Sunteți pe pagina 1din 2

El minimalismo en la música

El término minimalista, en su ámbito más general, es referido a cualquier cosa que se haya desnudado a lo
esencial, despojada de elementos sobrantes, o que proporciona sólo un esbozo de su estructura.
Minimalismo es la tendencia a reducir a lo esencial. Su acepción actual más aceptada, que lo refiere a los
ámbitos de la cultura y el arte, es nueva, data de 1965 y la utilizó por vez primera el filósofo Richard
Wolheim para referirse a las pinturas de Ad Reinhardt y a otros objetos de muy alto contenido intelectual
pero de bajo contenido formal o de manufactura; pero se aplicaba ya de antes a grupos o individuos que
practican el ascetismo y que reducen sus pertenencias físicas y necesidades al mínimo.

Como movimiento artístico, se trata de un desarrollo del arte occidental posterior a la Segunda Guerra
Mundial, iniciado en los años 60 del siglo pasado. Según el Diccionario de la Real Academia Española, el
minimalismo es una corriente artística que utiliza elementos mínimos y básicos, como colores puros,
formas geométricas simples, tejidos naturales, lenguaje sencillo, etcétera.

En la música, el término minimalismo se aplica a veces a la que muestra alguna de las características
siguientes (o todas): repetición de frases musicales cortas, con variaciones mínimas en un periodo largo
de tiempo; éstasis (movimiento lento), a menudo bajo la forma de zumbidos y tonos largos; énfasis en una
armonía tonal; un pulso constante. La primera composición que se considera minimalista fue la obra de
1964 In C (En Do) de Terry Riley, a la que siguieron, en la década de los 70 las obras de Steve Reich y
Philip Glass, entre otros. La música minimalista puede sonar como algunas formas de música electrónica
o como algunas obras basadas en la textura (Gyorgy Ligeti). El resultado final puede ser similar, pero se
llega por caminos diferentes.

Yo entiendo la música minimalista, en base a lo poco que la he escuchado y a los modelos de Philip
Glass, que es casi el único autor que conozco, como constituida por módulos rítmicos o melódicos
sencillos, no violentos, que se repiten obsesivamente y cambian a otros parecidos y lo hacen en forma
sutil y casi imperceptible. Al final, nos sorprende lo diferente que son de los primeros. Si no se está en la
onda puede parecer muy aburrida, pero se puede llegar a grados muy altos y excitantes de éxtasis
contemplativo.

Philip Glass es, en el momento, el compositor minimalista más reconocido. Es norteamericano, nieto de
judíos emigrados de Lituania. Nació en 1937, el mejor año para haber nacido. Las influencias que tuvo
para generar su propio estilo, tan característico y celebrado, fueron Darius Milhaud, con quien tomó
clases en Nueva York; Nadia Boulanger (¿quien más en esa época?) en París; Johann Sebastian Bach (El
clave bien temperado), Mozart (los conciertos de piano) y Beethoven, según confesión propia. Pero tanto
o más lo fue su adentramiento y conversión al budismo en el norte de la India. Fue la percepción del
ritmo aditivo en la música india lo que, finalmente, lo condujo a su singular estilo.

La música de su primera época (los 70) es extremadamente repetitiva, austera y complicada para el
oyente, lo que le acarreó incomprensión y abandono por parte de la crítica y el público y tenía que
trabajar como taxista y reparador de electrodomésticos a la vez que componía e interpretaba. Para los 80
hizo varias óperas muy alternativas en las que suavizó bastante su minimalismo a ultranza, hizo contacto
con la música pop y abordó el cine, lo que decuplicó su círculo de influencia. Finalmente, en los años 90
se consagró universalmente en base a composiciones más ambiciosas, alejadas cada vez más del
minimalismo y de sus planteamientos personales iniciales para llegar a posturas más comerciales y llenas
de clichés “glassianos”, como dicen las malas lenguas de los críticos internacionales.

Todo esto, porque el pasado domingo 12 de octubre vi y escuché a través de la televisión (TV UNAM),
desde la Sala Nezahualcóyotl de la Ciudad de México, el concierto de domingo de la Orquesta
Filarmónica de la UNAM (OFUNAM), bajo la dirección de su titular, el maestro Alun Francis, que en la
parte central del programa ofrecieron el Concierto para cuarteto de saxofones y orquesta de Philip Glass,
llevando como solistas al extraordinario Cuarteto de Saxofones Raschèr, de los Estados Unidos. Fue una
magnífica experiencia estética musical, a pesar de que el sonido de mi televisor no es el mejor del mundo
(por otra parte, logré una magnífica grabación de audio a través de la transmisión por la Internet). El
concierto data de 1995, fue compuesto para el Cuarteto Raschèr y tiene todas las características de las
obras de ese tiempo.

Es extensa, de cuatro movimientos, ambiciosa en su compleja instrumentación y armonía, difícil de


ejecutar, de un minimalismo menos rígido que el primero de Glass, de lindos módulos melódicos y lentos
en los movimientos primero y tercero y rítmicos, rápidos y jazzeados en el segundo y en el cuarto, hasta
bailables. Tiene una estructura muy interesante que consiste en que cada movimiento utiliza uno de los
saxofones como solista y los otros tres y la orquesta forman el complemento armónico. En el primer
movimiento, el solista es el saxofón soprano; en el segundo, el barítono; en el tercero el tenor y en el
cuarto, el alto. La interacción armónica entre ellos y con la orquesta, es estupenda.

La interpretación no pudo ser mejor, pues estuvo a cargo de “los dueños” de la obra, por así decir,
aquellos para quienes fue compuesta y la han tocado infinidad de veces por todo el mundo. La OFUNAM
y su director, el maestro Alun Francis, estuvieron a la par y todos, al final del concierto se llevaron una
carretada interminable de aplausos que obligaron a un encore que resultó memorable: La transcripción
para cuarteto de saxofones de la Fuga No. 22 del Libro II de El clave bien temperado de Johann Sebastian
Bach. No más que decir.

S-ar putea să vă placă și