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RELATO: “LA AMISTAD FRENTE A LA GUERRA”.

“Frente de Aragón. Año mil novecientos treinta y ocho. En los días siguientes a la

decisiva y crucial batalla del Ebro, que inclinó la balanza a favor del que,

posteriormente sería el bando vencedor, infinidad de pueblos cercanos al Pirineo

cayeron en manos de las tropas nacionales. El Ejército Republicano, tras su postrero

esfuerzo por cambiar el signo de la contienda, dejó prácticamente de existir y muchos

de sus soldados claudicaron. Otros combatientes, gran parte de ellos milicianos, no

vieron otra salida que huir, traspasar la frontera y exiliarse en Francia, pues el Ejército

Nacional se había convertido en una apisonadora que amenazaba con aplastarlos.

Algunos de ellos todavía tenían la vana esperanza de que las Potencias Democráticas

Occidentales, lideradas por Francia e Inglaterra, intervinieran en la Península Ibérica,

pero nada más lejos de la realidad. Medio año más tarde, dicha esperanza quedó

difuminada cuando se reunieron en Munich los líderes de Alemania, Italia, Francia e

Inglaterra, y estos dos últimos cedieron a las pretensiones de los dos primeros. No

obstante, unos pocos milicianos, poseedores de una bravura y una valentía escasas veces

recordada, optaron por continuar con la resistencia ante un enemigo superior técnica y

numéricamente.

Uno de los ejemplos más destacados y celebrados de esta lucha sin cuartel vana y

heroica, tuvo lugar en un pequeño pueblo de la región del Alto Aragón, concretamente

en un chalé a las afueras del mismo, que había quedado semidestruido a causa de los

inmisericordes bombardeos de los sotisficados y certeros cazas germanos. El pueblo

había caído en manos de las tropas nacionales, pero dos milicianos nativos, Ricardo y

Eduardo, se atrincheraron en el chalé, dispuestos a defenderse hasta el final, con una

apreciable cantidad de munición, de las inminentes y feroces acometidas de sus

enemigos. El Teniente del Ejército Nacional que había ocupado el pueblo estaba

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visiblemente satisfecho y feliz pues éste había sido ocupado de forma rápida y con una

cantidad de bajas muy pequeña en comparación a las grandes pérdidas que se habían

producido en otros lugares no muy lejanos debido a la encarnizada y desesperada

resistencia del enemigo. Por si esto fuera poco, los únicos habitantes del pueblo que

quedaban con vida eran ancianos, mujeres y niños. De los hombres con capacidad para

poder portar un arma, unos habían huido, como si sus almas las transportará el diablo,

hasta la frontera natural pirenaica, mientras que otros habían sido detenidos y fusilados

sin más miramientos. Incluso algunos, los menos, no habían tenido siquiera tiempo de

proclamar que eran fervientes partidarios de la Cruzada Nacional liderada por el

Generalísimo Franco. Habían sido detenidos y fusilados sin miramientos, ya que la

orden del Coronel al cargo del operativo para la ocupación de aquélla Comarca había

sido clara y contundente. En ningún caso, se debían hacer prisioneros porque los que

declaraban, tratando de ser lo más sinceros posibles, que eran de derechas, en realidad,

podrían hacerse pasar, perfectamente por espías, comunicando al enemigo, que todavía

resistía en otros pueblos, información valiosa sobre las fuerzas de ocupación. Parecía

ser que el tramo final del conflicto y la proximidad del triunfo final, habían hecho

enloquecer en una medida difícil de calificar a los Altos Mandos del Ejército

Franquista. De esta manera, también se justificaba la crueldad de una guerra fratricida,

de hermanos contra hermanos.

El teniente del ejército nacional que acababa de constatar plenamente que la victoria de

sus hombres, por lo menos en aquel pueblo, era ya incontestable, pidió a algunos de sus

subordinados que sacarán todas las mesas y las sillas que pudieran de las casas y que las

situarán en le campo de fútbol de la localidad. Pretendía celebrar un gran banquete

como señal inequívoca de aquel triunfo momentáneo, ya que era sabedor de que al día

siguiente tendría que intentar ocupar otros pueblos. Proyectó que dicho banquete debía

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de iniciarse al atardecer. Por su parte, los cocineros sacaron una apreciable cantidad de

las viandas que había en el interior de unos carros y unas botellas de carísimo champán

francés que llevaba el Teniente en el maletero de su coche. Así, mientras que los

cocineros preparaban la cena y el resto de la tropa se afanaban en los preparativos del

convite, el Teniente y sus Lugartenientes estuvieron inspeccionando el pueblo sin hallar

novedades dignas de ser reseñadas.

Sin embargo, la calma manifestada y exteriorizada por el Teniente se hizo añicos

cuando vislumbró, hacia el final de la localidad, y separado del resto del pueblo por una

distancia de unos quinientos metros ,aproximadamente, un chalé amplio y espacioso.

Éste había sufrido en sus carnes los bombardeos de la eficiente aviación franquista. Sus

tejados y paredes estaban parcialmente destruidos y los escombros ocasionados por los

proyectiles de los aviones se apilaban en diversos montones de proporciones variables.

El teniente interrogó a uno de sus subordinados sobre si había sido registrada ya aquélla

casona y la respuesta que obtuvo fue negativa. El teniente se sobresaltó y su semblante

se modificó en unos segundos, como por arte de magia. Pasó de una alegría y una

euforia contenidas a un enfado descomunal, indescriptible. No podía entender, de

ninguna de las maneras, que aquel chalé no hubiera sido inspeccionado hasta su más

recóndito rincón, por sus hombres. Aquello le pareció una dejación de funciones

injustificable. Rápidamente, y mascullando palabrotas, se dirigió hacia un grupo de

soldados que estaban tumbados contra unos árboles, jugando a las cartas. Les hizo

incorporarse y ponerse en posición de firmes. Sin más dilación, les ordenó que fueran a

registrar el chalé, el cual se ubicaba a las afueras del pueblo. La patrulla de los

jugadores de cartas ociosos partió con celeridad hacia el destino que les había indicado

su Superior. Aquélla media docena de hombres, que habían visto como su tensión

nerviosa se aceleraba a causa de la fuerte reprimenda de su jefe, cruzaron, por contra, el

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pueblo con andares relajados, con la plena convicción de que entre las ruinas del

chalecito no encontrarían a nadie con vida.

Pero cuando los dos primeros soldados de la improvisada Columna se disponían a

acceder a la puerta principal, una acertada ráfaga de disparos, que destruyó la quietud

mantenida desde el mediodía en el pueblo, segó sus vidas. El Teniente, que estaba

fumando un purito cubano de importación y observaba sin demasiada atención los

movimientos de sus hombres, pues al igual que éstos pensaba que en el chalé no había

nadie, no pudo por menos que quedarse con la boca abierta. Su grado de sorpresa e

indignación por el abatimiento de sus subordinados había sido de tal magnitud, que el

habano se le cayó al suelo. Los cuatro soldados de la patrulla que seguían vivos,

claramente enrabietados, penetraron en el chalé disparando a ciegas, a todas partes, con

la esperanza de alcanzar a los asesinos de sus compañeros, pero no vieron a nadie.

Estaban peleando contra un enemigo invisible. Y, además, su tiempo en el mundo de los

vivos había terminado. Fueron derribados certeramente, sin contemplaciones. El

Teniente supo, en ese instante, que los que resistían en aquel chalé eran unos magníficos

francotiradores y la empresa de eliminarlos se iba a antojar complicada. Por su parte, los

soldados integrantes del Pelotón que habían puesto a sus órdenes, expresaban en sus

caras una incredulidad y un grado de estupefacción palpables. Y no hacían otra cosa que

concentrar sus miradas hacia el punto de aquélla pequeña localidad donde sus

compañeros habían sido derribados. El Teniente, con un enfurecimiento notable, les

empezó a chillar para que reaccionaran pero su grado de asombro estaba lejos de

extinguirse. Pensaban, indudablemente, que después de una intensa mañana de

prolongados combates, habían conseguido eliminar a todos sus contrincantes por lo

menos en un par de kilómetros a la redonda, pero aquélla era la prueba más palmaria y

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fehaciente de que se habían equivocado y de que aún les tocaría luchar un poco más

durante aquélla jornada antes de que ésta diera su último aliento.

Por fin, los gritos del Teniente implorando a sus hombres que atacarán, surtieron el

efecto deseado y los soldados nacionales se precipitaron, como una horda de bárbaros,

sin orden ni concierto, hacia el chalé. El asaltó se efectuó de manera desordenada, sobre

todo debido a la desgarradora visión que habían tenido que contemplar los asaltantes de

sus compañeros, abatidos de forma traicionera pero certera. Esta dolorosa circunstancia

provocó que se encendiera la chispa de su ardor guerrero y para que de sus mentes,

enloquecidas y embrutecidas por la sinrazón, se adueñará la obsesiva idea de que debían

acabar lo antes posible con las alimañas que, como parásitos, se estaban agarrando, cuán

clavo ardiendo, a la última y más grande casa del pueblo. La primera acometida fue

repelida y solventada sin mayores problemas por Eduardo y Ricardo. Éstos, poseedores

de una puntería notable, provocaron el derribo de otra media docena de efectivos

franquistas. El resto del pelotón retrocedió sobre sus pasos, apostándose detrás de varios

árboles. La primera acometida había sido un total fracaso. El Teniente del Ejército

Nacional se quedo reflexionando durante unos momentos acerca de cuál sería la

decisión más oportuna que debería tomar ante aquel inesperado e improvisado nido de

resistencia. Sus subordinados lo miraban atentamente esperando su próxima arenga.

Dio una nueva orden de asalto, pero Eduardo y Ricardo volvieron a repeler la agresión.

Los dos milicianos, ellos solitos, habían acabado ya con la mitad de los efectivos del

pelotón que había ocupado el pueblo y provocaron una segunda retirada de los

contrariados soldados nacionales. La desesperación hizo mella en el robusto espíritu del

Teniente nacional. Éste sabía ya, como sus hombres le habían empezado a transmitir ,

que era urgente y perentorio que llamara por el telefonillo de campaña al Coronel

encargado de la ocupación de aquélla abrupta y escarpada Comarca, con objeto de

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solicitar refuerzos. Así iba a proceder y, de hecho, llamo al encargado de

comunicaciones del Pelotón pero, repentinamente, se le ocurrió algo inesperado. Alzó la

voz, dirigiéndose a sus oponentes, pensando que si establecía una comunicación directa

con ellos, que si les retaba, lograría ponerlos nerviosos. Comenzó por alabar su afinada

puntería y les interrogo acerca de cuántos eran. Ricardo y Eduardo, lejos de adredarse,

le dijeron que solamente eran dos, pero que se bastaban y sobraban para producir un

buen número de bajas antes de que terminaran con sus vidas. El Teniente estaba

profundamente impresionado por el coraje de sus enemigos. Les ofreció rendirse y que,

a cambio, como contraprestación, podrían salvar sus vidas. Pero los dos milicianos no

se creyeron la oferta del fascista, pues sabían que era de una contrastada falsedad. El

Teniente, tocado en su orgullo, les prometió que, si era preciso, arrasarían el chalé y tras

acabar con ellos, mandaría que los empalaran como a pinchos morunos. El Jefe de los

Nacionales, sorprendido por la crudeza de sus propias afirmaciones, soltó una risotada.

Entre sus hombres, envalentonados y contagiados por la sentencia de su Teniente, hubo

una cascada de risas ininterrumpidas, encadenadas unas con otras. Una vez que las risas

se extinguieron, el Teniente resolvió que no había más tiempo que perder y que debía

comunicarse ya con su Coronel. Éste, desde su cuartel general, le confirmó que los

restantes pueblos de la Comarca habían sido ocupados sin incidencias dignas de

mención.

Los refuerzos facilitados fueron de treinta hombres más que, sumados a los que ya

estaban en el pelotón, totalizaban cincuenta. Eduardo y Ricardo habían sido capaces de

eliminar a una docena de sus enemigos. Los dos valientes milicianos no le habían dado

demasiada importancia a las bravuconadas de sus adversarios, pues sabían que el

propósito de las mismas no era otro que desmoralizarles. Así, que se aprestaron con

actitud resuelta y decidida a vivir los últimos momentos de su vida ya que,

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indudablemente, el inminente tercer ataque sería mucho más contundente que los dos

primeros. Habían podido observar, por entre los huecos de la ventana, que sus

contrincantes habían aumentado de manera sensible y ostensible. El Teniente dio, una

vez más, la orden de asalto. Esta vez, las pisadas de hombres que oyeron Eduardo y

Ricardo se habían multiplicado por dos. Estaban obligados a asomarse por el hueco de

la ventana de la habitación donde estaban si es que querían abatir a la mayor cantidad de

enemigos posible y apurar su resistencia. La situación se tornó dramática cuando

Eduardo, que estaba arriesgándose mucho, poniéndose a tiro de los invasores, fue

derribado por uno de ellos. Ricardo trató de auxiliarle lo mejor que pudo. Se hizo

jirones su chaqueta e intentó contener la hemorragia que el orificio de una bala estaba

causando en el estomago de su amigo. Pero sus esfuerzos se revelaron inútiles. A pesar

de la amplitud de la casa, los ruidos de las pisadas y los ecos de los jadeos de los

soldados nacionales progresivamente fueron sonando más cercanos y amenazadores.

Eduardo le pidió a Ricardo que abandonase la casona por la puerta trasera. Éste,

inicialmente, se negó alegando que no estaba dispuesto a huir como un cobarde y que

moriría con él.

Finalmente, el miliciano malherido apeló a un argumento inesperado para su camarada

con el fin de disuadirle. Le transmite que es indispensable que salve su vida pues,

aunque forma parte del bando derrotado en el conflicto, tiene la absoluta certeza de que

algún día, de un año no muy lejano, España volverá a estar unida y el elemento

aglutinante de los españoles del futuro será una Democracia. Eduardo desea que

Ricardo pueda ser testigo, por él, de un país que iniciará una etapa de convivencia en

paz y armonía. Es su última voluntad. La determinación de Ricardo de quedarse en el

chalé y sacrificar su vida, se quiebra ante las súplicas de amigo Eduardo, que expira.

Pero se lleva consigo al otro mundo la satisfacción de que su compañero de armas

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cumplirá con su deseo. Ricardo, embargado por la emoción y con el rostro bañado e

inundado por las lágrimas, se dirige hacia la parte trasera del chalé. Instantes más tarde,

los soldados nacionales penetran en la estancia en la que se habían atrincherado aquellos

dos guerrilleros republicanos que habían puesto un precio tan caro y elevado a su

victoria. Observan el cadáver de Ricardo y examinan la habitación minuciosamente,

pero no ven el cuerpo del segundo resistente por ninguna parte. El Sargento que ha

liderado el asalto, le ordena a uno de sus soldados que vaya a buscar al Teniente.

Cuando éste aparece, le comunican que sólo han encontrado un cadáver y que el otro

miliciano debe haber huido por la parte trasera. El Teniente, muy contrariado, pues cree

haber acabado con sus fieros y escasos rivales, vuelve a formar una patrulla que

emprende la persecución del fugitivo por los montes cercanos. Sin embargo, Ricardo,

que además de ser extremadamente veloz y ágil, parte con la ventaja de ser un gran

conocedor del terreno que pisa, pone tierra de por medio con respecto a sus

perseguidores. Al caer la tarde, con la rapidez de un gamo, logra alcanzar la Cordillera

de los Pirineos, traspasando la frontera del país vecino.

Año mil novecientos setenta y ocho. Cuarenta años más tarde, el panorama en España

ha cambiado de forma radical. El Dictador, Francisco Franco, ha muerto hace tres años

y la democracia se ha ido consolidando, despacio pero sin pausa, como ya vaticinó

Eduardo a su amigo, gracias especialmente a la Monarquía representada en la persona

de Don Juan Carlos de Borbón. Son las fechas previas a las vísperas de la aprobación y

la entrada en vigencia de la Constitución.

En el mismo pueblecito donde hace ya cuatro décadas, Eduardo y Ricardo plantaron

cara heroicamente a sus enemigos, vendiendo su derrota a un alto precio, una familia de

cuatro miembros avanza hacia el camposanto de la localidad. Son un matrimonio ya

mayor, de unos sesenta y cinco años aproximadamente, y un hombre y una mujer más

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jóvenes, los hijos, de unos treinta y cinco años. La pareja va delante y sus hijos un poco

más atrás, rezagados. El hombre mayor es Ricardo. No obstante, pese a que la estampa

de los cuatro transitando hacia el cementerio pueda resultar aparentemente tranquila, no

se corresponde con lo que va a acaecer más tarde. La familia ha llegado del exilio el día

anterior y, desde entonces, la esposa de Ricardo, Laura, se encuentra atormentada y

angustiada por algo que no se ha atrevido a confesar a su marido durante los largos años

de convivencia matrimonial en París. Laura trata, por todos los medios, de parar la

trayectoria de su marido antes de que entren en el cementerio y explicarle el motivo de

su zozobra, pero éste le repite, por enésima vez, que tiene la necesidad urgente de

acceder al camposanto y hallar la tumba de su añorado amigo Eduardo para rendirle el

homenaje que se merece. Más tarde, los dos podrán hablar y discutir de lo que sea

necesario. Laura, comprendiendo que los designios de su marido van a ser inamovibles,

acepta que no es el momento de discutir, y la familia entra en el cementerio guardando

un respetuoso silencio. Las tumbas de los caídos por el bando nacional están hechas con

mármol de la mejor calidad, mientras que las restantes tumbas, pertenecientes a los

fieles a la República, están coronadas por una sencilla cruz de madera. Ricardo suspira

aliviado.

Al menos, piensa, en su pueblo no ha pasado como en otras localidades de los

alrededores, donde la crueldad y la ausencia de la más mínima compasión por parte de

las fuerzas nacionales condujeron a que miles de sus camaradas fueran enterrados en

inhumanas fosas comunes. Mientras estos pensamientos se apoderan de él, su mujer

Laura deposita un ramo de flores en la tumba. Por último, tanto los hijos, Luís y María,

como el padre, Ricardo, dejan una flor al lado del ramo. Y los cuatro rezan una oración

por el eterno descanso del alma de Eduardo. A continuación, Ricardo, visiblemente

emocionado, sin poder articular palabra por el nudo que se le ha formado en la garganta,

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toma la palabra ante la tumba de su amigo comunicándole, como si todavía siguiera

vivo y estuviera frente a él, que su predicción se ha cumplido y que, después de

cuarenta años de dura y férrea dictadura, en España vuelve a reinar la paz y la

democracia está cada vez más asentada. Asimismo, le transmite que en su prolongado

destierro, ha salido adelante como ha podido, trabajando en toda clase de oficios, desde

carpintero a electricista, pasando por fontanero. Y que también ha formado una familia.

Seguidamente, presenta a su mujer y sus hijos. Se hace un corto silencio y los cuatro se

dan la vuelta, encaminándose hacia la salida del cementerio. Laura, corroída por la

angustia, logra que Ricardo y sus hijos se paren antes de salir del camposanto y

escuchen su dramática y terrible confesión. Lo que su mujer cuenta, deja a Ricardo,

paralizado, como si hubiera sido víctima de un tremendo shock.

Ricardo y Laura se habían conocido, a principios de la década de los cincuenta, en un

bonito y colorista Bar situado en la famosa Colina de Montmatre, desde la que se podía

otear, prácticamente sin dificultad, la Capital Gala. Allí, ambos tuvieron un flechazo, y

agradablemente sorprendidos por el hecho de ser españoles, la pareja se comprometió a

formalizar su relación, casándose lo antes posible. Ricardo le contó a Laura que era un

exiliado y que durante la guerra había combatido a favor de la República. También le

narró el heroico e inolvidable episodio del chalé en el que combatió por última vez. Por

su parte, Laura le explicó que estaba en París por viaje turístico, de placer, pues

pertenecía a una familia acomodada de la incipiente burguesía española, pero que ni su

familia ni ella habían tenido inclinación política alguna y estaban volcados en su

prospero negocio de telas en Madrid. Laura se quedo tan prendada de Ricardo, que

decidió quedarse a vivir con él en París, en contra de la voluntad de su familia, y allí

nacieron sus hijos. No obstante, Laura ocultó a su marido, a lo largo de más de dos

décadas, que en su juventud se había enrolado como falangista en el bando nacional, y

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que por una asombrosa coincidencia del destino, se había casado antes del estallido de

la guerra con el que era su novio desde muy joven, un Teniente del Ejército Franquista,

el mismo que había ocupado el pueblo de Ricardo y Eduardo, y, por tanto, dirigido el

asalto final al chalé donde ambos se habían hecho fuertes. Aquel matrimonio había

durado más de diez años, pero el Teniente, que había sido condecorado por su tenacidad

al perseguir y capturar infinidad de enemigos antes de que éstos traspasarán la frontera,

había enfermado de gravedad y, poco después, fallecido víctima de un cáncer. El golpe

fue demasiado duro para Laura, que lo resistió a duras penas, metiéndose en una

depresión muy profunda. Una amiga suya, ante el deplorable estado que presentaba, le

aconsejó que lo mejor y lo más adecuado que podía hacer, era viajar unos días a París,

una ciudad excepcional para curar el mal de amores y otros tipos de crisis. Además, allí

podía olvidar la tragedia que había vivido, reencontrarse consigo misma, e incluso

conocer a alguien. Indudablemente, allí, en ese lugar mágico, podría llegar a enfocar su

vida de otra manera. Y así paso. Efectivamente, París fue la solución milagrosa para su

mal. Conoció a Ricardo y su vida dio un vuelco y comenzó a remontar el vuelo.

Tanto los hijos de la pareja como Ricardo se quedaron atónitos, perplejos,

boquiabiertos, cuando la madre terminó de contar aquélla historia. Sin embargo,

pasados los primeros momentos de asombro, Ricardo tomó la palabra y reprochó a

Laura su ocultación, su engaño, su mentira. Le recriminó por haberle contado, hace ya

muchos años, una historia sesgada, parcial, a sabiendas de que el amor que se

profesaban habría sido capaz de superar cualquier verdad, por muy dolorosa que ésta

fuera. Laura se defendió como pudo y justificó su decisión de no contar la verdad en su

momento, por su temor, sobradamente justificado, de que su amor se rompiera por las

diferencias políticas y tuviera que volver a sufrir un nuevo revés, del que con total

certeza, ya sí que no podría levantar cabeza. A su favor, puso en el fiel de la balanza el

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hecho de haberse borrado de la Falange poco después de haberle conocido, y el hecho

de haber aceptado ciertos principios republicanos defendidos hasta la saciedad por

Ricardo, como la democracia y la libertad en todos sus niveles.

Pero la rectificación de Laura había llegado demasiado tarde. Ricardo, muy afectado, le

dijo que valoraba su sinceridad, pero no podía aceptar ni soportar que hubiera

pertenecido al bando vencedor y que, seguramente, su anterior marido y ella hubieran

hecho broma y chanza de los vencidos. Laura le volvió a pedir perdón, pero sus

disculpas cayeron en saco roto. Ricardo le dijo, por último, que desde ese momento,

esperaría fervientemente a que se aprobará y entrará en vigor la Ley del divorcio, que ya

se iba avecinando en el horizonte de aquélla nueva España democrática. Y allí, en aquel

cementerio, quedaron separados para siempre los destinos de aquella pareja, una pareja

que había vivido en armonía durante más de veinte años y tenido dos hijos, pero que no

había podido aguantar el peso de una mentira.

La hija, María, fue detrás de su padre para tratar de persuadirle de que cambiara de

opinión, mientras que el hijo, Luis, se quedo son su madre tratando de consolarla y

animarla en todo lo posible, pero el llanto de Laura por la repentina pérdida de su

marido, le estaba devorando las entrañas.

Y esta es una de las muchas historias invididuales, particulares, de miles de parejas que,

de hecho, ocurrieron desde la finalización del conflicto hasta la reconciliación

democrática. En este caso, no se alcanzó el final más feliz y deseable, y es que el

absurdo que representa todo conflicto militar puede llegar a originar un posterior

conflicto emocional de igual gravedad para los afectados, puesto que, en ocasiones, ni

los más sentidos homenajes a bravos difuntos pueden servir para restañar las heridas

profundas que subyacen en el interior de las personas y que su salida a la luz hace que

sea imposible que cicatricen”.

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