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RETRATO DE UN DICTADOR
FRANCISCO SOLANO LOPEZ
1865-1870

CUNNINGHAME GRAHAM
Editado por
elaleph.com

 1999 – Copyright www.elaleph.com


Todos los Derechos Reservados

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Prefacio

La tragedia del Paraguay ha servido de tema a muchos escritores,


pero de escritores que, por lo general, han escrito después de
producirse los acontecimientos y que en pocos casos han sido testigos
de lo que describieron. Sólo he utilizado, pues, las obras de los que
participaron en la tragedia o estuvieron en el Paraguay uno o dos años
después de terminada la guerra y vieron el país desolado, sin cultivar,
con su población masculina tan reducida que la proporción era de
trece mujeres por cada hombre, y los pocos que sobrevivieron eran
veteranos mutilados de guerra o muchachos de catorce o quince años
de edad.
Yo, que durante mi juventud he pasado cerca de un año en el
Paraguay, aunque dieciocho meses después de la terminación de la
guerra; que he visto el país como lo describo, y recorriendo sus
soledades, pasando noches, solo, en los desiertos pueblos del territorio
de Misiones, con mi caballo tomado del cabestro de cuero crudo, con
la pistola y el cuchillo a la mano cuando rugían los tigres 1 ; yo, que
he estado allí y he conocido íntimamente al pueblo por tener la ventaja
de hablar el español desde mi niñez y por saber el guaraní lo bastante
para sostener una conversación sencilla, he escrito esta breve reseña
de la vida de López, porque ha surgido en el Paraguay una generación
para la cual el estado de cosas el que escribo, y los sufrimientos de sus
compatriotas, son una mera leyenda. Han instituido un monstruoso
culto de hombre que llevó a sus antepasados a un estado de miseria
que aquellos que lo vieron no podrán olvidar jamás.
Sólo pocos de nosotros quedamos con vida. Conocí a los ingleses
que he mencionado, Thompson y Stewart, Valpy, Constatt, Oliver2 y
otros cuyos nombres se me escapan a veces, pero que al escribir se me
presentan tan nítidamente en la imaginación como si apenas ayer los
hubiera visto en persona. Sus ropas, sus modalidades, su
conversación, los caballos que montaban, los horribles relatos de sus

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peripecias, todo está tan vivido y claro (a los ojos de mi espíritu), que
lo recuerdo desde hace más de cincuenta años.
Todos estos hombres, que han visto de cerca a Francisco Solano
y han sufrido en sus fortunas en sus personas o en ambas cosas, bajo
su tiranía, han hablado de él con asco y desprecio. Se han, referido a
su crueldad, a su cobardía, a su monstruoso egotismo, a su desprecio
de la dignidad humana, y, al hablar, a menudo se han interrumpido
para maldecir su memoria. Los muchos paraguayos que conocí y que
sobrevivieron a la guerra, han agotado todos los adjetivos en español y
en guaraní para expresar su odio al hombre que en muchos casos
torturó horriblemente a sus padres, hermanos, mujeres y hermanas y
que, cuando la naturaleza humana no podía resistir más. y los pobres
infelices, medio muertos de hambre, se rezagaban en el vía crucis de
su confinamiento en los bosques del Norte, les hacia lancear o
mandaba que les volaran los sesos a culatazos.
Los brasileños y. los argentinos que quedaron allí, a retaguardia
del ejército de ocupación, han confirmado todo cuanto los paraguayos
decían acerca de ese hombre. Lo llamaban el “Mono – Tigre” y solían
expresar sus deseos de que estuviera sufriendo en el infierno, por todo
lo que había hecho a sus desdichados compatriotas. Muchos de los
desdichados que habían perdido a sus padres, madres o mujeres, y
habían sufrido hambre y malos tratos durante los cinco años de la gue-
rra, aún temían hablar, y si llegaba a mencionarse el nombre de
López, miraban a su alrededor con aprensión, como si no estuvieran
seguros de su muerte.
Lo mismo ocurrió después de la muerte de Francia; los pa-
raguayos temían llamarlo por su nombre y hablaban siempre de “El
Difunto” pues Francia había sido casi tan tirano como López, a pesar
de que fue hombre de mucha mayor capacidad natural. Quiso la ironía
del destino que el Paraguay, en el corto espacio de cincuenta años,
cayera en manos de dos hombres crueles, de corazón duro y carentes
de toda humanidad. De Francia, observó un contemporáneo que nadie
creía que fuera un ser humano, hasta que lo probó con su muerte.

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Aunque cerró su país al mundo durante treinta años y era tan


desconfiado y cuidadoso de su propia seguridad como la mayor parte
de los tiranos, no era tan despreciable como el personaje de mi relato.
Cuando tuvo en cuarentena al primer buque británico que llegó al
Paraguay hasta que hubo aprendido bastante inglés para leer sus
papeles de carga, no demostró ser ni débil ni estúpido. Ignoramos si su
lucha con nuestro sincopado idioma fue o no triunfal, pero por lo me-
nos le dio la satisfacción de enterarse qué clase de, carga llevaba la
nave en su bodegas. Su dicho favorito, “al pan, pan, y al vino, vino”,
nos da una muestra de su carácter.
De López no nos ha llegado dicho alguno. Y menos, por cierto,
algún dicho de esa clase, pues López tenía una capa de barniz europeo
de la cual Francia carecía totalmente, pues nunca, desde sus días de
colegio en Córdoba, había salido del Paraguay. Francia tenía los vicios
severos de una época anterior, mientras que López fue el primero de
esos acicalados y dorados sudamericanos que fueron a deslumbrar a
París y a ser objeto de las burlas de los parisienses, del Segundo
Imperio, que les pusieron el nombre de “rastacueros”.
Al Paraguay le falta adelanto. Las frecuentes revoluciones del
pasado lo han mantenido financieramente atrasado. No ofrece para la
emigración el mismo campo que la Argentina o el Uruguay. No tiene
riqueza mineral, quizá, por suerte, para los paraguayos, y presenta
pocas oportunidades de enriquecerse rápidamente, circunstancia tan
afortunada acaso como la falta de minas.
Sin embargo, un país como ése, tan bien dotado por la naturaleza
de todo cuanto contribuye a la felicidad humana; suelo fértil, hermoso
clima, bastante pastoreo para las innumerables cabezas de ganado,
miles de acres de tierras boscosas, llenas de las mejores maderas duras
del mundo; un sistema de ríos quizá sin igual, y una población mansa
y fácil de gobernar, merece un destino mejor que el que le tocó en
suerte. Ante todo, no merece la burla sangrienta que han tratado de
hacerle hombres quizá bienintencionados, al elevar a López a la
categoría de héroe nacional.

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Su busto ha sido erigido en el lugar donde fue muerto, no en


lucha, sino en momentos en que trataba de huir a los bosques. Murió
como había vivido, egoísta hasta el fin, dejando a su amante y a sus
hijos abandonados e indefensos, mientras procuraba escapar.
Su busto profana las oscuras soledades de los bosques ta-
rumbenses. Hasta ahora ningún busto de judas escarnece a Getsemaní.

R. B. CUNNINGHAME GRAHAM
Ardoch, septiembre de 1933.

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1
En toda la América del Sur al jaguar se le llama tigre. La pala-
bra yaguareté de la cual hemos tomado jaguar en guaraní. y significa,
en realidad, perro. Es un animal tan poderoso que con un solo zarpazo
mata un caballo en pocos minutos, derriba y mata a un toro, y, a
menudo, arrastra a su presa doscientas o trescientas yardas, hacia su
guarida.
2
Por ser éstos, con Masterman, quien escribió Seven Eventful
Years in Paraguay, y el doctor Skínner y Washburn, que fue ministro
de los Estados Unidos en Paraguay y escribió The History of
Paraguay, los únicos de todos los escritores que trataron la guerra del
Paraguay que conocieron personalmente a López, los he tomado como
autores principales. Hay una multitud de libros sobre el tema, pero
casi todos están escritos por argentinos y brasileños, que, pertene-
ciendo a los ejércitos aliados, no vieron nunca a López y mucho
menos lo conocieron como hombre. Los paraguayos que han escrito
sobre la guerra, y no son pocos, escribieron todos, sin excepción
mucho después de haber ocurrido los acontecimientos a que se
refieren. López se cuidó muy bien de que ningún paraguayo escribiera
mientras él vivía.

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Introducción

El Paraguay, por su posición alejada y las circunstancias


peculiares de su primera conquista, ha estado tan aislado del mundo,
que sus habitantes, los guaraníes mansos y fáciles de gobernar
(aunque la palabra "guaraní" significa guerrero"), han sido presa de
tiranos desde el descubrimiento del país en el año 1530 por Sebastián
Caboto. El fundador de Asunción (1537), Ramón de Ayolas, era un
audaz aventurero enviado por Don Pedro de Mendoza, primer go-
bernador de Buenos Aires, en busca de un mejor sitio para la capital
de la nueva colonia española del Río de la Plata.
Pasó su tiempo subyugando a los indios payaguás, enseñándoles
los beneficios de la civilización, en la forma entonces acostumbrada,
es decir, por la fuerza de las armas, y a creer en la superioridad de la
raza conquistadora.
Se les brindó a los guaraníes una probabilidad, una sola en toda
la historia del Paraguay, de un gobierno humano y progresista, que
habría hecho gradualmente de ellos, dignos ciudadanos del Imperio
Español, les habría ahorrado siglos de perturbaciones y de
derramamientos de sangre y mostrado tal vez al mundo el espectáculo
de una raza india realmente beneficiada por la llegada de los
europeos.
Esto podría haber ocurrido si el mejor, el más progresista y más
humano de todos los conquistadores no hubiera vivido antes de su
época. El gran Alvar Núñez Cabeza de Vaca, el primer gobernador
del Paraguay, demostró un espíritu de tolerancia y una amplitud de
miras verdaderamente asombrosos, si se toman en consideración los
tiempos en que vivió.
Diez años de sufrimientos, durante los cuales había errado
desnudo y casi solo, sobreviviente de su flota naufragada en Florida,
convertido en un médico ambulante entre las tribus indias, luego, en
vendedor ambulante y honrado por último casi como un Mesías por

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los agradecidos indios, le habían enseñado que las tribus nativas,


salvajes bárbaras y crueles como eran, aún conservaban las cualidades
que el buen trato, la verdad, la justicia. y un sentido de convivencia
despiertan generalmente en toda raza humana. De todos los
conquistadores, aunque muchos de ellos se pronunciaron
resueltamente contra la esclavitud, sólo él vio a los indios como a
seres humanos, que, aunque diferían de sus compatriotas en costum-
bres y en color, tenían las mismas pasiones que ellos. Esa actitud, que
lo distingue definitivamente de la mayoría de los conquistadores, que
llamaban a los indios “gente sin razón”, frase que corresponde
exactamente a nuestra moderna expresión “malditos negros” hizo que
lo detestaran los colonizadores que le tocó gobernar.
Depuesto por el burdo soldado Domingo de Irala, fue enviado
prisionero a España. Cuando, después de años de proceso, fue puesto
en libertad y rehabilitado, su carrera de gobernante había concluido y
murió respetado, aunque olvidado de todos, destino de la mayor parte
de los que viven antes, de su época. Irala, soldado valiente y
gobernante draconiano, fue popular entre los colonizadores y los
soldados españoles. Como es natural, habiendo salido éstos de su país,
en parte al servicio de él, y en parte para hacer fortuna, eran ab-
solutamente indiferentes a las teorías sobre los derechos del hombre.
No parece haber sido innecesariamente cruel, pero al permitir a sus
soldados y a sus colonizadores que oprimieran a los indios, dejó el
primer jalón en el camino de la esclavitud total de sus espíritus, y esto
habría de producir al soldado paraguayo, al que con tanta eficacia
utilizó López durante cuatro largos años, en la más notable de todas
las guerras de la América del Sur.
Después de Irala vino una larga lista de gobernadores enviados
de España, generalmente elegidos entre los allegados a la persona del
soberano o de las filas de la nobleza.
La mayor parte de ellos ignoraba todo lo relativo a los países que
se les mandaba gobernar. Los mejores de ellos cayeron naturalmente
bajo la influencia de funcionarios con experiencia colonial. Algunos

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trataron de aplicar imparcialmente el gran código conocido por “Leyes


de Indias”.
Este código, mal interpretado por la mayoría de los historiadores
de nuestra raza, cegados por el prejuicio racial y religioso, había sido
elaborado originariamente para la protección de los indios. La
mayoría de sus disposiciones eran humanas. Los indios fueron
proclamados libres y la esclavitud, en sus peores formas, fue
rigurosamente prohibida.
Al propio tiempo, se permitieron no obstante, dos sistemas que
dieron luego origen a grandes abusos. Uno de ellos fue el sistema de
los yanaconas, especie de servidumbre por la cual los indios tenían
que servir a sus señores feudales.
El otro fue una especie de “corvée”, por la cual los indios
designados con el nombre de mitayos por el código, estaban obligados
a dedicar determinado número de días de trabajo a su señor.
A este respecto, debe recordarse, para opinar acerca de ese
código, que la esclavitud era reconocida en todos los Estados
europeos. Las ideas de libertad y de independencia que lentamente
germinaron en los demás Estados de la América del Sur nunca
llegaron al Paraguay.
A pesar de formar parte del extenso virreinato del Río de la
Plata, ese país quedó aislado del mundo entero. Aunque Asunción fue
en un principio la capital de ese vasto territorio., su posición, a cerca
de mil millas de la costa del mar, pronto le hizo perder su primitiva
preeminencia y la transformó en una ciudad provinciana aislada del
mundo. La sede de la justicia, en la Audiencia de Charcas, a
centenares de millas de distancia, en territorio de Bolivia, estaba tan
lejana que todo juicio allí entablado tardaba meses y a veces años en
resolverse.
El eterno conflicto entre las autoridades religiosas y civiles que
culminó cuando el célebre obispo Cárdenas desafió al gobernador, lo
encarceló y usurpó su autoridad hasta que él mismo fue también
derrocado, era el tema principal que preocupaba a los paraguayos. Los

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salvajes y belicosos indios del Chaco, a quienes los primeros


conquistadores, aunque sin. dominarlos nunca del todo, habían
enseñado a temer a las armas españolas, atacaban con impunidad el
territorio paraguayo.
Los colonizadores, a pesar de ser descendientes de los intrépidos
conquistadores de los días de Pizarro y de Cortés, se habían criado
desacostumbrados al uso de las armas.
En 1737 el provincial de los jesuitas, Jaime de Aguilar, decía en
una curiosa carta a Felipe V de España: “Y si alguna vez, que no son
muchas, se animan los Españoles a perseguir y castigar a los Indios,
muchos huyen de la tierra o se esconden, por no ir a la entrada...
Otras (veces) cuando llegan allá, el Enemigo les quita la Cavallada,
dejándolos a pie y se vuelven a casa como pueden”.
A ese extremo habían llegado los descendientes de los hombres
que doscientos años antes habían perseguido a los indios como a
rebaños de ovejas.
Desde un principio, el clero tuvo gran poderío en el Paraguay, y
el pueblo le prestó inmediatamente obediencia, pues el obedecer estaba
en su naturaleza. No parece que los paraguayos hayan tenido crueles
dioses tutelares, como los mexicanos, para compartir su culto con la
divinidad importada por los españoles, ni siquiera un espíritu del mal,
medio dios y medio demonio, como el Gualicho de los indios pampas.
Charlevoix1 , en su historia del Paraguay, no cita ninguna deidad
particular adorada por los guaraníes del Paraguay.
“Los guaraníes -dice- creen firmemente en los presagios, y a los
misioneros les fue muy difícil quitarles esas quimeras de la cabeza”2 .
Como la mayor parte de los pueblos bárbaros, estaban muy
influidos por sus médicos. A este respecto el modernismo parece
haberse unido a la barbarie.
En cuanto a su carácter, las siguientes líneas parecen indicar que
la naturaleza había formado a los guaraníes para la servidumbre ante
cualquier tirano que apareciera.

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“Tenían —dice Charlevoix— una inteligencia


extraordinariamente escasa, mayor o menor estupidez y ferocidad3,
indolencia y disgusto por el trabajo y una ausencia sin límites de
previsión para lo futuro”. A pesar de su estupidez, o tal vez por su
estupidez misma, parecen haber sido particularmente fáciles de
convertir. Los padres Ortega y Filds4, ambos jesuitas experimentados,
acostumbrados a la ardua labor de catequizar a los indios salvajes de
los bosques, llegaron al Paraguay y se pusieron inmediatamente a la
obra.
En Villarrica, sólo tardaron un mes en instruir5 a los indios y
ponerlos en estado de confesarse y de participar en los santos
misterios.
Este tiempo parece bastante corto, si se tiene en cuenta la
dificultad de penetrar en los santos misterios de nuestra fe mediante el
idioma guaraní.
Además, en esa época, ningún indio podía saber mucho español;
pero a la fe todo le es posible.
Casi desde un principio los jesuitas observaron la gran docilidad
de los guaraníes, su carencia total de todo lo que fuera iniciativa y sus
notables dotes para imitar cuantos objetos velan, tan perfectamente
que casi no podía distinguírselos de los originales.
El célebre misionero padre Cattáneo, que residió mucho tiempo
en el Paraguay, dice que los guaraníes tenían ese talento hasta el
grado de la perfección. “Muéstreseles —dice—, una cruz, un
candelero o un turíbulo, dénseles materiales, y difícilmente podrá
distinguirse su obra del objeto que se les ha entregado.”
Cuenta que eran capaces de reproducir órganos o esferas
astronómicas, y casi todos los artículos manufacturados; pero, agrega,
nada podían crear por sí mismos.
La música les atraía en grado sumo. Sus voces, dice Charlevoix,
eran en general armoniosas, y aprendían, como por magia, a tocar
cualquier instrumento.

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Ésta fue la forma de conversión de muchos de ellos (Dios


mediante), dice dicho misionero, pues parecía que el dogma les fuera
más comprensible si la instrucción se hacía por medio de la música.
En las reducciones de los jesuitas, los neófitos construían sus
propias iglesias, esculpían las estatuas de los santos, las pintaban y
doraban, y tejían las telas de sus vestidos. Los únicos lugares felices
para los guaraníes en toda su historia fueron las misiones jesuíticas,
donde se los trataba casi como a niños grandes; donde la alimentación
era abundante, la pobreza, desconocida, y, su correlativo, la riqueza,
igualmente desconocida.
La vida transcurría como en una perpetua escuela dominical. La
tierra era extremadamente fértil, producía cosechas con un mínimo de
labor, para las sencillas necesidades de] pueblo. Sin duda alguna, los
padres jesuitas, que procedían no sólo de España, pues los habla de
casi todas las nacionalidades europeas, fueron hombres de vida recta,
dedicados a sus indios y sin el menor pensamiento de ganancia ni de
ventaja personal.
Esto quedó acabadamente probado cuando su expulsión, pues no
se halló en ninguna de sus poblaciones suma grande, ni siquiera
considerable, de dinero, aunque los jesuitas fueron expulsados sin
previo aviso y no pudieron haber tenido tiempo de ocultar los tesoros
de los cuales tanto se había hablado.
Como el Paraguay era un país relativamente pequeño, sin
extensas llanuras, no tenía enormes tropas de ganado. La vida era
segura en las zonas pobladas, y, en su mayor parte, el pueblo vivía de
la agricultura.
De ahí que nunca se formó en el Paraguay el tipo del nómada
comparable al de los gauchos de la Argentina y del Uruguay, siempre
prontos a intervenir en cualquier revolución. En sus praderas,
rodeadas por bosques, no vagaban manadas de caballos semisalvajes.
La cantidad de caballos bastaba para las necesidades de los habitantes,
pero no alcanzaba a suministrar de pronto cabalgadura para
centenares de hombres, como en las provincias meridionales del Río

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de la Plata. El clima —Asunción se halla en el trópico, pero bien lejos


de él estaban las misiones jesuíticas— era húmedo y enervante e
indisponía a las gentes para los ejercicios violentos.
Fuera del territorio de la misión, los descendientes de los
conquistadores, la mayoría de los cuales había tomado mujer entre los
indios aunque en general dominaban el español y se consideraban
como españoles, hablaban el guaraní en sus casas. Mantenían a los
indios en lo que se conocía por “encomienda”, lo cual no era sino una
especie de servidumbre, no tiránica por regla general, pero que no
podía producir un tipo de hombre de mucha iniciativa.
La clase dirigente estaba integrada casi exclusivamente por
españoles, que se mantenían por encima de la población criolla y
formaban una clase aparte.
Los gobernadores eran siempre enviados de España, así como en
general todos los funcionarios y dignatarios de la Iglesia. Bajo su
gobierno, los indios eran tratados más duramente que en las misiones
jesuíticas, menos cuidados, y la división entre ellos y sus gobernantes
era más netamente definida.
En ninguna parte del Paraguay, ni en las misiones ni en las
zonas gobernadas por los colonizadores, los indios tuvieron muchas
oportunidades de mejorar su condición. No se había soñado siquiera
con los derechos del hombre, pero bien se conocían sus deberes, y
éstos se reducían a una obediencia absoluta a los gobernantes,
temporales y espirituales. Todo esto produjo, naturalmente, un tipo de
hombres por los cuales nunca fue discutida la autoridad,, sino tomada
como algo tan natural como la lluvia o el trueno, el calor o el frío, el
día o la noche, y tan inevitable como la muerte. Durante todo el
período colonial, a un gobernador sucedió otro gobernador, y la vida
transcurrió tranquilamente, perturbada sólo por los continuos
conflictos entre los poderes civiles y eclesiásticos, que ardían en forma
sorda periódicamente, excepto en algunas ocasiones en que estallaban,
como en 1648, cuando el gobernador Don Gregorio Hinestrosa fue
desafiado por el turbulento obispo Don Bernardino Cárdenas, y sitiado

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en su propio palacio por los partidarios del obispo. Cárdenas, criollo


nacido en Charcas, ahora Bolivia era de la clase de hombres que sólo
las Américas de esos tiempos o la Roma de los Borgia podían
producir. Después de haber hundido al Paraguay en la confusión,
atacando ora al gobernador, ora a los jesuitas, a los cuales, como buen
franciscano, odiaba mortalmente, fue por último desterrado o
trasladado a la lejana diócesis de Popayán, en Nueva Granada6. Allí
tuvo oportunidad de reflexionar en el proverbio “Todo el mundo es
Popayán” y de pensar si, como dicen algunos, los proverbios no son,
después de todo, prueba de la ignorancia de nuestros antepasados.
El asunto Cárdenas fue casi el único incidente importante de los
tiempos coloniales. En el Paraguay, la vida transcurría
tranquilamente, perturbada sólo por alguna incursión ocasional de los
indios del Chaco, a quienes les bastaba cruzar el río para atacar y
saquear las poblaciones alejadas. Nunca se adentraban en el país, y,
como no eran muchos, los daños que causaban no eran muy grandes.
Mucho más serias eran las invasiones de las misiones jesuíticas
por los feroces paulistas, en el Este. San Pablo era en ese tiempo el
centro de una curiosa raza de hombres. Los primeros colonizadores
portugueses sólo habían traído muy pocas mujeres. Sus hijos se
casaron o vivieron con indias nativas, y, en algunos casos, se cruzaron
con negras traídas como esclavas de Africa. .
Los niños, conocidos por el nombre de “mamalucos”, crecieron
con todos los vicios de ambas razas. Sus únicas virtudes parecen haber
sido la valentía, que poseían en grado sumo, y un amor por la
aventura que los impulsaba a emprender expediciones asombrosas con
el objeto de explorar el interior del país, principalmente en busca de
oro. Los bandeirantes7 , cuya historia no es sino una serie de aventuras
audaces, penurias sufridas y peligros corridos, casi sin igual en la
historia de los países de América, siempre hallaron en las colinas de
la ciudad de San Pablo hombres dispuestos a seguirlos. Los paulistas
eran, en realidad, bucaneros de tierra, tan feroces, crueles y
despiadados como aquellos de sus colegas que infestaban las aguas

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españolas bajo el pabellón negro. Aplacada su primera sed de metales


preciosos, se volvieron a la agricultura. Aunque la cantidad de
esclavos negros resultaba inagotable, los negros eran mercadería que
se compraba a altos precios. Todo paulista consideraba corno un
dogma que lo principal es un esclavo que rinda. Las misiones
jesuíticas, habitadas por una raza de hombres mansos por naturaleza y
no belicosos, estaban bien a mano y parecían designadas por la
Providencia para proporcionar esclavos a las plantaciones de San
Pablo.
Como lobos, irrumpieron en el pacífico territorio de las misiones,
bien armados, bien montados y acostumbrados a la vida salvaje y sin
ley de su juventud y de sus antecesores. Después de marchas forzadas
por las selvas, invadieron las poblaciones y dominaron fácilmente a la
milicia india, organizada por los jesuitas más por aparato que para un
verdadero servido de campaña. Después de incendiar los pueblos y dar
muerte a todos cuantos les opusieron resistencia, aun a veces a los
propios jesuitas, arreaban a la población como rebaños de ovejas para
hacerla trabajar en sus plantaciones, donde centenares de hombres
perecieron agotados por el trabajo, por la mala comida y la miseria.
Durante años., se repitieron esas incursiones periódicamente,
hasta que, por último, al mando del heroico sacerdote padre Ruiz
Montoya, los guaraníes abandonaron los pueblos que habían
construido, sus ricos campos agrícolas y sus estancias de ganado de la
provincia de Guaira, cercana a las grandes cataratas del mismo
nombre, en el Paraná, y emigraron al territorio de las misiones del
Paraguay. Este éxodo, de cerca de 12.000 personas, ha sido
soberbiamente descrito por el padre Ruiz Montoya en su Conquista
Espiritual del Paraguay.
Las incursiones de los paulistas afectaron mucho a la parte del
Paraguay administrada por los gobernadores procedentes de España;
no así a la que estaba en poder de los jesuitas, que sabían lo que
ocurriría a sus rebaños si permitían el libre contacto entre éstos y los

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colonizadores españoles, y se mantuvieron alejados lo más posible en


sus territorios.
La vida fácil, reglamentada en todos sus aspectos por los
sacerdotes; los pueblos de misiones construidos alrededor de una
plaza, con un techo de ochenta a cien yardas de largo, que unía todas
las casas; la regular asistencia a misa y las paradas de ceremonia m la
fiestas religiosas, no produjeron un tipo de hombre con confianza en sí
mismo.
Las capillas estaban llenas de artífices y artesanos, pero todos
ellos trabajaban según planos que les daban los jesuitas. Hicieron
obras en nada inferiores a las que pueden verse en las iglesias del
pueblo en España e Italia. Cuando recuerdo las misiones casi
desiertas, a poco de terminar la guerra del Paraguay, en cuyas iglesias
abandonadas las imágenes de santos, bien ejecutadas y muy doradas al
florido estilo jesuita, aún estaban en su lugar, me producen la
impresión de estatuas de dioses en algún templo de Nueva Zelanda.
Organos ricamente dorados, rotos y cubiertos de telarañas,
servían de nido a los murciélagos. Los púlpitos esculpidos estaban
habitados por escorpiones y víboras. Las campanas aún repicaban los
domingos y en las fiestas de los santos y generalmente un viejo de
cabello gris, que había sobrevivido a la guerra, en un español dudoso
mezclado de guaraní dirigíase por medio del canto de interminables
himnos a la pequeña congregación, enteramente compuesta de
mujeres, uno pocos niños y algunos hombres de barbas grises como él.
Luego los exhortaba en su lengua a, ser buenos cristianos. Afuera, la
selva invasora había llegado a los alrededores del pueblo y amenazaba
cubrirlo, golpeando en sus muros como el mar. Bandadas de
guacamayos, con un agudos graznidos, volaban por sobre el amplio
espacio abierto, de corto césped, rodeado por los bajos y continuados
techos de las casas, que le daba la apariencia de una gigantesca
cancha de tenis, con sus cobertizos. Rara vez he visto una ceremonia
más religiosa y más emocionante que esta supervivencia, con sus mal
imitados ritos, dejada en el corazón del pueblo por los jesuitas.

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Cuando, en raras, ocasiones, llegaba un sacerdote para celebrar misa,


las gentes acudían de varias millas a la redonda, las mujeres
marchando por los bosques, a menudo de noche, en una larga fila, con
su guía provisto de una antorcha para ahuyentar las bestias salvajes y
evitar que los peregrinos perdieran contacto entre si. Todas vestían
camisas blancas, muy largas y ribeteadas de bordados negros en el
escote. El cabello, cortado en fleco sobre la frente, caía sobre sus
hombros, grueso, negro y lustroso como la cola de un caballo salvaje.
Todos estaban descalzos, y, al entrar en fila en la iglesia para
prosternarse devotamente en el suelo mientras oían misa, sus pies
descalzos, de plantas tan duras como la suela, producían un extraño
ruido de aleteo en el piso de madera de la iglesia, tal como el que
produce un caballo sin herraduras al galopar en terreno blando.
En Asunción, y en la parte del país gobernada por España, al
decaer gradualmente el gran imperio, los gobernadores españoles
vieron limitado su poder y, desde luego, mermada su influencia,
cuando sus disputas con los obispos llegaron a su fin.
.Situado como está el país, aproximadamente a mil millas de
Buenos Aires, no llegaban inmigrantes de España, y así las familias
celosas de su sangre blanca estaban casi todas unidas entre sí por lazos
consanguíneos. Habían perdido todo contacto con la madre patria y de
nada se preocupaban ni conocían fuera del Paraguay. No había
grandes casas construidas por los conquistadores, como en México y
en el Perú, diseminadas en el país; no había grandes estancias de
ladrillos, de techos planos y blanqueadas, como en la Argentina. Los
conquistadores no habían construido ni lindas iglesias ni grandes con-
ventos, como lo habían hecho en casi todos los demás Estados de la
América del Sur.
La catedral de Asunción era un edificio modesto. Las iglesias de
campaña, aún más modestas, sin pretensiones arquitectónicas. A pesar
de que algunas de las viejas familias poseían grandes propiedades,
éstas no eran muy valiosas, pues no habla tan enormes cantidades de
ganado como en la Argentina. La única exportación de verdadero

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valor era la de la yerba el substituto del té, que se toma en las praderas
orientales de la América del Sur y que se conoce por mate, en el resto
del mundo.
Así, pues, no existían hombres muy acaudalados y, por otra
parte, no habla pobreza y menos, miseria.
Los más pobres poseían su parcela de tierra, en la cual co-
sechaban bastante maíz y mandioca para sus necesidades.
Alrededor de cada casa habla naranjos. Es difícil que haya otro
país en el mundo en que los naranjos sean más abundantes y den
mejores frutos. En todos los montes los naranjos se habían vuelto
silvestres, formando grandes espesuras, y crecían lozanamente en las
islas del Paraná. Las clases superiores mantenían las apariencias y
usaban ropas europeas, pero sólo en Asunción. En sus propiedades,
vestían sacos y pantalones de lino, y pasaban gran parte del tiempo
meciéndose en hamacas que mantenían en movimiento tocando el
suelo con la punta del pie descalzo. La siesta era casi obligada entre
ellas durante las horas de calor. Cuando, por la tarde, soplaba una
brisa fresca, se sentaban en pesadas sillas de madera, con asiento de
cuero crudo, apoyadas contra la pared o bajo los árboles, mientras que
una mozuela descalza, vestida con su larga camisa llamada tipoy,
esperaba pacientemente a su lado con el mate en la mano.
Las gentes de ambos sexos de todas las clases sociales fumaban
continuamente. Los cigarrillos eran prácticamente desconocidos, pues
todos los paraguayos fumaban, cigarros. Las campesinas, mientras se
dirigían en grupos al mercado por las selvas, fumaban cigarros casi
tan gruesos como una banana común y los encendían, si llegaban a
apagarse, en la antorcha que siempre llevaba el guía.
Las señoras fumaban cigarros de tamaño ordinario. Los hombres
los fumaban más pequeños, de un tabaco particularmente fuerte
llamado ”petun hobi” en guaraní; se decía que las mujeres eran
capaces de fumar tabacos más fuertes que los hombres, tal vez por
tener menos desarrollado su sistema nervioso o por alguna otra razón
ignorada.

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Una señora que quería honrar a alguno de sus huéspedes, le


ofrecía el cigarro que estaba fumando. Lindo gesto que debería
imitarse (sin privilegio del clero) en otros países.
A veces, en las zonas del campo, alguna corpulenta india tomaba
una o dos hojas de tabaco fresco, levantaba (discretamente) su tipoy9,
y después de enrollarlas restregándolas una o dos veces en el muslo,
entregaba el cigarro al fumador con una sonrisa.
Gradualmente, la lucha entre la Iglesia y el Estado perdió su
virulencia, porque cada vez había menos motivos para ello, pues los
paraguayos eran naturalmente religiosos y los gobernadores enviados
de España se desinteresaban cada vez más de todo lo que no fuera
hacer fortuna y regresar a su patria. No contaban allí con las
oportunidades que les brindaban Chile, México, Nueva Granada y el
Perú, ya que el Paraguay no tenía minas, sino un pequeño comercio y
pocas riquezas naturales.
El cargo de gobernador no era, por lo tanto, muy codiciado en
España; sólo pocos hombres arruinados se resignaban a condenarse a
una vida de aislamiento, y sin interés, con pocas probabilidades de
recompensa.
Lo que parece haber preocupado principalmente los espíritus de
esas gentes era saber qué ocurría en las misiones jesuíticas, que
constituían. casi un libro cerrado para los pobladores de Asunción.
Se contaban las más fantásticas leyendas sobre las fabulosas
riquezas que habían acumulado los jesuitas. Aquellos que tenían
autoridad los odiaban, pues se interponían entre ellos y la explotación
de los indios.
Nadie se detenía a pensar que en un país sin riqueza mineral, no
muy rico en ganado y sin más comercio que la exportación de la
yerba, que los jesuitas habían introducido en el territorio de las
Misiones, la acumulación de grandes fortunas era imposible.
Hasta cierto punto, fueron los mismos jesuitas quienes dieron
origen a estas sospechas.

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Su costumbre de excluir estrictamente a todo extraño, lo cual era


casi una necesidad en su caso, tenía que provocar, indudablemente, los
rumores más fantásticos acerca de los motivos de esta exclusión y
acerca de su riqueza.
En cuanto a los motivos, cualquiera que lo desee puede examinar
mucha de su correspondencia privada en los Archivos de Indias en
Sevilla y en Simancas.
Su expulsión se realizó tan repentinamente que no habrían
podido tener tiempo de destruir nada y menos aún de enterrar tesoro
alguno, en caso de que lo poseyeran.
El que lea sus documentos10 y examine sus cuentas con espíritu
amplio no podrá sino confesar que, aunque probablemente estrechos
de miras, sus motivos y sus intenciones eran puros.
No parece haberse denunciado caso alguno de falta a la castidad
personal contra algún jesuita en el Paraguay, ni aun por sus peores
enemigos.
Eso sólo, en un país en que las mujeres han sido siempre más
numerosas que los hombres, y con las oportunidades que los jesuitas
han de haber tenido, habla maravillosamente de la pureza de sus
normas.
Desde los tiempos de Cárdenas, muchas veces se intentó, tanto
por el clero regular como por las autoridades civiles, expulsar a los
jesuitas. En varias oportunidades fueron expulsados de su colegio de
Asunción, pero siempre se las compusieron para volver.
En 1767, como un trueno en un cielo azul, llegó una orden
general para su expulsión de América. Se fueron sin decir una
palabra, casi sin una protesta, dejando su obra de más de cien años a
la destrucción y al abandono.
Nada11 de valor se halló en ninguna de sus poblaciones. Cuanta
riqueza tenían la habían gastado en el adorno de sus iglesias. En
cuanto a ellos, se fueron pobres como cuerpo de gitano. Podrían haber
luchado, de haberlo querido, pues no había ni cien soldados españoles

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en todo el Paraguay. La milicia local no era digna de tenerse en


cuenta, mal montada, mal armada y sin disciplina.
Sin duda alguna, los jesuitas habrían podido poner por lo menos
cinco mil indios en campaña, mucho mejor armados que la milicia del
Gobierno. Estos hombres, mandados por sus sacerdotes y en defensa
de sus hogares, habrían probado ser buenos soldados, como lo
demuestra acabadamente su comportamiento m 1678, al frente de un
contingente de guaraníes, enviados por los jesuitas a requerimiento del
gobernador español12.
Los jesuitas eligieron el mejor camino, y partieron en silencio,
dejando que el campo de sus afanes no recompensados atestiguara por
ellos ante los ojos de la posteridad.
El motivo principal de su indudable impopularidad en el
Paraguay fue la firme posición que adoptaron contra la esclavitud de
los indios. Su sistema, juzgado por las normas de hoy, era ilusorio,
pero todos los sistemas basados en el amor y no en el provecho han
sido, son y serán tal vez siempre considerados poco prácticos por
aquellos que no ven en el mundo sino una ostra que pueden abrir, sea
por mafia o por fuerza. Es posible que el sistema de los jesuitas haya
sido el más apropiado para el grado de civilización que habían al-
canzado los indios. Los hizo felices, a juzgar por las crónicas de aquel
tiempo, aunque, por cierto, no les dio confianza en sí mismos, sino
que, por el contrario, los inclinó a la obediencia de cualquier forma de
gobierno.
Sin embargo, no disminuyó la valentía del pueblo y menos aún
disminuyó su hombría, como estaban destinados a ponerlo de
manifiesto sus descendientes. Las tres cuartas partes, de la población
estaban constituidas por indios puros, que, bajo el dominio directo de
España, no tenían parte ni intervención en el gobierno. Ni siervos ni
esclavos, exactamente, la única relación mantenida con el Gobierno
era la obediencia. Desde su nacimiento, todo paraguayo aprendía a
obedecer a su sacerdote y a su superior. Esta ciega sumisión a la
autoridad abrió el camino a la tiranía que estaba destinado a soportar.

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. La repercusión de la Revolución Francesa, con sus doctrinas de


los derechos del hombre y su nueva trilogía de Libertad, Igualdad y
Fraternidad13, que inflamaron al resto de la América del Sur, llegó al
Paraguay mucho después que a cualquiera de. los demás Estados.
En el Paraguay, la misma opresión de los criollos por los
españoles nacidos en España tuvo igual consecuencia que en los
demás Estados de la América del Sur. Los criollos eran excluidos en
cuanto era posible del desempeño de los cargos, y eran tenidos en
menos, aun los bien educados y ricos, hasta por el más insignificante
de los nativos, de la Península.
Como es natural, los criollos fueron los primeros en aclamar con
entusiasmo las nuevas doctrinas.
No es que pensaran ni por un momento en compartirlas con la
pobre población indígena. A ésta le correspondía prosternarse y adorar
a la Libertad, llamarse ciudadanos libres, oír las arengas sobre los
derechos del hombre y seguir trabajando para los señores criollos que
habían substituido a los españoles. La independencia se logró en el
Paraguay casi sin lucha ni violencia; ninguna de las encarnizadas
guerras que se libraron en México, Venezuela, Nueva Granada ni el
Perú fueron necesarias en el Paraguay. El propio gobernador español,
Don Bernardo Velazco14, anciano y filósofo, no fue, según se afirma,
hostil a las ideas revolucionarias. Parece haber considerado que
España estaba postrada ante las armas de Napoleón y que le era
imposible seguir gobernando un gran continente a miles de millas de
distancia.
Como era inevitable, las nuevas ideas llegaron al Paraguay,
desde Buenos Aires, cuyos habitantes odiaban desde hacía largo
tiempo al gobierno de España.
Es bastante curioso que las nuevas ideas llegaran con el ejército
invasor de Be1grano, el general de Buenos Aíres quien era
ostensiblemente favorable al rey de España, Fernando VII. Después de
una o dos acciones en las cuales la victoria correspondió a los
paraguayos, que demostraron grandes cualidades de guerreros,

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Be1grano dejó las semillas de la revolución, sembradas probablemente


por sus soldados.
No tardaron en fructificar.
Cuando el general Caballero, con unos pocos soldados, llegó ante
la residencia del gobernador Velazco15 el buen anciano no ofreció
resistencia y dijo que se inclinaba ante la voluntad del pueblo. Así,
pues, el Paraguay logró su independencia sin disparar ni un tiro ni
derramar una gota de sangre.
Ningún pueblo del mundo podía estar menos capacitado que el
paraguayo para gobernarse a sí mismo. Las ideas republicanas nada
significaban para la mayoría, pues España para ellos no era sino una
palabra, y lo único que querían era vivir a su modo sus sencillas vidas.
La clase que se benefició estaba compuesta por los criollos más
ricos. Habían sido maltratados bajo el dominio español, despreciados
hasta por los españoles más pobres, y la vida pública les estaba
cerrada, pues todos los puestos públicos se llenaban con españoles de
la Península.
Hasta los criollos más ricos no podían haber sabido mucho de
republicanismo, y lo más probable es que no consideraran a la
revolución sino como un camino hacia su progreso. El pueblo, aunque
sin poder expresarse, parece haber sido feliz, pues sus necesidades
eran sencillas y sus placeres más sencillos aún.
Nada más arcádico que la descripción hecha por Robertson16 de
un día de fiesta en el Paraguay.
“El día del natalicio de San Juan amaneció auspiciosamente en
Itapuá. Doña Juana hizo los preparativos más suntuosos y más
abundantes, tanto en honor de su santo como para el buen agasajo de
sus invitados. Estos eran unos doscientos y abarcaban todas las
categorías, desde los miembros del Gobierno hasta los tenderos de
Asunción. Lo primero que hizo Doña Juana fue decorar con esplendor
poco común una gran imagen de San Juan Evangelista, que, en una
caja de cristal, tenía como ornamento principal de su sala. La imagen
estaba recién pintada y dorada: vestía una túnica de terciopelo negro

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comprada para ella y profusamente acicalada con encaje de oro. Por


encima de ella volaba un querubín, y, con mucho mayor exactitud
histórica que la que podía yo esperar de un artista católico romano en
el Paraguay, detrás del santo se erguían algunas rocas artificiales, .con
musgo y árboles, que querían representar la isla de Patmos, donde
escribió el Apocalipsis.
"Todos los amigos de Doña Juana habían prestado algunas de sus
alhajas para adorno del santo varón. En sus dedos brillaban anillos, le
colgaban collares del cuello y una tiara adornaba el venerable rostro;
los lazos de sus sandalias estaban cuajados de perlas, un precioso
cinturón rodeaba su fino talle y seis grandes velas de cera ardían ante
el altar.
“Allí, rodeado de fragantes ramas siempre verdes —naranjo,
limonero, acacia—, se hallaba el santo favorito, esperando recibir el
primer homenaje de cuanto invitado llegara. Las arboledas de
naranjos a cada lado de la casa estaban llenas de abigarradas lámparas
listas para ser encendidas; las mesas habían sido surtidas por los
mejores confiteros de Asunción; se, habían contratado para esa
ocasión a los cocineros del anciano gobernador y se había pedido a
cada uno de los invitados que trajera la mayor cantidad de sirvientes
de que pudiera disponer.
. “Una vez arreglado todo, Doña Juana esperó a sus invitados. No
fue sino a la caída de la tarde cuando comenzó un movimiento general
de invitados que llegaban, unos a caballo, otros a lomo de mula o de
burro y otros, por fin, en coches y carruajes. A la cabeza de la
rezagada procesión venía una compañía de frailes franciscanos
precedidos por la banda de música de su monasterio. Los frailes,
aunque toscamente vestidos, de acuerdo con la regla de su orden, para
mostrar humildad, montaban hermosos y bien cuidados caballos
ricamente enjaezados, y satisfacían así el orgullo17 de su corazón,
aunque ateniéndose a la regla de su orden. Los seguían los dominicos
y los recoletos. Todos llegaban descubiertos, se arrodillaban ante la
imagen del santo y se retiraban reverentemente. A los sacerdotes

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seguían las esposas de los miembros de la junta18 , que llegaban en el


carruaje oficial, armatoste de más de cien años. Las escoltaban sus
maridos, a caballo y vestidos de baile, sus pesados sables al costado a
pesar de llevar calzones cortos y medias de seda, mientras que sus
caballos, adiestrados para esas oportunidades especiales, caracoleaban
al lado del carruaje, cuyo enorme peso se arrastraba por huellas de
arena que alcanzaban a ocho y diez pulgadas de profundidad. Seguía a
este grupo Don Gregorio de la Cerda y doce o catorce de sus
comadres19 . Estas últimas viajaban en caravanas cubiertas por toldos
y sentadas en cojines para amortiguar los golpes del constante
traqueteo de los incómodos carromatos. Arrastraban a cada uno cuatro
bueyes, que avanzaban a razón de dos millas por hora. Seis de las
doce comadres estaban con niños. Don Gregorio (su ángel guardián)
montaba un soberbio caballo blanco enjaezado al más elevado estilo de
la tradición y del lujo español, precedido por un ahijado y seguido por
otro. Ningún hombre era tan rico en ahijados como Don Gregorio, y
por lo tanto nadie era tan notable como él. Si un hombre quiere ser
importante en ese país tiene que ser un padrino general. Detrás de
Don Gregorio, llegaban grupos de oficiales en uniforme de gala,
escoltando cada uno a caballo a su dulcinea. En muchos casos la dama
iba a las ancas, detrás de su compañero, y no eran pocos los corceles
montados por dos sílfides paraguayas escoltadas por sus “paysitos”
preferidos, jóvenes galanes campesinos. Allí venían los tenderos, con
todas sus galas de riqueza advenediza y vulgar; allí venía el doctor
Burgos, empolvado, cubierto de pomada y rizado de la cabeza a los
pies; allá venían los comerciantes, “llenos de sabios refranes y de
ejemplos modernos”; y, finalmente, allí venía el señorial, modesto y
honrado (ex) gobernador español, general Velazco. Lo acompañaban
solamente su mayordomo y mucamo (pues el fiel hombre te servía de
ambas cosas) y un lacayo.
“Todo su poder se había desvanecido; sus honores yacían en el
polvo; allí estaban sus rivales brillando en esos atributos y esas
distinciones que apenas unos pocos meses atrás le pertenecían

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exclusivamente, y, -sin embargo, ni un gesto, ni una muestra de celos


o de orgullo mortificado oscurecía su rostro. ¡Buen hombre, cuán poco
mereció la terrible suerte que luego le tocó, durante el reinado del
terror de Francia, implacable para todos!
“Cuando todos estuvieron reunidos, las sombras de la tarde
comenzaban a envolver de tintes oscuros la alegre escena que se
desarrollaba en el césped20. El sol se puso con gran esplendor y la luna
nació con igual brillo. Contribuían grandemente a la romántica
sencillez de la escena uno y otro grupo de paisanos paraguayos,
invitados sólo por la noticia que habían tenido de los festejos que iban
a celebrarse en casa de Doña Juana y que llegaban por el valle, de
diversas direcciones.
“Los escoltaban uno o dos guitarristas, que se acompañaban con
sus instrumentos al cantar algún triste o balada nacional21. Al salir de
los montes o de los oscuros bosques de los alrededores con sus ropas
blancas, parecían a la distancia habitantes de otro mundo, y al llegar
su sencilla y armoniosa música ondulando en la brisa, podría uno ha-
berse imaginado una contribución coral de los pastores de Arcadia.
“Muy diferentes eran las diversiones en la casa de Doña Juana y
en sus alrededores inmediatos. Algunos bailaban en el césped, otros en
los salones, más allá, contaban chistes entre largas y estruendosas
carcajadas; aquí un grupo de frailes se empeñaba en una partida de
malilla, y allí otro gozaba los placeres de los tentadores vinos y
viandas que se ofrecían a todos. Algunos de los santos padres, los más
atrevidos, seguían la confusión de la danza. No se distinguían sus
siluetas de las de sus bellas compañeras, pues todos vestían faldas.
Allí estaba un personaje llamado Bedoya, que medía cerca de dos
metros y cuya amplitud era mucho mayor que la proporcionada a sus
dimensiones longitudinales. Bailaba, sin embargo, con no poco
entusiasmo y transpiraba con no menor profusión. Los miembros del
Gobierno habían abandonado toda reserva y bailaban, bebían y fuma-
ban cigarros, como los demás. Doña Juana, con sus ochenta y cuatro
años, bailó un “sarandig” o zapateado; los galanes y sus ninfas

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llenaban el bosquecillo de naranjos, y allí cada uno cortejaba a su


"peor es nada". Los sirvientes se reunían alrededor de las fogatas
encendidas entre las arboledas para cocinar; al llegar cada grupito de
cantores, hacíasele lugar y se lo recibía con agasajos; los males de la
vida parecían ser dejados a un lado, y aunque la música de los coros
de iglesia era rústica y vocinglero el clamor de los invitados, toda la
escena estaba revestida de un aire de abundancia, de simplicidad y de
hilaridad cordial que no habría de olvidarse pronto.
“Por último, el envidioso día irrumpió en nuestras Jaranas. Las
señoras comenzaron a parecer muy descoloridas y los candiles y las
lámparas a palidecer. Los pulmones de los músicos estaban agotados;
algunos de los frailes habían perdido el dinero con los naipes y
muchos de los invitados su sentido con el vino.
"Las madres buscaban a sus hijas; los sirvientes, a los carros y
carretas. Muchos maridos fueron sorprendidos por sus mujeres
dormitando, pero todos fueron obligados a obedecer las órdenes.
Corrieron al corral a buscar los caballos y luego se pusieron a
ensillarlos. Se repartió café caliente y chocolate; los sirvientes se
afanaron y los coches salieron; grupos de jinetes emprendieron su
camino despidiéndose a gritos; fuéronse los frailes y fuéronse los
músicos. A las nueve de la mañana sólo podían verse los vestigios de
la noche pasada.”
¡Arcádica escena en que “todo era moral y corazón tierno”!
Los paraguayos de hoy tienen para con Robertson una deuda por
haberles conservado tan bien descrita una escena de un mundo que
pasó tan enteramente corno la vida en Arcadia. Era la última de la que
iba a gozar el Paraguay. La sombra del oscuro tirano doctor Francia
asomaba por el horizonte. Los hombres habían comenzado a sentir
que habían cambiado el antiguo y fortuito gobierno de España, con sus
injusticias y sus morosidades; pero, a pesar de todo, con algo muy
humano corno todas las cosas de España, por otro amenazador y
oscuro.

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Como lo observa Robertson, “tanto la luz como la música de la


fiesta deben de haber llegado a la casa del doctor Francia, que, en esos
precisos momentos, estaba proyectando los planes que desde entonces
han sido puestos en ejecución y han ahuyentado la alegría y
extinguido, a la vez, la luz de la libertad”.
El anciano gobernador español, general Velazco, parece haber
tenido la intuición de lo que iba a ocurrir, pues observó a Robertson,
“con notable y enfático presentimiento: —¡Ah, Mr. Robertson! mucho
me temo que ésta sea la última escena de fiesta que veamos para
siempre en el Paraguay”.
Ese pueblo sencillo, como Robertson lo ha descrito tan bien, sin
un solo pensamiento que no fuera sobre su vida actual, lejos del
mundo exterior, acostumbrado a obedecer a la autoridad y bastante
ignorante, era apropiado por naturaleza para ser presa de un frío
misántropo como el doctor Francia.
José Gaspar Rodríguez Francia, de origen portugués, según se
cree en general, había nacido en Asunción en 1758.
Hijo de padres que tenían una posición desahogada, aunque no
ricos, fue enviado a la Universidad de Córdoba para que siguiera la
carrera eclesiástica, la única abierta a los criollos. Allí, con los
jesuitas, aprendió algo de matemáticas, lo bastante para resolver un
problema algebraico sencillo; un poco de astronomía y bastante
francés para leer a Volney, Diderot y Voltaire, sus autores favoritos,
aunque no se sabe sí sabia hablar esa lengua.
Esta instrucción, pues en esos días no la poseía media docena de
paraguayos, fue causa de que se lo tuviera por un prodigio.
Elegido quinto miembro de la junta, pues no había tomado parte
en la revolución y era personalmente impopular, pronto dominó a
todos los demás, debido a su habilidad y a su carácter firme. No estaba
satisfecho, pues lo que ambicionaba era el poder. Representó el papel
acostumbrado de los tiranos; con el pretexto de que la junta no era lo
bastante avanzada, se retiró a su propiedad, seguro de que lo
llamarían y aceptarían sus condiciones en cuanto surgiera alguna

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dificultad. Su oportunidad se presentó al llegar un enviado de Buenos


Aires para negociar un tratado. Ninguno de los de la junta, integrada
por hombres de espíritu sencillo e ignorantes, estaba calificado para
asumir tal responsabilidad.
En su desesperación, llamaron a Francia. Esa fue su ruina.
Mediante pretextos, se libró de todos ellos, ejecutándolos o
encarcelándolos a perpetuidad. Luego, habiéndose constituido en
dictador, se embarcó en la extraña y sangrienta carrera que iba a
excluir al Paraguay del mundo entero por cerca de treinta años, y
transformó al país en una vasta prisión para sus habitantes. Bajo el
título de “El Supremo”, fue el genio del mal para sus compatriotas.
Sus espías estaban en todas partes. Nadie se atrevía a hablar ni a su
mejor amigo. Cuando “El Supremo” salía a cabalgar, vestido de
calzón de seda negra, zapatos bajos, medias de seda y capa roja, con
un gran sable ceñido al costado, todos escapaban y se ocultaban en sus
casas. Los que no podían encontrar inmediato escondite, permanecían
de pie, con las manos levantadas y la cabeza gacha, y agradecían a
Dios no haber sido sableados por la escolta, como ocurría a muchos
hombres indefensos. La prisión y la tortura eran sus armas favoritas
contra todos a quienes temía (y temía a todos), alternadas con el
confinamiento en los insalubres y lejanos distritos del curso superior
del río Paraguay. Los que eran fusilados inmediatamente eludían al
menos la cámara de las torturas y podía considerárselos afortunados.
Bajo esta tiranía, se apagaron hasta las pocas chispas de respeto
propio que subsistían en ese desdichado pueblo.
Los esclavos eran mucho más libres que los desventurados
paraguayos, porque, por lo menos, tenían su valor y ningún dueño de
esclavos que no fuera un loco o un bruto despreciaba sus propios
bienes y menos aún los torturaba o los ejecutaba por sus opiniones.
Bien preparó “El Supremo” el terreno para una tiranía más
despótica, que luego diezmó al Paraguay y redujo a todo su pueblo a
una condición aún más abyecta que la que tuvo en los días de Francia.
Al pasar los años y al tomarse su poder más absoluto,. su crueldad

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aumentó a medida que se satisfacía. Las prisiones apenas alcanzaban


para contener a los infortunados que, no por crímenes sino por alguna
palabra casual escuchada por un espía, se pudrían y sufrían hambre
hasta que la muerte los libraba de sus penas.
En una gran tormenta de truenos y de lluvia, el tirano pasó al
lugar que le correspondía, y una vez más el miserable pueblo respiró.
Como otros tiranos, Francia no careció de apologistas, Carlyle
creyó en él implícitamente, pues sentía la admiración de casi todos los
hombres que han pasado una vida regalada, por la acción directa y por
los gobiernos fuertes.
Los que mejor conocieron a Francia lo odiaron intensamente, y
algunos han dejado de él un retrato casi satánico en su maldad.
Tanto Robertson como Rengger22, hombres instruidos que tenían
frecuente acceso ante el dictador, hablan de él con odio y lo describen
como sediento de sangre, sombrío y melancólico, temeroso hasta de su
propia sombra; sin un amigo, sin afectos naturales, sin importarle sus
hijos bastardos, rehusándose a ver a su propio padre en su lecho de
muerte y a reconciliarse con él.
Nunca se había casado, y sus amores fueron mantenidos con
mujeres de color de la más baja ralea. Nunca tuvo un. solo animal
favorito, así es que ni siquiera un perro sintió su muerte. No mató ni
torturó por placer —como lo hiciera el tirano que le sucedió—, pero sí
condenó a cualquiera del cual sospechara, y algunas veces permaneció
indiferente y frío durante las ejecuciones.
Su retrato pintado por Robertson en “Letters on Paraguay"
muestra un hombre alto y bien plantado, vestido de calzón corto,
medias de seda y zapatos con hebilla.
Cuelga de sus hombros una capa, y sostiene un mate en la mano,
con su correspondiente bombilla, ambos de plata. Está descubierto, y
sus largos cabellos negros caen casi graciosamente sobre los hombros.
Sus facciones son regulares, y debe de haber sido casi hermoso.
Sus ojos delatan el ritmo interior de su voluntad; grandes y bien
abiertos, hay en ellos algo siniestro; su larga nariz, y su boca cerrada,

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como una herida, muestran que era un hombre de carácter férreo. El


doctor Somellera, un argentino culto, que fue uno de los primeros
promotores del establecimiento de la primera junta después de la
revolución, y ulteriormente resultó recluido en una prisión y
maltratado por el dictador, opina que tanto Robertson como Rengger
describieron a Francia haciéndole demasiado favor.
“No me cabe duda —dice— que el doctor Rengger, al relatar el
suceso del 29 de septiembre23, no ha hecho más que repetirnos lo que
Francia le dijo; nadie más que él pudo revestir con colores humanos
un acto de los más injustos y bárbaros24. ¡Cómo puede este escritor
atribuir humanitarismo a un hombre del cual acaba de decir en el
mismo capítulo que había reprimido todo afecto tierno y no conocía la
amistad! ¡Sentimientos humanitarios en el doctor Francia! Nunca
pareció pertenecer a la especie humana y únicamente su muerte vino a
probarlo.”
Después de la muerte del tirano, administró el país, por pocos
meses, una junta de cinco miembros, llevada al poder por un tal
Patiño, que había sido uno de los principales instrumentos de que se
valiera el doctor Francia. Patiño se había reservado el puesto de
secretario, en la esperanza de dominar al resto de sus colegas de la
Junta. Afortunadamente para el Paraguay, el primer acto de la junta
nombrada por él, fue encarcelarlo. Sabiendo que era objeto de
execración general, se ahorcó en su celda y evitó así que se levantara
un cadalso para él.
Después de soportar los treinta años de tiranía, el alegre, sencillo
y cordial pueblo paraguayo se había tomado desconfiado y receloso,
más pobre y más ignorante, si es posible, que antes, pues durante su
largo reinado Francia había caído en la cuenta de que la falta de
instrucción conservaría al pueblo ignorante y esclavo.
Cuando se vio que la primera junta establecida después de la
muerte de Francia era inoperante, se la disolvió, casi suprimiéndosela
en el acto. Inauguró sus sesiones un Congreso General, compuesto por
trescientos miembros. Puede imaginarse fácilmente la clase de

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hombres que lo componían; eran todos ignorantes, probablemente


bien conceptuados, pero muy poco acostumbrados a cualquier clase de
negocios. Muchos de ellos no hablan visto nunca una ciudad, y
ninguno había salido del Paraguay.
Desde Itapuá, sobre el río Paraná; desde las decadentes misiones
jesuíticas; desde Villarrica, la única población. Que puede llamarse
una ciudad fuera de la de Asunción en todo el país; desde la lejana
Concepción, río arriba sobre el Paraguay; desde los yerbales y
naranjales de La Villeta, venían a través de las selvas, por las angostas
picadas, en sus menudos caballos paraguayos de tranco rápido.
A su paso, viajando probablemente de noche, si la luna les era
propicia, deben de haber oído en medio de la espesura el rugir del
tigre, mientras seguían a lo largo de la picada; se deben de haber
cruzado lentamente a su paso, osos hormigueros con sus tupidas y
largas colas, y garras tan poderosas que hasta los tigres las temían, y
sin duda los monos en los árboles gruñían y parloteaban. Sus caballos
habrán bufado amedrentados cuando, al pasar por los pajonales ri-
bereños, los carpinchos se dejaban caer con gran chapoteo en medio
de la corriente; deben de haber individualizado el nadar del tapir, pues
su espalda traza una sola línea oscura sobre el agua a la claridad de la
luna en las noches del verano paraguayo; se habrán estremecido
cuando el triste "ai" del perezoso resonaba desde la copa de los ceibos
y del urunday. No dudo de que, de tanto en tanto, habrán lanzado al
aire un triste melancólico, en tono menor, cantado en un alto
"falsetto", arrastrando las últimas notas hasta dejarlas morir y
entremezclarse entonces con los otros rumores de la noche. Habrán
repetido la leyenda del ipetatá, el pájaro misterioso que lleva en su
cola un faro encendido, y todas las otras del rico folklore paraguayo,
tanto en guaraní como en el vacilante castellano salpicado con las
muchas exclamaciones en la lengua nativa que hacen tan difícil de
entender el castellano que se habla en el Paraguay.
Al amanecer verían las selvas envueltas en blanca bruma, y
apurarían sus caballos para que a su andar más rápido pudieran cubrir

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una o dos leguas antes de que su enemigo el sol destellara por sobre
los árboles. De ellos cuelgan verdes culebras, y por los ámbitos de la
selva entera resuena el campanilleo de los pájaros, como si llamaran a
misa en alguna misteriosa capilla allende el bosque. Cruzan cotorras
en bandadas entre los árboles, los papagayos vuelan sobre ellas como
halcones parcialmente coloreados, taladrando los tímpanos con su
grito estridente, y, por las inmediaciones de los ríos, el tucán parece
un gigantesco y deforme martín pescador. En las aguas estancadas de
cierta profundidad, en el curso de los grandes ríos, como leños sin
vida yacen los yacarés, que apenas se moverían cuando a su lado
pasaba la cabalgata por el camino, desde que en aquellos días no le
tenían sino un temor muy relativo al hombre. Todo esto vieron, y lo
observaron bien, por ser cosas familiares que habían contemplado
desde la infancia, al corretear descalzos y semidesnudos, balbuceando
el guaraní.
Cuando estos diputados pobres llegaron a Asunción, notaron en
el acto su condición desamparada, y votaron, tal como se les sugirió,
por Carlos Antonio López y su amigo Mariano Roque Alonso, quienes
habían convenido en la reunión del congreso para dar visos de
legalidad a sus ambiciosos planes. Alonso era un hombre sencillo y
despreocupado, que había desempeñado el puesto de jefe militar en el
tiempo de Francia. En consecuencia, tenía el control de todas las
armas y municiones del país, y por ello resultaba un elemento útil para
López, quien, aunque no era soldado, parece haber tenido la idea de
hacer del Paraguay una potencia militar. Desgraciadamente, sus
planes tuvieron éxito y a su muerte dejó al Paraguay con un ejército en
pie de mayores proporciones que el de ningún otro Estado de la
América del Sur, habiendo forjado así el arma que su hijo empleó en
sus ambiciosas maquinaciones.
Carlos Antonio López, el segundo dictador del Paraguay, pues no
pasó mucho tiempo antes de que se convirtiera en un gobernante tan
poderoso como el doctor Francia, aunque, afortunadamente, mucho
más humano, había nacido en 1787 en La Recoleta, una aldea situada

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a unas tres millas de Asunción. La historia de su ascendencia resulta


curiosa. Un tal Juan Bautista Goyes, hombre culto pero de mal
carácter, desempeñó el puesto de secretario del Tesoro bajo la
administración del doctor Francia. Vivió con una mujer de color y,
aunque nunca se casó con ella, reconoció a su hija como propia. Esta
muchacha se casó con un sastre llamado Cirilo López, quien era
mestizo; es decir, producto de la cruza entre el indio y el blanco.
Su familia contó con seis hijos y dos hijas; uno de ellos era
Carlos Antonio, quien se convirtió en el autócrata del Paraguay. El
joven estudió leyes, y tuvo suficiente habilidad para granjearse una
numerosa clientela. Astuto y precavido, durante todo el reinado de
Francia vivió en su casa de campo, pues se había casado con la hija de
un acaudalado ganadero, llamado Lázaro Rojas, y desempeñaba las
funciones de administrador de los bienes de la familia.
A la muerte de Francia, contaba López 47 años de edad, y
aunque de poca instrucción, no tenia poca habilidad. La avaricia y la
sed de mando eran sus condiciones capitales, y aunque no era cruel
por naturaleza, como lo fuera su predecesor, su astucia y su doblez le
hicieron odioso a sus vasallos después que llegó al poder.
Su retrato en “History of Paraguay” de Washburn26 lo pinta
corno a un hombre de mediana edad, de mirada torpe, corno un
Falstaff sin el ingenio y la hombría de bien de Falstaff, sino, por el
contrario, con un aspecto particularmente desagradable, casi
repelente, lo cual en un hombre gordo que no tenga atractivo en su
persona parece algo anómalo.
Carlos Antonio López y sus colegas, al subir por vez primera al
poder, daban la impresión de estar imbuidos de principios liberales.
Abrieron las cárceles y libertaron a las víctimas de Francia, quienes
habían soportado una esclavitud desesperada por largos años. El cinco
por ciento de la población27 inundaba las cárceles bajo la férula de
Francia, la mayor parte de ella sin acusación alguna y completamente
ignorante de la causa de su reclusión. La mayoría pertenecía a las
clases más instruidas, ya que eran éstas a las que más temía el tirano.

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Los nuevos gobernantes actuaron sabia y hasta cautelosamente,


circunstancia extraña en hombres llegados súbitamente al poder. Las
propiedades que fueran confiscadas, cuyos dueños habían sido
ejecutados, se devolvieron a los herederos. En algunos casos, cuando
esto resultó difícil por cualquier circunstancia, el Estado pagó una
indemnización a los representantes de los damnificados. Se creó un
cuerpo de policía, cosa que no era muy necesaria en aquellos días,
porque, de todos los pueblos del mundo, el paraguayo es el más res-
petuoso de la ley.
Como Francia había abolido jueces y cortes, y administrado
injusticia por su propia mano, habrían de establecerse nuevamente las
cortes y nombrarse nuevos jueces, para entender en asuntos sencillos
corno los que podrían surgir en una sociedad tan primitiva. Durante
todo el reinado de Francia la educación había sido descuidada
negligentemente, y sólo unos pocos sabían leer y escribir, y el
castellano había sido reemplazado por el guaraní, aun en las familias
de sangre española pura.
Esto contribuía a hacer más indefenso al pueblo, por haberle
hecho perder el contacto con el mundo exterior.
Aunque los paraguayos de aquellos días vivían en forma sencilla,
pues hasta las hijas de las familias más ricas andaban descalzas y toda
la familia comía los alimentos más simples, sin probar nunca el vino,
excepción hecha de las fiestas, se daban el extravagante lujo de tener
utensilios de plata labrada. Siguiendo la costumbre de la mayor parte
de los españoles residentes en la colonia, antes, y aun después de la
independencia de la madre patria, acumulaban plata labrada en
cantidades difíciles de imaginar a no ser por haberlas visto. Sedas y
brocados de China y España se traían sin reparar en el precio y se
almacenaban, para usarse solamente en muy raras ocasiones de fiesta.
Los caballos de las clases más acomodadas se cargaban de plata
en todos sus arreos. Largas riendas de plata les caían casi hasta el
suelo, y usaban frenos con pesadas copas, que llevaban además por
debajo la correspondiente pontezuela en forma de un águila de plata,

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que al tiempo que el pinete paseaba lentamente por la calle arenosa, se


movía hacia arriba y hacia abajo sernejando volar. Un pretal de plata
con una onza de oro, justamente en medio del pecho del caballo,
tintineaba a cada movimiento, y un fiador de plata ajustaba la
garganta del animal.
Usaban enormes estribos de plata, que con frecuencia pesaban
una libra o más, y espuelas de anchas rosetas colgaban
negligentemente de los talones del jinete, sostenidas por una cadena a
su vez sujeta por una cabeza de león que caía sobre el empeine; la silla
de montar tenía sus pesados borrenes de plata, y el rebenque de cuero,
hecho primorosamente con su lonja plana, tenía un aro de plata, a
través del cual pasaba un tiento o una cadenita de plata, colgante de la
muñeca del jinete.
Aunque los paraguayos nunca tuvieron para montar la elegancia
característica de los uruguayos y los argentinos, eran buenos jinetes,
de cierta tiesura, sin el aire salvaje que caracterizaba a sus congéneres
los centauros de río abajo; como no tenían las enormes tropillas de los
argentinos, se veían .obligados a cuidar mejor los caballos que
poseían, y todo paraguayo de las clases ricas alimentaba a su corcel
con grano, lo llevaba al amanecer hasta la fuente de agua más cercana
para bañarlo.
La vida deslizábase, en consecuencia, en forma primitiva; las
diversiones eran pocas y baratas, y la hospitalidad, tal .como se la
entiende en otros países, completamente desconocida. No es que los
paraguayos fueran inhospitalarios según su costumbre, sino que la
condición de sus mujeres, que pasaban la vida guardadas tan de cerca
como las del Oriente, sin salir nunca solas y casi sin ver a ningún
hombre fuera de los de la familia, salvo en público en bailes y fiestas,
hacía que la hospitalidad promiscua fuese difícil, si no imposible.
Se sobrentendía que cualquier muchacha aprovecharía la primera
oportunidad que se le ofreciera, y las madres, por cuantos medios
tenían a su alcance, cuidaban de no dejarlas caer en tentación.

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También, con la innata benevolencia de la raza hispana, si


sucedía que una doncella daba un mal paso y caía en desgracia, ni ella
ni su hijo eran jamás expulsados de la casa paterna; la joven recibía
buen trato, y se llamaba al niño “un hijo del aire”; era frecuente que
consiguiera casarse tan bien como sus hermanas que nunca habían
mancillado su virtud.
Nadie podría decir que los paraguayos tuvieran un estricto
código moral; Francia había desprestigiado la institución del
matrimonio durante su larga dominación, así que esto había pasado de
moda, a excepción de las familias españolas antiguas y severas. Las
gentes más humildes parecían vivir tan felices en su unión carente de
bendición eclesiástica, que, por lo general, duraba por toda la vida y
era tan permanente como los matrimonios en pueblos más viciados, y,
por cierto, ni un ápice menos dichosa.
Los vehículos con ruedas eran escasos, cosa que no es de
extrañar, pues casi no existían caminos, y las huellas profundas en el
suelo de arena rojiza no se prestaban para el tránsito. Algunas de las
familias más acomodadas poseían carruajes españoles antiguos,
montados sobre elásticos de cuero, que proporcionaban al vehículo un
balanceo como el de un barco en el mar agitado por el viento.
Las visitas y excursiones se hacían a caballo, desde que no, había
diligencias públicas como en otros Estados de la América del Sur.
En aquellos días, los paraguayos nativos viajaban tan poco que
consideraban una excursión al territorio de Misiones como una
aventura que no había de correrse en vano o sin una causa razonable.
No era que fuese peligroso o difícil en forma alguna; la única
dificultad residía en el cruce de los ríos, y esto lo hacían muy
fácilmente en canoas, llevando del cabestro a sus caballos, que
nadaban junto a ella. En el caso de que los caballos fuesen muchos,
eran llevados a la orilla y obligados a echarse al agua por muchachitos
que les gritaban y tiraban piedras hasta que empezaban a nadar.

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Ocurrían contados accidentes, pues el caimán paraguayo no tiene


el tamaño de los saurios gigantescos del Amazonas y el Orinoco, y no
es tan atrevido ni tan feroz.
Cuando a la puesta del sol llegaban viajeros a una casa, eran
recibidos alegremente (por traer noticias) y como un deber que nadie
podía rehusar; en efecto, un viajero era considerado como lo que los
árabes llaman “un huésped de Dios”28 ya que la hospitalidad árabe se
transmitió a los españoles durante su larga dominación de la
Península y fue traída a América por estos últimos.
Ningún país del mundo podría haber estado más seguro que el
Paraguay. El clima, aunque deprimente para los recién llegados, era
atemperado y saludable; el termómetro durante la estación veraniega
rara vez subía más allá de los 90º Fahrenheit, mientras las heladas
fuertes eran desconocidas aun en el rigor del invierno.
La muerte de Francia libertó a esta sociedad primitiva del terror
abyecto en que habían vivido durante treinta años; los instrumentos
humanos de que se había valido para forjar las cadenas materiales y
morales con que sujetó a sus infelices compatriotas se hundieron
prontamente en sus cuevas y el país los olvidó; habla muy bien del
Paraguay, por cierto, el hecho de que pocos de ellos fueran molestados
por los hijos de sus víctimas y que se les dejara vivir sus vidas
envueltos en su propia ignominia.
Carlos Antonio López, en oportunidad de su elección como
presidente vitalicio, estableció varias leyes convenientes y equitativas.
En 1842 una ley dio libertad a los esclavos, o sea veinte años antes de
que se aboliera la esclavitud en los Estados Unidos. La esclavitud en el
Paraguay nunca adquirió la dureza que en las colonias holandesas,
francesas o inglesas. Se aproximó más a la esclavitud entre los árabes,
en la cual los esclavos son considerados (y lo son aún) más como
miembros de la familia que como verdaderos esclavos.
La ley promulgada por el nuevo presidente disponía una
liberación gradual; de este modo, todos los nacidos después de puesta
en vigor serían libres: los hombres a los 25 años las mujeres a los 24.

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No obstante esto, la esclavitud en el Paraguay era tan atenuada


que mucho antes de la expiración del plazo legal no había diferencia
entre la condición de los “libertos”, como se les llamaba, y los demás
hombres. Esta sabia y humana legislación, unida a la fundación de
escuelas públicas., dio al oprimido pueblo del Paraguay la esperanza
de que se presentaba el amanecer de una nueva era sobre su horizonte
sombrío.
En lugar de tratar de cerrar su país al mundo exterior, el
presidente promovió relaciones amistosas con potencias extranjeras,
especialmente con los estados vecinos de Bolivia y Argentina.
Después de un intervalo, el Paraguay fue reconocido como estado
soberano por Inglaterra, Francia y Bolivia, y un año o dos después por
los Estados Unidos de Norteamérica. En el año 1845 el presidente
creó el primer diario paraguayo, “El Paraguayo Independiente”. Se
trataba de un órgano del gobierno que, aunque contenía poco material
de información, servía de medio de difusión para los decretos que
expedía y también un medio por el cual el presidente podía lucir sus
talentos literarios al mundo entero. El buen hombre estaba muy
afectado por los “cacoethes scribendi”, y acumulaba una cantidad de
adjetivos altisonantes en su pluma, digna de destacarse aun en la
América del Sur, donde los adjetivos colman todos los campos
literarios corno los azafranes en el otoño.
Realmente, parecía que el Paraguay iba a entrar en un período
apacible, pues se introdujeron dos leyes buenas y liberales. Una de
ellas otorgaba a todos los inventores el uso exclusivo de su invento
durante cinco años. La otra daba a los residentes extranjeros en el
Paraguay todas las prerrogativas de los ciudadanos nativos; esta ley
resultó desde el principio letra muerta, porque el presidente la violó en
forma invariable cuando los intereses de un extranjero se encontraban
en pugna con los. suyos. Pero, aunque fuera inoperante, esta ley marcó
un apreciable mejoramiento ideológico en comparación con los
principios del doctor Francia.

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Francia, volteriano y escéptico, había profesado un profundo


desdén por la Iglesia y sus hombres, y no había perdido oportunidad
de humillarlos. López, mucho más sabiamente, hizo todo lo que pudo
para hacer de la Iglesia un sostén de su gobierno.
Habiendo procurado que el Papa nombrara a su hermano León
Basilio para la arquidiócesis del Paraguay, aseguró así las llaves del
Cielo y del Tesoro para su propia familia.
Colocó a los demás miembros de su clan en las oficinas públicas,
y se hizo de esta manera el dictador virtual del país, aunque era
demasiado cauto para adoptar el título, y siempre actuó bajo la
supuesta potestad de un Congreso que no tuvo ninguna a partir de su
instalación como presidente vitalicio29.
López, que no tenia idea de un gobierno que no se fundara en un
poder absoluto, no habiendo visto otra forma en todo el curso de su
vida, tuvo como primer y más ansiado ideal el de llegar al
absolutismo. Con la astucia como condición principal, alcanzó su
objeto de un modo muy distinto que Francia, o su hijo, el terrible
dictador que te sucedió. Más aún, Carlos Antonio López no era un
hombre cruel, y durante su largo gobierno, que duró veintiún años,
difícilmente ejecutó a ninguno a causa de sus opiniones políticas, cosa
sumamente extraña en la América del Sur durante aquellos días.
Solamente una vez mostró las uñas de tirano.
Un comerciante de Asunción que deseaba introducir en el país
algunas mercaderías,, debiendo para ello abonar el correspondiente
derecho de Aduana, compró en la oficina de sellos oficiales el
correspondiente permiso para retirarlas. Pero cuando se presentó a
reclamarlas se le informó que el sellado en cuestión no era suficiente
para cubrir el derecho respectivo. Al saberlo, rompió el permiso, lo
pisoteó y se marchó, dejando sin reclamar su mercadería. Cuando se
informó al presidente de esta actitud —pues nada sucedía entonces, ni
en los tiempos de su hijo, que no llegara a oídos del gobierno—, el
hombre fue arrestado inmediatamente y fusilado.

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El pretexto era el insulto inferido al gobierno, por pisotear el


sellado; la razón verdadera era uno de esos accesos de furia salvaje
que se mostraban aquí y allá en el clan de los López.
Este solo hecho y la ejecución de los dos hermanos Decoud, un
crimen instigado probablemente por su hijo el joven López, que había
sido un rival poco afortunado de Carlos Decoud, en un asunto
amoroso, fueron las dos oportunidades en que Carlos Antonio López
dio muestras de ferocidad. Normalmente alcanzaba sus objetivos
mediante la intriga, y así, despacio y gradualmente, empezó a gozar
de un poder tan absoluto como el de Francia.
Poco a poco, este Falstaff paraguayo exigió tanta o mayor
deferencia pública que la que se prodigaba a cualquier soberano. En
cualquier momento en que él o un miembro de su familia aparecía en
público, la gente se imaginaba que debía permanecer descubierta, de
pie y con los ojos fijos en el suelo, si bien es verdad que nunca la
molestó con los guardias, según costumbre del doctor Francia. Como
se había puesto demasiado pesado para montar a caballo, López ha.
cía su aparición en público en un pequeño carruaje descubierto,
vistiendo uniforme militar, con la espada cruzada sobre sus rodillas y
escoltado por guardias. Debe de haber parecido un perfecto “Roi de
Niam-Niam”, pero para los paraguayos no sería sino un odioso
potentado.
Aunque él no era personalmente licencioso, permitió que sus
hijos siguieran las mismas huellas que, como sabemos de la mejor
fuente, seguían en Palestina Hophni y Phineas; este país no carece de
puntos de contacto con el Paraguay, en cuestión de moralidad sexual y
nepotismo. Para hacerles justicia, diré que sacaron plena ventaja del
“droit de jambage” (derecho de pernada), y entendían que cualquier
cosa que desearen era “Corban” por lo menos como lo entendían los
hijos del buen patriarca.
Aunque ridículo en cuanto a su apariencia personal, y vanidoso
como un jefe negro, López no carecía de cierta habilidad. Mirado
desde su propio punto de vista, era un patriota orgulloso de su patria y

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deseoso de que estuviera en buenas relaciones con las potencias


extranjeras y países, vecinos. Sin embargo, ignorante de la
diplomacia internacional, tuvo inconvenientes con los Estados Unidos
de Norteamérica a raíz de un “affaire” con una empresa conocida
como la Rhode Island Company, a la que estafó y eventualmente
expulsó del Paraguay.
Esta compañía se había formado con el propósito de establecer
una colonia en un lugar llamado San Antonio, a unas pocas millas de
Asunción, río abajo, fundada para el cultivo del tabaco, explotación de
los bosques, la yerba mate y otros productos paraguayos. De acuerdo
con la última ley promulgada por el presidente, tenía un monopolio de
cinco años. Su fundador, Hopkins, había sido guardiamarina en la
Armada de los Estados Unidos; activo, joven y agradable, de
constitución hercúlea, un gran centauro y un gran ejecutante de
guitarra, era un prototipo de los Boones, Aarón Burns y David
Crockers que por aquellos días producía la Unión y enviaba fuera de
sus fronteras, aunque mucho mejor educado.
Al principio López fue conquistado por el brillante joven
aventurero, quien lo llenó de proyectos, mediante los cuales el
presidente se haría rico más allá de los sueños de la avaricia, y el
Paraguay se convertiría en el estado más poderoso de la América del
Sur. Por varias razones, la colonia no prosperó, en especial a causa de
que la mayor parte de los términos convenidos para su implantación
no se cumplieron o fueron violados deliberadamente.
La grosera falta de ceremonias de parte de Hopkins, que no las
tuvo de ninguna clase, cosa tan necesaria en el trato con los
sudamericanos, cuyo sentido de la propia dignidad personal, heredada
de sus antepasados españoles, es siempre muy elevado, si se lo
compara con el de las naciones anglosajonas y teutonas, llevó las
cosas al colmo. Un oficial paraguayo que advirtió la dirección en que
soplaba el viento, fijada por el presidente, habiendo sostenido una
disputa con un norteamericano, lo golpeó en la cabeza. El yanqui en
cuestión resultó ser un hermano menor de Hopkins, quien había sido

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nombrado cónsul de los Estados Unidos. Furioso por tamaño ultraje, y


quizá más furioso aún por las repetidas violaciones de su contrato,
Hopkins se presentó ante el presidente sin sacarse el sombrero,
calzado con botas y espuelas, y se desató en un discurso intemperante.
López que durante toda su vida había sido tratado con tanta etiqueta
como un potentado oriental, se alarmó primero e indignó luego por
tan grave falta al protocolo.. Para pacificar al furioso cónsul, condenó
al ofensor a recibir trescientos azotes, castigo bárbaro que hubiera
satisfecho a cualquiera, aún más agraviado.
Pero Hopkins no se dio por satisfecho, y pidió no solamente que
el hombre fuese azotado, sino que el órgano oficial publicase una
mención íntegra de los hechos. El presidente, que había recuperado
toda su dignidad habitual, se rehusó a acceder a este reclamo, y desde
ese momento inició una serie de persecuciones que dieron por tierra
con la compañía, la hundieron en la bancarrota y la obligaron,
después que sus colonos sufrieron la mar de opresiones, a retirarse del
Paraguay. Hopkins apeló a los Estados Unidos, cuyo gobierno pidió
una indemnización; después de muchas y tediosas negociaciones,
López acordó pagar, pero con la condición expresa de que no se
divulgara el precio de la indemnización. Esto salvaba su prestigio ante
su pueblo, lo cual era lo único que le preocupaba, pues sabía que los
paraguayos, completamente ignorantes de todo lo que sucedía fuera
del Paraguay, no reparaban en lo que se pensara de su presidente en el
gran mundo exterior desconocido.
En el curso de las negociaciones, López desplegó gran habilidad
y echó mano de considerables recursos y de todas las chicanas de un
buen picapleitos. El peligro pasó, y las dos cañoneras que habían
conducido a las comisiones americanas para apoyar el reclamo
volvieron otra vez río abajo; el presidente se encontró en una posición
más segura y más firmemente establecida que la que nunca gozara,
pues se dirigió a su pueblo, con algunos visos de verosimilitud, di-
ciendo que había logrado el mejor arreglo posible con los Estados
Unidos. El pueblo, ignorante de la importancia relativa de los Estados

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Unidos y el Paraguay, empezó a mirar a su presidente con creciente


respeto. Los pocos que habían recibido buena educación, o que habían
viajado, se desilusionaron, pues esperaban que la disputa terminara
con una guerra, que acabase con el estado de cosas que prevalecía, en
el cual toda la población se mantenía en la servidumbre, en una forma
mucho más insidiosa que en los días de Francia, por la presencia de
instituciones liberales y actos de un congreso que en realidad eran
todos dictados del presidente30.
Algunos de los más instruidos deben de haber divulgado sus
opiniones, pues, a poco de retirarse las cañoneras del Paraguay, un
grupo de ciudadanos eminentes fue arrestado bajo la acusación de ser
miembros de una conspiración organizada para derrocar al gobierno.
Puede que fuera efectiva o no tal conspiración. Este expediente
es tan viejo como la historia misma, y ha sido restablecido por los
tiranos, con mucha frecuencia, para protegerse de enemigos
verdaderos o imaginarios.
En el tiempo de Francia, algunos antiguos residentes españoles
fueron arrestados, conducidos a la prisión, torturados y ejecutados;
pero, como los pretendidos juicios fueron mantenidos en secreto, nadie
pudo saber nunca la naturaleza de sus delitos. Esta llamada
conspiración, conocida como el “complot Yegro”, tuvo efecto en 1818,
y por su intermedio Francia pudo desembarazarse de casi todos los
españoles de las clases superiores que le resultaban peligrosos.
Muy bien puede haber sido que Carlos Antonio López obrara de
esta misma manera, en la esperanza de deshacerse de hombres que
sospechaba hostiles a su gobierno. Por otra parte, puede haber existido
una verdadera conspiración, desde que todos los paraguayos mejor
instruidos podían haberse sublevado ante la servidumbre intelectual a
que estaban condenados, y además empezaban a filtrarse ideas
liberales desde Buenos Aires.
Desgraciadamente para López, arrestó con los demás a un tal
Santiago Constatt, reputado comerciante, nacido en el Uruguay,
aunque hijo de un súbdito británico, quien reclamó por su ciudadanía

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británica. Mr. James Constatt, o Don Santiago Constatt, era el tipo de


hombre que sólo la América del Sur produce, o produjo en aquellos
tiempos. Habiendo nacido y crecido en Montevideo, la capital del Uru-
guay, era natural que hablara el castellano como su lengua natal; pero,
afortunadamente para él, su inglés era perfecto: no tenía el más
mínimo dejo de acento extranjero. También hablaba corrientemente el
francés, y conocía muy bien el italiano; habiendo nacido con el don de
las lenguas, después de radicarse definitivamente en Asunción,
aprendió muy pronto el guaraní, que hablaba con fluidez y con un
buen dominio de modismos y formas de dicción.
Tuve oportunidad de conocerlo bien, mucho después de la
conspiración, cuando era capitán de un vapor de río en el Paraguay, e
hice varios viajes con él, “aguas arriba y aguas abajo” como se decía
en aquellos días. Parco, activo e impecablemente vestido, desde su
sombrero jipi-japa de cien dólares hasta sus bien cuidados zapatos de
charol, acostumbraba vestir trajes de dril blanco, con una franja azul.
Su camisa era de lino de la mejor calidad, cortada a la usanza de
aquellos lejanos días, y el cuello bajo, volteado, estaba sostenido por
una corbata negra anudada al estilo marino, cuyos extremos colgaban
al descuido.
Sus modales eran correctísimos y su habla suave, aunque, como
ya he dicho, tenía un surtido de apóstrofes y epítetos que emitía como
una solfatara, cuando un cargador dejaba caer un fardo de yerba,
llegaba tarde o incurría en cualquiera de los pecados contra el Espíritu
Santo que los marinos están propensos a cometer.
A primera vista parecía una persona insignificante si no se
hubiera tenido oportunidad de observar que sus ojos acerados no
estaban nunca quietos, sino escudriñando constantemente río arriba y
abajo, en busca de escollos o bancos de arena, y las emboscadas de los
indios chaqueños, que a veces aparecían de súbito en las márgenes del
río, firmes en su cabalgadura como estatuas de bronce, y lanzaban
flechas contra los vapores que pasaban. Entonces Don Santiago se
convertía en otro hombre, y parado en el puente dirigía las

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operaciones en tal forma, que al verlo el capitán Bobadil se habría


puesto verde de envidia; una continua corriente de fuego irrumpía
súbitamente de su “cañón” de mango blango, que él disparaba sin que
aparentemente se notara de dónde provenía el fuego, pues era lo que
los posteriores comentaristas han denominado “hombre de dos
cañones” y no hay duda que merecía el calificativo. Un rumor tan
firme como para que se le diera crédito, tanto en el Támesis como en
el Paraguay decía que “debía dos o tres vida”; pero, de ser esto así,
mejoraba aún su reputación, pues en aquellos días tales cuestiones no
se tomaban muy a pecho y nadie hacía mucho hincapié en ellas.
Este digno caballero, que en la oportunidad a que voy a referirme
se encontraba desempeñando el oficio de un simple comerciante,
recibiendo facturas y cartas de porte, llevando sus libros sin duda con
el mejor método de partida doble, quizá haya tenido algo que ver con
la conspiración, si es que en realidad la hubo. No puedo “visualizar”
como se dice en términos modernos, a Don Santiago Constatt sentado
en su despacho, pero el mismo rey Luis Felipe fue en una oportunidad
agente de policía, y los reyes en el exilio han enseñado esgrima,
matemáticas y otras artes liberales; yo mismo he visto a un muchacho
moro —cuyo padre, un gran gobernador, había sido depuesto y
ejecutado— que, cubierto con una sola vestidura de lana marrón y
descalzo, apacentaba cabras y tañía su flauta de caña.
Afortunadamente para Constatt, el entonces cónsul británico era de
esa clase de cónsules de aquella época que vivieron en el tiempo en
que, como decía el adagio, “háblese despectivamente de Inglaterra y se
verá un guerrero británico acudir al punto”. Constatt, con todo el resto
de los "conspiradores", había sido mantenido en un solitario
confinamiento, rigurosamente engrillado y mal alimentado, sin duda
en peligro de ser atormentado para que confesara su supuesto delito.
Nuestro cónsul interpuso su reclamación, en el caso Constatt,
corno si se tratara de un súbdito británico, y solicitó que como tal se lo
juzgara en un juicio público, se le diese libertad para elegir defensor y
se lo careara con sus acusadores. Esto habría podido trastornar las

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teorías sustentadas por el gobierno paraguayo, según las cuales


cualquier sujeto acusado por el gobierno era culpable, no importaba de
qué delito. El cónsul31 escribió a Londres, pero en aquellos días una
carta de Asunción a Europa tardaba un tiempo considerable en el
camino. Oportunamente recibió la respuesta, en la que se le indicaba
que debía insistir en que se lo juzgara públicamente, en que se le
dejara elegir un abogado que lo patrocinara y en que se lo sacara
inmediatamente de la cárcel bajo fianza. Mientras tanto, López
proseguía el juicio según sus métodos, siempre de acuerdo con su
punto de vista de que no podía equivocarse. Ahora que el gobierno
británico había reclamado por su ciudadano, resolvió no torturarlo
para obligarle a una falsa confesión, porque estaba seguro de que
Constatt, en el caso de que se viera obligado a soltarlo, negaría que
había existido conspiración alguna, y declararía que se le había
obligado a confesarlo así mediante tormentos.
Si bien no se lo torturó, Constatt fue tratado muy duramente, se
lo mantuvo encadenado en la prisión y fue sometido a prolongados
interrogatorios. Después de cada uno de ellos se lo obligaba a firmar,
dejando un buen espacio en blanco entre el texto de su "declaración" y
la firma, para que pudiera añadirse cualquier otra cosa si se la creía
necesaria. El juicio, que era toda una farsa, llegó al fin a una conclu-
sión, y Constatt y los otros doce “conspiradores” fueron condenados a
muerte. López se encontraba ahora en una situación difícil; no podía
ordenar la libertad de Constatt después de haberlo condenado a
muerte, ni tampoco ejecutarlo después de haber sido éste reclamado
por el cónsul del gobierno británico, que pidió que se lo juzgara en
juicio público y legal. Así las cosas, decidió conservarlo prisionero, en
la. esperanza de que la muerte resolvería por él la cuestión. Y tampoco
cabe duda de que la muerte de Constatt se habría acelerado si el
cónsul británico no hubiera tenido siempre un ojo alerta sobre él. Aun
así López no habría cedido, temiendo que los paraguayos se dieran
cuenta de que no era omnipotente. Una de esas circunstancias en las

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que la realidad supera a la fantasía fue la que salvó la vida de


Constatt, cuando casi se había perdido toda esperanza.
El presidente había enviado a su hijo menor, Francisco, desti-
nado a adquirir posteriormente tan triste notoriedad, como embajador
a Buenos Aires, para que mediara entre las provincias que hoy
componen la República Argentina, pues la Capital en ese entonces no
formaba parte de la Confederación. Mientras se encontraba allí,
compró un vapor llamado “Tacuarí” y un valioso cargamento a su
bordo, adoptando la determinación de regresar a su país en él. El
ministro británico en Buenos Aires32 , violando hasta las más
elementales nociones del derecho internacional, pero arriesgándolo
todo por salvar la vida de un súbdito británico, ordenó al almirante de
la flota del sur del Atlántico33 que confiscara al “Tacuarí” y retuviera
al joven López como rehén por la vida de Constatt, pues sabía muy
bien que López no le permitiría salir de la cárcel a no ser para
encararse con los cuatro tiradores. El almirante, inconscientemente,
mandó dos cañoneras, que tenían los deliciosos nombres de “The
Buzzard” y “The Grappler”, para confiscar al “Tacuarí”. Cuando
López dejó el puerto de Buenos Aires, en su viaje de regreso al
Paraguay, las cañoneras lo siguieron y lo hubieran tornado prisionero
de no ser por un disparo hecho accidentalmente que lo puso en
guardia. Viró de nuevo hacia puerto y desembarcó en un país neutral,
donde estaría a salvo de las cañoneras. Lo que sigue se lee como una
página entresacada de los anales del estado de Ruritania.
Frustrada su tentativa de tomarlo como rehén, el ministro
británico decidió apoderarse del “Tacuarí” y retenerlo hasta que
Constatt fuera libertado. Esta actitud en pleno puerto de Buenos Aires
era un acto de guerra contra el Paraguay y un gran insulto a la
Confederación Argentina; ello no obstante, las autoridades de Buenos
Aires parecían estar más complacidas que otra cosa con el incidente,
pues sabían que el Paraguay estaba estableciendo una fuerza militar
formidable y armándose constantemente. Así, viendo que perdería el
vapor y los armamentos comprados por su hijo, López hizo virtud de

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una necesidad y soltó al prisionero, en la creencia de que no se


hablaría más del asunto y quedaría con ello terminada la incidencia.
El gobierno británico, ahora bien fortalecido, solicitó una
indemnización para Constatt, el cual, una vez libre, declaró su
absoluta ignorancia de la conspiración y narró la historia de su
prolongada prisión y de los muchos papeles que se le obligó a firmar
con los espacios en blanco entre la firma y el texto de su “confesión”.
López, indignado, se rehusó a pagar un solo centavo y envió a
Londres un emisario encargado de renovar las relaciones diplomáticas
entre los dos países, esperando burlar al gobierno británico con esta
muestra de moderación y, diplomacia. El entonces primer ministro,
Lord John Russell, se rehusó a entrevistarse con él, quien. hubo de
retornar para encarar el enojo de López sin haber concertado nada
práctico que condujera a ningún arreglo.
Con el “Tacuarí” detenido en Buenos Aires, cargado como estaba
de armas y abastecimientos, y su hijo imposibilitado de regresar al
Paraguay sin exponerse a la casi segura eventualidad de que lo
capturara una cañonera británica, López se vio en la obligación de
avenirse a los términos que le fueron señalados.
Santiago Constatt fue indemnizado al fin, por su injusto
encarcelamiento y el mal tratamiento que se le había dado; pero,
nuevamente, con las condiciones de diplomático que sin duda poseía,
López llegó a un acuerdo con la comisión británica,. según el cual los
términos del convenio no se harían públicos. Una vez más López
encontró su camino y burló al gobierno británico, como había burlado
al de los Estados Unidos, y, naturalmente, su prestigio entre los pa-
raguayos creció a ojos vistas.
Aunque diez o doce personas habían sido sentenciadas a muerte
juntamente con Constatt, sólo dos de ellas fueron ejecutadas, pues
López pareció haber recibido una lección con la actitud del gobierno
británico. Los dos ejecutados fueron los hermanos Decoud, miembros
de una de las principales familias de la República. El padre de ambos
había sido nombrado por el mismo López su agente comercial en

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Buenos Aires, para la venta de pieles y yerba, y defraudó por más de


un millón de dólares antes de que se le comprobara el delito. Esto
probablemente no habría influido en nada en el ánimo de López con
respecto a los hijos, porque el timo de un millón de dólares significaba
poco para él, que disponía del país entero como de su hacienda
personal. Aparte de ello, Carlos Decoud había sido un rival personal
del hijo mayor del presidente, que habría de ser tan ignominiosamente
célebre tiempo después, en un asunto de amores. Esta circunstancia
selló el destino de los dos hermanos, y ambos fueron ejecutados.
López, que ahora se sentía seguro, después de lo que a la mayor
parte de los paraguayos parecía ser un par de victorias diplomáticas
sobre dos Estados poderosos, resolvió descartar del gobierno a su
copartícipe Alonso, y gobernar en forma absoluta. En un principio,
ambos cónsules habían firmado conjuntamente los decretos
estampando sus firmas en el mismo renglón, lo cual probaba su
igualdad. Al poco tiempo, López empezó a firmar más arriba que su
colaborador, y luego lo descartó en forma sumaria. Esto lo hizo, como
si hubiera despedido a un esclavo diciéndole: “¡Ándate, bárbaro!”34,
lo que bien puede parafrasearse como: “Retírate, animal!”.
Algunas de sus primeras leyes parecieron un poco extrañas,
especialmente la titulada “Reforma de los privilegios de los re-
verendos Obispos” (noviembre de 1845).

El presidente de la República del Paraguay, considerando: que


al mismo tiempo que se ha hecho conocer por su celo por el culto
religioso, debe también cuidar de que ningún miembro de la Iglesia
aparezca ni en ella ni por las calles exaltándose a sí mismo por
encima del Gobierno Supremo de la Nación35 ,
Decreta:
Artículo 1º) Queda prohibido todo campanilleo o repique de
campanas efectuado al tiempo que un obispo entre o salga del
templo.

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Artículo 2º) Queda también prohibido el arrodillarse en las


calles o en cualquier otra parte al paso de un obispo.
Artículo 3º) Estos funcionarios no usarán tronos ni mantos,
dentro ni fuera de las iglesias.

López, evidentemente, había determinado que no hubiera ningún


Wolsey, ningún Lafranc ni sacerdote alguno de su talla a quien
inmolar (ad majorem regis gloriam) ante el altar de Cantorbery, en el
Paraguay.
La ordenanza citada refleja un curioso aspecto de la vida del
pueblo y de su subordinación tanto a los poderes materiales como a los
espirituales. Uno de los primeros actos de gobierno de López fue
nombrar ministro de Guerra y general en jefe a su segundo hijo,
Francisco Solano. El cuarto hijo, Benancio36, fue nombrado coronel y
comandante de la guarnición de Asunción. El tercero, Benigno, fue
nombrado mayor del ejército; pero, como no atendía las obligaciones
inherentes a su cargo, se le permutó este puesto por el de almirante de
la flota.
Sus hijos pronto se hicieron ricos, por todos los medios, a su
alcance. Cuando el ganado se vendía en los mercados, ellos fijaban su
precio y nadie podía objetarlo. Las mujeres de la familia establecieron
una forma de intercambio, según la cual el papel moneda gastado e
inservible para ulterior circulación se compraba con un fuerte
descuento, y después ellas cambiaban en la Casa de Moneda ese
mismo papel por nuevas series de billetes flamantes, que, como es
lógico, tenían su valor nominal.
Todo esto se hacía conforme a la voluntad y las costumbres del
estado de Ruritania, y era maravilloso para contarse, aunque la
totalidad de los paraguayos nunca habían sido tan felices ni habían
gozado de tantas libertades, desde los días de Francia. Todos y cada
uno podían ser obligados a servir al gobierno en cualquier momento,
al llamado de cualquier juzgado de paz; pero, en general, no se
abusaba mucho de este poder, pues López tenía la suma de todo el

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poder en sus manos y permitía solamente a los miembros de su familia


el eludir las leyes.
López, que había encontrado las arcas del tesoro público
rebosantes de caudales como resultado de los latrocinios y con-
fiscaciones del doctor Francia, estuvo en condiciones de dedicar todo
lo que quiso al gran proyecto de su vida: la creación de la más
poderosa fuerza militar de Sudamérica. Todos estaban obligados a
servir en las filas si eran llamados, aunque no existía un sistema de
conscripción. regular como en la mayor parte de los estados europeos.
Quizá con excepción de los turcos, ninguna raza humana tenía
mejores condiciones para ser carne de cañón que la paisanada del
Paraguay. No eran de gran estatura, pero si muy obedientes y activos;
sus vidas sencillas los hacían capaces de soportar grandes penurias en
las campañas; sobrios y frugales, tenían una salud extraordinaria,
dado que la forma benigna de la sífilis, común en todas las clases
sociales, no afectaba su salud general, si bien es cierto que el
celebrado Dr. Stewart37, uno de los médicos del ejército del segundo
López, me expresó que debido a esta enfermedad sólo algunos de sus
pacientes curaban de las heridas. Esto también puede haber sido así,
en parte, porque no había en realidad verdaderos hospitales militares,
ni enfermeras, ni cuerpos apropiados de transporte, y los heridos
permanecían frecuentemente. durante varios días expuestos al sol
abrasador y a las lluvias torrenciales, hasta que las heridas se les
agusanaban, antes de que fueran recogidos.
No se reparaba en la posición social en el Paraguay, pues todos
eran iguales ante Dios y el presidente, tal como los moros lo fueron
ante el sultán y Alá, en el Marruecos de hace treinta años. Los hijos de
las mejores familias cuando se incorporaban a las filas eran obligados
a andar descalzos, y raras veces se los designaba oficiales. Todo civil
estaba obligado a saludar hasta al oficial de más baja graduación,
porque el ejército era algo supremo. Francia doblegó en grado sumo al
pueblo hacia el servilismo, y promulgó una ley que establecía que

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todos deberían usar sombrero38 de cualquier clase (pues servía hasta


un ala sola) a fin de que pudieran saludar quitándoselo.
López realizó, indudablemente, muchos trabajos útiles: diques,
arsenales y un ferrocarril que unía Asunción con Paraguarí, una
distancia de unas treinta millas. Bajo su gobierno, el país, por primera
vez en medio siglo, se abrió al comercio. Se proveyó de varios vapores
de río en Europa y los Estados Unidos. Pero su principal desvelo,
durante todo el curso de su gobierno, fue erigir una poderosa fuerza
militar. La población de la República en su tiempo nunca alcanzó a un
millón; hasta su muerte tuvo en pie de guerra un ejército permanente
de 80.000 hombres, discretamente armados. Ninguna de las naciones
de la América del Sur, ni aun el gran Imperio del Brasil, tuvo ni
remotamente un armamento tan considerable.
Estas fuerzas siempre se mantenían en servicio activo, y
efectuaban ejercicios y maniobras con mucha frecuencia; un tercio del
total eran plaza montada, y el resto infantería y artillería. De las tres
armas, la caballería era la más débil, porque, como dice el coronel
Thompson, habría tal vez unos .cien mil caballos en todo el país, y
pocos de ellos estaban en condiciones de galopar tres millas, porque
los caballos paraguayos no eran ni abundantes ni buenos.
López, animado por su ambicioso hijo Francisco Solano, dedicó
todas sus energías a equipar al Paraguay para una contienda militar
que quizá él ya hubiera tenido en vista. Sin reparar en el precio, se
construyeron dársenas y arsenales. Continuaron llegando al Paraguay
barcos de Europa y los Estados Unidos, livianos y bien armados, muy
apropiados para el combate en ríos. Al fin, el arsenal de Asunción
contaba con una flotilla de pequeñas embarcaciones de combate, no
muy numerosa, desde que sumaba, según era público y notorio, sólo
diecisiete unidades40, pero muy superior para su propósito a cualquiera
otra, fuera del Imperio del Brasil.
Todo esto lo hizo López sin restricción ni medida alguna;
hablando estrictamente, en su tiempo el país no tenía ninguna renta
regular, pero todo se pagaba con las enormes sumas acumuladas en el

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Tesoro por el doctor Francia. Una que otra vez López obligó a los
ciudadanos más ricos a hacer contribuciones forzosas. Los paraguayos
pobres, en cambio, se encontraban en una posición ideal, pues no se
les imponían cargas impositivas. Así es que para las clases más pobres
el gobierno de López era benigno. Desde luego que no tenían libertad
alguna, pero se preocupaban poco de ello, ya que nunca habían oído
hablar de tal cosa. La principal ambición que tenían, una ambición
natural en el hombre y tal vez laudable, era el efectuar el menor
trabajo posible, “atentos a sus vidas” y cuando habían plantado una
pequeña parcela de tierra, de maíz, mandioca o tabaco, roncaban
plácidamente en sus hamacas, rasgueaban la guitarra y entonaban sus
melancólicas canciones nacionales bien llamadas “tristes”, y
ocasionalmente bailaban haciendo sonar sus pies descalzos en el
suelo.
La mayor parte de ellos tenían uno o dos caballos flacos para
montar, pero los caballos nunca fueron ni una necesidad absoluta ni
un orgullo para la mayoría de los paraguayos, como lo eran para los
centauros de la llanura en la Argentina y el Uruguay.
Hombres y mujeres eran incansables caminadores, que recorrían
como cualquier cosa veinte millas para ir al mercado, las mujeres
llevando pesadas cestas llenas de hortalizas sobre la cabeza y fumando
cigarros del tamaño de una zanahoria, mientras en largas filas se
filtraban a través de las selvas.
Vestidas todas de blanco, descalzas, con sus cabellos negros y
rebeldes cortados en forma cuadrada a la altura de la nuca y
cayéndoles por la espalda, parecían a corta distancia como si la
procesión de un vaso etrusco hubiera tomado vida para hollar los
senderos de aquellos bosques. Generalmente acompañaban a las
mujeres uno o dos hombres, pero nunca llevaban nada, pues los
hombres en el Paraguay, como siempre se encontraron en una minoría
extraordinaria con respecto a las mujeres, tenían una posición que
oscilaba entre la de un tirano y un objeto de lujo, al que debía tra-
társelo delicadamente. Este período relativamente feliz, sin cargas, fue

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poco a poco acabándose durante los últimos años de la vida de López.


La instrucción de nuevos reclutas se hizo casi incesantemente en el
ejército, y en esa escasa población41 como cada año se necesitaban más
y más hombres que eran obligados a integrar el ejército, la vida se
hizo más dura y menos idílica para aquellos que se dejaban para que
cultivaran los campos. Las contribuciones forzosas se hicieron más
frecuentes, y el sistema de espionaje que había prevalecido en el
Paraguay desde la primera vez que el tirano Francia se apoderó del,
gobierno, penetraba hasta en la intimidad de la vida de los
paraguayos, así que una vez más el temor se apoderó de todas las
clases.
Los pocos europeos que por entonces residían allí, atribuyeron
este hecho a la nefasta influencia del hijo mayor del presidente,
Francisco Solano, cuya gran idea era ver al Paraguay como al Estado
más fuerte de la América del Sur. Firme en su propósito, impulsó a su
padre a que levantara un poderoso ejército y acumulara pertrechos
militares. La última enfermedad que soportó López fue larga y penosa,
y a su muerte el pueblo pareció tener la sensación casi instintiva de
que el gobierno del hijo no iba a ser más suave que el de ese obeso y
casi despreocupado viejo presidente, que por tanto tiempo había
gobernado en forma autocrática, pero a la postre no muy
tiránicamente.
Durante su gobierno apenas hubo ejecuciones por delitos
políticos; Thompson, que era por mucho el más caracterizado de los
ciudadanos británicos que por aquel tiempo tenían intereses en el
Paraguay, pensó que, “en total, López hizo mucho bien a su país42”.
Es indiscutible que fue quien abrió su país al mundo, permitió
que el intercambio siguiera su curso normal. y estableció relaciones
diplomáticas no solamente con las repúblicas sudamericanas vecinas,
sino también con Europa y los Estados Unidos. Construyó tanto
arsenales y dársenas como varios edificios hermosos en Asunción, y el
primer ferrocarril del Paraguay. Todo esto se hizo sin elevar el

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régimen impositivo existente, pues se encontró con ingentes riquezas


acumuladas en el Tesoro por el doctor Francia.
La única renta con que contaba el gobierno provenía de la venta
de yerba43, monopolio del gobierno. El gobierno, o López, pues él
podía decir con más verdad que Luis XIV “L’état est moi”, compraba
cada 25 libras de este producto, por un chelín y lo vendía obteniendo
un margen más que amplio de utilidad.
El Paraguay en aquellos días tenía casi un monopolio completo
del intercambio mundial de yerba, porque las plantaciones de estos
árboles que los jesuitas habían efectuado en el territorio de Misiones
habían sido descuidadas y arruinadas completamente después de su
expulsión, y las nuevas no habían alcanzado todavía el desarrollo
requerido para su explotación.
El principal afán de toda su vida lo constituía el ejército. Fue la
extinción de la última chispa de libertad en el Paraguay. Thompson,
que era coronel del ejército paraguayo, fortificó sus posiciones
principales en el río Paraguay e hizo una gran defensa de Angostura",
contra enormes contingentes, retirándose finalmente con todos los
honores de la guerra, describe así al soldado paraguayo: “Un
paraguayo (soldado) nunca se quejaba de una injusticia, y estaba
siempre contento con cualquier cosa que dispusiera su superior. Si se
lo azotaba, consolábase diciendo: “Si mi padre no me azota, ¿quién
me va a azotar”. Porque todos llamaban a su oficial, su padre, y a su
subordinado, su hijo. Se llamaba a López, taita guazú, el gran padre, y
carai guazú, el gran caballero.
“Todo cabo era obligado a llevar su bastón permanentemente
consigo y era el ejecutor de los palos; podía dar a cada soldado tres
golpes bajo su propia responsabilidad.
“Se permitía a un sargento ordenar que un soldado recibiera
hasta doce palos (doce golpes dados con un palo), y un oficial podía
ordenar tantos como le viniese en gana.”
Este es el relato que deja sobre el soldado paraguayo de su
tiempo un valiente soldado que defendió al Paraguay hasta que,

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obligado por el hambre, tuvo que capitular. El gobierno de Francia y


el de Carlos Antonio López habían reducido al paraguayo a la
condición de un simple autómata. Toda individualidad le había sido
anulada. Pero su espíritu conservó su vitalidad, y su valor siguió
siendo sin igual, como hechos ulteriores lo demuestran. Sobre todo,
esto lo dejó indefenso en manos del más joven López45, como pura
carne de cañón para sus planes ambiciosos.
Se había montado el escenario para una tremenda tragedia, la
más terrible y la más patética que haya conocido el Nuevo Mundo.

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1
Histoire du Paraguay. Par le R. P. François-Xavier de
Charlevoix, de la Compagnie de Jésus. Paris. MDCCLVI. Avec
Approbation er Prívilége du Roi.
2
Hístoire du Paraguay. Liv. IV, p. 183.
“Les Guaranis croient beaucoup aux présages, et rien n'a plus
couté aux missionaires que de leur oter cette chimére de la tete ».
3
« ... plus ou mains de stupidité et de férocité. »
4
Probablemente Fie1ds.
5
Ils employaíent un mois entier a les instruire et a les confesser
(et), pour les mettre et état de participer aux saints mysteres." Histoire
du Paraguay, Liv. IV. p. 186.
6
Hoy República de Colombia.
7
Así llamados porque siempre llevaban una bandera.
8
Petun hobi, tabaco rojo. Petun, tanto en guaraní como en tupí,
significa tabaco. Como el tupí se hablaba en el Brasil, los primeros
colonizadores franceses llevaron el nombre de petun a Francia. No se
utilizó largo tiempo, y pronto fue suplantado por el de tabaco, palabra
caribe que, según se dice, significó en un principio la pipa y no la
hierba que en ella se fumaba. El tupí y el guaraní son prácticamente
un mismo idioma, con sólo diferencias prosódicas.
9
Los catadores solían decir que esto daba un peculiar bouquet
d‘Indienne al cigarro. y que lo volvía más suave. Profano como soy, a
mí no me ha sido dado advertir que la operación modifique en forma
alguna el tabaco. Es cierto que algunos, aun cuando los ángeles
llaman a sus puertas, son demasiado ciegos para reconocer a sus
celestiales visitantes.
10
Simancas y Sevilla.
11
He tratado algo extensamente el tema de la expulsión de los
jesuitas en A Vanished Arcadia. London, William Heinemann, 1901.
12
El deán Funes, en su "Ensayo de la Historia del Paraguay"
(Buenos Aires, 1816), rinde testimonio de su valor y resistencia. Eran,
por supuesto, los antepasados de los heroicos indios que tan a menuda

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murieron hasta el último hombre luchando contra fuerzas muy supe-


riores en la guerra del Paraguay (1866-1870).
13
Un mordaz talento francés se ha referido a estas tres palabras
bajo el título de Les Trois Blagues. Tal vez él mismo haya sufrido bajo
la Igualdad, que es siempre de las tres la más difícil de soportar, pues
nadie cree que alguno de los demás hijos de Adán pueda ser igual a él.
14
Historia de Be1grano, de Bartolomé Mitre.
15
Velazco fue el último y probablemente el mejor de los gober-
nadores, con excepción del gran Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que
hayan gobernado en el Paraguay. Hidalgo español del mejor tipo, de
espíritu liberal y filosófico, alto y distinguido, era querido y respetado
por todos los paraguayos tanto como gobernador como simple
ciudadano, cuando se hubo retirado.
Murió en la prisión, pues fue una de las muchas víctimas del
inhumano doctor Francia, el tirano que durante cerca de treinta años
cerró el Paraguay al mundo exterior y reinó como un Nerón, en un
mar de sangre.
16
Letters on Paraguay, por J. P. y W. P. Robertson, Londres.
John Murray, 1838.
17
El que escribe, joven escocés de 22 años, por esta reflexión y
por la frase de “el santo hombre”, al referirse a San Juan, demuestra
claramente que el orgullo del corazón florece tan lozanamente al norte
de Tweed como en el Paraguay.
18
En esa época había sido formada para gobernar el país una
junta de cinco miembros, después de depuesto el gobernador español.
19
Don Gregorio era miembro de la Junta y muy popular en
Asunción. Como era querido por todas las clases sociales, había sido
muchas veces padrino de bautismo y tenía todo un harén (espiritual)
de comadres. Cayó víctima del inhumano gobierno del triste tirano
Francia, que en la época de esa fiesta era, con La Cerda, miembro, de
la Junta.

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20
Robertson se equivoca aquí, a pesar de conocer bien el país No
hay media luz en la latitud de Asunción. El sol cae detrás del
horizonte, como una bola de fuego, e inmediatamente es de noche.
21
Esos tristes se cantaban mucho en el Paraguay en mis tiempos
(tiempo del rey Wamba) ; pero es indudable que hoy la marcha del
progreso los habrá sustituido todos por el jazz.
Eran quejumbrosos y melancólicos, como toda la música india
americana.
22
Rengger fue un botánico suizo que vino al Paraguay a
proseguir sus estudios. Francia lo tuvo prisionero por varios años.
23
El doctor Somellera se refiere a una supuesta conspiración y
levantamiento de los antiguos residentes españoles; la mayor parte de
la gente cree que no hubo tal conspiración, sino que Francia la inventó
para tener un pretexto de vengarse de los viejos españoles a los cuales
odiaba.
24
Según parece, Francia fusiló solamente a dos de los supuestos
conspiradores y ahorcó a todos los demás.
25
Esta mujer era una mulata, es decir, mestiza; de ahí la repug-
nancia de Goyez a casarse con ella.
26
La historia del Paraguay, por Charles A. Washbuirn, comisio-
nado y ministro residente de los Estados Unidos en Asunción desde
1861 a 1868, publicado por Lee & lliford, en Boston, el año 1871.
27
History of Paraguay, de Washburn, volúmen 19, página 34.
28
Daif Allah.
29
Para salvar los principios republicanos, su verdadero período
gubernativo era de diez años; pero, en realidad, había sido elegido
presidente vitalicio.
30
Los nombramientos periódicos efectuado por el Congreso. que
prolongaban por cinco años más el mandato del presidente, eran una
simple ficción, pues, una vez bien sentado en su sitial, López había
reducido el Congreso a un grupo de genuflexos a quienes manejaba a
su antojo.
31
Su nombre era Mr. C. A. Henderson..

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32
El honorable Edward Tlornton.
33
El almirante Lushington.
34
The war in Paraguay, George Thompson, C. E. Longmans
Greew and Co., Londres, 1869.
35
The war in Paraguay, Thompson.
36
El nombre era realmente Venancio, pero como Thompson lo
escribe en la forma en que se ve más arriba, debe haber sido así la
manera local de escribirlo. La B y la V son casi intercambiables en
castellano y yo he visto escrito sobre una taberna de una aldea “Aquí
se bende bino” por “Aquí se vende vino”.
37
El doctor Stewart era un escocés que había servido en la
guerra de Crimea como médico militar. Cuando lo conocí y gocé de su
hospitalidad poco después de la guerra, era un hombre bajo, activo y
de unos 55 años de edad. Su cabello rojizo comenzaba a ponérsele
gris, y sus claros ojos acerados brillaban como estrellas en una noche
de helada y perforaban al mirar. Había tomado por esposa a una dama
paraguaya, Doña Venancia Báez, una persona encantadora de cabellos
muy hermosos. Stewart hablaba bien el español (según me pareció con
cierto acento escocés) y el guaraní, indiferentemente. Se sentaba en la
silla a caballo, algo tieso y muy erguido. Sufrió mucho en la guerra de
la que escapó con vida en circunstancias casi milagrosas.
38
Seven Eventfut years in Paraguay, George Frederíck Master-
man, Sampson Low. Son and Marston, Londres. 1870. capítulo VII,
página 64.
39
The War in Paraguay, Thompson, capítulo V, pág. 53.
40
The War in Paraguay, Thompson, pág. 55.
41
Menos de un millón.
42
The War in Paraguay.
43
Yerba, la hoja seca de la “ilex paraguariensi” usada como
infusión; se la conoce generalmente en Europa como “mate”, por la
calabaza en que se bebe.
44
Esto sucedió en la Gran Guerra, después de la muerte del
primer López (Carlos Antonio).

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45
Francisco Solano.

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Capítulo I

Han transcurrido ya cincuenta años desde que López, peleando


como una rata acorralada, fue muerto en los densos bosques de Cerro
Corá, no por cierto a la cabeza de los heroicos paraguayos, pues nunca
arriesgó su vida durante los cuatro años de guerra, sino tratando de
huir a Bolivia.
La guerra misma pasó al dominio de la Historia, las heridas
cicatrizaron, los sufrimientos han sido olvidados por la presente
generación, pero aún la modalidad propia de la esclavitud introducida
en la voluntad de una parte de los paraguayos por Francia y López,
persiste. No hace falta decir que todos los hombres mejor educados, de
espíritu liberal, y de lo mejor del Paraguay, siguen considerando a
López como el tirano cobarde y sediento de sangre, del cual hay tantos
testigos oculares como miles de documentos que lo muestran.
Adolfo Aponte, ministro de Justicia en Asunción en 1919,
escribió el siguiente pasaje en una carta dirigida a Don Justo Pastor
Benítez, fechada en Asunción el 25 de mayo de 1919, citada en un
libro publicado en dicha ciudad en el año 1926, titulado "El Mariscal
Francisco López 1”: “La tiranía (de López) terminó hace más de
treinta años, pero en la conciencia de los paraguayos quedan todavía
rastros de esclavitud, en ideas y sentimientos, exactamente en la
misma forma en que la indolencia e inercia caracterizan nuestro
temperamento nacional.
“Todos los sobrevivientes de la guerra, de alguna educación, eran
antilopiztas, incluyendo al mismo padre Maíz2.
"Un veterano de la guerra me dijo... todos nos sentimos revividos
(por la muerte de López) como si despertáramos de un sueño
pavoroso, porque le temíamos más a él que al enemigo.
Veteranos de la guerra, en aquellos lejanos días, me han hablado
también a mi en términos parecidos. Recuerdo bien una vez que me
encontré con un hombre llamado Izquierdo, un jocoso hombrecillo
medio leguleyo, de los que en español son llamados “cagatinta”.

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Este hombre no conocía el miedo: era uno de los veinte, o más


paraguayos que, cubiertos con pasto y ramas, se deslizaron en una
canoa, para dar la impresión de ser un camalote, esas masas de barro y
vegetación que flotan en las aguas del Paraguay, y anduvieron
corriente abajo hasta alcanzar a ponerse junto a un barco brasileño, a
bordo del cual saltaron inmediatamente. Armados solamente con
facones largos y espadas, se hicieron en unos pocos minutos dueños
del barco. Entonces, debido al fuego de metralla, murieron todos
menos tres, que se sumergieron en la corriente y pudieron salir a
salvo, aunque heridos, del lado del Chaco. El rió teatro de estos
acontecimientos tiene una anchura de una milla. En aquel tiempo el
Chaco era un territorio virgen, lleno de ciénagas y palmeras, habitado
solamente por tribus de indios salvajes. Heridos, casi desnudos,
expuestos a los ataques de toda clase de insectos voladores, su estado
era desesperante. Como era natural, no tenían ningún alimento, ni
medios de matar ningún animal; por espacio de dos largos días se
mantuvieron comiendo cuanto fruto silvestre pudieron encontrar,
hasta que las heridas sin curar se les infectaron e hicieron más
miserables aún sus vidas. Convencidos de que morirían de hambre o a
raíz de sus heridas, tomaron una resolución desesperada, y
hambrientos y heridos como estaban, decidieron cruzar a nado hasta
la otra orilla.
La corriente tiene una velocidad mínima de 4 millas por hora; en
el río hay caimanes y esos diabólicos pececillos conocidos como
piranhas3 en el Brasil y el Paraguay.
De los tres, Izquierdo fue el único que alcanzó la margen
opuesta, y se dejó caer exhausto en la arena, con una pierna hinchada
en una forma enorme. Descubierto allí por algunas mujeres que
lavaban ropas, fue recobrándose gracias a sus cuidados, aunque quedó
lisiado para toda la vida.
Como sabía leer y escribir, y tenía cierta instrucción, después que
terminó la guerra se convirtió en lo que se llama un “tinterillo” en
algunas partes de Sudamérica. Tenía mal carácter y aspecto

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desagradable; vestía un traje de dril, lavado hasta tener la consistencia


de una red de pescar, y cubierto todo él por un sombrero de paja
barato. Aunque había puesto su vida en gravísirno peligro y hecho
todo lo que un hombre puede hacer para cumplir sus deberes, no
carecía de palabras para demostrar su odio y desprecio por López. La
naturaleza y su estudio de las leyes, aunque exiguo, se habían
combinado para dar fluidez a su expresión.
Lo veo ahora, como lo vi la primera vez que nos encontramos, en
un sembrado de mandioca, detrás de la quinta del doctor Stewart, en
el camino de la Recoleta, parado bajo el sol centelleante; era una
figura pequeña, tiesa, indomable, quizá con una sombra de servilismo:
agotaba todos los recursos del castellano y el guaraní para dar forma a
su desprecio por López y a su indignación por la cobardía que mos-
trara:
—¡Llamarle Carai Guazú! Lo que debían decirle es Chancho
Guazú4. ¡Ese miserable cobarde, comiendo y bebiendo de lo mejor, él
y su concubina, madama Lynch —que el Dios de los cielos no los
haya perdonado a ninguno de los dos—, mientras nosotros, que
peleábamos por lo que creíamos era la independencia de nuestro país,
estábamos medio muertos de inanición, golpeados y tratados peor que
perros; escupo a su misma alma”
Dominado por el furor, una especie de dignidad descendía sobre
aquel hombre de figura mutilada por la guerra, plantado desafiante en
los sembradíos de mandioca, y uno se hacía cargo de que cualesquiera
que hubieran sido los riesgos y peligros (y habían sido muchos) que se
hubiera visto obligado a encarar en todo el transcurso de su vida, el
temor era una cosa desconocida para él. En todo el mundo, me ima-
gino que nadie se acuerda de él, excepto yo. En consecuencia, escribo
estas líneas a la manera de un epitafio, trazado en el suelo arenoso del
sembradío de mandioca donde lanzó su maldición.
No sólo este abogadillo mucho más admirable durante la guerra
que en los tiempos de paz condenó al tirano en términos desmedidos,
sino también los pocos sacerdotes de las aldeas de campo, cuyas bocas

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se hablan cerrado durante cuatro años por el temor a las torturas o a


una muerte precedida de una larga y penosa agonía, agregaron su
testimonio. Nunca me aproxime a uno que tuviera algo bueno que
decir de López, pues todos lo condenaron, mientras tomábamos mate,
sentados en las altas sillas apoyadas a la pared de sus pobres
presbiterios, a la sombra de los naranjos.
Hablaban de su crueldad, su ansia de sangre, su desvergonzada
inmoralidad sexual, las enormes sumas de dinero que había
despilfarrado en manos de su concubina, madama Lynch, y cómo
había gobernado al Paraguay como si fuera de su propiedad, bajo su
pretendido patriotismo. Estos hombres instruidos que habían
sobrevivido a esta carnicería universal, condenaban su política,
diciendo que la guerra había sido innecesaria y provocada por él, en
parte por su ignorancia y en parte por su ambición de figurar como un
conquistador. Thompson, en su historia de la guerra5, dice: Él (López)
sustentó la idea de que el Paraguay podría hacerse conocer únicamente
por medio de una guerra, y su propia ambición personal lo impulsó a
ello, sabiendo que podía reunir todos los hombres del país
inmediatamente y formar un ejército numeroso”. Thompson había
sido depositario de muchísima confianza por parte de López, pues él
proyectó las fortalezas de Curupaití Humaitá, Angostura6 y La Villeta,
que demoraron por tanto tiempo el paso de las fuerzas aliadas río
arriba. Sin las fortalezas, Asunción hubiera sido tomada en un mes,
pues los barquichuelos livianos que López tenía armados no habrían
podido nada contra los poderosos barcos brasileños.
Quizá la expresión más fuerte vertida contra López, y una de las
que pesan más, es la que el coronel Thompson ha estampado en el
prefacio de su obra: “Como se verá por el siguiente relato —dice—,
considero a López como un monstruo sin igual.”
Esto constituye algo del mayor valor, por provenir de un hombre
sumamente prudente en la expresión de sus opiniones, como surge de
su modesto pero convincente trabajo. Se formaba sus juicios
madurándolos durante mucho tiempo, como lo muestra el siguiente

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pasaje: “Todas las murmuraciones que se decían de él al principio de


la guerra me llegaron en forma de vagos rumores. Sus maneras, ello
no obstante, eran tales que constituían por sí solas algo que
desacreditaba por completo y desvirtuaba cuanto rumor pudiera
haberse vertido en su contra. Sin embargo, tiempo después recibí
aplastantes corroboraciones de lo que he establecido en contra suya en
la primera parte de este volumen.”
En todos los escritos de aquellos que conocieron más de cerca a
López durante la guerra, aparece éste como un tirano, cobarde y
sediento de sangre. Don Belisario Rivarola, ministro de Educación, en
un artículo publicado en “El Liberal”, de Asunción, en el mes de
marzo del año 1926, dice: “Es verdad que hay compatriotas que se
proponen glorificar a este protervo”. Piensa que su único objetivo es
levantar la figura de un héroe nacional y legendario, como punto para
fijar el patriotismo paraguayo.
He aquí probablemente la razón; pero si es así, no hay nadie que
se preste menos para el fin a que se le destinaría que López, quien, por
el testimonio dejado por sus contemporáneos, no arriesgó nunca la
vida, aunque envió a la muerte a toda la población masculina del
Paraguay, en aras de su ambición. Don Cecilio Báez, ex ministro del
Paraguay en los Estados Unidos y Europa, califica a López como a un
gobernante insensato, general inepto y tirano monstruoso”.
Estas son opiniones vertidas por paraguayos instruidos, de alta
posición. Sus juicios se basan en las narraciones de los sobrevivientes
de la guerra y en documentos públicos que se encuentran en los
archivos del Paraguay. Estas fueron las opiniones de la nación entera,
hasta que en el año 1905 un paraguayo llamado Don Juan O’Leary
publicó un libro en el que ponía a López por las nubes, negaba sus
crímenes, su cobardía y su sed de sangre, y hacía un llamado a sus
compatriotas para que vieran en el carnicero de sus padres a un
patriota de inspiraciones puras.
Lo realmente extraño de la actitud de O'Leary es que toda su
familia fue víctima de la tiranía de López. Su madre, Doña Dolores

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Urdapílleta, se había casado en Asunción con un juez llamado


Bernardo Jovellanos. Por rehusarse este último a dictar un fallo
injusto para complacer a López, fue encarcelado, y bajo el gobierno de
López el encarcelamiento equivalía a la muerte. El desgraciado, o
quizá afortunado juez, sufría de una tuberculosis incipiente que en la
sórdida y mal ventilada prisión se agravó rápidamente y lo llevó a la
tumba. De haber sobrevivido, habría encontrado probablemente su
destino tanto en el hambre como en los malos tratos, o quizá en las
torturas.
Después de su muerte, López, que nunca perdonaba mientras
hubiera alguno sobre quien pudiera ejercer su venganza, prendió a la
viuda del juez, Doña Dolores, y la encerró encadenada en la misma
celda en que había encontrado la muerte el compañero de sus días.
Pasado algún tiempo allí fue transferida a un campo de
concentración llamado Emboscada, que se encuentra sobre el río
Guazú-Piré7.
De Emboscada fue trasladada a Ajos, de allí a Lhú, y con las
demás infelices mujeres conocidas como “destinadas”, que lo estaban
al martirio y la muerte, pasó de Curuguatí a Espaduí. Estos lugares en
los días de López se encontraban en las afueras de lo que podría
llamarse por eufemismo “civilización” esto es, en el Paraguay.
Mujeres de ilustre prosapia eran dedicadas a los más duros
trabajos manuales, medio muertas de hambre y golpeadas, y muy
frecuentemente ultrajadas por la bárbara soldadesca. Todas sus
jornadas las realizaban a pie, a marchas forzadas, a veces con el barro
hasta más arriba de las rodillas, a través de los bosques y cruzando
planicies abiertas a los incandescentes rayos del sol. Su comida era un
puñado de maíz; su bebida, agua de los pantanos del camino. Aquellas
que no podían resistir, eran lanceadas y se las dejaba para que las
devorasen las bestias salvajes de la región.
Doña Dolores varias veces estuvo a punto de ser lanceada, pero
sacó fuerzas de flaqueza para seguir su largo via crucis. Sea en razón
de su naturaleza fuerte, o a causa de lo que dice el refrán árabe,

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“porque Dios no lo quiso así”, debiendo haber muerto, sobrevivió a


todas sus pesadumbres y martirologio, y una vez terminada la guerra
se casó con Don Juan O'Leary, caballero paraguayo. Uno de los hijos
de este matrimonio fue el citado Juan O’Leary, que vivió para
glorificar al hombre que en su juventud calificara de “chacal” y
verdugo de la patria.
Solamente él podrá decir mediante qué extraño proceso llegó a la
conclusión de que López era "un ser superior, legendario y epónimo”.
Lo cierto es que durante su juventud era sangre y no suero lo que
corría por sus venas.
En una composición titulada “A mi madre” da rienda suelta a la
indignación natural de un hijo por el martirologio de la autora de sus
días: “¡Pobre madre! Tristes recuerdos oprimen hoy mi corazón.
Todas las escenas de ese intenso drama, del sangriento martirologio
de nuestra raza, se alza ante tus ojos para hacerte sufrir de nuevo la
amargura de aquella tiranía maldita.
“En este día, hace treinta y seis años, fuiste llevada ante el cruel
magistrado que te condenó. Antes de esto, tu esposo había muerto,
víctima del tirano. Tu hermana, carga de grillos, rogaba por ti en el
silencio de su prisión; tus hermanos, perseguidos por el tirano,
murieron uno tras otro, lanceados, en el cepo de Uruguayana, o por
miseria y necesidad...8
“Descalza recorriste los caminos espinosos, cargando a tus hijos
hambrientos en tus brazos... Me enseñaste a perdonar, tú que
perdonaste a todos... A veces, ¡oh madre!, el odio es la más sublime de
las virtudes. Perdóname, madre mía; pero para tus perseguidores, para
los carniceros de nuestra patria, mi odio es eterno. Tú perdonaste al
que te maltrató con tanta brutalidad. Yo no lo perdono.”
Este párrafo resulta muy natural en un hijo que habla de los
sufrimientos de su madre, que ha visto a su familia diezmada por el
tirano, y fue escrito solamente trece años antes de que apareciese un
libro exaltando a López hasta los cielos.

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El espíritu de la esclavitud de la raza debe haberse encontrado


dormido en su sangre; el espíritu inculcado a la raza por una larga
serie de tiranos. A fin de que nada falte para completar el abyecto
espíritu de O’Leary, la historia de su tío José Urdapilleta está para
atestiguarlo. Un día López llamó a José Urdapilleta9 —tío de
O'Leary— a su presencia y le dijo: “Acabo de fusilar a tu padre por
traidor”. Urdapilleta era un teniente naval que se habla distinguido
mucho en el abordaje de un bergantín brasileño, que realizara en
compañía de unos pocos más. “Ten cuidado de portarte bien —agregó
López— o seguirás su misma suerte.”
El joven teniente, que había encarado la muerte con tanto valor
hacia unas pocas semanas, se retiró sin decir una sola palabra.
Su hermana, cuando se lo contó, le recriminó en estos términos
su conducta: “¿Y no fuiste capaz de matar de un tiro a ese
monstruo?10.
Esa era la dificultad. En todo el Paraguay, entre los millares que
soportaron el gobierno del tirano, no hubo uno solo capaz de ponerle
el cascabel al gato o de “tomar las armas contra sus dificultades, y
oponiéndoseles, ponerles término”.

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1
Se trata de una colección de ensayos y cartas de varios
escritores, en favor y en contra de López.
2
El padre Maíz fue un sacerdote a quien López nombró uno de
sus “Fiscales de Sangre” ante los cuales era traído cualquiera de quien
López quisiera deshacerse. Según los que lo describen, el padre Maíz
era alto y buen mozo, y de muy buena educación; falleció hace muy
poco, cargado de años, y, según puede creerse, lleno de
remordimientos por sus muchas e inhumanas crueldades.
3
En Venezuela y Colombia se les llama caribes, por su
ferocidad.
4
Gran cerdo.
5
The War in Paraguay, Thompson, pág. 25.
6
Thompson estuvo encerrado durante la mayor parte de la
guerra en el fuerte de Angostura. Lo defendió hasta que sus hombres
casi perecieron de inanición; entonces, viendo que no llegaba ningún
auxilio de López, capituló, y salió del fuerte con todos los honores de
la guerra.
7
Emboscada es ahora propiedad de¡ escritor paraguayo Héctor
Francisco Decoud. En su libro “Una Década” describe los sufrimientos
de las desgraciadas mujeres.
8
El "Cepo de Uruguayana" era un método de tortura en el cual la
cabeza de la víctima se doblaba hacia adelante, se le ataban los pies y
las manos, y se apilaban rifles sobre la nuca.. Esta tortura era extra-
ordinaria, y se halla descripta por Masterman, en su Seven eventful
years in Paraguay, publicado en Londres en 1870, por haberla
soportado él mismo.
9
“Guerra del Paraguay”, por Arturo Rebaudi, anotado por Gus-
tavo Barroso en su Brazil en face do Prata, publicado en Río de Ja-
neiro en 1930. Gustavo Barroso, más conocido por su seudónimo de
Joao do Norte, ha escrito con indignación en contra de la elevación de
López a la categoría de héroe nacional. Lo pinta en sus verdaderos
colores, como un cobarde miserable y sediento de sangre.

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10
“E nao foste capaz de dar un tiro nesso monstro?” Arturo
Rebaudi, citado por Gustavo Barroso en su obra O Brazil en face do
Prata, editada en Río de Janeiro el año 1930.

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Capítulo II

Francisco Solano López nació en Asunción el 24 de julio de


1826 ó 1827; era el segundo hijo de Carlos Antonio López y Juana
Pabla Carrillo, ambos nativos de La Recoleta, cerca de Asunción.
Tuvo cuatro hermanos: Martín, el mayor; Benigno, Venancio y José
Domingo, y dos hermanas: Blasa y Melchora.
Su padre, Carlos Antonio, un astuto abogado que se retiró
prudentemente de la vida pública durante la dictadura de Francia,
ascendió a la presidencia después de la muerte de este último,
mediante una mezcla de chicaneos y fuerza.
Aunque había acumulado cierta fortuna, no era un hombre de
buena familia. Se rumoreaba que tenía algo de sangre de negro o de
indio en su ascendencia, y por cierto que las fotografías de su hijo,
Francisco Solano, no desmienten la versión; en ellas se ve a un
hombre bajo, casi grueso, de color oscuro, que muy bien podría haber
tenido una corriente de sangre india. Su madre, a la cual torturó
subsecuentemente, y cuya sentencia de muerte acababa de firmar el
mismo día en que fue muerto, parece haber sido de mejor clase social,
y era descendiente de una vieja familia española.
En su casa paterna en La Recoleta, probablemente una espaciosa
casa colonial española., construida alrededor de un patio, con un aljibe
en el centro, para recoger el agua llovida del techo, una herencia de
los moros llevada a América por los españoles, debe de haberse
deslizado la vida tal como yo la recuerdo, en varias de sus repúblicas,
hace cincuenta años. No me cabe duda de que un bosquecillo de na-
ranjos daba sombra a la casa, y en sus ramas miríadas de luciérnagas
titilaban más y más, pareciendo formar extraños dibujos sobre el cielo
purpúreo de los atardeceres, tan brillantes y vívidos que casi
ensombrecían las estrellas.
Cerca estaban los corrales de las vacas lecheras, y más allá un
prado sembrado de maíz, un lotecito de mandioca, una parcela de
camotes y un sobrante en el que crecían sandías. Diseminadas

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alrededor estaban algunas construcciones de palos y paja, techadas


con hojas de palmera o cañas, que daban albergue a los peones y sus
familias. Los hombres, bajos, delgados y activos, vestían pantalones
blancos y camisa; todos andaban descalzos, aun cuando montaban; en
estas oportunidades, sus pesadas espuelas de hierro colgaban de sus
pies desnudo, atadas con tientos de cuero crudo.
Aunque montaban bien y domaban sus propios potros, no tenían
como jinetes nada del orgullo que sienten por sus cabalgaduras y por
ellos mismos, como una característica digna de notarse, los gauchos
del Río de la Plata.
Las mujeres, más altas en proporción a los hombres, y más
fornidas, visten usualmente una sola prenda llamada “tipoy” especie
de camisa larga que llega hasta la mitad de la pantorrilla, con toscos
bordados en negro alrededor de la “échancrure” y deja en libertad los
brazos desnudos; ropaje pintoresco y apropiado para el clima. Tanto
las mujeres como los hombres de esa condición andaban descalzos; los
cabellos de aquéllos, duros, negros y abundantes, caían
descuidadamente sobre los hombros o a veces en trenzas. En los hom-
bres, el corte cuadrado a la altura de la nuca les daba un aspecto
particularmente indígena, no exento de atractivo y muy en
consonancia con el vestido.
Los hijos abundaban, porque las mujeres en el Paraguay son
extraordinariamente prolíficas, y la naturaleza parece haber dispuesto
que soporten las cargas de Eva con la mínima dosis de sufrimiento. La
castidad puede haber sido un consejo de perfección dado por los
sacerdotes, pero se la practicaba muy poco aun por los mismos que la
recomendaban.
En todas las épocas, la población femenina del Paraguay fue
mayor que la masculina; nunca se ha dado ninguna razón satisfactoria
para explicar el porqué de esta circunstancia. Las revoluciones
constantes que en aquellos días sacudían al Uruguay, Bolivia y la
Argentina no eran, por cierto, un hecho privativo de la vida del
Paraguay. El país no había sostenido guerras con el, extranjero, pues

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viviendo como lo había hecho hasta entonces, cerrado al mundo


exterior por la naturaleza y la política equivocada de sus gobernantes,
no había tenido pendencias con sus vecinos, en cuya dilucidación
hubieran muerto sacrificados los hombres jóvenes de la nación.
Esta preponderancia numérica había colocado a las mujeres
paraguayas en una situación singular. Por una parte dependían de los
hombres, quienes elegían entre ellas y las trataban como puede tratar a
sus gallinas un gallo en el corral. También su número y su
industriosidad, en la que sobrepasaban en mucho al hombre, les daban
particulares privilegios; y los hombres, aunque en teoría gobernaban
en forma absoluta a las mujeres, dependían en cierto modo de ellas.
En efecto, las mujeres los miraban como objetos de lujo, fáciles de
conseguir pero difíciles de conservar. El hecho de contraer
matrimonio no parecía agregar ni quitar nada de importancia a la vida
de los paraguayos de las clases más humildes, cosa que en la mayor
parte de los países da visos de mayor respetabilidad. Por cierto que
tampoco hacia diferencia entre los niños, los cuales, aunque los
paraguayos nunca razonaron sobre el caso, eran bien nacidos (desde
que no se los consultaba sobre su nacimiento) y no heredaban ninguna
inhabilidad por su involuntario advenimiento.
El joven López creció en esta no muy estricta sociedad. Hijo del
presidente, desde su más tierna edad, nunca conoció sujeción de
ninguna naturaleza. Aunque las clases más adineradas, que vivían en
sus viejas casas de estilo español, con enormes riquezas de plata, pero
poca comodidad verdadera, estaban en un mundo distinto del que
pertenecía a sus compatriotas más pobres, las maneras democráticas
españolas y el clima caluroso, que dificultaban la separación, quitaron
las barreras que han creado entre las clases la teoría de la pureza de
sangre y las antiguas tradiciones en otras partes de la América del
Sur.
El joven López es probable que se criara como un pequeño sultán
en la casa de su padre. La familia no era una de esas viejas familias
coloniales de pura sangre española, que vivían casi en la misma forma

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en que sus antepasados habían vivido en la España medieval, y aún


menos de esas familias cultas y modernistas que envían sus hijos a
educarse en Europa, porque en aquellos días ya había una
considerable cultura en el Paraguay y muchos paraguayos de ambos
sexos que hubieran podido hacer buen papel en la sociedad de
cualquier ciudad del mundo.
El joven López creció bajo un código moral que parece haber
sido proyectado con el propósito de hacerlo arrogante, tiránico y
desarrollar en él todas las peores condiciones de su carácter.
Su ayo era el padre Marcos Antonio Maíz., un sacerdote que se
había educado con los jesuitas en Córdoba. Maíz no era sino nueve
años mayor que su discípulo; alto, hermoso y con aptitud para el
mando, era sin duda uno de los miembros más destacados del clero
paraguayo de aquellos día. Su educación debe de haber sido superior a
la del término medio de los sacerdotes paraguayos porque él por lo
me. nos había viajado hasta Córdoba1 y manteniendo contacto con
hombres más instruidos que los que el Paraguay podía producir.
El principal tratado religioso empleado en las escuelas del
Paraguay en aquellos días se llamaba “El catecismo de San Alberto”
escrito en el año 1784 por un obispo de Tucumán, inmediatamente
después de la insurrección del último descendiente de los Incas, el
infortunado Tupac Amaru.
El alzamiento fue sofocado con terrible severidad, y el catecismo
parece haber sido planeado para “corromper a la juventud
inculcándole la idolatría del poder, haciendo de cada uno un esclavo”,
como dice muy bien León José Estrada. Luce en su primera página
esta leyenda: “Manual en el cual, por medio de preguntas y respuestas,
los niños de ambos sexos aprenderán las principales obligaciones que
un vasallo debe a su rey y señor, emanación de la autoridad divina.”
Hijo del presidente, con este catecismo y viviendo entre una
población que se había degradado hasta la sumisión más completa y a
la que se le había quitado toda chispa de independencia, resulta muy

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natural que el joven López empezara pronto a mostrar sus


propensiones naturales.
Se ha dicho que su padre y su madre eran “blancos”, pero el
calificativo de “blanco” en aquellos tiempos en la América del Sur era
frecuentemente sinónimo de rico, o por lo menos de alto funcionario,
porque nadie se habría atrevido a contradecir a un personaje del
gobierno; ni siquiera a un enano que afirmase que tenía seis pies de
altura.
Desde sus primeros años, el futuro tirano, no tuvo a nadie que le
contradijera o que gobernara sus impulsos. En el diario del general
Resquin, encontrado por los Aliados después de la batalla de Lomas
Valentinas, se dice que López cuando niño gozaba con atormentar a
los animales en una forma tan intensa que esto constituía su principal
delectación. Se ha dicho esto mismo de tantos tiranos, que se necesita
hacer un examen del carácter del hombre sobre el cual se ha hecho
circular una versión de esta naturaleza.
El general Resquin era un oficial paraguayo que se había
distinguido en diversas oportunidades, pero que se convirtió luego en
uno de los instrumentos de la crueldad del tirano. Si la afirmación
anotada en el diario del general Resquin es cierta, demuestra
solamente que López revelaba las mismas inclinaciones que Nerón,
Domiciano y muchos otros tirano de la Historia. Sea o no éste el caso,
por lo que contaron después de su muerte todos aquellos que lo
conocieron personalmente, pasaba una buena parte de su tiempo
inventando ingeniosas torturas que acostumbraba dirigir él mismo
cuando eran ensayadas sobre sus víctimas. De baja talla, desde sus
primeros años era gordo. El coronel Thompson2 expresa que López en
su juventud fue un buen jinete, pero que por su creciente obesidad, a
medida que fue transcurriendo el tiempo, se rendía por cualquier
ejercicio, ya fuese andar a caballo o a pie, pues le significaba un gran
esfuerzo.
El único medio de trasladarse de un lugar a otro en aquellos días
era el caballo, pues los caminos eran casi desconocidos, y así López se

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vio obligado a montar, por lo que es probable que tuviera un buen


caballo con arreos de plata, necesidad común en cualquier
sudamericano antiguo, y aún lejos de extinguirse, especialmente en la
República Argentina y en México. Es muy probable que el joven
participara en, festivales y reuniones, en carreras de sortija3 un
pasatiempo que los primeros conquistadores llevaron de España, junto
con los jóvenes de su edad, los cuales debieron cuidarse muy bien de
ofenderlo mostrando demasiada destreza en el juego.
En aquel tiempo los paraguayos iniciaban sus relaciones
amorosas a edad muy temprana; el joven López no constituyo una
excepción a la regla. En su calidad de hijo del presidente, gozaba de
más ventajas en ese terreno que cualquier principie europeo. No tenía
necesidad de tirar el pañuelo, por decirlo así, para que las niñas de su
propia edad lo tomaran de las manos.
Rehusarse era correr un riesgo de muerte, como lo demostró
López en el asunto de la hermosa Pancha Garmendia, en el cual se
reveló como un tirano bárbaro, al perseguir a la pobre niña hasta la
muerte, después que había sufrido tormentos, hambre, sed e
innumerables indignidades. Todos los paraguayos conocen la historia,
y muchos me la contaron a mi con lágrimas, con execraciones o con
blasfemias. No hubo quebraderos de cabeza en aquel entonces a raíz
de si el asesino era un patriota o un héroe nacional. Todos lo
conocieron como lo que en realidad era: un bárbaro cruel, cobarde y
vanidoso, con un tenue barniz de cultura europea, que apenas le cubría
la piel. Los modales que había adquirido en París era de los dientes
para afuera, como dice la conocida frase castellana.
Pancha Garmendia se había rehusado a ser una de las tantas
amantes del joven López; como esto aconteció durante el gobierno de
su padre, él no pudo volcar sobre ella todo el peso de su venganza. Sin
embargo, apenas ascendió al poder después de la muerte de su
progenitor, puede decirse que pocas mujeres en el mundo han sufrido
un calvario más amargo. Privada de todas sus propiedades, flagelada,
ultrajada por los soldados y obligada a ejecutar las más rudas tareas,

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casi sin alimento alguno, sus sufrimientos terminaron en un lanzazo


que le fue aplicado en un camino, cuando estaba tan débil que ya ni
podía andar. Cualquier mujer paraguaya de aquellos días cuando se
nombraba a Pancha Garmendia, maldecía el nombre del monstruo
inhumano que la martirizó con tanta unción como si estuviese
elevando una plegaria a un santo.
Ya fuese por la energía de su carácter, en lo cual no era nada
escaso, o porque la avanzada edad había debilitado las fuerzas de su
padre, el joven López alcanzó a tener una gran influencia sobre él,
hacia el fin de su larga vida.
Desde su juventud, Francisco había sido general y comandante
en jefe del ejército, aunque nunca había visto disparar un tiro ni tenía
la menor instrucción militar, como tampoco, según lo prueban los
hechos, capacidad militar alguna, y hasta estaba desprovisto del valor
que despliega el más insignificante soldado. En el año 1854, su padre,
que era patriota a su manera, o que por lo menos deseaba que el
Paraguay fuera conocido en el mundo exterior, envió al joven general
a Europa, sin ninguna misión particular, excepto el llamar la atención
sobre el Paraguay. Ministro ambulante en todas las cortes de Europa,
visitó Francia, Italia, Inglaterra, Alemania y España. Nada falto de
audacia y contando con todo el dinero que hubiera podido desear, esta
misión fue el punto culminante de su carrera. Dieciocho meses en
Europa le dieron un cierto conocimiento superficial del mundo y un
débil barniz, que su rápida perspicacia natural y su exhibicionismo lo
capacitaron para asimilar con facilidad.
En ese tiempo la palabra “rastaquouére” no se había inventado
aún, pero así como hubo hombres fuertes antes de Agamenón, también
hubo “rastaquouéres” antes de que el Palais Royal Théatre hiciera de
esta palabra un nombre genérico para todos los sudamericanos.
. París en aquellos días había oído hablar de los brasileños, y “Le
Brésilien” era un personaje familiar en las tablas. Probablemente se
conocía a los peruanos como un subtipo de la especie, pero todo el
resto, hasta los mismos argentinos eran completamente desconocidos.

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El joven López tuvo entonces que fijar una por una todas las
características. Un general de menos de treinta años de edad,
comandante en jefe del ejército de un país cuyo nombre era
probablemente desconocido para la mayoría de los parisienses; un
soldado que jamás le habla tomado el olor a la pólvora, y que sin duda
aparecía con algún extravagante uniforme de su propia invención,
debe de haber sido una verdadera curiosidad en el París de aquel
entonces.
Bajo —de cinco pies y cuatro pulgadas de altura (apro-
ximadamente 1,60 m.)—, gordo, de tez oscura, algo cambado de
piernas, a causa de haber andado mucho a caballo desde muy
pequeño, se expresaba en francés en ese tiempo con bastante
dificultad, pero lo suficiente como para hacerse entender y hasta para
hablar en público, ejercicio en el cual, junto con la mayoría de los
sudamericanos de aquellos días, encontraba un gran atractivo, y no
cabe duda de que amontonaba los adjetivos, hablando de gloria,
libertad, nuestras madres paraguayas y el resto de las frases hechas, de
todo orador de la época, con tropical fluidez.
Lo importante es que se hallaba bien forrado de dinero en
ocasiones tales como el. aniversario de la independencia sudamericana
y otras fechas semejantes.
Es de imaginarse que los sastres parisienses en seguida lo
engalanaron con las últimas creaciones de la moda: saco o chaqueta
azul, sombrero, monumental, que en realidad merecería el nombre de
“chapeau haut de forme” de aquel tiempo; pantalones estrechos y
ajustados sobre inmaculadas botas de charol Hessian.
López se envaneció siempre de sus pies pequeños, usaba tacos
altos para aumentar su estatura y tenía un contoneo peculiar al andar,
según nos consta por haberlo visto con nuestros propios ojos.
De creer a los libros escritos por aquellos que no lo conocieron
mucho, pasaba la mayor parte del tiempo abocado a lecturas
científicas, visitando lugares de interés público y preparándose de tal
manera para gobernar a los paraguayos que querían un culto y

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cumplido Caray-Guazú. Así dicen los que hacen su apología, quienes


toman como prueba fehaciente las cartas que durante la estada en
Europa escribió a su padre.
Resulta sumamente probable que no se haya desentendido del
todo de la tarea de ilustrarse un poco, desde que sus peores enemigos.
nunca le negaron considerables aptitudes. La característica
sobresaliente de su personalidad era la vanidad, como en el caso de la
mayoría de los tiranos que ha habido en el mundo.
Engreído de su persona, como los hombres de poca personalidad,
gastaba una fortuna en uniformes, y en su equipaje, tomado por los
aliados después de la derrota de Cerro León, se descubrió un centenar
de pares de botas de charol. Como la mayoría de los tiranos, López
tenia cierta vis cómica en su carácter, sobre la que generalmente se ha
pasado por alto.
El grueso, bajo, pomposo y atezado hombrecillo, con su toque de
sangre de negro o de indio, debe de haber resultado sumamente
cómico a los parisienses, los cuales no pudieron haber previsto, desde
luego, que se iba a convertir en el carnicero sediento de sangre de sus
compatriotas. Sus aires de general de opereta, exactamente como el
del general Boum de “La Grande Duchesse” de Offenbach, deben de
haber arrancado más de una sonrisa a los parisienses, siempre tan
propensos a ver el lado cómico de los demás, mientras permanecen
olvidados de sí mismos.
Disponía de dinero a discreción, y corno la mayor parte de los
jóvenes nacidos en los trópicos, era muy sensible a los encantos del
amor. Aunque no disertara sobre este tópico en las cartas dirigidas a
su padre, muy probablemente habría frecuentado los círculos del amor
comercial. Entonces —porque este hombre era por sobre todas las
cosas ambicioso y tenia un alto sentido de su dignidad personal—
probablemente comenzó a frecuentar los círculos del ”demi-monde”,
que es el mismo “demi-monde” del París de nuestros días, que tenía
un pie precariamente asentado en el campo de lo respetable, y en
consecuencia merecía este nombre.

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Fue en los círculos del “demi-monde” donde el futuro mariscal


López, destinado a ser tan bien conocido en el mundo como Nerón, a
quien se asemejaba en algunas cosas, tal en su tiranía, se encontró con
la mujer ambiciosa y capaz que por tantos años fuera la reina del
Paraguay. Dónde y cómo encontró López a madama Lynch, es algo
que sólo ellos y Ala conocen, como dicen los árabes.
Elisa Eloísa Lynch había nacido, de acuerdo con lo manifestado
por ella, en Irlanda, en 1835. Se casó a los quince años de edad con
M. Quatrefages, quien, según decía ella, desempeñaba una elevada
misión oficial en Francia. Se sabe que estuvo en su compañía en
Argelia, durante tres años, y lo dejó, conforme dijo en una especie de
panfleto que escribió, a causa de una enfermedad que la aquejó; esto
parece una razón un tanto curiosa, a no ser que el marido fuese el
causante de la enfermedad. Entonces, tanto para restablecer su salud
como para reconfortar su espíritu, o por alguna razón que no nos ha
sido revelada, se retiró a París.
Una vez restaurada su salud, se convirtió, según se dice, en una
de las luces de ese “demi-monde” que tenía su propia corte en París,
en aquel tiempo, de una brillantez casi tan grande como la de las
Tullerías. Ninguna otra capital sino París tuvo una sociedad similar,
desde que en ninguna otra capital se podían hallar mujeres
indiferentes a la moral, pero refinadas y muy correctas en su
comportamiento, capaces de sostener una conversación inteligente y
estar en un salón en el cual los hombres que, por una u otra razón, hu-
bieren perdido su lugar dentro de su propio mundo, pudieran
encontrar una copia de su sociedad. Casi puede decirse que este
“demi-monde” era el más brillante de los dos. Por cierto que había
menos rigidez, y si, por el contrario, la mujeres eran más comprables,
se podían consolar con el recuerdo de que en la mejor sociedad del
Segundo Imperio todo era materia comprable, si no en dinero,
mediante concesiones, órdenes, el ascenso de un sobrino o de un hijo.
No cabe duda que el joven López se encontró con madama Lynch
en algún salón donde ella pudo haber tenido una mesa de juegos. El

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joven e incipiente general “de color” no era, como podría parecer, un


tahur, y madama Lynch era demasiado inteligente para dejarlo caer en
manos de alguno de los sujetos más dudosos de su círculo.
Parece que ella vislumbró de pronto que en el extraño amante del
Nuevo Mundo y quizá no exento de atractivos existía la oportunidad
de un gran futuro, o quizá la cegó la fama de las magníficas riquezas
del Paraguay. López estaba bien provisto de dinero por su padre, y
huelga decir que vivía en forma dispendiosa. En aquel tiempo París no
atraía a sus visitantes como lo hace hoy, y las leyendas de las riquezas
de la América del Sur, importadas por vez primera por los brasileños
o por lo menos diseminadas por ellos, se habían convertido en un
artículo de fe.
Es nada más que un acto de equidad el manifestar que tanto el
joven López como su padre, el viejo presidente, tenían un auténtico
deseo de hacer conocer a su país en el mundo exterior.
Visiones de gloria militar y un deseo de emular las hazañas de
Napoleón han sido los sueños de varios presidentes, de las repúblicas
sudamericanas. En México, sólo veinte años antes de los días de
López, el General Santa Ana fue llamado siempre el Napoleón del
Nuevo Mundo.
Uniformes con encajes dorados, pechos cubiertos de medallas,
sables enjoyados, botas de finísimo cuero, eran las características
distintivas de los presidentes desde Panamá a Punta Arenas. Ninguna
mujer europea de cultura superior sin duda habría encontrado nada
que le atrajera hacia estos tremendos presidentes. Muchos de ellos,
desde luego, eran demasiado salvajes y poco civilizados para ser
dignos de figurar en el círculo íntimo de una mujer así; pero el joven
López provenía de una raza tan gentil, sensual e indolente, corno los
mexicanos, argentinos, chilenos y habitantes de otros países son
feroces y turbulentos.
La vanidad y el sensualismo, con un dejo de crueldad, unidos a
una gran obstinación, parecían ser los principales rasgos del carácter
del amante de madama Lynch. Ella sacó amplio partido, empleando

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estas condiciones en su propio provecho y para ruina del país que un


desgraciado sino colocó en sus manos. Pueden abrigarse muy pocas
dudas de que López, con ser más obstinado que un mulo, como corría
el dicho, y si bien no penetrado de patriotismo, imbuido por lo menos
de un cierto orgullo por su propio país, estaba completamente
entregado a los designios de la mujer cuya educación y voluntad eran
superiores a las suyas.
Desde el principio, madama Lynch parece haber enfocado sus
facultades en la consecución de dos objetivos principales.
El primero era el conseguir que su amante contrajese enlace con
ella, y el segundo, convertirlo en el poder supremo de la América del
Sur. El primero desgraciadamente para ella, no había de ser
alcanzado. Su esposo, monsieur Quatrefages era un ferviente católico,
y no se avino en ninguna forma a dejarla en libertad. En aquel
entonces la anulación de un matrimonio, que ahora se ha repetido
hasta los límites de lo ridículo, era raramente consentida por la
Iglesia, excepción hecha de los príncipes reinantes que no podían dar
un heredero o de los legos que podían pagar bien el privilegio de
eludir un sacramento.
López, aunque tuvo innumerables concubinas (si bien ninguna
de ellas alcanzó a la categoría de una amante), parecía haber hecho
uso de ellas como de una medicina que se toma y se deja. En cambio,
amaba realmente a madama Lynch; los hijos que tuvo con ella lo
apasionaban en grado sumo, según dice el coronel Thompson5 cosa
que no ocurría con los que tuvo con otras mujeres.
Aunque el joven López había adquirido gran influencia sobre su
padre, el presidente, quien lo había dejado en absoluta libertad en lo
que a cuestiones militares se refiere, dudaba un poco de la actitud que
asumiría a su regreso acompañado, de una dama extranjera, y en
atención a esta circunstancia permaneció cierto tiempo en Buenos
Aires, hasta que tuvo la certeza de que sería bien recibido.

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Por aquel tiempo madama Lynch, a juzgar por las fotografías,


debe de haber sido una mujer muy atrayente. Masterman, que como
médico la conoció íntimamente, la describe así:
“Él (López) permaneció en París por algún tiempo, y de allí
importó dos novedades: el uniforme francés para los oficiales y una
amante para él; esto último, el paso más fatal que diera en su vida.
Como está dama llegó a ocupar en forma eventual un lugar muy
prominente en los asuntos del Paraguay, y yo tengo la creencia de que,
por sus malos consejos y ambición sin límites, fue la causa indirecta
de la terrible guerra que despobló grandemente el país, es necesario
dedicarle unas pocas líneas.
“Cuando la vi por vez primera, era una dama alta y notablemente
hermosa, y aunque el tiempo y el clima habían empalidecido entonces
un tanto sus encantos, pude creer sin esfuerzo el relato que se me
hiciera, de que cuando desembarcó en Asunción, los sencillos
naturales pensaron que su belleza era algo de una brillantez más que
terrena, y que su vestido era de una suntuosidad tal que no tuvieron
palabras para expresar la admiración que ambas cosas les inspiraron.
Había recibido una vistosa educación: hablaba francés6, inglés y
castellano con idéntica facilidad; daba grandes banquetes y era capaz
de beber más champaña sin alterarse, que ninguna otra persona con la
que me haya encontrado jamás. Puede comprenderse fácilmente cuán
inmensa sería la influencia que una mujer tan inteligente e
inescrupulosa podía ejercer sobre un hombre tan imperativo, aunque
tan vanidoso, débil y sensual como López. Con un tacto admirable, lo
trataba aparentemente con la más alta deferencia y respeto, mientras
podía hacer de él lo que quería, y virtualmente ella gobernaba el
Paraguay.”
Creo que esta es la mejor interpretación de la actitud de madama
Lynch hacia López y de sus relativas dotes intelectuales que jamás
haya leído. Los dos carecían de escrúpulos, los dos tenían talentos de
alguna consideración; pero, aunque él era por cierto obstinado, estaba
completamente dominado por su inteligente, hermosa y poco

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escrupulosa amante. El dinero y la grandeza personal eran el más caro


anhelo de ambos.
Casi todos los que han escrito sobre la carrera de López —con
excepción de Masterman y Thompson— no han sido testigos oculares
de los sucesos que han narrado, sino que se basaron en lo que les fue
referido por terceros; de ahí que no hayan dado a madama Lynch el
prominente papel de un factor decisivo en su vida.
No cabe duda que, la gentil y enérgica mujer, con sus cum-
plimientos parisienses, habría cautivado extraordinariamente al
semicivilizado joven, que tenía la cabeza llena de planes de conquista,
haciéndole creer el Napoleón del Río de la Plata. Por su parte, ella
debe de haber encontrado en él los atractivos de un tipo que no habría
podido hallar ni en París ni en Argelia. De ser la esposa de un
funcionario del gobierno, que no desempeñaba un cargo muy elevado
y probablemente de sueldo menos elevado aún, a ser la dictadora de
un país que ella bien puede haber imaginado más grande y más
importante de lo que era en realidad, había una enorme distancia, y
bien valía la pena de correr la aventura.
Si López hubiera salido triunfante, o desplegado siquiera un
ápice de sentido político, su situación habría sido extraordinaria. Sus
hijos la ataban al hombre por el cual había dejado París por las
soledades del Paraguay, y aunque le era infiel con cualquier mujer que
tornaba por capricho, ella estaba bien segura de que nunca la relegaría
a segundo plano, pues confiaba en su conocimiento del mundo para
tratar con embajadores y ministros, y en general con el mundo
exterior, un mundo que, a pesar de haberlo frecuentado como lo hizo,
le era cabalmente ignorado.
Hasta que arribaron al Paraguay, ella probablemente desconocía
su carácter cruel, y cuando llegó a conocerlo, probablemente no le
hizo ningún caso, conservando de esta manera toda su influencia
sobre él.
Todos aquellos con quienes he hablado en tan lejanos días, que
conocieron a madama Lynch, atestiguaron su habilidad, pero

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estuvieron de acuerdo en cuanto a su falta de escrúpulos y a la


influencia nefasta que ejercía sobre López, aguijoneando su vanidad,
alentándolo a que bebiera e impeliéndolo a empresas que, dado su
conocimiento del mundo, debía saber que estaban fuera de su alcance
y que serían ruinosas para un país pequeño como el Paraguay. El
coronel Thompson, el doctor Stewart, Constatt y cualquier oficial
brasileño con el cual yo hablara en aquellos días, coincidían en
afirmar que madama Lynch era el factor dominante en el manejo de
López y en que la influencia de su amante le resultaba maléfica. Sin
ella hubiera sido, quizá, un tirano ordinario, cruel y cobarde, pero sin
la capacidad necesaria para sostenerse solo por mucho tiempo. La
astucia de ella y su conocimiento del mundo suministraron el impulso
motor. Los paraguayos, raza tan valerosa como ninguna otra del
mundo, no habrían soportado la abyecta cobardía de López si no la
hubieran tenido a madama Lynch para decirles que el presidente era
necesario para la salvación del país y no debía exponer su vida. Para
hacerle justicia, diremos que siguió su advertencia, y durante los
cuatro años de guerra se encontró muy pocas veces ante el fuego, y
aun en dichas oportunidades por accidente.
Thompson, que fue el que construyó el refugio a prueba de
bombas en el cual López se ocultó mientras enviaba a sus hombres
medio muertos de hambre, mal vestidos y mal equipados a encarar
tremendas fuerzas enemigas, dice7: “López nunca se había encontrado
bajo el fuego, antes de esos últimos días de la guerra, así que
difícilmente puede decirse que lo estuvo, desde que permaneció fuera
del alcance de las balas o protegido por la gruesa pared de barro de su
casa. Durante los últimos días de diciembre de 1868, anunció
repetidamente a las tropas que permanecería junto a ellas hasta
triunfar o morir a su lado. Ante su huida, casi sin haber olido la
pólvora, los hombres, aunque inducidos a creer que todo lo que él
llevara a cabo estaba bien hecho, se disgustaron un tanto, y he oído a
muchos de los que fueron hechos prisioneros quejarse de su cobardía8”.

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Madama Lynch no debe de haberse forjado ninguna ilusión sobre


su valentía, como tampoco, en realidad, debe de haber tenido ninguna
sobre el Paraguay. El pueblo, que a veces se refería a ella como a
madama Lynch y a veces como a madama Lavinche, la odiaba y
temía, aunque muchos de los hombres no podían contener su
admiración por su belleza y por el valor que demostró al hallarse bajo
el fuego.
Desgraciadamente, no dejó memorias, así es que nunca sabremos
lo que pensó cuando el viejo “Tacuarí” se abrió camino por el turgente
Paraguay por el Paso de la Patria y remontó la corriente bajo el mando
de un piloto paraguayo, que daba órdenes en un guaraní nasal, sentado
en el desvencijado barco, descalzo, haciéndolo sortear los bancos de
arena y evitando la fuerza de la corriente y los escollos que solían
hacer de la navegación en el río Paraguay una tarea sumamente
difícil.
Sentada bajo un toldo, observando los yacarés sobre los bancos
de arena, las garzas pescando a la sombra, los peces saltando fuera del
agua, porque el chapoteo de la nave los asustaba; las islas cubiertas de
bambúes o enterradas entre inmensos naranjales silvestres, debió de
pensar que llegaba a un mundo extraño, un mundo en el cual le era
todo desconocido: ya estaba montado el escenario para una gran
tragedia.

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1
Córdoba, en la República Argentina.
2
The War in Paraguay, pág. 326.
3
El otro pasatiempo importado por los conquistadores era el
“juego de cañas”, que habían heredado de los moros. Se jugaba a
caballo, con una silla árabe, entre cuatro por cada bando. El objeto era
tomar o rechazar las cañas tiradas por el bando contrario. El juego
simulaba una escaramuza de una tribu en Arabia, en tiempos
antiguos. Se lo practicaba en España en el siglo XVII, y aún se lo
juega en Chipre donde se lo cultivó posteriormente.
4
Seven eventful Year in Paraguay, Masterman.
5
The War in Paraguay, capítulo 24. pág. 326.
6
Masterman sostiene que era de ascendencia irlandesa, pero
nacida en Francia. Esto puede haber sido así, y podría explicar en
alguna medida su influencia sobre López, desde que probablemente
era más francesa que irlandesa, y una completa mujer mundana.
7
The war in Paraguay, Thompson, pág. 307.
8
El coronel Thompson se refiere a aquellos que fueron tomados
prisioneros junto con él, después de su capitulación en la fortaleza de
Angostura. Si se hubieran aventurado a expresar la más leve crítica
con respecto a López durante su gobierno habrían sido
inmediatamente fusilados y probablemente torturados antes de tener
efecto la ejecución.

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Capítulo III

Cuando el viejo vapor pasó la colina de Lambaré, que se destaca


como un terrón de azúcar sobre el amarillo Paraguay, por las
pequeñas aldeas enterradas en sus jardines de naranja, por la tierra
rojiza que asomaba por entre la vegetación, madama Lynch, que
probablemente tenía una dosis del romanticismo del Segundo Imperio,
sin duda penso que llegaba al paraíso terrenal. La gente vestida de
blanco que iba perezosamente haciendo sus insignificantes labores en
sus pequeñas parcelas cultivadas con maíz o mandioca, pues nadie en
el Paraguay creía en la doctrina de que el trabajo ennoblece por sí
mismo, puede haberle recordado el “Pablo y Virginia” de su niñez,
con su idílico trabajo de paisanos.
No podría decirse que el Paraguay de aquellos tiempos fuese un
país civilizado; a una milla corta, y pasando un río, se encontraba el
Gran Chaco misterioso, un desierto de ciénagas, de ríos fangosos y
profundos, de planicies erizadas de palmeras y asoladas por esos
indios centauros que el sacerdote jesuita padre Dobrizhoffer ha
descrito tan bien en su “Abipones, an equestrian nation of Paraguay”;
los guaicuros, los lenguas y los tobas, poseedores del país, y que los
recorrían en hordas, todos a caballo, armados de lanzas largas, y
hostiles a todos los que conocían solamente como “cristianos”, sin
distinción alguna de nacionalidad.
Cualesquiera que fuesen los pensamientos de madama Lynch a
su llegada a Asunción, lo cierto es que López ya tenía su propósito de
hacerse dictador del Paraguay apenas la muerte de su padre le
proporcionara ocasión propicia. Tenía ante su vista el ejemplo del
doctor Francia y de su propio padre, Carlos Antonio López, el cual, si
bien no fue un hombre cruel, era tan absolutista como cualquier zar
ruso o jefe negro del Camerún. Sabía muy bien lo dominables que
eran sus compatriotas y en qué forma las tiranías los habían vuelto

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incapaces de toda resistencia a quienquiera que tuviese en sus manos


las riendas del poder.
En cierto sentido, estaba mejor preparado que lo que lo
estuvieran sus predecesores. Francia había sido, evidentemente, un
hombre de más habilidad y mucha más fortaleza de carácter; pero el
joven López había conocido el mundo de Europa, no carecía de
condiciones o por lo menos de astucia, y tenía una mujer inteligente a
su lado, mucho más capaz que él, que poseía entereza personal, cosa
en la que debía reconocerse muy escaso, y además una voluntad de
hierro.
Por el tiempo de su regreso al Paraguay, la salud de su padre se
estaba quebrantando, y dejó el poder cada vez más en las manos del
hijo. En el año 1862, el viejo Carlos Antonio murió, tras una larga
enfermedad. Al punto su hijo se apoderó de todos sus papeles, redobló
la vigilancia alrededor del palacio e hizo patrullar las calles. Después
de un solemne funeral oficiado en la iglesia catedral de Asunción, el
cadáver del viejo presidente fue conducido a la iglesia de la Trinidad,
a tres millas de la ciudad, y sepultado con gran pompa frente al altar
mayor.
El general Francisco Solano López convocó entonces al
Congreso, y fue elegido presidente de la República. Muchos de los
paraguayos creyeron que, en razón de haber viajado y visto cómo
operaban las instituciones libres de Francia e Inglaterra, el general
López establecerla un gobierno libre.
Los más viejos, que recordaron el episodio de Carlos Decoud, se
agarraron la cabeza. Este caballero, que por su nombre descendía
seguramente de una familia francesa, estaba comprometido con una
joven doncella sobre la cual el joven López, entonces coronel del
ejército de su padre, había puesto los ojos. Tres semanas antes de que
se casaran, López le propuso que fuese su amante, y fue violentamente
rechazado. La dejó, amenazando vengarse1.
Ella supo después que su prometido y el hermano de éste habían
sido arrestados y estaban en la cárcel bajo la acusación de conspirar

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contra el gobierno. Desde luego, tal conspiración no había existido,


pero un cargo vago de esta naturaleza es algo que un tirano tiene
siempre a su alcance. Pasaron las semanas, y entonces, sin juicio
alguno, Carlos Decoud fue ejecutado. Su cuerpo desnudo se encontró
tirado en la calle frente a la puerta de la casa de su madre. La mujer
que debió ser su esposa se abalanzó sobre su cadáver frenéticamente y
cayó a su lado con un alarido. Después de sufrir las alternativas de
una larga enfermedad que terminó por nublar su razón, la desdichada
tomó la costumbre de sentarse todas las noches sobre la tumba de su
amado, con una luz en la mano, donde Masterman2 —entonces un
joven médico al servido del Paraguay— la vio una vez y entabló
conversación con ella. Los paraguayos tuvieron pronto la evidencia de
que el leopardo no había cambiado, pues como, en el Congreso que
convocara, algunos miembros adujeran, al proponérselo para
desempeñar la primera magistratura del país, que tal cargo no era
hereditario, López tomó posteriormente represalias contra ellos.
Después de arrestárselos, se los llevó a la cárcel, donde fueron
severamente engrillados. En su mayor parte no se levantaron más, ya
que la falta de comida y los malos tratos pusieron pronto fin a su vida.
Su hermano Benigno, que se sospechaba poseía ideas liberales,
aunque no fue arrestado con los demás, fue confinado a sus
propiedades en el norte del Paraguay. El padre Maíz, que había sido
ayo de López en su juventud, y el confesor de su padre, Carlos
Antonio, fue también encarcelado. Allí permaneció tres años, y sólo
salió para convertirse en el abyecto instrumento de López y de su
tiranía, como fiscal de sangre, en cuyo cargo se llenó de infamia por
su crueldad y despiadado corazón.
Estas prisiones al por mayor fueron las primeras muestras que
recibió el pueblo de Asunción sobre lo que pronto estaría obligado a
soportar. El siguiente acto de gobierno del presidente autoelegido fue
erigir un monumento nacional a la memoria de su padre. Se suponía
que era un gesto espontáneo del pueblo paraguayo por el amor y afecto
que sentía hacia la memoria del obeso gobernante que había regido

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sus destinos, si bien no tan tiránicamente como Francia, de modo


absoluto cómo él.
Por cierto que bajo su gobierno de cortos alcances, pero
patriótico en el fondo, el país había hecho grandes progresos
materiales.
Lo había abierto al comercio, instaló arsenales, construyó un
ferrocarril y compró varios barcos. Desgraciadamente, había levantado
también un gran ejército. Nadie sabe con qué objeto lo hizo, pues
varias veces declaró solemnemente que antes perdería la mitad de su
territorio que intentar una defensa por las armas. Es muy probable que
la influencia de su hijo Francisco Solano lo impulsara a dar tanta
preponderancia a los preparativos militares que fueron iniciados en los
últimos años de su gobierno. Todos los habitantes, hasta los residentes
extranjeros, hubieron de suscribirse a un impuesto de cinco dólares. Se
recogieron unos cincuenta mil dólares que no se llegó a explicar cómo
se invirtieron, pues no se levantó ningún monumento ni en la capital
ni en la iglesia de la Trinidad, donde estaba enterrado Carlos Antonio
López.
El siguiente acto de gobierno del nuevo presidente tendió a tener
a la Iglesia bajo su potestad. El obispo Urrieta era un anciano de vida
irreprochable que, a pesar de su avanzada edad, realizaba aún sus
visitas a caballo, como estaba obligado a hacerlo por la falta de
caminos apropiados para el tránsito de carruajes. López solicitó a
Roma una bula que nombrara otro obispo, y la tuvo en la mayor
reserva hasta la muerte del virtuoso anciano.
Esta bula nombraba para el cargo a un sacerdote del campo, un
tal Palacios, hombre de unos treinta y cinco años, mal educado y un
excelente instrumento para cualquier villanía. En esta forma la Iglesia
del Paraguay estuvo bajo el taco de su bota, como lo había estado,
aunque mediante otro procedimiento, bajo el de Francia.
En realidad, el gobierno de Francia constituyó el ideal de los dos
López, y ninguno de ellos permitió jamás que se dijera nada en su

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contra, pues contaban como seguro que, si se permitiera la crítica, ésta


se volvería en contra de ellos.
El obispo Palacios era, sin lugar a dudas, una adquisición Para
López. Su ignorancia, aun de la misma Biblia, parecía un abismo, sin
fondo. Masterman relata que un día, estando los hijos de madama
Lynch entretenidos en jugar con un arca de Noé, uno de ellos no pudo
encontrar la figura de los de los hijos de Noé. Su madre le hizo un
reproche, incitándolo a tener más cuidado con sus juguetes; pero el
obispo Palacios, que se hallaba presente, intervino diciendo: “Señora,
no reprima usted a su hijito; no podía haber tres figuras en el arca,
porque Noé tuvo solamente dos hijos, que, como todo el mundo sabe,
se llamaron Caín y Abel.” Con semejante obispo, López tenía al clero,
completamente en sus manos, tal como lo tuviera Francia, y mucho
más que su padre, el cual nunca trató de pactar nada con la Iglesia.
El siguiente acto de gobierno tendió a erigirse a sí mismo en jefe
de todo el poder militar. Esto lo consiguió haciéndose nombrar “jefe
Supremo y General de los Ejércitos de la República del Paraguay”.
Durante toda su vida, Carlos Antonio López, impulsado a ello
probablemente por su hijo Francisco Solano, había estado aumentando
las fuerzas armadas del Paraguay. A su muerte existía un ejército en
pie de ochenta mil hombres.
Su hijo, en el año 1863, estableció gran campamento en Cerro
León 3, lugar que habría de hacerse famoso en todo el mundo, o por lo
menos en toda la América del Sur. El coronel, Thompson, que es el
único oficial extranjero que ha dejado Memorias escritas con
conocimiento de hechos exteriores, e interiores 4, dice de este
campamento:
“Había allí treinta mil hombres comprendidos entre la edades de
quince a sesenta años. En Encarnación había diecisiete mil más, otros
diez mil en Humaitá, cuatro más en Asunción y tres mil en
Concepción.” En consecuencia, de un país cuya población nunca
alcanzó a un millón de personas, López había formado un ejército de
ochenta mil.

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Como todo el que tiene en su poder un juguete caro, L6pez


estaba ansioso de verlo funcionar. Llevado de su ambición, o más
probablemente impulsado por madama Lynch, se vio a sí mismo como
el Napoleón de Sudamérica. Pocos hombres han tenido una
oportunidad mejor de hacer prosperar a su país que él a la muerte de
su padre. A pesar de la falta de instrucción, y sin muchas condiciones
naturales, Carlos Antonio López había dejado su país en un estado
mucho mejor que el que se encontraba a la muerte de Francia cuando
él subió al poder.
No existían deudas nacionales. El Tesoro hallábase rebosante de
oro; el pueblo estaba en su totalidad contento, aunque ignorante y
poco educado. No existían partidos constantemente en pugna por el
gobierno, como en la Argentina y el Uruguay. Se habían construido
unas treinta millas de ferrocarril, que conducían a un lugar llamado
Paraguarí, situado en un gran semicírculo de colinas que rodeaban un
valle.

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1
Seven eventful years in Paraguay, Masterman, pág. 54.
2
Seven eventful years in Paraguay, Masterman, pág. 52.
3
Está situado alrededor de cincuenta millas al sudeste de Asun-
ción, en un valle al pie de una serie de colinas del mismo nombre.
4
El mayor Von Versem, un distinguido oficial prusiano, también
dejó escritas sus Memorias, pero no llegó al Paraguay sino en 1867 y
fue hecho prisionero, con gran riesgo de su vida, todo el tiempo que
permaneció en el país.

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Capítulo IV

Este pequeño ferrocarril era la gran alegría de López; en aquel


tiempo no había sino unos pocos ferrocarriles en la América del Sur, y
el tener uno de su propiedad en un país como el Paraguay, tan alejado
del mundo exterior, constituía por sí mismo una prueba de lo
avanzado de sus ideas.
Después de la modalidad impresa por tantos tiranos, López se
jactaba de ser un gobernante liberal, amigo del progreso, y un hombre
equitativo, no solamente con las naciones sudamericanas, sino
también con los gobiernos de Inglaterra, Francia y los Estados Unidos.
El tiempo que había permanecido en Europa le había servido por
lo menos para darse cuenta de las ventajas que reportaba el mantener
relaciones amistosas con las potencias extranjeras. También madama
Lynch estaba a su lado cuando regresó por primera vez al país, y por
cierto que no habría contemplado la posibilidad de permanecer en el
Paraguay por el resto de su vida.
Todos aquellos que la conocieron en esa época 1 parecen no
abrigar dudas de su intención de instigar a López a que se erigiera en
el primer gobernante de Sudamérica, hacerse de una fortuna y
retirarse a París, a vivir de lo que hubieran hurtado en el Paraguay.
No se trataba, por cierto, de una gran ambición, pero era algo
natural en su caso. De seguir López sus consejos, la preciosa pareja
hubiera alternado con los reyes de la Patagonia, presidentes de
Capadocia y el resto de la multitud de bichos raros que se paseaban
por los bulevares de Lutecia, figuras importantes que tuvieron su
cuarto de hora y luego volvieron a hundirse en el barro de donde
habían emergido durante el Segundo Imperio.
Pero, ello no obstante, en la sangre de la mayor parte de los
mulatos, mestizos o cualquiera que sea la mezcla de sangre que
formaba la ascendencia de López, hay un ansia oculta de poder, pero
de poder con toda la pompa y boato del rango militar, medallas y

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cruces, cintos dorados, yelmos plateados y adornados con plumas; en


realidad, un carnaval perpetuo, con una banda de música cuyos
bronces, siempre sonoros, llaman la atención de las gentes sobre su
figura, cuando pasan a caballo por la calle. Este amor a la ostentación
generalmente corre parejas con la crueldad; lo atestiguan Dahomey,
Haití y los sangrientos emperadores de México con su dios de la
guerra Huitzilopochtli, y sus ristras de corazones humanos arrancados
de los cadáveres de los sacrificados en su holocausto. Si ésta era la
ambición natural del joven mestizo, que se había impresionado por lo
que pudo ver en Europa sobre las glorias de una carrera militar, o si
fue inducido a ello por madama Lynch, para quien su residencia en el
Paraguay debe de haber sido casi intolerable, después de las “glorias”
del París de Napoleón III, es un punto discutible. Lo cierto es que en
plena paz, sin aviso de ninguna especie, lanzó de pronto al Paraguay a
una serie de conflictos que habrían de provocar su ruina y hacer el
nombre de López el más detestado de toda la América del Sur. Su país
ocupaba una posición estratégica peculiar. La capital, Asunción,
estaba situada cerca de mil millas de la costa del mar, en la margen
del río Paraguay. Casi en la totalidad de su curso, el canal navegable
con suficiente profundidad para barcos armados se encontraba del
lado del Paraguay. La otra margen era en aquel tiempo un territorio
desierto —el Gran Chaco—, habitado por tribus de indios nómades,
sin asiento fijo, y reclamado tanto por el Paraguay como por Bolivia.
El viejo López habla erigido varias fortalezas, en general de barro,
sobre la margen del Paraguay. Varias de ellas, Humaitá, Curupaití y
Angostura, que fueron modernizadas y robustecidas por los ingenieros
extranjeros que López tenía empleados, estaban destinadas a hacerse
famosas y a oponer extraordinaria resistencia a ejércitos
desproporcionadamente superiores.
Estos fuertes siempre habían sido un mal de ojos para el Brasil,
puesto que controlaban el único paso existente en aquel tiempo para
su provincia de Matto Grosso, en la cual había acumulado inmensos

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efectivos militares, en vista de que todos preveían que llegaría el


tiempo en que estallaría la guerra.
En este respecto usaba de su perfecto derecho, desde que tenía un
fuerte en el alto Paraguay, llamado Coimbra, el cual no había
separado Asunción del mundo exterior, como lo hiciera el fuerte
paraguayo de Humaitá. En consecuencia, el Brasil encontraba el paso
a una de sus más importantes provincias (Matto Grosso) enteramente
a merced de una pequeña república, aislada del mundo, opuesta y
dominada por su presidente en forma tan absoluta como cualquier
reino oriental conocido en la historia. Tan ignorante era López, que
acababa (1864) de hacer una ofensa gratuita al representante
diplomático brasileño, señor Vianna de Lima, que había
desempeñado, el puesto de ministro en Turín, y hombre de cultura,
quien fue obligado al presentar sus credenciales ante el gobierno del
Paraguay a concurrir al palacio en un mísero carruaje, sin que se le
permitiera ser acompañado por su secretario privado. Lo mismo le
ocurrió al ministro británico en el Paraguay, señor Edward Thornton.
Estas circunstancias muestran por si mismas cuán poco ha-
bituado estaba a la diplomacia o a tratar a representantes de grandes
potencias con la debida consideración, el nuevo presidente del
Paraguay. El ministro británico dejó el país inmediatamente y escribió
a Earl Russel que, aunque el gobierno del viejo López (Carlos
Antonio) había sido despótico, el actual de su hijo (Francisco Solano)
era indescriptiblemente peor. Nuestro ministro, durante su breve
residencia en el Paraguay, había llegado a ver lo suficiente para
hacerle justicia diciendo: “El nuevo presidente ya se ha convertido en
un tirano, tan vano, arrogante y cruel, que no hay una miseria,
sufrimiento o humillación a la que no se hallen expuestos todos los
que están bajo su poder 2”.
Desde hacía mucho tiempo las relaciones entre el Brasil y la
República del Uruguay, entonces conocida por la Banda Oriental, no
habían sido satisfactorias. Sin duda el Brasil ambicionaba la anexión
de esta pequeña república a su provincia meridional de Río Grande

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del Sur, y convertir con ello al río de la Plata en su frontera sur. Había
intentado esto desde tiempo atrás, cuando tanto el Brasil como lo que
ahora constituye las repúblicas Argentina y del Uruguay eran colonias
de Portugal y España, respectivamente. Se habían librado guerras, y a
veces el Uruguay fue invadido pero no conquistado. Ahora parecía
haber llegado el tiempo de hacer otro esfuerzo en este sentido, pues el
Imperio del Brasil era floreciente y grande. Por el contrario, el
Uruguay, un estado completamente pastoril, había sido presa durante
cincuenta años de continuas guerras civiles. Los dos grandes partidos,
Blanco y Colorado, cuyo único fin era conseguir el gobierno y emplear
a sus correligionarios, desde luego disimulando sus verdaderas
intenciones bajo las usuales protestas de amor por la libertad,
progreso, e independencia, y otras palabras huecas que un hombre de
honor se sentiría avergonzado de emplear, desde que han sido
desprestigiadas tanto tiempo por meros cazadores de puestos, habían
convertido al país en un perpetuo campo de batalla. Los habitantes
eran en su mayor parte gauchos, ganaderos, que vivían a caballo, tan
libres como los avestruces y gamos de sus propias llanuras, y tan
ingobernables como éstos. Ninguna raza de hombres se les asemeja,
porque no estaban organizados en tribus como los árabes, curdos o
tártaros de la antigüedad. La religión no tenía sino una influencia muy
relativa sobre ellos, aunque todos eran nominalmente católicos. En sus
grandes llanuras, rodeados por sus enormes rebaños de ganado e
incontables caballos en estado semisalvaje, cada gaucho vivía en su
propio rancho, construido por él mismo de barro, para hacerlo fuerte a
las inclemencias del tiempo, frecuentemente con el vecino más
cercano a una legua de distancia. Su esposa e hijos, y probablemente
otros dos o tres pastores más, generalmente solteros, que le ayudaban
a cuidar del ganado, constituían su sociedad. Por lo general, tenla
algún ganado de su propiedad, y a veces una majada de ovejas. Pero
los grandes rebaños pertenecían a un propietario que vivía tal vez
unas tres leguas mas allá. Su orgullo se cifraba en sus caballos, y
estaba seguro de poseer una cría de yeguas, que por lo común

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sumaban un centenar de cabezas. Para su propio uso tenía lo que se


conocía corno una tropilla, que es una tropa pequeña, compuesta por
diez o doce caballos que siguen a una yegua que tiene un cencerro,
además de los potrillos que domaba a su debido tiempo.
Siempre había un caballo atado frente a la puerta del rancho, en
un poste robusto que se llama palenque; por la noche se lo dejaba ir, y
se ataba otro; de esta manera el gaucho, siempre estaba listo para
montar y salir, cuando el deber o el placer lo llamaban. Su comida la
constituían el mate y la carne de vaca. Su único lujo eran los adornos
de plata que colocaba en los arneses de su caballo en las carreras o en
las raras ocasiones en que iba a la ciudad. Rara vez poseía armas de
fuego, o si por casualidad tenía un par de largas pistolas de bronce, o
un trabuco, estaban en general fuera de uso y completamente
inservibles. Por el contrario, un ligero entrenamiento lo convertía en
un temible adversario con el sable o la lanza.
Absolutista en su propia casa, hospitalario, ignorante a
excepción de las cosas del campo, tenía un alto sentido de su dignidad
personal y maneras corteses que no habrían hecha quedar mal a un
príncipe. Su vida y las tradiciones de la guerra de la Independencia lo
habían imbuido de un gran amor por la libertad. Como nunca en su
vida había trabada conocimiento con disciplina de ninguna
naturaleza, con excepción de la tiranía militar, a la que había estado
sujeto, ocasionalmente, cuando se lo obligó a servir en una o en otra
de las guerras de partido que nunca cesaban, no deseaba someterse a
gobierno alguno. En realidad, miraba al gobierno como un peligro
innecesario, y... ¿quién podría decir que estaba equivocado?
Hombres de esta clase, en ranchos aislados, sin ninguna
organización de tribu ni nada que los apoyase en su defensa, estaban
completamente indefensos cuando un ejército revolucionario
penetraba en la llanura, arreando el ganado, tomando tantos caballos
como eligiera y obligando a todos los hombres a sentar plaza en sus
filas. No había apelación cuando un destacamento, encabezado tanto
por un sargento sediento de sangre que había pasado toda su vida en

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la revolución, o algún joven oficial carente de experiencia, llegaba al


rancho solitario de la llanura. ¡Cuán frecuentemente he visto en
aquellos días llegar una partida de hombres, en seguida matar una
vaca o un toro, elegir los mejores caballos y arreárselos, y decir luego
al desgraciado dueño: “Ensille, amigo, y ayúdenos a salvar al país de
los salvajes Colorados” o Blancos, según fuera el caso. No eran de
ningún valor las lágrimas, ya fueran vertidas por la desolada esposa o
los hijos que quedaban desamparados; si se podía entrever alguna
vacilación por parte del mísero individuo, se sacaban rápidamente los
cuchillos o las espadas en forma significativa y se le expresaba en
términos cabales que no perdiera tiempo y obligara a los patriotas a
degollarlo. El degüello parecía una distracción a los gauchos de
entonces, puesto que casi todos los días tenían necesidad de faenar
animales, ya que su sustento dependía exclusivamente de la carne, lo
que los hacía sanguinarios, despreocupados de su misma vida y de la
de los demás. El cortar el cuello era casi una broma para ellos, y con
frecuencia aludían a ello y llamaban “tocar el violín”. Naturalmente
que el hombre no pensaba perseverar mucho en la sagrada causa de la
libertad, y montaba, tomaba la lanza que ponían en sus manos y partía
para encarar lo que el destino le tuviese reservado.
Un ejército reclutado en esta forma no era sino un terror para sus
propios compatriotas que vivían en el país errantes por doquier y
teniendo cuidado de evitar serios encuentros que pusieran en peligro
su existencia. La clase de vida a que estaban habituados les servía
perfectamente; siempre a caballo, andaban y andaban de aquí para
allá, viviendo del pillaje de que hacían víctimas a los propios
habitantes. Los “ejército” rara vez se encontraban el uno al otro en el
campo de batalla. En las raras oportunidades en que se veían
obligados a pelear, ambos galopaban alrededor salvajemente,
siguiendo el estilo que implantaran los beduinos desde el principio de
su historia, haciendo fuego con carabinas, si las tenían, sin efecto ni
blanco preciso, o si no cargando con el sable o la lanza. Entonces la
guerra se hacía seria, porque ninguno de los bandos daba cuartel, y

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despachaba a los prisioneros como le parecía mejor ya de un lanzazo o


con el cuchillo que todo soldado gaucho llevaba en el tirador. La
víctima, tomada de frente, era alzada por los cabellos, generalmente
por un viejo sargento que se enorgullecía de esta misión. La hoja se le
introducía en el cuello por la parte inferior de la oreja izquierda, y
rápidamente cruzaba toda la garganta. Entonces la cabeza era echada
para atrás, y el ejecutor apretaba con el pie el dorso de la víctima, para
que la sangre saliera más rápidamente. Unos pocos movimientos
convulsivos y un horrible borboteo, y el cuerpo yacía en el suelo corno
una mera bolsa de trapos, con las facciones horriblemente,
contorsionadas. Un rastro de sangre se dejaba en el suelo para señalar
el lugar de la horrible tragedia, la cual prontamente tomaba un color
rojo oscuro, hasta que la lluvia la borraba, o el ardiente sol la
convertía en pequeñas partículas secas que el viento se llevaba. Al
retirarse la tropa, dejaba el cuerpo yacente en el lugar donde habla
caído, para los caranchos 3 o los chimangos, que devoraban la carne y
dejaban los huesos que los perros salvajes roían 4.
Si no había más que un prisionero que servir, el sargento
limpiaba su cuchillo en una mata de pasto o en su bota, si es que la
calzaba; probaba la hoja en el pulgar y la envainaba de nuevo en el
tirador, algunas veces destacando: “Éste no mezquinó la garganta”.
Si, por el contrario, había más de uno, pasaba metódicamente al que
seguía, hasta que terminaba con todos. Sus camaradas estaban parados
alrededor, para ver el espectáculo, hablando y riéndose con los
prisioneros hasta que les tocaba el turno de ser degollados. Ninguno
de ellos mostraba jamás el más, mínimo temor, fumando un cigarrillo
si se les ofrecía, y a la señal dada, tirándolo lejos de sí, frecuentemente
con un chiste, y dando un paso adelante como si no tornaran parte en
ello a través de todas las apariencias, como si no fueran más que a
montar a caballo.
Ninguna raza de hombres puede haber sido menos parecida a los
dóciles paraguayos que los gauchos de la Banda Oriental (Uruguay).
Y diferían aún más si es posible de los brasileños, que en aquel tiempo

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no tenían una gran mezcla de sangre negra, que en nuestro tiempo se


ha alterado considerablemente por la emigración de la madre patria.
Los antiguos celos de España y Portugal, trasplantados a América, e
intensificados, habían levantado una barrera de odios entre sus
descendientes en el Nuevo Mundo.
Ambas naciones se miraban de arriba abajo, y despreciaban a sus
vecinos, los brasileños teniendo a los uruguayos como salvajes
sangrientos, y los uruguayos devolviendo su desdén por la índole poco
guerrera de los brasileños, a quienes llamaban macacos, y desdeñaban
por su mezcla de sangre. Esta actitud común y el deseo de los
brasileños de ampliar sus fronteras mediante la anexión del Uruguay
mantuvieron a las dos naciones siempre a un paso del estallido de una
guerra. En el año 1864 comenzaron las hostilidades entre los dos
países por el intento de una cañonera brasileña de apresar a un vapor
uruguayo, llamado “Villa del Salto”. No fue sino un intento
infructuoso, pero tuvo el efecto de unir a todos los partidos del
Uruguay contra el enemigo común. Los brasileños entraron en
territorio uruguayo en octubre de 1864. Era la oportunidad que había
estado ansiando López por tanto tiempo: la de actuar como árbitro en
una cuestión internacional de primera magnitud en Sudamérica. Por
conducto de su ministro de Relaciones Exteriores, Don José Bergés,
dirigió una nota en forma de protesta al ministro brasileño Vianna de
Lirna. En ella establecía que mirarla cualquier ocupación del territorio
uruguayo por el Brasil como comprometedora del equilibrio de los
estados del Río de la Plata, lo cual concernía a la República del Para-
guay, como una garantía de su paz, seguridad y prosperidad;
expresaba también su protesta por este acto, de la manera más
solemne, desconociendo por el momento todas las ulteriores
consecuencias de la presente declaración. Esto parecía un ultimátum,
pero nadie lo consideró una declaración de guerra, ni se le atribuyó el
significado de que sin ninguna noticia ulterior se iniciarían las
hostilidades si el Brasil comenzaba una guerra contra la República del
Uruguay.

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Poco antes López había declinado una alianza con dicha nación5,
así que el hecho de que el Brasil invadiera su territorio no podía
mirarse como un acto de guerra contra la República del Paraguay.
En su carácter de mediador, López tenia redactada otra nota de
protesta para la República Argentina, concebida en los mismos
términos que la anterior. Esto no lo hizo popular en Buenos Aires,
donde la prensa se rió de sus pretensiones, y habló de él como de un
jefe indio y de Asunción como, de un conjunto de chozas indígenas.
Estas sátiras e insultos afectaron muy hondo el corazón de un hombre
tan convencido de su propia importancia como López, y lo impelieron
a jurar venganza contra los argentinos.
Había surgido por entonces un complicado estado de cosas en el
Uruguay. Durante mucho tiempo, los dos partidos contendientes,
Blanco y Colorado, muy poco distintos el uno del otro, mientras
permanecían en el gobierno o fuera de él, habían luchado en sus
pequeñas pero sangrientas guerras, hasta que el país mejor dotado de
clima por la naturaleza de todos los del Río de la Plata —un suelo
fértil y un gran sistema de ríos— quedó al borde de la ruina. Los
gauchos, obligados a pelear por muchos años, no habían salido de la
vida pastoril, y la agricultura no existía en la práctica. El único centro
de cultura estaba en la capital, Montevideo; pero aun en ella, los
perpetuos sitios y bloqueos a que había estado sometida la tenían
sumamente atrasada.
Un rayo de luz se iba a proyectar sobre el horizonte sombrío,
aunque pocos lo descubrieron a su debido tiempo. Se trataba de la
emigración, principalmente de Italia y España, con una pequeña
agregación de habitantes del norte de Europa. Estos emigrantes,
extraños a las luchas de los partidos Blanco y Colorado, echaron sin
saberlo los cimientos de un mejor estado de cosas. La República
produjo una gran figura y sólo una. Afortunadamente para los lectores
ingleses, un sorprendente retrato suyo ha sido pintado por un
contemporáneo.

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“Artigas provenía de una. familia respetable: pero era en sus


costumbres solamente una clase superior de los gauchos de la Banda
Oriental (Uruguay). Era completamente falto de educación, y si no me
equivoco, aprendió a leer y a escribir recién a una edad avanzada.
Pero era entusiasta, sagaz, intrépido, incansable y carente de
principios morales. En toda clase de ejercicios atléticos y en todo
equipo de gauchos se destacaba sin rival, y tenía en sus manos de
inmediato el temor y la admiración de toda la población del país que
lo rodeaba. Adquirió una influencia inmensa sobre los gauchos; y su
turbulento espíritu, desdeñando las pacíficas labores de campo, reunió
a su alrededor un número de los más desesperados y resueltos de
aquellos hombres cuya dirección asumió 6”. La descripción de la
llegada de Artigas al poder sirve como modelo de la ascensión de todo
dirigente gaucho, y en especial de la de Rosas, el tirano de Buenos
Aires, aunque, desde luego, este último contaba con un teatro de
operaciones mucho mayor.
El narrador encontró a Artigas en sus cuarteles generales de la
pequeña ciudad de Purificación, en las márgenes del Uruguay.
“Artigas estaba sentado en una cabeza de novillo, ante un fuego que
ardía en el suelo barroso de su cabaña, comiendo de un asado de vaca
que se doraba en un asador y bebiendo de vez en cuando un trago de
ginebra de un cuerno de vaca. Lo rodeaban una docena de oficiales,
que fumaban y producían gran algarabía. El Protector (Artigas)
dictaba sus órdenes a los secretarios, que ocupaban, frente a una mesa,
las dos únicas sillas rústicas que había... Para completar la singular
incongruencia de la escena, el suelo del único departamento de la
choza de barro (era bien grande) en el cual el general, su estado mayor
y secretarios se encontraban reunidos, estaba literalmente cubierto de
sobres que ostentaban la pomposa leyenda de “A Su Excelencia el
Protector”. A la entrada se hallaban los caballos exhaustos de los
correos que le llegaban cada media hora, y los caballos frescos de los
que partían con el mismo intervalo.

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“Soldados, edecanes y exploradores llegaban galopando de todos


los cuarteles. Todo se refería a Su Excelencia el Protector, y Su
Excelencia, sentado en su cabeza de novillo, fumando, comiendo,
bebiendo, dictando y charlando, iba despachando uno tras otro los
diferentes asuntos pendientes de su consideración, con esa calmosa e
intermitente “nonchalance” que me hizo comprender de una manera
más categórica la verdad de aquello de “Parémonos un ratito, que
podremos después continuar con más prisa”. Creo que si todos los
asuntos del mundo hubieran caído sobre sus espaldas, no habría
procedido de manera distinta.”
Cuando Mr. Robertson presentó su carta credencial, "Su
Excelencia se levantó de su asiento y me recibió no sólo con
cordialidad, sino, lo cual me sorprendió más, con maneras
relativamente gentiles e indudable buena educación. Se refirió en
forma burlesca al departamento que servía de sede a su estado mayor,
y me rogó que, como mis piernas podrían no estar acostumbradas a la
posición de cuclillas en que tenía sometidas a las suyas, me sentara en
el extremo de un estrecho y alto armazón de cama que se encontraba
en un rincón de la habitación, y que hizo traer cerca del fuego. Sin
más preludio ni cumplido me entregó su cuchillo y un asador con un
trozo de asado hermosamente dorado en él. Comí, y después me hizo
beber, y en calidad de presente me obsequió con un cigarro; me uní a
la conversación general, me convertí en un gaucho, y antes de que
hubiese permanecido cinco minutos en la habitación, estaba de nuevo
entregado a la tarea de dictar a sus secretarios... Había allí mucho de
conversación, de escritura, de comida y bebida... La tarea del Protector
se prolongaba desde la mañana hasta la noche, y lo mismo sucedía
con sus comidas.” Hacía la caída de la tarde, Artigas hacía una salida
a caballo para inspeccionar sus tropas, y lo acompañaba Robertson. La
descripción que sigue es extraordinaria como las escenas que he
presenciado en. mi juventud, con tino u otro de los ejércitos
revolucionarios en Entre Ríos y Uruguay. Nada podía ser más distinto
de cuanto pasaba en el Paraguay, desde que Artigas, a pesar de su

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rusticidad y de la falta de comodidad en su vida, era, un hombre del


mundo moderno (de su tiempo) en el tacto que empleaba para tratar
con los forasteros, por lo menos en lo fundamental, y era en general de
tendencia democrática. “Heme aquí —dice Robertson— cabalgando a
su derecha a través del campo; como extranjero que era, me daba
preferencia entre todos sus oficiales, que en número de veinte lo
seguían en su séquito; pero no se debe suponer que porque digo “en su
séquito” hubiera ninguna señal de superioridad por parte suya o de
deferente subordinación por parte de los que lo seguí .
“Estos últimos reían y se daban pesadas bromas, entremezclados
con un sentimiento de perfecta familiaridad; cada uno llamaba a los
otros por su nombre de pila, anteponiéndole la palabra capitán o don,
con excepción de Artigas, al que todos se dirigían diciéndole “mi
general” con familiar expresión. Las tropas seguían a “su general” en
número de mil quinientos.” Robertson dice que servían en su doble
capacidad de infantería y plaza montada, y eran en su mayor parte in-
dios de las desiertas misiones jesuíticas, del Uruguay y el Paraná.
La misión que tenía que desempeñar Robertson ante Artigas era
obtener el pago de las propiedades robadas, cuyo monto ascendía a
unos seis mil dólares, robo perpetrado por los correligionarios de
Artigas en otra parte del país. Artigas admitió la deuda
inmediatamente, pero dijo: “Usted ve cómo vivimos aquí: todo lo más
que podemos hacer en estos malos tiempos es lograr carne de vaca,
aguardiente y cigarros. Pagarle seis mil dólares en este momento es
algo que está mucho más allá de mis posibilidades, como lo estaría el
pagarle sesenta mil o seiscientos mil. Fíjese —y al decir esto levantó
un vicio peto militar, y señaló un bolsillo en su parte inferior—: aquí
está todo mi capital, que suma unos trescientos dólares; de dónde
vendrá la próxima entrada es para mi una cosa tan desconocida como
para usted.” Ello no obstante, Artigas otorgó a Mr. Robertson
“algunos importantes privilegios mercantiles” mediante los que pudo
eventualmente recuperar lo perdido en sus propiedades.

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Fuera del poder, y derrotado por otro caudillo gaucho, Artigas


encontró refugio en el Paraguay, con el feroz doctor Francia. Aunque
este último se había referido varias veces a Artigas llamándolo
'”bribón y bandido” lo trató con amabilidad en su exilio. Durante
veinte años el formidable hombre de partido vivió una vida tranquila
en una casa de campo, no lejos de Asunción, rehusando todas las
invitaciones que se le hicieron para que regresase al Uruguay. De edad
ya avanzada, murió pacíficamente. Sus últimas palabras 7 dirigidas a
un fiel soldado que apartándose de todos los otros lo acompañó en el
destierro, fueron: “Tráeme mi caballo”.
El Brasil fue arrastrado a declarar la guerra al Uruguay por
circunstancias varias. Los ganaderos brasileños se habían establecido
en un número considerable en el Uruguay; casi todos ellos
contrabandeaban del Brasil, y así eludían los derechos de importación
que exigía el gobierno del Uruguay. Llamados al orden por este
último, dieron apoyo financiero y de armas al general Flores, un jefe
gaucho uruguayo revolucionario, que después de un prolongado exilio
en la República Argentina había regresado de improviso al Uruguay.
Apoyado por el Brasil, formó un ejército tal como el descrito por
Robertson en su visita a Artigas treinta años antes.
Gauchos de todas clases, degolladores y delincuentes que habían
vivido durante años escondidos o en el exilio, aventureros extranjeros
de la peor clase, y toda la maraña humana a la que atraía en aquellos
días el grito de libertad, como una carroña atrae a las aves de rapiña
que la ven desde el cielo, siguieron la bandera que levantara Flores.
La libertad para ellos significaba en primer lugar un levantamiento
armado, y sabían que bajo las armas estarían, en condiciones de
tomarse rápidas venganzas de antiguas ofensas, y de arrasar el país
como una manga de langostas, dejándolo tan limpio y pelado como
aquéllas.
Esta conducta por parte del gobierno del Brasil y las represalias
que se tomaron en el Uruguay contra los ciudadanos brasileños
condujeron, desde luego, a la guerra. El 14 de octubre de 1864

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invadieron formalmente el territorio uruguayo. Se supo esto en


seguida en Asunción, pero López no se inclinó a pensar que las
amistosas relaciones existentes entre el Paraguay y el Brasil fueran a
romperse.
El ministro brasileño, Vianna de Lirna estaba todavía en
Asunción, viviendo allí pacíficamente. Los vapores iban y venían por
el curso del río Paraguay como de costumbre, y pasaban las cañoneras
brasileñas, cuyos comandantes no tenían la menor idea de que la
guerra aún se vislumbraba entre el Paraguay y el Brasil, desde que no
ignoraban que las hostilidades se habían comenzado por el Uruguay.
La situación era excepcional; sólo hacía uno, o dos meses que el doc-
tor Carreras, ministro uruguayo, habla regresado con las seguridades
de López de que sostendría al Uruguay contra los atentados a su
independencia por parte del Imperio del Brasil. López, como se ha
visto, tenía un gran ejército bien disciplinado. Constituía éste por
mucho la fuerza más importante de Sudamérica. El Brasil, a pesar de
su inmenso territorio y de tener una población muchísimo mayor que
la del Paraguay, no estaba sino muy pobremente organizado para la
guerra en aquel entonces. Su poderío residía en la flota, que
recientemente había sido reforzada con la adquisición de varias
unidades modernas en Europa.
La política del emperador Don Pedro era pacifista, y la ciencia su
principal interés. Toda la energía de su espíritu estaba en contra de las
aventuras militares, pero el proceder de sus generales en la frontera
uruguaya, la mayor parte de ellos turbulentos y aventureros,
especialmente los de Río Grande, que difería a muy poco de los
dirigentes gauchos del Uruguay, probaron ser demasiado para él. Esto
y las miras ambiciosas del conde D'Eu, su hijo político, un príncipe de
Borbón, lo indujeron a declarar la guerra al Uruguay. López no había
dado ninguna señal de hostilidad.
El ministro uruguayo en Asunción era Vázquez Sagastume, un
gran diplomático. Como conocía bien a López, sabía cuál era su punto
débil y su ambición de ser tenido como un gran guerrero. Sobre esta

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debilidad suya trabajó con arte, convenciéndolo de que su fama como


conductor se había fundamentado cuando como un simple joven
acompañó a su padre en una expedición a Corrientes. Habían ocurrido
muy pocos encuentros verdaderos en esta expedición, y López no se
había encontrado nunca bajo el fuego, política que continuó
desarrollando el resto de su vida. Alcanzado a fondo por las
seguridades que le daba Sagastume, quien le aconsejaba que
introdujera una gran fuerza armada en territorio, brasileño, para
inducir al Brasil a firmar la paz en cualquier clase de términos, creyó
que entonces la fama del presidente del Paraguay alcanzaría los
ámbitos del mundo entero. Hábil diplomático como era, pudo no haber
tenido idea de los designios que acariciaba López; pero, aunque im-
buido de grandes ideas, era astuto, y lo que quería era ganar tiempo
para mandar comprar en Europa o los Estados Unidos barcos
modernos. De acuerdo con ello, obligó al Congreso a que le autorizara
una inversión de veinticinco millones de dólares para adquirir una
flota.
Aunque no se hubiera visto obligado a ello por las continuas
comunicaciones que, le llegaban del gobierno uruguayo, en las que se
le recordaba su promesa de apoyo, es muy probable que López hubiera
tomado la misma actitud una vez lista la escuadra. Si no lo hubiera
hecho, la guerra del Paraguay habría tenido un fin diferente.
Empujado por los uruguayos y acicateado por su ambición, creyó ver
que había llegado su gran oportunidad. Un uruguayo, Juan de Soto,
que fuera en cierta oportunidad comerciante en Asunción y conocía
personalmente a López, había mantenido por largo .tiempo
correspondencia con él. Instigado tal vez por Sagastume, ministro
uruguayo en Asunción, escribió a López diciéndole que el vapor
brasileño “Marqués de Olinda” con un rico cargamento a su bordo,
gran cantidad de armas y llevando también a un grupo de oficiales,
entre los que se hallaba el nuevo gobernador de la provincia de Matto
Grosso, había zarpado para Corumbá. Como veíase obligado a pasar
por aguas paraguayas y estaba prácticamente desarmado, Soto le

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avisaba para que lo confiscara inmediatamente. El objeto era, desde


luego, introducir al Paraguay en la contienda, no importaba a qué
precio. López recibió la epístola en su gran campamento de Cerro
León, a treinta millas de distancia de Asunción. De inmediato expidió
órdenes a esta última ciudad, para que se enviara al “Tacuarí” el más
rápido de los barcos armados, para perseguir al “Marqués de Olinda”
capturarlo y traerlo a puerto. El “Tacuarí” tomó al barco brasileño
exactamente en aguas paraguayas, y lo hizo prisionero sin que
ofreciera la menor resistencia, desde que carecía por completo de
armamento. Llevado a Asunción, fue confiscado el cargamento que
llevaba a su bordo. El gobernador de Matto Grosso, un ingeniero
militar, el capitán y la tripulación fueron encarcelados, aunque el
ministro brasileño Vianna de Lima formuló una protesta al enterarse
de estos hechos. Prisión en el Paraguay significaba en aquellos días un
largo martirologio de hambre y malos tratos al que pocos lograban
sobrevivir.
Los pasajeros, algunos de ellos extranjeros, fueron remitidos al
interior del país, donde llevaron una vida miserable, hasta que se
pudrieron en la prisión, murieron torturados o por simple inanición.
El Paraguay los había devorado exactamente en la misma forma que
la boa constrictor devora el cuerpo de un venado. No era su última
presa, pues apenas empezó la guerra, nativos y extranjeros
desaparecieron en su estómago sin dejar rastros. Las razones que
impulsaron a López a mantenerse fuera de las costumbres de las
naciones civilizadas no se sabrán probablemente nunca. Si hubiera es-
perado a declarar la guerra como un aliado del Uruguay, cuyo
territorio había sido invadido por una fuerza superior, su posición
habría estado fuera de toda discusión.
Washburn recuerda una conversación 8 que tuvo con él, que es
quizá la solución del enigma. Inmediatamente después de la
confiscación del “Marqués de Olinda” Washburn, en su condición de
ministro de los Estados Unidos, se dirigió a entrevistarse con López en
su campamento de Cerro León, Después de defender su acto ilegal

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—dice Washburn— López “con más candor que discreción, empezó a


decir que la situación del Paraguay era tal, que solamente por medio
de una guerra se podría llamar la atención y el respeto del mundo
sobre ese país. Aislado como estaba y escasamente conocido más allá
de la América del Sur, permanecería así hasta que por las hazañas de
sus armas pudiera obligar a otras naciones a tratarlo con más
consideración”. Parece increíble que haya un gobernante tan
irresponsable como para llevar un pueblo a la guerra con una potencia
que tenia diez veces su población, por una causa tan fútil. No existía
ninguna cuestión territorial incluida en el conflicto; el Brasil no había
hecho ninguna ofensa al Paraguay, y las dos naciones habían estado
en paz. Una sed de notoriedad, que probablemente él dignificara hasta
llamarla gloria, parece haber sido la única causa de su loca aventura y
su despreocupación por todos los sufrimientos que la guerra traería
como consecuencia segura. Parece que nunca tuvo un solo
pensamiento relativo a los paraguayos y que trataba al Paraguay como
a algo de su exclusiva propiedad, habitado por esclavos cuyo único
deber era obedecer a su voluntad. La gloria militar era, sin duda, el
principal factor decisivo de su locura, así como fuera la “ignis fatuus”
de tantos sudamericanos.
A este respecto, Masterman piensa que “malos consejeros,
ignorantes por añadidura, lo alentaron para conseguir sus propios
fines 9”. Masterman expresa, y quizá con mucha verdad, que su
ambición databa de su primera misión en Francia en 1854, cuando era
aún joven. “Habiendo irrumpido, de pronto de la semibarbarie de una
remota y casi desconocida república, fue impresionado por la pompa y
el boato que encontró a su alrededor, y nació en él la ambición de
hacer del valiente y devoto pueblo cuyos destinos sabía que algún día
estaba llamado a regir, una nación que fuera temida y cumplimentada
como el Estado más poderoso de la América del Sur.” En el año 1854,
París se hallaba en el colmo de la gloria del Segundo Imperio. Las
bandas tocaban continuamente, y generales que lucían encajes dorados

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en sus uniformes, galopaban en sus briosos corceles por el Bois de


Boulogne o el Campo de Marte, para revistar sus tropas.
Francia parecía andar sobre una ola dorada de gloria. Todo
fingía ser estable y seguro para el ojo poco avizor que contemplaba las
cosas desde fuera. El joven bárbaro, en forma perfectamente natural,
quedó hipnotizado y tomó el oropel del día como oro purísimo.
El resultado fue desastroso para el Paraguay. López, por su acto
de piratería, se había colocado más allá de todos los límites. De haber
hecho la guerra después de una declaración en debida forma, habría
conseguido que el Brasil y sus aliados trataran con él. Los actos que
llevó a cabo hicieron que estos últimos se aliaran bajo un tratado que
estipulaba que no suspenderían las hostilidades hasta que su gobierno
desapareciese 10.
El gobierno era López, corno muy bien lo sabían los aliados.
Varias veces en el curso de la guerra estuvieron inclinados a tratar la
paz con el Paraguay, bajo la condición de que él dejara el país; pero,
empujado por la ambición y quizá impelido por falsas ideas de
patriotismo, rehusó todas las propuestas, sacrificando al Paraguay a
sus locas quimeras de gloria y poder.

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1
Washburn, Dr. Stewart, coronel Thompson y Masterman.
2
History of Paraguay, Washburn, capítulo XXXVI, pág. 546.
3
Halcones grandes o buitres.
4
En aquellos días, grandes cantidades de perros salvajes.
conocidos con el nombre de “perros cimarrones” asolaban las llanuras
del Uruguay.
5
En el mes de julio de 1864 el gobierno uruguayo había enviado
a Antonio de Carreras a Asunción para negociar y obtener una
alianza con el Paraguay. López se había rehusado a ello, pero aseguró
a Carreras que se opondría a las usurpaciones del Brasil.
6
Letters on Paraguay, Robertson, Londres, 1838. Vol. II, c. 40.
7
Rosas, dictador que había gobernado tiránicamente a Buenos
Aires, también murió pacíficamente, en Southampton, su refugio,
cuando cayó del poder. Como Artigas, se convirtió en un pacífico
labrador conservando hasta muy avanzada edad todo su vigor. Ambos
personajes descendían de muy buenas familias de Buenos Aires y
Montevideo, respectivamente; pero la vida salvaje de las llanuras
parecía haber tenido tan extraña fascinación sobre ellos, que no
habían podido resistir. Artigas, operando en un escenario de
dimensiones más reducidas, no pareció preocuparse por el poder lo
tomó con naturalidad y cayó sin sentirlo. Rosas, un político nato,
empleó su popularidad para usurpar y retener durante muchos años las
más altas posiciones del estado.
8
History of Paraguay, capítulo XY -VIII, pág. 563.
9
Seven eventful years in Paraguay, Masterman, Londres, 1870.
Capítulo IX, pág. 91.
10
Tratado de alianza firmado el 19 de mayo de 1866 entre los
ministros plenipotenciarios del Uruguay, el Brasil y la Argentina,
tomado de la documentación remitida a la Cámara de los Comunes
por orden de Su Majestad Británica, en cumplimiento de su mensaje
del 2 de marzo de 1866.

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Cláusula III: “Estando persuadidos de que la paz, seguridad y


bienestar de sus respectivas naciones es imposible mientras dure el
actual gobierno del Paraguay ... es imperativamente necesario para los
mayores intereses que dicho gobierno desaparezca.”

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Capítulo V

Cuando las noticias de la confiscación del “Marqués de Olinda”


llegaron a Río de Janeiro, el pueblo de la Capital se encolerizó en
grado sumo, pero no así el gobierno, que tomó las cosas fríamente y
declaró en el órgano oficial que contaba con el patriotismo de la
nación brasileña para vengar ese insulto a su bandera 1.
López, que no perdía oportunidad de figurar como mediador,
ofreció sus servicios en calidad de tal, confiando en el prestigio que le
confería su numeroso y disciplinado ejército.
Fue tratado de una manera bastante dura; de nuevo se le dijo, por
intermedio de la prensa del Brasil y la Argentina, que se preocupara
más de los asuntos de su propia “toldería” y que no se inmiscuyera en
los relativos a dos países mucho más civilizados que el Paraguay.
No cabe duda de que se le trató muy mal, tanto por parte del
Brasil como de la Argentina. Sus respectivos gobiernos debieron haber
declinado su mediación en forma cortés y sofrenar a la prensa, cosa
fácil de hacer entonces en Sudamérica. Desde luego que nada podía
haber ofendido más el orgullo de López, pero el Brasil no tomó para
nada en cuenta su protesta.
Su invasión del Uruguay, completamente imperdonable y extraña
por demás, fue la causa de que ese país se uniera al Brasil y a la
República Argentina en una alianza contra el Paraguay.
El general Venancio Flores, que había permanecido por mucho
tiempo exilado en Buenos Aires, volvió repentinamente al Uruguay,
acompañado de un simple puñado, de sus colaboradores, y allí con la
ayuda de 105 brasileños, se hizo dueño del país bajo el titulo de
“Gobernador Provisional de la República de la Banda Oriental 2”.
Esta clase de títulos, que parecen tan grandilocuentes al ser
traducidos al inglés, no lo son por cierto en castellano, y resultan muy
naturales, pues la índole de los dos idiomas y la mentalidad
anglosajona y latina son muy distintas.

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Durante la campaña tuvo lugar la heroica defensa de Paysandú,


por el general Leandro Gómez, tan celebrada en la América del Sur.
Él y su guarnición fueron masacrados a sangre fría por los partidarios
del general Flores, después de rendirse bajo la promesa de que sus
vidas se respetarían 3.
López, que entonces debió de haberse dado cuenta de que la
captura del “Marqués de Olinda” lo había colocado en una mala
posición, desenvainó la espada y preparó una invasión del territorio
del Brasil.
En aquel tiempo la provincia de Matto Grosso estaba casi aislada
del resto del país. Enormes distancias a través de una región sin
caminos e intransitable la separaban de Río de Janeiro. El medio más
sencillo de llegar a ella desde la Capital era la ruta marítima. Desde
Río de Janeiro hasta la boca del río de la Plata el viaje en un vapor de
la carrera llevaba cinco días. En un transporte anticuado, desde luego
que sería más largo, aunque el tiempo fuese bueno, pues la costa del
Brasil es famosa por las tormentas y borrascas que allí se des-
encadenan. Desde Montevideo hay todavía mil millas de ríos hasta
llegar a Asunción 4, en el Paraguay. En este punto, todavía el río
Paraguay tiene una milla de ancho.
En la margen este queda el Paraguay; en la margen oeste está el
entonces casi desconocido territorio del Gran Chaco, una vasta
extensión de ciénagas, de llanuras pobladas por palmeras llamadas
yatais, todo él asolado por feroces tribus indígenas, los tobas, los
lenguas, los guaicuros y muchos otros, que pasaban la vida a caballo,
armados de lanza y adornados con plumas de avestruz.
Desde Asunción aún había que recorrer unas siete u ocho millas
hasta Corumbá, la capital de Matto Grosso, una ciudad pequeña y
curiosa, de casas bajas de adobe, pintadas de blanco.
Todavía estaba en vigor la esclavitud, aunque no se trataba con
crueldad a los esclavos en la mayoría de los casos, pues en esa parte
del Brasil, en que se encontraban no había plantaciones de algodón ni

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de caña de azúcar, y la esclavitud había asumido un carácter casi


doméstico, tal como era y aún es en donde impera entre los árabes.
En las dilatadas fazendas, donde la única industria era la cría del
ganado, los esclavos, que debían pasarse casi todo el día montados a
caballo, resultaban a menudo tan irreemplazables en su tarea, para el
dueño de la hacienda, que se convertían, como sucedía
frecuentemente, en amigos pobres. Algunos hasta conseguían alguna
propiedad en una que otra ocasión.
Los hombres de la ciudad de Corumbá montaban siempre mulas,
si podían financiar su compra pues una buena mula con un buen paso
artificial 5, era un lujo que sólo estaba permitido a los ricos. Toda la
colonia vivía por aquel entonces como lo ha hecho durante los últimos
cien años. Lo más probable es que no hubiera oído ningún rumor
referente a la guerra con el Paraguay. La confiscación del “Marqués
de Olinda” se había mantenido en un estricto secreto, porque se había
trabado un embargo sobre todos los barcos que se encontraban en el
río, y pasaron doce días antes de que ninguna noticia saliera del
Paraguay.
Después de tomar al “Marqués de Olinda” López envió al
general Resquin con una numerosa dotación de fuerzas de caballería,
a través del río Apa, cercano a la frontera de los dos países, para que
cayera sobre las pacíficas instalaciones brasileñas. La provincia de
Matto Grosso estaba completamente indefensa y sin preparación
alguna para la guerra. Las fortalezas hallábanse débilmente
defendidas y dotadas de cañones anticuados, que sólo habían sido
provistos para defensa de los ataques llevados a efecto por los indios
salvajes del Chaco. El general Resquin, un bribón que habría de ganar
eterna infamia por convertirse en uno de los principales elementos de
la tiranía de López, desempeñó su tarea a maravilla. La fuerza naval
remontó el río y destruyó y tomó sucesivamente los medio desarmados
e indefensos fuertes de Coimbra, Albuquerque, Doradas, Miranda y
Corumbá.

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El lugar mencionado en último término, el más rico y más


importante de la provincia, estaba en tal forma carente de preparación
que no se intentó ninguna defensa. Se trató a la población desarmada
con la mayor barbarie y el país entero se abrió al pillaje. Varios
ganaderos acaudalados fueron atados y mantenidos al sol durante
varias horas para arrancarles la confesión de dónde habían guardado
sus riquezas. Otros fueron fusilados o azotados, y un soldado
paraguayo6 trajo a su regreso una ristra de orejas de brasileños
“ensartadas en una correa”7 y se las dio a López, quién recibió el
regalo aparentemente con todo el placer que uno de sus antepasados
indios hubiera demostrado. El tenue barniz que había recibido en
Europa no parecía haber destruido su barbarie nativa por mucho
tiempo después que volvió a respirar el aire de su país.
Los dos hijos del hombre más rico de la provincia, el barón de
Villa María, fueron fusilados por tratar de escaparse. Su padre, que
poseía ochenta mil cabezas de ganado y una hermosa casa-habitación
amueblada con juegos europeos, apenas si tuvo tiempo de meterse en
el bolsillo una botella llena de diamantes y huir a caballo. Anduvo
como cabe suponer que anda un hombre en tales circunstancias, hasta
que estuvo fuera de peligro. Entonces, orientándose por las estrellas,
desde que los caminos no existían, marchó durante mucho tiempo
galopando hacia el Este, hasta que meses después llegó a Río de Ja-
neiro para dar la noticia de que el Brasil había perdido una de sus más
importantes provincias.
Un botín enorme, ganado, dinero y pertrechos militares cayeron
en manos de los paraguayos después del saqueo de Corumbá. Hallaron
tal cantidad de pólvora, armas y municiones, que el coronel
Thompson8 expresa que López llenó con ello todas las necesidades
que se le presentaron durante la guerra. Los extranjeros que los
paraguayos encontraron allí, alemanes, italianos y franceses, fueron
despojados de todo lo que tenían, y traídos prisioneros a Asunción.
Allí, después de haberse visto obligados a mendigar por las calles,
murieron, ya sea a causa de los malos tratos o por falta de alimentos.

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López se había anotado en su haber el primer derramamiento de


sangre en la contienda que él mismo había provocado, colocándose al
mismo tiempo en una posición fuera de toda ley, por la barbarie
demostrada frente a una población indefensa, antes de declarar
oficialmente la guerra.
Los brasileños mostraron poco valor en la defensa de sus
posiciones en los varios fuertes que tenían emplazados sobre la
margen del río Paraguay; en algunas oportunidades las evacuaban con
una prisa tal que no se detenían ni a espigar sus cañones. En la
campaña de Matto Grosso, los brasileños demostraron el complejo de
inferioridad que habrían de sufrir frente a los paraguayos durante los
cuatro años de la guerra. Su número estaba en una relación de por lo
menos tres a uno con respecto al enemigo, sin contar los contingentes
argentinos y uruguayos. Estos dos contingente mencionados en último
término no sufrieron en absoluto tal desventaja, y combatieron con
valor durante todo el curso de la guerra. Desde luego, las fuerzas
brasileñas, compuestas en aquellos días9 por una gran cantidad de
negros, se encontraban lejos de sus hogares y embarcadas en una
guerra que no les interesaba ni comprendían.
Por el contrario, los paraguayos hallábanse en su propio te-
rritorio, y López, en el periódico “El Semanario” que apareció en el
Paraguay durante la guerra, órgano oficial del gobierno, que desde
luego era López mismo, les aseguró que los brasileños no daban
cuartel y que caer prisionero equivalía a la muerte.
Nada podía estar más lejos de la verdad. Por regla general, y no
obstante la gran provocación recibida en Matto Grosso, trataban a los
prisioneros casi invariablemente con humanidad. Cualquier brasileño
que caía en manos de los paraguayos, si no era lanceado
inmediatamente (López había ordenado que se lanceara a los
prisioneros para ahorrar municiones), por lo común perecía de
hambre, torturas o malos tratos. Los paraguayos peleaban, por decirlo
así con la soga al cuello. Al entrar en combate, se daba orden a las
filas de la retaguardia de hacer fuego sobre las de la vanguardia si se

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las notaba dispuestas a flaquear o a retirarse. Un hombre de cada tres


tenia la misión de cuidar el comportamiento de sus camaradas, uno a
cada lado, y de dispararles un tiro apenas notase cualquier signo de
que estuviesen dispuestos a retirarse.
En consecuencia, todo el cuerpo del ejército, desde el general
para abajo, formaba un formidable cuerpo de espionaje, un hombre
sobre otro, y la deserción se hacía imposible.
Siempre, desde la época siniestra del doctor Francia, ningún
paraguayo había estado a cubierto de los cargos denunciados en su
contra, muy frecuentemente a causa del terror, por sus más íntimos
amigos, sin ninguna oportunidad de un proceso Ubre, en el que
pudiera refutar las acusaciones, que generalmente eran falsas. Este
sistema, continuado y extremado por las leyes militares de tiempo de
guerra, fue la causa de que el ejército paraguayo, bajo tales opresiones
y ante un enemigo superior, no desertara en masa.
Mientras se efectuaba la invasión de Matto Grosso, López no
perdió tiempo en prepararse para la lucha que él mismo había
provocado. Se concentraron tropas en grandes campamentos, en
Humaitá sobre el río Paraguay, y en el interior en Cerro León, un
pequeño valle entre las colinas del mismo nombre.
A comienzos del año 1865 López contaba con cien mil hombres
bajo sus órdenes, los cuales, de hallarse bien entrenados y mejor
dirigidos, hubieran formado un ejército como no existía ninguno en
aquel tiempo en el mundo entero. Todos eran hombres de campo,
atléticos y fuertes, imbuidos de patriotismo, que miraban la muerte
con absoluta indiferencia, activos y sin temores, buenos caminadores y
acostumbrados a la vicisitudes de su propio clima. Al principio
estaban mal armados, con mosquetes anticuados, cañones de
percusión y lanzas y machetes; los pertrechos imperiales de Corumbá
los proveyeron de lo que en aquellos días eran fusiles modernos.
López cometió un gran error en movilizar tantos hombres al
mismo tiempo. La población total del país era menos de un millón de
almas; de este total, una décima parte, cien mil, habla sido convertida

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de un momento a otro de productora en consumidora. Por ese tiempo


no faltaba comida, porque todo el ganado del país había sido tomado
por el Gobierno. Los paraguayos, sin embargo, al contrario de los
argentinos y los uruguayos, no estaban acostumbrados a vivir
solamente de carne de vaca, con mate como única variante. En todos
los distritos del país, aun en la provincia de las Misiones, donde
abundaba más el ganado, el principal régimen alimenticio de la
población consistía en maíz, mandioca, vegetales y frutas. Como todos
los hombres habían sido llamados bajo bandera, y recogidos de todos
los campos, éstos permanecieron incultos, y el único alimento fue la
carne.
Tanto en Humaitá como en Cerro Corá, los más extensos
campamentos, el cambio de dieta por este régimen al que no estaban
habituados, diezmó la tropa por millares, que caían enfermos y luego
morían al permanecer expuestos al sol abrasador y a las lluvias
torrenciales del trópico.
Casi antes de que comenzara la guerra, Masterman calcula que
habían perecido unos veinte mil soldados. Los que no caían enfermos,
morían frecuentemente debido al recargo de la instrucción militar,
pues López los obligaba a permanecer ejercitándose durante ocho
horas por día, a pesar de los consejos de los médicos extranjeros del
ejército, que consideraban contraproducente tal exceso.
Por este tiempo, Flores, presidente del Uruguay, declaró la
guerra al Paraguay. El Brasil ya estaba en guerra. No contento con tan
poderosos enemigos, López buscó pendencia con los argentinos.
Deseando atacar las provincias del sur del Brasil, recabó permiso de la
República Argentina para pasar su ejército por la provincia de
Corrientes. Esta petición fue denegada, desde luego, porque la
Argentina se hallaba en paz con el Brasil.
En consecuencia, y sin una formal declaración de guerra, el 14
de abril de 1825 ocupó la ciudad de Corrientes, capital de la provincia
del mismo nombre. La ciudad no estaba en condiciones de defenderse,
y cayó inmediatamente en sus manos. Dos vaporcitos, el “25 de

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Mayo” y el “Gualeguay”, se hallaban surtos en el puerto;


encontrándose absolutamente desapercibidos, fueron tomados antes de
que pudieran disparar un cañonazo. A su bordo se encontraban trece
ingleses, entre capitán, oficiales y marineros. Llevados a Humaitá
como prisioneros, se les propuso que entraran al servicio del
Paraguay. Como se negaran, López los encarceló, en Asunción,
azotándolos, haciéndoles sufrir hambre y malos tratos, hasta que
después de cuatro años de feroces padecimientos y miseria, sólo
quedaron cinco sobrevivientes.
Hasta entonces el éxito habla estado de parte de las armas
paraguayas. López golpeó rápidamente, pues era un hombre sin
escrúpulos, y ya para este tiempo debió de haberse dado cuenta de que
se había colocado muy fuera de lugar.
Ya sea por ignorancia, por la creencia de que la intervención
extranjera lo salvaría al fin o por la falta de conocimiento de los
recursos con que contaban la Argentina y el Brasil, continuó como si
tuviese la más completa seguridad de su victoria.
En realidad, tenía algunas razones para suponerlo, y si hubiera
obrado con la más elemental prudencia o con las más mínimas
contemplaciones para con las reglas ordinarias de conducta, habría
ganado, sin duda, una paz ventajosa de sus tres adversarios, que no
estaban preparados para la guerra.
Tenía en sus manos las líneas interiores; su país se bastaba a sí,
su pueblo era valiente y patriota, y de la rica provincia de Matto
Grosso, que se había anexado, habría podido sacar ilimitados
abastecimientos de ganado y de mercancías. Todas estas ventajas
fueron desperdiciadas por su falta de clarividencia.
La Argentina le declaró la guerra inmediatamente después de la
toma de Corrientes. Entonces se encontró López encarando una guerra
contra tres países mucho más poderosos que el suyo propio. Como él
se hallaba bien preparado, con un ejército discretamente equipado, y
la República Argentina tenía apenas unos cuantos hombres sobre las
armas, la única oportunidad que hubiera tenido era la de marchar

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inmediatamente sobre Buenos Aires, antes de que la Argentina se hu-


biera preparado para la defensa.
Lo que hizo fue mandar una expedición de unos doce mil
hombres al mando de¡ general Estigarribia, que cruzó el Paraná en
Itapuá y se internó de inmediato en la provincia de Río Grande del
Sur, en territorio brasileño. El hecho de que fuera capaz de penetrar
hasta tan lejos, casi sin resistencia, evidencia que si en lugar de
dispersar sus hombres, los hubiera concentrado para atacar a Buenos
Aires sin pérdida de tiempo, podría haber obligado con ello a una paz
en términos tales que el Paraguay habría quedado convertido en la
potencia más poderosa de la América del Sur.
Mientras Estigarribia marchaba hacia el Este, asolando y
asesinando al país desarmado y a la gente indefensa que encontraba a
su paso, otra fuerza paraguaya había cruzado el Paraná. La mandaba
un general Robles; pero, con una estupidez que parece inconcebible,
López la despachó con un intervalo de por lo menos doscientas millas
entre ésta y la mandada por Estigarribia. Este general, en
consecuencia, se encontraba muy aislado, sin una base de operaciones
y, tras la primera semana, privado en absoluto de comunicaciones con
López o su capital.
López pagó bien cara esta falta de condiciones para el mando,
pues ni un solo hombre de este ejército, salvo su general, había de
regresar al Paraguay.
Estigarribia avanzó a través de Misiones, hasta que se encontró
en un lugar llamado San Borja, detrás de una vanguardia de unos dos
mil hombres, bajo las órdenes de un mayor Duarte, hombre valiente y
de empresa, que habla sido destacado para apoyar el avance. Cruzó el
río Uruguay, dejando a Duarte sobre la margen derecha. Entonces
marcharon río abajo por el Uruguay, manteniendo contacto unos con
otros por medio de canoas. La operación, como simple maniobra era
magnífica, pero como un movimiento de guerra mostraba bien a las
claras la ineptitud de López como general y su cínica indiferencia por
la pérdida de vidas humanas.

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Separado por completo de su base de operaciones, como lo estaba


Estigarribia, todo lo que podía hacer era saquear y destruir. Como
había salido del Paraguay sin un plan real, puesto que no habría
podido alcanzar ninguna de las grandes ciudades brasileñas, era
evidente que su expedición fracasaría.
El 6 de agosto de 1865, Estigarribia entró en la ciudad brasileña
de Uruguayana, sobre el Uruguay. Duarte acampo en un lugar opuesto
al llamado Yatay. Por entonces las fuerzas de los aliados, en número
muy superior, se dirigían a su encuentro. El primer destacamento
estaba compuesto por unos trece mil hombres, entre uruguayos,
brasileños y argentinos, bajo el mando del general Flores, presidente
del Uruguay. Duarte se vio perdido y escribió pidiendo auxilio al
Paraguay al general Robles, diciendo en su carta —que fue
interceptada por los aliados— que tenía órdenes de López de matar a
todos los prisioneros10. Duarte se negó a tratar en ninguna forma con
el enemigo, y Flores cayó sobre él con un efectivo de trece mil contra
los posibles dos mil que contaban los paraguayos, los cuales lucharon
como lobos hambrientos. Murieron casi todos en el combate, con
excepción de unos trescientos que fueron hechos prisioneros, junto con
su jefe. Thompson dice al respecto: “Oficiales del ejército aliado
escribieron11 desde el campo de batalla que la mortandad había sido
algo espeluznante, pues no hubo poder humano que obligara a los
paraguayos a rendirse, y que aun como simples individuos apenas
habrían podido luchar con una muerte tan cierta frente a ello”.
Esta fue la actitud de los heroicos soldados paraguayos a través
de toda la guerra. Descuidados, hambrientos, tratados con la crueldad
más intensa, azotados por la más leve falta, torturados y fusilados por
cualquier cosa, nunca murmuraron ni rehusaron ofrecer lo que
creyeron de su deber hacia su patria.
Su vida era todo lo que tenían para dar, y por cierto que no la
daban con parsimonia, y mientras morían, consumidos por el hambre,
atormentados por la sed, con sus heridas desnudas e inflamadas,

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López, completamente en salvo, más allá de la zona de peligro, se


solazaba en la lujuria de su existencia.
El próximo turno fue el de Estigarribia. Había empezado
inmediatamente una retirada hacia el Uruguay; de haberlo podido
cruzar se hubiera, salvado, y con él los hombres bajo sus órdenes.
Puede ser que haya pensado en cuál sería su suerte si regresaba al
Paraguay como general derrotado; pero el hecho permanece en pie: él
no efectuó ningún movimiento para cruzar el río Uruguay. En vez de
ello, cayó otra vez sobre Uruguayana, que había tomado en su avance,
y permaneció allí inactivo, a la espera de los acontecimientos.
Mitre, el general en jefe argentino, apareció pronto ante la
ciudad con un número aplastante de efectivos. El río estaba bloqueado
por cuatro cañoneras armadas, bajo el mando del almirante brasileño
Tamandaré. El emperador del Brasil y su hijo político el conde D'Eu
llegaron con una fuerza que, reunida a la de Mitre, elevaba el número
de los aliados a treinta mil hombres, los cuales contaban, además, con
unas cincuenta piezas de artillería.
En respuesta a un ultimátum de rendición que se le hiciera
llegar, Estigarribia contestó con una de esas largas y altisonantes
cartas que puede escribir todo sudamericano. En ella aludía a
Leónidas y a su amor por la patria; esperaba que su memoria fuese
guardada como reliquia en el corazón de las futuras generaciones; la
sagrada insignia de la libertad de su país no sería mancillada por él.
Perecería antes, de pensarlo. Aunque sus huesos y los de sus heroicos
legionarios encontraran su propia sepultura entre las ruinas de la
ciudad, sus espíritus, libres y orgullosos, se remontarían muy alto en
el espacio. Por último, hizo un esfuerzo que acreditó sus condiciones
retóricas, y lo colocó casi por encima del más alto nivel alcanzado por
ningún patriota que hablara con o sin la lengua aplastada contra la
mejilla. “Respondo a Vuestras Excelencias, en cuanto me enumeráis
la cantidad de vuestros efectivos y el total de vuestra artillería, que es
tanto mejor, cuanto que el humo del cañón será nuestra sombra”.

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Al leer esta carta se recuerda la sentencia estampada en un reloj


de sol árabe, que, en lugar de marcar solamente las horas, establece
que la luz del sol es la sombra de Dios12.
El emperador del Brasil y el general Mitre se deben haber
mirado el uno al otro al terminar de leer la carta, pues sin duda ellos
conocerían muy bien que se trataba de un caso de “salvar las
apariencias” y es probable que Mitre, por lo menos, colocado en un
caso similar, podría haber producido un llamamiento de tamaña
inspiración. Los aliados, sin embargo, no tomaron en cuenta para
nada este gran esfuerzo retórico del general paraguayo. Sabían, desde
luego, que la promoción militar de esos tiempos acerca de los cuales
escribo, manejaba la pluma de la misma manera que la espada. El 16
de septiembre de 1865 intimaron nuevamente a Estigarribia a que
rindiese sus armas.
Como había agotado hasta el último de los adjetivos de la lengua
castellana y comídose, además, los últimos caballos, Estigarribia se
rindió en buenos términos. Los suboficiales y tropa quedaron
prisioneros, y se les permitió a los oficiales fijar su residencia donde
prefiriesen, con excepción del Paraguay. Estigarribia mismo fue
enviado a Buenos Aires, donde su talento retórico había ganado para
él la admiración de un pueblo que siempre ha amado la retórica,
creyendo, quizá, que constituye un arte.
Para hacer justicia a Estigarribia, diremos que cometió pocos
excesos durante su expedición. Ninguna ciudad de Corrientes fue
saqueada, ni tampoco sus habitantes fueron sometidos al bárbaro
tratamiento que los desgraciados brasileños sufrieran en Matto
Grosso.
Las varias guarniciones paraguayas en las ciudades de río arriba
se retiraron, dejando la región completamente limpia de caballos,
ganado y toda clase de abastecimientos.
Entonces se embarcaron y cruzaron el río Paraguay por el Paso
de la Patria en varios vaporcitos ridículos, con los cinco vapores
armados brasileños a la expectativa, pero sin animarse a atacarlos; de

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no proceder así, ni un solo hombre hubiera podido regresar al


Paraguay.
De esta manera todas las guarniciones regresaron con felicidad,
llevando cientos de cabezas de ganado que obligaron a cruzar el río
Paraná a nado. Esta falta de energía mostrada por el comando
brasileño continuó, así a través de toda la guerra, y ésta fue la causa de
que la campaña se prolongara por cuatro largos años y causara de esta
manera miserias sin cuento al Paraguay.
Thompson estima que casi veinte mil hombres se perdieron en
Corrientes bajo el mando de Estigarribia y los otros generales,
principalmente debido a las penurias y a las enfermedades. La
expedición dio a los aliados la medida cabal de la ineptitud de López,
y si éstos hubieran dado muestras de la más mínima energía, habrían
ganado la guerra en pocos meses.
Así fue como dieron tiempo a que López fortificara Curupaití y
Humaitá, dos fortalezas sobre el río Paraguay. Estas buenas posiciones
bloquearon el paso de los vapores aliados por varios meses, les
causaron grandes pérdidas y ofrecieron la oportunidad de que López
"posara" ante el mundo como un gran patriota.

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1
The war in Paraguay, Thompson, capítulo II, pág. 3.
2
La Banda Oriental, esto es la margen este del río de la Plata,
era el antiguo nombre de la República del Uruguay. que ahora se
llama República Oriental del Uruguay. Sus habitantes se llaman
orientales.
3
Thompson, en su The War in Paraguay (Cap. II, pág. 3 l), lo
llama “Una página de rebelión en la historia del Brasil”. Esta es una
versión poco exacta de los hechos, en el caso que nos ocupa; la ma-
sacre fue perpetrada por los compatriotas de la infortunada guarnición
aunque los brasileños no hicieron, por cierto, nada por evitarlo.
4
Cuando visité por primera vez Asunción empleé nueve o diez
días en una cañonera brasileña.
5
Hay por lo menos cinco clases de pasos artificiales, tales como
marcha, portante, andadura, ambladura y sobrepaso. Todos éstos
tienen distintos nombres en las varías repúblicas y en toda Europa,
desde que eran muy conocidos en la Edad Media, empleándolos las
damas en sus jornadas hípicas, pues sus movimientos son mucho más
suaves que los de los pasos naturales de galope, trote y paso.
6
Seven eventful years in Paraguay, Masterman, pág. 99.
7
El coronel Thompson expresa que las orejas fueron sacadas del
aparejo de la nave por órdenes expresas de López: “El Semanario”.
Órgano del gobierno, publicó un artículo desmintiendo la noticia.
Thompson, como muchas veces me lo dijo, no tenía motivos para
querer a López, pero por lo menos no había sido torturado como lo
fuera el pobre Masterman, de quien tomo el relato.
8
The war in Paraguay, pág. 39.
9
Los paraguayos siempre se referían a ellos como a cambás. Esta
palabra significa negro, en guaraní.
10
The war in Paraguay, Thompson, pág. 88.
11
The war in Paraguay.
12
Dow es shems, dal Allah.

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Capítulo VI

Cuando llegaron a Asunción las noticias del fracaso de la


expedición, la pérdida de tantos hombres, y lo peor de todo, de la
rendición, hallándose el general Estigarribia sano y salvo, López
montó en cólera. Tan furioso estaba que durante tres días nadie pudo
acercársele, ni aun el hijo mayor que había tenido con madama Lynch,
llamado Pancho, al cual adoraba. Por ese tiempo López encontrábase
en Humaitá; mandó llamar a todos los oficiales de la guarnición y les
informó que Estigarribia se había vendido por tres mil doblones (unas
diez mil libras) y lo execró como traidor.
En realidad Estigarribia hizo todo lo que podía hacer. Los
víveres se habían terminado mucho antes de que tuviera que comerse
los caballos y las mulas, y durante los tres últimos días sus hombres
no habían ingerido más que terrones de azúcar, de los que había una
gran provisión 1.
Si Estigarribia hubiera caído en manos de López, de seguro que
habría sido bárbaramente torturado y fusilado al fin. Este había sido al
menos el fin de todos sus jefes que habían fracasado en la guerra. Se
dice que este asunto fue el Único que afectó a López como ningún otro
revés en todo el curso de la campaña.
Se dispuso que hubiera en Asunción una demostración
gigantesca para execrar al desgraciado Estigarribia, y el órgano oficial
“El Semanario” destacó la estrategia mostrada por López. y habló de
él como del “Cincinato de América”. Nada podía haber mostrado
mejor el estado de degradación mental al cual había reducido a sus
compatriotas ese seudo Cincinato.
Fue entonces convocado un congreso extraordinario en
Asunción. López apareció ante él vestido con su uniforme completo, y
explicó a los miembros2 qué se había hecho y lo que se iba a hacer. El
patriotismo, desde luego, alzó gran tumulto. Las conversaciones
duraron largas horas, y el fin de este humillante espectáculo fue una

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resolución que colocaba las vidas y haciendas de todo el pueblo en


manos de López, para que dispusiera de ellas a voluntad. Masterman
destaca como “pawkily” —cual si fuese un escocés— el hecho de que
esto fuera completamente innecesario, pues López “podía per-
fectamente hacer con ellos lo que quisiera”.
López recibió del patriótico Congreso el título de Mariscal de
Campo y su remuneración le fue aumentada a seis mil dólares por
año. Su padre nunca gozó de un emolumento mayor de cuatro mil,
pero a su muerte las arcas del caudal público estaban llenas.
Otro gesto “patriótico” fue el de madama Lynch, la cual
“ofreció” una décima parte de las joyas que poseía.
Masterman expresa que, tales ofrecimientos se “recogían
constantemente con varios destinos: en una oportunidad fueron para la
estatua de su padre, lo cual produjo como treinta mil dólares; entonces
fue para una espada con empuñadura de oro y una caja de oro para
guardarla; joyas para su ornamentación —no se aceptaban sino
diamantes, otras piedras preciosas no eran bastante buenas para ello,
aunque no se devolvían a sus dueños—, y por último una corona de
oro para su heroica frente”. Tanto Masterman como Thompson,
Washburn y todos los escritores contemporáneos extranjeros que se
han ocupado de esta guerra expresan que se hallaba escondido,
temblando, en un refugio a prueba de bombas del que nunca salla en
las horas de luz, y sólo se aventuraba durante la noche 3.
Todo luto estaba prohibido para las esposas e hijas de los
hombres que habían dado su vida heroicamente por la Patria;
batiéndose contra efectivos enormes. Las quebrantadas mujeres eran
obligadas a formar procesiones "voluntarias" y desfilar ante López y
madama Lynch bailando y entonando canciones patrióticas.
En suma, la degradación del pueblo era completa, mas a pesar de
ella los soldados nunca vacilaron en mostrar un coraje a toda prueba,
luchando sin cuartel y muriendo antes de aceptar la vida a ninguna
condición.

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En junio de 1865, López dejó Asunción y se trasladó al fuerte de


Humaitá, para asumir el comando en jefe. Llevó consigo todas las
monedas de oro que había en el Tesoro. Pocos días después de su
llegada se libró la desastrosa batalla del Riachuelo, que fue el primero
de una larga serie de desastres, cualquiera de los cuales pudo haber
puesto fin a la guerra y haber abreviado el largo martirologio del Para-
guay si los aliados hubieran mostrado alguna energía.
Por entonces habían conseguido reunir fuerzas aplastantes. Los
brasileños tenían por lo menos treinta mil hombres, bajó el mando del
mariscal Caxias, un general sumamente cauto, por cuya voluntad
cualquier decisión a tomarse en el curso de la guerra se habría de
meditar durante años; si tenía un éxito, cosa que sucedía una que otra
vez, casi por accidente, permanecía inactivo, sin proseguir la acción.
Personalmente era valiente, pero no parecía tener la menor noción de
estrategia, de clarividencia o de cómo mandar las tropas a su mando.
Los argentinos, bajo las órdenes del general Mitre, sumaban
unos quince mil. Bien equipados y bien montados, en su mayoría
pertenecían a los gauchos del campo, casi todos blancos, o
ligeramente morenos, en fuerte contraste con los brasileños, cuya
infantería por lo menos estaba compuesta por negros y mulatos. Las
mejores tropas brasileñas eran las que provenían del estado de Río
Grande, y estaban enteramente compuestas de fuerzas de caballería.
Se reclutaban entre los gauchos que diferían muy poco de los que
habla en la Argentina, y entre los más ricos hacendados;
incomparables jinetes y diestros en el manejo del lazo, constituían la
flor y nata del ejército brasileño.
Bartolomé Mitre, fogoso orador y gran periodista, se había visto
obligado a tomar el mando en diferentes oportunidades durante las
guerras civiles, y siempre con éxito. Cuando estalló la guerra fue
nombrado general en jefe de las fuerzas expedicionarias casi por
aclamación de todo el país4.
Los uruguayos, o como se los llamaba, los orientales, por el
nombre dado al Uruguay5 por su posición en la margen oriental del río

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de la Plata, enviaron los contingentes menores de los aliados. Su


comandante, el general Flores, un ex caudillo gaucho, había estado
exilado por varios años en Buenos Aires. Ultimamente había
regresado al Uruguay, y con el apoyo de los brasileños había llegado a
ser presidente de la República. Sus hombres eran principalmente
gauchos, muchos de la misma condición que los soldados brasileños
de Río Grande, entre los cuales y ellos reinaba una antigua y profunda
enemistad.
Las tropas de los aliados sobrepujaban numéricamente en mucho
a las de López, una vez que hubieron sido, movilizadas y traídas al
campo de batalla. En un principio, sólo los brasileños tenían un
ejército listo, entrenado y disciplinado.
Thompson expresa como una opinión suya que si López, en
lugar de perder tanto tiempo y vidas humanas en la inútil invasión de
Corrientes, hubiera marchado sobre Montevideo y Buenos Aires,
podría haber dictado sus condiciones a los Aliados6.
“No tenían ejército que mencionar, y los paraguayos, creyendo
como creían en su valentía, hubieran hecho cualquier cosa que él
hubiera dirigido personalmente”. Eso debe de haber ocurrido al
comienzo de la guerra, porque después hasta los fíeles paraguayos
pudieron darse cuenta perfectamente de que sólo era un miserable
cobarde; pero, aunque cobarde, no era tonto, salvo por la
megalomanía que atormentaba su cabeza. Thompson expresa:
“Probablemente tenía idea de ser coronado emperador del Río de la
Plata, según se decía7. Si hubiera llegado hasta Entre Ríos, es probable
que Urquiza se le hubiera unido; pero, como las cosas no sucedieron
así, pareció infinitamente pequeño a los aliados...” López había
perdido todo prestigio como general al mandar a Estigarribia sin
ningún apoyo a internarse en el corazón del país enemigo. El general
Urquiza, el sátrapa de Entre Ríos, era el hombre del misterio de esta
guerra.
En una oportunidad elevado a la categoría de héroe nacional
—pues él fue quien derrocó por último al tirano Rosas, que había

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mantenido a Buenos Aires bajo el taco de su bota por muchos años—,


Urquiza se había distanciado de la autoridad central y retirado a la
provincia de Entre Ríos, donde vivía en un estado semifeudal y
semipatriarcal. En su residencia de San José, a unas seis leguas de
Concepción del Uruguay, dictaba leyes a los gauchos. A pesar de que
su provincia, Entre Ríos, era una de las que componían la Confedera-
ción Argentina, Urquiza, si bien en teoría era un simple gobernador
provincial, en realidad era el jefe de un estado independiente.
Lo cierto es que ocupaba una posición equivalente a la de
algunos de los grandes caídes del sur de Marruecos, antes de la
intervención de Francia. La única diferencia que existía entre Urquiza
y los caídes consistía en que estos últimos obtenían siempre su
autoridad delegada por el sultán, y Urquiza la había adquirido por el
dominio que tenía sobre los gauchos de su provincia, a los cuales
conocía, como ellos habrían podido decir, “hasta la médula de los
huesos” justicia o injusticia, tanto los caídes como Urquiza
administraban al por mayor, pues eran señores de horca y cuchillo,
con la única diferencia de que Urquiza se veía obligado a echar un
velo sobre su tiranía, mientras que los caídes8 ahorcaban, maltrataban
o reclutaban a la luz del día.
Como gobernador de Entre Ríos, Urquiza estaba en condiciones
de poner diez o quince mil hombres excelentemente armados y mejor
montados en el terreno, para quienes su voluntad era la ley. Su ganado
y sus caballos eran innumerables, y sus riquezas, inmensas.
A través de toda la guerra su actitud fue ambigua, pues por una
parte recibía mensajes de López y por otra escribía a Buenos Aires
expresando que pronto tendría un ejército numeroso listo para entrar
en campaña. Al fin no se inclinó por ninguno de los contendientes,
pero obtuvo sumas enormes vendiendo ganado a los aliados.
Durante toda la guerra López tuvo o pretendió tener esperanza
de que Urquiza volcara en la contienda todo su poder en favor del
Paraguay. Como López conocía perfectamente el valor de la
propaganda, hacía aparecer de vez en cuando artículos en el órgano

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oficial, en los cuales se expresaba que el general Urquiza estaba por


plegarse a las tropas paraguayas, y que, como todos sabían, Urquiza
no se hallaba en buenas relaciones con el gobierno de su país; estos
artículos tenían una repercusión formidable. Se suponía ahora que
López tenía en sus manos el comando de todo el ejército paraguayo.
Thompson explica cómo cumplía con las obligaciones inherentes al
cargo de comandante. Dice así: “López era presa continuamente del
terror de ser asesinado, y por la noche hacía tender un doble cordón.
de centinelas alrededor de su residencia. Este cordón fue
ulteriormente, triplicado. Durante las horas del, día, se quitaba esta
guardia, la cual tenía asiento bajo un cobertizo sin paredes, contiguo a
la mansión del tirano. Una tarde me hallaba allí, esperando para
entrevistarlo, como también lo estaban varios otros oficiales, en cuya
oportunidad un sargento de la guardia trabó conversación conmigo.
Apenas transcurrido un brevísimo intervalo, hubo un gran revuelo;
todos los otros oficiales fueron arrestados, y un edecán de López se me
aproximó y me expresó de parte de su jefe: “Su Excelencia le manda
decir que escriba toda la conversación que acaba de tener con el
sargento de guardia, y la traiga mañana por la mañana”.
Lo que el sargento le habla preguntado era si la reina Victoria
llevaba siempre la corona puesta cuando salía; si él (Thompson)
usarla su uniforme paraguayo cuando volviese a Inglaterra, y varías
otras cosas sin interés por el estilo. La información pedida fue sellada
y enviada a López a las siete de la mañana del siguiente día. No es
fácil adivinar para qué la quería, pues el pobre sargento fue fusilado al
alba, y todo el personal de guardia recibió cien azotes.
Pocos meses después, Thompson oyó decir que el pobre hombre
había sido enredado en un complot para asesinar a López; pero, si eso
era verdad, ¿por qué se habla fusilado al sargento antes de que llegara
la comunicación de Thompson? La verdadera razón era,
probablemente, el terror que inspiraba a López el hecho de que
cualquiera de los suyos se familiarizara demasiado con sus oficiales
extranjeros. El asunto de las conspiraciones ha sido un argumento

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favorito de los tiranos desde el principio del mundo. En el futuro,


López habría de esgrimirlo cuantas veces se te ocurrió, para deshacer-
se de cualquiera, hasta que al fin habla liquidado a casi la totalidad de
los paraguayos blancos, una raza que temía y odiaba, a causa de su
sangre e mestizo.
Por este tiempo los aliados ya tenían unos cincuenta mil hombres
bajo las armas, con un parque de artillería de cien cañones, que se
estableció en un paraje llamado Corrales, en Corrientes, listo para
cruzar el Paraná e invadir el Paraguay.
Los brasileños no hablan tenido dificultades para reclutar tropas;
la esclavitud aún existía en el Brasil, y la población de color era en su
mayor parte dócil y respetuosa de las leyes. Los argentinos habían
tropezado con obstáculos mayores, pues su población de gauchos
tenia aversión a toda clase de disciplina, acostumbrada como estaba a
la vida libre de las pampas, donde cualquiera dictaba y había dictado
siempre sus propias leves. El servicio militar era un anatema para los
gauchos, aunque, una vez disciplinados, constituían una excelente
caballería ligera. La infantería en general estaba provista por los
hombres provenientes de las ciudades, y reinaba una mezcla de negros
y extranjeros. Existían ciertas dificultades para mantener a los reclutas
juntos, pues muchos de ellos volvían grupas en el trayecto y
regresaban a sus hogares. Por último, expresa Thompson9, enviaban
los reclutas encadenados en grupos hasta Rosario, donde eran
embarcados y enviados al ejército. Esto muy bien puede haber sido así
aunque yo podría dudarlo, conociendo el espíritu del argentino, que
probablemente no habría resistido un tratamiento tan ignominioso. De
cualquier modo, con cadenas o sin ellas, los soldados aliados, una vez
bajo las armas, recibían un tratamiento muy superior al que se les
daba a los pobres esclavos del Paraguay.
Lo extraño del caso era que el hambre, los golpes, las torturas y
las sentencias de muerte dictadas para reprimir la más leve falta, o por
su mera incapacidad para retener alguna posición insostenible, no
hicieran mella en su desesperada valentía. No hay tropas en toda la

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historia de la humanidad que se hayan dirigido a una muerte segura


más alegremente, dado la vida con menos lamentaciones o encarado
condiciones más duras para regresar cuando escapaban después de
haber sido hechos prisioneros.
Todos los jefes aliados han atestiguado su valor sobrehumano y
su indiferencia por la muerte. Los prisioneros repetidamente se
arrancaban las vendas antes de que sus heridas se hubieran curado,
prefiriendo la muerte al cautiverio, y a pesar de que conocían bien la
suerte que correrían en el Paraguay si regresaban, escapaban
aprovechando la primera oportunidad; López siempre trataba a los
prisioneros evadidos como a desertores de su bandera, los hacia
torturar y luego ejecutar.
Frecuentemente en aquellos días, que ahora están tan lejos que
parecen como la historia de un mal sueño, al conversar con los
paraguayos que habían sido tomados prisioneros y que por milagro
escaparon a esta muerte ignominiosa, hablaban de ello con
repugnancia, y si se mostraban avergonzados, no era porque tuvieran
la más mínima ilusión acerca de López, a quien maldecían y
abrigaban la esperanza de que estuviera padeciendo los tormentos de
la condenación eterna, sino por su amor a la patria y la idea, no muy
extraña, de que en alguna forma, a pesar de toda su tiranía, López hu-
biera hecho algo por ella, contra el enemigo.
Después de un año de guerra, los aliados no habían hollado el
Paraguay. El 21 de marzo de 1866 se preparaban a cruzar el Paraná.
El punto elegido era un paraje denominado Paso de la Patria, donde la
anchura del río es mínima. Era profundo en todas partes menos en un
punto opuesto a la isla de Carayá, donde solamente había unos doce
pies de profundidad, y que había sido bloqueado hundiendo dos navíos
cargados con piedras.
Se iniciaron las operaciones entre las cañoneras paraguayas y los
bajeles brasileños. Si estos últimos hubieran mostrado la menor
energía, habrían despejado el frente de los anticuados y miserables
barcos paraguayos a medio armar con la misma facilidad con que un

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hombre se espanta los mosquitos del rostro, y los hubieran estrellado


como huevos sin el menor riesgo para ellos. En cambio, la operación
realizada en la forma en que lo hicieron permitió que los paraguayos
los demoraran más de una semana.
López, que se suponía al mando del ejército paraguayo, tenía un
refugio levantado por el coronel Thompson, y lo empleaba para
sentarse allí y observar los combates diarios librados entre sus vapores
y los de la armada brasileña, a través y de un anteojo de larga vista.
En uno de los encuentros los paraguayos atacaron un banco de
arena que los brasileños habían fortificado, llamado "ltapurú". La
principal fuerza de los paraguayos estaba constituida por un
destacamento de caballería que había echado pie a tierra, armado de
espada.
El combate resultaba homérico, pues ningún bando daba o
aceptaba cuartel. Para López, en su refugio a prueba de bombas, el
espectáculo debe de haber resultado tan interesante como para
Calígula los combates en la arena. Mucho se parecía a este último
personaje el tirano que nos ocupa, mental y físicamente, aunque no
tenía su humor.
Al cabo, varios barcos brasileños se aproximaron y abrieron el
fuego; la mayor parte de los efectivos paraguayos fue hecha pedazos
por el fuego graneado y las andanadas. Los sobrevivientes, malheridos
en su mayoría, corrieron a las canoas y afrontaron el fuego envolvente
de los brasileños. “Aquellos que estaban heridos en las piernas, se
sentaban y remaban, y aquellos a los que aún les quedaba un brazo,
remaban con él10.”
Perdieron catorce oficiales y alrededor de quinientos soldados
entre muertos, heridos y prisioneros. Ningún hombre viviente podría
haber hecho más o comportádose con más gallardía frente a enemigos
inmensamente superiores. Entre los prisioneros se encontraba el
comandante de una de las divisiones, un teniente llamado Romero;
López, con una bajeza casi inconcebible, obligó a su quebrantada
esposa a escribir una carta que se publicó en “El Semanario” órgano

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oficial del Gobierno, en la cual lo trataba de traidor a su bandera. El


objeto perseguido era, evidentemente, obligar a sus miserables escla-
vos a luchar hasta la muerte en todas 6s oportunidades. Bien había
entendido la significación de la frase “carne de cañón” tan bien como
si la hubiera inventado él, y, en realidad, hasta el fin de los cuatro
años que duró la guerra los desventurados paraguayos sirvieron
superlativamente como alimento del cañón.
No contento con desperdiciar inútilmente la vida de sus soldados,
López empezó, después que le llegaron las noticias de la rendición de
Estigarribia, a encarcelar y ejecutar a todo aquel que no le agradara.
El paso de los aliados a través del Paraná lo enfureció al
extremo, aunque debía haberlo previsto, desde que no era un tonto ni
mucho menos, en vista de que contaban con fuerzas superiores y de la
disparidad inmensa que había entre los barcos armados brasileños y
sus vaporcitos de río, apenas equipados con viejos cañones.
El general Robles, que había mandado una división bajo la férula
de Estigarribia, había sido traído al fuerte de Humaitá, donde se lo
procesaba por traición en el campo de batalla y por haber sido
sobornado por los brasileños. Esta última acusación era, desde luego,
falsa, porque los brasileños no necesitaban sobornar a un hombre que
tenían completamente rodeado por sus propias tropas y, por ende,
imposibilitado de escapar. El proceso o enjuiciamiento, y la condena,
bajo las condiciones impuestas por López, eran una misma cosa.
Condenado a muerte, se lo tuvo engrillado durante cuatro meses, y
entonces se lo fusiló. Es muy probable que haya sido atormentado, en
ocasiones, en este intervalo.
Masterman11 relata su concurrencia a un besamanos, en
Humaitá, en el curso del cual López pronunció un discurso “que
ninguno de los que lo oyeron era probable que olvidara”.
El obispo, desgraciadamente para él, y no el ministro de Guerra,
como era la costumbre, dirigió la consabida alocución de
cumplimiento. Habló un poco excitadamente acerca de la “deserción y
la traición” de dos generales, Estigarribia y Robles; López, por un

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milagro, lo escuchó hasta el fin, aunque carcomido por mortal


impaciencia, y entonces dio escape a un torrente de invectivas y
excesos:
“Trabajo por mi Patria —expresó—, por el bien y él honor12 de
todos ustedes, y ninguno me ayuda. Estoy solo, no tengo confianza en
ninguno de ustedes, no puedo contar con ninguno”. Y entonces,
levantando la voz, tronó en el tenor del rey Cambises: “¡Cuidado!
Hasta ahora he perdonado ofensas, y me he complacido en el perdón,
pero a partir de hoy no perdonaré una sola más”. Es muy probable que
se engañara a si mismo, por lo menos hasta cierto punto, y pensara
que en realidad estaba trabajando y que, como todo paraguayo,
entonces y ahora, estuviese convencido de que pertenecía a la tierra en
la cual habla nacido. En lo que se refiere al trabajo que realizara, todo
depende de la definición que se de a la palabra “trabajo”. Su mando
como general era negligente. No tenía ningún conocimiento ni de
estrategia ni de ingeniería; su cobardía era notoria; al mismo tiempo,
colocado en la posición en que se hallaba, sus ideas y su conversación
debían de tener a la guerra corno tema central y obligado.
Una cosa es cierta: que por una vez en su vida dijo la verdad
cuando anuncié que de ese día en adelante no perdonaría a nadie.
Mantuvo su palabra: sus generales, coroneles, capitanes, ministros,
sacerdotes, obispos, comerciantes, hombres, mujeres, jóvenes y
ancianos, sus mismos hermanos y casi todos los miembros de su
familia, antes de que terminara la guerra, individuos de todas las
clases sociales habían sido, en base a fútiles pretextos —mal
cumplimiento de sus obligaciones—, torturados, sufrido hambre y
ultrajes si eran mujeres, azotados y ejecutados. Los soldados rasos, su
admirable carne de cañón, se sacrificaban en empresas sin la menor
probabilidad de éxito; eran diezmados si fallaban; nunca fueron
recompensados o alentados, cualesquiera fuesen las duras operaciones
que ejecutaren o los azares de sus existencias.
Fue en esa oportunidad cuando López dio comienzo a su infame
sistema de vengar su descontento sobre las viudas y familias de los

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desertores verdaderos o supuestos, que sembró ruinas y miserias por


todo el Paraguay. El caso de Doña Oliva Corbalán fue un ejemplo
típico de lo que sucedía.
Su hermano había sido encarcelado en la Capital por un crimen
imaginario. Como, una vez arrestados, los desgraciados que habían
atraído sobre sí el encono del tirano generalmente desaparecían y nada
de ellos volvía a saberse, hasta que, transcurridos algunos meses, la
familia recibía la breve notificación de que habían sido ejecutados, la
hermana compró una casa cercana a la cárcel, con el objeto de estar
próxima y de asegurarse de que vivía aún. Las veces que habrán sido
torturados aquellos pobres infelices en el intervalo que mediaba entre
su captura y la ejecución, es algo imposible de imaginar, pues eran
enterrados secretamente una vez muertos, y los ejecutores de tales
atrocidades estaban por demás aterrorizados por sí mismos para decir
una sola palabra.
La casa que había comprado la señora de Corbalán había sido
construida originariamente por madama Lynch; no obstante lo cual,
ella no la había ocupado porque los ayes, quejidos y gritos de los
míseros condenados que poblaban la cárcc1 próxima exhalados en
medio de las torturas que le eran infligidas, perturbaban la paz de su
espíritu. La proximidad de la cárcel fue la razón por la cual Doña
Oliva compró la casa, para poder, desde el balcón, echar una ojeada de
vez en cuando y cerciorarse de que su hermano estaba aún vivo.
Jaime, el mayor de los hijos de Doña Oliva Corbalán, era un
joven disipado que vivía en Asunción. Cuando estalló la guerra fue
destinado a servir en el “Tacuarí”, el vapor más grande con que
contaba la flota de río del Paraguay13. Durante todo el año 1866 se
ocupó en sembrar torpedos en el Paraguay, tarea para la que estaban
bajo la dirección de un norteamericano que había concebido la idea.
Cuando este hombre murió, un tal Michkoffsky, polaco, prosiguió este
trabajo. Su método era el de llevar los torpedos corriente abajo en una
canoa en la que remaban cuatro jóvenes nativos.

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Sucedió en una ocasión que el joven Jaime Corbalán era uno de


los remeros; habiéndose olvidado de algo, Michkoffsky ordenó a
Corbalán, que era el mayor de la partida, que lo desembarcara para ir
a buscar lo que había olvidado, y regresar en seguida. En el momento
en que se encontraron fuera de la vista de su superior, el joven
Corbalán propuso a los ,demás muchachos que remaran con todas sus
fuerzas para salvar sus vidas. Como estaban detrás de las grandes
baterías que habían pasado completamente inadvertidos, desde que su
canoa era escasamente visible por la noche, el joven Corbalán unió sus
esfuerzos a los de sus compañeros y se entregó con su carga de
torpedos a la armada brasileña, con lo cual consiguió ponerse
completamente en salvo. Su vida estaba fuera de peligro, pero su baja
acción atrajo la muerte y la miseria a toda su familia. Cuando el
polaco Michkoffsky, después de haber buscado en vano la canoa,
regresó y contó lo que había sucedido, fue inmediatamente arrestado y
acusado de complicidad en el delito de la deserción del joven
Corbalán, colocado en una doble barra de grillos, degradado y enviado
al frente como soldado raso; afortunadamente para él, poco tiempo
después falleció.
A los dos días de la deserción de su hijo, Doña Oliva Corbalán
fue hecha prisionera, todas sus propiedades confiscadas, y ella y sus
cuatro hijas confinadas en una población indígena, en un lugar
llamado Caaguazú, distante cerca de doscientas millas de la capital
Despojada de todo lo que era suyo, hasta de los aros de sus niñas,
inclusive sus ropas; ceñida con algunos andrajos por meras razones de
decencia, fue obligada a hacer todo el trayecto con su familia a pie,
descalzas y solas, acompañadas únicamente por un guía indio. Murió
en la miseria, por falta de alimentos y descuido general. La hija mayor
enloqueció, y las otras tres, habiendo quedado huérfanas, debieron
ejercer la mendicidad por las calles, cuando después de años de
sufrimientos regresaron a la Capital. El tío, que había ocupado
anteriormente un ministerio, hombre enfermizo, que ya peinaba canas,
fue sometido a dos años de prisión, y luego ejecutado.

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Muy pronto ocurrieron otras deserciones, porque el Paraguay se


convirtió en un infierno para todos. Sin embargo, se permitió a los
parientes de los desertores que compraran sus deshonradas vidas
mediante cartas dirigidas al órgano oficial “El Semanario”
maldiciendo de los desertores y negándolos. Masterman expresa14:
“En una, una madre maldice a su hijo, y en otra, un hombre reniega
de su hermano, una esposa increpa a su marido, el cual en verdad no
había desertado, sino que había sido tomado prisionero por los
argentinos”. Vi a esta dama unos pocos días después de que su carta
apareciera en el periódico, y como la conocía íntimamente me atreví a
preguntarle cómo se había aventurado a escribir semejante cosa. Ella
me respondió: “Lo hice para salvar a mis hijos, toda ella es falsa;
usted sabe que yo amo a mi esposo con todo mi ser; pero, señor, ¿qué
haría usted?”
Thompson continúa diciendo: “No sé si puedo presentar un
cuadro más impresionante de lo que pasaba en el Paraguay que el que
significa este episodio”.
¡Qué ajeno estaba a que él mismo, después de haber sido
apresado y atormentado, iba a verse en la necesidad de firmar un
documento de igual tenor, en el cual manifestaba que conocía una
conspiración, desbaratada por López, como una excusa para sus
barbaridades!

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1
Thompson, página 94.
2
Masterman. Seven eventful years in Paraguay, pág, 101.
3
Desde luego, se refieren solamente a las ocasiones en que
ocurrió que, muy contra su voluntad, hubo de encontrarse en la zona
de fuego de los aliados.
4
Cuando terminó la guerra actuó en el campo político y fue
elegido presidente de la República. En su vida ulterior se dedicó a las
letras y escribió varios importantes trabajos históricos. (Su ascensión a
la presidencia fue en 1862, o sea antes de la guerra con el Paraguay.
en la que actuó en su carácter de primer mandatario de la Argentina.
N. del E.)
5
La Banda Oriental.
6
The War in Paraguay, capítulo IX. pág. 98.
7
Madama Lynch debió de haber resultado una muy competente
emperatriz de la main gauche; es casi una pena que López nunca se
haya coronado a sí mismo; el rudo hombrecillo de media sangre, lu-
ciendo algún uniforme de opereta, y su emperatriz derni-rip, con su
hermosa apariencia y su experiencia parisiense, habrían sugerido un
terna que para ser justos reconoceremos que habría necesitado un
Offenbach.
8
En el ajetreo de la vida, la justicia se les tornaba injusticia,
como suele acontecer muy a menudo en este mundo. Cuando el sultán
juzgaba que debían ser lo suficientemente ricos como para ser saquea-
dos, los tomaba prisioneros, los torturaba tal vez un poco y entonces
los reducía al estado de mendicidad. A veces una tribu, debido al mal
trato se sublevaba y masacraba a su caídes y a todo su estado mayor y
quemaba su castillo hasta reducirlo a escombros. En el caso de
Urquiza, sí bien su pueblo no se levantó en masa contra él, fue ase-
sinado con la connivencia, según se cree, de su propia guardia. Así. el
destino del último gran conductor gaucho y de tantos caídes moros,
fue paralelo.

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9
Thompson expresa en la página 120: “Existe una carta en la
que un gobernador de provincia establece el número de reclutas
enviados y solicita que se le devuelvan los grillos para hacer una
nueva remesa”. Es lamentable que Thompson no cite la carta y el
nombre del gobernador. Esta historia es una vieja broma
sudamericana, que dice así: “He recibido los voluntarios, y ahí le
devuelvo las cadenas”.
10
Thompson. The War in Paraguay., pág. 126.
11
Seven eventfut years in Paraguay, Masterman, pág. 112.
12
Seven eventfut years in Paraguay, Masterman, pág. 112.
13
Al decir Paraguay, debe entenderse López, pues todas las cosas
de la República, hasta la vida de sus habitantes, habían pasado a sus
manos.
14
Seven eventfut years in Paraguay, Masterman. pág. 115.

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Capítulo VII

Los aliados emplearon una quincena en el paso del Paraná. En


abril de 1886, diez mil brasileños, bajo el mando del general Osorio,
el más valiente del ejército, habían desembarcado y atrincherádose en
suelo paraguayo. Fueron seguidos casi inmediatamente por diez mil
argentinos a las órdenes del general Mitre, que había sido nombrado
jefe de las tropas aliadas.
El lugar en el que acamparon las tropas era lo que se Rama en el
Paraguay un “carrizal”; esto es, un terreno bajo y cenagoso, parcial o
totalmente cubierto de agua, con una profundidad de un pie. Está
interceptado por lagunas, rodeadas de juncos, conocidos como
"a1bardones"1. Los paraguayos esperaban que los barcos brasileños los
sometieran a un poderoso bombardeo, pero la habitual precaución o
falta de energía hizo que no se iniciara el ataque hasta la mañana,
tiempo en que los paraguayos ya habían evacuado completamente sus
posiciones. López, expresa Thompson, no había dado órdenes a su
ejército, para “mantener a su pueblo completamente a oscuras”. Al
romper el día montó a caballo, y seguido por sus edecanes, a una
respetable distancia, para que no lo reconocieran los artilleros
brasileños de la flota, se marchó a un lugar seguro. Nadie sabía
adónde se había dirigido, y se tardó varias horas en dar con él.
Madama Lynch y sus hijos quedaron completamente librados a sí
mismos y pasaron un día de ansiedad. Como al mediodía, madama
Lynch, el obispo y su guardia personal lo encontraron en una colina,
bien a distancia del alcance de los cañones brasileños. Thompson
expresa que como dos balas de cañón cayesen a una milla o más de
donde se encontraban, y él pensara que le hablan sido destinadas, salió
disparado de allí y pasó la noche en un lugar llamado Abasto, que
quedaba a tres o cuatro millas más retirado.

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Como allí se encontraba fuera del alcance del fuego, le volvió el


alma al cuerpo y con ella el valor. Era poseedor de una clase especial
de valentía: cuando estaba fuera de distancia de tiro, aunque lo
rodeara el enemigo, estaba siempre de buen humor y con el espíritu en
alto, pero no podía oír silbar una bala2.
Existen tantas clases de valor, que es imposible decir si López
era un cobarde, corno solía calificarlo la mayor parte de los que lo han
conocido o si en realidad pensaba que su vida era demasiado valiosa
para exponerla. Casi todos los tiranos piensan que su propia vida es
mucho más valiosa que las del pueblo que sojuzgan. Hay, por cierto,
muchos hombres que resisten valerosamente el fuego graneado y
cualquier clase de peligro lanzado de una distancia grande, y se
amedrentan cuando se los amenaza con una navaja3.
La gran laguna de Estero Bellaco forma una defensa natural del
Paraguay; la arena y los altos juncos, llamados priri en guaraní,
dificultan mucho el paso de la caballería e impiden casi el de la
infantería. Los Aliados, que podrían haber avanzado rápidamente, se
encontraban con frecuencia demorados a causa de pequeños celos y
tonterías entre los generales que conducían los respectivos
contingentes. Una carta del general Flores a su esposa, escrita desde el
campamento de San Francisco, Paraguay, sirve para demostrar su
ignorancia en el arte de la guerra y revela también los celos que sentía
por los demás generales:

Lo que está pasando aquí no está de acuerdo con mi tem-


peramento, en absoluto. Todo se hace en virtud de cálculos
matemáticos, y se pierde el tiempo mis precioso en hacer planos,
medir distancias, trazar líneas y mirar el cielo; pura apariencia, y las
principales operaciones de la guerra se hacen en un tablero de
ajedrez. (Era evidente que el ex jefe gaucho no era un admirador de
“la grande guerre” y le habría gustado más cargar con grandes
alaridos sobre el enemigo, a la moda de los árabes o de los indios
pampas; una posdata que agrega a su epístola lo muestra como un

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hombre de sentimientos delicados y no falto de sentido común) Mi


tienda fue saqueada por los paraguayos. Mándame unas pocas ropas,
un buen poncho, un sombrero de paja y dos pares de botas, nada más
que ropas de campo; no me mandes sacos de vestir ni nada fino. Un
beso a Agapita, y tú, mi querida María, recibe todo el cariño de tu
viejo que te quiere. —Venancio Flores4.

López había ahora trasladado nuevamente su cuartel general a


un lugar llamado Paso Pucú5, donde permaneció un tiempo
considerable, mientras las enfermedades, el hambre y la miseria
diezmaban constantemente a su propio pueblo y a los ejércitos aliados.
En tales circunstancias, el bando que tuviera más hombres que
dar por perdidos era con certeza el que iba a quedar victorioso. La
batalla del Riachuelo permitió a los Aliados atrincherarse sobre el
extremo del pantano de Nembucú. Los paraguayos, dirigidos o
lanzados por sus oficiales, más bravos que leones, pero completamente
ignorantes de las tácticas militares, perdieron prácticamente la mayor
parte de la población blanca del Paraguay. López, que la odiaba, había
formado el propósito de mandaría a las líneas más avanzadas; allí
perecieron como un solo hombre, y cientos de familias de Asunción
perdieron todos los hombres de su parentesco. Para llenar las bajas
producidas en las filas, López puso en vigor una conscripción de todos
los varones, entre las edades de sesenta a diez años: indios, ancianos,
niños y esclavos fueron zambullidos de cabeza en las filas. López,
para hacerle justicia, no se descorazonaba muy fácilmente, y miraba
todos los sacrificios hechos por los paraguayos como simplemente un
deber que debían cumplir. Así las cosas, reunió todos los hombres que
pudo y aumentó las ya formidables filas de Curupaití; luego efectuó
grandes trabajos en Curuzú para la defensa. En los dos años que
llevaba la guerra, había perdido ya ochenta mil hombres de distintas
enfermedades, aparte de los que mandaba Estigarribia, así es que
solamente contaba con veinte mil, compuestos por elementos que en

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todos los demás países se habrían hallado fuera de la edad militar, por
haber pasado el límite o no alcanzar la edad requerida.
No solamente los hombres de sesenta y más años y los niños de
diez se reclutaron para el ejército, sino también las mujeres entre las
edades de dieciséis y cuarenta años. En una reunión de mujeres en
Asunción, presidida por madama Lynch, las míseras mujeres fueron
obligadas a presentarse como “voluntarias”. Estas desgraciadas
pronunciaron discursos, pues sabían que debían hablar, o perder la
vida, exaltando a López a las nubes6. López, que por sobre todas las
cosas era un hombre ansioso por obtener gran renombre en el exterior,
confiaba mucho en el efecto que produciría la oferta voluntaria de sus
joyas, y de servir como soldados, pues no dejaba que salieran noticias
del Paraguay que no lo mostraran en su carácter de gran patriota. Si el
doctor Francia había aislado al Paraguay del resto del mundo y
tratádolo como una fortaleza en estado de sitio, López lo redujo a un
calabozo, del cual no salía ningún paraguayo, salvo muerto. Las
mujeres, en la reunión nombrada, mencionaron los grandes sacrificios
hechos por el padre de la patria y la bendición que les había dado.
Nunca podrían retribuir tamaña merced, pero imploraban humilde-
mente a Su Excelencia que les permitiera ofrecer su vida por la
República y enrolarse bajo los pliegues de su sagrada bandera. López,
que era mucho más bribón que zonzo, debió de haberse reído de
corazón al escuchar esto, y los sentimientos que abrigaba madama
Lynch no son difíciles de adivinar. De la preciosa pareja ambos eran
digno el uno del otro, y como las palabras pronunciadas les hablan
llegado al corazón, aceptaron con lágrimas en los ojos el patriótico
ofrecimiento de las “voluntarias”. En todo el Paraguay se reclutaron
regimientos de mujeres. Vestidas de cierto uniforme, eran instruidas
en sus deberes militares por oficiales que, por haber sido heridos, no
estaban en condiciones de desempeñar servido activo en el frente.
Nunca se les dieron armas de fuego, pero se les enseñó a usar la lanza;
ninguna de estas amazonas llegó a encontrarse nunca en el campo de

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batalla, mas eran enviadas a distintas divisiones del ejército, para


ejecutar trabajos como obreras, hacer leña y ejercer la prostitución.
Habiendo reclutado para las filas todos los hombres para guayos,
ninguno quedó para labrar los campos, y esta tarea pasó a manos de
las mujeres. Éstas uncían los bueyes, empuñaban la mancera del
arado, y hasta en los mataderos de las afueras de la Capital faenaban
las reses para el consumo y ejercían el oficio de carniceros.
En este estado de cosas, aislado del mar, único camino para
obtener provisiones del mundo exterior; sin aliados, siendo odiado su
nombre en los países vecinos del Brasil y Bolivia, entre la espada y la
pared, sus ejércitos derrotados en el campo de batalla y reducidos
apenas a una fracción de lo que eran al comienzo de la guerra, sus
míseros vapores de río hundidos averiados, la más elemental
prudencia le habría aconsejado López que economizara su material
humano. Por el contrario, actuó como si, al par de Cadmo, hubiera
podido hacer brotar hombres de la tierra.
Después de la batalla naval del Riachuelo, en la cual la flota
paraguaya fue prácticamente barrida del río por la poderosa armada
brasileña, sólo regresaron cuatro lanchones, salvados por la pericia de
un ingeniero inglés, un tal Watts de nombre, que con gran riesgo de
su vida los trajo de vuelta a Asunción. A este héroe se le otorgó la
condecoración de la Legión de Honor en el tercer grado, una
condecoración impuesta por López al estilo de las órdenes
napoleónicas, tal vez sugerida por madama Lynch, cuyo esposo había
sido condecorado por el gobierno francés.
Los servicios que prestó Watts al Paraguay en un año o dos
tuvieron el premio que aguardaba a todo aquel que luchara por el
Paraguay y no tuviera la fortuna de morir en el campo de batalla.
Después de una carga frustrada, fue arrestado, y tras de sufrir varios
meses de torturas, se lo ejecutó, aunque nunca se le abrió proceso. Así
este Calígula paraguayo recompensaba a sus oficiales, aun a los más
valientes de ellos. Solamente uno llegó con vida al término de la
guerra el general Caballero, cuya hermana había sido una de las

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concubinas de López, y quien había conseguido elevarse sirviendo de


espía de sus oficiales superiores; habiendo luchado corno un héroe
hasta el amargo final, se encontró junto a López poco antes de su
muerte, y vivió lo suficiente como para ser presidente del Paraguay
por uno o dos períodos.
No contento con esquilmar a su pueblo, López volvió los ojos
hacia los residentes extranjeros de Asunción. Después de algunas
insinuaciones de López, en el sentido de que se aceptarían de ellos
“expresiones populares de gratitud”, se dispuso que se ofreciera un
gran baile en el Club. Circuló allí una lista de suscripciones, y
cincuenta y cuatro de los principales contribuyentes de la colectividad
extranjera la firmaron, suscribiéndose en forma liberal.
De estos cincuenta y cuatro, sólo dos escaparon de las manos del
tirano antes de que terminara la guerra. Uno fue un norteamericano,
Mr. Porter Bliss, a quien López obligó a escribir un libro en su
defensa, mediante azotes y la tortura conocida por “el cepo
uruguayano”. Esta obra, escrita en la prisión y mientras su autor
estaba medio muerto de hambre, le salvó, sin embargo, la vida. En
ella se compara a López con todos los personajes más famosos del
mundo, se exalta su gobierno, su carácter y condiciones personales, su
clarividencia, su patriotismo, espíritu de sacrificio y valor en el campo
de batalla. López, para quien la adulación era el incienso de su alma,
se impresionó tanto con las páginas mencionadas, que sacó al magro
escritor de la cárcel, le dio algún dinero y —lo más importante de
todo, porque equivalía a devolverlo a la vida— le permitió que sacara
pasaje a bordo con el ministro de los Estados Unidos, cuando éste se
dispuso a viajar a su país.
Como es natural, Bliss, tan pronto como se encontró a salvo,
negó todo lo que había afirmado en el libro de marras. Resulta
sumamente curioso que la obra en cuestión esté muy bien escrita, con
citas de los clásicos, y aquí y allá, si López hubiera teñido la
penetración suficiente como para darse cuenta de ello, varias alusiones

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a su persona hechas en forma socarrona y hasta ataques puestos en


boca de “traidores” con los cuales habría conversado Bliss.
Este último, que fue torturado de la manera más brutal para
obligarle a confesar que había participado en una conspiración que
intentaba asesinar a López, y a quien se le dieron cinco mil dólares
por su parte en ella, que envió fuera del Paraguay, a Buenos Aires,
tuvo una inspiración brillante. Una vez que se encontró en salvo, a
bordo del barco que lo conducía de regreso a su país, escribió a López
preguntándole qué debería hacer con esa suma, desde que se iba del
Paraguay. Ni lerdo ni perezoso, el tirano le respondió7 que conservara
esa cantidad en su poder, pero que si le remordía la conciencia, podía
devolverla al Tesoro Nacional.
El otro extranjero, José Solis, fue muerto en una batalla,
habiéndoselo obligado a tomar las armas y combatir. Los restantes
“habrían sido ejecutados o perecieron debido a las torturas, por las
penurias y riesgos a los que eran expuestos por aquellos en cuyo honor
habían dado parte de sus medios”.
Mientras sucedían estas cosas en Asunción, los Aliados seguían
avanzando lenta pero constantemente, y López debió darse cuenta de
que su causa estaba completamente abatida. A pesar de ello continuó
desperdiciando sus hombres en expediciones infructuosas. Uno de los
principales objetivos por él perseguidos parece haber sido el
apoderarse de uno de los barcos armados brasileños. Si hubiera estado
en condiciones de hacerlo, tripulándolo con sus bravos paraguayos al
mando de uno de sus oficiales extranjeros, podría haber infligido en
verdad serias pérdidas a los Aliados; pero, a fin de cuentas, no habría
podido evitar la derrota que se cernía sobre el Paraguay.
Para lograr este objetivo, no escatimó sacrificios, sacrificios de su
desventurado pueblo. En varias oportunidades envió grandes barcazas
tripuladas por gran cantidad de hombres, que se dejaban llevar río
abajo por la corriente en horas de la noche, y se encaraban con los
barcos anclados ante la fortaleza de Humaitá. Naturalmente que eran
hechos pedazos, y las pérdidas de vidas humanas resultaban enormes,

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porque después del primer ataque ya los brasileños estaban sobre


aviso.
El primer intento fue tan increíble y desesperado que parece un
cuento de hadas. Dos de los barcos brasileños estaban anclados el uno
junto al otro en un lugar llamado Tayi. Sus fuegos permanecían
encendidos, así que resultaba fácil poner en marcha las máquinas, y
necesitaron bien de ello en el caso que vamos a referir.
López escogió una noche oscura, y mandó cierto número de
canoas tripuladas por cuatrocientos hombres escogidos, con órdenes
de traer un barco brasileño “o morir en la demanda”. Las canoas
salieron silenciosamente río abajo, manteniendo el rumbo por una o
dos remadas de vez en cuando. Las tripulaciones estaban vestidas
todas de blanco y descalzas, y llevaban la cabeza descubierta; su
armamento lo constituían machetes y garfios de abordaje.
Sobre la margen izquierda, veíanse emerger en lontananza, del
gran desierto chaqueño, uno que otro resplandor que delataba la
presencia de los fuegos de los campamentos indígenas. Ruidos
misteriosos y los gritos de los animales y pájaros nocturnos, llenaban
el ambiente. Miríadas de luciérnagas titilaban en medio de los grandes
naranjales del lado paraguayo, trazando enmarañados dibujos en el
contorno, de sus follajes. El chapoteo de los grandes peces que saltan
del agua para caer en ella otra vez con ruido particular, la estela
plateada que dejan los tapires en su nadar silencioso, los caimanes que
flotan como leños inertes, llevados por la correntada, y sobre todo ello
la Cruz del Sur y las nebulosas de Magallanes, constituían un
escenario apropiado para las canoas y sus remeros.
Todo estaba oscuro, silencioso como un sepulcro, cuando las
canoas llevadas por la corriente llegaron junto a los barcos que nada
sospechaban. Sus centinelas dormían a pierna suelta a pesar de
conocer muy bien sus obligaciones de observadores, desde que
Dogberry y Verges son ciudadanos internacionales. Las tripulaciones
estaban tendidas sobre cubierta, entregadas al sueño, por estar fuera de
su periodo de vigilancia, y preferían dormir bajo la suave noche de

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verano que asarse abajo, en el castillete de proa. Silenciosamente las


canoas alcanzaron el primer barco, y con un grito, masacraron a los
desprevenidos brasileños; limpiaron materialmente la cubierta, izaron
la bandera paraguaya y lanzaron alaridos de triunfo. El centinela que
montaba guardia abajo, en la sala de máquinas, al advertirlo, cerr6 las
puertas de hierro por las cuales únicamente podían obtener los
paraguayos el dominio de las máquinas, y las atrancó debidamente. Al
oír la bulla, los disparos y los gritos, el otro barco rápidamente avivó
sus fuegos y se puso a la par de su gemelo. El amanecer mostró la
cubierta colmada de paraguayos, que se debatían contra las puertas de
hierro, tratando de forzarlas en cualquier forma para llegar abajo. Con
sus grandes cañones cargados de metralla y granadas, los que iban al
rescate abrieron fuego contra el barco gemelo, barriendo de la cubierta
como el viento a los paraguayos. De los cuatrocientos escogidos que
formaran la tripulación de las canoas, solamente regresaron a
Asunción unos veinte. De ellos, López fusiló a cuatro o cinco por
traidores, porque al que se rendía o fallaba en un ataque lo
consideraba un traidor y su vida perdida para la nación. Los otros
míseros héroes fueron enviados a cavar trincheras, donde se los azotó
y dejó morir lentamente de hambre hasta que la Parca los liberó. La
muerte era el único amigo con que contaron los paraguayos mientras
duró el gobierno de López.
El desastre de sus armas fue aclamado como una notable victoria
en el órgano oficial, “El Semanario” igual que la casi ininterrumpida
serie de derrotas durante toda la guerra. Después de cada una de estas
llamadas “victoria”, se daban grandes fiestas públicas en Asunción,
con banquetes, discursos patrióticos y obligado regocijo de los
desventurados ciudadanos.
Durante toda la guerra las bandas resonaron perpetuamente en
Asunción y en los campos, tocando de preferencia a una habanera
llamada “La Palomita”8, que se hizo popular en toda la América del
Sur.

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Mientras López diezmaba la población de su país y desperdiciaba


sus vidas inútilmente en empresas imposibles, los aliados avanzaban a
paso de caracol; ya se habla combatido por espacio de dos años. Con
las fuerzas inmensamente superiores que los Aliados tenían a su
mando, y en especial con los barcos armados, la guerra podría no
haber durado sino unos pocos meses, desde que no había fortalezas en
el curso del río, ni aun la tan mentada de Humaitá, que fueran capaces
de demorarlos más que poquísimas semanas, siendo tan poderosas
como lo eran las unidades navales con que contaba el Brasil; pero las
disensiones ocurridas en el alto comando y la lamentable falta de
energía que demostraron los comandantes navales fueron la causa de
los incontables sufrimientos que hubo de padecer el Paraguay, y,
además, que López pudiera aparecer ante el mundo exterior como un
patriota que había dado todo y estaba dispuesto a sacrificar su vida por
la defensa de su país. Esta era la actitud que asumía habitualmente en
todas las entrevistas que mantuvo con los varios ministros extranjeros.
Washburn, ministro de los Estados Unidos9, relata que en
oportunidad en que. él se permitió aconsejarle que aceptara los
términos propuestos por los Aliados y dejara el país, agregando que el
mariscal Caxias había expresado que “a enemigo que huye puente de
plata”, lo que claramente parecía indicar que se le permitiría llevarse
su dinero, López se puso la mano sobre el pecho del lado del corazón,
adoptó la pose napoleónica, sobre la cubierta del “Bellerophon”, y dijo
que no cedería ni ante la muerte. Todos conocían su gran cobardía, y
ninguno de los extranjeros residentes en Asunción pensó que abrigara
la más leve intención de morir en el campo de batalla. Lo que no
entendieron fue su obstinación y su determinación de sacrificar hasta
el último paraguayo mientras él permaneciese en salvo.
Tan poco le importaba el bienestar de su pueblo, y tan indi-
ferentes eran para él sus sufrimientos, que cuando los soldados
llegaron al Paso de la Patria, para cruzar el Paraná, obligó a desalojar
la región de la costa del río a todas las familias residentes en esa parte
de la provincia de Misiones. Estas pobres gentes tuvieron que

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abandonar todo lo que no podían llevarse, y muchos murieron de


necesidad, pues no contaban con otros medios de vida que las
pequeñas cosechas de naranjas, habas, maíz y tabaco que cultivaban.
Las exigencias de la guerra han obligado a los invasores en una u
otra oportunidad a evacuar por la fuerza a los pobladores de territorios
hostiles, pero es sumamente raro que un conquistador, desde los días
de Genghis Khan, haya desalojado la población de su propio país para
hundirla en la miseria y la muerte.
Poco a poco los Aliados se fueron aproximando más y más a
Asunción, tan despacio que su avance era tan imperceptible como el
de las manecillas de un reloj. Durante dieciocho meses, doce barcos
armados brasileños habían estado bombardeando la fortaleza de
Curupaití, defendida por una trinchera sobre el Paraná. Debían
haberla pasado inmediatamente, porque en ese lugar sólo se hallaban
montados cuarenta y nueve cañones, de los cuales únicamente ocho
eran de un calibre de ocho pulgadas, y el resto viejos arcabuces de
treinta y dos libras, con otros de aún más bajo calibre, y en la
oportunidad en que llegaron los barcos brasileños a este escenario, en
agosto de 1866, ni siquiera estaban montados en su lugar, ni se había
cavado la trinchera que defendía la posición. La trinchera tenía unas
doscientas yardas de largo, y como la batería estaba montada en un
terreno agreste, resultaba formidable todo este conjunto.
Durante el largo bombardeo que tuvo efecto durante meses, sin
que se hiciera ningún intento para tomar la plaza, parece que López se
sintió por vez primera descorazonado. Dijo al coronel Thompson:
“Las cosas no pueden resultar más diabólicas de lo que están
resultando”. El 10 de septiembre de 186610 envió una carta al general
Mitre, comandante en jefe de los ejércitos aliados, en la cual lo
invitaba a celebrar una entrevista. Habiendo recibido respuesta
favorable a su pedido, a la mañana siguiente, el 11 de septiembre de
1866, López, vestido con uniforme de un modelo lo más semejante po-
sible al usado por Napoleón, calzado con altas botas y espuelas, se
echó encima de todo un gran poncho color escarlata, con un cuello de

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encaje de oro. Tal como lo muestran los retratos que de él tenemos,


barrigón, de cabeza grande, su aspecto no debe de haber sido
imponente, por cierto, aunque tal vez resultase singular. Su estado
mayor y sus dos hermanos, Venancio y Benigno11, y el general
Barrios, se dirigieron en un calesín americano hasta las trincheras
aliadas, y en un paraje próximo él montó su caballo bayo favorito.
Pareció encontrarse temeroso o receloso de lo que pudiera pasar
con los Aliados, sin fundamento, por cierto, desde que Mitre había
demostrado durante toda su larga carrera ser un hombre de honor y de
elevada talla moral. Sin embargo, L6pez creyó oportuno mantener
apostado el “Batallón de Rifles”12, oculto en un lugar entre las
trincheras aliadas y las paraguayas. Como escolta personal llevó unos
veinticuatro hombres escogidos de su guardia personal. Su estado
mayor contaba unos cincuenta oficiales, bajo el mando del general
Barrios.
“Iban —dice Thompson— como una majada” no llevaban
ordenación alguna ni guardaban distancias, y no cabe duda de que la
mayor parte iba fumando y charlando en alta voz.
Sea por temor o porque en realidad se sentía mal, López se quejó
de debilidad y bebió un poco de coñac que le sirvió un edecán.
Fortificado con esta libación, montó a caballo nuevamente apenas
divisó a Mitre, que, con un pequeño estado mayor y una escolta de
unos veinte lanceros, se dirigía a su encuentro. Nada pudo ser más
diferente que la apariencia de los dos generales. Mitre13, que toda su
vida fue descuidado en el vestir, usaba una chaqueta militar
desabrochada y un chambergo del tipo conocido en aquel tiempo por
“Jim Crow”14. Después de haberse saludado el uno al otro, no hay
duda que muy largamente, pues la brevedad no es una característica
de las admirables piezas oratorias de los sudamericanos, se trajeron
sillas y los dos presidentes fueron dejados solos.
Conversaron durante cinco largas horas, y no debe sorprender la
duración de su coloquio, por cuanto ambos eran oradores de primera
magnitud, listos en la réplica y maestros en las figuras de dicción; en

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oratoria de tal importancia, aunque las ideas puedan fallarle


momentáneamente a un orador, sus frases siguen siendo sonoras, y su
aliento igual al que poseían Cicerón o Demóstenes.
Como suele suceder frecuentemente en las entrevistas de paz,
cuando ambas partes vienen preparadas de antemano para sostener sus
propios puntos de vista, sin contemplar para nada los intereses de la
parte contraria, las negociaciones terminaron sin resultado. Los
Aliados ni siquiera iniciarían conversaciones de paz hasta tanto López
no hubiera dimitido y se dispusiera a dejar inmediatamente el país.
Por cierto, ésta era una condición dura para un hombre que todavía
encabezaba un numeroso, ejército, y entre cuya capital y las posiciones
de los Aliados aún quedaban dos formidables fortalezas15 que debían
tomarse antes de su avance. López trató de convenir con los Aliados
un viaje a Europa, donde pasaría dos años antes de regresar al
Paraguay. Esta sugestión fue, según creo, rechazada neciamente por
los Aliados. Aunque la población del país era patriota hasta el
fanatismo, los paraguayos no amaban personalmente a López, como lo
probó hasta el hartazgo el hecho de que ante su muerte todos
execraran su memoria y lo maldijeran como a un tirano déspota, y
sintieran como si la negra nube de terror que durante tanto tiempo los
había envuelto se hubiera por fin disipado.
Si los Aliados hubiesen sido menos necios, habrían tendido un
puente de plata inmediatamente para que por él saliese el tirano,
permitiéndole llevar algún dinero del que extraía del pueblo, y lo
habrían llevado directamente a Europa en un barco armado brasileño.
La guerra habría terminado entonces, porque los Aliados no
sabían que los paraguayos temían más a López que a las fuerzas que el
enemigo pudiera emplazar en el campo de batalla.
Su falta de clarividencia y el conocimiento elemental de la
situación del enemigo les costó largos años de guerra, de desprestigio
y de enormes pérdidas de vidas humanas. Si se hubiera dejado partir a
López, en unos pocos meses lo habrían olvidado. Los paraguayos, una
vez que hubieran probado las brisas de la libertad y gozado de la

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seguridad de la vida y de la propiedad, habrían quedado con pocas


ganas de volver a colocarse bajo su yugo.
Tales como fueron las cosas, le brindaron la oportunidad de
aparecer ante el mundo como un patriota de altas inspiraciones, que
prefería la muerte al deshonor, y que estaba pronto a perecer antes de
someterse. Poco satisfechos mutuamente de los resultados de la
entrevista, López y Mitre se cambiaron sus fustas de montar como un
recuerdo, y después de haber aceptado unos tragos de coñac que les
brindaran sus respectivos edecanes, se separaron y tomaron el camino
de sus respectivas posiciones.
López estaba sumamente desconcertado por el resultado de las
negociaciones, pues había esperado que los Aliados, habiendo tenido
ya suficiente guerra, estarían encantados de avenirse y allanar los
obstáculos que se alzaran. Mitre durante todo el tiempo habla actuado
muy caballerescamente, y aunque había prevenido a López que las
operaciones de la guerra no se suspenderían durante su entrevista,
cuando ésta tuvo efecto, expidió órdenes para que se suspendiera el
bombardeo de la fortaleza16 por uno o dos días. López, por el
contrario, sacó ventaja para cometer dos felonías imperdonables, de
perfidia abominable. En el curso de las negociaciones entre ambos
jefes, dos edecanes del general Mitre obtuvieron permiso para ir a
conversar con algunos oficiales paraguayos que estaban en su puesto,
a alguna distancia. Fueron tomados por López, en cuanto Mitre hubo
regresado a su campamento, y llevados prisioneros al Paraguay. Al fin
perecieron, a causa de la falta de alimentos y el maltrato. No contento
con semejante atentado a la lealtad y a las reglas, de la guerra entre
naciones que protestan de ser civilizadas, perpetraron otro ultraje aún
más bárbaro. Algunos de los paraguayos que habían emigrado para
escapar de la tiranía que había convertido a su país natal en un
infierno, servían en las filas del general Flores. Uno de ellos, don
Luciano Recalde, había dejado el Paraguay en los tiempos del primer
López, y se sabía que toda la familia sustentaba principios liberales.
Otros dos, Ruiz y Soriano, servían también en las filas uruguayas. El

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día de la entrevista, los tres se aproximaron a las líneas paraguaya,


para conversar con sus antiguos camaradas. Incautamente
prometieron volver al día siguiente y traer con ellos a Recalde, para
tener otra conversación.
López se enteró con gran indignación de la visita proyectada, y
ordenó a uno de sus subordinados, el coronel Montiel, que tendiera
una emboscada a los desprevenidos oficiales paraguayos. Montiel se
escondió al mando de una fuerza considerable en unos altos pajonales,
y cuando Recalde y los demás se encontraban tomando mate, salieron,
y después de herir a Soriano y Ruiz, los tomaron prisioneros. En la
confusión, Recalde consiguió huir a sus líneas. López se embriagó de
júbilo cuando supo que los dos desventurados habían sido hechos
prisioneros, pues el más leve signo de independencia en un paraguayo
era para él un anatema contra el Espíritu Santo. El dejar el país sin su
permiso constituía para él una grave ofensa. Servir contra él, merecía
la muerte, pero una muerte que se aproximara poco a poco, en medio
de horrendos sufrimientos y torturas, si podía poner sus manos sobre
los ofensores.
Aunque malheridos en la refriega, ambos pobres diablos fueron
azotados hasta que murieron. Si hubiera podido tomar a Recalde, su
muerte habría sido una agonía prolongadísima.
Las noticias de la traidora acción de López inflamaron de furia a
los Aliados, quienes de inmediato iniciaron un bombardeo feroz
contra las líneas paraguayas.

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1
Albardón significa en castellano una silla de carga, y estos
juncos tienen exactamente la misma apariencia. Durante las largas
jornadas que he pasado en estos carrizales a caballo tras una tropa de
hacienda, en una nube de mosquitos, eran éstos los únicos lugares en
los que podíamos apearnos en el suelo seco y dormir durante las
noches.
2
Thompson, pág. 134. Menciono a Thompson porque fue el
único oficial extranjero que estuvo junto a López en ese período de la
guerra, para que pudiera escribir algo al respecto. Había servido
devotamente al Paraguay, como los mismos paraguayos, según me lo
confesó después de la guerra, y era personalmente responsable de la
erección de varios refugios, cuyos trabajos dirigía personalmente
López. Más aún, hablaba castellano y guaraní con toda fluidez.
3
Algunos de los más valientes entre los valientes han sufrido
ataques casi histéricos al ser enfrentados por un inocente gato.
4
Si Don Venancio no era un estratega, parece haber sido un
esposo afectuoso y un buen padre, y creo, mirando hacia atrás a través
de los años, que consiguió sus ropas y que la señorita Agapita
consiguió un novio digno de ella.
5
El paso largo, de pucú, que significa largo en guaraní.
6
History of Paraguay, Washburn, vol. II, pág. 175.
7
History of Paraguay, Washburn, vol. II , pág. 17 7.
8
El doctor Stewart, que estaba en constante contacto con López
debido a su puesto oficial de cirujano jefe de los servicios sanitarios
del ejército, me contó que después de la guerra, cuando oía los acordes
de “La Palomita”, acostumbraba taparse los oídos, pues le recordaba
las muchas ejecuciones que había sido obligado a presenciar mientras
esa música era tocada por la banda.
9
Hístory of Paraguay, Washburn.
10
The War in Paraguay, Thompson, pág. 172.
11
A los dos López los atormentó subsecuentemente y mandó
ejecutar por su participación en una supuesta conspiración contra él.

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12
The War in Paraguay, Thompson, pág. 174.
13
Recuerdo haberlo visto en mi viaje a Buenos Aires, una ciudad
en la cual todos visten bien, con un traje viejo, con brillo en las
costuras botines con elástico y un chambergo negro, que se convirtió
en el símbolo o emblema de su partido político.
14
Era de copa más bien chata y ala ancha, de color gris o negro,
que tuvo origen en los Estados Unidos.
15
Curupaití y Humaitá.
16
Curupaití

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Capítulo VIII

Por último, hacia fines de 1866, los Aliados se vieron en


necesidad de atacar las baterías de Curupaití. Lo hicieron con gran
empuje, después de ciertos bombarderos inconexos que realizaron los
barcos brasileños. Los Aliados avanzaron en cuatro columnas,
llevando consigo sus utensillos de cocina, por cuanto esperaban
acampar frente a Humaitá, después de haber arrasado con la fortaleza
en un santiamén; sin embargo, se colocaron frente al fuego de las
baterías paraguayas y fueron diezmados, abandonando nueve mil
muertos sobre el campo de batalla, en el curso de unas pocas horas, y
perdiendo además cuatro mil prisioneros. Algunos de los oficiales
superiores del ejército argentino se comportaron con sin igual
valentía, llevando sus caballos hasta las proximidades de las
trincheras, donde la mayor parte fueron muertos.
Las pérdidas paraguayas fueron muy pequeñas, pues escasamente
llegaban a cien hombres en total. Sin duda alguna, López logró una
gran victoria, la única que alcanzara en toda la guerra. Después de la
batalla, el tirano ordenó al regimiento que abandonara la trinchera y
masacrara a los heridos, tanto a los propios como a los del enemigo.
Los heridos paraguayos debían responder a la pregunta: “¿Puede
caminar?; si la respuesta era negativa, se les descerrajaba un tiro se
los ultimaba a lanzazos. Un teniente paraguayo, un tal Quintetos, a la
pregunta de si podía caminar, respondió que tenía una rodilla rota y
que no podía incorporarse; pero, cuando vio al soldado que le acababa
de preguntar cargando su mosquete para ultimarlo, se arrastró
gateando con las manos y las rodillas.
Dos paraguayos que servían en las filas de los Aliados fueron
capturados y ejecutados bajo la responsabilidad del general Díaz; uno
de ellos estuvo en agonía durante largo tiempo y le rogó de todas
maneras que lo ultimara de una vez, porque sufría terriblemente.

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Díaz, que debió de haber sido un hombre cuya dureza de corazón era
sólo superada por la de López, le contestó que se alegraba de ello.
Después de esta derrota, los Aliados hicieron muy poco en los
siguientes dieciocho meses, excepto el bombardeo de las baterías a
larga distancia. La victoria paraguaya, aunque completa por ese
tiempo, no consiguió librar al Paraguay del severo bloqueo que se
mantenía siempre sobre su única salida. Nada pudo llegarle del
mundo exterior, desde que la armada brasileña, aumentada cada día
con nuevos buques comprados en Europa, bloqueaba la única puerta
con que contaba el país, sobre el río Paraguay. Se comprobó, por otra
parte, que los barcos más modernos podían permanecer a distancia de
tiro de las baterías de la fortaleza de Curupaití sin sufrir el menor
daño, debido a su revestimiento de gruesas chapas de acero. Sus
cañones tenían un alcance de casi todo el río, y contaban con tres o
cuatro oficiales extranjeros, tales como los que estaban al servicio de
los paraguayos, que podían haber silenciado las baterías del fuerte sin
mayor daño para ellos. Sin embargo, continuaron su bombardeo a
gran distancia, aun gastando tres o cuatro mil granadas por día, con
resultados insignificantes1. Los paraguayos, con su graciosa inocencia
y simpleza, que ha sido siempre su encanto característico, como no
tenían cañones que pudieran replicar debidamente al bombardeo que
estaban sufriendo, reemplazábanlo con cuernos de guerra, semejantes
a trompetas, que producían un horrísono concierto de sonoros
resoplidos durante la noche; esto, si bien serviría para que
mantuvieran despierto el ánimo, aunque por cierto no necesitaban de
ningún estimulante, no dañaba en absoluto otra cosa que no fueran sus
propios pulmones. Estos cuernos recibían el nombre de “turututús”,
palabra onomatopéyica sugerida por el sonido que producían.
El interior del país sitiado deslizábase la vida como de ordinario
en muchos aspectos, salvo en lo que a las provisiones se refiere, las
cuales escaseaban más y más a medida que pasaban los días, desde
que el Paraguay no es un país productor de ganado en gran escala. La
mayor parte de las reses se habían consumido ya, y como los hombres

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habían sido destinados al ejército, ninguno había quedado, salvo


mujeres y niñas, para cultivar el suelo, y como resultaba natural, las
cosechas en esta forma eran sumamente reducidas. Probablemente
López fue el único hombre en toda la República que tenía suficientes
alimentos para comer. Celebró su cumpleaños el 24 de julio con un
besamanos, al cual concurrieron todos de uniforme de gala; el
banquete fue precedido por una misa solemne en la Catedral, y, una
vez levantados los manteles, López habló en forma grandilocuente.
Como se expresaba bien y estaba dotado de esa exuberancia de
palabras característica de la mayor parte de los sudamericanos, es de
suponer que una vez iniciada su peroración habló durante un tiempo
considerable, desde que nadie podría osar interrumpirlo, aunque
hubiera utilizado toda la noche que tenia por delante para explayarse.
Después de su alocución, se exhortó una vez más al. pueblo a
suscribirse a nuevas contribuciones forzosas, de joyas y metales
preciosos, y su hermano político, el general Saturnino Bedoya, jefe de
la tesorería, le presentó una magnífica espada de honor al jefe del
Estado.
No bien le hubo sido presentada la espada, el general Bedoya fue
encarcelado, sin que se formulase ningún cargo en su contra. Desde
ese momento López no volvió a dirigirle la palabra, pero lo hizo
torturar hasta que falleció. Su muerte enfureció extraordinariamente al
tirano, pues, como aún no había mostrado abiertamente el inexorable
sadismo que lo poseía, hubiera deseado más bien hacer fusilar a su
cuñado, a fin de salvar las apariencias.
Para completar las miserias del desventurado país, al comienzo
del año 1867 el cólera hizo presa del ejército, que, mal alimentado,
precariamente instalado y viviendo en condiciones sanitarias
deficientes, no estaba preparado para resistir su embate. El mismo
López, su hermano Benigno, muchos de sus Oficiales, los generales
Resquin y el doctor Skinner, un médico inglés, fueron atacados por el
mal. Entre la población civil, las víctimas se contaron a millares. El
promedio de mortandad diaria fue de cincuenta por varios meses.

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López fue atacado por la enfermedad. En su terror, acusó a los


médicos de tratar de envenenarlo, y tenía el campamento fumigado
diariamente con hojas de laurel y pasto; desgraciadamente para el
Paraguay, el ataque no fue grave, y en un mes, poco mas o menos, se
hallaba completamente restablecido. Quizá obedeciendo a la necesidad
de tener un hombre que cantara sus alabanzas, puso en libertad a su
antiguo ayo, el padre Maíz, que había estado prisionero durante tres
años, acusado de hablar irrespetuosamente de su antiguo discípulo.
Maíz, que era un hombre culto y hasta cierto punto sustentaba
principios liberales, había sido ahora colocado bajo el taco de su bota.
Desde aquel momento se convirtió en uno de los instrumentos más
crueles de López, y dejó un nombre que todo paraguayo de aquellos
días colmó de execraciones y blasfemias. Para mostrar su gratitud, o
quizá en cumplimiento de la promesa que habría hecho antes de ser
libertado, escribió en el órgano oficial “El Semanario” un artículo
laudatorio. En él comparaba a López con el Todopoderoso, con
desventaja para este último, y proponía que en adelante el mes de julio
se llamara “El mes del Cristiano López”. López, claro está, tornó esto
como el cumplimiento de un deber por parte del Padre Maíz, pero es-
taba muy complacido con el título de “inconquistable mariscal” desde
que así aparecía como conquistando él a todos sus enemigos, hasta al
cólera.
En la época que se efectuaba el bombardeo de Curupaití, los
Aliados hicieron en los intervalos propuestas de paz. Por este tiempo
ya se llevaban casi cuatro años de guerra (1868) y cundía el cansancio.
Si López hubiera accedido a ello, habría encontrado en varias
oportunidades el medio de celebrar un tratado en términos favorables
al Paraguay, pero él pensaba sólo en si mismo, y su insaciable vanidad
lo apartó otra vez de cualquier posición que no mostrara
ostensiblemente a todo el mundo que él era aún el presidente del
Paraguay. A veces su tenacidad invencible provoca involuntaria
admiración. Si hubiera mostrado el menor deseo de ahorrar a su
pueblo más sufrimientos innecesarios, la menor aptitud como jefe

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militar, o si hubiera expuesto su vida como ejemplo para sus heroicos


soldados, se le habría perdonado mucho, pues por aquel tiempo aún no
había dado comienzo a la serie de espantosas atrocidades que
cubrieron de infamia su nombre. Por los comienzos de 1868, Mr.
Washburn, ministro de los Estados Unidos, que acababa de llegar a
Asunción, efectuó un intento de mediación, después de consultar con
López los términos que estarla dispuesto a aceptar.
Permaneció tres días en el campamento de los Aliados, pero
regresó sin alcanzar éxito alguno. El mariscal Caxias, que era en ese
momento el general en jefe del ejército aliado, porque Mitre habla
regresado a su país para sofocar un levantamiento en la Argentina, no
entablaría negociación alguna si López no se retiraba como condición
“sine qua non”.
Entonces, Mr. Gould, secretario de la legación británica en la
Argentina, que había sido enviado por el gobierno para tratar de hacer
salir del Paraguay a los súbditos británicos, sin que sufrieran
inconvenientes, intentó una mediación para entablar negociaciones de
paz.
Su misión fracasó, porque López no le permitió sacar a súbdito
alguno del Paraguay, alegando que todos estaban satisfechos y
deseosos de permanecer allí. Encontrando su misión infructuosa,
como dice Thompson, es probable que, a pedido de López, fijara
algunas condiciones que creía que los Aliados aceptarían. Las
condiciones bosquejadas por Mr. Gould fueron aceptadas formalmente
por López, por intermedio de su ministro de Relaciones Exteriores,
señor Caminos. Éstas eran las siguientes:
1º) Un previo entendimiento secreto aseguraría a los Aliados la
aceptación por parte del gobierno del Paraguay de las propuestas que
se hallaran dispuestos a formular.
2º) La independencia e integridad de la República del Paraguay
seria formalmente reconocida por las potencias aliadas.

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3º) Todo lo relativo a territorios y límites, en litigios anteriores a


la presente guerra, se reservaría para futura consideración, o se
sometería al arbitraje de potencias neutrales.
4º) Las fuerzas aliadas se retirarían del territorio del Paraguay, y
las tropas paraguayas evacuarían las posiciones que habían tomado en
el territorio del Brasil2, tan pronto se asegurase la conclusión de la
paz.
5º) No se impondría el pago de ninguna indemnización de
guerra.
6º) Los prisioneros de guerra, de uno y otro bando, deberían ser
inmediatamente puestos en libertad.
7º) Las fuerzas paraguayas se desmovilizarían con excepción del
número necesario para el mantenimiento del orden en el interior del
país.
8º) Su Excelencia el mariscal Presidente, a la terminación de las
negociaciones de paz, o en los preliminares de las mismas, se retiraría
a Europa, dejando el gobierno en manos del vicepresidente, el cual, de
acuerdo con la Constitución del Estado, permanecía en carácter de tal
en esos casos.
Los esfuerzos de Mr. Gould para obtener una paz con los Aliados
lo prestigiaron mucho. Las condiciones favorables para el Paraguay
iban mucho más allá de lo que hubiera sido lógico suponer; López
partiría envuelto en celeste aureola, después de haber pactado la paz él
mismo, salvando así su orgullo y permitiéndosele dejar el Paraguay,
no solamente en puente de plata, sino como el salvador de su pueblo.
El 2 de septiembre de 1867 Mr. Gould se dirigió al campamento alia-
do con la propuestas. Éstas fueron recibidas favorablemente, y de
inmediato se las envió en un vapor especial a Río de Janeiro, para que
fuesen debidamente autorizadas por el emperador del Brasil. Todos
esperaban que la guerra habría casi terminado y que el Paraguay
entero y su desdichado pueblo sentirían un inmenso alivio con ello.
Después de permanecer allí dos días, Mr. Gould regresó con la
noticia de que sus esfuerzos parecían coronarse con el éxito, y que el

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Paraguay podría obtener una paz favorable a sus intereses y


sumamente ventajosa.
Podrán imaginarse cuáles serían los sentimientos del enviado
británico cuando recibió una comunicación del ministro de Relaciones
Exteriores señor Caminos, en la cual le expresaba que lo referente a la
cláusula octava de la propuesta no podría ni siquiera ser objeto de
discusión. En la comunicación de Caminos hay un párrafo dictado,
naturalmente, por el mismo López, que dice: “En cuanto a lo demás,
puedo asegurarle que la República del Paraguay no empañará su
honor y gloria consintiendo jamás que su Presidente y defensor, que le
ha aportado tantas glorias militares y que ha luchado por su
existencia, descienda del cargo que ocupa, y, aún menos que pudiera
sufrir expatriación alguna de la escena de su heroísmo y sacrificio,
desde que éstos constituyen la mejor garantía para mi3 país de que el
mariscal López continuará rindiendo todos los beneficios que el
Creador le tuviere destinados para la Nación Paraguaya”.
Puede muy bien ser que la verdadera razón de que López
recapacitara y se desdijera en esta forma, consistiese en que algún
allegado al campamento de los Aliados le hubiera traído noticias
acerca de un gran levantamiento ocurrido en la República Argentina,
el cual, a estar a sus informes, debería obligar a los Aliados a pactar la
paz en cualquier clase de condiciones. Mr. Gould, indignado por la
conducta de López, embarcó al día siguiente en una cañonera
británica con rumbo a Buenos Aires.
Para darse buena cuenta del cruel egoísmo de López, es
necesario tomar en consideración el estado del Paraguay. El
abastecimiento de sal estaba casi agotado por completo, pues los
trabajos que se efectuaban en Lambaré habían debido abandonarse, a
causa de que todos los hombres habían sido destinados al ejército, y
las mujeres se hallaban ocupadas en arar, sembrar y toda clase de
tareas. La ínfima cantidad de sal que existía en el país se reservaba
para usos hospitalarios. Toda clase de expedientes para reemplazarla
se habían llevado a cabo, hasta el hervir cierta clase de hojas y

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mezclarlas con cenizas; este procedimiento, si bien daba un cierto


sabor a la carne, era un pobre sucedáneo de la sal verdadera y no
servía para conservar la salud de la población. La tinta se fabricaba de
una haba negra, hervida y luego mezclada con ceniza, pero resultaba
gruesa, pegajosa y su color no era permanente. El jabón se fabricaba
en el mismo campamento; los soldados hervían la grasa de la carne
con cenizas, lo que daba un jabón ordinario, y que frecuentemente
quemaba la piel por estar sobresaturado de álcali. Las pieles se
adelgazaban golpeándolas con mazas de madera, hasta que se
convenían en una especie de cuero lavable, del cual se hacían prendas
de vestir para la tropa. Naturalmente que cuando se mojaban se
endurecían tanto, que los que las vestían no podían seguir caminando
con ellas.
Las alfombras de los salones de baile de las mejores residencias
de Asunción se destinaron a hacer ponchos para el ejército, y eran tan
duras que cuando el viento la batía permanecían rígidas como una
tabla y no daban protección alguna a los hombres, quienes en invierno
sufrían los rigores del frío. Cuando la provisión de vinos se agotó, un
químico sugirió la idea de hacer vino del jugo de naranja, pero resul-
taba demasiado dulce para beber. La pólvora se fabricaba también en
el país, obteniéndose el azufre de la pirita férrica, y el salitre, de la
orina y de la carne descompuesta.
Los alimentos de todas clases resultaban sumamente escasos, y se
racionaba a la tropa muy sobriamente, dándosele cada quincena una
dosis muy pequeña de sal. Todo el resto de la población sufría
muchísimo la falta total de este producto. El papel se fabricaba bajo la
dirección del coronel Trauenfeld, director de Telégrafos, de algodón y
de la fibra de una planta llamada “caraguatá”4, que es como un ananá
silvestre.
La única substancia que tenían los paraguayos en abundancia era
el algodón, el cual hilaban y convertían en camisas y calzoncillos para
el ejército, una vez que se agotó la provisión de lino extranjero.

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Mr. Gould, encargado de Negocios británico, en cartas dirigidas


al ministro plenipotenciario británico en la República Argentina, Mr.
Buckley Mathews, pinta al Paraguay en condiciones lamentables, en el
año 1867, en oportunidad de haber sido enviado5 en n misión especial
para tratar de llevar fuera del país a súbditos británicos que habla
detenido López.
Todo el tiempo que Mr. Gould permaneció en el Paraguayf1ue
vigilado muy de cerca, aunque quizá él no lo supiera. Ninguno de los
súbditos británicos se habría arriesgado a que lo vieran hablando con
él, y la mañana en que debía entrevistarse con López, este último
llamó al Dr. Stewart, quien era el súbdito británico más destacado al
servicio del Paraguay, y le dijo: “Cuidado que yo sepa que algún
inglés diga que quiere salir del país”6.
No hace falta decir que la misión de Mr. Gould, con respecto a la
salida de los súbditos británicos, fue un completo fracaso. López
solamente decidió permitirle que se llevara consigo un grupo reducido
de mujeres y niños. Los hombres resultaban muy útiles a López; por la
circunstancia de que los ingenieros, médicos y cirujanos ingleses del
Paraguay eran los únicos en ese país que, conocían verdaderamente
sus respectivas profesiones.
En !u carta del 22 de agosto, Gould hace una narración libre de
prejuicios de lo que vio en el Paraguay, Dice: “Todo el país se halla
arruinado y absolutamente despoblado. Todo se confisca para el uso
del Gobierno. El ganado ha desaparecido casi por completo en la
mayoría de los Estados. Todos los caballos y aun las yeguas han
desaparecido. Los esclavos, de los cuales había de cuarenta a
cincuenta mil, han sido libertados; los varones se enviaron al ejército,
y las hembras, con otras mujeres, han sido obligadas a trabajar para el
gobierno.
“Muchos estados han sido completamente abandonados, y las
escasas cosechas levantadas por las mujeres son monopolizadas por el
Estado para alimento del ejército. Las mujeres han sido obligadas a
dar todas sus joyas y ornamentos de oro personales, aunque esta

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medida extrema se ha llamado una patriótica oferta de su parte. Tres


epidemias, el sarampión, la viruela y el cólera, además dejas
privaciones de toda clase, redujeron la población de este desgraciado
país en menos de un tercio... la mortalidad infantil ha sido enorme, y
tanto el escorbuto como la sarna, prevalecen. El intercambio con Bo-
livia7 es insignificante, debido a las dificultades casi insuperables con
que tropiezan las comunicaciones”.
Mr. Gould sigue diciendo: “Las fuerzas paraguayas suman en
conjunto unos veinte mil hombres, de los cuales solamente diez mil o
doce mil son buenos soldados; el resto está constituido por niños de
doce a catorce años de edad y por ancianos, o lisiados, de los cuales
dos mil o tres mil están enfermos o heridos. Los hombres están
mantenidos a fuerza de privaciones, fatiga y exposición a toda clase de
peligros. En la actualidad están decayendo por inanición. Su
alimentación en los últimos seis meses se reduce a una ración ínfima
de carne, y no de muy buena calidad8. Pueden de vez en cuando
conseguir un poquito de maíz; la mandioca y la sal son tan escasas,
que no se emplean sino en los hospitales, según estoy completamente
convencido; en toda la campaña no hay absolutamente nada para
comerciar. Debe de haber, por lo que he visto, una gran escasez de
drogas y medicinas, si no una carencia total de ellas para los
enfermos, cuyo número aumenta rápidamente. El cólera y la viruela
que existen en cierta proporción en los campamentos aliados tienen
una extensión inusitada entre las tropas paraguayas. Los caballos han
muerto casi todos, y los pocos centenares que aún quedan están tan
débiles que apenas pueden con sus jinetes. Todas las, ochocientos o
novecientos yeguas del país se han traído. Los bueyes están en
condiciones tan míseras que no creo que duren mucho. El ganado que
hay aún en los campos, unas dieciséis mil a veinte mil cabezas, está
muriendo muy rápidamente por la falta de pasto... Muchos soldados se
hallan casi desnudos, pues no se visten sino con un trozo de cuero que
se atan a las caderas, una camisa desgarrada y un poncho raído, hecho
de fibra vegetal”.

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Éste es el relato de las condiciones en que vivía el país, que hace


no un argentino, ni un brasileño, ambos miembros parciales de países
que se hallaban en guerra con el Paraguay, sino un miembro del
cuerpo diplomático británico, que informa a sus superiores y que no
puede haber tenido motivo alguno para falsear o tergiversar los
hechos. No cabe la menor duda de que Mr. Gould pinta un cuadro
fidelísimo, del lamentable estado del Paraguay, aunque López,
impulsado por su monstruoso egoísmo y su vanidad, se rehusó a
considerar términos que asegurarían la independencia de su país y le
habrían proporcionado cualquier cosa que hubiera necesitado, del
mismo modo que si hubiera ganado la guerra.
Nada le importaba, y condenó a sus compatriotas a seguir
durante dieciocho largos meses más sus sufrimientos y privaciones
antes de que él hallara su destino.

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1
The War in Paraguay, Thompson, pág. 185.
2
En aquel tiempo se encontraban en tales condiciones unas
pocas ciudades de la provincia de Matto Grosso.
3
He subrayado mi porque debe de ser un error de imprenta o de
transcripción. Por otra parte, no resulta poco probable que López, que
estaba furioso cuando dictaba este. párrafo, y como siempre mirara al
país como de su propiedad, haya dicho accidentalmente a la persona a
la cual estaba dictando, mi en lugar de su.
4
Es una planta de la familia de las bromeliáceas.
5
Estas cartas están fechadas en los cuarteles generales
paraguayos de Paso Pucú el 22 de agosto de 1867.
6
Seven eventful years in Paraguay, Masterman, página 173. El
mismo doctor Stewart me refirió que a cualquier inglés le hubiera cos-
tado la vida el hecho de que se hubiera sabido que había dicho a
alguien que deseaba salir del Paraguay.
7
El único país con el cual el Paraguay hallábase en libertad de
comerciar.
8
Los paraguayos estaban acostumbrados a una dieta casi
completa de vegetales.

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Capítulo IX

Tras innumerables demoras, los barcos armados de los Aliados


pasaron las baterías de Curupaití, a comienzos de 1868. Hallaron
desierta la plaza, por cuanto López había hecho retirar los cañones
durante las horas de la noche y los había mandado emplazar en la
fortaleza de Humaitá, un corto trecho río arriba. La posición natural
de Humaitá no era tan poderosa como la de Curupaití; situada en un
paraje agreste y alto sobre la margen del río, estaba defendida por una
gran trinchera y varias fortificaciones; a su frente se había colocado
una gran cadena que atravesaba el río, para impedir el. paso de los
vapores brasileños.
Recuerdo haber visto la ruinosa iglesia y las casas que nunca
fueron reparadas, desde la cubierta de una cañonera brasileña que en
aquel tiempo hacía el servicio de la carrera, dos años después de
terminada la guerra, una mañana al amanecer; el barco remontaba el
río a una velocidad de casi ocho nudos, luchando contra la corriente,
que allí alcanza a unas cuatro millas por hora. La ruinosa iglesia se
destacaba entre un fondo formado por altas palmeras, algunas de las
cuales habían sido afectadas por el extenso bombardeo que se había
librado, como desarmados esqueletos. Originariamente había sido
hecha de ladrillos y pintada de blanco; su techo de tejas coloradas
mostraba boquetes donde las granadas habían causado grandes
destrozos, y algunos tirantes colgaban peligrosamente. La torre, que
semejaba el fantasma de un faro abandonado, extinguida su luz, y
cuyo único objeto era guiar a los desamparados por su camino, parecía
que iba a caerse de un momento a otro.
Una, neblina tenue y blanca envolvía pero no escondía las
construcciones en ruinas de la desierta ciudad, y colgaba sobre el río
como un velo de muselina, amortiguando los rumores de las caídas de
agua, el parloteo de las cotorras, y haciendo que el batir de las alas de
las cigüeñas y cuervos marinos que volaban por sobre nuestras cabezas

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nos parecieran un mensaje de un mundo desconocido e insospechado.


Nada se movía al elevarse el sol en su escala celestial, cual se eleva en
los trópicos, sin preámbulo, a todo vuelo, y listo para caer sobre la
tierra. Al descender sus rayos sobre las ruinas de la iglesia, las casas
derruidas y míseras, los grupos de naranjos con sus hojas oscuras,
desvanecía el aire de misterio que la neblina habla puesto sobre ellas,
y las mostraba ruines y misérrimas, corno ejemplo de lo que es capaz
el poder y la majestad de la civilización, aun con los medios precarios
con que contaba medio siglo atrás.
Estuvimos parados en la cubierta de la cañonera brasileña, cuyo
nombre he olvidado —quizá se llamara “O Terror dos Mares”, “O
Audaz” o “Botafogo”—, mientras tomábamos nuestro mate
matutino, atentos en la contemplación de las ruinas de un lugar, en el
cual nada más que dos años atrás se había librado un feroz bombardeo
que había durado por espacio de meses y cuyo nombre resultaba
familiar en la América del Sur. Nadie pronunció palabra; hasta los
marineros negros cesaron de charlar. Cuando pasarnos, tan cerca de la
orilla corno era posible, debido a que en el río emergían mástiles y
chimeneas de cañoneras como bancos artificiales, el comandante, un
teniente de la armada brasileña, se quitó silenciosamente el quepis y
permaneció descubierto hasta que pasamos la iglesia. Los hombres de
la tripulación y el pasaje siguieron su ejemplo. Entonces nos contó que
su padre había sido muerto allí hacia tres años, cuando los barcos
brasileños forzaron el paso del lugar.
Silenciosamente, del lado chaqueño venía una canoa indígena
con un indio alto parado en la proa, con el arco estirado y una flecha
en la cuerda, listo para tirar sobre algún pacú grande o un zurubí que
viniera por la corriente. Activo y ágil, estaba plantado en la proa,
siguiendo todos los movimientos y manteniéndose firme con los dedos
de los pies desnudos prendidos a la curvatura de la embarcación, cual
un mono se aferra a una rama cuando ejecuta sus ejercicios
acrobáticos naturales en un árbol. El cabello renegrido de los indios
estaba cortado en forma cuadrada exactamente a la altura de la nuca, y

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caía sobre los hombros del salvaje, mientras de una oreja le pendía el
ala multicolor de alguna variedad de pájaro de brillante tono. Otros
tres o cuatro indios se hallaban en el interior de la canoa, rodeando un
pequeño fuego, en el que se doraba un trozo de carne. Cuando la
tripulación brasileña del navío los avistó, los llamó “os bárbaros”, y
les hubiera hecho fuego si no se hubieran apartado. Por cierto que
estos bárbaros no usaban pantalones, y es muy probable que se inte-
resaran poco por la guerra que durante cuatro años convulsionó el río,
desde que, para ellos, los argentinos, paraguayos y brasileños son
“cristianos” y los cristianos son sus enemigos.
Por todo ello, quizá por falta de oportunidad, quizá por falta de
armas modernas, nunca se masacraron unos a otros en escala
suficiente como para que se pudiera, llamar guerra internacional, Y
con sus armas primitivas no podrían haber hecho caer la fortaleza de
Humaitá.
Aunque los Aliados se encontraban en condiciones infinitamente
superiores, les llevó varios meses, y un sitio muy prolongado, la
captura de Humaitá, aunque por fin la pasaron con facilidad y se
dirigieron a Asunción. En Curupaití habían sufrido severamente, y
perdieron la mejor unidad, el “Río de Janeiro” alcanzado por un
torpedo debajo de la línea de flotación, el cual se hundió casi
instantáneamente y la mayor parte de sus tripulantes perecieron allí.
Esto los hizo más prudentes todavía en la captura de Humaitá, aunque
la artillería del fuerte podía poco o nada contra ellos y no producía
sino muy poco daño a un barco armado. López, que había
permanecido durante toda la campaña, tanto en Curupaití como en
Humaitá, en su refugio a prueba de bombas, sin salir sino de noche'
por regla general, dio órdenes ahora para la evacuación de la Capital,
Asunción. Inmediatamente inició su retirada a San Fernando, un lugar
sobre la desembocadura del río Tebicuarí, con unos ochocientos
hombres. Antes de partir había dejado unos efectivos escasos en
Humaitá, bajo las órdenes de los coroneles Martínez y Alén, con la
consigna de resistir hasta el fin. Empezó aquí la primera de la larga

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serie de masacres que habrían de convertir su nombre en un apostrofe


para el mundo entero. Como las provisiones eran muy escasas en el
Paraguay, la guarnición reducida de Humaitá ya estaba racionada de
manera muy estricta; sus prisioneros de guerra sumaban varios
centenares y habrían sido un gran estorbo para el trayecto que se debía
efectuar a través de las ciénagas y pantanos que cubren la distancia
entre Humaitá y San Fernando; atendiendo a estas dos razones, López
impartió las órdenes necesarias para que se ejecutase a todos, excepto
a los oficiales. Tras una carnicería que duró por espacio de varias
horas, puesto que las municiones tampoco abundaban y la mayoría de
los ejecutados lo eran por medio del sable o la lanza, a la cabeza de
sus tropas restantes, empezó su camino, el primero, de sus largas
marchas hacia los desiertos del Norte, donde eventualmente sucumbió.
Dejó Humaitá tan silenciosamente y con tanto éxito que los Aliados
tardaron varias semanas en descubrir su paradero. Sus soldados,
acostumbrados desde la infancia a esta clase de vida, eran inmunes a
la picadura de la mayor parte de los insectos y alimañas que hacen
imposible la vida en el Paraguay; marchaban descalzos, a través de las
ciénagas y pantanos de la región, con gran ventaja sobre las tropas de
los Aliados. Estos últimos acampaban con sus tiendas de campaña, sus
bagajes, conducidos en vagones, y largas caravanas de carros que lle-
vaban las municiones y las provisiones; veíanse obligados por ello a
construir caminos improvisados y puentes antes de avanzar. Aunque
en aquellos tiempos no había en Sudamérica ningún ejército que se
preocupara mucho, por la vida y el bienestar de sus hombres, los
comandantes de los Aliados, el mariscal Caxias, el conde D'Eu y el
general Mitre, eran personas cultas, que, aún más, debían dar cuenta
de sus actos ante la opinión pública, en sus respectivos países.
López no estaba atado por tales escrúpulos; la opinión pública no
existía en el Paraguay, desde que el Estado, el Gobierno, la religión1,
la ley y todo el mecanismo de la vida nacional reposaban en las manos
de López. Estos hombres, mal alimentados, mal vestidos, descalzos,
sin tiendas de campana ni resguardo alguno contra la ira de los

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elementos, dormían en tomo a los fogones, en el campo; caminaban


hasta que caían para morir, y entonces se los abandonaba sobre la
huella, agonizantes, para que los vampiros les sacaran los ojos y se
pudrieran allí como animales. Sumamente afortunado era el soldado
que recibía un lanzazo misericordioso de algún camarada que ponía
fin a su agonía. López nunca acompañó personalmente la marcha de
su ejército. Con su amante e hijos, bien instalado en su confortable
carruaje, iba por lo general una o dos jornadas adelante, a cubierto del
peligro de las partidas de exploración de los Aliados.
Los testigos oculares de la evacuación de Asunción describen la
tremenda miseria de sus habitantes, los cuales, nada mas que con las
cosas que pudieran llevar consigo, eran desalojados y enviados a las
villas de las afueras, donde no había casas suficientes para amparar ni
a una cuarta parte de ellos. Los que no podían encontrar refugio, se
quedaban en pequeños campamentos, que hacían bajo los árboles para
guarecerse de las lluvias, pues la evacuación tuvo efecto durante la
estación lluviosa, teniendo que soportar toda clase de penurias. Todos
los días caían dos o tres pulgadas de agua (más o menos de 50 a 75
mm.); el barro era terrible, y todo se ponía tan impregnado de
humedad que no podían ni encender fuego ni cocinar las escasas
provisiones que habían traído de sus hogares.
Todo el intercambio y todas las ocupaciones habían llegado a su
fin. El reumatismo, la malaria y la disentería se llevaron millares de
vidas. Los que quedaron, estaban tan extenuados por el hambre y 6s
privaciones que más parecían cadáveres que seres humanos.
Washburn relata que la ciudad abandonada presentaba un espectáculo
extraordinario. Sus calles arenosas, que yo mismo recuerdo se
convertían en ríos durante la estación lluviosa, estaban cortadas por
las ruedas de los carros en los cuales la población habla cargado todos
los enseres domésticos que podía llevarse consigo. Perros aban-
donados, miraban a su alrededor como chacales, buscando algo que
comer. Los gatos se hablan marchado al desierto, y merodeaban como
pequeños tigres. El mismo López se retiró a su vicio establecimiento

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de campo, en Cerro León, donde se encontraba seguro, y recogió allí a


todas las tropas que le restaban. Si su infortunio trastornó su cerebro,
o si había una vena de sadismo en su ser desde su nacimiento, es
materia de discusión. Sea como fuere, la verdad es que con la
evacuación de Asunción se inició la serie de sus más horrendos crí-
menes. Tal evacuación era en absoluto innecesaria. La ciudad estaba
completamente desguarnecida y sin fortificación alguna, y se
levantaba en la parte más abierta del río en muchos cientos de millas.
En consecuencia, los barcos brasileños, estando en aguas próximas al
territorio del Chaco, donde la profundidad era apropiada para su
calado, podían tener a la capital a distancia de tiro, aunque esta ciudad
hubiera tenido baterías emplazadas con qué defenderse.
Tampoco existía el menor peligro de que la población de
Asunción fuera masacrada, aunque los Aliados hubieran entrado de
inmediato, como se probó después de su completa victoria. En
realidad, los Aliados hicieron muy poco para aliviar las miserias de
aquel pueblo, pero no abusaron de su victoria con actos de violencia
de ninguna especie.
En lugar de ordenar la evacuación, que tío servía a ningún
propósito útil y significaba tan arduos sufrimientos para su pueblo,
López, si hubiera estado animado de patriotismo, o por sentimientos
comunes a todo ser humano, habría pactado la paz apenas los navíos
brasileños pasaron la fortaleza de Humaitá. Lo más probable es que
hubiera obtenido condiciones ventajosas para su pueblo y honorables
para su persona. Todos los Aliados estaban hartos de la prolongada
guerra, no querían ni una pulgada de territorio paraguayo, cual lo
probaron cuando la victoria coronó sus esfuerzos, pues el Paraguay no
perdió ni una yarda de sus fronteras. Tampoco puede haberse tratado
de indemnización alguna, pues el Paraguay se encontraba en una
ruina absoluta, con más de la mitad de su escasa población
desaparecida2 a causa de la guerra y las enfermedades.
No se puede afirmar, en realidad, si López era en esos momentos
un loco sádico o sólo la víctima de una monstruosa megalomanía si se

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imaginaba que verdaderamente era un. patriota que servía a la


existencia de su país contra poderosos enemigos deseosos de
destrozarlo.
Este último es el punto de vista que sustentan ahora algunos
paraguayos, encabezados por Juan O`Leary3, cuya madre, según él
mismo lo ha establecido, fue víctima de la brutalidad de López.
Los hechos y el testimonio de todos los contemporáneos que lo
conocieron de cerca, y hasta del padre Maíz, que fue su ayo y se
convirtió luego en uno de sus principales torturadores, se inclinan
hacia el primer punto de vista esbozado.
Fue por este tiempo que comenzaron las ejecuciones en gran
escala, no solamente de sus propios hombres y oficiales, sino también
de los residentes extranjeros de Asunción. El pretexto dado por López
era que habla descubierto una gran conspiración para deponerlo y
elevar en su lugar a su hermano Benigno al sillón presidencial. No
habría resultado extraño, en verdad, que en un pueblo tan
terriblemente tiranizado se hubiera originado alguna clase de
conspiración, pero todos los que estaban en el asunto opinaban en
forma distinta. Todos y cada uno de ellos han dejado bien establecido
que no existió tal conspiración salvo en la mente de López, que
difundió esta especie para deshacerse de todos los que le eran
contrarios y apropiarse del dinero y las mercancías restantes, en el
Paraguay, a fin de cubrir las vastas erogaciones que habla impuesto al
Tesoro Nacional.
El coronel Centurión4 en sus Memorias establece expresamente
que nunca había oído hablar de ninguna conspiración, excepto por las
noticias que le daba el mismo López. Sánchez, el vicepresidente,
califica a esto de una vergonzosa impostura. Washburn, Masterman y
Thompson5nunca oyeron hablar de semejante cosa, y se inclinan a no
creer en su existencia real.
Fue entonces cuando López acusó a su misma madre y a sus
hermanas de connivencia en el complot para “entronizar” a su
hermano. Después de varias y repetidas tundas de azotes, confesaron

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sus hermanos, como la mayor parte de las personas confesarían con


ese tratamiento. Su madre estaba hecha de pasta más dura, y con
energía viril negó su participación y protestó de su ignorancia absoluta
de ningún complot, aguantando cincuenta golpes dados con el garrote
de un cabo del ejército, y muchos más dados con el sable, hasta que
quedó sin sentido. Tanto ella corno sus hermana fueron azotadas
repetidas veces más, y obligadas a seguir al ejército en su retirada,
descalzas y mal alimentadas. Desde entonces en adelante, López
excedió a todos los tiranos orientales y a los peores emperadores
romanos en las enormidades que cometieran.
El sacerdote italiano doctor Gerónimo Becchi, editor del
periódico “La Estrella”, declara que en septiembre de 1869 fueron
ejecutadas más de ocho mil víctima de López, tanto con lanza cómo a
sablazos. En rápida sucesión, Benigno López (su hermano), el obispo
Palacios, los generales Barrios, Bruguez y su hermano político Bedoya
fueron primeramente torturados y luego ejecutados por su supuesta
complicidad en el imaginado complot. Los quebrantados prisioneros a
quienes se acusaba eran mantenidos con los pies atados a una larga
cuerda, completamente a la intemperie, expuestos al terrible sol de los
trópicos, a las lluvias torrenciales y en su mayor parte sin alimentarse.
Se inventaron toda clase de torturas para prolongar la agonía antes de
que la muerte pusiera fin a ese purgatorio. A algunos se les golpeaban
los dedos con mazas6; a otros se les cortaban los párpados y se los
exponía al sol; a otros se los estaqueaba vivos sobre los hormigueros
para que los devoraran las hormigas. Muchos eran azotados hasta que
morían, o se les colocaban grillos calentados al rojo; incontables
fueron los que soportaron la tortura del “cepo uruguayano”, que
describí en un capítulo anterior. De todos estos horrores hay infinidad
de testigos; pero lo extraño de verdad es que no hubiera uno solo que
fuese capaz de arriesgar su vida, disparándole un tiro desde detrás de
un árbol, para librar al mundo de semejante perverso e impío. Nunca
hubo un atentado; los paraguayos habían sido bien encauzados hacia
la tiranía por Carlos Antonio López7 y por el doctor Francia. Por otra

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parte, López había obrado tan bien en su natural patriotismo y ex-


plotado tan bien su ignorancia, que abrigaban la creencia de que si los
Aliados lograban la victoria harían una verdadera matanza. El mismo
López, en conversaciones mantenidas con extranjeros, especialmente
con Washburn, ministro de los Estados Unidos, demostró saber que la
guerra no estaba dirigida contra el Paraguay, sino contra él. En marzo
de 1867 dijo a Washburn que se mantendría firme hasta el fin y caería
con el último soldado. Washburn, que conoció bien su carácter y su
falta de valor, se habrá reído interiormente, pues no podía creer ni en
sueños que sucediera lo que López le decía.
En respuesta a la sugestión que le hiciera Washburn, de sellar
una paz honrosa con los Aliados mientras estaba a tiempo de hacerlo,
y aceptar los términos favorables que se le ofrecían, contestó: “que no
había futuro para él sin la victoria”.
Nadie lo habría inducido a ser otro Rosas y pasar el resto de su
vida en el destierro. No se preocupaba por nadie en el mundo, a
excepción de sus hijos8. El emperador del Brasil conocerla el error que
había cometido al provocar a Francisco Solano López, y, por último,
decía que la “Historia debería juzgarlo por sus acciones. ¡Mis hechos,
mis hechos!9” Nunca consideró a su pueblo ni los sufrimientos que so-
portaba; miraba a la guerra como algo personal entre él y el
emperador del Brasil. La escasa guarnición dejada por él en Humaitá
resistió desesperadamente al enfrentar a un ejército de treinta mil
hombres, respaldado por los barcos que descargaban una incesante
lluvia de granadas y balas sobre la posición, y rechazando toda
invitación a rendirse en términos honorables con la promesa de que se
respetarían sus vidas. Cuando habían comido el último buey y los
pocos caballos con que contaban, extrajeron las raíces de toda planta
que tuviera el más mínimo principio nutritivo, rasparon las cortezas
de los árboles y además hirvieron el último cuero de los novillos sa-
crificados. El coronel Alén envió entonces una desesperada co-
municación en la que decía que acababa de consumir la última
provisión; la respuesta que se le remitió fue la siguiente: “Resista por

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cinco días más y entonces repliéguese.” Alén, al recibir esta orden


inhumana, intentó suicidarse, quizá enloquecido por el espectáculo de
la miseria que lo rodeaba. Desgraciadamente para él, la pistola
solamente le voló un ojo, y su vida se conservó para ulterior
martirologio.
Hambrientos y quebrantados como se encontraban, los heroicos
componentes de esa guarnición tuvieron todavía ánimos para rechazar
un ataque en masa que se llevó antes de que expiraran los cinco días
de plazo. Pensando que la guarnición había abandonado el fuerte,
pues no se oyó durante varios días un solo tiro en respuesta al intenso
bombardeo que lanzaba sobre ella la artillería aliada, se enviaron
seiscientos hombres a que avanzaran para tomar posesión del lugar.
Éstos avanzaron descuidadamente, sin encontrar resistencia en
su avance; encararon la primera batería y presionaron hacia el fuerte.
Entonces, a una distancia de menos de treinta yardas, se lanzó sobre
ellos un terrible fuego de artillería. Echaron todos a correr, tomados
completamente de sorpresa, dejando el campo sembrado de muertos y
heridos. Los vencedores, demasiado débiles para perseguirlos,
lanzaron una aclamación estruendosa, ya que por última vez habían
manejado sus cañones. Entonces se retiraron, debilitados por el
hambre, habiendo hecho todo lo que pueden hacer héroes y patriotas.
Pero sus sufrimientos no hablan terminado aún; la crecida del río ha-
bía inundado el camino a San Fernando, campamento en el cual se
encontraban López y su estado mayor. En las baterías, ahora reducidas
a ruinas, partidas en trozos por la metralla brasileña, los míseros
sobrevivientes se dejaron caer para morir, demasiado débiles para
combatir, pero con sus almas inconquistables desafiantes hasta el fin.
Una vez tras otra, rechazaron las propuestas de rendición, alegando
que carecían de órdenes al respecto. Por fin, tras la mediación de un
sacerdote, el coronel Martínez izó una bandera de parlamento y
capituló con el escaso grupo de sobrevivientes que habían soportado
los horrores del hambre, el largo bombardeo y as privaciones de las
que parecería pudieran sufrir seres humanos. Cuando López conoció

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esta noticia, montó en cólera, y para premiar al coronel Martínez por


su heroísmo, torturó y fusiló luego a su madre y a su esposa.
El coronel Alén, soportando los sufrimientos de la herida que se
habla hecho a sí mismo, con un grupo de oficiales, fue pasando por los
ríos desbordados, ciénagas y pantanos, y tras un sinfín de penurias
llegó al campamento de López, en San Fernando. Muchísimo mejor
habría sido para ellos morir en el camino, y que los caranchos y
chimangos hubieran descarnado sus huesos. Apenas llegó fue
engrillado, torturado bárbaramente y, después de meses de
sufrimientos, fusilado por la espalda como un traidor.
No contento con esto, L6pez hizo que se escribiera un10 artículo
en “El Semanario”, en el que se decía que Alén y Martínez habían
vendido la plaza a los brasileños, aunque tenían suficientes
abastecimientos y provisiones.
Su vanidad y egoísmo eran tan grandes, que después de tan falsa
afirmación publicó otra carta en el órgano oficial, en la que se venta a
negar y a contradecir directamente el aserto formulado más arriba.
“Su Excelencia —decía la carta—, el sabio y justo conocedor de las
cualidades del soldado paraguayo, su amor a la patria, su disciplina,
valor y constancia, ordenó a las tropas y a sus comandantes (en
Humaitá) que no comieran nada por espacio de seis días, y que
después de esta vigilia efectuaran el pasaje del río y se retiraran. Los
comandantes de las tropas de Humaitá no comieron nada, en
consecuencia, durante seis días... Admiración y orgullo eterno se
siente por el Mariscal López, quién solamente con sus palabras
consigue victorias tan espléndidas”.
Nerón no lo habría podido hacer mejor, y si no hubiera tenido
una fría providencia que lo liquidara después de haber terminado este
documento estupendo, le hubiera cabido el derecho de imitar a su
prototipo y de iniciar su vuelo hacia el Empíreo murmurando: “Qualis
artifex pereo”.
Las órdenes dadas para evacuar la Capital deben de haber
costado mucho a López. Asunción había sido la ciudad de sus sueños.

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Allí había esperado ser coronado un día emperador de Sudamérica y


verse entronizado con madama Lynch, su digna consorte, para fundar
una dinastía. Habría sido una corte únicamente comparable con la de
Soulouque en Haití. Estrellas, cruces, primorosos uniformes, profusión
de encaje dorado, con bandas que ejecutaban durante todo el día,
fuegos artificiales por la noche, bailes, banquetes, generales cubiertos
de medallas hasta el ombligo, recepciones, besamanos, misas
solemnes con obispos de pontifical como oficiantes, y en las calles, el
pueblo reunido como en un coro eclesiástico para cantar la gloria del
emperador López “in excelsis”.
Una providencia descortés dispuso las cosas de otra manera.
López debe de haber tenido un triste aspecto durante sus últimos
tiempos de permanencia en Asunción. Exactamente a la margen del
río caudaloso, sobre un fondo de bosques de palmeras, teniendo a su
frente la vista del misterioso panorama del Chaco sin fin extendido en
la margen opuesta, se levantaba el palacio. Había sido construido por
un maestro de obras inglés, Alonso Taylor, y, aunque incompleto,
resucitaba imponente en su estilo, así por la grandiosidad de su
concepción como por su espléndida situación y su incongruente
erección entre las casas largas, bajas y rojizas de la ciudad. Los
cimientos eran de piedra traída de un lugar llamado Empedrado, que
queda a unas treinta millas al norte de Asunción. La planta baja era
una madriguera de pasadizos, corredores y piezas oscuras, donde se
encontraban los establos, un calabozo, departamentos de servicio y
varias oficinas. Sobre esta base, se elevaban las paredes de ladrillos
hechos a máquina, especialmente tratados para que semejasen ser de
piedra, y el todo estaba cubierto por una gran torre que cuando yo la vi
había sido averiada por el impacto de una granada. Aun las Pirámides
de Egipto no han podido causar tanta penuria y sufrimientos humanos
en su construcción. La piedra empleada era, afortunadamente, de una
consistencia talque se la podía cortar con tanta facilidad como al
queso. Hallándose todos los hombres bajo las armas y en el frente, el
trabajo fue ejecutado por niños de nueve a trece años de edad.

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La descripción que Washburn hace de su trabajo parece una


escena de una pesadilla fantástica.
“Era un triste espectáculo —expresa— el ver a los pobrecitos
prematuramente viejos por el trabajo a que se los condenaba; eran
vigilados constantemente, así que nunca escapaban a la vista de sus
guardianes ni un momento, y al pasar por los terrenos en que
trabajaban parecían pequeños esclavos exhaustos, en los cuales toda
esperanza se había extinguido en forma tan completa que nunca
levantaban la vista ni interrumpían su labor. Tenían aspecto de estar a
media ración, porque, además de tener un trabajo tan duro, su
alimentación era deficiente. Los pobres infelices disponían sólo de seis
a ocho, centavos diarios para adquirir su comida!”.
El infierno debe de haber sido un paraíso para los míseros
desdichados y el espíritu se subleva al leer la narración de sus
sufrimientos. López vivió todo el tiempo rodeado del más opulento
lujo. Washburn, Masterman y Thompson, los únicos extranjeros que
lo conocieron de cerca y que han escrito sobre esa época, declaran,
especialmente el primero, que “siempre tuvo una buena provisión de
vinos, en especial de champaña, al cual era aficionadísimo”. Además
del palacio, había un teatro, construido sobre el modelo de la Scala de
Milán y casi tan grande. Tampoco se le dio fin nunca, y los únicos
cantantes cuya voz se oyó en él fueron las cotorras, que hicieron sus
nidos en los aleros. Fue construido por los mismos niños esclavos que
levantaron el palacio, las pobrecitas criaturas que traía al trabajo un
negrero, el coronel Fernández, que en un tiempo gozó del favor de
López, pero a quien posteriormente se torturó y ejecutó, y su familia
fue desterrada sin un céntimo al desierto.
Washburn. dice tristemente: “tuvo su merecido”. Cierta justicia
parece haberle salido al encuentro, aunque, como sucede en general
con la diosa sordomuda, no llegó a tiempo para valerle de mucho.
Todas estas creaciones de su fantasía, López tuvo que abandonarías a
la ruina y a la decadencia, cuando inició su hégira hacia el Norte.

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1
“López obligó a infringir el secreto de las confesiones a que se
obligaba al ejército y al pueblo en los días de Pascua y de San Fran-
cisco Solano”. La tiranía del Paraguay, Cecilio Báez.
2
Ninguno de los escritores de la preguerra hace ascender la
población del Paraguay a un millón de almas, y hasta hay quien la fija
en novecientos mil habitantes.
3
El mariscal Solano López, Juan O'Leary, 1925.
4
Memorias, J. C. Centurión, volumen III, pág. 181. Confiesa no
haber tenido noticia de la conspiración, sí no es una especie propalada
por el mismo López.
5
La califica de impávida y temeraria impostura. (Carta de
defensa de Sánchez.)
6
Recuerdo a varios sobrevivientes de la guerra cuyas manos esta-
ban tan deformadas que no parecían humanas.
7
El padre Francisco Solano López.
8
Los cuatro hijos de madama Lynch.
9
Hay un lado cómico en este aterrador asunto. El emperador del
Brasil, D. Pedro II, era un hombre reposado y estudioso, parecido por
sus apariencias a un profesor de una Universidad alemana y enemigo
de toda clase de disputas. En su vida privada se dedicaba a la ciencia y
al estudio, y no ostentaba sino una pompa muy reducida. En mis años
juveniles lo he visto caminar casi inadvertido por las calles de su
capital, detenerse para dirigir la palabra a un negro en su propio len-
guaje, porque hablaba, según se decía, varios dialectos de los negros y
los indios.
10
El Semanario, agosto 19 de 1868.

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Capítulo X

Antes de iniciar su retirada definitiva hacia el sector norte de las


regiones de Chirigüello y los bosques en el Aquidabam, donde
eventualmente encontró la muerte, López había ejecutado a la mayor
parte de la principal población del Paraguay, después de torturarla en
forma abominable. El señor Carreras, ministro en la República
Argentina en 1864; Berges, ministro de Relaciones Exteriores; el
obispo Palacios, que había sido uno de los más favoritos de López y
también uno de sus grandes aduladores., fueron todos sacrificados a
los impulsos de su sádica furia.
Carreras era un hombre culto, cargado de años y completamente
inofensivo. La descripción de su martirologio que hace Masterman es
horrenda1. Este reposado caballero, que hacía mucho se había retirado
del campo de la actividad política, fue encadenado y mantenido a la
intemperie, expuesto a la ira de los elementos en plena zona tropical y
al rigor de la estación lluviosa durante varios meses, sobre el suelo
desnudo, con los pies en los cepos. Hambriento, humillado y vejado
frecuentemente de todas maneras, ni aun pudo conocer de qué crimen
se lo acusaba. El mismo Masterman, prisionero en iguales
condiciones, era su vecino en la cadena de víctimas, y vio que lo
azotaron bárbaramente antes de que se lo fusilara.
Alonso Taylor, el arquitecto que proyectó el palacio de Asunción,
quien había sido torturado en el “cepo uruguayano”, vio a un oficial
argentino que estaba encadenado junto a él, cuando se lo llevaban al
lugar de las torturas2. “Cuando volvió su cuerpo estaba todo en carne
viva. A la mañana siguiente, cuando lo soltaron (de la cadena), le
señalé su espalda. No habló, pero escribió en la arena “doscientos”.
Por la tarde lo llevaron de nuevo, y otra vez escribió “doscientos”. Al
día siguiente lo fusilaron. Este desgraciado mortal era un prisionero
de guerra”. Taylor sigue diciendo: “Vi a dos uruguayos ser azotados
hasta que murieron; sus gritos eran desgarradores. Había varias damas

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entre los prisioneros, y aunque las azotaban dentro de la cabaña,


podíamos oír sus gritos”.
El cónsul portugués Leite Pereira, el capitán Fidanza y un
comerciante italiano sufrieron la misma suerte. Todos fueron acusados
de complicidad en la supuesta conspiración, pero ni en un solo caso se
documentó con ninguna prueba que evidenciara los cargos. El hecho
de que López, con su sangre de indio, se hallara influido por un odio
insano hacia la raza blanca, odio que ha inspirado a tantos tiranos
mestizos, podría quizá explicar su crueldad. Se encontró a sí mismo
elevado sobre la ley y los prejuicios humanos, y aprovechó la oportu-
nidad como un ogro, para satisfacer su sed de tortura y sangre.
Las muertes que se mencionan anteriormente tienen alguna
explicación, pero no es posible explicarse por qué mandó ejecutar al
obispo Palacios, a quien él habla elevado de pobre cura de aldea al
rango de jefe de la Iglesia paraguaya. Este caso es más extraordinario
porque Palacios era odiado por los más conspicuos de sus
compatriotas, y ningún motivo en el mundo lo habría hecho volverse
en contra de su benefactor.
Berges, el ministro de Relaciones Exteriores, era un pobre
hombre para el que no existía más Dios que López, y lo hubiera
perdido todo si1ópez era separado del gobierno. Benigno López, que
fue torturado y ejecutado, se decía por boca de todos los paraguayos
que era tan malo y tan cruel como su hermano, y los tiranos, desde el
principio del mundo, nunca han gustado de sus parientes cerca del
trono. El martirio de todas estas víctimas puede explicarse hasta cierto
punto. Las siguientes cabezas en caer —para adoptar el lenguaje de un
tímido humanitarista como Robespierre, comparado con el carnicero
paraguayo— fueron las de sus dos mejores oficiales, los coroneles
Martínez y Alén.
Estos hombres habían sostenido la fortaleza de Humaitá con el
espíritu de Leónidas y los trescientos espartanos, enfrentando a
enormes contingentes. Habían soportado hasta el límite, la sed, el
hambre y el sufrimiento; cuando todo se hubo perdido, solos y heridos,

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se habían reunido al ejército, fieles hasta el fin. Como recompensa,


habían sido encarcelados, dejados que se consumieran de hambre,
vejados, bestialmente torturados y, por último, fusilados.
La única explicación es que López era un sádico, cuyo mayor
placer era derramar sangre y exacerbar el sufrimiento humano. Sus
fuerzas mermaban, día a día, el país estaba exhausto y no existía
posibilidad alguna de reclutar tropas frescas. El puente de plata estaba
tendido y contaba con tesoros en tales cantidades que podía dorar una
por una todas las tablas a su paso, y quedar todavía con suficientes
recursos como para ser rico más allá de los límites de la avaricia en
cualquier país que eligiera. ¿Cuáles eran, pues, sus motivos? Madama
Lynch, la única persona en el mundo que poseía su confianza, no ha
dejado Memorias, y López nunca permitió a ningún paraguayo que
tuviera el menor conocimiento de sus asuntos. Así que el sorprendente
carácter del monstruo sólo puede juzgarse por sus hechos, siendo
meras conjeturas, cuanto se diga con respecto a sus recónditos
motivos.
Los componentes de su carácter eran el sadismo, un patriotismo
introvertido, una absoluta ignorancia del mundo exterior, una
megalomanía que rayaba en los límites de la locura, un total desapego
por la vida y la dignidad humanas, una abyecta cobardía que lo habría
hecho ridículo en cualquier país del mundo que no fuera el Paraguay,
unido todo eso a no poca fuerza de voluntad y cierta capacidad.
Washbum3, ministro de los Estados Unidos en el Paraguay, que
conoció íntimamente al tirano y que en la mayor parte de las
oportunidades en que sus voluntades chocaron vino en su auxilio,
porque López no era nada diplomático, ha dejado este retrato de él,
tan escrupuloso en sus detalles que es corno si Holbein mismo lo
hubiera pintado:
“Su persona (López) era baja y gruesa. Su talla sería de unos
cinco pies y cuatro pulgadas, y aunque siempre fue algo corpulento, su
figura en los días juveniles era muy agradable. Vestía con gran
pulcritud y esmero. Sus pies y manos eran sumamente pequeños,

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indicando su origen indígería4. Su tez era oscura; estaba orgulloso de


su ascendencia indígena, y solía jactarse de ello. Tenia la palabra fácil
y un buen dominio del idioma, y cuando estaba de buen humor sus
maneras eran corteses y agradables. Sus ojos, cuando estaba de buen
talante, tenían una expresión amable y moderada; pero, cuando se
exasperaba, las pupilas parecían dilatarse hasta cubrir todo e1 iris y
echaban miradas de indignación como una bestia salvaje. Su frente era
pequeña y estrecha. Era un gran fumador. Sus dientes se le picaron y
ennegrecieron a causa del cigarro, y perdió varios de los delanteros.
Esto hacía bastante confusa su dicción. En los últimos años se puso
enormemente gordo, de un modo tal que pocos creerían que una
verdadera fotografía de su persona no fuese una caricatura. Era muy
irregular en las horas en que tomaba sus comidas, pero cuando lo
hacía la cantidad de alimentos consumida por él era enorme. Aunque
habitualmente bebía demasiado, con frecuencia excedía sus propios
límites y en tales ocasiones era capaz de abusar en la forma más
furiosa de todo lo que le rodeara. Cala en los excesos más torpes de la
obscenidad, y daba órdenes de cometer los actos más bárbaros. La
naturaleza cobarde de López afloraba de tal manera en todo su ser que
no se tomaba el trabajo de disimularla. Nunca se expuso a ningún
peligro si podía evitarlo. Su falta de valentía era conocida por todo el
ejército. En su juventud había aprendido a andar a caballo, y montaba
muy bien, pero cuando envejeció y engordó, no lo hacía sino en muy
contadas ocasiones y en un caballo muy manso!”.
Además de madama Lynch, López tenla muchas otras amantes.
La primera fue la Pesoa, a la que pronto desdeñó por la hija de Berges,
su ministro de Relaciones Exteriores, que Washburn describe como
“una niña alta y hermosa”. madama Lynch siempre aparentó no ver
tales pequeñas desviaciones. En esto actuó, sin duda, con gran
sabiduría y muy juiciosamente, porque con sus cuatro hijos, a los que
su padre adoraba no valí la pena que fuera a reñir con su perverso
amante por una chinita cualquiera. Aun la misma madama Lynch no
estuvo a veces muy cierta de su propia seguridad. Relata Washburn

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que en una oportunidad lo visitó sola, de noche, a pie, para pedirle que
se hiciera cargo de varias cajas5 que contentan joyas y objetos de plata.
Pocos días después, aparentemente cuando la tormenta había pasado,
las mandó buscar. Washburn expresa que fue de labios de madama
Lynch que oyó por vez primera las noticias relativas al complot que
se suponía tramado contra López. Agrega que ella expresó gran
indignación al saber que podía haber alguien con alma tan atravesada
como para conspirar contra el presidente, cuya única ambición era el
bienestar de su pueblo. “Usted sabe —dijo a Washburn— su
naturaleza bondadosa y cuán repugnante le es el ver correr la sangre”.
Esto, dicho en oportunidad en que él estaba ejecutando a sus ge-
nerales, a sus ministros y a los miembros de su propia familia, y que
estaba, como Washburn lo sabía muy bien, esperando la oportunidad
de poderlo tener entre sus garras, porque solían discutir muy
seriamente, hace pensar que madama Lynch estaba tratando de hacer
que él se comprometiera a sí mismo; pero, de ser así, aunque
Washburn estaba lejos de ser prudente en cuanto a las opiniones que
vertía acerca de las cuestiones relativas al Paraguay, ella fracasó en su
intento6.
Si se mira el hecho a través de la perspectiva del tiempo, no
puedo creer que madama Lynch hubiera estado jamás en el menor
peligro. López se hallaba, en realidad, demasiado ligado a ella. Le
había dado hijos que adoraba, y él, además, tenia necesidad de su
inteligencia y de su conocimiento del mundo para ayudarlo en sus
empresas y en el trato con los ministros extranjeros, representantes de
otras naciones. Esto puede darse como cierto hasta la época de la
evacuación de la Capital. A partir de entonces López fue un jefe indio,
completamente aislado del mundo exterior, odiando y odiado, a quien
era tan difícil aproximarse como a un tigre cebado o a un elefante
furioso. La conspiración, que en su mayor parte sus contemporáneos
creen que fue un producto de su propia imaginación, pero que,
considerando cuán temido y odiado era, bien pudo tener alguna
vislumbre de verosimilitud, lo proveyó de un pretexto para cometer

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tales atrocidades que lo colocan fueran del marco de la humanidad


corriente.
Arreando delante de sus tropas a toda la abatida población que
pudo juntar, avanzó internándose en el desierto. Madama Lynch y sus
hijos lo acompañaron, probablemente en algún viejo carruaje español,
de ruedas altas y elásticos de cuero. Él generalmente iba sentado en un
carruaje americano de cuatro ruedas, o montaba su caballo bayo
favorito. Ahora estaba completamente aislado del mundo exterior,
desde que La Villeta, el último de los fuertes del río Paraguay, se
había rendido en términos honorables, al mando del coronel
Thompson, después de una enorme refriega contra enormes contin-
gentes.
Esta, circunstancia dejaba el río completamente abierto a los
Aliados, y como era ésta la única ruta por la cual hubiera podido
recibir provisiones, desde que el camino a Bolivia estaba
completamente intransitable, si hubiera tenido nada más que el menor
apego por su país habría entablado inmediatamente negociaciones con
los Aliados. Éstos, por su parte, ya estaban hartos de guerra, y por
cierto que habrían concertado la paz en términos equitativos. Pero,
con una obstinación que hubiera tenido algo de admirable si no
hubiera crecido día a día su crueldad y sed de sangre, resolvió seguir
hacia el Norte, arreando a sus compatriotas por delante de él como a
una majada de ovejas. Habían escaseado mucho por esos días toda
clase de alimentos, y la hambrienta multitud se sustentaba únicamente
con raíces y pasto, arrancando la corteza de los árboles y comiéndola
también para mantenerse vivos. Los montecillos de naranjos silvestres
que salpican todo el territorio del Paraguay eran un don del cielo para
la hambrienta multitud, la que, cual fantasmas, dejábase caer poco a
poco para morir sin un quejido, pues la muerte daba fin a su calvario.
Algunos estaban tan extraordinariamente consumidos por el hambre
que sus cuerpos parecían vivir aún, con los ojos muy abiertos, la
mirada perdida- en el espacio, y semejaban verdaderos esqueletos con
la piel seca pegada a los huesos y una cantidad de insectos a su

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alrededor, según me contó un testigo ocular de sus sufrimientos. La


poca comida o alimento que quedaba se reservaba exclusivamente
para la tropa, la cual, aunque a media ración y compuesta en su mayor
parte por niños de menos de catorce años o por hombres que estaban
por sobre la edad militar7, luchaba indomablemente en todas las
paradas que hizo el mariscal López durante su retirada.
Desde Asunción, López hizo el primer alto en las Lomas
Valentinas, una posición fuerte, en unas colinas pobladas de bosques,
al noroeste de la Capital. Todavía contaba con. unos trece mil
hombres, de los cuales unos tres mil eran buenos combatientes. El
resto eran en su mayor parte niños y ancianos. Los animales que
conducían los bagajes eran meros esqueletos, y las pocas tropas de
caballería que quedaban al mando de uno de sus más capacitados
comandantes, el general Caballero, montaban en caballos tan débiles y
extenuados que apenas podían trotar.
Aquí se reunieron como seiscientos carros, para la marcha final
hacia el desierto. Contenían8, según expresa el doctor Zubizarreta, la
mayor parte del dinero de las arcas públicas, muchas de las joyas de
madama Lynch que habían sido extraídas al pueblo mediante sus
exhortaciones a las damas paraguayas, vinos y provisiones suficientes
para subsistir ellos por meses, y, sobre todo, toda la sal que López
había podido atrapar con sus dos manos.
Se supone que, en las Lomas Valentinas, López hizo azotar a sus
dos hermanas por la supuesta intervención en la conspiración.
Aquí también uno de sus jueces, Don Francisco Saguier, después
de procesar a varios de los acusados, no encontrando en ellos culpa,
ordenó su libertad. Por no haberlos obligado a confesar su
culpabilidad mediante torturas, él fue arrestado inmediatamente y
cargado de cadenas y grillos de cuarenta y cinco libras de peso,
dejándolo abandonado en el desierto para que soportara cinco meses
de exposición al sol tropical y a las lluvias, y la tortura de los
mosquitos y otras incontables sabandijas y bichos9 del Paraguay. Fue
torturado repetidas veces en el cepo “uruguayano”, al que describe

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como mil veces peor que las torturas de Torquemada, y azotado muy a
menudo; efectuó a pie una marcha de cuarenta leguas engrillado,
cubriendo el trayecto de San Francisco a La Villeta, ,a través del barro
y las espinas, hambriento y sediento, luchando literalmente por su
vida en cada yarda del camino.
Con él hallábanse generales, oficiales, soldados clérigos y de-
licadas damas, ancianos y niños. Los que no resistían más eran
lanceados y dejados para que los vampiros y las bestias salvajes los
devorasen; así vivió entre esta mísera humanidad, y dice que cree que
fue preservado de la muerte “providencialmente para relatar al mundo
los horrores de este monstruo10”.
No fue el único que sufría, aunque fue uno de los pocos que
escaparon con vida de las garras de la hiena11. Esto hizo el hombre en
la hora más negra de la historia de su país, y algunos de sus
extraviados compatriotas quieren erigirlo en héroe nacional, para
estimular el patriotismo. En los seiscientos carros que acompañaron la
primera parte del repliegue, él y su amante madama Lynch habían
acumulado todo el dinero del tesoro público nacional que habían
podido tomar y todas las joyas12 robadas a las familias más ricas.
En las Lomas Valentinas y en la capital provinciana de
Peribebuy, donde permanecieron tiempo suficiente como para
emplazar varios cañones, pues habían retirado a ese lugar todos los
abastecimientos militares del campamento de Cerro. León, tanto él
como madama Lynch prosiguieron su ordinaria vida entre el lujo,
bebiendo champaña en todas las comidas y comiendo lo mejor que el
pobre país les podía suministrar, mientras los devotos paraguayos
morían de hambre.
Las bandas ejecutaban constantemente; los acordes de “La
Palomita” consolaban las últimas horas de las víctimas que estaban
soportando torturas, y cuando habían aguantado más de lo que la
naturaleza humana puede resistir, tenían todavía que sufrir los
inseguros lanzazos de los míseros soldados niños, en el pecho y en el
vientre.

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Por las noches, el tambor indígena, la gomba, redoblaba en el


campamento, donde los soldados, medio muertos de hambre, se
reunían alrededor de las hogueras. Las dificultades del país, la
completa ausencia de mapas y caminos, y la propia timidez y dilación
de los Aliados prolongaron aún esta guerra, aunque con su enorme
superioridad numérica y los escuadrones de caballería bien montados
que tenían a su disposición podrían haber capturado a López y
terminado la campaña en uno o dos meses. Durante el último año fatal
de 1869, el mísero país sufrió más que durante los cuatro años
precedentes. Los alimentos se habían agotado. Todo el que fuera capaz
de manejar un arma habla sido llamado bajo banderas hacia tiempo.
Era imposible sembrar cosecha alguna, pues la población entera se
trasladaba, tanto en retirada como en búsqueda infructuosa de ali-
mentos. A pesar de todas sus dilaciones, los Aliados, que por ese
tiempo tenían amplio dominio de todo el río hasta Asunción,
continuaban su avance sobre los paraguayos, los cuales se vieron
pronto obligados a abandonar su capital, temporariamente instalada
en Peribebuy, y replegarse una vez más a otra posición más remota, en
un paraje denominado Oscura, donde pudieron resistir con éxito
varios ataques. Por ese mismo tiempo, los uruguayos se hablan
retirado con la mayor parte de sus efectivos a su país. Los argentinos
estaban muy cansados por la larga campaña, así que la guerra se
convirtió en una lucha a muerte entre López y el Imperio del Brasil.
Los desgraciados paraguayos no tuvieron participación alguna en estas
decisiones, pues peleaban con la soga al cuello, si bien es probable que
el gran odio que sentían por los brasileños los convirtiera en presas
más fáciles de la loca obstinación de su presidente.
Desde Oscura, López se retiró a Caraguatay, un lugar que se
encontraba más allá de los límites de la relativa civilización que
existía en las fronteras del Paraguay. Bosques y más bosques se
extendían hacia el Norte, cada vez más impenetrables y enmarañados,
cuna de tigres, boas, tapires, y visitados ocasionalmente por los
salvajes cainguás, armados de arcos y macanas.

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Los brasileños, bajo el mando del conde D'Eu, príncipe de


Orleans, casado con una hija del emperador don Pedro II, avanzaban
ahora constantemente, tratando de cercar a López y a los pocos miles
de hombres que todavía tenía consigo. Sin embargo, los trenes de
bagajes y los convoyes de abastecimiento hacían que sus movimientos
fuesen lentos, mientras que López y su famélico ejército estaban siem-
pre prontos a retirarse a través de las huellas de la selva. No existe
ninguna historia auténtica de este calvario, por cuanto los escritores
paraguayos han relatado hechos a posteriori y los brasileños, como es
lógico suponer, solamente cuentan lo que les aconteció a ellos. No
obstante, por el testimonio de los pocos europeos que fueron
arrastrados por López tal corno los hombres son arrastrados por un
alud, sin posibilidad, de avanzar o retroceder, temiendo morir de
inanición si se internan en los bosques, y seguros de una muerte cruel
si se los sorprende tratando de desertar-, sabemos que la vida se
deslizaba como de ordinario para López y madama Lynch.
Cuando no estaban sobre la marcha, López se levantaba
generalmente alrededor de las nueve, bebía una taza de chocolate,
fumaba un cigarro o dos, y continuaba con su tocado hasta que llegaba
el momento de sentarse a tomar un suculento desayuno en compañía
de madama Lynch y sus cuatro hijos. El mayor, Pancho, parecía una
astilla del viejo tronco, insolente, arrogante e ignorante de todo lo que
estuviera fuera de las fronteras del Paraguay. En una ocasión su padre
lo llevó consigo para celebrar una entrevista con el general Mitre, y se
comportó de un modo tan insolente, que hubo de mandarlo de vuelta
al campamento, por miedo de que acarrease una riña con los
argentinos.
En Caraguatay tuvo lugar la cruel farsa que López llamó el
proceso de su madre y hermanas. Si se considera que el objeto de la
susodicha conspiración era el colocar a Benigno López en el lugar de
su hermano, nada pudo haber sido más ridículo ni cruel. Benigno
López, después de haber sido azotado en forma inhumana, ya había
sido ejecutado. Caraguatay estaba muy alejado de la civilización; los

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acusados no tenían defensores que mediaran en el caso, y nadie


hubiera osado, por otra parte, poner en peligro su vida en una causa
tan desesperada. Mientras se hallaba en Asunción, López estaba
controlado hasta cierto punto por la presencia de los cónsules
extranjeros y las visitas ocasionales de barcos de guerra de otros
países.
En Caraguatay, a la cabeza de los pocos miles de hombres que le
quedaban como componentes del ejército paraguayo, era dueño y
señor absoluto. El acusado era encontrado culpable, y condenado. Las
hermanas del tirano fueron azotadas brutalmente, y, como es natural,
bajo la tortura confesaron su crimen. Esto no las salvó de más
sufrimientos, porque a López le gustaba jugar con sus víctimas del
mismo modo que el gato juega con los ratones. Los azotes se repetían
constantemente, pero se ponía cuidado especial de no hacerlos tan
intensos que la muerte de la quebrantada víctima la dejara en libertad.
La madre, que debía tener ya sesenta años de edad, recibía cuarenta o
cincuenta azotes con una lonja de cuero, y entonces, como no confe-
sara, se le aplicó un golpe en la cabeza con la hoja de una espada, que
la dejó sin sentido. Desde los días de Nerón, ningún otro monstruo de
esta categoría ha avergonzado a la humanidad. Las personas
prominentes del país ya habían sido exterminadas. Los cónsules
portugués e italiano y toda la colectividad extranjera de Asunción, que
constaba de cincuenta y cuatro personas, habían sido torturados y
ejecutados. Lo que López había temido de las tres infelices mujeres,
solamente él lo sabría. Por ello, como después se supo, firmó la
sentencia de muerte de su madre, el penúltimo día de su vida, y había
dispuesto también la muerte de sus hermanas. Por un oculto designio
de la Providencia, éstas le sobrevivieron para execrar su memoria13, y
la primera no cayó en las manos del verdugo.
A pesar de las severas precauciones que tomaba López para
evitar la deserción, después que inició la retirada de Caraguatay,
obligado por el avance de las tropas brasileñas, muchos de sus
oficiales extranjeros y prisioneros se escaparon o fueron tomados por

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el enemigo. El doctor Stewart habla sido tomado prisionero en la


retirada de las Lomas Valentinas. El coronel von Trauenfeld y el
mayor von Versen14, los desventurados oficiales prusianos enviados a
estudiar la guerra que, considerándolos espías, fueron encarcelados, se
ingeniaron para escaparse a los bosques, y una vez allí se escondieron
hasta que pudieron unirse a los Aliados15.
El coronel Thompson ya se encontraba en salvo, habiendo
capitulado en excelentes términos después de la heroica resistencia en
Angostura. El doctor Skinner era el único europeo que permanecía
con López, y sobrevivió probablemente porque había sido designado
médico de López, quien se preocupaba con el mayor celo por su salud.
Además de los europeos que escaparon a los malos tratos, falta
de alimento y exposición a toda clase de peligros, fueron traídas
muchas de las víctimas de la brutalidad del tirano, cuando se efectuó
la retirada. La desventurada Pancha Garmendia, la cual, por el delito
de haber rechazado sus pretensiones amorosas, había sufrido brutales
castigos, hasta verse reducida a casi un esqueleto, soportando meses
de castigo de azotes, cuidadosamente calculados para provocar el
máximum de sufrimiento en un cuerpo humano, sin que sucumbiera,
cayó una vez en el camino, pues no podía resistir más, y fue ultimada
de un lanzazo; lanzazo que puso término, por fin, a su existencia
miserable. De acuerdo con las referencias de todos los escritores de
aquel tiempo, había sido la más encantadora y más brillante
paraguaya de su tiempo. Su único crimen residía en su virtud, y si
alguna vez se demostró lo falaz del antiguo refrán “La virtud es su
propia defensa” fue manifiestamente en el caso de Doña Pancha.
jamás ninguna mártir soportó los sufrimientos que esta mujer, por una
causa que ha llenado páginas del “Flos Sanctorum” con vírgenes y
santas.
No existe ninguna constancia de la cantidad de victimas que
sucumbieron en la terrible marcha, pero en el diario del general
Resquin, uno de los principales secuaces del tirano, que cayó en
manos de los Aliados antes de la muerte de López, hay una anotación

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que establece que del 17 de junio al 14 de diciembre habían sido


torturadas y luego fusiladas o lanceadas seiscientas cinco víctimas.
Ésta, según se supone, deben de haber sido personas de alguna
jerarquía, pues de los soldados y suboficiales Resquin no parece haber
tomado nota.
Y continuaba la retirada; los paraguayos aún se comportaban
heroicamente cuando eran demasiado presionados; resulta imposible
dejar de admirar a estos denodados héroes, integérrimos hasta el fin.
Los actos de heroísmo individuales eran tan comunes que resulta muy
difícil hacer una compilación acabada de los mismos, y hasta los
mejores de los Aliados deben de haberse sentido un poco
avergonzados de tener que exterminar a los siempre pequeños
contingentes de valientes patriotas mal dirigidos. Un tiro disparado de
cerca los habría libertado, pero eran tan leales a su opresor que no
hubo nadie que lo disparara, en todo el ejército hambriento, miserable
y azotado. Ningún hermano, hijo o esposo de los que vieron ultrajar y
asesinar a su ser más querido, tuvo jamás un pensamiento de
venganza para el causante de sus cuitas.
El general Caballero, que había sido tomado prisionero por las
fuerzas de caballería brasileñas, mientras los soldados se encargaban
de dar buena cuenta de sus espuelas y arreos de plata, aprovechó la
oportunidad para huir a pie e internarse en los bosques. Una vez allí
después de pasar penurias sin cuento por varios días, desechó la
libertad que le había caído como un don del cielo y se apresuró a
colocarse otra vez bajo el yugo.
Al ambular de un punto para otro, aun los soldados y oficiales
paraguayos del ejército comenzaron a desaparecer, a pesar de todas las
precauciones, y tanto se internaban para morir en los bosques como
para entregarse a los Aliados o dirigirse de vuelta a Asunción o a
cualquier otro lugar donde creían ver la oportunidad de conseguir
alimentos. Esto se prolongó por todo el año 1869, sin que nadie
hiciera la crónica o cantara en sus composiciones el cruel vía crucis
completamente ignorado por el mundo, fuera del Paraguay. Como la

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mayor parte de las atrocidades se cometieron en parajes casi desiertos,


de los cuales no podían filtrarse hacia fuera, en Buenos Aires y aun en
el Brasil, López aparecía como un fanático patriota, que sacrificaba a
su país y se sacrificaba a si mismo por un ideal.
Los paraguayos más educados y cultos hablan sido exterminados
o se habían salvado huyendo; los extranjeros habían sido muertos o
tomados prisioneros. El general Caballero, el general Resquin,
Sánchez el vicepresidente, que ya era un hombre entrado en años, y el
Padre Maíz, estaban todavía con López, pero ninguno de ellos ha
dejado Memorias, y el doctor Skinner, el único europeo que se
encontraba a su lado cuando murió, dejó solamente una carta enviada
desde Buenos Aires, no mucho después de haber sido tomado pri-
sionero16. En ella hace trizas la leyenda de que López fuera un
patriota, y desde su alto puesto de cirujano jefe del ejército
paraguayo17 y médico personal de López, y el único testigo de su
muerte fuera de madama Lynch y de la soldadesca brasileña, lo pinta
con colores verdaderos y despojado de la aureola de gloria de que
había conseguido rodearse, con tanto trabajo, en el mundo exterior,
durante los primeros tiempos de la guerra.
Hacia el fin de 1869, López debió de haberse dado cuenta de que
ya no podía mantener esperanza alguna, puesto que sus hombres
mermaban. día a día. Tanto puede ser que por entonces se formara el
propósito de morir o que tuviera idea de escaparse a Bolivia. Su
megalomanía porque siempre consideró a su persona algo mucho más
importante de lo que en realidad era, y que los ojos del mundo entero
se hallaban fijos en el Paraguay y su persona, si bien es cierto que ni
un solo hombre por cada millón en Europa había oído hablar jamás de
él, y muy pocos habrían oído referencias del Paraguay o tendrían la
menor idea de dónde se hallaba situado siempre lo indujo a creer que
los Estados Unidos, Inglaterra o Francia, o los tres juntos,
intervendrían para paralizar la guerra. Corno él había tratado en
forma descortés y hasta insultado a los representantes de estas tres
naciones, resulta difícil averiguar en qué fundaba tales esperanzas.

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A pesar de que las fuerzas menguaban, de la falta de alimentos y


de que la retirada los llevaba a internarse cada vez más
profundamente en una región casi desconocida e inexplorada, las
ejecuciones diarias continuaron. Sus hermanas eran azotadas en forma
atroz, su madre expuesta cotidianamente a los insultos y abusos de
toda clase, y era evidente que él había determinado su muerte; pero, a
causa de un sentimiento natural o de que temiera provocar el justo
oprobio en el resto de lo que fuera un poderoso ejército que todavía le
era adepto, no se atrevía a hacerla ejecutar. Aunque se hallaba en esos
apuros, y muy lejos de la civilización, imaginaba siempre arrastrar
consigo el espectro de un gobierno, y celebraba entrevistas y consejo
con los ministros que aún sobrevivían; el doctor Skinner expresa que
“pasaba una vida de comodidad y fiestas, y hasta bebía vinos selectos
ad libitum, rodeado de todos los placeres y halagos que pueden
hallarse en la retirada de un ejército perseguido”.
Tan poco se preocupaba de la salud y la comodidad de los que lo
seguían, que aunque tenía varios carros cargados de sal, ninguno de
éstos se destinó al ejército, aunque la falta de sal era una de las
privaciones más grandes que tuvieron que soportar.
En enero de 1870 López cruzó la cordillera de Amambay,
pasando por Río Verde y Puente Porá, y penetró en lo que se conocía
como la Picada de Chirigüelo, un paso abierto en los bosques por los
recolectores de la “ilex paraguariensis”, con cuyas hojas se prepara la
conocida yerba mate o té paraguayo, que tanto se toma en las
repúblicas del Río de la Plata.
El 14 de febrero emergió en Cerro Corá, un espacio abierto en
las colinas boscosas, de las últimas estribaciones de la cordillera de
Amambay. Situada en el extremo noroeste del Paraguay y próxima a
la frontera brasileña, tiene dos accesos, uno por Chirigüelo y otro por
un paso de la selva conocido como la Picada de Yatehó. Estos son
bosques de árboles de madera dura, que rodean el enorme anfiteatro.
Árboles gigantescos, desconocidos en Europa, coronados de flores
brillantes, flores qué son sus coronas fúnebres, porque pertenecen a las

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lianas que envuelven al tronco y lo absorben la savia como parásitos.


Así están los árboles como un Laocoonte, vegetal, luchando por su
vida, huta que algún vendaval los derriba.
En el interior de la selva, balanceándose de rama en rama, los
monos colorados lanzan al aire sus gritos; de noche álsase un coro tan
infernal que creeríase que multitud de leones feroces poblaran la
selva. Los perezosos parecen vegetar, siempre aplastados contra las
ramas superiores de los árboles, semejando grandes excrecencias, y
también añaden una nota quejumbrosa al concierto general nocturno
con su “ai, ai”.
Por la tarde, el silencio del día, solamente turbado por el
conjunto de notas de los incontables insectos, el zumbar de los
mosquitos y de las avispas y el batir de las alas del guaynambí, que le
cuelgan cuando se posa en las flores de los grandes ceibos, es
interrumpido a veces por los gritos de un animal nocturno que se
despierta y ronda por el bosque. Los jaguares se afilan las garras en
las cortezas de los árboles o lanzan sus gritos espeluznantes.
En la espesura, los tapires se disputan un paso hacia la corriente,
en la cual parecen flotar, con la espalda a flor de agua, como
hipopótamos en miniatura. Exactamente en el centro del anfiteatro,
una correntada considerable serpentea, vadeable en varios puntos, y
por el tiempo en que López penetr6 en esta gran explanada se
encontraba exactamente en su nivel inferior, pues las lluvias de
primavera no hablan empezado aún.
El suelo en las márgenes era pedregoso, así es que no crece en él
ninguna clase de juncos o pajonales que dificulten el paso ni lo hagan
pantanoso. A cada lado de la planicie u hondonada por la cual corre el
agua, el suelo está plagado de una plantita llamada en guaraní
guavirani, que se parece algo a la zarzamora escocesa, pero con una
hoja más grisada. El fruto es amarillo como una ciruela, y tiene
algunas semillas blandas; yo las he comido únicamente cuando me en-
contré a mucha distancia del agua, después de una jornada cansadora
en la que había galopado mucho al sol. Saboreé por primera y única

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vez la exquisitez del néctar y la ambrosía, pero en dicha oportunidad


el sabor de los alimentos olímpicos me fue revelado a través de la sed.
En esta plaza de toros natural, donde el destino había marcado que
tenla que caer definitivamente, estableció López el campamento de las
pocas fuerzas que le quedaban, inferiores a un millar de hombres, el
14 de febrero de 1870, en una elevación a dos millas de la corriente de
agua.
Sus escasas fuerzas no estaban en condiciones de oponer
resistencia alguna, y las tropas brasileñas, en cantidad aplastante, las
perseguían de cerca y se cerraban rápidamente sobre ellas.
En estas circunstancias, López ejecutó una de las cosas más
extrañas de todo el curso de su vida pública. Quizá era lo que los
escoceses llaman un “fey” y tenía el indefinido presentimiento de que
el fin estaba cercano; tal vez su razón empezara a flaquear bajo el peso
de tantos horrores acumulados en un año tan tremendo; tal vez quiso
demostrar que, aunque era un cobarde físicamente, su espíritu era
indomable.
El 24 de febrero, una semana antes de su muerte, hizo .105
preparativos necesarios para instituir una medalla otorgada por la
campaña de Amambay. Se trazaron los cuños, se eligió una faja y se
dispusieron los oficiales tal como si se hubiera encontrado en su
propio palacio de Asunción. En toda la historia militar del mundo no
existe otro caso de una condecoración instituida en circunstancias tan
extrañas. Firmó el decreto formal estableciendo la condecoración el 24
de febrero; si no hubiera firmado más que ese decreto, habría
merecido quizá cierta penosa admiración, pero el último día del mes
puso su firma a la sentencia de muerte de su madre, que habla sido ya
azotada sin ninguna misericordia. Tales fueron los últimos actos
oficiales que debía cumplir según su destino. En las primeras horas
del 1º de marzo de 18702 la caballería brasileña irrumpió en sus
puestos avanzados y se introdujo en el campamento. López, avisado de
ello, pidió su bayo favorito, y habiendo acondicionado a madama
Lynch y a sus hijos en el viejo carruaje que había resistido el trayecto

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a través de sierras y valles desde Asunción, salió para tratar de huir.


Casi habla llegado a la margen del pequeño río cuando las tropas
brasileñas lo alcanzaron, después que su caballo se había
empantanado en una ciénaga; intimado a rendirse, disparó un tiro con
el revólver, hiriendo a un soldado brasileño; entonces un cabo de
caballería, llamado Lacerda y apodado “Chico Diablo”, lo hirió en el
estómago de un lanzazo. En un esfuerzo supremo, consiguió cruzar la
corriente, y a la intimación hecha por el general brasileño que
entonces habla llegado, respondió con otro disparo de revólver. En
medio de la confusión subsiguiente, recibió la herida de muerte.
Revolviéndose en un último, estertor, alcanzó a decir: “Muero con mi
Patria”. y cayó muerto entre el barro. Su madre, que sabía que la
muerte del hijo salvaba la suya, al saberlo rompió en amargo llanto.
Las hermanas la reconvinieron diciendo: “No se aflija, madre; éste no
era ni un hijo ni un hermano, sino un monstruo”

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1
Seven eventful years in Paraguay.
2
De su propia declaración, citada por Washburn, en su History
of Paraguay.
3
History of Paraguay, Washburn.
4
Creo que esto es un error, porque los indios tienen general-
mente pies grandes, a consecuencia de que andan descalzos. Es, sin
duda, a causa de su sangre española que López tenla pies pequeños,
porque éstos han sido siempre una característica de la raza hispana.
5
Se supone que estas cajas fueron enterradas provisionalmente
en algún punto cerca del campamento de San Fernando, sobre el río
Tebicuarí, conocido solamente por López y madama Lynch.
6
El doctor Stewart me contó que por ese entonces ella le dijo un
día: “No se sabe a quién le tocará el próximo turno”; el doctor, que era
un escocés prudente, cambió de conversación con una broma.
7
Esta fue la causa de un nuevo horror. Las municiones habían
escaseado mucho, y se las distribuía con mucha parsimonia a las
tropas. Para ahorrarlas, la mayor parte de las ejecuciones se hacían a
lanza, por débiles y asustados niños, que frecuentemente debían dar a
las víctimas nueve o diez lanzazos antes de que expiraran. De esta
horrible manera muchos de los principales ciudadanos paraguayos
fueron ultimados por su supuesta intervención en la hipotética
"conspiración".
8
El doctor Zubizarreta, en la colección de documentos, cartas,
etc., que publicara en Asunción bajo el título de “El Mariscal
Francisco Solano López”, expresa: “Las cajas de madama Lynch y las
de López no eran otra cosa que el Tesoro Público”.
9
“Bicho” significa literalmente un animal, pero se aplica
generalmente a las chinches, mosquitos y los infernales insectos
alados negros conocidos como “jejenes”. Los que han sufrido sus
ataques, sin estar cargados de hierros y en completa libertad de
encender fuego para ahuyentarlos, saben muy bien, aunque no tengan
más que una vaga idea, lo que habrá tenido que soportar don

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Francisco Saguier, bien cargado y amarrado con otros prisioneros a


una larga cuerda arrastrándose por el suelo húmedo.
10
Seven eventful years in Paraguay, pág. 278.
11
El sacerdote italiano R. P. Geronimo Becchi escribe en “La
Estrella” del 10 de septiembre de 1869: ¡Más de ocho mil personas
fueron martirizadas por López, la mayor parte ultimadas a lanza”, y
sigue diciendo: “López mataba para apoderarse en forma manifiesta
de la fortuna tanto de sus compatriotas caídos como de los extranjeros,
teniendo buen cuidado de destruir los rastros de-su nefando crimen,
para lo cual, después de las ejecuciones, mataba a los ejecutores.”
Padre Becchi, de las declaraciones de Cecilio Báez, citado en el
Mariscal Francisco Solano López, publicado en Asunción en 1926.
12
Antes de la guerra había una extraordinaria cantidad de joyas
y platería, para un país tan pobre como el Paraguay. La mayor parte
de la platería había pasado de mano en mano desde las antiguas gene-
raciones; las joyas constituían el único lujo de las damas. las cuales
frecuentemente usaban valiosas alhajas españolas, y en general
invertían el dinero que tenían en su adorno personal. Hasta las
mujeres más pobres poseían comúnmente brazaletes, aros y collares, y
sobre todo hermosas peinetas. A cierta clase de mujeres que formaban
realmente un “demi-monde” y que, sin ser virtuosas al extremo, no
eran en ninguna forma prostitutas, se las conocía como “peinetas de
oro”, por las peinetas recamadas de oro que lucían.
13
Su madre refirió a una dama de Asunción, una vez terminada
la guerra, que cuando lo vio muerto, se hincó a rogar por él.
14
Autor de “Reisen in Amerika und der Südamerikanische
Krieg”. Berlín, 1872. El coronel von Trauenfeld vivió durante mucho
tiempo en el país, y sé había casado con una dama paraguaya.
15
En una carta, Trauenfeld escribía a Washburn, después de pro-
porcionarle una lista de las víctimas de López, que se encontraba en'
salvo con los Aliados. Decía además que López había impartido
órdenes de matar a todos los prisioneros, pero von Versen mismo “ya

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lo había engatusado afortunadamente después de la derrota de Lomas


Valentinas”.
16
Esto resulta tan importante, por ser el testimonio de un
europeo culto que se encontró junto a él hasta el fin, que lo he incluido
completo en un apéndice.
17
Fue nombrado cirujano general después que el doctor Stewart
cayó prisionero.

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APENDICE I
MADAMA LYNCH

Alicia Eloísa Lynch nació en Irlanda en 1835. Sus padres


estaban bien emparentados, y por parte de su padre había dos obispos
y varios magistrados. Por parte de su madre, un familiar era un
vicealmirante que habla combatido junto a Nelson en las batallas del
Nilo y de Trafalgar. Dos de sus hermanos fueron oficiales navales.
Siendo aún muy joven, se casó con un tal M. Quatrefages, un
funcionario civil del gobierno francés, y vivió junto a él cuatro años,
en París y en Argelia. El matrimonio se anuló, no como parece por
razones usuales, sino por haber sido celebrado siendo ella menor de
edad y sin las formalidades legales del caso. Existirían probablemente
algunas otras razones, que no se dieron; su esposo, M. Quatrefages, se
volvió a casar en 1857.
Casada a los 15 años de edad, y habiendo sido declarado nulo su
casamiento antes de que ella cumpliera veinte, no se sabe nada de
cómo pasó los dos o tres años que mediaron entre este acontecimiento
y su encuentro con López, según se dice, accidentalmente, en el andén
de la estación de Saint Nazaire, en Paris. Parece ser que en forma
repentina López se enamoró perdidamente de ella. De acuerdo con
todas las referencias que se tienen, era extraordinariamente hermosa.
De estatura mediano con un cabello muy abundante, de temperamento
alegre y siempre muy bien vestida, a, la moda del París de aquel
entonces, no resulta difícil comprender la atracción que ejerció sobre
el joven mestizo, muy poco acostumbrado, por cierto, a los encantos
de una mujer como madama Lynch, bien instruida y muy civilizada.
Además de su atractivo personal, era ésta una mujer lista y galante,
muy persuasiva en sus maneras, con buenas disposiciones naturales
para los negocios y una voluntad de hierro. Poseía, además, la valentía
que le hacia tanta falta a su amante; se dice que en varias
oportunidades expuso su vida de la manera más temeraria durante el

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sitio de Humaitá, caminando bajo la lluvia de granadas, como lo


hiciera la reina de Nápoles en el sitio de Gaeta, mientras su cobarde
esposo, “Il Ré Bomba”, permanecía a cubierto, como López, en un
refugio a prueba de balas.
López abrigó, sin duda, un vivo deseo de casarse con ella, pues
sabía bien que si llegaba a realizar su sueño de verse coronado
emperador del Río de la Plata, una esposa morganática tomarla poca
parte en la magnificencia de su posición. Aunque su matrimonio habla
sido anulado, aparecieron algunas formalidades legales que M.
Quatrefages se negó a ratificar y que obstaculizaron siempre esta
cuestión. Una cosa es verdad, y es que ella retuvo siempre el lugar que
ocupaba en el corazón (o como quiera llamársele) de López, hasta el
último día de su vida. Desde el punto de vista carnal, López estaba
muy lejos de guardarle fidelidad constante; pero ella, siendo una
mujer de mundo, y habiéndole dado cuatro hijos que él adoraba, se
preocupaba poco de sus deslices, y abrigaba la completa seguridad de
que a la corta o a la larga él habría de volver a sus brazos.
Más aún, ella le era útil en su trato con los diplomáticos
representantes de países extranjeros, pues había asimilado la cultura
europea y tenía conocimientos del mundo que le faltaban a López, a
pesar de sus buenas disposiciones naturales, por falta de roce y de
educación en su juventud.
Después de la muerte de su padre, López heredó su poder con
tanta seguridad como si hubiera pertenecido a una larga dinastía de
reyes. Madama Lynch era ahora prácticamente la reina del Paraguay.
Vivía en una hermosa casa que López le había dado, compraba
propiedades de todas clases, fijaba las modas para las damas
paraguayas y daba grandes bailes y saraos a los cuales los invitados
estaban obligados a asistir. Todos los europeos que López empleó, la
cortejaron; los ministros de potencias extranjeras no se quedaban
atrás, haciéndole regalos espléndidos cuando necesitaban de su
influencia ante el presidente para conseguir el arreglo de algún asunto
diplomático; los fascinaba de todas maneras a la mayor parte de ellos,

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y el doctor Stewart me contó que, aunque nunca confió en ella, no


dejaba por eso de ser un encantador anfitrión, en cuya casa había un
cierto, aire europeo, siempre grato a un hombre cuya única sociedad
estaba constituida. por los sencillos paraguayos, ignorantes del mundo
exterior.
Pocas mujeres han tenido una aventura más dramática ni más
extraña que la de la joven viuda franco-irlandesa encontrada por
casualidad en la plataforma de una estación ferroviaria. Hasta la
declaración de la guerra por parte de los Aliados, todo había
marchado a pedir de boca para ella. El cariño y sus hijos la habían
ligado a su hombre de una manera tan poderosa, como si la Iglesia
hubiera bendecido su unión. Quizá más fuertemente, porque la Iglesia
puede desatar sus lazos por intereses o dinero, mientras las ligaduras
del cariño son imposibles de romper, durante tanto tiempo como dura
su existencia. López no había mostrado sino muy poco del lado
sombrío de su carácter hasta el comienzo de la guerra. Si se hubiera
levantado como un conquistador, tal vez no habrían aparecido —pues
algunas ejecuciones de sus enemigos aquí y allá no habrían llamado
mucho la atención en países acostumbrados a las barbaridades de
Francia— Artigas, Quiroga, Rosa y una horda de otros caudillos.
La guerra lo alteró todo: López comenzó a mostrarse a sí mismo
como el tirano sediento de sangre que era, y madama Lynch a exhibir
avaricia y amor por el dinero, las peores características de su
personalidad. Masterman, Washburn, Cecilio Báez, el coronel
Thompson y el resto de los escritores que se han ocupado de López
han establecido que todo el oro y las joyas que López obligó a dar al
Estado, a las mujeres paraguayas, se los brindó, a madama Lynch.
Adolfo Aponte escribe desde Asunción: “López regaló tres mil ciento
cinco leguas de tierra a madama Lynch, además de mucho dinero1”.
En su testamento, que López confió al coronel McMahon, ministro de
los Estados Unidos, a quien madama Lynch había cautivado, en
oportunidad de dejar el Paraguay, dice Masterman2 que figuraba la
cesión de estas tres mil ciento cinco leguas. Cecilio Báez, que fuera

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ministro del Paraguay en los Estados Unidos, escribió una especie de


ensayo acerca de madama Lynch que contiene muchos detalles
curiosos. Momentos antes de que López hiciera su última retirada, en
la capital provisoria de Peribebuy, dice Báez: “la Lynch” mandó
muchas cajas de dinero desde Humaitá, en 1866, en la corbeta italiana
“La Ardita”, y mandó otras desde Angostura”. El coronel McMahon
expresa que fue el portador de la última “gruesa remesa” de dinero
que madama Lynch pudo enviar fuera del Paraguay. El dinero fue
contado “onza por onza y Carlos IV por Carlos IV”. Cada onza de
Carlos IV está acuñada con su efigie3. La operación de contar
novecientos mil dólares en onzas de oro y monedas de plata se llevó a
cabo día y noche en una oficina vecina a la Jefatura Política, bajo la
vigilancia del veterano Don Manuel Solalinda, en Peribebuy. Las cajas
se sacaron una buena mañana a vista y paciencia de toda la ciudad.
Esas varias “remesas” demostraban que “la Lynch”, como Don
Cecilio Báez la llama poco gentilmente, no tenía mayor fe en el estado
real del Paraguay, ya en el año 1866.
No cabe duda de que sus instintos e inteligencia le indicaron que
la guerra habría de tener un final desastroso. Su posición en Asunción
debe de haber resultado difícil en algunas oportunidades. Por cierto,
ella era leal a López, y lo ayudaba con lo mejor de su habilidad frente
a los varios embajadores de potencias extranjeras, desplegando todo
su poder de fascinación y su gran conocimiento del mundo.
Masterman y Washburn dicen que ella alentaba a López en sus
hábitos de bebedor. Esto parece dudoso, porque en primer término,
aquél no necesitaba ningún estímulo, y, por lo demás si existía la
posibilidad, aunque remota, de que fuera alguna vez la fuerza
principal de Sudamérica, como pareció probable en cierta época,
habría sido muy de su interés el mantenerlo, dentro de lo posible,
sobre la línea recta. Aparentemente no hizo nada por evitar las
crueldades de López. Tal vez fuera por falta de oportunidad, porque es
difícil creer que, en su condición de mujer, no se estremeciese ante
ellas.

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Madama Lynch siguió a López durante todo el curso de la guerra


del modo mas fiel, no intentando nunca abandonar el Paraguay, lo
cual habría podido hacer fácilmente, con cualquier ministro
extranjero. Cuando llegó el fin, y L6pez cayó peleando como una
bestia salvaje acorralada, madama Lynch y sus cuatro hijos trataron de
escapar. Es probable que, por esta circunstancia, no lo viera ella en el
momento en que cayó. Cuando los brasileños se hicieron cargo del ca-
rruaje, diciéndoles que L6pez acababa de sucumbir, el hijo mayor,
Pancho, hizo fuego desde una de las ventanillas, hiriendo a un
soldado. Un lanzazo puso fin a su existencia, y madama Lynch, con
los otros tres, fue conducida al lugar donde yacía en el suelo el
cadáver de su amante.
Cualesquiera que hayan sido sus faltas, su avaricia y su
negligencia en el empleo de los medios que poseía para. aliviar los
sufrimientos de los muchos prisioneros, no se puede dejar de sentir
compasión por una mujer en tales trances. En menos de media hora,
dos lanzazos la habían privado de su hijo mayor y del hombre que la
había elevado casi a la posición de una emperatriz, que acogiera
complacido sus sugestiones y derramara riquezas sobre ella.
El mundo perdió poco con la muerte de ambos. El muchacho,
Pancho L6pez, aunque apenas contaba diecisiete años de edad, había
demostrado ya la arrogancia de su padre y su extraordinario egoísmo.
En cuanto a Francisco Solano L6pez, todo lo que puede decirse como
atenuante de sus crímenes es que nada igualó en toda su vida al
momento de dejarla; al fin murió peleando, negando cuartel y tuvo la
suerte de poder exhalar con su último suspiro una frase que habría
aureolado la muerte de cualquier patriota bien inspirado4.
Afortunadamente para madama Lynch, los brasileños victoriosos
la protegieron, si no las mujeres paraguayas muertas de hambre que
acompañaban al ejército, la habrían hecho pedazos. La madre y las
hermanas de López, cuyas vidas se habían salvado milagrosamente al
huir sus guardianes ante la presencia de las tropas brasileñas, la
maldecían y execraban. No resulta extraño que la miraran con

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aborrecimiento, pues ella permaneció sola y desamparada, sin un


amigo, protegida por los enemigos de su país adoptivo, ante los
cuerpos de su amante y de su hijo.
A pocas mujeres les ha tocado vivir tales vicisitudes a los treinta
y seis años. Otras han ascendido a alturas mayores, y han caldo más
bajo, pero en ese día señalado por el destino, el primero en el que el
Paraguay pudo respirar libremente, hubo de apurar ella el cáliz de la
amargura. Había seguido a López fielmente, desde el esplendor hasta
los bosques de las márgenes del Aquidabam. Ahora él yacía tendido,
en la arena, mientras las moscas revoloteaban alrededor de sus ojos
sin vida. Ella y sus hijos cavaron una fosa superficial, empleando para
ello las manos y pedazos de palo. Lo colocaron en ella y pusiéronle
encima varias piedras pesadas, para preservar el cuerpo de las bestias
salvajes.
No se recitó plegaria alguna ante el fúnebre monumento, con
excepción de las que madama Lynch y sus tres hijos probablemente
habrán musitado. No hubo fanfarrias que ejecutaran ante el cadáver
del hombre cuya más intensa delectación la constituían la pompa y los
honores militares. Sánchez, el viejo vicepresidente, había sido muerto
en la confusión; los demás que lo seguían, Resquin, el Padre Maíz y el
general Caballero, habían sido tomados prisioneros, y tan pronto como
se encontraron en salvo, execraron su memoria y lo maldijeron.
Después de la guerra, madama Lynch regresó a París, donde
adquirió una hermosa residencia5 en la Rue de Rivoli donde vivió
holgadamente con el dinero que López le había dado en el Paraguay.
La vi subir al carruaje varías veces en la puerta de una casa que
poseía en Londres, en el año 1873 o 1874; creo que era en Thurlce
Square o en Hyde Park Gate. Entonces tenía la apariencia de una
mujer cuarentona, de mediana estatura, bien formada, empezando ya a
ponerse un poquito gruesa, con su abundante cabello salpicado de
canas.
Vestida al estilo parisiense, parecía más francesa que inglesa, y
no tenía en absoluto ese dejo de aire desmañado, que caracteriza a la

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mujer irlandesa. Manteníase hermosa y de aspecto distinguido; su cara


era ovalada, y sus labios, algo abultados. Si mal no recuerdo, sus ojos
eran grandes y grises, y no parecía, por cierto, haber visto la muerte
cara a cara con tanta frecuencia, haber vivido por tanto tiempo en
circunstancias extraordinarias y aterrorizadoras, haber sepultado los
cadáveres de su hijo y de su amante con sus propias manos, y, sin
embargo, vivía aún para contarlo.
Después de residir en París unos quince años, regresó a Buenos
Aires en 1885 y el 3 de febrero del mismo año vendió a don Enrique
López las tres mil leguas de terreno que López le había otorgado. Sus
hijos “cedieron” sus derechos sobre estas posesiones a un argentino,
Francisco Cordero, pero nada se sacó con ello, porque el entonces
presidente del Paraguay, general Escobar, se rió de estas pretensiones,
aunque trató de hacer derivar este incidente hacia una cuestión in-
ternacional.
A su vuelta a París, pasó por Jerusalén, “como una penitente”,
según dice Cecilio Báez; aunque dudo un poco, al respecto, porque
durante toda su vida se demostró más bien inclinada a mantener su
espíritu resuelto hasta el fin, como el ladrón que fue crucificado a la
izquierda de Nuestro Señor, Dimas o Gestas, no recuerdo cuál de
ellos.
Permaneció tres años en la Ciudad Santa, y, desgraciadamente,
no hay noticias de cómo invirtió ese tiempo. Quizá haciendo oración y
macerándose la carne con disciplinas. Quizá ya una añosa mujer, con
su abundante cabellera completamente gris, acostumbrara sentarse por
las tardes, atando el resplandor rojizo del sol incendia los muros de la
ciudad, en alguna colina rodeada de olivos, y con los ojos en el vacío
pasara revista al extraño peregrinaje de su vida.
Murió en la miseria, y la Municipalidad de París pagó su
entierro.

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1
Aponte era ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública
cuando escribió esta carta. Su ensayo se publicó en la colección de
ensayos, cartas. etc., editada en Asunción en 1926 hijo el título dé El
Mariscal Francisco Solano López.
2
Seven eventful years in Paraguay, Masterman.
3
La onza era la principal moneda de oro de todas las repúblicas
sudamericanas y de España por ese entonces. El valor que tenía
fluctuaba entre una libra y quince chelines y una libra y dieciocho
chelines. Como muchas monedas no se hallaban en condiciones
legales, era usual entre los comerciantes de las casas de negocios
monetarios tener un par de escalas de¡ peso del oro, y probar el peso
de cada pieza. Generalmente se las llamaba “onzas peluconas”. Entre
los más analfabetos estancieros era corriente vender la hacienda res
por res haciendo salir uno por uno los animales del corral, y tratando
su precio, por separado; a medida que se cerraba trato por cada
animal, era entregado su precio al- vendedor en monedas de plata.
4
“Muero con mi país”. Realmente era cierto pues había llevado a
su patria a la ruina y la muerte.
5
“Una valiosa casa” Cecilio Báez.

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APENDICE II

Carta del doctor Federico Skinner a Mr. Washburn, ex ministro


de los Estados Unidos en el Paraguay.

Buenos Aires 20 de junio de 1870.


Mi querido Washburn:
Fui tomado prisionero el 19 de marzo (1870) cuando fue muerto
López, y estuve con él hasta minutos antes de su muerte, y bien débil
y flaco que estaba yo, por cierto. Los brasileños me dejaron libre,
pues el Conde D'Eu aseguró que yo era una de las víctimas del
monstruo1, y no un cómplice.
Gracias a Dios que, ahora que ha terminado la guerra, y todas
las atrocidades sin cuento del sempiterno bestia de López no podrán
dejar de aparecer a la luz del día, el honor y rectitud de Vd. podrán
reivindicarse, como toda su conducta.
Me afligió mucho el ver cómo se ponían en duda estos valores
en algunos periódicos, y cómo se intentaba disimular, y casi negar el
hecho de que él era el demonio peor que jamás hubiera estado sobre
la tierra.
¿Quién sino él azotó a su propia madre y a sus hermanas, mató
a sus hermanos (Benigno y Venancio), a uno después de una
pantomima de juicio, y al otro después de hacerlo soportar las
torturas del hambre, habiendo sido azotado, con un doble lazo, y
aplicándosele un lanzazo cuando no pudo moverse más? ¿Qué otro
ha exterminado a todo un pueblo por hambre mientras él, su
concubina y sus bastardos pasaban una vida llena de comodidades,
en medio de fiestas, bebiendo vinos escogidos “ad libitun”, rodeados
de todo lo que puede hacer placentera la vida., tras un, eíército que
se retira perseguido? Más aún, a la hora de su muerte tenía en su
poder abastecimientos que hubieran podido salvar a muchos, entre

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los que figuraban varios carros de sal, que sus víctimas no habían
probado en meses.
Yo mismo sentía la necesidad de sal, por encima de todas las
necesidades, mucho más que la escasez de las raciones. Su amigo que
lo aprecia —FREDÉRICK SKINNER.

La carta que antecede constituye uno de los trozos que evi-


dencian mejor el carácter de López. El autor, como él mismo lo dice,
había estado con él hasta diez minutos antes de su muerte. Había
estado con él en toda la campaña, como médico militar, pues fue
nombrado cirujano general del ejército paraguayo, después de la
captura del doctor Stewart, en 1869. Más aún, no tenía ninguna razón
especial para aumentar la negrura del carácter del hombre a quien
había acompañado hasta la muerte.

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APENDICE III

Declaración de Don Alonso Taylor, súbdito británico que sirvió a


López en su calidad de arquitecto. Fue torturado en el “cepo
uruguayano”.
"”La tortura —dice— es como sigue, y así la he soportado yo
mismo. Sentado en el suelo, con las rodillas para arriba, me ataron las
piernas primero, una con otra, con ligaduras muy fuertes, y las manos
a la espalda, con las palmas hacia afuera. Entonces me colocaron un
mosquete debajo de las rodillas, y seis más, sobre los hombros,
sostenidos juntos con una soga de cuero por un lado, y por el otro
hicieron un lazo corredizo que iba del mosquete inferior a los demás;
dos soldados, tirando del lazo, me forzaron la cabeza hacia abajo,
hasta llegar a la altura de las rodillas, y así me dejaron.
“El efecto es como sigue: primero se duermen, las piernas; luego,
comienzan a sentirse fuertes punzadas en los dedos de los pies, que
gradualmente se extienden hasta las rodillas y a toda la pierna, y lo
mismo a las manos y brazos, hasta que la agonía es insoportable; la
lengua se me hinchó, y pensé que mis mandíbulas se habían
desencajado; perdí la sensibilidad en un lado de la cara hasta quince
días después. El sufrimiento era espantoso; desde luego que habría
confesado si hubiera tenido alguna culpa que confesar, y no me cabe
duda de que muchos habrían reconocido o inventado cualquier cosa
para escapar a la horrible agonía de este tormento.
“Permanecí dos hora en la forma que he descrito, y me,
considero afortunado de haber escapado a él, pues otros fueron puestos
en el “uruguayano” por dos veces, y otros hasta seis veces, y con ocho
mosquetes sobre la nuca. La señora de, Martínez fue torturada por seis
veces de esta terrible manera, además de haber sido flagelada y
golpeada con palos hasta que no le quedaba una pulgada de piel libre
de heridas.

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“Al cabo de dos horas fui puesto en libertad. Serrano me encaró


diciéndome si yo denunciaría quién iba a ser el nuevo presidente. Yo
no podía hablar en ese momento, y él continuó diciendo que
solamente había permanecido poco tiempo en el cepo, debido a la
clemencia de Su1 Excelencia el Mariscal López; y que si no lo decía
entonces me pondrían tres juegos de grillos y ocho mosquetes, en
lugar de seis, y que me tendrían mucho más tiempo. Estaba exhausto a
tal grado que en ese momento tales amenazas no me hicieron la
mínima impresión. Después fui conducido a la guardia, como un gran
favor no se me ató durante la noche2.
“Esta tortura se me infligió como castigo por un supuesto
complot para elevar a Benigno López a la presidencia en lugar de su
hermano.”
De acuerdo con el testimonio de todos los testigos extranjeros,
nunca existió tal complot. La descripción de la tortura por Mr. Taylor
está tomada de sus declaraciones. La señora de Martínez era la esposa
del coronel Martínez, el heroico defensor de Humaitá.

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1
Resulta curioso que casi todos los escritores contemporáneos
que conocieron a López personalmente lo describieran como un
“monstruo”. Tanto el coronel Thompson como el doctor Stewart
emplearon esta palabra cuando me hablaron de él, y también así lo
hicieron varios paraguayos.
2
A los prisioneros se los tenía a la intemperie y con los pies
atados a una larga soga.

F1N

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BIBLIOGRAFÍA
A guerra de López. —Gustavo Barroso.
0 Brazil en face do Prata. — Gustavo Barroso, Río de Janeiro,
Imprenta Nacional., 1930.
History of Paraguay. — Washburn.
The war in Paraguay. — Thompson.
Francisco Solano López y la guerra del Paraguay. — Carlos
Pereyra.
El Mariscal Solano López. — Juan E. O'Leary.
Historia del Paraguay. — Blas Garay.
Historia das campanhas do Uruguai, Matto Grosso e Paraguai.
— Jordán.
The battlefields of Paraguay. — Burton.
La tiranía en el Paraguay. — Cecílio Báez.
Seven eventful years in Paraguay. — Masterman.
El Mariscal Francisco Solano López. — Cecilio Báez, Asunción,
1926.
Monografías históricas. — Juansilvano Godoy.
El diario de Resquin (Uno de los generales de López).
Reisen in Amerika und der Südamerikanische Krieg. — Max von
Versen.
Ensayo de la historia del Paraguay. — Deán Funes.
Una década. — Héctor Francisco Decoud.
Memorias. — Coronel Centurión.

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