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Pensar América Latina

SOBRE LA PRÁCTICA DE UNA REVOLUCIÓN

Grupo Pensamiento de

Ernesto Che Guevara

Preliminar: identificaciones e identidades en la práctica revolucionaria

Estas notas se ocupan sumaria y conceptualmente de una cuestión inabandonable desde las situaciones
latinoamericanas de existencia, aunque no agote su sentido en estas situaciones. Se trata de una revolución popular,
donde ‘popular’ designa lata, aunque categorialmente, a los sectores sociales, y personalidades dentro de
ellos, que resienten las identificaciones inerciales con que los ha dotado un complejo sistema de dominación (capitalismo
de la periferia con sensibilidad oligárquica y neoligárquica) y se organizan para darse lo que sienten (producen) como
identidades efectivas. En este proceso los sectores populares y las personalidades que se configuran en su seno
articulan sentimientos, discernimientos e imaginarios utópicos y se proponen formas colectivas y pautadas de acción con
las que buscan alcanzar metas cercanas o remotas. Estos sentimientos, discernimientos utopías y las prácticas que las
expresan pueden ser designados como ‘racionalidad popular’. No existe una única racionalidad popular
porque las tensiones, por ejemplo, entre las identificaciones rechazadas por una nación o pueblo originario y sus
identidades autoproducidas en luchas por territorio, autonomía, reconocimiento y acompañamiento, no son iguales a las
tensiones que se dan y con las que se encuentran luchas de mujeres o varones con teoría de género o luchas de
diversos sectores de trabajadores. Tampoco pueden ser traducidas. Pueden, eso sí, ser articuladas. La articulación
demanda un trabajo político, no es resultado de una predisposición ‘natural’ o ‘espontánea’
o de un ‘imperativo ético de liberación’, ni menos una elemental exigencia de la ‘vida’.

El señalamiento de la posible y deseable articulación de los sectores populares contiene una crítica de las políticas de
‘unidad de izquierda’ que fueron dominantes en el siglo XX. Las tesis de ‘unidad de las fuerzas
revolucionarias’ fueron siempre politicistas y por ello ideológicas (en el sentido del marxismo original),
doctrinarias, con su alcance dogmático y disciplinario (regulador); en la práctica derivaban en diversas formas
perversas de hegemonía (superioridad, cuando no monopolio, analítico, orgánico y finalmente institucional).
Descansaban, en último término, en una Filosofía de la Historia (cuya meta era el ‘socialismo real’, en su
versión soviética, china o cubana) y en la invisibilización de los vínculos que ligan lo particular y específico, las luchas
socio-culturales, con lo universal como diversas expresiones del ethos emancipador. El efecto que interesa aquí
destacar de esta última invisibilización es la ausencia del conflicto social entre identificaciones inerciales sistémicas-
identidades autoproducidas específicas y esto quiere decir ‘ausencia’ del papel (o factor) de las
subjetividades/objetividades existentes y producibles o autoproducibles, en los procesos revolucionarios.

Trasladado a lo inmediato, el punto anterior enfatiza que una expresión clásica “El deber de todo revolucionario
es hacer la revolución” (F. Castro), producida para denunciar a quienes la predican o parlotean pero no se
comprometen orgánicamente en ella, relega el que en una revolución se está también como mujer, campesino, obrero
no sindicalizado o sindicalizado, indígena, mujer joven, etc. Que la identidad de ‘revolucionario’ sea axial,
cuestión que puede entenderse y asumirse, no liquida o anula las dominaciones situacionales y sistémicas de sexo-
género, racistas y etnocéntricas o de disciplinamiento y fetichización de la fuerza de trabajo o generacionales que,
como factor material y subjetivo, anima a los revolucionarios efectivamente existentes. Si esta invisibilización/olvido se
torna doctrina podrá quizás darse una insurrección exitosa desde el punto de vista técnico, pero no se habrá iniciado
el camino cultural que parece exigir una revolución. Si ese no-inicio se da, y no se crean fuerzas que lo reviertan y
reposicionen, el proceso revolucionario fracasará en su esfuerzo por producir subjetividades y objetividades (mundo)
alternativos. Serán ‘alternativos’, en relación con la organización capitalista de la existencia, porque sus
lógicas institucionales tenderán a universalizar particularizadamente el principio de agencia humana.

Sobre la cuestión del carácter alternativo, en sentido fuerte, de los procesos revolucionarios un autor, irlandés, pero
que reside desde hace mucho en México, John Holloway, ha recuperado en su trabajo “Cambiar el mundo sin
tomar el poder” una anécdota que narra Marx en el primer tomo de El capital. Escribe Marx, en el capítulo sobre
la teoría moderna de la colonización, que un señor Peel trasladó desde Inglaterra a Australia víveres y medios de
producción por un valor de 50.000 libras esterlinas. El señor Peel tomó además la previsión de transportar a 3.000
obreros, mujeres y niños (el texto dice “de la clase obrera”). Llegado a su punto de destino, el señor
Peel “…se quedó sin criado para hacerle la cama o traerle agua desde el río”. Comenta Marx que el
‘previsor’ aunque desdichado señor Peel solo olvidó trasladar a Australia las relaciones de producción
inglesa. Holloway interpreta la anécdota con el alcance que le entrega originalmente Marx: un trabajador asalariado y el
capital no son seres humanos o cosas, sino que se dicen de relaciones sociales. Un criado solo lo es bajo
determinadas relaciones sociales que lo producen y que expresan, a su vez, un sistema económico-social también
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producido. La expresión ‘sistema económico-social’ comprende las sensibilidades o sea la cultura de una
determinada agrupación humana.

Pero hoy desde América Latina interesa especialmente otro punto: obreros, mujeres, criados y niños huyeron del
señor Peel para ser ellos también propietarios capitalistas, no huyeron solo ni principalmente para ser
‘libres’. Llevaban el capitalismo en el corazón, en sus subjetividades (cultura), y cuando vieron las tierras
libres de Australia y advirtieron que el no tan previsor señor Peel no había traído policía, ni jueces ni militares, se
tornaron capitanes de empresa. Lo mismo habría ocurrido si el señor Peel hubiese acarreado precaristas urbanos y
rurales latinoamericanos. El capitalismo sin duda descansa en instituciones materiales, el monopolio de la propiedad
de los medios de hacer y la inevitable expropiación del poder-hacer a los trabajadores, por ejemplo, que es lo que
destaca Holloway en este caso, pero es asimismo una subjetividad (una serie de identificaciones sociales) que opera
incluso cuando se lleva a obreros y sirvientes ingleses a remotos lugares del siglo XIX como Australia. Estos obreros y
sirvientes no fundan allí una comunidad de seres humanos libres, sino el capitalismo australiano. De paso llevan
también en su corazón, mujeres y varones, el patriarcalismo y el adultocentrismo, por decir algo. Lo que se quiere
enfatizar con este comentario es que sin la transformación querida de las subjetividades (transformación entendida como
procesos particulares y específicos) no habrá revoluciones. Esta es la importancia de la conflictividad existente entre
identificaciones inerciales e identidades que se quieren en proceso de emancipación autoproducidas. El punto es una
indicación sobre cómo también los procesos revolucionarios (cualesquiera su vía) se constituyen mediante procesos
culturales.

Conviene intentar disipar dos equívocos. El primero proviene de formulaciones como la que se atribuye al escritor
católico italiano Vittorio Messori: "El revolucionario es el que quiere cambiarlo todo menos a sí mismo. El cristiano es el
que quiere cambiarlo todo empezando por sí mismo"[2]. Por supuesto el dicho contiene desviaciones elementales. Un
‘católico’ no es idéntico a un cristiano evangélico y en América Latina (y probablemente en Italia) el
aparato clerical católico y su feligresía mayoritaria son factor de los frentes conservadores en los principales aspectos de
la existencia social: economía (la propiedad privada deriva de Dios), ejercicio de la sexualidad (solo aceptada en el
matrimonio y con fines reproductivos), la política (bendicen incluso las masacres contra los sectores populares) y la
cultura (prevenir ‘el pecado’ incluye la censura (vigilancia) previa). Por supuesto dentro de católicos y
cristianos latinoamericanos se dan personalidades e incluso agrupaciones progresistas, pero son minoritarias, suele
aislárselas y su peso socio-político rara vez llega a ser significativo. Sin embargo este punto no se discute aquí. El
sesgo consiste en afirmar que los revolucionarios en su proceso por serlos no quieren cambiarse a sí mismos, cuestión
no factible a la experiencia humana. Como se trata de procesos radicales de cambio, los revolucionarios cambiarán lo
quieran a no. Qué sentido y alcances tenga su transformación, es otra cuestión. Pero el asunto equivale a indicar que
quien se enamora sinceramente (que puede ser otro tipo de proceso que contiene cambios radicales) no quiere
cambiarse a sí mismo. Cambiará, lo quiera o no, lo advierta o no. El problema no descansa sin embargo
exclusivamente en afirmar una no factibilidad humana. La determinación de un origen unilateral del cambio
(“…empezando por sí mismo”) está en la base de la desviación. Los “sí mismos” se
construyen desde tramas de relaciones sociales. No existe un Hugo Pérez-en-sí-mismo (individuo o persona) sino un
Hugo Pérez en situación-proceso social. Las tramas sociales no impiden la individualidad de Hugo Pérez, pero Hugo
Pérez no puede individualizarse (efectiva o delusoriamente) sino desde ellas, en relación con ellas. En su agonía, el
Papa Juan Pablo II exige ser atendido por monjas polacas. Se siente más humano y seguro con ellas que con el
personal especializado que puede proveerle el Vaticano. No existe, pues, un movimiento intimista y esencializante,
“desde los corazones”, “espiritual” o “ético” que lleve a ‘cambiarlo
todo’ y que sea, al mismo tiempo que fundante, enteramente independiente de sus tramas sociales.

El segundo equívoco es el que puede producirse por el ligamen entre la cuestión de las “identidades” y los
procesos revolucionarios determinados como movimientos “culturales”. El enfoque puede interpretarse
como una versión de la revisión o desaprobación postmoderna del marxismo original (Marx-Engels) y, por ello, como
negación de su materialismo. Recogiendo una vertiente artística de la cuestión: se trataría de la renuncia a la teleleogía
emancipatoria de las vanguardias y de sus ‘grandes discursos’ para refugiarse en las mismidades
identitarias. Habría al menos que adelantar dos cosas: en América Latina la postmodernidad en tanto período histórico
no pasó de ser una moda principalmente sociológica. Las poblaciones de América Latina nunca han existido bajo la
penetración cultural ni socioeconómica del ‘progreso’ ni de la Ilustración (y sus instituciones políticas: régimen
democrático de gobierno y derechos humanos). No podemos ser materialmente postmodernos porque nunca hemos
sido modernos ni hemos buscado/alcanzado el desarrollo ni las sociedades de los dos tercios ni nos movemos hacia
una postindustrialización (aunque sí nos fuerzan a entrar desagregadamente a una ‘economía del
conocimiento’). Hemos sido y somos territorios y poblaciones del capitalismo periférico, con regímenes político-
sociales y culturales conservadores oligárquicos y neoligárquicos y, en lugar de Estado de derecho y derechos
humanos, hemos sufrido Estados patrimonialistas y clientelares y violencia sistémica orientada hacia quienes son
producidos social y culturalmente, y de muchas formas, como desagregados y vulnerables. Para ser efectistas,
podríamos describirnos como una región que muestra el fracaso palmario de las pretensiones ideológicas de universalidad
de la experiencia moderna. Pero eso no nos hace postmodernos ni premodernos sino existentes en una modernidad
‘peculiar’. Tampoco impide que sectores de nuestra ‘intelectualidad’ asuman posiciones
‘postmodernas’. Uno puede estar ahogándose en el mar e imaginar que muere de asfixiante sed en el
desierto. Pero aquí tampoco nos ocupamos de estas inclinaciones.
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En lo que interesa, el marxismo original sí contiene al menos dos aproximaciones fuertes al tema de la
identidad/identificaciones y la cultura. La cuestión del tránsito desde una conciencia (inercial) en sí a una conciencia para
sí (efectiva) de los trabajadores asalariados es una. Y no se trata de un asunto marginal porque compromete
radicalmente la sensibilidad del sujeto revolucionario en ese marxismo original. Pero lo que importa es que la cuestión
de la identidad no es un campo temático exclusivo de un posicionamiento postmoderno actual. La segunda
aproximación es la teoría del fetichismo como remate de una teoría de la ideología. Se ocupa de la producción de la
conciencia (de su sensibilidad) en las condiciones generadas por una premisa social que universaliza un mundo de
mercancías, o sea que produce para un mercado determinado por la lógica del capital. La hipótesis examina una
cosificación de los seres humanos (que no supone ninguna naturaleza en ellos) gestada por el imperio de una relación
social que se presenta y comporta como una ‘cosa’ natural: la acumulación de capital. Por medio de esta
cosificación o reificación los trabajadores asalariados piden aumento de salario (o mejores condiciones laborales) pero no
la liquidación del vínculo salarial. Y los desempleados quieren ingresar al universo de asalariados porque allí serán más
“libres” que como discriminado ejército industrial de reserva. Y mediante el mismo proceso de reificación,
aunque en otro frente, los empresarios se determinan a sí mismos como ‘benefactores sociales’ porque
emplean fuerza de trabajo y pagan salarios o ‘justos’ o determinados legalmente.

Entonces, sin necesidad de intentar un examen erudito o sistemático, la cuestión de las identificaciones inerciales y de
las luchas por darse conciencias o sensibilidades efectivas por parte de los sectores populares (que incluye a los
trabajadores asalariados) sí son campos temáticos del marxismo original. Por lo tanto aquí no existe revisión ni desviación
postmoderna ninguna. Tampoco respecto del ‘materialismo’ del análisis porque el planteamiento
identitario insiste en que no se debe olvidar la premisa social del análisis y de hecho se sigue de esta premisa. Lo que
dice es que las identificaciones sociales son complejas como factor de una compleja división social del trabajo y de las
varias lógicas de dominación que concurren y contribuyen a su reproducción. También observa que esta complejidad
identitaria es punto de partida para el análisis social situacional al mismo tiempo que factor del discernimiento
sistémico. En lo que sí se aparta este enfoque de la lectura más extendida del marxismo del siglo XX es en no asociar
las luchas revolucionarias (ni las identidades efectivas) como inscritas en una Filosofía de la Historia. Se trata, por ello,
de procesos abiertos. Esto quiere decir que el proceso revolucionario no llega a una meta final o consumación y que sus
situaciones antecedentes pueden siempre abrirse a escenarios imprevisibles. Sería de desear que ciertas
‘conquistas’ fuesen no reversibles (instituciones que potencien la universalidad de la experiencia
humana, por ejemplo), pero esa no reversibilidad, como cualquier otra situación humana, demanda un trabajo político
constante. Las revoluciones, por tanto, demandan un esfuerzo político permanente. Esto quiere decir que si se desean
universalmente liberadoras, no terminan nunca.

En situación, se pone entre paréntesis tesis como “Las masas hacen la historia, la lucha de clases es el motor de
la historia”[3]. Sobre esta tesis se puede observar que ‘las masas’ es un referente fuertemente
ideológico: en realidad, ‘las masas’ consisten en agregados de personas, gentes, con nombre y apellido y
situación social, gentes con biografías. Las ‘masas’ pueden ser agrupadas, de hecho lo fueron, en torno un
eje: la clase obrera, sin tomar en consideración sus diversidades y desencuentros, sus especificidades, sus
subjetividades. De hecho, la organización ‘de vanguardia’ las agrupaba y ‘resolvía’ sus
conflictos en términos de los intereses de la ‘vanguardia’. Por el contrario, las gentes con rostro y
biografía, con historia social y personal no pueden ser agrupadas si no quieren agruparse. Su agrupación tiene que
surgir desde la tensión identificaciones-identidades para que sea autónoma y efectivamente sentida. La autonomía
(siempre relativa porque se trata de una experiencia humana o sea personal y colectiva) es uno de los caracteres de
los procesos revolucionarios. Pero el asunto puede zanjarse de otro modo: si la gente no se agrupa desde sí misma,
porque su sensibilidad o conciencia la lleva a agruparse y movilizarse, habrá que forzarla a agruparse apelando a
‘la’ revolución. El proceso revolucionario aparecerá como una cosa distinta y distante de ellos. Esta
revolución podrá asaltar el poder pero no cambiará significativamente su carácter. Citamos unas líneas más arriba el
título del libro de J. Holloway: “Cambiar el mundo sin tomar el poder”. Digamos ahora que ese título, que a
algunos puede parecer llamativo y hasta provocador, encierra un truco: en él, “poder” remite únicamente
al Estado que se erige para sancionar y reproducir la estructuración de clases capitalistas y el biopoder que su
dominación exige. El autor lo llama poder-sobre. Contra él reclama un poder-hacer que surgiría al parecer de la
‘naturaleza humana’ y que le ha sido expropiado a los trabajadores por el ‘orden-violencia
capitalista. Para Holloway, y esta parte de su tesis pareciera transitar un camino que se puede recorrer, se trataría no
del poder, sino de su carácter. El título se transforma entonces en “Cambiar el mundo desde nuestros poderes-
haceres sin tomar el poder-sobre condensado y expresado en el Estado”. Hacer política sin tener como
interlocutor al Estado. Pero el Estado tiene un carácter: Es con ese carácter y sus diversas expresiones con las que
no se puede hacer amistad duradera. Y, de repente, tampoco circunstancial.

La tesis con que iniciamos este comentario contiene otro aspecto que también puede ponerse entre paréntesis.
“La lucha de clases es el motor de la historia”. ‘Clase social’ es un concepto categorial en el
marxismo original. Remite un modo de producción y a su estructuración antagónica que tiene como referente la propiedad
de medios de producción. Políticamente la acción revolucionaria de clase, en el modo de producción capitalista, remite a la
dictadura del proletariado, una fase democrática transicional, que avanza hacia una sociedad sin clases. Pero éstos,
que son conceptos de una hipótesis que se utiliza para discernir determinadas formaciones sociales, se expresan
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situacionalmente como existencias sociales, no son producciones ideales que puedan instalarse sin más en el mundo
material para favorecer su administración ‘revolucionaria’. La expresión ‘clase obrera’, remite
tanto a la existencia de obreros de carne y hueso y a sus familias (su orden/desorden existencial) como a la necesidad
de que esa existencia sea sentida/comprendida/imaginada en términos sistémicos. Esto último lo ilumina la
perspectiva de una concepción materialista de las formaciones sociales. Existencia de obreros y su autopercepción
sistémica (y con ello su capacidad para autoorganizarse) son centrales en el pensamiento del marxismo original.
Ninguno de los dos referentes puede ser eliminado o disminuido en beneficio del otro en términos de práctica
revolucionaria. De modo que la ‘lucha de clases’ es asimismo lucha de obreros en situación (y, por
supuesto lucha de los actores que personifican la acumulación de capital y su violencia, también en situación) y no la
lucha de la clase obrera (una categoría) sin más. Los conceptos luchan, pero en los frentes ideológicos y de la teoría. En
la existencia diaria y sistémica luchan obreros de carne y hueso y sus organizaciones. En breve, esto significa que el
concepto de ‘clase social’ remite a planos diversos de la realidad social: modo de producción, estructura
social, situación social y coyuntura. En cada uno de los planos esta ‘clase’ se manifiesta de una manera
distinta. La ‘lucha de clases’, en tanto concepto no fue descubierta por Marx. En él su novedad es la de
quedar incorporada a una hipótesis básica sobre el funcionamiento social y sus posibilidades de ser transformado
radicalmente. En tanto concepto o categoría independizada (?) no mueve nada. Se llena, es decir adquiere sentido
sociohistórico, con acciones políticas situacionales y sistémicas de obreros y de quienes adhieren a sus luchas. Todos
estos últimos son materiales, o sea de carne y hueso y espíritu (o sea con sensibilidad, discernimiento, utopía).

Si los obreros de carne y hueso no quieren luchar (por el motivo que sea) situacionalmente, menos lo harán
sistémicamente. Esto afecta a la categoría de lucha de clases pero, en el marxismo original, no afecta necesariamente
a la hipótesis de los modos de producción clasistas. Las formaciones sociales no tienen un motor puramente conceptual
de su historia (la “lucha de clases”), sino que en ellas se dan luchas efectivas, de diverso nivel, que
pueden desplegarse como movilizaciones y movimientos sociales populares y cuya eficacia revolucionaria
(‘verdad’) demanda un plano analítico sistémico. Luego, la lucha de clases, categoría analítica, no es el
motor de la historia. La lucha existente y diaria de clases podría serlo y, para los sectores que aspiran a la
transformación revolucionaria de la situación que plasma la lógica de la lucha de clase en una formación social dada, esa
lucha efectiva demanda una teoría que es tan real o ‘material’ como la lucha. Sintéticamente expresado,
la teoría popular es un factor de esa lucha. Si esto es así, entonces el conflicto entre identificaciones inerciales e
identidades efectivas autoproducidas en la lucha constituye una referencia básica para la lucha revolucionaria
práctica y teórica.

Por supuesto no existe una única teoría popular, sino tantas reflexiones sistémico-populares como luchas identitarias
con referente antisistémico. Como no se ha creado un referente analítico de totalidad equivalente o superior al
discernimiento materialista de las formaciones sociales, éste puede servir de interlocutor base a las reflexiones pero
ello no concede privilegio alguno al movimiento social obrero, allí donde exista.

En este momento, uno podría preguntarse, ¿para qué discutir estas cuestiones alambicadas cuando ya nadie se
interesa en cambiar este mundo porque ya se sabe que no podrá cambiarse? Bueno, se podrían dar varias razones no
solo para hacerlo sino también para explicar el carácter “alambicado” y al mismo tiempo básico de la
discusión. Pero es preferible aquí zanjar el asunto con un testimonio irrefutable. Zygmunt Bauman es un anciano judío-
polaco, intelectual europeo, acreditado por premios cuasi estatales como el Príncipe de Asturias (2010) sospechoso
quizás de ‘progresismo’ (es una persona decente), pero no de ‘revolucionario’ (porque
entonces lo habrían invisibilizado/liquidado). Bueno, Bauman testimonia: “… quizás por primera vez en la
historia de la humanidad, el instinto de supervivencia y el sentido moral dictan la misma cosa: o vamos a ayudarnos
mutuamente a remar en este barco global donde todos estamos amontonados, o todos vamos a naufragar”.[4]
Bueno, si un anciano profesor universitario europeo, se preocupa por la urgencia de un cambio, que él no verá ni del
que sacará provecho alguno, pues también otros ancianos y jóvenes podrían ocuparse radicalmente de este asunto
urgente.

Excursus inevitable: crítica de las imágenes de Bauman

La preocupación de Bauman, arriba citada, sin duda es legítima. Pero las imágenes/referencia que utiliza, quizás por
tratarse de una entrevista, son de elección dudosa. Para evitar ser encajonado como baumaniano señalo aquí algunas
discrepancias. La imagen de un barco global se encuentra en personalidades tan disímiles como los Beatles (“We
all live in a yellow submarine”) y Ronald Reagan. Para este último no se trata de un submarino sino de un bote
que afronta en el mar una intensa marejada. Para no volcar o naufragar, señalaba Reagan, resulta necesario o que
algunos salten por la borda del gran bote o que otros resuelvan arrojar a esos u otros ‘algunos’ al mar.
Como se advierte, los Beatles se acercan más a Bauman: estiman que en el submarino todos valen por igual. Son
cierto tipo de héroes. Es un buen sentimiento, pero no se sigue de práctica humana ninguna ni menos de las
prácticas/sensibilidades actuales. Se trata de una universalidad tal vez posible pero que debe construirse políticamente.
Nada fácil.

Dejando de lado a los Beatles, para quienes la universalidad se sigue de una casa común [5], en Bauman ella se
asienta en una reacción biológica (el instinto de supervivencia), es decir natural, y en un sentido moral (al parecer también
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natural) universalmente vinculante. Ya indicamos que el instinto de supervivencia le decía a Reagan que se debía
obligar a saltar a otros. O que él mismo podría sentir que ayudaba al bote y a la supervivencia de la humanidad
suicidándose. Sin duda los individuos de la especie humana poseen instintos. Pero las acciones que se siguen de esta
base instintiva son político-culturales. En el discernimiento de aproximación humana del solidario Bauman existe una
racionalidad. Pero ella también existe en el discernimiento del bellaco Reagan (es un corolario de la tesis sobre
“recursos limitados”, ‘universal’ entre los economistas ‘serios’).

Retornando a los Beatles y su ‘casa común’, ellos dejan de lado que en esa casa común no todos
ocupan los mismos lugares y que esta diversidad o diferencia contiene jerarquías. En todas las posiciones quienes las
ocupan (sala de máquinas, por ejemplo) tienen capacidad-para-hacer, pero lo que hacen se determina por una
normativa. No interesa aquí la fuente de esta normativa sino su efecto práctico. Quien juzga el cumplimiento o
incumplimiento (corrección o incorrección, maldad o bondad, etc.) de la normativa es superior (porque puede castigar o
premiar) a quien solo puede “hacer”. Luego el “hacer” humano se relaciona con normas e
instituciones y jerarquías. También con objetivos. Lo ético se predica de ese complejo de factores. Lo ético (el
“único” sentido moral de Bauman) es también político-cultural, no se sigue de ‘la’ especie
humana (cuya universalidad sigue siendo hoy únicamente biológica), supone jerarquías y, sobre todo, no es universal.
Quienes la estiman universal deben no comenzar a dormir para otro lado sino despertar y trabajar políticamente para
avanzar hacia lo que no pasa de ser un deseo. Como tendencia, la universalidad de la experiencia humana podría ser
factible. Pero nunca ha existido y nunca existirá si no se trabaja política y culturalmente para que ello se produzca
(siempre como proceso que admite reversiones). Por el momento, no existen bases materiales para un acuerdo que
lleve a “remar juntos” no solo a culturas y pueblos diversos, sino a diversos sectores sociales en el seno
mismo de una ciudadanía común, ‘pueblo’ o cultura. Luego, se debe trabajar políticamente contra las
desagregaciones y las discriminaciones. Ese trabajo político debe tener carácter popular.

Las prácticas populares y las violencias

Retornemos al sostén ideológico de las opiniones algo desaprensivas de Vittorio Messori, el catolicismo. Su doctrina
contiene un rechazo de ‘toda’, violencia, provenga de donde provenga y sean quienes sean sus autores.
Es negativa porque engendra más violencia. Podría decirse que se trata políticamente de un error. Una síntesis de esta
doctrina se encuentra en la encíclica Populorum progressio (1967). El parágrafo 30 reconoce que existen situaciones,
no estructuras y lógicas sistémicas, cuya injusticia clama al cielo: “Cuando poblaciones enteras, faltas de lo
necesario, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad (…) es grande la tentación
de rechazar con la violencia tan grandes injurias contra la dignidad humana”. El título del parágrafo es
precisamente “La tentación de la violencia”. El parágrafo 31, recurre a alguna ‘sabiduría’:
“Sin embargo ya se sabe: la insurrección revolucionaria (…) engendra nuevas injusticias, introduce nuevos
desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor”. Ya el
‘saber’ no habla de ‘la’ violencia, sino de la violencia de la ‘insurrección
revolucionaria’. El parágrafo lleva como título “Revolución”. El parágrafo 32 (su título es
“Reforma”) cierra el mensaje doctrinal: “…la situación presente tiene que afrontarse
valerosamente y combatirse y vencerse las injusticias que trae consigo. El desarrollo exige transformaciones audaces,
profundamente innovadoras. Hay que emprender, sin esperar más, reformas urgentes”. Ya se ve que las
injusticias que claman al cielo no constituyen violencia. Tampoco las reformas hacen violencia, por ejemplo a los
latifundistas, si se pone en marcha una reforma agraria propietarista y ‘racional-capitalista’. La única
‘violencia’ es la de la insurrección revolucionaria. El punto aquí es que la violencia insurreccional (armada)
es una forma de violencia, pero no ‘la’ violencia. No pagar el salario mínimo de ley o acordado en el
contrato hace violencia al trabajador/empleado. Tratar a la compañera sentimental como si tuviese el cerebro de una
gallina y castigarla físicamente por sus ‘errores’ también pareciera violencia. Impedir que los niños
hablen en la mesa familiar o hacer que los jóvenes sigan una carrera porque sus padres se la imponen deja la impresión
de que se hace violencia a estos niños y jóvenes. No pareciera que quepa mucha duda acerca de que las masacres de
obreros, campesinos, indígenas, estudiantes, ciudadanos y opositores, en América Latina, además de ser cobardes,
constituyen hechos terribles de violencia. Amedrentar y tornar insegura la felicidad de las gentes mediante el Diablo, el
pecado y el Infierno puede, para algunos insensatos, ser valorado como violencia. Pero la doctrina católica solo tiene
ojos para la violencia revolucionaria insurreccional[6]. Las otras quizás no pasan de ser ‘injusticias’. Que
pueden clamar al cielo o no. Uno querría que al menos fuesen castigadas en los circuitos judiciales ya que el Cielo
católico no tiene línea abierta más que para la violencia de los revolucionarios.

Primera determinación: la doctrina católica sustancializa la violencia. Y luego la identifica con la violencia insurreccional
revolucionaria. Ésta es impropia porque no alcanza sus objetivos y porque genera males peores que los que quiere
resolver. Obviamente “males peores” está aquí también sustancializado. Lo que fue un “mal
peor” para los nazis, la existencia de judíos y razas inferiores, era un maravilloso bien para negros,
latinoamericanos y judíos. Cuando los padres se jactan en público de la modosidad de su hija, lo más probable es que
la chica de diecisiete años maldiga la propaganda/elogio parental que la presenta como una imbécil. Asomo de crítica:
no es buena idea sustancializar las acciones violentas mediante la expresión lingüística ‘la’ violencia. Lo que
existen son acciones y procedimientos violentos y son muy disímiles.

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Que la violencia no existe sino que lo que se da son acciones violentas (y por tanto el término ‘violencia’
es polisémico) la doctrina católica lo sabe. Por eso en el parágrafo 31 de la encíclica citada introduce una excepción de
modo que ‘la’ violencia contenga también una violencia insurreccional que alcanza sus objetivos, una
violencia buena, digamos. La violencia insurreccional vale: “… en caso de tiranía evidente y prolongada,
que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien
común”. O sea que existen al menos dos violencias insurreccionales: una mala por insurreccional y otra buena
por restauradora. La buena o legítima es la que se ejerce contra un régimen tiránico evidente y prolongado que atente
contra derechos fundamentales de las personas (la libertad de culto, por ejemplo, y por supuesto la propiedad privada
de medios productivos) y dañe peligrosamente el ‘bien común’. Es curioso, pero los regímenes del
socialismo histórico del siglo XX caben perfectamente en esta descripción: Son comunistas y por ello ateos, niegan la
libertad de culto y liquidan o restringen la propiedad capitalista. Al mismo tiempo proclaman la lucha de clases (no
existe el ‘bien común’) y sus militantes y adherentes no consideran que irse al Cielo sea algo vinculante
o siquiera positivo. Contra estos regímenes, y contra sus personeros y sectores, es legítima la violencia. Cualquier
violencia que restaure los derechos de la propiedad y el culto del Dios verdadero. No interesa demasiado aquí el
contenido de estos argumentos, sino el que la jerarquía católica reconoce que existen al menos dos violencias. No una
sola. Y una de las dos es legítima o buena.[7]

Por supuesto que en la coexistencia humana existen muchas formas de violencia. Por ejemplo un delincuente asalta a
una anciana y no solo intenta arrebatarle el bolso sino que amenaza herirla con un estoque (de unos 30cm). El nieto de
la anciana presencia el ataque y defiende a la mujer que lo crió rompiéndole la cabeza al delincuente con un bate. En la
secuencia se dan, al menos, tres violencias: la del delincuente agresor (orientada contra la vida y propiedad de la
anciana), la de la anciana (puesto que el delincuente puede traducir la resistencia de la abuela como
‘violencia’: le dificulta alcanzar sus objetivos) y la solidaria/amorosa violencia defensiva del nieto que le
vuela la cabeza al delincuente. Después aparecerán otras violencias. La de la policía que ejercerá una violencia legal
y sistémica porque es su obligación hacerlo y la de los periodistas que violarán la temblorosa intimidad de abuela y
nieto (solo si son pobres) y expondrán en cámaras los restos del delincuente agresor. Es solo un ejemplo de cómo
una situación reúne diversas formas y tipos de violencia. Como toda acción humana, los actos de violencia suelen
conformarse complejamente.

En castellano, ‘violencia’ hace referencia a una fuerza brusca que saca las cosas (personas, procesos,
etc.) de su estado normal o natural. Por este último alcance la acción violenta se hallaría fuera de la razón y de la justicia
(no le haría a las cosas lo que éstas ameritan por su naturaleza). En la Antigüedad, Aristóteles distinguió entre el
movimiento de los elementos según naturaleza y el movimiento por violencia. El último los separa de su lugar natural.
La existencia diaria en América Latina no confirma esta metafísica del lenguaje ni a Aristóteles. Razón y justicia, en la
apreciación del asaltante, acompañan su agresión a una anciana. Esa razón y justicia se insertan en una ética del
beneficio personal (y familiar) que se obtiene del dominio sobre los vulnerables. Razón y justicia sostienen asimismo a la
anciana que resiste el ataque en defensa de su propiedad (que probablemente asocia con su dignidad humana). Y por
supuesto que razón y justicia animan al nieto amoroso y agradecido que liquida al asaltante de un batazo. De modo que
los lenguajes y el pensamiento metafísico (‘naturalizantes’, podríamos decir) parecen no ayudar
demasiado a comprender las acciones violentas. Tal vez por eso un sociólogo (J. Galtung) propuso, a finales del siglo
recién pasado, la hipótesis acerca de una ‘violencia estructural’, otra violencia ‘cultural’ y
una ‘directa’. O sea tres categorías para entender y explicar el fenómeno de las acciones violentas e
intentar prevenirlas o superarlas. Es decir, en los hechos y procesos sociales concurren y se articulan diversas formas
de violencia.

En la perspectiva de Galtung cobran especial importancia las violencias que se derivan del sistema social (estructural)
y la cultural. Las primeras porque la gente suele no percibirlas ya que el sistema de existencia social le parece
‘natural’. Y la segunda porque las violencias del sistema, cuando se perciben, consiguen ser aplaudidas.
Así, por ejemplo, a nadie sorprende que la policía arranque puertas, dispare y amedrente a todo un barrio para capturar
a un traficante de 50 gramos de marihuana y once piedras de crack. Tampoco indigna que un presidente proclame que
deben traerle al terrorista Bin Laden vivo o muerto (o sea asesinado), ni tampoco tuvieron gran impacto los cuadros de
Botero que mostraban la tortura de prisioneros iraquíes por parte de militares estadounidenses (varones y mujeres) en
Abu Ghraib. Saliéndonos de estos ‘grandes’ asuntos, todavía hay padres que castigan física y
simbólicamente a sus hijos y afirman que lo hacen porque “los quieren mucho”. No faltará el escuadrón de
mujeres que orgullosamente dice que su pareja la golpea “porque la ama”. Ni el patrón que se jacta de
pagar salarios por debajo de la norma legal insistiendo que el que no acepta es libre para irse y que peor estarían esos
malagradecidos hijos de p… si no ganasen nada (quiere decir si él no los empleara). Todas estas violencias, y
muchísimas más, al menos en América Latina son consentidas, racionalizadas y eventualmente aplaudidas. No son
violencia. Son cosas que ocurren porque tienen que ocurrir. Las cosas son así. La violencia cultural la explica Galtung
porque somos socializados (en la familia, por ejemplo) mediante una cultura de violencia. La incorporamos, por tanto, a
nuestras subjetividades (identificaciones inerciales) y la utilizamos cuando creemos nos es útil. En breve, nos educan
para aceptar y promover violencias estructurales y situacionales y para ser violentos. Así, las violencias resultan un
factor del ‘orden’ social. Sin embargo el punto que aquí interesa es que para este sociólogo de algún
prestigio existen varios tipos de violencia y su referente es una cultura (sensibilidad básica y subjetividades) de
violencia.
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Para el marxismo original, que no intenta ser una sociología pero del cual se puede seguir alguna, la cuestión
conceptual de la violencia tiene varios aspectos: para comenzar es un dato de todas las formaciones sociales con
principios de imperio (por ejemplo, clasistas). Por lo tanto, si se deja de lado una eventual horda primigenia, la violencia
como mecanismo de dominación interna ha acompañado siempre a los grupos humanos y, por supuesto se ha
expresado asimismo como guerra contra otros colectivos. Pero en el marxismo original la violencia aparece asimismo
como fuerza generadora de nuevas sociedades. El Estado ejerce violencia ‘oculta’ (estructural y cultural)
o patente (masacres). La violencia revolucionaria de esta manera resulta necesaria como procedimiento de defensa de
los sectores populares y también como factor de producción de identidades revolucionarias efectivas en los procesos de
transformación social radical (fase insurreccional, construcción del Estado socialista, creación de una cultura donde la
libertad humana sea el libre juego de sus facultades creativas, etc.).

El marxismo original todavía identifica y rechaza otra forma de violencia, que considera terrorista individual. La
rechaza, en el marco de polémicas contra otros dirigentes, como M. Bakunin y L. A. Blanqui, porque la violencia como
fuerza revolucionaria forma parte de un proletariado organizado que puede asumir los alcances de su violencia y
transformarla acumulativamente en capacidad socio-cultural que sea factor determinante del cambio. La oposición es
aquí entre la violencia como factor emancipatorio sistémico y la acción violenta conspirativa de minorías relativamente
aisladas de los trabajadores.

Esta valoración de las violencias del marxismo original perdió fuerza, excepto en cuanto a la condena de la violencia
terrorista, durante el siglo XX, ya que sus intérpretes se inclinaron por enfatizar el vínculo entre violencia y opresión
(burguesa/imperialista) y relegar el carácter emancipador/identitario de la violencia para los trabajadores y los
sectores populares. Para Marx-Engels, y en su imaginario de un proceso autoconstructivo de humanidad, la violencia
desaparecerá en las formaciones sociales del comunismo pues ya no existirán, como tendencia, seres humanos que
encuentran su realización mediante el ejercicio de la dominación o la aceptación de su sumisión estructural y situacional.
Para Marx-Engels este punto se relaciona con la extinción (no abolición) del Estado.

De modo que en las formaciones sociales con principios de dominación (clase, sexo-género, generacional, étnico,
tecnológico-científico, jurídico, clerical, por nombrar siete actuales) se expresan, estructural y situacionalmente, directa o
sistemicamente, violencias opresoras, violencias de defensa y resistencia, violencias que se desean emancipadoras y
acciones violentas terroristas. Poseen diverso carácter. No pueden reducirse a un basamento común sin hacerlas
perder concreción y sentido específico. Forman parte de una trama conceptual o categorial, si es que se desea
comprenderlas. Por ello el obispo salvadoreño, Óscar Arnulfo Romero, quizá intuitivamente, pudo condenar política y
éticamente la violencia represiva y criminal de la oligarquía salvadoreña y sus aparatos mientras asumía como
respuesta ética y política legítima la violencia revolucionaria del Farabundo Martí para la Liberación Nacional.[8]

Todavía es necesario realizar una penúltima apreciación sobre la cuestión de las violencias. Por mucha voluntad que se
ponga en no actuar violentamente (Gandhi, por ejemplo) y hasta se construya una doctrina sobre el punto, quienes
adversan el programa no-violento pueden traducir esas acciones como “violentas”.
“Sienten” que se les hace violencia. Una joven a quien su madre le revisa su diario personal resiente el
escudriñamiento como violencia aunque la madre le reitere que lo hace porque la ama y quiere lo mejor para ella. Los
soldados británicos que desnucaban indios, que se ofrecían “pacíficamente” uno tras otro para ser
aporreados ferozmente, seguramente resentían esa protesta pacífica que los hacía comportarse como brutales bestias.
Ellos eran gente decente y los indios gandhianos unos miserables terroristas. La violencia, como todas las acciones de
contacto humano, es valorada como tal por quien recibe la acción, no por quien la ejecuta. Sin duda Pilatos podría
reclamar en el tribunal de la historia que con él se cometió violencia al transformarlo en factor de la crucifixión de un ser
humano que él consideraba al menos no culpable. Pero el crucificado materialmente en su momento fue Jesús.

Ejemplificar inicialmente la cuestión de que las violencias también dependen de quienes resienten sufrirla con un
ejemplo del vínculo entre madre e hija y terminarlo con el de una relación jurídico-política (Pilatos y Jesús), no es casual.
En ambos casos la violencia opera en relación con una autoridad cuya legitimidad se niega por quien resiente (o valora)
su acción como violenta. En la hija alienta una defensa/resistencia identitaria que no se sigue de ninguna naturaleza
humana o aberración psicológica, sino del carácter mismo del vínculo entre una madre autoritaria/desconfiada y una hija
que estima que debe construir su autonomía. En el caso de Pilatos y Jesús este último tampoco acepta la interpelación
de una autoridad jurídico-política que reduce lo justo a lo que acontece aquí en la tierra y que escamotea que su cargo
se sigue de una ocupación militar que niega autonomía a los judíos. El nazareno resiente y denuncia estas violencias con
un total silencio. Es indiferente que se interprete este total silencio como sumisión de Jesús al programa de su Padre
(identificación inercial) o como resistencia identitaria existencial a un poder doblemente ilegítimo. Debe recordarse que
Pilatos, según los cronistas, estaba tratando de mostrarse comprensivo y generoso.

Todavía un último punto. En la transición entre los siglos XX y XXI la mundialización en curso (es decir el avance
planetario de la forma mercancía) acentúa y extiende las agresiones y reificaciones (entre ellas sus formas sexistas y
etnocentradas) que caracterizan al ‘orden’ capitalista de la existencia. Las violencias se intensifican
contra quienes han sido producidos previamente como ‘vulnerables’ (los emigrantes no deseados, por
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ejemplo) y la racionalidad instrumental ya no deja dudas respecto de su capacidad para agredir, quizás
irreversiblemente, a la Naturaleza y la vida en el planeta. Del mismo modo la sensibilidad capitalista se desnuda en su
expresión “popular”, entendida como “lo que se vende” porque existen públicos masivos que
lo desean/compran. El rápido tránsito del reggae al reggaeton-aperrado, la estupidez planificada del cine de
Hollywood, la gestación en el centro imperial de un tea-party que se jacta de su ignorancia, la grotesca mercantilización
de los deportes, la invasión incontenible de la comida chatarra y sus ‘combos’ y la degradación del habla y
de la existencia social ligada a los aparatos de ‘comunicación’ y las nuevas ‘comunidades’
como Twitter y FaceBook, por citar seis referentes, ilustran muy incompletamente la vulgaridad mediocre que instaura la
mundialización ‘cultural’. Lo que toca el capitalismo se torna mierda apetecible con impagables precios
humanos.

La agresividad irracional del sistema mundial vigente se ha adornado con tres ‘nuevas’ ideologías en la
transición entre siglos: la guerra global preventiva contra el terrorismo (2001), la apología de la tortura como medio legítimo
en la guerra contra los terroristas y un ‘pragmatismo’ que muestra como ‘ejemplar’ la
experiencia de crecimiento chino (se realiza sin tomar en cuenta costos ambientales y sociales). En un período como
éste resulta al menos imprudente reducir la violencia a la agresión física directa (el femicidio, por ejemplo, o la pederastia
clerical) e ignorar sus determinaciones sistémicas y culturales y las diferencias entre acciones ofensivas/defensivas, o
de resistencia y emancipación, ligadas unas al campo de las identificaciones inerciales que aceptan y promueven una
grosera cultura de extrema violencia y desagregación y las oposiciones a ella derivadas de la producción siempre en
construcción de identidades sociales y humanas efectivas autogestadas y testimoniadas en señales y procesos de
irritación, defensa, resistencia, organización y liberación.

Después de todas estas determinaciones y posicionamientos sobre las violencias (y no son las únicas), no deja de
llamar la atención que en un libro cuya segunda edición (México) es del año 2010 y que, según Wikipedia, “ha
sido objeto de mucho debate” y “ha suscitado el interés de los anarquistas socialistas así como de los
marxistas libertarios”, su autor, J. Holloway, condene la lucha armada popular y revolucionaria indicando que su
problema “…es que acepta desde el comienzo que es necesario adoptar los métodos del enemigo a fin de
vencerlo, pero incluso en el improbable caso de la victoria militar, las que han triunfado son las relaciones sociales
capitalistas”[9]. Bueno, por lo menos en América Latina la premisa es falsa: Guevara distingue claramente su
enfoque político-militar (unidad móvil combatiente que se despliega complejamente como guerra popular) desde los
desposeídos, que ganan parte de su identidad y dignidad social y humana en el proceso de lucha, de la criminal guerra
del centro imperial. De hecho, la victoria político-militar popular debe ser moral para que sea victoria efectiva (Mensaje a
los pueblos del mundo a través de la Tricontinental). Incluso una de sus propuestas, citada fragmentaria y usualmente
fuera de contexto, va en el mismo sentido: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que
impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina
de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”.
En Guevara no solo existen dos maneras de dar la guerra, la liberadora e identitaria, cuyo sostén es el amor, y la
imperial criminal cuyo sostén es la codicia y el etnocentrismo. De aquí que existan asimismo al menos dos nutrientes
diversos para los sentimientos de odio político: el que se expresa en una trama que lo liga con la solidaridad, la propia
dignidad y el amor, y el que se funda en la discriminación, la neurótica enajenación destructiva y la arrogancia. No se trata
de que Guevara tenga razón, sino que la premisa de Holloway no es cierta en relación con el pensamiento explícito de
éste ni tampoco con las reflexiones que sobre las violencias hicieron en su momento Marx y Engels. El punto que se
discute no es si sí o si no a la lucha armada, sino si se puede descalificar sin más este tipo de oposición, resistencia y
proceso de liberación porque él ‘calcaría los métodos del enemigo’ y llevaría al fracaso político-cultural.
Esta observación, dicho con mesura, es prejuiciosa sobre todo si se acompaña de observaciones como “…
el problema de la lucha es desplazarse hacia una dimensión diferente de la del capital, no comprometerse con el capital
en sus propios términos” (Holloway). Gran parte del libro de Holloway se dedica a mostrar que el imperio del
capital no descansa exclusivamente en la guerra sino en la internalización del fetichismo de las mercancías. La guerra
popular al menos aparta testimonialmente a todos de la ‘normalidad’ del circuito mercantil presente, por
ejemplo, en el Mundial de Fútbol, la misa dominical, la fila para recibir subsidio estatal o la tranquila velada de lectura
de los libros de Holloway (por supuesto, hay que comprarlos).

El estereotipado planteamiento de Holloway sobre la violencia “calcada” de la lucha armada político-


militar popular (la violencia popular puede ser también no militar y revolucionaria, aunque siempre
‘armada’) se extiende de una manera por lo menos curiosa a la cuestión de la organización. Sin duda una
guerra revolucionaria exige algún tipo de organización. Pero para Holloway el problema no es el de la organización de un
ejército de los pobres, sino toda forma de organización: “No puede haber recetas para la organización
revolucionaria simplemente porque la organización revolucionaria es una anti-receta”. Aquí el problema de
Holloway es lógico, o sea formal. De que no haya recetas para una organización revolucionaria, ni, en verdad, para
ninguna acción humana en situación, no se sigue que no exista necesidad de organización ninguna. Sin ninguna
organización no habrá tareas ni responsabilidades. Y los testimonios de resistencia/emancipación populares se
asfixiarán, sin ni siquiera poder ser comunicados, en “la absorbente identificación que impone el
capitalismo” (escribe Holloway).[10]

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Holloway no se limita a descalificar las violencias populares y a rechazar las organizaciones que puedan darse
quienes luchan por su liberación, sino que además sentencia que estas luchas no deben tener “héroes”
o personalidades (como Ho Chi Minh, Lenin, Trotsky, el subcomandante Marcos, etc.) La razón es que estas
personalidades o ‘héroes’ “…atraen hacia sí mismos la fuerza comunal de la acción”.
Encuentra que existe una sólida contradicción entre la idea de una revolución heroica e incluso en la figura de un héroe
revolucionario. ¿Por qué el oxímoron? “Porque el objetivo de la revolución es la transformación de la vida común,
cotidiana y es ciertamente de esa vida común y ordinaria que la revolución debe surgir”. Y esto lo redacta quien
al examinar con algún detalle en capítulo anterior la teoría marxista del fetichismo muestra que no hay tal “vida
común” bajo el capitalismo (excepto para las mercancías), que no existe una única cotidianidad en las
sociedades con principios de imperio y ¡oh fatalidad! que sin duda los procesos revolucionarios (y sus acciones) deben
surgir desde la existencia en situación de la gente ‘común’ (en realidad particular, singular y sectorial),
pero no se agotan allí puesto que la situación contiene también el sistema y sus lógicas (imperios). La teoría del fetichismo
supone tanto una crítica radical del empirismo como de la existencia cotidiana bajo el ‘ordenamiento’
capitalista de la existencia. Se supone que Holloway asume estos criterios, puesto que escribió un libro entero centrado
en ese enfoque.

Pero si dejamos de lado este pintoresco desaire a la teoría del fetichismo, lo que Holloway considera elemento
distractor y desvirtuador, la presencia de la personalidad o héroe en los procesos revolucionarios, no es tampoco
eliminable por decreto. Los emprendimientos humanos son colectivos (sociales) y pueden tener lógica comunitaria, como
podrían serlo, por ejemplo, las empresas cooperativas efectivas. Pero también la especie posee la capacidad de
individuación. De modo que en los procesos humanos, en cualquiera, siempre pueden aparecer “héroes” o
personalidades. Por ello, no interesa tanto que ellos existan o lo sean sino cuál es su carácter, es decir cómo ejercen
su liderazgo en relación con el emprendimiento comunitario. Hitler fue un héroe o personalidad para el pueblo alemán,
no importa lo que diga la historia de los vencedores. Lo fue porque supo expresar la voluntad de la mayoría de ese
pueblo en una situación dada y también porque supo llevarlo a la guerra y a la muerte. Muchos de quienes murieron por
el proyecto nacionalsocialista lo hicieron orgullosos de morir por esa idea y su Führer. Por supuesto no se trata aquí de
elogiar al nazismo, un brutal esfuerzo de arrogancia y desprecio ‘socio-étnico-nacional’, sino de mostrar
la complejidad social y cultural de los liderazgos. El Che Guevara se declaró orgulloso de morir, si era del caso, en el
campo de batalla de las luchas anticoloniales y antineocoloniales siempre que otro combatiente recogiera su arma.
Estimaba que moría en el seno de un proyecto creador de humanidad liberada. Las diversas formas de liderazgo popular
se obtienen no por decreto sino por testimonio dentro de un proceso de lucha. Un gerente no es necesariamente un
líder. El líder popular, condensa, expresa, convoca mejor que otros a la lucha. No desvía fuerza comunitaria alguna.
Más bien la galvaniza. Y será personalidad revolucionaria mientras testimonie estos caracteres. Si se burocratiza,
envanece, se torna déspota, enriquece, etc., si deja de interpelar y de ser interpelado por los sectores populares y no
los expresa, entonces no es un líder popular aunque detente los títulos que detente. Comandante, Presidente o
Secretario General del Partido Comunista, por ejemplo.

Pero el punto más fuerte de esta cuestión es que no resulta factible a la experiencia humana, al menos hasta hoy,
decretar la ausencia de individualidades y líderes en emprendimientos comunitarios. Sin duda no es saludable que se
eternicen, porque quien destaca como líder, por ejemplo, en el proceso de acumulación de fuerzas revolucionarias no
necesariamente podría tener ese papel en el estadio de construcción del nuevo orden socio-cultural. Tampoco las
comunidades (el poder local, en lenguaje popular) son siempre las mismas todo el tiempo. Cambian y ello favorece la
aparición de nuevos liderazgos en su seno. En lugar de decretar lo no factible, lo que los movimientos populares sí
pueden exigirle a quienes testimonien ser mejores en algo es que parte de su capacidad (que es un resultado y factor
del emprendimiento colectivo) la utilice para contribuir a que otros lo superen en sus virtudes populares. En breve, la no
eternización de los líderes y su reemplazo funcional debería formar parte de la lógica e institucionalidad popular. Y el
retorno de quienes han destacado como líderes a la base de los movimientos que crearon las condiciones para que
fuesen, en algún momento del proceso, en el lenguaje de Holloway, ‘héroes’, pareciera, más que
prudente, necesario. Un líder eterno (e incluso la función de liderazgo, pero este es otro aspecto de la cuestión) crea tanto
masas como mediocres funcionarios lameculos. Y esto afecta incluso a Jesús de Nazaret.

Una revolución emancipadora

Supongamos que J. Holloway tenga razón y que una (o varias) revolución popular tenga como problema el
“desplazarse hacia una dimensión diferente de la del capital, no comprometerse con el capital en sus propios
términos, sino avanzar hacia modos en los que el capital no pueda siquiera existir: romper la identidad, romper la
homogeneización del tiempo”. Digamos, la revolución es radical por ser cultural. Y, por estar sobredeterminada por
el capitalismo (que secuestra el poder-hacer societal y lo aprisiona mediante el monopolio de la propiedad: poder
sobre), se trata de una revolución que no parte del capitalismo en situación sino de lugares paralelos, creados o
‘inventados’: “Esto significa ver la lucha como un proceso de experimento siempre renovado, como
creativa, como negando la fría mano de la Tradición, como moviéndose constantemente un paso más allá de la
absorbente identificación que impone el capitalismo”.

Ahora, la fría mano de la tradición (con minúscula, y la tradición no es por sí misma fría, depende de quien la lea y sienta),
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o más precisamente de la (s) historia (s) humana (s) nos dice, por ejemplo, que la revolución neolítica (que no fue
popular) surgió de las entrañas del período paleolítico (piedra tallada) e implicó cambios en los flujos societales: los
propios de una economía sedentaria y productora, con instrumentos de trabajo y agricultura, que surge desde una
economía nómada y recolectora en el marco de la aparición de un nuevo período geológico (Holoceno/Cuaternario). Algo
semejante, aunque sin referente geológico, puede afirmarse de la Revolución Industrial (siglos XVIII-XIX) gestada
primaria e intersticialmente en el auge de la economía dineraria y el comercio en el medieval siglo XII. Se trata en
ambos casos de fenómenos producidos por diversos y complejos emprendimientos humanos (y contextos) que se
articulan y acumulan, no sin conflictos, para constituir procesos civilizatorios. El segundo culmina con el dominio político-
cultural burgués en los siglos XVIII y XIX. Estos procesos civilizatorios (uno con varios focos, el otro inicialmente
centrado en Europa) suponen diversos flujos societales o, lo que es parecido quizás, distintas articulaciones de la
división técnica y social del trabajo (poder-hacer, apropiarse, dar sentido), el segundo sobre la base de la propiedad
capitalista y el dinero que hace dinero y la sumisión a sus lógicas, articulaciones que se institucionalizan y legitiman sobre
la base de la relegación, reconfiguración, destrucción e invisibilización de otras instituciones previas o virtuales (hechas
factibles por el proceso civilizatorio). Se trata de procesos desplegados en el largo tiempo cultural, acumulativos (lo que
no quiere decir progresivos) y conflictivos que configuran procesos de sedimentación e instituciones objetivas, materiales,
en el mismo movimiento con el que crean subjetividades, mentalidades. Ninguno de ellos, ni las
‘revoluciones’ políticas modernas que puede contener o excita el segundo, surgen de eventos aislados o
de acciones individuales. Los procesos civilizatorios poseen su propia lógica (s) conflictiva y los seres humanos
(organizados) pueden intervenir sobre ella, pero no pueden despegarse de ella a voluntad. De aquí se sigue al menos
que las transformaciones liberadoras no tienen un contenido puramente biológico, es decir ‘natural’,
requieren de un cultural tiempo largo y se expresan mediante procesos (con fases, por ejemplo), no se derivan de
eventos (sucesos relativamente aislados) surgidos desde la nada o de algún instinto. Las transformaciones
liberadoras en el seno de estos procesos civilizatorios, si van a existir, y los seres humanos y sectores sociales que las
personifican, son portadores de su premisa social conflictiva, aunque la nieguen, y se siguen de
emociones/sentimientos particulares que nutren discernimientos (incluyendo los de organizarse) y se guían por utopías
(modernamente incluyen la universalidad de la especie) todas ellas apreciadas como emancipadoras, aunque puedan
equivocarse, y quienes las personifican desviarse y fracasar[11]. La ruptura instantánea con una determinada y
compleja premisa social (fluidez o encierro del poder-hacer) no es nunca puramente eventual ni “libre”.
Puede ser creativa, pero desde condiciones objetivas y subjetivas que nunca están en entero control por parte de sus
actores.

Retornando a Holloway, éste propone al lector una anti-política de eventos más que una política popular de
acumulación orgánica lineal. En esto último quizás lleve más razón. Pero en cuanto a los eventos que menciona
(probablemente como catalizadores), mayo del 68 (un mal nombre para un conflicto político-generacional y obrero que
no se redujo a mayo), el colapso de los regímenes de Europa del Este, la rebelión zapatista, la ola de demostraciones
contra el neoliberalismo, pueden ser muchas cosas pero difícilmente se podrían calificar, excepto ‘Mayo-
68’, como “destellos de luz que iluminan el cielo y horadan las formas capitalistas de las relaciones
sociales” (p. 278). Todos ellos, a diferencia de la guerra de Vietnam, han sido asumidos hasta con displicencia
por los poderes en vigencia e incluso aplaudidos por ellos. Es el caso de las revoluciones antiimperialistas, nacionales,
democráticas y populares de la zona que hoy desea llamarse Europa Central, cuyo factor objetivo desencadenante fue
el levantamiento de la presión geopolítica que la URSS ejercía en esa zona a la que consideró, desde el final de la
Segunda Guerra Mundial, su área europea de seguridad. Estrictamente esas revoluciones no fueron
‘eventos’, sino procesos alimentados internamente por largo tiempo que se articularon con condiciones
internacionales favorables. Pero alemanes ‘del Este’ y húngaros, por ejemplo, no querían ser
humanamente libres, sino ponerse en condiciones de elegir sus frutas y, sobre todo, de comprarlas. O sea, querían ser
consumidores y ‘nacionales’.

Holloway muestra una especial inclinación por el alzamiento zapatista (México, 1994). Pero este alzamiento y su
proceso posterior tampoco califica de ‘evento’ que niegue al Estado o rompa con ‘la’
tradición. De hecho, bebe de dos tradiciones: la relegación y explotación/invisibilización de los pueblos indígenas y el
proceso revolucionario cubano. Que beba no quiere decir que las imite ni que carezca de rasgos propios (por ejemplo
no proponerse la ‘toma del poder’ sino autoconsiderarse como un elemento catalizador para, con otros,
contribuir a la generación de un México ‘donde cupieran todos’). Pero tampoco es el evento que parece
tener en mente Holloway porque uno de los factores de de debilitamiento del FZLN es su extendido diálogo con el
gobierno mexicano que, desde su propia tradición priista, combinó ‘cháchara’, represión (incluyendo
masacres) y cooptación hasta lograr aislar, debilitar y confundir al FZLN. De modo que, aunque solo fuera por esto, no
califica como ‘evento’ [12]. Y regalamos el hecho de que el FZLN siempre ha sido un aparato orgánico y
ha exhibido diversos tipos o figuras de ‘héroes’. No existe nada perverso o disfuncional en ello. Es la
historia que han podido darse. Y nada impide que, desde ella, irrumpan mediante un salto cualitativo. Pero este salto
no surgirá ‘espontáneamente’. Lo hará, si se quiere, criticando su propia ‘tradición’.

El desafío que Holloway intenta transformar en problema ha sido enfrentado en la última parte del siglo XX mediante
los conceptos de biopoder y biopolítica. Se trata de determinaciones que buscan caracterizar la expansión/aplicación del
poder político (o sea del poder sobre la vida y la muerte y sus calidades) en todos los aspectos de la existencia
(subjetividad-objetividad, Naturaleza). Al ser ‘saturante’ (Marcuse lo denunció como totalitario en un
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sentido distinto al de una práctica/doctrina estatista), la acumulación de capital o carece de exterior o es pura
exterioridad, es únicamente su funcionamiento que lo comprende-asume-configura-todo. Es The Matrix, es decir una
formación social sin alternativa, consumación de La Historia Humana y, por ello, un presente que se reitera como un
eterno-más-de-lo-mismo y que ni siquiera requiere ser comprendido. Puede ser aludido (de aquí el
‘éxito’ de la insignificancia del color del gato si es eficaz cazando ratones), pero no requiere ser
‘explicado’. Es la existencia, un deber ser que carece de toda ética porque ante él no existe libertad
ninguna. Si todo es en él y por él y para él, sus conflictos serán ‘normalizados’ como más de lo mismo
o aplastados. Si éstas son las determinaciones del Período Final, pues resulta obvio que en él no caben revoluciones.
Pueden darse cambios que afecten a muchos, pero esos cambios serán, en relación con esos muchos, para peor.

La propuesta biopolítica que hace de la existencia entera (más que de la vida) un objeto de regulación y extracción de
‘beneficios’ del poder o poderes y que, en el marketing para los sectores postindustriales de la economía,
se concreta como “valor de la esperanza de vida”[13], junto con la incapacidad de las protestas para
convocar a millones contra alguna situación (el deterioro del medio natural, por ejemplo, la persistencia del hambre, la
explotación infantil o la militarización de la lucha contra el narcotráfico y los inmigrantes indeseados) y al menos
interrumpirla, han hecho que en ciertas formas del ‘pensamiento’ se retorne a cifrar las esperanzas o
desesperanzas por un cambio que resultaría de alguna dimensión de la ‘naturaleza humana’ o, lo que se
le asemeja, que ‘respete su dignidad’. Así aparecen, por ejemplo, deficientes interpretaciones del
“grito del sujeto”, que es en realidad una indicación sobre una relacionalidad social trascendental, el
“imperativo ético” de la liberación, o recursos mágicos, como la piedra que surgida de la nada hiere de
muerte al monstruo, y, en el límite, consolaciones facistoides que sugieren gozar de la asunción realista de la
provisoriedad que supone la posibilidad de una inmediata destrucción o mutilación efectiva o simbólica [14].

Al frente de estas apelaciones ‘naturalizantes’, aunque ignorándolas absolutamente, ha ganado algún


espacio la tesis de que Internet genera una nueva era, la digital, que desplaza al ‘modelo industrial’. El
punto se asocia con el concepto de “proceso civilizatorio”, pero elude precisar que entre Era Industrial y
Era Digital existe una continuidad: ambas son capitalistas. La Era Digital, en opinión de Don Tapscott (canadiense, autor
de "Economía Digital"), tendría cinco principios de configuración revolucionaria: la colaboración, por ejemplo, desplazaría a
la jerarquía. Internet facilitaría la colaboración a escala gigantesca. Wikipedia resulta de la colaboración de millones de
personas. Linux, gratuito, de cientos de miles. Ahora, en realidad, Linux no es gratis. Es software libre, que es distinto.
Pero está patentado, algunas de sus versiones deben pagarse y, sobre todo, tiene un costo de mantenimiento. Puede
no pagarse por su licencia, pero hay que pagar por su mantenimiento. Por supuesto quien puede por sí mismo realizar
ese mantenimiento no solo “no paga nada” sino que puede vender ‘su’ Linux. Pero la
gratuidad o no de Linux no es el punto central: la era industrial también conoce la colaboración. Por ejemplo, la OTAN es
un emprendimiento geopolítico que contiene la colaboración de muchos. La OTAN proporciona guerra o seguridad,
según quien la lea. Y no hay que pagar por ella, sino por su mantenimiento. Lo hacen los ciudadanos de todo el
mundo. Por supuesto, la OTAN funciona con criterios de jerarquía. Lo que muestra que colaboración y jerarquía no son
incompatibles. Lo que los tornaría incompatibles es que se nutrieran de sistemas diversos y alternativos y se expresasen
desde ellos: capitalismo y no-capitalismo, por ejemplo. Pero por sí misma la jerarquía puede funcionar con colaboración o
sin colaboración. Y esta puede ser pagada y no pagada. Linux y Wikipedia son ‘otra forma de hacer
negocios’ con ganancia, si se quiere, otra forma de organizar la ganancia privada, pero no necesariamente son
señales de otro sistema político-cultural [15].

Sin embargo en el siglo XIX se propuso otro tipo de salida para el desafío de cómo transformar liberadoramente un
sistema poderosísimo que no admite alternativa porque enraíza su dominio en las subjetividades de quienes lo sufren: lo
hizo el marxismo original, a quien se debe una lectura materialista de la historia y también una teoría del fetichismo
inserta en la primera; este marxismo estimó que los trabajadores productivos podrían emerger de un espacio en
apariencia sin salida si combinaban, mediante la resistencia, la organización y la lucha, la producción de una conciencia
obrera efectiva (que rechaza la dependencia salarial que forma parte del dominio de la acumulación de capital) y un
pensamiento (teoría/imaginario) antisistémico. En breve, si conseguían darse una identidad social efectiva que
articulase sus condiciones de existencia con una comprensión/imaginación nutrida por la resistencia organizada a la lógica
económico-jurídica del sistema. Ejemplificando: condiciones de existencia: monopolio de los medios de producción
(fundamento de la lucha de clases ‘desde arriba’) y enajenación legal de los productos del trabajo y de la
existencia social; lógica del sistema: ausencia de sujeto humano; sujeción universal a la lógica de la acumulación de capital:
tendencia a la aniquilación de los seres humanos y de la Naturaleza.

Como es sabido, la principal lectura del marxismo original en el siglo XX fue politicista (y economicista), no cultural en
el sentido arriba propuesto. No se trató necesariamente de una perversión gratuita porque en el marxismo original existen
elementos que facilitan esa lectura de corto plazo. De esta manera las revoluciones no las condujeron los trabajadores
con identidades efectivas por procesuales y autoproducidas sino organizaciones de vanguardia autodisciplinadas ellas
y disciplinarias en relación con el movimiento de ‘masas’ y su eje, la clase obrera. La legalidad
(disciplinaria) socialista o comunista reemplazó a la legalidad burguesa (y con ello el Estado socialista, o “de
todos”, reemplazó al Estado burgués o “de pocos”). La teoría del fetichismo, es decir sobre las
subjetividades y la producción social de la conciencia, fue ignorada y quedó en manos de especialistas no militantes o de
elementos ‘provocadores’. La ruta ‘científica’ al socialismo se plasmó en una doctrina
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dogmática, el marxismo-leninismo, con los resultados ya por todos conocidos: politicismo: el poder es una cosa que
se asalta y se tiene y luego se ejerce sin ninguna duda por un partido ‘científico’, y economicismo: el
socialismo se sigue del crecimiento de la economía, crecimiento seguro derivado de su estatización y planificación. La
lectura materialista de las formaciones sociales se subordinó a una Filosofía de la Historia. El socialismo ‘en el
poder’ subordinó (cuando no tragó) al socialismo como experiencia revolucionaria permanente. El funcionario con
carné del partido e identificación inercial segura y blindada anuló la producción de identidades efectivas gestadas en el
inevitablemente riesgoso esfuerzo social por transformar el mundo.

Hasta ahí una lectura breve de una historia larga, compleja, y llena de pormenores, heroicidades y desgracias.

El punto es que una lectura materialista de las formaciones sociales inserta en procesos busca comprender y ligar
tanto la cuestión del conflicto de las subjetividades políticamente liberadoras (identidades autoproducidas) como el
discernimiento de las lógicas sistémicas que malogran esa liberación y que alimentan las identificaciones inerciales por
medio de las cuales The Matrix obtiene un factor subjetivo, político-cultural, de respaldo para su reproducción.

Estas lógicas sistémicas se derivan de una economía política orientada al lucro privado, el dominio de la acumulación y el
carácter universal de la reificación mercantil, una sexualidad (administración libidinal) disciplinada patriarcalmente con
dominio parental, heterosexual y, en la situación latinoamericana, sobredeterminada por el pecado y la culpa o efectiva o
gazmoña, una institucionalidad que no potencia el principio de agencia y una existencia cotidiana fragmentaria y
violenta que, como tal, queda impune (aparece como ‘normal’) y que asegura, además, la impunidad de
quienes detentan posiciones de prestigio-poder. Estas lógicas e instituciones se decantan en situaciones fragmentarias o
ligadas exteriormente por la contigüidad en los espacios o la continuidad temporal. El conjunto político-tecnológico del
sistema bloquea como tendencia la posibilidad de una autonomía personal universalizada y, como indicó Marx, lo hace
“al mismo tiempo que agota las dos fuentes de las cuales brota toda riqueza: La tierra y el trabajador" [16].

Ya se ha dicho que si van a existir revoluciones político-culturales liberadoras, ellas surgirán desde situaciones sociales
(no se niega a los individuos porque ellos son factor de esas situaciones) en las que esfuerzos subjetivos por darse
autonomía (principio de agencia) entran en conflicto con las identificaciones inerciales provistas por el sistema. Las
identificaciones pueden ser las de obrero/obrera y los diversos papeles-en-situación que ellas conllevan, las de madre o
hijo, las de ciudadano y ‘orden’ jurídico, las de indígena (en América Latina es una identificación inercial
generalizada; obviamente los indígenas se adscriben a culturas diversas, pero se los abstrae-uniforma bajo el calificativo
de indios), por hacer cuatro referencias.

Si el punto de partida son las resistencias a las identificaciones inerciales en situación y sistémicas, entonces desde
cualquier subjetividad se puede tocar las lógicas del sistema. No interesa cuan desagregada se proponga esa
identificación. Si se lucha en su contra, se puede tocar alguna lógica de constitución/reproducción del sistema o todas. Por
supuesto, si se acepta plenamente la identificación, entonces no hay lucha. Y si no hay lucha se abren dos escenarios:
no se resiente la identificación inercial o se discierne la situación, pero no su ligamen sistémico. Muchos trabajadores
están hoy ‘acomodados’, por el motivo que sea, en el sistema. Solo aspiran a mejores condiciones de
empleo o a seguridad. No disciernen las identificaciones que les proporciona el sistema. Al no hacerlo, asumen como
propias sus identificaciones inerciales sociales y jurídicas. Si es así, no darán luchas emancipadoras. Han sido
‘domesticados’ por el sistema. Por supuesto, no se trata de una condición metafísica. Pueden salir por sí
mismos de su domesticación. Pero también pueden no querer salir. Por ello, en relación con el marxismo original, es tan
importante que se pueda aspirar a salir del sistema desde la resistencia a cualquier identificación inercial, o sea desde
cualquier situación social, no solo desde la de los trabajadores asalariados.

De esta manera, por ejemplo, si los trabajadores no desean sino mejorar sus condiciones de empleo, o ni siquiera esto
sino que les den cierta estabilidad en ellos, podrían quizás querer luchar las mujeres con teoría de género o los
pequeños campesinos empobrecidos. Pueden hacerlo porque el sistema les provee identificaciones inerciales que
mutilan o cancelan su principio de agencia y los reduce a hembras dependientes del sistema patriarcal o a productores
rurales condenados a la explotación, la pobreza, la inseguridad, la desagregación familiar y la burla citadina. Además,
deben sufrir todo esto en silencio no porque no griten sino porque nadie los escucha. Por supuesto las identificaciones
inerciales de estos grupos (trabajadores, mujeres, pequeños campesinos) son más complejas.

Simplifiquemos alguna en beneficio de una presentación esquemática: si bien cada individuo ocupa durante el día (y en
vida) muchos lugares sociales y por ello asume diversas identificaciones inerciales, puede optar por alguna de ellas
para dar sus luchas de resistencia situacionales y sistémicas. Por ejemplo, una joven puede ser trabajadora e indígena
y madre soltera. Puede elegir (no necesariamente con libertad absoluta) luchar con otros jóvenes por una
‘libertad no administrada’ y por una sociedad no burocratizada. O con otros trabajadores en contra de la
reificación mercantil y por la recuperación de la fluidez del poder-hacer (para utilizar el lenguaje de Holloway). O también
organizarse para denunciar y combatir el racismo y el etnocentrismo. En cada una de esas opciones podrá darse
formas diversas de organización (las que estime corresponden mejor a la expresividad de sus reclamos y a las
necesidades estratégicas de eficacia) y de discernimiento sistémico (teoría/imaginario). Tal vez podría sentirse
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interesada, con otros y otras, por discutir si existirá un ligamen entre el discernimiento que realiza como trabajadora y
el que surge de su lucha como mujer joven. O entre capitalismo dependiente latinoamericano (señorial oligárquico) y
racismo. Quizás pueda producir ese ligamen o dar con él, quizás no. Es solo un ejemplo.

Recordemos, para situar el ejemplo, que uno de los desafíos que propone Holloway, sin ‘resolverlo’ más
que con palabras, es “… ¿cómo se defiende uno de un robo a mano armada (capital) sin estar armado? El
problema de la lucha es desplazarse hacia una dimensión diferente de la del capital, no comprometerse con el capital en
sus propios términos” (p. 277). Las respuestas son: “armado” no solo se dice de fusiles o mazos,
el capital da una guerra cultural, simbólica, además de muchas materiales. Una lucha popular contra las identificaciones
inerciales (y sus premisas materiales) siempre exige estar ‘armado’. De qué armas se trate, aparte de las
culturales, es una respuesta principalmente situacional que no puede ser resuelta por decreto. Y ¿cómo se desplaza
uno hacia un espacio-tiempo (lugar) que no esté penetrado por la acumulación de capital? Las contradicciones entre
identificaciones e identidades efectivas, rechazadas las primeras, deseadas radicalmente las segundas por ser
autoproducidas, crean las condiciones materiales (que pueden resultar efímeras y fracasar o desencadenar procesos)
que configuran este espacio social. Holloway no necesitaba ir lejos para comprobar en situación esta aproximación. La
tenía, tal vez se haya perdido, en el proceso que condujo al alzamiento del EZLN, en su tierra ‘falsamente’
mexicana. El EZLN muestra que coexisten en México varios tiempos-espacios (sin duda hay uno dominante)y
subjetividades y que algunos de ellas solo pueden prosperar si el dominante es radicalmente transformado.

Desde el ejemplo mismo surge la pregunta de si cualquier lucha emancipatoria puede generar la energía que se
requiera para cambiar liberadoramente The Matrix. Se trata de una pregunta que exige una mediación. Si nadie lucha, al
menos que algunos (sean ciudadanos o indígenas, por citar dos referentes) luchen organizadamente es mejor que que
nadie lo haga, aunque la lucha revele al principio poco valor estratégico. Su valor pasa por configurar una tradición.
Cuando se habla de identidades no se está hablando de “venir a ofrecer el corazón”, sino de darlo. Mejor
todavía: dárselo, en el sentido de ganárselo, a uno mismo. Por supuesto, ya han existido luchas populares, se tiene
memoria de ellas y configuran una tradición no despreciable, si se quiere un ethos (sensibilidad) socio-cultural popular.
Que hayan fracasado o sufrido desviaciones no las invalida metafísicamente. A semejanza del FZLN se bebe de
tradiciones, pero no se las imita. Las experiencias pasadas no son ‘modelos’. Pero pueden contribuir con
la energía que se requiere para dar luchas radicales y sostenidas. Se ganen (siempre hay alguna ganancia) o se
pierdan (siempre habrá alguna ganancia residual en el hecho de haberlas emprendido).

La cuestión de las identificaciones inerciales y de las identidades efectivas por autoproducidas (principio de agencia)
tiene una particular importancia en América Latina y el Caribe. En esta área del planeta un capitalismo señorial,
material y culturalmente discriminador, entronizado en un Estado patrimonialista y clientelar, dependiente en momentos
de crisis internamente de la represión directa y exteriormente en forma permanente de las constelaciones internacionales
de poder, con aparatos clericales poderosos e hipócritas y sólida tradición de orquestación de la información… el
abismo entre las identificaciones inerciales que el sistema propone y reitera: ciudadano, joven, mujer, niño, anciano,
habitantes rurales, ‘indios’, ‘estudiantes’, obrero, patriota, etc., y la existencia efectiva no es
ni siquiera epidérmicamente asumible. Las instituciones, empezando por ‘la’ familia, son simulacros. La
legislación no es semejante para todos y menos lo es todavía el acceso a los circuitos judiciales. Estas son tierras de
“ciudadanos por encima de toda sospecha”. Para los jóvenes urbanos de capas medias presente y
‘futuro’ ofrecen o adocenamiento o expulsión del mercado de trabajo. Para los rurales, discriminación, fuga,
desolaciones. Si es mujer joven, peor. Si es mujer joven e indígena, todavía el horizonte es más siniestro, a veces
innombrable: Ciudad Juárez. Las mujeres, entrado el siglo XXI, pueden aspirar a ser mamás, machos con faldas o
Barbies. Los niños de los sectores humildes, urbanos y rurales, preferirían haber nacido en otro lugar, aunque sus
padres los adoren (si los maltratan, simbólica o físicamente preferirían no haber nacido del todo); de las brutales
discriminaciones que convocan los ancianos no vale la pena decir palabra, de los indios se tiene protestas y luchas
que llevan más de quinientos años: reclaman territorios robados, autonomía cultural, reconocimiento y
acompañamiento humanos. Desde siglos no han tenido nada de eso. Han sido principalmente objeto de despojo y
guerra: etnocidio, genocidio. El carácter señorial nos precipita a un racismo absurdo centrado en discriminar y
repudiar colores, fisonomías y comportamientos étnicos. Si estos son los rostros del capitalismo sin duda habría que
cambiarlo. Se deja en paz miseria, pobreza y endeudamiento producidos, sistémicos, violaciones todos ellos de los
más elementales derechos humanos. El área no invierte en ‘capital humano’ (educación de calidad) y
sobre la gente indefensa recaen los dogmas de los curas y sus prejuicios. En algunos sitios el carnaval, la fiesta,
episódicos, rasgan con sus disfraces la melancolía y la muerte, distraen, aunque solo por instantes, la hediondez de un
agua santa bendecida por las discriminaciones, las fragmentaciones, los implacables odios y las constituciones falsas.
Cuando el obrero consigue empleo muchas veces ni siquiera se le paga el salario mínimo legal. Y el mínimo legal, en el
área, condena a las familias a la subhumanidad que se codea con la opulencia y la soberbia. Somos tierra de sectores
medios endeudados, de futbolistas encadenados a la FIFA y al dinero y de artistas tensionados por el marketing y un
requerimiento cada vez menos intenso de nombrar pintar bailar el mundo como es, sin públicos.

En una tierra así y con esta estas gentes debería prosperar o fracasar con dignidades finales la lucha por despojarse de
identificaciones inerciales y ofrecer identidades efectivas para crecer y ofrecerse a otros. Si algún papel puede
desempeñar América Latina en este mundo de hoy, él tiene el carácter de muchas movilizaciones populares y
ciudadanas, o sea antioligárquicas y anticapitalistas.
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Notas

(1) Se ha examinado esta cuestión, en términos más sociohistóricos, en el trabajo “Crisis del socialismo histórico,
ideologías y desafíos”. La categoría utilizada allí es la de ‘socialismo carencial’ para designar a las
formaciones sociales que se han querido socialistas durante el siglo XX. Por supuesto nadie o casi nadie ha leído estos
análisis y se continúa hablando del fracaso o colapso del “socialismo real”.
(2) Citado en http://es.wikiquote.org/wiki/Revolucion
(3) L. Althusser: Para una crítica de la práctica teórica, p. 47.
(4) Entrevista: “Zygmunt Barman, un transeúnte irlandés”, La Jornada, México, reproducida por Forja,
Semanario Universidad, N° 1883, enero-febrero 2011, Costa Rica.
(5) Al igual que Bauman quien habla de los seres humanos ‘amontonados’ en un barco global.
Estrictamente los seres humanos nunca existen amontonados, ni siquiera en los campos de concentración o en el
transporte público de República Dominicana. La estética del capitalismo trata de mostrar a la gente
‘amontonada’ en sus espectáculos pagados, como el Mundial de Fútbol, por ejemplo, pero no lo
consigue. En breve, ni siquiera los más humildes entre los humildes seres humanos son ovejas o vacas. Y se puede
discutir si estas últimas se ‘amontonan’.
(6) Ni las guerras le merecen una línea. Tal vez estima son “justas”.
(7) En América Latina dos obispos excepcionales, Hélder Cámara y Óscar Romero, rompieron el estrecho
oportunismo político de la doctrina católica sobre la violencia. Asumieron que existían diversas formas de violencia y
trataron de comprenderlas y explicarlas. Romero fue más lejos: legitimó ética y políticamente la violencia armada de los
revolucionarios y condenó la violencia armada de los oligarcas. Por supuesto el arzobispo fue asesinado mientras
oficiaba una liturgia.
(8) Este punto es hoy particularmente polémico. Romero fue un ser humano y sus opciones más radicales se
producen al final de su existencia. Sin duda llamó a los militares hondureños a dejar las armas y a no asesinar a su
pueblo. En medio de una guerra, esto significa apoyar la justicia de la lucha del otro bando. Hoy la tendencia pasa por
“limpiar” a Romero de esta última determinación. Al parecer resulta necesario para que el arzobispo sea
canonizado y declarado santo y mártir por el Vaticano. Pero que condenó a un bando, lo condenó. Con tal impacto
político que la oligarquía decidió asesinarlo.
(9) J. Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder, p.277. Es el último capítulo de un libro extenso y lleva como título
“¿Revolución?” Todas las referencias a su texto son de este capítulo.
(10) En el momento que escribo estas líneas (febrero del 2011), una enérgica movilización, que seguramente tiene
diversas fuentes pero que se puede valorar ciudadana, logró hacer huir al gobernante egipcio Hosni Mubárak. Pero en
su lugar se instaló un Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, no un gobierno ciudadano. Alguien describe a este
gobierno militar de transición como “…un garante, un mediador, entre un poder ausente y la revuelta de la
calle”. Pero no hay tal ‘poder ausente’. Lo que impide a los ciudadanos egipcios asumir el
gobierno es que aunque sean multitud no están organizados. Por ello en Egipto asume el omnipresente poder
organizado de los militares. Y los “revoltosos” deben esperar inicialmente al menos seis meses a ver qué
les conceden.
(11) Esto porque son emprendimientos humanos. Nada “asegura” el éxito de un emprendimiento
humano. Pero esto no es motivo para no acometerlos.
(12) Otra descripción de Holloway para ‘evento’ es “… destellos contra el fetichismo,
festivales de los no subordinados, carnavales de los oprimidos, explosiones del principio de placer, intimaciones del
nunc stans”. Esto último es un latinajo con pretensiones ‘filosóficas’, quiere decir detener la
historia, o el devenir, para que nunca nada cambie. En algunos de los ‘eventos’ que menciona Holloway
participan ONGs tan o más burocráticas,detenedoras implacables del devenir, que los funcionarios de la curia
vaticana. Lo que quiere Holloway, en cambio, es cuestionar vigorosamente el presente.
(13) Un título es suficiente: “Customers for Life: Haw to Turn That One-TimeBuyer into a Lifetime
Customer”, citado por J. Rifkin: La era del acceso, p. 139.
(14) Esta última opción se encuentra en el texto postmoderno de Martin Openhayn: “El día después de la
muerte de la revolución”.
(15) Aunque es obvio que Tapscott no está hablando de ninguna revolución, sus otros valores configuradores son:
apertura y transparencia; interdependencia; compartir e integridad. Los ejes del cambio se centran en la comunicación
global (Internet), las nuevas generaciones, que son nativos digitales; la revolución social, a través de las redes sociales,
y los emprendedores. El objetivo es que los buenos negocios capitalistas sean honestos y que más gente participe en
ellos. Una cifra material desalentadora para este nuevo proceso civilizatorio es que en este momento solo 1/6 de la
población mundial se vincula a Internet. Brasil, el país latinoamericano mejor ubicado, aporta 27.7 millones de una
población de 160 millones. La audiencia latinoamericana internetiana es del 7.4% de su población.
(16) C. Marx: El capital, t. I, Sec. IV, cap. XV, # X.
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Referencias:
Althusser, Louis: Notas para una crítica de la práctica teórica. Respuesta a John Lewis, Siglo XXI, Buenos Aires,
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Argentina, 1974. Dos Santos, Theotonio: El concepto de clases sociales, Galerna, Buenos Aires, Argentina, 1973.
Galtung, Johan: Tras la violencia, 3R: reconstrucción, reconciliación, resolución. Afrontando los efectos visibles e invisibles
de la guerra y la violencia. Bilbao: Bakeaz/Gernika-Lumo: Gernika Gogoratuz, 1998.
Gallardo, Helio: Crisis del socialismo histórico. Ideologías y desafíos, DEI, San José de Costa Rica, 1991.
Gallardo, Helio: Siglo XXI: Producir un mundo, Arlequín, San José de Costa Rica, 2006.
Holloway, John: Cambiar el mundo sin tomar el poder, Sísifo/Bajo Tierra, Benemérita Universidad Autónoma de
Puebla, Puebla, México, 2010.
Hopenhayn, Martin: “El día después de la muerte de la revolución”, en Estudios Públicos, N° 37, Santiago
de Chile, 1990.
Marx, Carlos: El capital, 3 vols., Ciencias del Hombre, Buenos Aires Argentina, 1969. Paulo VI: Populorum progressio,
http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/encyclicals/documents/hf_p-vi_enc_26031967_populorum_sp.html Rifkin,
Jeremy: La era del acceso. La revolución de la nueva economía, Paidós, Barcelona, España, 2000.
Tapscott, Don (entrevista): “Esto no es una crisis. Es un cambio histórico”, en
http://www.lavanguardia.es/lacontra/20110121/54103612286/
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