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REPORTAJE: LECTURA

Educar e instruir
Rafael Sánchez Ferlosio 29/07/2007

Y a al solo título del artículo de Fernando Savater, ¿Ciudadanos o feligreses? (EL PAÍS,
4 de julio de 2007), puede reprochársele un principio de confusión. Yo no veo ahí ningún
aut/aut, porque no hallo diferencia formal entre "ser buen cristiano" y "ser buen
ciudadano"; aun más, ¿acaso no ha ejercido nunca la parroquia funciones de división
administrativa para asuntos civiles? No sólo no hay diferencias de forma, sino que
incluso pueden encontrarse muchas coincidencias de contenido.

En alguna otra ocasión he deplorado la falta de confianza de Fernando Savater en "los


contenidos" del conocimiento, en la medida en que, con respecto a la enseñanza
pública, no se conforma con "la instrucción", sino que encarece, casi como más
importante, "la educación". En ésta incluye hasta lo que llaman "espíritu crítico"; pero no
sólo ocurre que el dicho espíritu crítico no puede ser materia de enseñanza, ni menos
todavía de educación, sino que, por añadidura (aunque por mi parte preferiría para él
otro nombre menos activo, más receptivo), es algo que sólo puede surgir precisamente
de los contenidos: la extrañeza crítica sólo puede suscitarla la atrición entre dos
términos del contenido; por ejemplo, la que tan desoladoramente hizo empecinarse y
estrellarse a San Anselmo de Canterbury, o sea, la que le chirriaba en el oído al
violentar la compatibilidad entre "infinitamente justo" e "infinitamente misericordioso"
como atributos simultáneos de la Divinidad ("Proslógion").

El llamado "espíritu crítico" guarda tal vez un notable parentesco con lo que los helenos
llamaba "asébeia" (± impiedad), y presumo que chocaba, al menos mediatamente, con
la "paideia". Ahora bien, esta segunda, más familiar a nuestra comprensión, mantiene, a
su vez, una poderosa analogía con lo que ha dado en llamarse "educación para la
ciudadanía". Yo no sé cómo se las arregla Fernando Savater para conservar la paz en
las entrañas de su entendimiento, con su ya acrisolado empeño en conciliar la
'educación para la ciudadanía' (ojo: no le atribuyo el invento oficial de la expresión
completa) con su gran conocimiento y su notoria devoción por las doctrinas y los autores
de la Ilustración. Me lo pregunto porque, al menos a mi juicio, la "ilustración" -toda
ilustra-ción- es justamente crítica de la cultura vigente, es contra-cultura, y, a fin de
cuentas, "asébeia".

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Pero la afirmación más gratuita -y quiero creer que menos meditada- de la savaterina
defensa de la educación está en su obra El valor de educar, página 47: "Esta
contraposición educación versus instrucción resulta hoy ya notablemente obsoleta y
engañosa". Tomando la frase en serio habría que preguntarle si esa obsolescencia es
un dato de hecho, como, por ejemplo, si es que hace tiempo que nadie se interesa por
semejante distinción, o un dato de derecho, como que las más modernas doctrinas
pedagógicas afirman positivamente que la dualidad entre las dos cosas debe
desecharse por ser científicamente falaz y, por lo tanto, perjudicial. Pero ¿cómo se
reintegra la engañosa disyuntiva? Por mi parte, si me pongo a imaginar una instrucción
que sea al mismo tiempo educativa, se me ocurren fórmulas un tanto monstruosas: a la
demanda de una "zoología educativa", por ejemplo, se ajustaría una clasificación del
reino animal que partiera de una división entre "animales dañinos" y "animales
benéficos", o bien, si se prefiere, entre "animales comestibles" y "animales
incomestibles".

El saber por el saber

No y no. Los conocimientos que proporciona la instrucción, exentos de toda clase de


orientaciones prácticas y juicios de valor, aparte de ser, precisamente, el resultado de
unas ciencias que durante siglos se han esforzado por purificarse de toda la morralla de
fines e intereses que las condicionaba -como la alquimia pudo trocarse en química
cuando se liberó del designio de conseguir el oro, o la astrología se hizo astronomía
cuando renunció a predecir el porvenir-, pueden ni deben, de ninguna manera, dejarse
dirigir por ninguna finalidad educativa. A la postre resulta que es justamente el rostro
absolutamente inexpresivo -sine ira et studio- del saber por el saber el que hace nacer
en el sujeto, de su propia mente, la opinión y la conducta que la educación, a la manera
de una trofalaxia, querría meterle en la boca ya masticadas y bien ensalivadas.

En el libro Educación para la ciudadanía (Ediciones Akal, SA. Madrid, 2007), de Carlos
Fernández Liria, Pedro Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, se empieza
representando -a partir de una anécdota del rey persa Ciro- el espacio de la ciudadanía
como "lugar vacío" o "lugar de cualquier otro", y por la índole de ese lugar caracterizan
la propia condición de "ciudadano". Por lo que entiendo, se quiere definir al ciudadano
en cuanto tal como el hombre vaciado de toda particularidad. Después, como si
tácticamente traspusieran su lugar de cualquier otro al aula de matemáticas, hacen que
el vaciamiento de particularidades, la impersonalidad del profesor y los alumnos,
privilegie la propia validez del Teorema de Pitágoras como validez para cualquier otro:
ateniense, espartano, persa o incluso marciano, si lo hubiera. La idea, aunque torpe y
morosamente expuesta (y aun peor resumida por mí), es aceptable. Y, dicho sea de
paso, mal podrían, ciertamente, los clérigos y obispos mantener frente a ella la más
vaga y remota acusación de "relativismo". Lo que yo echo de menos, sin embargo, es
que los autores se hayan dejado escapar una ocasión de oro para señalar y encarecer
la radical impersonalidad de los conocimientos, y, en consecuencia, la impersonalidad
del lugar público en el que se imparten, la impersonalidad de la que deben sentirse
revestidos los alumnos y de la relación del profesor respecto de ellos. Este que podría
designarse como "principio de impersonalidad" alteraría notablemente -en caso de

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aplicarse- la configuración actual de la enseñanza (estoy pensando, por supuesto, tan


sólo en el aspecto de instrucción -que es el que el pasaje del libro saca a colación-, no
en el de educación). Empezaría por poner en entredicho el eslogan de "tratamiento
personalizado" con que algunos colegios caros encarecen sus ventajas; en plena
conformidad con el pasaje del libro comentado, no es, evidentemente, el Teorema de
Pitágoras el que debe adaptarse a las condiciones personales del alumno, sino éste el
que debe adaptarse a la esencial impersonalidad de ese teorema. Finalmente, nuestro
principio de impersonalidad pondría coto a otra más peliaguda y escabrosa cuestión: la
de la perturbadora intromisión de los papás y las mamás en las tareas de la enseñanza.
El famoso "derecho" de semejantes figuras de elegir para sus hijos la enseñanza que
deseen lo ejercen contratando el colegio que prefieran, pero aquí debería acabarse
todo. Los padres tienen con el hijo una relación privada y personal; va contra la
naturaleza pública de la enseñanza, donde debe primar en solitario la impersonalidad, el
que, violando las puertas contractuales, se monten a cuchos sobre el niño, como un
jinete en un caballo de carreras, y se hagan conducir por aulas y pasillos, para que lo
particular no deje de controlar y sofocar un solo instante lo que sólo respira plenamente
en la anónima atmósfera de los universales.

La importancia de las formas

He leído que ahora andan queriendo restablecer el tratamiento de usted en las


relaciones de enseñanza. No sé si tendrá éxito, en el sentido de que logre difundirse o
en el de que sea eficaz para lo que pretende. De todos modos debería ser recíproco, o
sea, también del profesor al niño; los jesuitas, con los que yo estudié hace ya casi 70
años, jamás nos tutearon. Nótese que el usted lleva los verbos en tercera persona,
como si los interlocutores estuviesen ausentes entre sí; la presencia física es
neutralizada y abstraída, o, por usar la expresión del texto comentado, el oyente
presente es "cualquier otro". La difusión será difícil entre los ya acostumbrados al tuteo;
se pueden esperar las bromas más groseras y menos ingeniosas, pero no creo que sea
así entre los escolares primerizos. No debería despreciarse la importancia de las
formas, ni aun de las más superficiales y protocolarias; que el centro de enseñanza se
distinga como "el lugar donde se da de usted" ya puede suscitar tácitamente en la
conciencia el sentimiento de que se ha atravesado una frontera y se ha salido a un
espacio "extraterritorial". El factor de la distancia, que aportaría el uso del usted, es un
factor perfectamente idóneo para completar la impersonalidad.

Veo que la actual orientación, por una y otra parte, de la controversia sobre la educación
llega al extremo de incitarle a uno a preguntarse si hay alguien que realmente se
pregunte qué es lo que educa. No hace mucho ha habido un ministro del gobierno actual
-y no de Educación, sino de Sanidad- que ha señalado certeramente con el dedo una de
las cosas que hoy han tomado una parte no poco relevante en la educación de la
primera juventud: el alcohol. Bien es verdad que doña Elena Salgado -que tal era el
nombre del ministro- no advertía del caso por la educación, sino por la salud. Con todo,
no faltó quien considerase la denuncia -especialmente por lo que se refiere al vino-
como un ultraje a la cultura española, europea y hasta occidental. El consumo de
alcohol, como mediador o excipiente de las relaciones entre coetáneos, tiene sin duda

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una influencia sobre las formas de conducta, y, por lo tanto, las marca, efectivamente,
con un determinado signo cultural. Ciertamente, este mediterráneo estaba ya muy
descubierto, y no hacía falta llegar al botellón para reconocer en el alcohol un poderoso
pedagogo cultural.

Pero lo que este señalamiento nos recuerda es el carácter predominantemente gregario


de la educación: el grupo es el que educa, a través de la necesidad de "formar parte",
que arrastra con fuerza irresistible a la imitación y la comparación. ¿Qué va a hacer el
profesor contra la fuerza educativa de las actuales formas de ocio y diversión, contra la
constricción del grupo, dotado de un poder de convicción y de una autoridad
incomparable? ¿Va a decir: "Bebe, si quieres, pero bebe de manera responsable"?
¡Delirante, hilarante!

Las democracias de hoy muestran enormes resistencias frente a la sola idea de


"prohibir". Con todo, prohibir me parece un punto más democrático que "impedir": el que
impide pone un obstáculo en las cosas, el que prohíbe apela a la persona, aunque sea
bajo amenaza de castigo. Diré que, por mi parte, no tengo prejuicio alguno contra las
prohibiciones; si tuviese un cargo, no tendría reparos en prohibir, salvo el conocimiento
de su inutilidad. Me refiero a la inutilidad que consiste en una desobediencia total y
generalizada. La inutilidad o imposibilidad de prohibir es uno de los efectos más
desastrosos de la democracia como partitocracia selectiva. La renuencia o más bien
denodada resistencia ante la sola idea de prohibir no es, a primera vista, sino miedo
electoral; el poder ejecutivo se siente amenazado de antemano por "colectivos" -como
dicen- demasiado numerosos y gregarios -el de los estudiantes, sin ir más lejos-,
capaces de organizarle una zalagarda callejera que afecte a sus expectativas
electorales. Sin embargo, ante "costumbres", como son las formas de ocio y diversión,
que el enorme incremento del gregarismo y la intercomunicabilidad han unificado hoy en
un modelo internacional, la inutilidad de toda posible prohibición gubernativa -con
zalagardas o sin zalagardas- disipa cualquier acusación de cobardía electoral a los que
se sometan al actualmente ineluctable imperativo -por no decir tiranía- de la tolerancia.
Las costumbres de ocio y de relación social de los grupos de edad por los que se
interesa la enseñanza oficial no sólo han multiplicado por cien su poder cultural y
educativo, sino que, por la homogeneización internacional, han adquirido, en relación
con los poderes públicos, una hegemonía hasta hoy desconocida. Siempre ha sido el
grupo el que educa, sólo que en otros tiempos era menos fuerte que todo el resto de la
sociedad. Esto, naturalmente, es sólo resultado, apariencia inmediata ante los ojos de la
opinión; cualquier aumento de fuerza, y, entre ellos, de manera especialmente
acentuada, el del grupo de edad que nos ocupa, procede hoy del imponente poder
determinante del mercado, cómplice incondicional de la incondicionada avidez de
infancia y juventud.

Las pautas de la publicidad

Al mercado pertenece, por lo demás, el que es hoy prácticamente único y supremo


educador: la publicidad en general y especialmente la de la televisión. En todos los
grupos de edad es la publicidad la que gobierna las pautas y determina los criterios de
la comparación social. Esta comparación -hoy elevada al grado de obsesión- es la que

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dicta la aceptación, la integración y hasta el prestigio social del individuo. Respecto de


los niños, ya comenté en su día el consultorio de un Suplemento de salud del Abc del 9
de julio de 2000, que lo expresaba certeramente a propósito de las marcas de zapatos:
"Ser propietarios de marcas determinadas -decía el consultor- representa un código de
integración". El imponente poder pedagógico de la publicidad tiene ya derrotado de
antemano cualquier otro intento educativo. Estoy contando una historia archisabida y mil
veces contada en tonos diferentes, una evidencia palmaria a cada instante como la luz
del día. Mas, sin que nadie niegue esa evidencia, hay dos maneras de eludirla
defensivamente: la primera es decir, con sincera o forzada convicción: "¿Y qué hay de
malo en ello?"; la segunda es la que tan penetrantemente apunta Sigmund Freud (y que
yo designaría como "apología consolatoria de los hechos tozudos") con estas palabras:
"Si uno está destinado a la muerte preferirá estar sometido a una ley natural ineluctable,
la sublime 'Anánke', y no a una contingencia que tal vez habría podido evitarse".

El mercado es ya naturaleza del mismo orden de necesidad que el hambre misma. La


publicidad, que hoy ya le es absolutamente imprescindible, se defiende con el que es
uno de los máximos tabús de prohibición de la llamada democracia: el tabú de la
censura. La censura es totalitaria. La democracia vive de la ilusión de libertad que le
produce la execración del totalitarismo. Al mercado le conviene la democracia; no
sabemos si será verdad lo inverso: el que a la democracia le convenga igualmente el
mercado. El mercado permite muchas cosas y regala otras muchas, pero también exige,
obliga y hace renunciar a algunas; esto lo suelen resolver y pacificar diciendo que las
segundas son "el tributo" que hay que pagar por las primeras. Uno de esos tributos es,
precisamente, el de tener que renunciar a toda posible "educación para la ciudadanía"
que no sea la suya; quiero decir la de la publicidad.

Cuántas veces, frente a ciertos, no deseados, fenómenos sociales, como este de la


actual manera de relacionarse y divertirse los muchachos, se oye decir: "Esto se
arreglaría con un buen sistema educativo"; los que así se pronuncian no se dan cuenta
de que aquello que querrían arreglar con la Educación -la oficial, se sobrentiende- forma
precisamente parte de las condiciones de posibilidad indispensables para que esa
educación que echan de menos pueda impartirse.

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