando con él y no lo voy a ocultar. No es
nadie en mi vida, y jamás lo volveré a ver. Puedes pegarme si quieres, o dejarme...
Su voz temblaba no sé si debido a la culpa, a la excitación o al alcohol. Su cuerpo estaba a punto de derrumbarse, y en el
fondo de la calle Talleres la misma estúpida música de las tiendas de discos. Me levanté de mi sillón y salí de casa. Fui
al Chintu, un pequeño y sucio bar cercano a las Ramblas. Me acomodé en un asiento giratorio frente a la barra y pedí
una cerveza. Mi mujer era más mía que nunca, y ese día, ayer apenas, el más feliz de mi vida.
Muebles, de un lugar a otro

\
Cuando entré a casa la vi empujando el sillón de la sala. El sillón no era muy grande, pero pesaba tanto que dos hombres
normales sufrirían para moverlo más de tres metros. ¿Por qué estaba Tania empujando el sillón si era evidente que
hacerlo significaba un esfuerzo muy grande para ella? Eché un vistazo a mi alrededor y descubrí que mi cuadro favorito
no estaba en su pared habitual. Se trataba de una pintura hiperrealista que ahora ocupaba un muro de menor importancia.
Tania continuaba arrastrando el sillón a pesar de saber que yo la observaba. Sabía muy bien que estaba realizando
cambios en el departamento sin haberlo consultado antes conmigo. No me pediría ningún tipo de ayuda pues se estaba
haciendo la digna aun antes de que la pelea iniciara. Así era Tania, durante el día se pasaba el tiempo cultivando la idea
de que yo era un hombre violento. Sin embargo, apenas cruzábamos unas palabras, se percataba de lo contrario: su
pareja era tan común y corriente como cualquier hombre que trabaja de lunes a viernes y se emborracha los fines de
semana.
—¿Para qué estás moviendo el sillón, Tania?
—Quiero hacer cambios en la casa, estoy harta de levantarme y ver siempre el mismo paisaje.
—Mover los muebles no significa cambiar. ¿Para qué te engañas?
Me senté en una silla del comedor a observar a Tania. Cuando estaba descalza, como en ese momento, tomaba la
fisonomía de una adolescente, más si llevaba encima su minifalda blanca. Jamás había logrado convencerla de tirar a la
basura sus faldas blancas. ¡Tenía dos! Nadie con un poco de buen gusto se atrevería a usar una falda blanca y mucho
menos si sus piernas son tan pálidas y amarillas. A pesar de ello, las piernas más bonitas que yo he visto en mi vida son
las de Tania.
—¿Qué tiene de malo querer cambiar? Si pudiera cambiarme esta cara también lo haría —:rae dijo Tania, malhumorada.
—Si quieres cambiarte la cara, hazlo, pero deja en paz esas piernas.
Cuando por fin empujó el sillón hasta el lugar deseado, puso sus manos en la cintura y me preguntó:
—¿Qué te parece?
—Es el lugar ideal para nuestro sillón —asentí no obstante que el cambio me parecía una estupidez. ¿Qué caso tiene
mover los muebles de un lugar a otro?
—¿Lo dices en serio o te vale madres? —con el tiempo, Tania aprendió a reconocer la falsedad en mis palabras. Sólo
teníamos dos años viviendo juntos, pero ella afirmaba conocerme mejor que mi propia madre.
—Me vale madres —dije desde mi silla en el comedor.
Nuestro departamento era modesto, tenía puertas, closets, dos recámaras y un estudio con piso de madera. Lo
pagábamos entre los dos aunque los últimos meses la renta había salido de mis bolsillos. Una renta excesiva debido a la
ubicación del edificio. Nuestra colonia, a pesar de tener más de medio siglo de edad, se estaba poniendo de moda. A
diario se abrían nuevos restaurantes y jóvenes en autos compactos venían desde varios puntos de la ciudad a cenar y a
divertirse. En realidad no me importaba pagar tanto dinero pues la zona me gustaba y el departamento contaba con
paredes suficientes para que Tania jugara a cambiar su vida llevando mis cuadros de un lado para otro.
De pronto tuve una idea.
—Tania, ¿en verdad quieres cambiar tu vida?
—No quiero cambiar mi vida, no seas estúpido. Sólo quiero cambiar los muebles de sitio porque estoy harta de ver las
mismas cosas en el lugar de siempre todos los días, ¿entiendes? ¡Harta!
Abandoné mi silla y de un trinchador de madera extraje una botella de tequila reposado. Tania observaba mis movi-
mientos con curiosidad. Tomé dos vasos y regresé a la mesa.
—¿Te vas a emborrachar? —me preguntó.
—Ven conmigo, Tania, te invito un trago.
—¿Para qué?
—Quiero que bebas conmigo —a ella no le gustaba demasiado el alcohol. Fumaba marihuana y de cuando en cuando
aspiraba cocaína, nada más. A veces 'legaba a meterse un ácido, pero sólo si se trataba de una ocasión especial. A pesar
de su abstinencia dejó en paz el sillón y vino a sentarse a mi lado. Bebimos en silencio hasta la segunda copa.
—Me da mucho gusto no tener hijos —le dije a Tania.
—¿Por qué? Los niños no son tan malos, ¿qué daño puede hacer un niño comparado con todo el mal que hacen los
hombres?
—Yo aprecio mucho esta calma. Sin ella no podríamos estar como estamos ahora, bebiendo tranquilamente.
Sólo era cuestión de esperar a que Tania se emborrachara. Una vez ebria comenzaría a discernir acerca de nuestra rela-
ción. Haría algunas observaciones respecto de mi temperamento y luego de varias digresiones llegaría a la conclusión de
que me amaba. Pese a que su adolescencia había sido sin duda más feliz y llena de aventuras que su edad adulta (pa-
labras de ella), no estaba en absoluto arrepentida de nada.
—Tania —le reproché—, sólo tienes veintidós años. En esta época se acostumbra llamar adultos a los que tienen más de
treinta.
—Los adultos son los que pueden votar. Y yo puedo hacerlo —dijo apurando el tequila con cierta desesperación.
—Los adultos son panzones y sólo piensan en comprarse una casa —se me ocurrió decir sin detenerme a pensar si tal
cosa era verdad.
—Sírveme otro tequila, quiero emborracharme —dijo.
Incliné la botella sobre su vaso mientras husmeaba de reojo en sus senos. Cómo me habría gustado que se despojara de
su blusa, pero debía ser paciente y esperar. Mi plan era en realidad muy sencillo: quería que Tania bebiera lo suficiente
para llevarla a la cama y hacerle el amor dormida. Me emocionaba saber que ella no sentiría nada y que todo el placer
sería para mí. Faltaba tan poco para eso.
—Nuestro problema es que no ahorramos —dijo.
—¿Para qué? Yo prefiero vivir al día.
—No vamos a ser jóvenes toda la vida. La economía de cualquier país está sustentada en el ahorro —argumentaba
Tania. El que hubiera mencionado la palabra sustentar me indicó que ya no era dueña de sí y por lo tanto estaba a punto
de ponerse a bailar.
—La economía ¿está qué?
—Sustentada en el ahorro —respondió—. Vamos a bailar, no seas aburrido.
—¿Qué música quieres oír?
—Cualquiera, casi nunca salimos a bailar, eres un pinche escritor de ratonera—mi Tania estaba borracha.
—¿Quieres oír a Límite?
—Ya te dije que lo que quieras. Me vale madres. Si a ti te vale madres que yo cambie de lugar el sillón, a mí me vale
madres que pongas Límite, o lo que quieras. Ya te dije.
Bailamos sin ritmo durante quince minutos, abrazados, con los pies anclados en el piso y oscilando como una campana.
—Vámonos a la cama, quiero que me cojas toda la noche —me propuso. Por supuesto que me resistí e incluso llené de
nueva cuenta su vaso.
—Vamos a tomar el tequila de un trago —dije. Lo hicimos, y no sólo una vez. Aunque el volumen de la música no
estaba tan alto, los vecinos se paseaban nerviosos en el departamento del piso superior. Entre canción y canción podía
escuchar sus pisadas haciendo crujir la duela. Era miércoles.
—Voy a llevarte a la cama —le dije a Tania.
—Sí, llévame a la ma... —balbuceó. No podía sostenerse en pie y su bello cuerpo estaba por fin a mi disposición.
Le quité los zapatos de plataforma y la cargué en brazos. Los vecinos volvieron a sus camas una vez seguros de que la
música de Límite no los molestaría más. Siguiendo el plan original me puse a jugar con el cuerpo de Tania experimen-
tando con él todo aquello que pasaba por mi mente. Como a ella nunca le entusiasmó ser penetrada por el ano aproveché
la ocasión para llenarle el culo de semen. Pensé que era una fortuna que nuestro colchón estuviera directamente sobre el
piso y que a los vecinos les fuera imposible escuchar el crujir del colchón.
A las cinco de la mañana, luego de dos horas de intenso jugueteo, salí de la alcoba y empujé el sillón a su lugar habitual.
Era tan pesado como un auto sin ruedas. En seguida descolgué mi cuadro favorito. Lo estrellé contra el piso rompiendo
después la tela con un cuchillo afilado. Culparía de los destrozos a Tania y le reclamaría su actitud. Su arrepentimiento
la obligaría a estar a mis pies la siguiente semana y se olvidaría, aunque fuera sólo unos días, de mover los muebles de
un lugar a otro.
Merezco un poco de cariño

Llegué a su casa como todas las noches en las que si algo no tenía ella en la cabeza era que yo me apareciera
repentinamente frente a su puerta.
—¿Qué haces aquí, ¿te sucedió algo? —su pregunta tenía como fin ganar tiempo y asimilar la sorpresa que mi visita le
había causado.
—Vine a visitarte, si no fueras mi amiga te habría llamado antes para hacer una cita.
—Pasa. No tengo nada que ofrecerte.
—Algo tendrás —le dije. Mis palabras rebotaban en su espalda mientras la seguía estancia adentro. Ella estaba en
calzones y se cubría el torso con una modesta camiseta blanca. Se veía muy sensual y un poco estúpida. La música flota-
ba a muy bajo volumen y un gato panzón y fofo dormía en la esquina del sofá.
—Deberías de matar a ese maldito gato huevón —sugerí, y no estaba bromeando, al menos cuando lo dije tuve deseos
de... Tal vez me parecía que en lugar del gato tendría que ser yo quien ocupara la calma de aquel mueble. Los animales
domésticos han vivido y vivirán siempre mejor que yo, incluso los callejeros. Comen croquetas y carne enlatada, sin
necesidad de pisar la calle. ¿Qué te devuelven a cambio? Algunos maullidos y unos cuantos kilos de mierda.
—Deja en paz a Bonifacio, es un gato tranquilo.
—Yo también soy un hombre tranquilo —y no mentía.
—Ya que estás aquí quiero pedirte un favor.
—Pídeselo al huevón de Bonifacio.
—Necesito que revises el fregadero. El agua se estancó desde el domingo y no tengo un quinto en la bolsa. No puedo
llamar al plomero.
Me levanté de la silla escuálida, tan endeble como mi propia columna vertebral, y fui a revisar aquellos fierros viejos. El
agua olía mal. A mierda y verduras podridas.
—¿Crees poder arreglarlo? —preguntó.
—No necesitas ir a la universidad para deshacerte de un poco de agua sucia —dije muy seguro de mí mismo, después de
todo era sólo un fregadero, y enfilé hacia la única recámara del departamento. Estaba alfombrada, olía a dulce y miel y
no tenía ningún cuadro en las paredes. Corrí la puerta del clóset.
—¿Qué buscas? Pídemelo, yo puedo dártelo.
Husmeé en un cajón de su ropa y tomé una minifalda de nailon y cenefa de terciopelo. También me hice de un gancho
de aluminio.
—¿Para qué quieres mi falda?
—Póntela o no voy a poder reparar nada —le advertí aventándole al cuerpo el trapo oloroso a perfume y ungüento.
—Yo en mi casa puedo andar como se me dé la gana.
—Si no te la pones no te arreglo un carajo de fregadero —dije.
En la cocina el trabajo no era demasiado complicado, se necesitaba paciencia y sangre fría para soportar el hedor
nauseabundo. Introduje el alambre de aluminio por los orificios de la coladera y estuve allí, machacando, durante quince
minutos. Cuando por fin terminé me di cuenta de que una parte de mi camisa estaba empapada de agua. Me deshice de
ella y fui al baño en busca de una toalla con olor a perfume y ungüento. En el camino me encontré con ella. Se había
puesto la falda y también unos zapatos de plataforma y un top y se había peinado y pintado los labios de color aceituna.
—Te prefería en calzones —le dije. No estaba nervioso.
—¿Terminaste de arreglar el fregadero?
—Sí, ahora necesito un trago.
—¿Te gusta el ron? Es lo único que tengo.
Me acerqué a ella, despacio, y le propiné una bofetada.
Tenía la mano aún húmeda de mi pelea con el fregadero. Como una vil amateur se fue de espaldas contra el sofá.
Bonifacio salió corriendo.
—¡Si me vuelves a tocar te juro que te mato, maldito hijo de puta!
En respuesta le di un puntapié en las nalgas. El gato nos observaba temeroso al resguardo de la puerta del baño, los ojos
juntos, como los cañones de una escopeta. Sabía, no era tan pendejo, que tarde o temprano le tocaría, al menos, una
patada. Ella estaba postrada de espaldas en el sofá, gimiendo.
De un ágil manotazo le desprendí los calzones. Eran los mismos de siempre, gastados y con un moñito ridículo en la
entrepierna.
—Deberías de cambiarte los calzones más a menudo, puerca—le dije.
—¡No me hagas daño, por favor!
Hicimos lo de costumbre, sin allegro energico, ni molto vivace, ni gran emoción. Bonifacio había preferido acercarse y
observarnos oculto —según él— entre las patas curvas de la mesa. Cuando terminamos de juguetear, ella se levantó,
tomó sus calzones sucios y fue a darse un baño en la tina. El ron no era malo, tenía poderes curativos y mi sangre se
ponía caliente con unas cuantas gotas. Cuando salió del baño, envuelta en una capa de vapor blanco, me dijo:
—Hace una semana que no funciona la plancha, ¿por qué no le echas un ojo?
—No puedo, no sé nada de electricidad.
—Cualquiera puede arreglar una plancha, hasta un desgraciado como tú.
No respondí. Terminé mi ron y caminé en dirección a la salida. Antes de esfumarme logré darle un susto a Bonifacio
poniéndole la planta del pie en las costillas. Era un gato cobarde.
Látex azul cielo

Quiero que tu cintura no crezca más de un centímetro en los próximos dos meses. Sí, y también que me permitas lavar
tus calcetas en mi nueva lavadora. No es mucho pedir si pensamos en las porquerías que están pasando ahora por mi
cabeza. Jamás se me ocurriría sugerirte ver juntos el amanecer o tocar tus manos y esperar a que se pudran entre las
mías. Recuerda que no soy uno de ésos, y nada de lo que deseo de ti debe parecerte extraño. No quiero que pintes tus
labios ni pases mucho tiempo debajo del sol. Ahorra tu piel y deja que brille en la oscuridad, sólo eso, y por favor, no te
atrevas a pedirme nada, pues sabes que sólo me gusta cogerte en el momento en que no lo deseas. No pierdas tu tiempo,
tampoco voy a ponerme celoso del perro que mastica la carne mientras clava sus ojos en tus tobillos, ni voy a distraerme
cuando paseas descalza por la recámara.
Recuerdo aquella noche en ese hotel lóbrego en el que las paredes del baño parecían leprosas y tú te echaste a
dormir a un lado de la taza del baño porque no querías tenerme cerca y preferías —dijiste— el olor de los orines y de la
mierda al de mi piel y mis pantalones que nunca he lavado porque mi lavadora no acepta más que ropa blanca. Sólo hay
lugar allí para tus calcetas, no en balde estoy pagando los abonos al tipo ése, flaco y estúpido, que viene todos los
sábados desde hace cuatro meses. Ese mismo tipo que me persigue por toda la casa para contarme historias y
proponerme cambiar mi estufa de cuatro hornillas por una mucho más grande. «¿Por qué no guisamos el domingo un
puerco de más de un metro dentro del horno?», me propuso tratando de convencerme, y yo pensé en los puercos a los
que, cuando niño, solía confundir con perros y les ponía una soga en el cuello. También voy a pedirte que compres
hojuelas de maíz y no dejes que ningún desayuno se acabe sin escucharte destrozar las hojuelas con tus dientes siempre
tan blancos. Quiero que hagas ruido con la boca, no que mastiques como un cerdo sino que quiebres terrones de azúcar y
hojuelas de maíz. Y una última cosa, la última de verdad: quiero que te pongas esos guantes de látex color calcio y azul
pastel y me acaricies allí donde tanto me gusta, pero ya sabes, no cuando tú quieras, sino acabando de despertar, en ese
momento en que, para ir al baño, tienes que apoyarte en las paredes y abrir mucho los ojos para no tropezar.
Un cementerio en mi jardín

El despertador cumplió puntualmente su función y zumbó a las ocho de la mañana. ¿Cómo lograba hacer tal escándalo
siendo tan pequeño? Me pareció extraño que Mariana no brincara de la cama para tomar la ducha, hacerse un frugal
desayuno en el que jamás faltaría la leche y marcharse a su trabajo. No era nada extraño porque estaba muerta.
A las nueve abrí los ojos por segunda ocasión, incómodo, no acostumbrado a que los lunes en la mañana aquel cuerpo
continuara todavía allí, a mi lado, como si fuera domingo. Tomando en cuenta nuestra situación económica no deseaba,
por ningún motivo, que Mariana perdiera el trabajo y traté de advertirle, cariñoso.
-—Mariana, me gustaría que te quedaras aquí conmigo toda la vida, pero somos pobres.
Según la rutina cotidiana, Mariana tendría que haber conectado la secadora de cabello. Era la señal de que ella estaba a
punto de partir y mi sueño a punto de restablecerse. No hubo tal cosa y el silencio se hizo cada vez más insoportable.
Unos minutos antes de las diez abandoné mi estado de somnolencia y, después de observar el rígido cuerpo de Mariana,
comprendí que una vez más la vida había vuelto a cambiar.
Habíamos acumulado cinco años viviendo juntos y todo parecía indicar que nos queríamos. Yo sufría de insomnio y
ella había sido atendida de infarto en dos ocasiones. Su corazón era tan débil como sus brazos y su voz. La muerte había
dejado intacta la belleza de su cuerpo desnudo y había conservado en su rostro el gesto característico de la tranquilidad.
Mariana acostumbraba dormir desnuda: la ropa le causaba sopor, la oprimía. Dejé la recámara y fui hacia la cocina a
preparar mi desayuno; comería solo, como siempre en las mañanas. Antes bajé las escaleras —vivíamos en un segundo
piso— y compré el periódico: las mismas noticias, la misma corrupción.
A causa de una beca viví en Madrid nueve meses y durante las mañanas disfrutaba leyendo en el diario la lista de las
personas muertas en la ciudad a lo largo del día anterior, la edad de los difuntos oscilaba entre los 60 y los 90 años. Me
estremecía cuando encontraba un cadáver de mi edad, «ni modo hermanito, te fuiste antes que yo», decía para mí mis-
mo, aliviado. En los periódicos mexicanos no se publica un obituario semejante porque tendrían que dedicarle un suple-
mento entero, imposible tratándose de un país tan pobre. Cuando viví en Madrid aún era joven, hoy espero paciente la
llegada de los cuarenta.
Lavé mi plato, mi vaso y mi cuchara, sin hacer caso a Mariana que me recomendaba usar guantes de látex:
«Ustedes los hombres no saben lo mucho que nos gusta a las mujeres que tengan manos suaves». Y ahora viviría sin
ella, sin sus recomendaciones extravagantes ni el ruido de la secadora en el baño. No estaba seguro de acostumbrarme a
la soledad, después de todo, durante los años de nuestra convivencia nunca tuve necesidad de tomar pastillas para
dormir. Me bastaba, para estar tranquilo, la presencia de su cuerpo desnudo encima de la cama.
Me quedaría sólo con lo indispensable y tiraría a la basura la mitad del mobiliario, adiós a la mayoría de aparatos eléctri-
cos propiedad de Mariana, adiós a los taburetes y a las pinturas abstractas. Consideré también la posibilidad de comprar
una caja con botellas de ron para soportar el sufrimiento. Estoy seguro de que con el paso de los días aumentará el dolor
y quiero estar preparado. Me habría gustado tener el valor para suicidarme, pero un acto así no se encuentra en mi
destino, es todo, no voy a pensar en ello. Volví a la recámara y ordené el cuarto, ella siempre fue desordenada: era
limpia, muy limpia, pero desordenada. Yo era lo contrario: la limpieza me tenía sin cuidado, pero no el orden. De
manera que yo iba tras de ella recogiendo las prendas que dejaba en el piso y ella lavaba mi ropa y me compraba
jabones.
A mediodía el frío comenzó a construir una casa en su cuerpo, y poco a poco sus labios se volvieron de piedra. Le
separé las piernas —ella estaba boca arriba, tal como el médico le había prohibido dormir— y pasé mis labios sobre su
sexo, olía y sabía siempre tan bien, un muy discreto olor a orines, a humedad y vida, a miel y suero. La penetré como a
ella le gustaba, primero violentamente y luego con suavidad. Pasamos la tarde abrazados, su espalda untada a mi pecho,
como a ella le gustaba estar después de sentirme dentro.
Nunca pensé que la policía pudiera interpretar mis puñetazos y el semen en sus pezones de una manera
equivocada.
¿Quién va a pensar en la policía cuando se está despidiendo de la mujer que más ha amado en su vida? Me extrañó no
llorar ni sentirme desesperado, no obstante en el futuro tendré tiempo para hacerlo. Si hubiera tenido un jardín habría
enterrado allí a Mariana para tenerla siempre cerca de mí, pero vivimos en un departamento de sólo dos recámaras. Y
aunque existiera ese jardín habría sido complicado enterrarla allí pues muy pronto los parientes reclamarían su parte,
querrían llorar, ofrecer dinero para su entierro y hacer comentarios acerca de lo cariñosa y buena que ella había sido.
Mariana fue muy discreta y nadie de su familia sabe que vivía al lado de un hombre. De modo que para ellos resultaré
un extraño. En el momento que descuelgue el teléfono y marque un número cualquiera, la paz habrá terminado, y nues-
tro amor, Mariana, y nuestra paz.
La Virgen de la Buena Leche

El detalle que más me gusta del burdel es la fotografía que tiene Araceli sobre la cabecera de su cama. Una imagen de sí
misma a la edad de diez años, acompañada de un gato y vestida con uniforme de marinero. Al pie de la foto hay unas
letras manuscritas trazadas con un crayón amarillo que alguien escribió apresuradamente: «Las putas también nos vamos
al cielo, sólo que no una vez, nos vamos todas las noches».
—Quiero pedirte un favor y no te vayas a ofender. Cuando me lo chupes trata de hacerlo en silencio: el perro ha estado
muy nervioso y no quiero que se suba a la cama —le sugerí a la monumental Araceli, la única puta del burdel que había
tenido la amabilidad de aceptar el perro en su cuarto. Ella, que en ocasiones se ufanaba de ser una mujer de ideas, me
hizo también una sugerencia: «¿Por qué no enseñas al perro a chupártela? Si son capaces de aprender a levantar la pata o
a ir por el periódico, no hay razón para que no puedan aprender a chupártela o a meterte una pezuña en el culo». Cómo
no. Araceli tenía buenas ideas: habría sido una importante ejecutiva de ventas o en su defecto una famosa escritora
erótica.
—Me gusta mucho la fotografía que hay encima de tu cama, doy por supuesto que la frase es tuya, ¿o no? —Araceli,
halagada, dudó en confesármelo, pero terminó aceptándolo, la frase no le pertenecía a ella sino a un escritor que solía
visitarla el último día de cada mes. Al final soltó la sopa.
—Cierto día, el viejo me preguntó si podía escribir un poema encima de la fotografía. Le dije que sí, ya sabes
cómo soy de vanidosa, ¡imagínate! Un escritor famoso escribiendo un poema en mi fotografía. Cuando lo leí
no tuve más remedio que echarlo del cuarto. Yo soy católica aunque no acuda a la iglesia.
El perro se puso a ladrar en dirección a la puerta, se paró en dos patas, se tiró al piso y dio una vuelta sobre su costado
izquierdo, gruñó, estaba nervioso. «¿Por qué no dejas ese maldito animal en tu casa? ¿Te excita que nos esté mirando?»
En el suelo, las hojas desparramadas del periódico difundían los pormenores de un asesinato, un triángulo pasional entre
hermanos: ellos, los dos hombres, se batieron cuchillo en mano por el amor de su hermana: «EL MAYOR LE CLAVÓ AL
MENOR 14 VECES LA NAVAJA EN EL VIENTRE; EL MENOR, SIN EMBARGO ...» No pude continuar leyendo porque el perro insistía en
dar vueltas sobre su costado izquierdo e impulsado por una última pirueta cayó como un plomo justo encima de la
noticia.
—¡A mí no vas a ponerme condiciones: hago y haré todo el ruido que se me dé la gana, y si te incomoda pues
búscate otro sitio, uno donde te admitan con animales! —me reprendió a gritos Araceli, ni modo, mi
sugerencia la había ofendido.
—Perdón, Araceli, es sólo que el perro, sabes, hay ciertos sonidos que no tolera.
—Además —añadió, descubriendo sus muslos robustos y con ellos sus medias de nailon ocres y transparentes—,
ustedes se excitan hablando de eso, no les interesa coger, lo que les importa es hablar de cómo cogen, de cómo les gusta-
ría que se las chuparan.
El perro dio media vuelta, esta vez sobre el costado derecho y olfateó con su trompa húmeda la punta de las zapatillas de
ante turquesa que poquito antes soportaban el colosal cuerpo de Araceli: sus ochenta kilos de músculos, hormonas y
cabellera negra. La noticia acerca del triángulo pasional quedó nuevamente al descubierto: «LAS 14 PUÑALADAS FUERON
HECHAS CON UNA NAVAJA SUIZA. ANTES, ÉL MUERTO INTRODUJO UN PICAHIELO EN EL ESTÓMAGO DE SU AGRESOR. LO ESTRAÑO DEL
HOMICIDIO CONSISTE EN QUE LA HERMANA, ES DECIR, EL OSCURO OBJETO DEL DESEO...» Araceli recogió el periódico para mostrarme
una pequeña fotografía expuesta en la sección de Cultura: «Mira, éste que sale aquí, el calvo, fue quien escribió el
poema en mi retrato».
Por fin nos metimos bajo las sábanas. Era una cama pequeña, incómoda, sobre todo para mí: aun para estar cerca se
requiere una mínima distancia. Hasta para estar cerca hay que estar lejos.
Araceli, a pesar de su corpulencia, se desplazaba con asombrosa agilidad en la superficie de su cama, su territorio. De
pronto, la pared en donde colgaba la fotografía fue eclipsada por las enormes nalgas de Araceli. No podía ver nada sino
sus hemisferios monumentales que, según los iluminara la luz de la lámpara, parecían ser a veces de seda y a veces de
granito. Me habría gustado pedirle que girara su cuerpo y me diera sólo un beso en los labios, pero a esas alturas temía
volver a ofenderla.
Estimulado por el estruendo producido por las premeditadas lengüetadas de Araceli, el perro saltó a la cama introdu-
ciéndose sin ningún miramiento bajo las sábanas. Araceli gritó: «¡Perro, hijo de puta!» No quise permitirle el
insulto, sobre todo porque le había pedido muy a tiempo que evitara la chupada escandalosa. «No le grites,
Araceli, te he dicho que está muy sensible».
Allí, bajo las sábanas, estuvieron luchando durante largos segundos intentando apoderarse del objeto en
disputa. Lengüetadas daba Araceli, lengüetadas daba también mi perro. Finalmente, éste descendió de la
cama tirándose al suelo con las patas hacia arriba: fingía estar muerto.
Me vestí sin prisa y extraje del pantalón algunos arrugados pero aún valiosos billetes. Los coloqué entre las
piernas de Araceli. Tomé el paraguas. A pesar de estar en verano, me servía para darle instrucciones al perro.
Reconciliados fuimos los tres hasta la puerta. Antes de partir se me ocurrió decirle a Araceli: «Gracias mujer,
te vas a ir al cielo».
El milagro de la colonia Roma

Conocí a Amalia en una Reunión de diseñadores a la que acudí por invitación de mi vecino. La mañana del viernes
pasado —hoy es martes— me levanté más temprano que de costumbre y me eché a la espalda un voluminoso costal de
basura. Estaba decidido a esperar el camión de limpia y volver a mi departamento con el saco vacío. De modo que me
senté en la banqueta y me puse a bostezar con el sol de las ocho de la mañana calentando mis huesos fríos. Antes de que
hiciera su aparición el servicio de limpia, un hombre de baja estatura y escasos cabellos se acercó a mí para dirigirme
unas palabras. Se trataba de mi vecino y deseaba invitarme a una reunión que ofrecería la noche del sábado siguiente.
—No entiendo por qué me invitas a tu reunión —objeté amable—, ¿acaso no tienes amigos?
—Me he enterado de que eres escritor y... la reunión es de diseñadores y artistas. Nos gustaría que te unieras a nuestro
grupo.
—¿Cómo sabes que soy escritor? —pregunté para ganar tiempo. El que un vecino tuyo se enterara de tus debilidades era
un tanto alarmante.
—Descubrí una fotografía tuya en el periódico, te veías mucho más joven pero aun así logré reconocerte.
A pesar de que hacer migas con los vecinos me parece un acto estúpido, el no asistir a la velada podría tener
consecuencias desastrosas, como el que mi correo comenzara a extraviarse, o el que no se me permitiera
hacer fiestas demasiado ruidosas. Si bien no tenía motivos para divertirme, acepté la invitación en favor de la
diplomacia y las buenas costumbres.
A las once de la noche del día sábado, toqué la puerta de mi vecino con el culo de una botella de whisky.
Sabiendo que se trataba de diseñadores no me era difícil predecir la calidad y el ritmo de la reunión.
Ofrecerían mousse de huitlacoche, bocadillos y encima de una mesa encontraría las rutinarias botellas de
Appleton, Herradura y Absolut. Los sillones serían incómodos, pero según ellos bien diseñados, al igual que
las copas y la cafetera y también los tenedores. Cuando ingresé al departamento de estancia amplia y balcón
a la calle, me percaté de que, incluyéndome, seríamos sólo diez personas: cuatro mujeres, dos hombres, un
homosexual y tres seres de sexo indefinido. Yo era uno de los dos hombres y la mayoría de las mujeres,
guapas, no pasarían de los treinta y cinco años. Entre ellas se encontraba Amalia.
A las dos de la mañana, Amalia y yo nos habíamos convertido en buenos amigos. Me enteré, por su propia
boca, que mi vecino había sido su pareja algunos años atrás y que de todos los reunidos esa noche sólo ella
no era diseñadora. Su trabajo tenía que ver con el cine.
—Yo tampoco soy diseñador, ¿no ves lo mal que me visto? —el único que vestía ropa corriente era yo.
—No, cómo crees. Te vistes mal pero eres un hombre interesante. ¿O me equivoco?
—Te equivocas, en cuanto me conozcas te darás cuenta que carezco de interés.
—Me refiero a que no sé si eres hombre.
—Por supuesto, estoy anclado a mi sexo como el Titanic al fondo del mar.
La pequeña fiesta se extendió hasta las cuatro de la mañana sin contratiempos ni escenas fuera de lugar.
Nadie se obstinó en aumentar el volumen de la música ni tampoco en demostrarnos que era un ser especial.
Aun así, me pareció que el tiempo de marcharse había llegado y se lo comuniqué a mi vecino. Le agradecí su
hospitalidad y le prometí que más adelante lo invitaría a una fiesta de escritores.
—Me imagino que será algo muy diferente —me dijo.
—No, hoy en día todo el mundo se parece. Te sentirá como en casa.
Al acercarme a mi nueva amiga para decirle adiós —ella estaba hojeando una revista junto a un librero— me
hiz saber, sin ningún tipo de rodeos y mirándome de frente con sus ojos otoñales, que deseaba conocer mi
departamento.
—-Quiero saber cómo viven los escritores.
—Como los puercos —le respondí. Amalia era una mujer muy bella y sus facciones eslavas, cadavéricas,
quiero decir, le daban un aire de solitaria melancolía. Cumpliría treinta años el próximo mes.
—Tengo la impresión de que gozas despreciándote. Por favor, no juegues conmigo que ya he conocido otros
hombre como tú.
—Amalia, yo no soy un hombre vulgar, pero déjame decirte que si vienes conmigo a mi departamento, no
voy a poder comportarme.
—Entonces permíteme que invite a Leticia con nosotros —sugirió ella. Leticia era una jovencita espigada de
aspecto anodino y veintitantos años. Conforme transcurrió la reunión me percaté que dos de las tres personas
de sexo indefinido tendían hacia lo femenino y que uno de los homosexuales era en realidad lesbiana. Leticia
pertenecía al primer grupo.
—Ven con quien tú quieras, creo que tengo un poco de cocaína en la bolsa de un saco.
—¿A poco tienes un saco? —Amalia era implacable, pero no lo hacía de mala fe.
—Quiero decir «tengo algo de cocaína».
—No quisiera causarte una decepción y voy a ser sincera contigo —lo seco de su voz me pareció
premonitorio de muy malas noticias—: a mí no me gustan los hombres que parecen hombres.
—¿Qué quieres decir con eso? —la cuestioné empujado por un corriente apetito morboso. Deseaba escuchar
su explicación, a pesar de que no habría de descubrir en tal explicación nada sorprendente. Todo estaba tan
claro.
—A mí me atraen los hombres que parecen mujeres, de cuerpos bellos y delicados, me gusta lo femenino,
aunque no las mujeres exactamente.
—No te preocupes, al menos les puedo prestar mi cama —dije, caballeroso.
Pasadas las cinco de la mañana, instalados en mi departamento y luego de una breve conversación, sucedió lo
esperado. Amalia besaba con tierna lujuria a su amiga mientras yo sostenía en las manos un vaso de agua con
hielos (siempre he tenido la obsesión de que en el centro del hielo, como un mastodonte atrapado en la época
glacial, se encuentra un pequeño insecto congelado). Mi habitación ha gozado en todo momento de una
obsesiva austeridad: sólo una cama y un televisor, en las paredes un dibujo de Eduardo Salgado y la
fotografía de una mujer que amé cuando era adolescente. Leticia tenía el torso descubierto, una falda, medias
y zapatos. Amalia estaba desnuda y un leve frío de madrugada comenzaba a estropear el cálido ambiente. No
estaba seguro de que aquella situación me pareciera interesante y estuve a punto de marcharme al sillón de la
sala a dormir de una buena vez. Amalia, que a pesar de los efectos de la cocaína y el vodka mantenía sus
sentidos alertas, me llamó invitándome a participar.
—No te cortes, escritor, ven con nosotras.
Amalia tenía buenos modales, sin embargo decliné la invitación pues Leticia no me gustaba: sus dientes eran
demasiado visibles y el color de su cabello me causaba terror. ¡Yo sólo quería a Amalia!
Lo que voy a contar ahora puede parecer un milagro. Lo fue en realidad. Me encontraba recostado —y
resignado— en mi cómodo sillón, escuchando entre sueños los gemidos armónicos de Amalia y los insultos
amorosos y facilones de Leticia, cuando de pronto comenzó a temblar. Los focos oscilaron de un lado a otro
como péndulos siniestros y las puertas del armario se abrieron de par en par. Quiero dejar muy claro que
hubo tres razones importantes para que Leticia saliera corriendo casi desnuda de mi departamento, no obstan-
te que el temblor no rebasó nunca los seis grados en la escala de Richter. La primera razón es que mi
departamento se encuentra en la Roma, colonia que desde el ochenta y cinco ha cargado con una leyenda
negra en cuestión de temblores, la segunda es que en algunas personas la cocaína causa una cierta paranoia
no fácil de controlar. La tercera razón viene añadida al hecho —según supe más tarde— de que a Leticia se
le murieron los abuelos en el temblor antes referido. Amalia, más inteligente, había permanecido quieta y
excitada sobre la cama esperando que el sismo se desvaneciera. Yo, a quien los temblores le han importado
siempre un carajo, cerré la puerta del departamento con doble llave y corrí hacia mi recámara. Me lancé
sobre Amalia y la besé en la boca, en esa boca que segundos antes perteneciera a Leticia. Estuvimos
cogiendo hasta el amanecer, cuando el sol nos descubrió satisfechos y dormidos. Leticia, falta decirlo, una
vez concluido el temblor, se había refugiado en la casa de mi vecino —después me enteré que se llamaba
Ramón. Pues bien, a la mañana del domingo siguiente, Ramón tocó a mi puerta para solicitarme, con
estudiada cortesía, la ropa de su amiga diseñadora. Eran las doce del día y Amalia, extenuada y amable,
preparaba el desayuno.
Me llamo Urbana

Durante más de una semana estuve ensayando la redacción del anuncio que pondría en el periódico. No fue
fácil: el anuncio debía ser honesto y evitar confusiones a los posibles lectores, debía aclarar mediante un
estilo sutil que el trabajo no sería agradable y, además, tampoco sería bien remunerado. Sin embargo, a pesar
de las restricciones, el trabajo representaba una magnífica oportunidad para congraciarse con la especie
humana y, en caso de ser cristiana, la futura empleada podría honrar al Altísimo y satisfacer así a sus
representantes aquí en la tierra. Cavilé durante muchas horas sobre el texto del anuncio ya que mi pobreza
me impediría mantenerlo en el periódico más de un día. Sería sólo un anuncio y además, tendría que dar
resultados inmediatos.
Finalmente me decidí por lo siguiente: la frase «Necesito urgentemente una dama de compañía» estaría
antecedida por un fragmento impregnado de espíritu religioso. Busqué entre las obras de fray Luis de León y
encontré un párrafo que se adaptaba perfectamente a mis intenciones. En la carta que el fraile escribió para la
carmelita descalza Ana de Jesús resaltaba la siguiente sentencia:
«Todos padecen trabajos, porque el padecer es debido a la culpa, y todos nacen en ella, pero no los padecen todos de una
misma manera: porque los malos a pesar y sin fruto, los buenos con utilidad y provechos.»
El contenido del anuncio me habría dejado totalmente satisfecho de no ser porque, casualmente, encontré una solución
alternativa en un libro de Pierre Louys. En ese libro, Louys especulaba acerca de los deberes que tenemos los hombres
para con Dios:
«Agradecer a Dios el haber creado zanahorias para las niñas, plátanos para las jovencitas, berenjenas para las jóvenes
madres y la remolacha para las señoras maduras.»
Como las dos opciones me entusiasmaban, hice un esfuerzo y publiqué ambos anuncios, el primero en un periódico
liberal, y el segundo en un diario conservador. El trabajo consistía en cuidar de mi tío Ignacio, un ser silencioso lleno de
odio y resentimiento, un bulto de carne carente de extremidades que ha permanecido a mi cuidado desde la muerte de mi
madre. Durante su juventud, el tío Ignacio sirvió fielmente a las órdenes de un general retirado. Cierto día, a la casa del
general llegó con el correo un paquete sospechoso, un paquete sin remitente que el tío Ignacio, como era su deber, se
apresuró a descubrir. Una semana más tarde despertaba en la cama de un hospital convertido en una masa anómala y
desagradable. Tal era la historia que solía relatar mi madre a quien le prestara oídos, un poco para hacer de su hermano
un héroe y otro poco para disculpar a Dios. Sin embargo, la verdadera historia era otra, aburrida de tan sencilla: el tío
Ignacio había nacido así.
Tres días después de publicado el anuncio y resignado a continuar cuidando de mi tío Ignacio toda la vida,
llamaron a la puerta. Abrí sorprendido de recibir visitas a una hora tan descabellada: el reloj marcaba casi las
once de la noche. Si trataba de una mujer.
—Me llamo Urbana.
—¿Vienes por la cita de fray Luis de León o por la de Pierr Louys? —le pregunté, intrigado.
—Vengo por lo de las berenjenas.
Urbana me inspiró confianza desde la primera vez que 1 vi. Su rostro tenía la forma de una avellana y el
color de u piñón. Aún le faltaban algunos años para cumplir los cuarenta y no obstante, para su regocijo,
aparentaba tener mi de medio siglo de edad. Dije «para su regocijo» porque Urbana pertenecía sin duda al
club de las damas sufrientes, es; que han nacido para ser apóstoles y llevar en sus espaldas desgracia de sus
semejantes. La primera muestra de su actitud filantrópica me la dio durante nuestra primera conversación.
Además de las preferencias normales en esta clase ( trabajos, le pedí que me contara acerca de la enorme
cicatriz que en forma de gigantesco ciempiés asomaba el rostro bajo la manga de su blusa color marrón.
Accedió gustosa y r narró la siguiente historia: desde muy niña, primero en compañía de sus padres y
después sola, acostumbraba visitar zoológico para dar de comer a los monos. Les lanza cacahuates y
celebraba cómo los monos aplaudían solicitándole más alimento. Cierto día, en plena adolescencia, se
enfrentó a la primera contradicción ética que Dios, a manera obstáculo, le había puesto en el camino. Los
leones meleros que tanto había admirado en sus continuas visitas al zoológico, se estaban muriendo de
hambre. ¿Podría una niña de doce años hacer algo por esos animales a los que las autoridades municipales
habían considerado artículo suntuario dentro de la programación del presupuesto público? Lo que hizo
Urbana, según me dijo, fue darse a la tarea de comer opíparamente durante toda una semana, doblando, para
sorpresa de su madre, su ración cotidiana. Una vez segura de contar con varios kilos de más visitó el
zoológico y se arrojó decidida al foso de los leones para que éstos pudieran alimentarse de sus nutritivas
carnes. Para su fortuna un héroe anónimo, de los que ya no abundan en nuestras sociedades egoístas, se lanzó
al foso para salvarla logrando, intrépido, que la adolescente recibiera tan sólo un zarpazo en el brazo
izquierdo. El héroe fue devorado en cuestión de minutos por las fieras hambrientas y Urbana llevó, durante
toda su vida, el peso de la muerte de un inocente.
Urbana me contaba los detalles de su historia cuando, de pronto, la voz del tío Ignacio explotó en su habitación inte-
rrumpiendo nuestra charla: «¡Dónde está esa puta que me prometiste, tengo leche para darle de beber a un regimiento!»
A Urbana no le impresionaron las blasfemias del tío Ignacio. Se incorporó del sofá, subió los 17 escalones que sepa-
raban la planta baja del primer piso y entró a la recámara del lisiado.
—Me llamo Urbana y de ahora en adelante tendrá que moderar su lenguaje.
La polémica no era el fuerte del tío Ignacio. Articulaba sus palabras con gran dificultad y lo único que para entonces
pronunciaba perfectamente, eran los insultos. Urbana se aproximó hasta la cuna de madera donde yacía el
cuerpo destrozado de aquel hombre e ignorando el desagradable olor a humedad y ungüentos lo miró
directamente a los ojos:
—Ambos debemos pagar una condena, lo mejor es que nos resignemos y seamos humildes.
—Chúpamela —balbuceó el tío Ignacio a manera de ruego, dulcificando el tono de su voz—, chúpamela por
favor, Dios te lo pagará.
Urbana se inclinó acercando el rostro a los barrotes de la cuna y puso sus labios pálidos en la punta de la
diminuta masa rosada y mal erguida. Yo había seguido a Urbana y presenciaba la escena desde la puerta. Me
sentía tan satisfecho: al fin había encontrado a la persona ideal para hacerse cargo de mi herencia materna.
Podía volver a mi vida normal sin el temor de estar evadiendo mi responsabilidad moral. El tío Ignacio
eyaculó al instante depositando en la boca de Urbana el semen almacenado durante muchos meses. Ella lo
recibió como parte insignificante del castigo que debía pagar por haber causado la muerte de un hombre en el
zoológico, y se lo tragó, provocando así un inesperado descanso para su alma atormentada.
Elisa, ayúdame por favor

«Los estúpidos se entienden bien entre ellos, no cabe duda, y si se entienden a la perfección es que son más estúpidos de
lo normal». Elisa miraba la televisión sentada en la cama con un cigarro en la boca y en posición de flor de loto. ¿Por
qué se llama así a esa posición en la que se colocan las piernas como cazuela? No quiero saberlo, no quiero escuchar a
un sabelotodo recitándome de memoria lo que leyó en la enciclopedia.
—¿Por qué dices cosas raras? Lo que estás diciendo es una tontería —me respondió ella, fastidiada.
—¿Por qué es una tontería? Yo le encuentro mucho sentido.
—Porque sucede exactamente al revés: son los idiotas quienes no se entienden cuando hablan.
Elisa estaba casi desnuda y el sudor de un día de actividades le daba un olor a hembra en vigilia, a carne salada. Cómo
disfrutaba el que Elisa estuviera un poco sucia después de dos o tres días sin bañarse, más si esos días habían estado
colmados de actividades que la obligaban a mover el culo por toda la ciudad.
—Si cualquiera puede entenderte es que sólo dices pendejadas —argumenté. Se trataba de una verdad evidente, al
menos para mí.
Para estar desnuda sólo le hacía falta desprenderse de sus pantaletas color humo medio gastadas y de sus calcetas ne-
gras: cómo deseaba verla arrojar sus calcetas al piso para correr y metérmelas en la boca. Sin embargo, mi deseo no se
vería satisfecho porque ella se encontraba muy a gusto con sus pies cubiertos mirando el televisor sin volumen. Desde
que decidimos vivir juntos, y de esto hará casi seis meses, Elisa prefiere ver el televisor a un volumen muy bajo.
—Tienes graves problemas de inseguridad y sólo quieres llamar la atención —argumentaba contra mí, solemne, con la
seriedad de un médico que nos ofrece las noticias del diagnóstico fatal—. Entre más te conozco más convencida estoy
de que tuviste una infancia muy difícil. Si nuestros padres supieran que la falta de cariño y de buenos tratos tiene efectos
tan graves en nuestra edad adulta, tendrían más cuidado en lo que hacen y dicen.
—Tienes que ayudarme a superar esto, Elisa. Ni yo mismo sé por qué tomo esta actitud —aunque estaba fingiendo, ella,
mi Elisa, jamás se daría cuenta de tan mínimo detalle. Elisa creía en las palabras y en la motivación personal y en el
amor de pareja.
—Sí, mi amor, cuenta siempre conmigo —me excitaba tanto que me dijera mi amor en ese tonito estúpido. Quería
lamerle las piernas y morderle el cuello. ¡Quería hacerle cochinadas!
—En el fondo soy alguien muy indefenso y todo me da miedo, tal vez sea esto la causa de mi agresividad —me en-
contraba de pie al pie de la cama. Ella me observaba acurrucada en su flor de loto.
—No, mi chiquito, Elisa nunca va a dejarte solo, ¿para qué entonces somos una pareja? —se incorporó encadenándome
con sus brazos. Estaba tan cerca de mí y su olor salvaje me oprimía los testículos con la boca de un cascanueces. Nadie
sabe lo ingrato que resulta tener tan cerca a una mujer que no sabe lo que su cuerpo quiere. Su cuerpo y yo lo sabíamos:
ella no.
—Voy a confesarte algo, Elisa —lo dije tan bien dicho que incluso llegué a conmoverme—: cuando te veo desnuda
pienso que jamás podré poseerte, no sé bien cómo explicártelo: tu cuerpo es tan bello y yo tan miserable, me sucede
desde hace tiempo, sé que tengo un problema muy grave.
—Perdóname, pero eso no es verdad, si en algún lugar no eres tímido es en la cama, al contrario, eres desvergonzado y a
veces hasta violento.
—Sí, lo soy —tuve que admitirlo—, sin embargo, ésa es la prueba de mi debilidad, necesito convencerme que soy digno
de una mujer como tú, ésa es la razón de mi agresividad) mi vehemencia. Tú no sabes la clase de fantasmas que rondan
dentro de mí, ayúdame, por favor.
—Mi muchachito —exclamó—, ¿cómo puedes pensar esa cosas? Estás más enfermo de lo que supuse. Mira, te voy a de
mostrar que en el amor no hay amos ni esclavos, sólo amigos dos seres que se aman y que desean compartir sus cuerpos
y si amor —dijo y acto seguido, cumpliendo al pie de la letra 1; más vulgar de las predicciones, lanzó al aire sus
pantaletas color humo y sus calcetas negras. ¡Estaba sucediendo!
—No hagas eso, Elisa—le rogué.
—No, chiquito, tienes que acostumbrarte. Hoy es el primer día de una nueva vida para ti. Voy a darte ese amor qu por
desgracia te fue negado cuando eras un niño —por supuesto no resistí y me lancé sobre su cuerpo mientras ella me
susurraba al oído: «Sí, nene, quiéreme, no tengas miedo».
Hicimos lo que haría cualquier par de estúpidos sobre la cama y luego de una hora de jadeos y movimientos forzados,
Elisa se echó a roncar. Precavido, con el sudor de su piel untado todavía a mi cuerpo, abandoné el camastro, tomé sus
calcetas negras, sus pantaletas y corrí al baño. Extraje de la lavadora una bolsita de jabón Roma y desesperado comencé
a tallar las prendas contra el lavabo. Mi pene estaba tan duro como la porra de un policía. Cuando terminé de lavar y las
prendas quedaron limpias como la espuma, me hinqué frente a la taza del baño y eyaculé. Los ronquidos de Elisa prove-
nientes de la recámara colmaban el departamento y en la calle un borracho vociferaba maldiciendo la avaricia y la mala
voluntad de los hombres.
Fue una equivocación

Si me acosté con ella fue por equivocación. Tocó a la puerta de mi departamento y me inspeccionó de arriba a abajo.
«Nunca pensé que fueras tan alto», dijo y fue ésa la primera vez que la vi en mi vida. Me preguntó si podía pasar y en
respuesta me quité de su camino. Husmeó con descaro la estancia deteniéndose segundos frente a cada una de las
pinturas que decoraban las paredes. «¿Quién es esta mujer?», me preguntaba rogándole a mi memoria me entregara una
imagen, algún recuerdo que me ligara a ella. Fue inútil: se trataba simple y llanamente de una desconocida. Vestía
pantalones azules muy ajustados y un suéter de lana. Era fea como un escupitajo, pero muy elegante. Me preguntó si
estaba dispuesto a ofrecerle algo de beber.
—Claro, ¿quieres un whisky?
—Qué fino. Si recuerdo bien me habías dicho que no te gustaba el whisky. ¿O no es así?
—No es mi bebida favorita, pero guardo una botella para las visitas inesperadas.
Hasta hoy no sé por qué razón dejé que la pantomima continuara. ¿Quién era esa mujer? ¿La habría conocido varios
años antes en alguna fiesta indecente?
—Pensé que ibas a vestirte mejor para recibirme —me dijo. Yo usaba entonces un pantalón negro y una camisa azul
estampada con bellos parajes orientales.
—¿No te gusta mi camisa?
—Sí, es bonita, aunque no sé si es adecuada para una ocasión especial.
Al menos tenía una pista. Nuestro encuentro había sido concertado por ambos y se trataba de una cita especial. No
quiero ser pedante pero ni siquiera borracho me habría acostado con una mujer tan fea. Tenía unas piernas hermosas y
probablemente duras como una roca, pero yo soy un estilista y prefiero a las mujeres delgadas de rostros bellos y
semblante estúpido.
—Creo que me pasé con el whisky —le extendí el vaso.
—No te preocupes, soy una mujer experta —por supuesto que no lo era. Estoy seguro de que sus actos y sus palabras
habían sido ensayados con esmerada dedicación.
—¿Represento la edad que tengo? —me preguntó. Suponía que yo conocía su edad.
—Claro que no, te ves mucho más joven —dije.
—El mes que viene cumpliré veintiséis.
El tono de su voz había cambiado. Estaba sentada cómodamente en mi sillón con las piernas cruzadas. No tenía cica-
trices en las rodillas y tampoco lunares en el pecho. Bebió el whisky de dos generosos tragos. Era evidente que esperaba
una nueva ración. No tuve inconveniente.
—¿Por qué te enamoraste de mí? —se trataba en realidad de una pregunta difícil. Ella sonreía y movía las manos con
cierta gracia.
—Por tus piernas hermosas —dije.
—Oye, si ésta es la primera ocasión que me ves las piernas. No me mientas.
Estuve a punto de confesarle que no recordaba haberla conocido j amás y pedirle que se tomara el whisky cuanto antes y
se largara de mi casa. Para evitar tamaña grosería me preparé un vodka con jugo de naranja.
—No sabía que los abogados vivieran como tú vives.
—¿Y cómo vivo yo? —el vodka me había devuelto la tranquilidad. Lo sabía.
—No sé, tienes pinturas en lugar de diplomas y los muebles son extraños —me pidió un tercer whisky. Quería que me
sentara junto a ella. Lo hice.
—Después de todo lo que nos hemos dicho no podemos tratarnos como extraños.
De su cuerpo irradiaba un calor que se abría paso hasta cortar mi piel y calentarme el corazón y el hígado y lo que
hiciera falta. Cerré los ojos para evitar enfrentarme a su cara de sapo y la besé. Sus labios eran tiernos y jugosos. ¿Por
qué besan de ese modo tan obsceno las mujeres feas?
—Hace calor, ¿puedo quitarme el suéter?
Le dije que sí, y aunque parezca un acto desorbitado, lo primero que hizo fue quitarse los pantalones. Volvió a ponerse
los zapatos y luego se despojó del suéter. Tenía el guión muy bien estudiado.
—Posees un cuerpo muy hermoso —le dije, pero ella lo sabía. ¿Por qué frente a ese cuerpo maravilloso se me ocurría
proferir algo tan estúpido? Sucede siempre.
—Ya lo sé. El problema es mi cara.
—A mí me gusta tu cara, me recuerda los rostros del expresionismo alemán.
—¿Te parezco alemana?
—Sí, en cierto modo —fue ella la que me arrebató los pantalones y comenzó a propinarme unos cariñosos mordiscos en
la verga, tan dura entonces como sus piernas morenas. La luz de la tarde se extinguió y la noche llegó cálida e
inesperada. Mi sillón escurría sudor.
—Te amo, Ricardo —dijo, y aunque en realidad mi nombre es Guillermo, de todas maneras conmovió mi corazón. Su
cuerpo me llenaba de entusiasmo, me hacía sentir poderoso y su rostro extravagante un afortunado. Se trataba nada me-
nos que de una aventura.
Nos vestimos con cierta modorra. Ella metió sus pantaletas en el bolso y se calzó los pantalones.
—Me tengo que ir, Ricardo. Te escribo esta misma noche.
—Desde luego —dije y abrí la puerta.
Bajamos las escaleras en silencio, tres pisos para llegar hasta la puerta principal de mi edificio, viejo y decó. En la
puerta del departamento tres estaba mi vecino. Vestía un traje holgado, camisa blanca y una corbata de nudo
voluminoso. Había en su rostro un gesto melancólico y miraba hacia la calle a través de la ventana mayor del pasillo. Lo
saludé afable, como siempre, y seguí de largo. Ella ni lo miró. En la calle la mujer fea me besó, me pasó su dedo índice
en la barbilla, «te quiero», y subió a su auto, un Datsun viejo del mismo color que su suéter.
Una vez que el pequeño auto dobló en la esquina de Sonora y desapareció, tuve una ocurrencia. Si mi memoria no con-
tinuaba roncando, mi vecino se llamaba Ricardo Gómez y en alguna lejana conversación me comentó que laboraba en
una importante firma de abogados. Desconcertado, subí los escalones y lo saludé.
—Bonita noche, Ricardo, ¿no te parece?
—Sí, aunque hace un poco de calor —era un hombre tímido y de naturaleza endeble. Ya no ejercía como abogado y su
pasión eran las computadoras.
—¿Esperas a alguien? —le pregunté.
—Sí, a una persona muy especial —respondió, meloso, presa de un halo atormentado.
—No sabía que tenías novia.
—No sé si lo entenderías. Tengo una relación de más de tres años con una mujer que conocí por medio de la compu-
tadora. Nunca nos hemos visto y hoy es nuestra primera cita en cuerpo real.
Subí los escalones faltantes y entré a mi departamento. Di un trago a la botella de vodka y encendí el calentador. Nadie
debía sufrir en esa noche tan hermosa.
Detrás de un plato de sopa

Hoy en la tarde, mi madre lanzó su plato de sopa contra la pared.- El tío Arnulfo y el tío Eduardo, alarmados, se
entregaron a la cotidiana tarea de tranquilizar a su hermana; incluso el tío Arnulfo levantó una de sus gigantescas manos
en señal de amenaza: «Si no te calmas voy a tener que...» Todo en vano pues mi madre no se dio por aludida y mucho
menos dejó de hacer sus berrinches; al contrario, sus alaridos nos perforaron los oídos, corrieron más allá de las
ventanas y fueron a entrometerse a las casas de los vecinos. Yo, curioso, fui hacia el muro para observar de cerca los
fideos deslizándose en la superficie de yeso; antes de que la tira más larga llegara a tocar los mosaicos del piso, mi
madre se tiró encima del charco de sopa, revolcándose como loca, como si alguien le hubiera puesto veneno en el plato.
La verdad, parecía que se iba a morir, que me lleve el diablo si no.
Como siempre que le dan sus ataques, prefiero irme a jugar al patio con los restos de una pelota de plástico. Antes
llamaban garage al patio pero desde que mi tío Eduardo vendió su coche lo llaman simplemente el patio. Si mi tío no
tiene coche los vecinos mucho menos, ellos son más pobres que nosotros y alquilan los cuartos a mi abuela que es la
dueña de toda la casa. Y cuando se muera mi abuela toda la casa va a ser para mí.
Si alguno de los vecinos pasa a mi lado, ya sea porque sale de su casa o vuelve a ella, no olvida darme palmaditas
tiernas en la espalda, o sacudirme la cabeza con un golpe cariñoso, hay que ver lo cariñosos que son; hasta el del uno se
atreve a consolarme: «Vas a ver que tu mamacita se va a aliviar, está muy nerviosa pero se va a aliviar, no te
preocupes». La pelota, a pesar de estar desinflada y ser tan vieja, rebota muy bien en las paredes y nunca se va muy
lejos: mejor para mí que siempre he sido un poco flojo.
Cuando la noche está a punto de caernos encima, los focos de la calle se encienden y yo sigo pateando la pelota y
tratando de olvidar lo que sucede dentro de casa; entonces mi abuela abre la puerta de la cocina y me grita: «¡Juan, ya
métete a la casa, mijito!» Me grita fuerte aunque estoy allí, parado junto a ella, esperando la orden de volver a mi cuarto
para hacer la tarea y beber el último vaso de leche del día, me grita como si en verdad quisiera yo quedarme en el patio,
en ese lugar que odio pues para mí es lo mismo que estar enjaulado dentro de casa.
Cuando entro al comedor veo a los tíos recostados en el sofá, tomados de la mano, preocupados, más silenciosos que
nunca, absortos en los rayos blancos de la televisión, pálidos como figuras inmóviles de migajón o de cera. Están
preocupados porque tienen miedo de que mi madre sea presa de un nuevo ataque. Siempre sucede igual, los gritos, las
maldiciones, las ventanas rotas. Y ella no termina hasta ya muy avanzada la madrugada.
Me siento junto al tío Eduardo y me recargo en su hombro. Al tío Eduardo me obligan a llamarle papá y es él
aquí firma cada mes mi boleta de calificaciones. De no ser por que estamos esperando una nueva crisis de
mamá, el tío me habría mandado a dormir. Son casi las nueve de la n che cuando el estruendo de una ventana
rota hace que apartemos la vista de la televisión. Nos levantamos los tres como un resorte y observamos, a
través de la ventana del comedor, los pedacitos de cristal cayendo en el patio como chor tos de lluvia: la
ventana rota es la de mi cuarto, nuestro cuarto porque todavía a mis diez años sigo durmiendo en la misma
cama que mamá. Entonces, las figuras de cera se animan y el tío Arnulfo se quita el cinturón, uno de hebilla
plateada muy ancho y muy doloroso. «Ahora va a ver esta cabrón: dice, pero nadie le cree pues el tío Arnulfo
no podría pega ni a una mosca. No es necesario que el tío vaya a buscar a madre porque la infame baja ya por
las escaleras, chorreado sangre y manchando de gotitas rojas el piso.
—¡Malditos! ¡Ni en el infierno podrán pagar lo que estoy sufriendo! —nos insulta. Está herida de las manos,
los brazos, y si nadie la cura pronto, se va a morir. Los h tos de sangre que corren por sus brazos me
recuerdan a fideos resbalándose por la pared. Se va a morir, ahora sí se salva, pienso yo que nunca he visto
tanta sangre junta mi vida. Como nadie dice nada, ni mi madre, ni mis tiós mucho menos yo, podemos
escuchar claramente el estribillo de una canción lejana, es la voz de una mujer filtrándose por el cristal roto
de la recámara. Nunca olvidaré la letra de esa canción:

Lo más hermoso y bello del mundo


es encontrar un amor
conservar ese amor

No sucederá nada más. La abuela sale de su recámara, baja las escaleras, muy lenta como un globo flotando,
y le pega una bofetada a mi madre. El tío Eduardo corre al baño por una toalla húmeda, vendas, un frasco de
mertiolate y un recipiente con alcohol. Yo me pongo a mirar el garage a través de las persianas. Un gato
juega entre las macetas, ninguna sombra atraviesa el patio y las lagartijas duermen en las ramas del viejo
níspero. Cuando mi madre enloquece, un profundo silencio invade la vecindad, como si todos se metieran de
repente a sus camas.
Mientras mi abuela cura las heridas de su hija, el tío Eduardo limpia las manchas de sangre del piso con una
jerga húmeda, y yo trato de descubrir estrellas fugaces en el cielo. Mi madre nos maldice, dice que se matará
antes de seguir viviendo en una casa llena de pecadores, llama putos a mis dos tíos. A mí no me parece cierto
eso que dice mamá, la casa no es bonita pero está mejor que todas las de mis amigos. Tal vez sin ella, sin mi
madre, podríamos vivir todos más tranquilos, estoy seguro: mis tíos durmiendo en la misma cama, mi abuela
en su propia habitación, yo en la cama de mi mamá. Iríamos a la iglesia los miércoles de ceniza de cada año
y celebraríamos Navidad comiendo pavo y tomando sidra.
Ahora que está mucho más calmada, me toma de la mano para llevarme a dormir, me quita los pantalones, los
calcetines y me pone esa pijama que odio porque es la misma que usaba cuando tenía siete años. Siento un poco
de frío au cuando ella me abraza. También me dice cosas incomprensibles, me pide perdón y llora, pero al apretujarme,
sus herid; vuelven a abrirse manchándome la cara de sangre.
La sangre moja la almohada y también las sábanas. Yo r puedo decirle nada, ni oponerme, porque la verdad me c miedo
que comience otra vez a gritar. Esperaré a que se duerma y entonces iré al baño, me lavaré las manos y meteré cabeza
bajo un chorro de agua fría.
Una visita en casa

Fue un miércoles cuando la mariposa negra entró por la ventana. No era más grande que la palma de mi
mano, ni más negra que las pantaletas de Susana. Desde que la mariposa se posó en las pantaletas que Susana
dej a tendidas dentro del baño nuestra convivencia se enrareció. Ella estaba segura de que la pajarilla no
había entrado a nuestra casa sólo por casualidad sino para modificar nuestro futuro.
—Nuestro futuro será el mismo aunque nos visite un elefante —dije, no sólo para calmarla. Creía firmemente
en la inmutabilidad del futuro.
—Ustedes los hombres nunca serán capaces de descubrir los símbolos que hay a su alrededor. En cuanto una
mariposa negra entra a tu casa puedes echar tus teorías a la basura. La última vez que una mariposa de ese
tamaño entró a mi casa se murió mi madre.
Susana no era tan joven como para creer en esas estupideces. Desde niña había dado muestras de una
sensatez no común en alguien de su edad.
—¿Ustedes los hombres?
—¡Sí! ¡Ustedes los malditos hombres! —sus gritos pusieron en alerta al perro que dormía en el jardín. ¿Una
mariposa era capaz de poner en ese estado a Susana?
La visita del insecto había tenido lugar el miércoles de la semana pasada. Una semana de lluvias impetuosas que
sumieron en la desgracia a miles de habitantes de esta ciudad. En las pantallas de televisión se hicieron cotidianas las
escenas de casas anegadas rodeadas de animales muertos. ¿Acaso había entrado también una mariposa negra a las casas
de esos pobres desgraciados?
—Si tuvieras carencias no estarías pensando en esas pendejadas —observé.
—Hoy amaneciste marxista —dijo sin humor.
—Marxista o no yo jamás diré algo como «Ustedes las malditas mujeres».
La muerte de nuestra madre nos descubrió con una jugosa herencia en las manos. Abandonamos la casa de nuestra
infancia e iniciamos una nueva vida en un barrio cercano a Chapultepec. Nuestra nueva casa había sido construida a
principios de los años cuarenta. Conservaba su extensión original y estaba cercada por un jardín que envidiaban la
mayoría de los vecinos. El que no hubiera niños corriendo en ese jardín pateaba el estómago de los habitantes de las
casas más pequeñas. ¿Qué culpa teníamos Susana o yo de que sus hijos jugaran a la pelota en medio de la calle?
—He pensado dejar jugar a los hijos de nuestros vecinos en el jardín —me propuso alguna vez Susana—. Ayer
estuvieron a punto de atropellar a un muchachito.
—Que se jodan todos. Quiero a esos niños lo más lejos de mí.
Susana y yo teníamos edad suficiente para tener hijos, pero no los deseábamos. Ella cumpliría su tercera
década próximo diciembre, si es que la mariposa negra no se la llevaba antes al infierno. Yo tenía
veinticinco, aunque me sentía tan cansado como un viejo que se pasa el día cargando piedra: Susana se
dedicaba a traducir documentos para varis embajadas. Ganaba dinero en abundancia sin necesidad d salir de
casa. Mi trabajo era aún más sencillo que cargar piedras. Lo había conseguido gracias a la recomendación d
un amigo que me estimaba tanto como a su propio hermane El trabajo consistía en proponer ideas a una
agencia d publicidad. En vista de que los directores de la agencia consideraban que mi trabajo era artístico,
creían innecesario presionarme o ponerme horarios rígidos. Cualquier necedad salida de mi cerebro les
parecía tan interesante como para justificar un sueldo generoso. Ninguno de los amigos de Susana sabía que
yo era su medio hermano. Los míos tampoco. Nos habíamos acostumbrado a compartir la cama tanto como a
cenar en la misma mesa o a poner junta nuestra ropa en la lavadora. Después de las películas de medianoche
nada me gustaba más que el cuerpo de Susana. No es justo decir que estábamos enamorados, pero creo que
ninguno c los dos podría vivir un solo día sin el sexo del otro. Érame una pareja más o menos normal hasta
que al animalejo se ocurrió posarse en sus pantaletas.
—¿Has notado algo diferente en mi cuerpo? —me preguntó Susana el sábado siguiente a la aparición.
-—Un olor extraño, como de eucalipto —no era cierto e absoluto. ¿Por qué se me ocurría mencionar el
eucalipto
Jamás podré describir un olor. Tampoco encuentro la manera adecuada de referirme a un color si no es comparándolo
con un objeto que contiene ese mismo color, ¿qué caso tiene entonces?
—Me imaginaba que algo así no pasaría desapercibido para ti —dijo en un tono algo trágico. Me sorprendió que me
concediera el don de la perspicacia. ¿Acaso no sabía que era yo uno de los malditos hombres más distraídos del mundo?
Susana estaba cometiendo un error. ¿Cómo se le ocurría pensar que me podía hacer ese tipo de preguntas sin levantar
sospechas? A pesar de que jamás he sido un hombre celoso, el eucalipto me serviría para obtener más información.
—Y no sólo el olor a eucalipto. Me parece que en la cama estás actuando de una manera extraña. Te mueves distinto —
Susana había dado el primer paso. Yo sólo seguía sus huellas.
—Quizá me estoy haciendo vieja. Ya no puedo doblar las rodillas como cuando era una adolescente.
El domingo en la tarde abandoné la mesa del café intempestivamente. Olga me preguntó si me aburría su conversación.
No podía decirle que una mariposa negra se había posado en las pantaletas de Susana. No entendería que a partir de ese
hecho mi vida había dejado de ser la misma. Olga es una mujer sin grandes preocupaciones. Tomamos café los
domingos a iniciativa de ella. Tiene la impresión de que soy un hombre con el que se puede pasar una tarde sin
emociones fuertes.
—Hubiéramos cancelado la cita. No tenías por qué hacerme venir.
—Quería preguntarte algo.
—Hazlo.
—Acabo de descubrir la respuesta.
—No tolero esta clase de misterios. Mejor vete.
—¿Tienes hermanos, Olga?
A pesar de que me disgustaba conducir no había mejor ocasión para hacerlo que un domingo antes del anochecer esa
hora la mayoría de los conductores estaba junto a s familias mirando en la televisión un programa deportivo Antes de
partir a mi cita en el café había tenido una extra, conversación con Susana. Me había preguntado si volvería tan tarde
como los domingos anteriores. No sólo se trataba una pregunta fuera de lugar sino que además me estaba forzando a
responderle afirmativamente. Me sorprendió también que usara un vestido rojo para una tarde más bien anodina.
Además de que era un color que ella acostumbraba, el vestido tenía cierto aspecto farandulesco
—¿Por qué te vistes así, Susana?
—Tomé lo primero que estaba a la mano —dijo.
—Volveré tan tarde como tú quieras.
—Esa decisión te corresponde sólo a ti. ¿Cuándo te pedido cuentas de tus actos?
Como era de suponerse volví a casa antes de lo espera Dejé el coche a unos metros de la entrada frontal ocupand<
espacio que dos niños habían dispuesto como una portería
—Señor, ¿no se puede hacer más adelante? —dije menos tímido. En mi cabeza sólo había una pregunta. ¿( quién se
acuesta Susana?
Empujé las puertas con sumo cuidado. Atravesé la están pisando primero con los talones para dejar caer después
suavemente la planta del pie. En el pasillo que conduce a nuestra recámara vi el vestido rojo y los zapatos de Susana en
el piso. Escuché sus gemidos, pero no me parecieron distintos a los que acostumbraba soltar cuando estaba conmigo.
Tampoco me sorprendió que fuera una mujer la que besaba sus senos. No sabia quién era ni tenía interés en saberlo.
Podía ser cualquiera de esas zorras con las que Susana se entrevistaba en las embajadas por cuestiones de trabajo. Llamó
mi atención el que la intrusa llevara puestas las pantaletas de mi hermana. ¿A eso se refería Susana cuando hablaba de
símbolos? A diferencia de lo que yo mismo habría previsto, la imagen de dos mujeres en la cama me llenó de alegría.
Abandoné la casa sin cerrar ninguna puerta detrás de mí. Era como si deseara que los gemidos de Susana llegaran no
sólo a nuestro jardín sino a oídos de los vecinos. Ellos tenían hijos que jugaban a la pelota en la calle.
Nosotros sólo una visita en casa.
Interroguen a Samantha

Si su esposa no hubiera muerto ambos limpiarían las ventanas del comedor. No tenían más de cinco años de haber
rentado el departamento cuando ella cayó de los escalones y se fracturó el cráneo. Adolfo no entendía por qué razón los
cristales de una ventana que siempre permanecía cerrada se ensuciaban de esa manera. Podía entender que la duela del
piso se opacase después de unos meses de recibir las pisadas de los inquilinos, pero ¿los cristales de la ventana? Era
jueves y su hija Samantha no volvería de la escuela sino hasta después de la una. Comerían la misma comida del día
anterior, conversarían al respecto de ciertas obligaciones de Samantha y después él se marcharía a trabajar. ¿Cómo podía
sentirse tan cansado a los treinta y cinco años si la mayor parte de su tiempo la dedicaba a actividades intelectuales? Si
fuera un enterrador o un obrero lo entendería, pero, ¿cuál era la razón para que un periodista se levantara y se acostara
todos los días de tan mal humor? En la opinión de Adolfo ambos estados de ánimo se hallaban íntimamente ligados: el
agotamiento nublaba su carácter y lo convertía en un ser irascible.
Con cuánto gusto rompería los cristales de su ventana para evitar limpiarlos. Dos días antes había tenido una conversa-
ción con el director del periódico recién nombrado al respecto de las nuevas obligaciones de los empleados
de la sección de cultura. Fue una reunión desagradable debido a que en lugar de hablar precisamente acerca
de las nuevas funciones de estos empleados, el director decidió contarle las minucias de una aventura vivida
la noche anterior al lado de una actriz de televisión. Adolfo no estaba impresionado sino aburrido y habría
querido que la reunión no se alargara hasta la medianoche. ¿Por qué tomó la decisión de limpiar las
ventanas? ¿Por qué una mañana se está dispuesto a realizar tal labor sin saber exactamente cuál es la causa?
En todo caso ir a la peluquería para cortarse el cabello parecía un asunto bastante más urgente.
Unos minutos después del mediodía el timbre del teléfono distrajo a Adolfo de sus cavilaciones. Era una
llamada de la directora del plantel donde estudiaba Samantha. La mujer le pedía a Adolfo que acudiera
cuanto antes a las instalaciones escolares, pues su hija había cometido un acto cuya gravedad no permitía ser
tratado a la ligera. Adolfo se puso una camisa blanca, desodorante y un poco de aerosol en el cabello. Estaba
harto de su cabellera desordenada. Seguramente no pasarían muchos días antes de que las tijeras dejaran bien
solucionado el asunto. ¿Cómo pudo haberse imaginado el director que un hombre como Adolfo podría estar
interesado en sus romances? En cuanto recibiera una buena oferta abandonaría el periódico para siempre. De
hecho esperaba de un momento a otro la llamada de un amigo que le confirmaría la posibilidad de trabajar
como reportero cultural en un canal de televisión.
Descendió los tres pisos que separaban su departamento de la calle sin detenerse, como era su costumbre, a
husmear en el interior del buzón colectivo. ¿Qué podía haber hecho una niña de once años para que la encargada
del colegio no deseara tratar el asunto por teléfono? Lo más probable era que Samantha hubiese causado algún
desperfecto en las instalaciones, daño que sin duda sería cargado a la cuenta de Adolfo. El colegio estaba sólo a
unas cuadras de su departamento, de modo que en diez minutos se hallaba cruzando la puerta de la dirección. Ya
dentro de la oficina se encontró con una escena inesperada: junto a una vitrina que resguardaba del polvo a la
bandera nacional, estaba su hija con el rostro inclinado mirando al piso. Justo en el costado opuesto una pareja de
rostro acongojado lo observaba con curiosidad. La directora del colegio dio unos pasos adelante de su escritorio
para saludar al recién llegado y le pidió que se colocara al lado de su hija. El protocolo puso a Adolfo de muy
mal humor, primero el director del periódico haciéndolo cómplice de sus romances, después la estúpida decisión
de limpiar los cristales de las ventanas, y ahora esto. ¿Por qué su hija parecía tan amedrentada? La directora le
explicó lo ocurrido dos horas antes, durante el descanso obligatorio de las diez de la mañana. Su hija se había
encerrado con otro alumno en un compartimiento del baño. Un profesor, afortunadamente alertado por el resto
del estudiantado, los había encontrado realizando el coito. La directora le pidió mantener la calma a pesar de que
Adolfo no había expresado todavía ningún sentimiento. Los padres del alumno que había realizado el coito con
Samantha estaban allí para responder por las consecuencias que un acto tan bochornoso podría desatar. A juzgar
por su apariencia habían dejado sus labores para presentarse a la escuela. Él llevaba puesto un overol color azul
marino y ella una mascada en el cabello. Las palabras coito y bochornoso fueron pronunciadas por la directora
del colegio con especial énfasis. Adolfo, que conocía bien el imperioso carácter de su hija, estaba intrigado por
su comportamiento. ¿Por qué no se defendía? La directora le explicó a Adolfo que temiendo una reacción
violenta de su parte había preferido mantener al estudiante involucrado en un lugar lejos de aquella oficina.
—Yo no entiendo aún cuál es el problema —dijo Adolfo en tono neutral. Sus palabras despertaron una leve
irritación en el rostro de los presentes. Habían esperado una reacción tan diferente por parte del padre de
Samantha. ¿Qué acaso no le importaba su hija?
—¡Son unos niños! —exclamó la directora.
Adolfo se preguntó cómo podía ser tan joven y tan vieja al mismo tiempo. Acarició el cabello de su hija para
hacerles saber a todos que estaba de su parte. ¿Cuánto habría tenido que pagar si Samantha hubiera estropeado
material de laboratorio? O la vitrina misma donde guardaban la bandera y cuyos cristales parecían ser carísimos.
La directora preguntó entonces por la madre de Samantha. El polvo nacarado no lograba ocultar el color de sus
mejillas ni tampoco un pequeño lunar al lado de los labios. Adolfo prefirió no responderle ya que al enterarse de
la orfandad materna de Samantha la directora tomaría la respuesta como un atenuante de su conducta. De ninguna
manera le haría las cosas más sencillas.
—¿Fue en el baño de hombres o en el de mujeres? —le preguntó Adolfo a su hija.
—Eso no tiene importancia —dijo la directora. Hacía dos años que ocupaba el cargo y nunca se había
enfrentado a una situación semejante.
—En el baño de las mujeres —respondió Samantha. La gravedad de su voz delataba que había estado
llorando.
—Si fue durante el descanso y además en el baño destinado a las mujeres no creo que mi hija haya cometido
falta alguna.
—Hemos interrogado a los niños y quiero decirle, estimado señor, que hubo penetración —Adolfo recordó
que también el director del periódico le había llamado estimado señor antes de contarle acerca de sus aventuras
con la actriz de televisión. ¿Por qué la directora había dicho he?nos interrogado? ¿Cuántas personas más habían
acosado a su hija con preguntas incómodas? Volvió a reprocharse su falta de pantalones: de haberlos tenido se
habría levantado y habría dejado al director del periódico con la palabra en la boca.
—¿Va usted a expulsar a mi hija del colegio?
—Lo estamos considerando —dijo ella apenas moviendo los labios.
—Cuando termine de considerarlo hágamelo saber. Buenas tardes —Adolfo tomó a su hija de la mano y
abandonó la dirección. Recorrieron en silencio las siete calles que mediaban entre la escuela y su departamento.
Una vez en casa, Adolfo le informó a Samantha que de ninguna manera se quedaría sin castigo.
—Tienes que terminar de limpiar las ventanas del comedor —le dijo. Había encontrado un magnífico pretexto
para dejar de hacer lo que había comenzado en la mañana por iniciativa propia.
—Sí, papá, y tú tienes que cortarte el cabello.
La semana siguiente Adolfo cumpliría cuarenta años y aún no estaba seguro si ello le causaría una depresión. Antes de
marcharse besó a Samantha en la mejilla. La tarde comenzaba a nublarse y el taxi que lo llevaría al trabajo estaba a
punto de aparecer frente a sus ojos.
n

Más alemán que Hitler


se terminó de imprimir en mayo de 2009 en los talleres de Cía. Impresora y Editora ANGEMA, S. A. de C.V., Salvador
Díaz Mirón # 81-A, Col. Sta. Ma. La Ribera, México D.F., C.P. 06400. La edición consta de 1 000 ejemplares más
sobrantes para reposición.
CON ESTE LIBRO GUILLERMO FADANELLI VUELVE a sus primeros pasos, a ese género donde él afirma sentirse
como en casa: el relato breve. Aunque podríamos decir que se trata de un conjunto de relatos eróticos, sus personajes
adolecen de un sentimiento de orfandad que les hace inmunes a cualquier utopía amorosa. No estamos frente al erotismo
convencional que busca la recreación o el descubrimiento de nuevas formas de sensibilidad. Muy al contrario, los
personajes de estos relatos saben exactamente lo que quieren: satisfacer sus deseos como si se tratara de su última
oportunidad. Aquí el cuerpo no es una encrucijada que descifrar sino un arma que los hombres y mujeres usan para jugar
a la ruleta rusa. Tampoco estamos frente a historias de amor que se van tejiendo a la sombra del tiempo. Son relaciones
que se forjan en la ansiedad y el deseo incontenibles. Algo que de ningún modo excluye el humor que suele acompañar
a los amores absurdos.

S-ar putea să vă placă și