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SERGIO PITOL

Antología del cuento polaco


contemporáneo

Traducción y prólogo de Sergio Pitol


Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Para mis amigos polacos.


Para Elena Poniatowska y Juan Manuel Torres,
también polacos.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

ÍNDICE
PRÓLOGO .............................................................................................................5
Antología .............................................................................................................. 9
JAN PARANDOWSKI .......................................................................................... 9
JAN PARANDOWSKI: MONNA LISA .............................................................. 10
BOLESLAW LESMIAN ....................................................................................... 16
BOLESLAW LESMIAN: UNA AVENTURA DE SIMBAD EL MARINO ...... 17
BRUNO SCHULZ ............................................................................................... 24
BRUNO SCHULZ: LOS PÁJAROS ................................................................... 25
STANISLAW DYGAT ......................................................................................... 28
STANISLAW DYGAT: EL VIAJE ...................................................................... 29
WITOLD GOMBROWICZ ...................................................................................37
WITOLD GOMBROWICZ: UN CRIMEN PREMEDITADO ......................... 38
WITOLD GOMBROWICZ: FILIFOR FORRADO DE NIÑO ............................. 57
JAROSLAW IWASZKIEWICZ ........................................................................... 64
JAROSLAW IWASZKIEWICZ: ICARO ............................................................. 65
JAROSLAW IWASZKIEWICZ: CÁLAMO AROMÁTICO ................................. 68
TADEUSZ BOROWSKI ...................................................................................... 80
TADEUSZ BOROWSKI: ¡AL GAS, SEÑORAS Y SEÑORES! .......................... 81
TADEUSZ BOROWSKI: EL MUNDO DE PIEDRA ........................................... 93
ZOFIA NALKOWSKA ........................................................................................ 96
ZOFIA NALKOWSKA: LOS NIÑOS EN AUSCHWITZ ......................................97
ZOFIA NALKOWSKA: EL HOMBRE ES FUERTE .......................................... 101
MARÍA DABROWSKA ...................................................................................... 105
MARÍA DABROWSKA: PEREGRINACIÓN A VARSOVIA ..............................106
ADOLF RUDNICKI ........................................................................................... 115
ADOLF RUDNICKI: EL YOM KIPUR ............................................................ 116
ADOLF RUDNICKI: NOCHES BLANCAS........................................................ 125
MAREK HLASKO.............................................................................................. 133
MAREK HLASKO: EL PRIMER PASO EN LAS NUBES ................................. 134
SLAWOMIR MROZEK......................................................................................140
SLAWOMIR MROZEK: EL MONUMENTO AL SOLDADO
DESCONOCIDO ................................................................................................ 141
SLAWOMIR MROZEK: EN LA PENUMBRA ................................................ 143
JERZY ANDRZEJEWSKI ................................................................................. 145
JERZY ANDRZEJEWSKI: SEMEJANTE A UN BOSQUE ............................ 146
TADEUSZ ROZEWICZ......................................................................................160
TADEUSZ ROZEWICZ: EL PECADO ............................................................. 161
KAZIMIERZ BRANDYS .................................................................................... 164
KAZIMIERZ BRANDYS: CÓMO SER AMADA .............................................. 165
KAZIMIERZ BRANDYS: CARTAS A LA SEÑORA Z ....................................... 185

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LESZEK KOLAKOWSKI ...................................................................................190


LESZEK KOLAKOWSKI: RAHAB, O DE LA SOLEDAD VERDADERA Y
LA FICTICIA ................................................................................................... 191
KORNEL FILIPOWICZ: LA CRUCECITA DE ORO ......................................... 193
JANUSZ KRASINSKI: LA QUEJA .................................................................... 199
ROMAN SAMSEL: SOLO PARA GORRIONES Y ESTORNINOS................... 202

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PRÓLOGO
Releo mis primeros artículos sobre Polonia. Son anotaciones bastante ingenuas
escritas en Pekín en 1962. Desde la cotidianidad opaca de la vida en China, sumergido en
una irritación y en un malestar cada día más pronunciados debidos a la anomalía de una
situación que iba volviéndose cada vez más asfixiante, recordaba con profunda melancolía
los diez días transcurridos en Polonia. La llegada a Varsovia. La impresión de desagrado
durante los primeros momentos. Al inicio todo me había producido consternación: bajo un
cielo sombríamente encapotado e implacables vendavales de nieve la ciudad presentaba sus
rasgos más descarnados. Enormes caserones semidestruidos, ligeramente hermoseados por
la blancura de la nieve. Me paseaba entre ruinas o por avenidas y plazas de corte
típicamente stalinista. Grupos de gente hosca marchaban apresuradamente por las calles
bajo un frío glacial de treinta grados bajo cero. Los estragos constituían una presencia
ineludible, edificios de fachadas leprosas, huellas de metralla por todas partes. Era la
Varsovia exterior. Al fin un agradable estupor ante la Ciudad Vieja, el hermoso barrio cuya
reconstrucción fue posible gracias a los cuadros de Canaletto que lograron salvarse. Y luego,
la Varsovia fabulosa de los teatros, y la más íntima, la del diálogo, la discusión, la
inteligencia: reuniones en cafés y en departamentos donde se discutía encarnizadamente
hasta la madrugada. Más tarde, la furia y la impotencia cuando de pronto, concluidas sin
sentirlo aquellas fugaces vacaciones, me vi metido en un avión de regreso a Pekín. Tardes
infinitas sobrevinieron dedicadas al recuerdo. Intentos de recomponer cada uno de aquellos
días que tan inexplicablemente me habían dejado marcado. Se inició mi encuentro con la
literatura polaca. Leía todo lo que podía conseguir —bastante poco por cierto— en
traducciones para mí comprensibles. Recibía mensualmente las Polish Perspectives;
algunos nombres comenzaron a serme familiares, María Dabrowska, Jaroslaw Iwaszkiewicz,
Kazimierz Brandys, Tadeusz Rózewicz, Slawomir Mrozek. Resolví ir a como diera lugar a
vivir a Varsovia. Seis meses más tarde me hallaba instalado allí decidido a comenzar a
estudiar la lengua y la literatura polacas. A partir de entonces viví tres años en Varsovia
con muy breves interrupciones. Debo tristemente admitir que mis impresiones de Polonia
eran mucho más coherentes en aquellas primeras notas de lo que lo son ahora. Podían
reducirse a esquemas, asirse en un haz de conceptos. Los casi tres años de estancia en el país
se encargaron de ir destrozando dichos esquemas, de ir ofreciéndome día a día nuevas
sorpresas al ponerme en contacto con una realidad cotidiana en apariencia absolutamente
estática, pero cargada, por abajo de la superficie, de dinamismo, de presagios, preñada de
enigmas, de anhelos frustrados, realizaciones y esperanzas. Mundo donde un pasado casi
legendario aflora aún en potentes chispazos de irracionalidad, de poesía, de maldad o pureza;
pueblo obstinado en diferenciarse de los otros países eslavos y en formarse una tradición
occidental; país de profundas tradiciones católicas encauzado actualmente en un
experimento político-económico decididamente laico y eminentemente racional. Cualquier
raciocinio formulado el día anterior fácilmente puede desvanecerse ante una nueva visión.
Todos los datos pacientemente organizados durante semanas de investigación llevan al
observador, como en cierto momento de la lectura de novelas policiales, a hacerle creer que
tiene en la mano todas las claves y que está sobre la pista segura, para que de pronto un dato
al parecer anodino, surgido imprevistamente, adquiera una súbita importancia y le
demuestre que todo el cuadro era artificial, que debe revisar nuevamente los conceptos a
fondo y comenzar desde el principio. En sus Cartas a la señora Z., señala Kazimierz Brandys
que hay días en que el análisis de los acontecimientos que nos circundan no dejan lugar a

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otro sentimiento que no sea el del escepticismo, la duda y la amargura, para, momentos
más tarde, ante el cúmulo de objetivos logrados, cambie la visión y vuelva nuevamente a
cubrirnos el optimismo.
Y en esa dicotomía se va viviendo, saltando de un extremo al otro en espera de la tan
ansiada unidad.
¿Hay medios más apropiados para intentar explicarse la realidad de un país que el
estudio de su historia y su literatura? La primera, en el caso de Polonia, más bien nos
confunde. Entre tantas gestas heroicas de reyes jagellones y príncipes Poniatowskis, hazañas
renacentistas y Siglo de las Luces, se engendra un destino pavorosamente trágico. Frecuentes
repartos del país entre las potencias extranjeras, ocupaciones sangrientas, deportaciones
colectivas, ejecuciones en masa, hornos crematorios, cifras de ejecutados que ascienden a
millones. Una lucha tenaz entre ocupantes minuciosamente dedicados a hacer desaparecer
una nación y la voluntad igualmente obstinada de los ocupados por sobrevivir, por persistir,
por seguir siendo hombres —hombres polacos— y mantener idioma, usos y tradiciones
siempre vivos. Algunas de las fotos más trágicas que registra la historia han sido tomadas en
Polonia: Auszwitz, el ghetto, la destrucción de Varsovia. Ya no existen las ruinas que hace
apenas tres años y medio ensombrecían algunos sitios de Varsovia. Son por fortuna sólo
pasado, recuerdo, y, sin embargo, a veces, aún se siente el tufo del incendio, de la piedra
carbonizada, de las grandes hogueras de seres humanos. La lección de la historia es
compleja. La primera deducción que uno sacaría es que no es posible que después de
semejantes pruebas aún exista esta nación. No resta sino el asombro ante tal capacidad de
persistencia y de resurrección.
Ese sino histórico no podía menos de reflejarse en la vida y en la creación de los
habitantes del país. La pérdida de la libertad, el largo período de opresión rusa, austríaca
y prusiana,, los esfuerzos por sobrevivir, el estancamiento económico, los conflictos raciales,
hicieron que Polonia quedara al margen de la historia y no pudiera desarrollarse tan
cabalmente como otras naciones europeas, Cuando en 1918, por gracia del Tratado de
Versalles, logró la independencia, Polonia era un país escasamente industrializado, con capas
dominantes de mentalidad retrógrada, un clero exaltado, grandes masas de desocupados o
de campesinos mal pagados y un atraso científico muy considerable. Los veinte años de
entreguerras no lograron resolver tales conflictos y si bien presentaron una gran ebullición en
el campo de las ideas, también es cierto que ese período fue campo de fermentación de
algunos de los vicios más negativos de la población; surgió, por ejemplo, el polocentrismo más
desaforado, con su cauda de chauvinismo, racismo, miedo al libre juego de las ideas,
exaltación del culto a los militares, etcétera. La joven nación por tanto tiempo sojuzgada no
lograba entroncar con él ritmo de la historia contemporánea y se debatía entre titubeos y
errores. Todo ello terminó el mes de septiembre de 1939 en que los sueños de grandeza
se desvanecieron del todo para dar paso otra vez a la pesadilla, en esa ocasión llevada a
extremos de locura. En 1945, cuando el país se liberó del dominio nazi, intentó el esfuerzo
más radical de toda su historia por romper con las estructuras tradicionales y crear un
sistema de producción socialista; parecía utópico pensar en la realización de cualquier
programa. Era un pueblo fatigado, herido hasta en sus fibras más secretas. Una nación
desquebrajada moral y físicamente. Las imágenes de la Varsovia liberada no pueden
menos que producir una sensación de agobio. Un paisaje lunar, diabólico; kilómetros y
kilómetros cubiertos sólo de escombros y cenizas. Barrios enteros donde no quedó piedra
sobre piedra.
Las dificultades para reconstruir la nación fueron arduas. Oposición interna de
poderosos adversarios al socialismo, difícil situación internacional, luego el período de
errores bajo la tutela stalinista, el año 1956 y su memorable "Octubre Polaco", la vuelta a
las normas democráticas y los años siguientes con su lucha implacable entre hielo y deshielo.
Y dentro de ese caos y su consecuente anhelo de luz se ha debatido una sociedad capaz de

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crear instituciones, de hacer cultura, de experimentar. La Polonia actual es fruto de todos


esos avatares, es su consecuencia. Tal vez por ello los logros obtenidos, aún los más
modestos, son entusiasmantes, saben más a victoria que en otros lugares. El hombre polaco
es el reflejo de esos acontecimientos históricos y a la vez su creador, su condicionante. Suyo
es el fruto; él es la semilla.
No conozco otro lugar como Varsovia. Es una ciudad que copia a varias ciudades
europeas y a la vez es esencialmente distinta a todas. Nada hay en ella de espectacular, de
grandioso, ni siquiera de específico o típico. Quien la viva podrá advertir que esta
"unicidad" tampoco depende exclusivamente del hecho de haber resurgido de entre las
cenizas, de haberse vuelto a crear en medio de la nada. No, hay algo más. Una racha
poética cruda, delicada, brutal, concreta, terrible y tierna que sopla por sus avenidas y
callejones, penetra en los bares, las casas, se adentra en los parques y jardines, se cuela en
los teatros. Creo que se trata de algo inmanente a los varsovianos. Siento que esta poesía
debe haber existido ya antes de la guerra y a principios de siglo y antes, desde que Varsovia
existe.
Una anécdota leída hace unos días logró envolverme de nuevo en aquel mundo de
poesía: a comienzos de 1945 Varsovia fue liberada. La ciudad era un mundo de
escombros, el noventa por ciento de los edificios había quedado reducido a polvo. Volvieron
entonces a su ciudad natal los varsovianos sobrevivientes de la insurrección y del éxodo;
llegaban de los campos de concentración y de los trabajos forzados, de las aldeas donde
habían logrado encontrar refugio. Carecían de todo. No había agua, ni luz, ni calefacción.
No había nada. Sumergidos en hoyos cavados entre las ruinas trataban de guarecerse de
un invierno especialmente cruel. En medio de la desolación comenzaron a aparecer algunos
signos de vida: en un tranvía semiquemado se vendía pan; después apareció otro con sopa.
De pronto, a los pocos días de la llegada de los primeros pobladores se abrió una tienda,
la primera tienda en la Varsovia liberada... ¡Era una florería! En aquel mar de detritus las
rosas combatían a su manera contra la bestialidad de la existencia.
¿Y la literatura? De ningún modo puede decirse que haya traicionado sus funciones. Ha
sido espejo de esta realidad, pero no un espejo plano satisfecho ante el mero acto de reflejar
los datos inmediatos que ocurren frente a él, su ambición lo ha llevado a lanzar sus
reflejos a hurgar y remover por en medio de los mecanismos profundos que producen tal
realidad y a la vez, contradictoriamente, a rebatirla, a intuir otras zonas de esa realidad, a
propiciar el desvanecimiento, la acentuación, la desaparición o la transformación de la
imagen.
Son múltiples los criterios que un antologo puede utilizar para seleccionar la literatura
de un país. Tantos como rostros ese país sea capaz de ofrecer. Cada quien puede elegir la
cara que prefiera y seleccionar entre todos los textos disponibles los que le ayuden a
configurar el retrato necesario. Se puede, también, evitar este sistema y buscar los relatos
sólo por el hecho de alcanzar un determinado valor estético. En esta antología me ha
interesado fundamentalmente buscar uno de los rostros de Polonia y compartirlo con quien
se adentre en la lectura de este libro. Es la faz que a mí me ha ofrecido. Un rostro
compuesto de varios rostros. La cara de un personaje que va llegando a la mayoría de edad
no sin sobresaltos y que aún aspira a conocer y a disfrutar de una nueva juventud. La
imagen que presento parte de 1913 y termina en estos días, está constituida por sueños, por
testimonios, por parodias, por recuerdos de la Polonia que fue, por aspiraciones de la
Polonia que será.
Es difícil sintetizar cincuenta años de la vida literaria de un país, máxime cuando
no ha podido desarrollarse de manera natural y espontánea como en otros, sino que se ha
visto precisada a asumir las funciones de vocero para denunciar aquello que la prensa no ha
podido —o no se ha atrevido— a comentar, de instrumento antropológico, sociológico,

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sicológico, sin renunciar por ello a su papel de literatura, es decir, de instrumento apto
para la expresión de valores estéticos.
Todas las comentes estilísticas que conforman la literatura europea del siglo veinte
intervienen en la formulación de esta imagen de Polonia que pretendo revivir a través de una
selección de narradores. Un confuso flujo de ideas y sentimientos serpentea y se
entremezcla para formar una unidad. Así el interés por desarrollar las tradiciones
nacionales del pasado, por ponerse al corriente en los acontecimientos del mundo
exterior, por negar a Europa, por desmentir el pasado, por buscar los elementos
contemporáneos, por seguir a Europa, adueñarse de un lenguaje propio, por glorificar lo
colectivo, por despreciar todo lenguaje, por rescatar el sentimiento de realidad, por exaltar el
individualismo, por deformar la realidad. Los dieciséis autores que integran esta antología
del cuento polaco contemporáneo, a pesar de sus evidentes contradicciones forman secreta,
subterráneamente, el rostro de esa Polonia que admiro, amo y respeto. Rostro en
movimiento, cuatro expresiones fundamentales lo componen, la que le han impuesto o han
extraído de él, cuatro diferentes y decisivos momentos históricos: la preguerra, la
ocupación, la implantación del socialismo y el Octubre de 1956. La primera está integrada
por los recuerdos de Jan Parandowski, que se remontan al ya casi prehistórico año de 1913
en que fue robada del Louvre La Gioconda, y por los más tersos y melancólicos de Stanislaw
Dygat, por los esfuerzos de Boleslaw Lesmian encaminados a la formulación de un lenguaje
que fuese a rematar los pomposos resabios retóricos decimonónicos y por las alucinantes
fantasmagorías de Bruno Schulz y Witold Gombrowicz en las que los confines entre
realidad e irrealidad, lucidez y desvarío se pierden. La segunda expresión, la impuesta por
la guerra, es más que nada una mueca. Mueca de angustia ante el sinsentido de aquella
experiencia en Jaroslaw Iwaszkiewicz, de brutalidad y escepticismo en Tadeusz Borowski,
autor del texto más terrible que registra está antología. El tercer período lo define la actitud
de humildad de Maria Dabrowska y Sofia Nalkowska —ésta última una de las escritoras más
sofisticadas y elegantes del período de la preguerra— que se reduce casi al mero inventario
de despojos materiales y humanos que el período anterior ha legado. Pareciera que la labor
del escritor quedara cumplida en ese momento con la sola labor de reconocer las cosas y
darles un nombre como en el primer día de la creación: esto es una calle, esto era una
casa, esto es un plato de sopa, esto fue un hombre, esto es el mal. Enunciar ya es entonces
suficiente. El mundo atormentado y febril de Adolf Rudnicki se suma en este período para
borronear aún más con nuevos problemas los amargos contornos de esta faz. El rostro en
su cuarto momento, el que ha presentado en los últimos diez años, se vuelve expresivo y
movible. Insolente, juvenil y desesperado en Marek Hlasko, denso de tribulaciones y
conflictos morales en Jerzy Andrzejewski, sardónico en Slawomir Mrozék, oscuro y
pesimista en Tadeusz Rozewicz, bello y patético en esta nueva etapa de Iwaszkiewicz,
atormentado entre la necesidad de elección y el peso impuesto por el pasado en Kazimierz
Brandys y lleno de acerva y juguetona mordacidad en las parábolas de Leszek Kolakowski.
Lamento no haber podido incluir, por razones fundamentalmente de espacio, algunas
muestras de la obra de otros creadores polacos, tales como Ksawery Pruszynski, Bohdan
Gzészko y Stanislaw Wygodzki, cuyos textos podrían haber añadido nuevos matices a este
retrato.
Xalapa, Ver.;, 14-de noviembre de 1966

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Antología

JAN PARANDOWSKI
[1893-1978]

Jan Parandowski es uno de los más prolíficos autores polacos. Su amplia obra se nutre
en las más diversas fuentes y se expresa de variadísima manera. Está impregnada, sobre
todo, de pasión por la herencia cultural del pasado. Parandowski hizo estudios de
arqueología y filosofía clásica. A los dieciocho años, siendo aún estudiante de liceo, publicó su
primer libro, un estudio monográfico sobre Rousseau. A partir de entonces ha escrito
estudios helenísticos, biografías noveladas, libros de memorias, ensayos sobre estética,
novelas y cuentos. Se destacan las siguientes obras: Mitología, 1923; Eros en el Olimpo,
1929; Rey de la vida, 1930; Cielo en llamas, 1936; Los signos del zodíaco, 1938; La hora
mediterránea,. 1949; Alquimia de la palabra, 1951; El cuadrante solar, 1953. Ha traducido La
Odisea y Dafnis y Cloe.

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JAN PARANDOWSKI:
MONNA LISA

Acabábamos de vivir una de esas horas con las que durante años sueñan millares de
estudiantes. Nuestro "Griego" no fue a darnos la lección. Unos afirmaban que estaba
enfermo; otros, que había enviado los zapatos a casa del remendón. En vez de él vimos
aparecer al viejo Mankowski, que hacía las delicias de nuestros compañeros del primero B. En
la muy rica galería de excéntricos que engalanaban nuestro Liceo, era indiscutiblemente la
figura más conspicua. Con él siempre sucedía algo imprevisto; aquella ocasión, sin embargo,
superó a todas las demás.
Tan pronto como abrió su Homero empezó a reir. Estábamos seguros que nos iba a
beneficiar con alguna de las bromas repetidas hasta el cansancio, con que ya había
aburrido a sus alumnos del siglo pasado: "¿Me preguntan cuál es la semejanza entre La
Ilíada y el Pan Tadeusz de Mickiewicz? Pues bien, La Ilíada consta de veinticuatro cantos y
Pan Tadeusz también de doce"... Pero no, se contentó con reir entre la barba gris y a
cubrirse la cara con una mano. Esto duró un buen rato, después se calló, gesticuló como si
por debajo del escritorio hubiera recibido un golpe violento en la pantorrilla. Abrió la
boca para llamar a algún alumno cuando un nuevo acceso de risa loca lo sacudió.
—No, decididamente no puedo —exclamó riendo y llorando a la vez, mientras el rostro,
o, más bien, la pequeña zona rojiza alrededor de su nariz que la barba respetaba,
enrojecía aún más hasta alcanzar el color de una peonía—, decididamente no puedo.
En la clase nadie se atrevía a reir, nos había asaltado el terror de que el viejo hubiera
realmente enloquecido, como ya una vez había estado a punto de ocurrir. Para colmo, he
aquí que, ¡oh siniestro presagio!, en La Odisea, abierta ante nosotros, Homero nos
anunciaba en un murmullo: "... Atenea produce a sus amantes una risa inextinguible y les
turba el espíritu..."
No, nadie reía. Permanecíamos petrificados, contemplando al viejo fruncirse,
contorsionarse, estremecerse como un poseído. Poco a poco, sin embargo, su risa loca se
volvió contagiosa. Pronto se apoderó de toda la clase, ligera al principio, como el
estremecimiento de un río que se encrespa bajo la acción del viento, para luego, semejante
a la ola, estallar de manera formidable y estruendosa. Después cesó del todo, como en los
huéspedes del Calígula de Rostworowski, pues el temor nos volvió a poseer. No podíamos dar
crédito a nuestros oídos: ¡el viejo cantaba! Con voz temblorosa, entrecortada por la risa,
gorjeaba:
—En el bosquecillo de Ida, tres diosas sostienen en ese instante una lucha
encarnizada. . .
Un pesado silencio de angustia acogió el estribillo. Al parecer eso lo hizo recobrar el
juicio. Mostró más calma, la suficiente al menos para relatarnos la historia de la noche
anterior.. . Su hija, "la niña" como la llamábamos con almibarada ternura, una señorita de
más de treinta años, lo había llevado al teatro a ver La bella Helena.
—Es algo extraordinario —dijo—, se pasa uno la mitad de su existencia envenenando a
la juventud y a sí mismo con Homero, y he aquí lo que os ofrecen: "Los dos Ayax, los dos
Ayax, parten hacia Creta, parten hacia Creta, parten, parten... tra la ra la l a . . . "

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En ese momento, derribados todos los diques, un torrente de risas cundió por la sala.
Unos hipaban, otros se doblaban por las convulsiones, Lewitki se quitó el blusón para poder
desabotonarse la camisa. Prosolowicz se lanzó contra Stretchouk a puñetazos. Kanafas, de
pie sobre su banco, dirigía la tonada con su regla, rugiendo:
—¡Los dos, los dos Ayax!
Ni siquiera advertimos el toque de la campana, ni la salida del viejo. Como reproche
nuestro "Filósofo" se detuvo un momento ante los escalones de la cátedra, hasta que los
"chtss" emitidos en las primeras filas lograron que al fin la clase tornase casi a la
normalidad. El "Filósofo", con los brazos cruzados, seguía manteniendo la inmovilidad de
una estatua. Con la mirada, tanto como con la sonrisa —digamos amarga— nos manifestaba
su desprecio. Después de todo, estábamos en el segundo año, —llevábamos dos galones en el
cuello— el último año antes del bachillerato, y había sido precisamente con su ayuda que la
semana anterior habíamos penetrado en las profundidades cartesianas del Cogito ergo
sum. Eso nos comprometía, nos imponía el peso de un respeto hacia nosotros mismos.
Como Décimo Mus me ofrecí en holocausto por la clase entera. Me levanté y comencé
a decir:
—Le rogamos que tenga la amabilidad de excusarnos, señor profesor, pero
precisamente acaba de. . .
Separó los brazos que tenía cruzados sobre el pecho y asestó un tremendo puñetazo en
la mesa.
—Eso no me interesa. No voy a ocuparme de estupideces, cuando acaba de ocurrir
una cosa... ¡Cómo!... Por lo que veo, señores, ni siquiera se han enterado de la noticia...
Y desdobló el periódico. Leyó una gacetilla que relataba el robo de la Gioconda en el
Louvre. Nos sorprendió, sin llegar a estremecernos. Nadie sabía con precisión de qué se
trataba. Sentí convergir en mí las miradas de mis compañeros, pero mantuve los ojos
bajos, su confianza me avergonzaba. Esta se apoyaba en el hecho de que yo había viajado
a Venecia; me habían oído hablar del Tiziano, de Tiépolo, y, sobre todo, de Pablo
Veronés, cuyos murales del Palacio de los Dux había contemplado con admiración, y de
quien guardaba en una reproducción a colores de su Dialéctica como imagen sagrada,
entre las páginas de mi Lógica. Con la cabeza gacha traté de recordar lo que pudiera saber
sobre Leonardo de Vinci y si había visto en alguna parte la Gioconda. Cuando levanté la
mirada la vi, y conmigo la clase entera.
El "Filósofo" acababa de clavar con alfileres la Monna Lisa sobre la reproducción
de la Atenea del Partenón que dominaba la cátedra. La contemplamos ávidamente, nadie
osaba decir palabra. Estábamos desconcertados ante la sonrisa de aquella mujer. Tenía la
edad de nuestras madres, pero no sonreía como una madre. Era inverosímil arrogarse
algún derecho sobre aquella sonrisa. Venía a rozar nuestros rostros, errabunda y lejana.
Una especie de inquietante amargura surgía en nosotros. Estábamos oprimidos por el
confuso sentimiento de que el profesor al ocultar con esa aparición nuestra luminosa y
tranquilizadora Atenea, acababa de romper la paz de los cuatro muros cincelados que
velaban, serenos, sobre las hileras de pupitres y sus tranquilos ocupantes. Una voz grosera
murmuró, con una risa breve, nerviosa que se propagó por el salón como un escalofrío.
—¡Eso no concuerda con el aoristo!
Pero nuestro "Filósofo" comenzó a hablar. Antes de las primeras palabras había escrito
en el pizarrón: "Leonardo de Vinci". No dejamos borrar ese nombre sino hasta la última
lección de ese día que se había iniciado con risas para terminar en una melancólica
ensoñación. La sombra del gran hombre nos siguió todavía cuando salimos del colegio.
A menudo ocurre que una cosa ignorada hasta entonces, o que ni siquiera nos cruza
por el pensamiento, repentinamente se torna familiar, y se nos presenta a cada paso. Así, a
partir de ese día Monna Lisa nos sonrió desde los escaparates de las librerías, las pantallas y
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las revistas. Se convirtió bruscamente en la compañera de nuestra vida cotidiana:


Kasprowicz la saludó con un poema que Graszynski tradujo al griego de las antiguas
elegías.
Y fue también ella, Monna Lisa, quien me condujo por una pendiente peligrosa; la
del café. Por primera vez en mi vida franqueé ese umbral vedado, haciéndolo además con la
conciencia envenenada del culpable. En vano me levanté el cuello del abrigo para ocultar
mis galones dorados, en vano traté de esconder en el bolsillo mi gorra del liceo, el
camarero al llevarme el té con limón me hizo un guiño de complicidad.
Mi seductor era un artista, de quien el tío Stefan seguramente habría dicho que era
un pintor wie es im buche steht. Se le hubiera tomado por un tipo escapado de una
colección de sujetos extravagantes. Tenía los cabellos largos y el rostro lampiño como el de
un sacerdote o un actor, pues en aquella época sólo esas dos categorías del sexo masculino
carecían de ornamentos capilares en la cara. Lucía una chaqueta de terciopelo que en
otro tiempo debió haber sido color miosotis, se aureolaba la cabeza con un sombrero
negro a la Rembrandt y completaba su indumentaria con una capa cuyo tinte grisáceo
denunciaba la vejez, pero también un irreductible desprecio por todo cepillo o afán de
limpieza.
Eramos cuatro los que caminábamos tranquilamente conversando sobre Monna Lisa.
De pronto, en la plaza Smolska se lanzó hacia nosotros aquel pintor, apostrofándonos con
palabras extrañas. La invectiva más injuriosa era "adoradores de nabos". Mis camaradas
desaparecieron rápidamente y quedé solo, impotente para escapar, pues la mano del
pintor me oprimía un brazo. Momentos después me encontré sentado a su lado, encogido,
atontado y mudo, mientras él, bajo sus cejas feroces, me taladraba con la mirada oscura y
tronaba:
—¡Abajo la impostura!
Todo el café volvió los ojos hacia nosotros. Me encogí aún más y me concentré en el té
con limón que me quemaba los labios.
—¡Abajo!— repetía el pintor aún con más energía, lanzando a su derredor una
mirada amenazadora.
En ese viaje circular su mirada tropezó con una revista hacia la que precisamente en
aquel momento se tendía la mano del señor sentado en la mesa vecina. Rápido como un
relámpago, el pintor se adelantó a su ademán y me puso bajo la nariz el retrato de
Monna Lisa impreso en la portada de la publicación.
Desde el marco negro, donde no quedaba ningún trazo de las colinas ondulantes ni de
las cascadas cantarinas, la mujer me miraba y, en ese instante, tuve la impresión de que
no era ni bella, ni joven. Su misma sonrisa se diluía entre los colores de la impresión.
Monna Lisa se encontraba absolutamente indefensa bajo el puño del pintor y el granizo
de sus injurias. No le dejó hueso sano. Hizo de ella la encarnación de todos los desórdenes y
bajos apetitos del Renacimiento. ¿Un demonio de libertinaje y perversión? Además,
haciendo de repente nuevo acopio de energía, comenzó a despojarla de todas las
características de la obra de arte. Allí no había ni dibujo, ni color, ni composición. Para
decirlo en pocas palabras, aquello podría compararse con una fotografía, y eso si se era
indulgente.
Me sentía sobre espinas. La gente se nos aproximaba en número cada vez mayor para
escuchar. Por fin, un señor de barba negra y oscuras cejas muy pobladas, que hasta
entonces había permanecido inclinado en silencio sobre su tablero de ajedrez, levantó los
hombros y fijando en el pintor una mirada azul muy clara en la que la agudeza y la
penetración se matizaban con un guiño burlón, dijo:
—¡Qué estupideces! Todos los que como usted se dedican hoy en día a embadurnar
lienzos no valen uno solo de los trazos de Leonardo.
12
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

La voz era tranquila, igual, serena, y, sin embargo, cada palabra resonaba en la sala
llena de humo con un timbre de bronce, según la metáfora que en ese instante surgió en mi
mente de estudiante, llena del estruendo de escudos y armaduras homéricos.
La puerta de la cocina dejó de rechinar, cesó el tintineo de vasos en las bandejas de los
meseros. Rompiendo un silencio que esperaba una respuesta, el pintor exclamó:
—Camarero, la cuenta.
Le quedé agradecido. Yo salí primero. A través del cristal lo vi ponerse
majestuosamente la capa y salir de aquel "templo de pequeños cerebros y mal café". A pesar
de que me fastidiaba completamente lo acompañé aún durante un instante. Lo interrogué
sobre el individuo que había tomado de improviso la palabra:
—¡La barba! ¡La barba!... —repetía en todos los tonos, entre burlón y desesperado.
Pensé que se trataba del ornamento capilar del hombre del café. ¡Qué ingenuo! La
barba era el filisteísmo, las pantuflas y los "nabos" ; la barba era la prehistoria, el
cretinismo, la maleza del espíritu retrógrado; la barba eran las flores de visita y el pago
regular de los impuestos... pero, sobre todo y ante todo y por encima de todo, era el símbolo
de quienes le hacían el juego a lo viejo, a lo apolillado y decrépito, como aquel bonzo de
Leonardo de Vinci; todo lo que no merecía el menor de los rayos anunciadores del alba del
arte personal, su arte.
—Ven a verme uno de estos días. ¡Te mostraré lo qué es la verdadera pintura!
Pero ni me dejó su dirección ni me señaló una fecha; se alejó, genio indiscutible,
desconocido, incomprendido.
Esa noche soñé con "la sonrisa". Jamás me había sentido más feliz al dirigirme al
colegio. Pero he aquí que apenas había colgado mi gorro en la percha de nuestra clase,
apareció el conserje y, haciendo sonar sus llaves, me dijo que el director quería verme.
Solamente unos cuantos pasos separaban nuestro salón de clases del gabinete del director,
los transpuse en un abrir y cerrar de ojos. ¿Qué me apresuraba de ese modo?
Al abrir la enorme puerta (la Porte Sublime, como la llamaba nuestro "Filósofo") me
sentí intranquilo. El director nos infundía terror, pese a que la naturaleza le había negado
todos los elementos indispensables para despertar el pánico de los adolescentes: estatura,
voz potente y mirada penetrante. Era pequeño, hablaba en voz baja y dudo si podía ver
más allá del alcance de su brazo.
Cuando entré el director se hallaba en el centro de la habitación. Hizo un ademán.
Me acerqué; estaba a un paso de distancia de aquel hombre hacia quien en el primer año
de primaria tenía que ver levantando la cabeza y que ahora era mucho más bajo que yo.
Entrecerrando los ojos tras sus dorados espejuelos de varillas rojas, empezó a decir casi en
un murmullo palabras que me hacían estallar los oídos.
—No respetas el uniforme... No respetas el liceo... No eres digno de continuar en esta
escuela...
Sentía un nudo en la garganta, no sé ni cómo logré decir:
—No podría resistir otra...
Nunca en la vida entendí con mayor claridad lo que significa "sentirse al borde del
abismo".
Caía en ese abismo como en una pesadilla, sin apoyo, sin auxilio. Me así a las
palabras, quebradizas como hierba seca.
—Es la verdad.. . no podría resistir en otra escuela... ¿Qué cosa hice?
El director se me acercó, levantándose en puntillas para escudriñarme el rostro. No sé
si pudo descubrir algo más que mi palidez. Inmediatamente se volvió de espaldas y, como

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

si le hablase a la ventana, murmuró hacia los brillantes cristales unas frases breves que
resumían mi estancia en el café.
—No intentes desmentirme. Te vio uno de los profesores. ¡Y en qué compañía!
Alzó los brazos con tanta violencia que uno de los gemelos se le desprendió de la camisa.
¿Quién podría haber sido? Con esta pregunta volví al salón. Cinco profesores nos
dieron clases ese día, pero ninguno se traicionó. No podía sospechar de nadie. Y ni al día
siguiente ni después aclaré esa duda. Aún ahora no sé quién pudo haber denunciado.
Aquella fue la semana más terrible de mi vida escolar. Todos los días, al trasponer
el umbral amado, me decía que esa podía ser la última vez. Para ir al salón de clases
había que pasar frente a la oficina del director. Me deslizaba frente a ella como un ladrón.
Hasta que el sexto o séptimo día vi salir de esa puerta a mi madre. La contemplé a la
distancia y cuando empecé a descender me acerqué a la balaustrada para mirar escaleras
abajo. Del aspecto y movimientos de mi madre nada pude deducir. Se detuvo frente a la
cocina del liceo y con curiosidad de ama de casa se puso a ver las salchichas que hervían en
una olla, los emparedados de jamón y las tablillas de chocolate. ¿Se ocuparía de tales cosas
si mi asunto fuera tan terrible?
—Bien —dijo a la hora del almuerzo—, te permitirán quedarte en el liceo; pero este
semestre tendrás cero en conducta. El director está furioso contigo.
—No te preocupes —dijo el tío Stefan, quien estaba de visita ese día—, tu mamá
puede arreglarlo todo. Es un Metternich.
Esto en sus labios era un elogio, pues consideraba a Metternich como genio de la
diplomacia, olvidándose de todos los defectos del zorro vienés.
Después de la salida del tío Stefan, que cerró tras sí la puerta con un humor
magnífico, mamá me pidió que pasara a su habitación.
—Tu tío te dejó esto —dijo, dándome un paquete en el que podía adivinarse la
forma de un cuadro enmarcado.
Era una reproducción a colores de la Monna Lisa; una de esas con las que Propst llenó
en ese entonces la mitad de una exposición.
—Tu tío Stefan —dijo mi madre sonriente— cree que este cuadro debe hallarse en toda
casa decente.
Lo colgué sobre la librería, frente a la ventana. El sol de la mañana saludó a la
Gioconda con los primeros rayos que nos envió por encima de la chimenea del edificio de
enfrente. Quedé admirado. A la hora del desayuno dije que tenía que darle las gracias a
mi tío.
—Ya lo he hecho en tu nombre —dijo mamá y suspiró mirando el cuadro—. Puede
costarme muy caro.
El mayor peligro ya había pasado, pero me apesadumbraba la idea de tener mala
nota en conducta. ¡Maldito pintor! Me prometí decirle algunas frescas; pensé la manera de
humillarlo profundamente. ¿Pero dónde encontrarlo?
La ocasión se presentó muy pronto. Fui a visitar a mi tía, llevándole unos pastelillos
de la casa. La hallé en una habitación que yo no podía soportar; me sentía en ella como
dentro de un ataúd. Era larga, de techo bajo, con una sola ventana que daba al patio, pero
que no estaba en el centro de la pared, sino a un lado, de manera que las dos terceras
partes del cuarto quedaban siempre en la penumbra y su oscuridad se espesaba gracias a las
pesadas cortinas verdeoscuras, al sobrecama y al mantel de ese mismo color y a dos enormes
armarios negros que eran como los cerrojos de la noche.
Desde la entrada vislumbré a mi tía con su pálido rostro, sobre el que se concentraba
la poca luz que había. En el fondo se movía alguien. Ella se dirigió hacia aquel bulto y dijo:

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—¡Mi sobrino!
—Ya nos conocemos —aclaró el hombre al estrecharme la mano.
Era el pintor.
—Mira, Dunio —dijo mi tía—, lo que me trae este señor. Acércalo a la luz. Es mi
pequeña Karolina. Parece estar viva, querido, parece realmente vivir.
El pintor me ayudó a acercar a la ventana el gran retrato de mi prima. Hacía un año
que una tisis se la había llevado. El retrato, ejecutado sobre el modelo de una foto,
representaba a una joven en vestido corto, con una trenza que le caía sobre el pecho, un
misal entre las dos manos juntas. El rostro era sonrosado, los ojos de un azul sereno. Jamás
la había visto así. No existía ninguna semejanza, ni siquiera en los rasgos. Sólo el dolor
ciego podía permitir a una madre reconocer en aquel botón de rosa a su hija que, amarilla
como la cera, con los ralos cabellos pegados al cráneo, las grandes pupilas dilatadas por el
miedo, amedrentada siempre, había vivido en aquella misma habitación antes de que la
muerte llegara a buscarla.
Levanté la mirada hacia el pintor. Sin duda la interpretó a su manera, pues murmuró
a mi oído:
—¿Qué se puede hacer? Es necesario vivir.
Sonrió, suspiró, bajó los ojos. Yo no conocía gran cosa de la vida, aún no había visto
una sonrisa semejante. Ni siquiera era capaz de imaginar que una sonrisa pudiera
significar tantas cosas y estremecer a un hombre más de lo que lo haría un grito.
Permanecí mudo. El silencio es a veces más cruel que las palabras. Ese día pude saber lo que
el mío podía tener de hiriente, de afilado, de intolerable.
El pintor tomó con precaución el retrato y volvió a colocarlo en el fondo de la
oscura habitación.
Y aún ahora puedo ver sus hombros agobiados.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

BOLESLAW LESMIAN
[1878-1937]

Uno de los poetas polacos más extraordinarios y originales del período de


entreguerras. Heredó del modernismo polaco el gusto por un idioma lujoso y
deslumbrante, que supo enriquecer con innumerables innovaciones lingüísticas. Creador de
mundos feéricos e irreales donde la fantasía más desbordante se carga de sentido filosófico;
lo ilusorio se vuelve real gracias a la perfección con que están trabajados los detalles.
Deslumbre al público polaco con su colección de poemas, La pradera y su libro de relatos,
Aventuras de Simbad.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

BOLESLAW LESMIAN:
UNA AVENTURA DE SIMBAD EL MARINO

Cierto día, nuestro barco se encontró en las proximidades de una isla cuyo nombre
desconocíamos. Observamos de pronto que sin causa aparente se volvía cada vez más
pesado, sumergiéndose en el agua más de lo habitual.
El capitán, acompañado de un grupo de marineros, bajó a la cala para averiguar el
misterio de tan brusco cambio.
Al cabo de un rato volvió a cubierta, lívida la cara, como la pared.
—¡Terrible cosa! —anunció a la tripulación—. Estamos cercados por un nutrido banco de
peces sierra, que ya han hecho algunas perforaciones en el casco. Vamos a cerrar los agujeros
como podamos, aunque el éxito de la lucha es incierto. Es posible dominar a estos peces
cuando están aislados, pero muy difícil combatirlos cuando se presentan en multitud.
Comprendí perfectamente la alarma del capitán. El sierra es un pez monstruoso cuyo
hocico se prolonga en una especie de instrumento dentado y agudo. No sé si animan a este
pez intenciones mortíferas, pero de lo que sí estoy seguro es de que no posee otras armas fuera
de la sierra. Por ello, siempre que quiere hacer una jugarreta, sólo puede recurrir a su única
herramienta. Cualquier acción que emprenda termina en lo mismo: serrar. Le es indiferente
lo que sierre, lo que le importa es serrar. Su vida entera se limita a un serrar
ineluctable e incesante. Es difícil determinar si este animal nació para serrar o si sierra con
el fin de afirmar su presencia en el mundo. Y aún más difícil resulta establecer si sierra
porque verdaderamente le gusta hacerlo, o porque no dispone de otro instrumento que la
sierra, y todos sus reflejos inconscientes se plasman en el acto de serrar. Este pez, sin duda
alguna, sería una criatura muy útil si ayudase a los leñadores y serradores. Pero en vez de
civilizarse para bien y provecho de la humanidad, prefiere mantenerse en estado salvaje y
rapaz. A menudo se reúne en multitudes para atacar a los navíos, y el naufragio es entonces
inevitable; hace funcionar su sierra, voluptuosa, tenaz y concienzudamente, hasta perforar los
cascos más reacios. De poco sirve tapar y recubrir con alquitrán las hendiduras y orificios
abiertos; porque la infatigable sierra, a la que nada desanima, vuelve a la carga con
redoblada celeridad. La mejor demostración de todo esto es lo que ocurrió con nuestro
barco.
Las palabras del capitán nos llenaron de espanto y desesperación. Todos, hasta el
último hombre, nos precipitamos por las escalas, y nos pusimos a trabajar diligentemente.
El casco estaba ya perforado en trescientos sitios, y como nosotros éramos trescientos —
trescientos valientes marineros—, cada uno se dedicó a cerrar un agujero. En un instante,
logramos detener la entrada de agua en el barco. Pero la desgracia quiso que nos topáramos
con unas sierras excepcionalmente afiladas y astutas. En vez de volver a aserrar los
agujeros que habíamos obturado, atacaron nuevos lugares en los espacios que quedaban
entre las perforaciones anteriores. Antes que lográsemos advertir lo que ocurría, las astutas
sierras habían abierto ya otros trescientos agujeros. En cuanto a la proporción, seguía
siendo la misma: trescientos valientes hombres de mar contra trescientas pérfidas sierras.
Nos precipitamos a las nuevas aberturas, y empezamos a cerrarlas con indecible ahínco; pero
no habíamos realizado aún la mitad del trabajo cuando los inteligentes peces,
aprovechándose de la ventaja del tiempo, volvieron a abrir con horrorosa rapidez los
trescientos agujeros que acabábamos de tapar. De esta suerte nos tocaban ya dos

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

perforaciones por persona, lo que complicaba de un modo espantoso el trabajo. Y no fue eso
todo. Los malignos animales, queriendo visiblemente hacer inútil nuestra labor y negarnos
toda esperanza de salvación, practicaron con toda rapidez trescientos taladros en otros sitios.
Cada hombre tenía ya a su cargo tres agujeros. El combate continuó, sordo y obstinado, hasta
el momento en que cada marino llegó a encontrarse responsable de diez enormes aberturas:
seis grandes orificios y cuatro insignificantes, aunque peligrosas, hendiduras. Las sierras
alcanzaban su propósito. Nuestro trabajo se volvía inútil. Perdimos la fe en nuestra
salvación. El agua penetraba a torrentes en el barco, rugiendo, espumando, silbando. El
buque se hundía. Nos esperaba una muerte atroz en medio de las sierras.
—¡Señores de la tripulación!... —gritó el capitán—. Preferiría morir bajo el hacha de un
leñador ordinario a caer bajo el filo de esas sierras. Antes que el agua nos asfixie, antes que
hayamos perdido el conocimiento, estos monstruos nos habrán aserrado en dos, en tres y
hasta en cuatro trozos. Serrar a los agonizantes: a eso dirigen su actividad, tal es su
propósito. Abandonemos, pues, este trabajo inútil y volvamos al puente. Quizás logremos
encontrar algún medio de salvación.
Seguimos el consejo del capitán, y al instante volvimos a cubierta. Nuestros corazones
se regocijaron al ver que durante nuestra ausencia el barco se había acercado tanto a la
isla desconocida, que de un salto, posible aunque difícil, podíamos pasar del puente a la
playa.
Nos pusimos en fila en el puente y comenzamos a saltar uno tras otro. El primero
fue el capitán. Saltó de tal manera, que al caer en la orilla se lastimó la pierna derecha y se
hizo algunas heridas superficiales en la izquierda. Tras él saltaron los marinos, quienes lo
hicieron mejor, sin abandonar la pipa que sujetaban con los dientes. Al fin me tocó el
turno. Nunca había salvado de un salto una distancia tal, y mucho menos en circunstancias
parecidas. No llegar a la isla y caer en el mar significaba ser despedazado por las sierras.
Me agaché varias veces para tomar impulso y poder elevarme en el aire con mayor
elasticidad, pero otras tantas me enderecé por temor a fallar. Se me ocurrió una excelente
idea. Arranqué una de las grandes velas y, agarrándola por los extremos, la desplegué sobre
mi cabeza. El fuerte viento la hinchó. Entonces me volví a agachar, me lancé con todas mis
fuerzas y salté, volé mejor dicho; porque la vela me sostenía en el aire y facilitaba
considerablemente mi desplazamiento. Guando toqué tierra, el capitán y toda la tripulación
me felicitaron por mi inventiva. Experimentábamos una alegría inmensa. Los burlados peces
remolineaban furiosamente en el mar, mostrando de vez en cuando sus agudos
instrumentos dentados. Inmediatamente nos pusimos en marcha hacia el interior de la isla
para examinar el lugar y buscar alimento.
No encontramos nada comestible, pero fuimos a dar a una aldea sumamente extraña,
compuesta de chozas de tierra y paja, cubiertas de musgo y liqúenes.
Más aún nos extrañaron los singulares pobladores de aquella aldea. Eran pigmeos
semejantes a perros pequeños. Tenían la piel negra como el ébano y los ojos purpúreos y
brillantes como brasas. Debajo de una nariz muy ancha, con aletas móviles, se abrían unas
fauces enormes provistas de largos colmillos blancos. Nos vieron desde lejos, y nos hicieron
señales amistosas con las manos, invitándonos hospitalariamente.
—Capitán —dije—, no me fío mucho de esta gente ni de sus ademanes cordiales. Más
parecen demonios que seres humanos.
—Las apariencias engañan —me replicó el capitán—. A menudo, tropezamos en la vida
con personas de exterior monstruoso que poseen un gran corazón y con otras de bella
apariencia que carecen totalmente de él. Creo que podemos confiar sin reserva en las señales
que nos hacen. Estoy seguro de que encontraremos entre esos monstruos más tiernas
atenciones y hospitalidad que en ninguna otra parte.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Los marineros aprobaron unánimemente las palabras del capitán, y apresuramos el


paso para acercarnos a la aldea. Los enanos nos rodearon y nos observaron curiosamente,
con una expresión extraña y que me atrevería a llamar golosa.
—Capitán —susurré de nuevo—, ¿no le parece que estos enanos nos contemplan con
apetito? ¿No es su mirada semejante a la de los caníbales consumados y expertos? Nos
miran como si pensaran con qué ingredientes y salsas van a condimentar esta carne que
hasta ahora hemos considerado como componente de nuestro seguro e incomestible
cuerpo.
—Eres demasiado receloso —respondió el capitán—; a mí me causan más bien la
impresión de monstruos benignos que desean compartir sus provisiones con nosotros.
Una vez más los marinos asintieron a las palabras del capitán, quien, por medio de
señas, se esforzó en hacer comprender a los pigmeos que teníamos hambre y sed. Aquéllos
entendieron inmediatamente los elocuentes ademanes de nuestro capitán. Una ruidosa
algarabía se produjo entre la multitud. Era evidente que se consultaban acerca de algo, y el
capitán nos explicó que, en su opinión, se preguntaban qué platos preparar para celebrar
con esplendor y pompa nuestro arribo a la isla. Enjambres de enanos se afanaban en
torno a nosotros. Mientras unos instalaban una mesa, otros acarrearon unos bancos, y los
restantes corrieron a la choza más próxima, de donde salieron poco después en tumulto,
llevando unos extraños vasos y una botella de forma irregular.
Nos sentamos a la mesa, en espera de la comida y la bebida. Los pigmeos nos
ofrecieron los vasos, con una sonrisa que me pareció repugnante, mientras escanciaban en
ellos un líquido verdoso. Aquel brebaje exhalaba un perfume tan denso, apetitoso,
embriagador y tóxico, que el capitán y los marinos vaciaron con éxtasis sus vasos hasta la
última gota, sin darme tiempo a prevenirlos. Estaba seguro de que aquella pócima contenía
hierbas soporíferas, de ésas que privan de la conciencia y despojan completamente de la
voluntad a quien no sabe resistirse a su perfume maléfico. No la bebí. Y acerté. Mis
sospechas se confirmaron inmediatamente. Primero el capitán y luego todos los marinos,
adquirieron una expresión extraña, de extravío e inconsciencia. Presa de una enajenación
peculiar y de una rara clarividencia, comenzaron a decir cosas tan disparatadas, que los
cabellos se me ponían de punta. Con gran experiencia y virtuosismo, enumeraban las
diversas recetas culinarias que mejor convenían para cada una de las partes de su cuerpo.
Observé con horror que los pigmeos escuchaban atentamente las instrucciones que daban
aquellos insensatos. Era evidente que conocían nuestra lengua, aunque arteramente
habían fingido no comprenderla.
El capitán, palpando sus rollizas mejillas, chasqueando la lengua, decía, en parte
para nosotros, en parte para sí mismo:
—De estas mejillas conviene hacer dos buenos bistés fritos en mantequilla fresca. Yo les
pondría encima una pequeña capa de ruibarbo y alrededor una corona de patatas fritas en la
misma mantequilla, y bien doraditas.
Al oír esto, uno de los viejos marineros exclamó, golpeándose sus musculosas piernas:
—Con estos muslos haría yo unos buenos jamones ahumados; pero no con humo
ordinario, sino con humo de enebro, que da un aroma y un gusto exquisitos.
Entonces uno de los marineros más jóvenes, contempló sus largos brazos y dijo con
sonrisa de satisfacción:
—Conmigo se podría hacer un buen cocido, un cocido de huesos, al que habría que
añadir unos nabos, unas ramas de apio, zanahorias y unas cuantas hojas de fragante col.
Tenía yo razón. Los pigmeos conocían nuestra lengua, porque uno de ellos, vestido
como cocinero, se precipitó hacia el capitán y los dos marineros, dándoles palmadas en la
espalda, les dijo.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Vengan conmigo a la cocina, mi bistecito, mi cocidito, y tú también, mi pequeño


jamón ahumado con enebro.
El capitán y los dos marineros se levantaron dócilmente y siguieron al cocinero. En
vano los llamé por sus nombres. No oían, no querían oír mis advertencias. La diabólica
bebida les había transformado de tal manera, que aceptaban con voluptuosidad la idea de
ser preparados según las recetas que ellos mismos habían concebido. Marchaban
embriagados por su destino, extraviados por su alegría inconsciente, abotagados por los
efectos del licor que les había inyectado en la sangre el veneno de la locura. Lo único que
habría podido detener su marcha a la cocina hubiera sido el saber que el cocinero pensaba
prepararlos de una manera distinta a la que ellos se habían irrevocablemente destinado. Si
alguien hubiese susurrado en aquel momento al oído del capitán que no iban a hacer bistés
con sus mejillas, sino un vulgar asado o una ordinaria carne hervida, habría enrojecido de
vergüenza o estallado en cólera. Me sentí sobrecogido de pesar, incertidumbre y espanto.
Pero, ¿qué se podía hacer?
Nadie había escuchado las advertencias que pronuncié en el momento oportuno.
Ahora era ya demasiado tarde. Todos mis camaradas habían perdido el juicio. Un
espantoso e incomprensible delirio se había apoderado de sus espíritus, envenenados por
la singular bebida. Todos soñaban sólo con el plato que el monstruoso cocinero de los
pigmeos cocinaría con su cuerpo. Evidentemente, aquellos seres eran extraordinarios
gastrónomos, y sus rigurosas leyes y costumbres les prohibían incurrir en el menor error en
cuanto al aprovechamiento de la materia prima, es decir, en cuanto a la adaptación de ésta
a la forma. Un error de tal género se consideraba allí como un crimen y era castigado con el
asador; el condenado era puesto en la parrilla hasta que se asaba. Son costumbres
sencillamente detestables, sobre todo si se las considera desde el punto de vista de un
hombre de cultura que no sucumbe a las urgencias canibalescas. Sabía que iría perdiendo
sucesivamente a todos mis compañeros y que me quedaría solo en la isla. Y así aconteció. Al
cabo de cierto tiempo, los monstruosos pigmeos habían devorado a todos mis amigos, sin
dejar uno solo. Era yo el único sobreviviente.
Advertí que la comunidad pigmea esperaba instrucciones culinarias concernientes a mi
propia persona. Todos se mostraban sorprendidos de que de mi boca no hubiese salido
receta alguna.
Los monstruos sospecharon que yo no había ingerido su brebaje. Como en la aldea
había algunos árboles, me alimentaba con los frutos que de ellos recogía, lo cual no me
estaba vedado.
Sin embargo, un día resolví abandonar para siempre aquella maldita aldea, aunque el
dar ese paso me costara la muerte por hambre.
Adopté tal decisión en el momento en que, encaramado en un manzano, arrancaba sus
suculentos frutos y los devoraba con excelente apetito.
De pronto escuché en el huerto el canto de una muchacha. Me sorprendió aquella voz
agradable, casi acariciadora; porque las de todos los pigmeos eran terriblemente ásperas.
Supuse inmediatamente que la cantante no pertenecía a su tribu, y miré en mi derredor
para descubrirla.
Al fin, en un sendero lateral, vi a una hermosa jovencita. Era totalmente negra. Caminó
hacia mí, y al llegar al árbol en una de cuyas nudosas ramas estaba yo sentado, levantó los
ojos, de un azul turquesa, y me dijo:
—¡Hola!
—¡Hola! —respondí—. ¿Quieres decirme algo?
—Sí.
—Te escucho.

20
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—No soy negra, soy blanca.


—Si mis ojos no me engañan —le volví a responder—, eres absolutamente negra.
—Es una ilusión —exclamó—. Soy blanca como el alabastro. Soy hija del rey Alkarys, y
me llamo Armiña. Mi padre se extravió hace un año en los bosques de esta isla. Errando por
ellos, llegamos a esta aldea abominable. Muerto de sed, mi padre vació de un solo trago
la copa que le ofrecieron los enanos. La bebida trastornó su razón. Pidió que llamaran al
cocinero, y le recomendó que hiciera con él un estofado y lo sirviera con alcaparras y
pepinillos. En vano lloré y me retorcí las manos de dolor. En vano le supliqué que renunciara
a tal género de recomendaciones y que no fuera a la cocina, donde ya estaba encendido un
fogón para cocinarlo. Mis lágrimas y súplicas no produjeron el menor efecto. Con una
voluntad y un ardor que era yo incapaz de comprender, mi padre cogió al cocinero por un
brazo, y mientras le iba dando toda clase de detalles, recomendaciones y consejos culinarios
concernientes a su propia persona, entró con él en esa funesta cocina, y a mí me dejó
abandonada a mi triste destino. Se fue con prisa e impaciencia mal disimuladas, como si no
pudiera aguardar más tiempo el momento en que harían con él un estofado con alcaparras
y pepinillos. No quiero entrar en detalles sobre lo que aconteció. Baste decir que perdí a mi
padre. Me dejó huérfana antes de tiempo. Había vivido como un rey y acabó en estofado.
Me quedé sola. Logré escapar del delirio y la locura gracias a que me repugna cualquier
licor. Los pigmeos me permiten vivir aquí y me dejan alimentarme con frutas. Soportaría
mi soledad con fortaleza a no ser por el hecho de que uno de los enanos se enamoró de
mí y me ha pintado de negro, no tanto por el deseo de desfigurarme, sino porque la
blancura de mi piel, según dice, le oculta a sus ojos la belleza de mi cuerpo.
—¿Eres su mujer? —le pregunté.
—Sí —murmuró, y bajó la mirada.
—¿Te entregaste a él por tu propia voluntad?
La joven volvió a mirarme con sus ojos de turquesa.
—No —respondió—. Me forzó con amenazas de muerte.
—Hoy he decidido abandonar esta aldea para siempre. ¿Quieres acompañarme en mi
fuga?
—Sí.
—Soy muy propenso al amor —continué—, y es posible que me enamore de ti cuando
llegue a conocerte mejor. Ahora me resultaría difícil asegurártelo, porque la negrura de tu
piel oculta a mis ojos todos tus encantos; pero creo que dentro de algún tiempo podremos
lavar o desteñir ese color.
—No —murmuró Armiña con tristeza.
—¿Por qué?
—El monstruoso enano me ha teñido con un ungüento que si se lava para desteñirme,
puede producirme la muerte. Me desvanecería en la nada y desaparecería ante tus ojos
como un sueño.
No le respondí.
—¿Cuándo piensas abandonar la aldea? —me preguntó, después de un largo silencio.
—Cuando llegue la noche.
—¿Has cambiado de opinión? ¿Puedo aún acompañarte en tu viaje, aunque la negrura
de mi piel oculte a tus ojos todos los encantos de mi persona?
—Puedes acompañarme —accedí.
—¡Dios mío! —suspiró la joven—. ¿Qué puedo hacer? Uno objeta mi blancura, el otro
mi negrura. Uno me ha ennegrecido, y el otro quiere blanquearme. Uno me ha teñido, y el
otro quiere desteñirme. ¡Sólo preocupaciones, sólo incomprensión!

21
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—¡No llores, mujer! —exclamé desde el árbol—. Deja de suspirar con tanto agobio. Tan
pronto como caiga la noche, huiremos de aquí, y quizás lleguemos a una bella región
donde no existan ni preocupaciones ni incomprensión.
Cuando se hizo de noche y brilló la primera estrella en el firmamento, me interné con
Armiña en el bosque más próximo. Lo atravesamos rápidamente; llegamos después a una
meseta y luego, por fin, a la playa.
La suerte quiso que pasara un barco muy cerca de la isla, en dirección, según me
pareció, de Balsora. Comencé a gritar con todas mis fuerzas para atraer la atención de los
tripulantes. Nos vieron desde el puente, y el navío se dirigió hacia la isla.
Media hora más tarde, me hallaba sentado en el puente con Armiña, y narraba mis
extrañas aventuras al capitán y a los marineros. Pero me había equivocado al suponer que
el barco se dirigía a Balsora; iba hacia el país del rey Pawic, de quien precisamente eran
súbditos el capitán y los marineros. A juzgar por lo que contaban, el rey Pawic era un
hombre extraordinariamente cordial, simpático y bondadoso. Me incitaron con mucho
entusiasmo a que me instalara permanentemente, junto con mi compañera negra, en su
patria, en la que encontraríamos amistad y hospitalidad. Mostraron gran curiosidad por
saber dónde había encontrado una compañera de viaje tan negra. Les relaté la historia de
Armiña. Cuando terminé mi narración, un viejo y experimentado marinero me dijo,
golpeándome amistosamente la espalda:
—No te preocupes ni aflijas por la negrura que cubre temporalmente a tu compañera.
Tengo cierta experiencia en estos asuntos, y por ello llevo siempre en el bolsillo una pomada
que disuelve esta clase de tinte y no deja el menor rastro. Te la daré, y verás cómo tu
muchacha blanquea.
—Desgraciadamente —repliqué—, el repulsivo enano afirmó que cualquier tentativa de
borrar ese color le ocasionaría la muerte.
—¡Ríete del enano y de sus amenazas! —afirmó el viejo y experimentado marinero—.
El enano negro quería tener una esposa negra, y se las ingenió para impedir que volviera a
ser blanca, inventando ese cuento del peligro de muerte. Nada le sucederá a la pequeña si
recobra la blancura y vuelve a parecer un ser humano. Ten confianza en un viejo y
experimentado lobo de mar, que posee, además, una pomada decolorante. La blancura
jamás ha llevado a nadie a la muerte. El ser humano se siente física y espiritualmente mejor
en su aspecto habitual.
Dicho esto, sacó del bolsillo un frasco que contenía la famosa pomada, y me lo tendió
con una sonrisa.
—Abjura de tu fe en los cuentos y hechicerías, y aprovecha mi pomada. Unta bien a la
muchacha cuando sea la media noche, y volverá a ser blanca como una azucena.
Las palabras del viejo y experimentado marinero me convencieron, no sólo a mí, sino
también a Armiña. Decidimos, pues, aprovechar inmediatamente la pomada ofrecida. Es
cierto que una especie de inquietud indefinida turbaba a Armiña, aunque se esforzaba en
dominarla.
—Por fin blanquearé, y volveré a ser como el alabastro —dijo, mirándome a los ojos—.
Mi pecho se ensancha de alegría al pensar que esta negrura tan contraria a mi naturaleza,
no ocultará más a tus ojos los encantos de mi persona. El otro me ennegreció, tú me
blanquearás y todo tendrá un final dichoso.
Pero la calma y la alegría de Armiña eran ficticias. Observé que a menudo hablaba de
ella en pasado, como de alguien que ha dejado de existir. Incluso en un momento de
abstracción inquietante y singular, murmuró:
—Cuando vivía en la tierra esperé siempre una inmensa alegría, una felicidad mayor
que yo misma, pero esa felicidad jamás se presentó. Ahora que ya no vivo, me siento mucho
más grande que esa dicha que no logró llegar a mí.
22
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—No hables como si hubieses muerto, Armiña —murmuré, cogiéndola de la mano—.


Tus palabras y ese tiempo pasado que empleas incesantemente por descuido, me llenan de
zozobra. Ten confianza. El viejo marinero está en lo cierto.
—Claro que sí —afirmó Armiña.
—Cuando llegue la noche... —proseguí.
—La noche ha llegado ya —me interrumpió Armiña.
Sólo entonces me di cuenta de cuán impresionado estaba por lo que iba a acontecer.
Ni siquiera había advertido que era ya de noche. Las estrellas brillaban en el firmamento y
la calma nocturna reinaba sobre la inmensidad del mar.
Permanecimos silenciosos durante un largo, largo rato, sin que ninguno de los dos
quisiera o se atreviese a turbar el silencio. Por fin me decidí a hablar:
—Cuando llegue la medianoche...
—La medianoche ha llegado ya. . . —volvió a interrumpirme Armiña.
El puente estaba desierto. Tendí el frasco de pomada a Armiña. Lo cogió con mano
temblorosa y me miró a los ojos.
Era la medianoche. Armiña metió sus negros dedos en el frasco y se los pasó por la
cara. El rostro, el cuello, las manos se volvieron instantáneamente blancos.
Surgió ante mí una princesa maravillosa, blanca como el alabastro. Tendí las manos
hacia ella, pero no me dio las suyas.
—Armiña, ¿por qué no me das las manos?
Armiña callaba.
Miré sus ojos de turquesa, pero la oscuridad de la noche me impidió conocer su
expresión.
Armiña seguía blanqueándose de minuto en minuto; incesantemente se volvía más
blanca, hasta que la cubrió al fin una extraña y espantosa blancura.
—¡Armiña! —murmuré otra vez—. ¿Qué sucede? ¿Por qué no hablas? ¿Por qué estás
tan terriblemente blanca?
Armiña seguía inmóvil, apoyada en la barandilla del barco. Toqué sus manos. Estaban
frías como el hielo. Toqué su frente, sus párpados, sus labios. Estaban fríos... Comprendí
todo... Aquella blancura era la blancura de la muerte.
A pesar de eso, Armiña seguía blanqueándose. Su cuerpo se había vuelto casi
transparente y se mecía al menor soplo de la brisa. Acabé por darme cuenta de que ya no
tenía ante mí a Armiña, sino a una criatura extraña, inanimada, diáfana, compuesta de
finos pétalos de flores suaves y blancos. Un violento y repentino soplo de aire deshizo en un
abrir y cerrar de ojos aquel sedoso conglomerado, y lo dispersó en el aire, que se impregnó al
instante de un mágico aroma de flores. Lo aspiré, repitiendo sin cesar:
—¡Armiña!... ¡Armiña!... ¡Armiña!...
Pero Armiña ya no existía.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

BRUNO SCHULZ
[1892-1942]

Se trata de uno de los escritores más originales de Polonia tanto desde el punto de
vista estilístico como por el mundo que logró crear. Su obra a menudo ha sido
comparada con la de Kafka, Musil y otros grandes escritores de la escuela de Viena, a pesar
de reducirse a dos pequeños libros de relatos Las tiendas de canela, 1933, El sanatorio de la
clepsidra, 1937, y una novela corta, El cometa. La realidad en el mundo de Schulz conoce
amplias posibilidades de transformación de la materia. Todo elemento puede convertirse en
su antagonista. Los hombres se transforman en aves, en cucarachas, en puñados de cenizas.
Schulz produjo una de las prosas más elaboradas en lengua polaca, coloreada por un
erotismo velado y triste. A la muerte del autor, asesinado por los nazis en su ciudad natal,
Trzemysl, se perdió casi la totalidad de su obra.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

BRUNO SCHULZ:
LOS PÁJAROS

Llegaron los días de invierno, amarillos y sombríos. Un manto de nieve, raído,


agujereado, tenue, cubría la tierra descolorida. La nieve no alcanzaba a ocultar del todo
muchos tejados, y se podían ver, acá y allá, trozos negros o mohosos, chozas cubiertas de
tablas, y las arcadas que ocultaban los espacios ahumados de los desvanes: negras y quemadas
catedrales erizadas de cabrios, vigas y crucetas, pulmones oscuros de las borrascas
invernales. Cada aurora descubría nuevas chimeneas, nuevos tubos brotados durante la
noche, henchidos por el huracán nocturno, oscuros cañones de órganos diabólicos. Los
deshollinadores no podían desembarazarse de las cornejas, que, cual hojas negras animadas
de vida, poblaban por las noches las ramas de los árboles frente a la iglesia. Levantaban el
vuelo, batían las alas, y acababan posándose cada una en su sitio, sobre su rama. Y al alba
volaban en grandes bandadas —nubes de hollín, copos de azabache ondulantes y
fantásticos—, turbando con su trémulo graznido la luz amarillenta del amanecer. Con el
frío y el tedio, los días se volvieron duros como trozos de pan del año anterior. Se entraba en
ellos con los cuchillos romos, sin apetito, con una somnolencia perezosa.
Mi padre no salía ya de casa. Encendía la chimenea, estudiaba la substancia jamás
develada del fuego, disfrutaba del sabor salado, metálico y el olor a humo de las llamas de
invierno, caricia fría de la salamandra que lame el hollín brillante de la garganta de la
chimenea. En aquellos días ejecutaba con placer todas las reparaciones en las regiones
superiores de la habitación. A cualquier hora del día se le podía ver acurrucado en lo alto
de una escalera de tijera, arreglando algo en el cielo raso, las barras de las cortinas de las
grandes ventanas, o los globos y cadenas de los candiles. Lo mismo que los pintores, se servía
de la escalera como de unos enormes zancos, sintiéndose bien en esa posición de pájaro
entre los parajes del techo, decorados con arabescos y aves. Se desentendía cada vez más de
los asuntos prácticos de la vida. Cuando mi madre, preocupada y afligida por su estado,
trataba de llevarlo a una conversación de negocios y le hablaba de los pagos del próximo
mes, él la escuchaba distraído, inquieto, con una expresión ausente, en el rostro sacudido
por contracciones nerviosas. A veces la interrumpía de pronto con un gesto implorante de
la mano, para correr a un rincón del aposento, aplicar el oído a una juntura del suelo y
escuchar, con los índices de ambas manos levantados, signo de la importancia de la
auscultación. Entonces no comprendíamos aún el triste fondo de estas extravagancias, el
doloroso complejo que maduraba en su interior.
Mi madre no ejercía la menor influencia sobre él; en cambio por Adela sentía gran
respeto y consideración. La limpieza de la sala era para él una importante ceremonia, a la
que jamás dejaba de asistir, siguiendo todos los movimientos de Adela, con una mezcla de
angustia y de voluptuosidad. Atribuía a cada uno de los actos de la joven un significado más
profundo, de tipo simbólico. Cuando ella, con ademanes enérgicos, pasaba el cepillo por el
suelo, se sentía desfallecer. Las lágrimas brotaban de sus ojos, se le crispaba el rostro con
una risa silenciosa, y sacudían su cuerpo espasmos de goce. Su sensibilidad a las cosquillas
llegaba a los límites de la locura. Bastaba que Adela le apuntara con el dedo, con el gesto
de hacerle cosquillas, y él presa de un pánico salvaje, atravesaba las habitaciones,
cerrando tras sí las puertas, para echarse al final en una cama y retorcerse con una risa
convulsiva, bajo el influjo de la sola imagen interior a la que no podía resistirse. Gracias a
eso, Adela tenía sobre mi padre un poder casi ilimitado.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

En aquel tiempo observamos por primera vez en él un interés apasionado por los
animales. Al principio fue una afición de cazador y artista a la par, y posiblemente también la
simpatía zoológica más profunda de una criatura hacia unos semejantes que tenían formas
de vida diferentes: la investigación de registros del ser aún no conocidos. Sólo en su fase
posterior, este aspecto adquirió un matiz extraño, complejo, profundamente vicioso y
contra natura, que es mejor no exponer a la luz del día.
Aquello empezó con la incubación de huevos de aves.
Con gran derroche de esfuerzos y de dinero, mi padre había hecho llegar de
Hamburgo, de Holanda y de algunas estaciones zoológicas africanas, huevos fecundados
que hacía empollar a unas enormes gallinas belgas. Era también para mí una ocupación
absorbente contemplar el nacimiento de los polluelos, verdaderos fenómenos por sus formas
y colores.
Era imposible, viendo aquellos monstruos de picos enormes, fantásticos, que desde el
nacimiento se ponían a piar a voz en cuello, silbando ávidamente desde las profundidades de
su garganta; contemplando aquella especie de reptiles de cuerpo débil, desnudo, corcovado,
adivinar en ellos a los futuros pavos reales, faisanes, cóndores. Colocados en cestas llenas de
algodón, aquellos engendros de monstruos erguían sobre sus frágiles cuellos unas cabezas
ciegas, cubiertas de albumen, graznando destempladamente con sus gargantas afónicas. Mi
padre se paseaba a lo largo de las estanterías, con un delantal verde, como jardinero que
inspecciona sus siembras de cactus, y extraía de la nada aquellas vesículas ciegas, en las
que ya alentaba la vida, aquellos vientres torpes, incapaces de recibir del mundo exterior
cualquier cosa que no fuera el alimento, conatos de vida que se erguían a tientas hacia la
claridad. Unas semanas más tarde, cuando aquellos ciegos retoños se abrieron a la luz, las
habitaciones se llenaron de un tumulto multicolor, del centellante gorjeo de los nuevos
habitantes. Se posaban en las barras de las cortinas y en las cornisas de los armarios,
anidaban en los huecos de las ramas de estaño y en los arabescos de los candiles.
Cuando mi padre estudiaba los grandes compendios ornitológicos y tenía entre las
manos las láminas de colores, parecía que era de allí de donde se desprendían aquellos
fantasmas emplumados, que llenaban el cuarto con su aleteo multicolor de copos de púrpura
y girones de zafiro, de cobre, de plata. Cuando les daba de comer, formaban en el suelo una
masa abigarrada, compacta y ondulante, una alfombra viva, que a la llegada intempestiva de
alguno se desintegraba, se dispersaba en flores móviles, que batían las alas, para acabar
posándose en la parte superior del aposento. Tengo especialmente grabado en la memoria
un cóndor, pájaro enorme de cuello desnudo, cara arrugada y buche voluminoso. Era un
asceta magro, un lama budista de imperturbable dignidad, en todo su comportamiento, que
se regía por el férreo ceremonial de su alta alcurnia. Cuando inmóvil en su postura hierática
de dios egipcio, con el ojo velado por una blancuzca carnosidad que cubría sus pupilas —
como para encerrarse por completo en la contemplación de su soledad augusta—, estaba,
con el pétreo perfil, frente a mi padre, parecía su hermano mayor. La misma materia, los
mismos tendones, la piel dura y rugosa, el mismo rostro seco y huesudo, las mismas órbitas
profundas y endurecidas. Hasta las manos de fuertes nudillos y largos dedos de mi padre,
con sus uñas abombadas, tenían cierta analogía con las garras del cóndor. Al verlo así,
dormitando, no podía sustraerme a la impresión de que tenía ante mí a una momia
disecada, la momia reducida de mi padre. Creo que tal asombrosa semejanza tampoco
escapó a la atención de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es singular que el cóndor
utilizase el mismo orinal que mi padre.
No satisfecho con incubar incesantemente nuevos especímenes, mi padre organizaba
en el desván bodas de aves, enviaba casamenteros, ataba a las novias seductoras y lánguidas
junto a las grietas y agujeros de la techumbre; lo que trajo por consecuencia que el
enorme tejado de dos vertientes de nuestra casa se convirtiera en un verdadero albergue
de aves, un arca de Noé, a la que llegaba toda clase de seres alados desde parajes lejanos.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Incluso mucho tiempo después de liquidada aquella manía avícola, subsistió en el mundo de
las aves la costumbre de llegar a nuestra casa. En el período de las migraciones de primavera
se abatían verdaderas nubes de grullas, pelícanos, pavos reales y otros pájaros sobre
nuestros techos.
No obstante, después de un breve florecimiento, esta afición tomó un giro más bien
desolador. En efecto, pronto se hizo necesario trasladar a mi padre a las dos habitaciones del
desván que servían como depósito de trastos inútiles. Desde el alba salía de allí el clamor
confuso de las aves. En las piezas de madera del desván, a modo de cajas de resonancia,
reforzada ésta por lo bajo del techo, repercutía todo aquel alboroto, cantos y gorjeos. Así
perdimos de vista a nuestro padre durante varias semanas. Bajaba muy raras veces, y
entonces podíamos observar la transformación operada en él. Se le veía disminuido,
encogido, flaco. A veces se levantaba de la mesa, batía distraídamente los brazos como si
fueran alas y soltaba un largo gorjeo, mientras entrecerraba los ojos. Después, confuso y
avergonzado, se reía con nosotros y trataba de disfrazar el incidente, haciéndolo pasar por
una broma.
Una vez, durante el período de la limpieza general, Adela se presentó de súbito en el
reino de las aves de mi padre. Plantada en la puerta, se llevó la mano a la nariz ante el
hedor que impregnaba la atmósfera. Los montones de inmundicia cubrían el suelo y se
apilaban sobre mesas y muebles. Rápidamente, con gesto decidido, abrió la ventana y con su
larga escoba comenzó a agitar aquel pajarerío. Levantóse una nube infernal de plumas,
alas y graznidos, a través de la cual, Adela, como frenética bacante, bailaba la danza de la
destrucción. En medio de aquel estrépito, mi padre, batiendo los brazos, lleno de temor,
trataba desesperadamente de emprender el vuelo. La nube de plumas se dispersó
lentamente, y por último, sólo quedaron en el campo de batalla Adela, agotada y jadeante,
y mi padre, con expresión de tristeza y de derrota, dispuesto a cualquier capitulación.
Momentos después, mi padre descendía la escalera de su imperio. Era un hombre roto,
un rey desterrado que había perdido trono y poder.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

STANISLAW DYGAT
[1914-1978]

Hizo su debut literario poco después del fin de la guerra con una novela. El lago de
Constanza, 1946, que de inmediato levantó una violenta polémica. El autor trataba temas
del pasado inmediato, como el de los campos de concentración con ironía, con sentido del
humor y con un velado escepticismo. A ese libro siguieron Los adioses, 1948, Los campos
Elíseos, 1949. Durante el período del realismo-socialista Dygat se abstuvo de publicar y no fue
sino hasta 1957 cuando volvió a publicar. De ese año data su libro más popular, El viaje. En
esa obra se marcan de manera muy pronunciada las constantes y las virtudes literarias del
autor. Su escepticismo es radical a la vez que, paradójicamente, lo atempera un
romanticismo melancólico. Otras obras: Tardes de lluvia, 1958; Disneylandia, 1965.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

STANISLAW DYGAT:
EL VIAJE

Al comienzo de cada año escolar mi padre pronosticaba una segura mejoría de la


situación económica y daba por hecho que emprenderíamos un viaje al extranjero en las
próximas vacaciones de verano.
Pero la situación seguía empeorando y nadie tomaba en serio tales pronósticos.
De todos modos, las previsiones optimistas en las que nadie cree pueden desempeñar
también una función positiva.
En polaco, y quizás sólo en esta lengua, existe una palabra que significa "jamás se sabe",
lo que posiblemente da origen a la fe en los milagros que caracteriza a los habitantes de
nuestro país y a su profunda desconfianza en la estabilidad y coherencia de los
acontecimientos.
El "jamás se sabe" es un recurso inagotable de nuestra inclinación a las fantasías y un
preceptor óptimo de nuestra imaginación. Y una imaginación bien entrenada, sólidamente
preparada para la tarea de fantasear le es necesaria como el pan a los habitantes de un
país que ha vivido desde hace siglos sólo de esperanzas y promesas.
Henryk había ya desistido desde hacía tiempo de creer en unas vacaciones en el
extranjero, pero le agradecía a su padre el que las anunciara con tal perseverancia. Le estaba
agradecido por el hecho de permitirle refugiarse en aquella beatífica ilusión durante la
mayor parte del año, y después, en el momento preciso, poder decir: "¡Bah! ¡Paciencia! En
realidad, no esperaba que esto resultara". Un sueño desvanecido no es jamás una
tragedia. ¡Cuántas veces, en cambio, se convierten en tragedias los sueños que logran
realizarse!
Al "año Mallorca y Escocia", siguió el "año Capri". Papá llevó a casa una gran
cantidad de guías turísticas, dio comienzo a una animada correspondencia epistolar con
numerosos hoteleros, y entabló discusiones interminables con mi madre sobre la elección
de Capri o de Anacapri como residencia veraniega. Pero el "año Capri" duró tan sólo un
mes. Un día, poco después de Navidad, mi padre llegó a la mesa bastante ceñudo y
afligido. (Henryk pensó que la expresión del rostro de su padre debía semejarse a la que
él adoptaba cuando cargaba con un peso en la conciencia). Durante la comida se limitó a
refunfuñar, que si la sopa estaba insípida, que si la sal estaba húmeda y por ello no salía
bien a través de los agujeros del salero, que si las zanahorias estaban incomibles y tenían
tierra y era como si estuviera uno masticando arena... Después del último bocado, se limpió
los labios con gesto majestuoso, dejó la servilleta en la mesa y, fingiendo una expresión
alegre, dijo:
—Queridos míos, como buen capitán debo comunicarles que nuestra barca se
encuentra varada.
—¿Cómo? —interrumpió mi madre muy alarmada.
—No es el momento de perder la cabeza, Anutka —se irritó mi padre—. ¿Por qué has
de tomar siempre las cosas por el lado trágico?
—Pero si yo.. .
—¡Pero tú!... Tú creas siempre una atmósfera que le quita a uno las ganas de vivir,
como si hubiera ocurrido sabe Dios qué desgracia.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—¡Pero si acabas de decir que la... que nuestra barca se encuentra varada!
—¡Ay, Anutka, Anutka! Contigo se puede hablar sólo en términos prosaicos. Sí, he
usado una expresión humorística, y tú la tomas como el anuncio del fin del mundo. Porque,
si bien se mira, substancialmente no ha ocurrido nada grave. Tengo algunas dificultades
transitorias, de carácter financiero, por lo que se hace necesario ajustar nuestro
presupuesto. Debemos alquilar la mitad de la casa. Pienso que lo mejor será ceder la parte
de abajo. Bien... Considero además oportuno suprimir los entremeses y renunciar a alguno
que otro gasto superfluo. Tenemos que volver a hablar de esto, y veremos, punto por punto,
las cosas que pueden ser eliminadas. Me temo que la temporada en Capri deberá ser
aplazada para el año próximo.
—Por lo que a mí respecta, yo sí iré a Capri este año —declaró mi hermano Janek.
—¿De qué manera? —preguntó mi padre, estupefacto.
—Muy sencillo. ¿No me has de creer tan iluso como para esperar la realización de tus
proyectos? Por lo tanto, no he dudado en adherirme a una excursión que tiene por lema:
"Bajo el sol de Italia, sin pasaporte y sin visa."
—¿Y dónde vas a conseguir el dinero? —volvió a preguntar mi padre.
—Con dos motores de bicicletas y un motor de lancha que he vendido. ¡Mi barca no
está varada, en absoluto!
Mi padre resopló y agitó una mano como si tratara de disipar la propia irritación.
Y así, en vez de Capri, aquel año Henryk fue enviado de vacaciones a las márgenes
del Pilica. El Pilica es un río de verdes riveras donde la quietud reina soberana entre sauces
y juncos. De día, todo es un zumbido de abejas y grillos. De noche se puede oír el croar de
las ranas. Los horizontes son vastos, espaciosos; el hombre, enclavado en un cerco verde y
sombrío, vive bajo una bóveda azul o gris.
Sobre las márgenes del Pilica los pastorcillos no tocan los caramillos, por la sencilla
razón de que los pastorcillos que tocan los caramillos existen sólo en las fábulas o en las
magníficas leyendas bucólicas. Los pastores en las márgenes del Pilica perseguían,
desaliñados, a las vacas y los carneros, que rumiaban la yerba; la liebre corría hacia el fondo
del campo, la cigüeña se cernía sobre los prados, los pececillos jugueteaban a flor de agua,
tenues columnas de humo se elevaban a lo lejos, de las chimeneas de las cabañas y de las
fogatas nocturnas; por las noches, todo lo envolvía la penumbra, y acá y allá titilaban
algunas trémulas luces.
Las riveras del Pilica son mucho más íntimas que Capri.
Henryk se había establecido con dos compañeros de escuela en un bosquecillo de
abedules, cerca del río, a un kilómetro de la pequeña ciudad de Bialobrzegi, cabecera del
distrito. Tenían colchones neumáticos, un hornillo de alcohol, un gramófono y algunos libros.
Nadaban, pescaban, leían, hablaban de todo lo que habitualmente interesa a los
muchachos de dieciséis años: el mundo y sus maravillas, las muchachas, el universo, el
cine, los fenómenos de la naturaleza, los marineros, los cowboys, los descubrimientos
científicos, los apaches de París, los misterios de las profundidades marinas, las posibilidades
que ofrecería la vida de ultratumba, el circo.
Todas las mañanas se dirigían a Bialobrzegi para hacer las compras del día. Primero
iban separadamente, por turno, luego comenzaron a ir los tres juntos. En el centro de la
localidad, detrás del mostrador de la cooperativa de la "Unión", estaba la señorita Jadzia
atendiendo a los clientes. Tenía aproximadamente la misma edad que Henryk. Llevaba dos
trenzas graciosas y un poco ridículas, y a veces, los cabellos sueltos: una melena bruñida y
deslumbrante, casi blanquecina, que le caía hasta los hombros. Los ojos eran celestes,
clarísimos. Era linda y fresca, aunque algunas veces tenía sucias las mejillas. Eran unas
mejillas tersas de un bello y saludable color. A menudo se miraba al espejo, se pasaba el
dorso de la mano sobre la mejilla con un ademán inocente y preciso, levantando en alto los
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

brazos y dilatando las narices. Hacía venir a la memoria los espantapájaros de cabellos de
estopa, los espantapájaros campesinos que son parte integrante del paisaje polaco, como
los bosques, los campos, los prados, el perro Fido, la cruz al borde del camino, los techos
de paja y las cigüeñas. Pero aquel espantapájaros campesino tenía facciones sólidas y
ágiles, sonrisa y ojos de muchacha. En las sonrisas femeninas hay a menudo algo de lascivo
en su perturbadora desnudez, y recuerdan toda esa clase de actos que en nuestra ilimitada
hipocresía a menudo llamamos impúdicos. Las sonrisas de las muchachas son de una
desnudez perturbadora, embozadas con modesto decoro en un velo de cándida inocencia.
La señorita Jadzia era ingenua e inocente.
Julek y Genek, bastante más valerosos y desenvueltos que Henryk, entretenían a la
señorita Jadzia con agudezas y bromas. Ella reía y respondía en el mismo estilo. Henryk
asistía a esas conversaciones manteniéndose un poco aparte, miraba a la señorita Jadzia,
sonreía, y algunas veces aventuraba una que otra breve frase. Pero se arrepentía
inmediatamente; le parecía que había dejado escapar por la boca quién sabe qué estupidez,
una de esas enormidades que no tienen límite, y le venía una gana loca de escapar, no sólo
de la tienda de la "Unión", sino también de Bialobrzegi, de alejarse con prisa y furia de las
márgenes del Pilica y no dejarse ver en ninguna parte.
Para Henryk, las visitas a la tienda de la "Unión" eran suplicios. Miraba a Julek y a
Genek galantear a la señorita Jadzia, y no podía menos que reconocer que aquellos dos se
desempeñaban maravillosamente. A la señorita Jadzia debían resultarle de lo más
simpáticos, porque hasta a él lograban divertirle con sus argucias llenas de humor y su
desenvuelta parlanchinería. No cabía duda de que la señorita Jadzia estaba enamorada de
uno de ellos o quizás de ambos, o tal vez dudaba en la elección. Él se quedaba al margen,
osaba sólo mirar, sonreír, decir cualquier tontería, que por fortuna pasaba inadvertida. A
ratos, le venía la manía de romper resueltamente con las dilaciones. La próxima vez haría
uso de sus capacidades. ¡Ya verían Julek y Genek! Con su inteligencia y su ingenio los
oscurecería; comparados con él no contarían para nada, sería como si no existieran. Pensó
con el mayor cuidado una serie de conversaciones entretenidas; pero apenas traspuesto el
umbral de la "Unión", a la vista de la señorita Jadzia, le parecía tener las manos y los pies
atados y sentía una cuña de madera en vez de lengua. Decidió interrumpir las visitas a la
"Unión"; pero cuando Julek y Genek se encaminaban hacia allá sin él, se sentía destrozado,
y, sin poder resistir más, corría a alcanzarlos a mitad del camino.
—¿Por qué —le preguntó Julek una vez, mientras volvían con las compras— te quedas
siempre tieso como si fueras un...?
Y empleó aquí una expresión que no voy a repetir.
Henryk soltó una risa de desprecio y levantó los hombros.
—Para decirlo abiertamente, los galanteos de ustedes no me divierten nada, me
aburren.
—Se ve que carece de alegría de vivir —dijo Genek.
—La tengo, y mucho más que ustedes juntos, esto es poco pero seguro. Solamente que
no la manifiesto enamorando campesinas.
—¿En qué entonces, si puede saberse?
—No es asunto de ustedes.
—¡Caramba! ¡Hay que oír al señor filósofo!
—En substancia, ¿de qué se trata? La tal Jadzia será tal vez bonitilla, pero a mí no me
gusta.
—¡Aja! Tú quisieras por lo menos a Greta Garbo.
—Cada quien tiene sus gustos.
—Entonces, ¿por qué te nos arrimas siempre?
31
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Para verlos hacer los patanes. Me divierte enormemente.


Henryk desertó de la "Unión" por algunos días. Temía que los muchachos fueran a
repetir en su presencia algo de aquella conversación a la señorita Jadzia. En ese caso, se
vería constreñido a quitarse la vida, sin tener ningún deseo de hacerlo. Permanecía en la
tienda de campaña, para sufrir terriblemente. O si no, se tendía bajo un árbol con los ojos
cerrados, y veía el rostro de la señorita Jadzia, la veía reír con Julek y Genek, levantar los
brazos y exclamar, echando la cara hacia atrás:
—¡Pero no me digan! ¡No es posible!
Henryk esperaba impaciente su regreso, salía a su encuentro, les preguntaba con
insistencia cómo iban las cosas por Bialobrzegi, criticaba sus adquisiciones, con la esperanza
de que saliera a relucir el tema que tenía en el corazón: la señorita Jadzia, el aspecto de la
señorita Jadzia, sus palabras, su atavío.
Dos días antes del fin de las vacaciones debía tener lugar en Bialobrzegi un gran baile
a beneficio de la Cruz Roja. En un prado a orillas del Pilica estaba ya todo dispuesto: la
pista de baile, las mesas, y el equipo eléctrico para la iluminación. En Bialobrzegi se sentía
una atmósfera de fiesta. Detrás del mostrador de la "Unión" estaba la señorita Jadzia con
una falda azul almidonada, una blusa blanca y los cabellos sueltos. Se había hecho "la
permanente". A Henryk le pareció más bella que nunca.
Julek y Genek se limpiaban los trajes, pasaban examen a los calcetines y corbatas.
Henryk tendido bajo un árbol tenía frente a sí un libro abierto.
—Y tú, ¿no te mueves? —le preguntó Julek.
—El profesor tiene otras cosas en la cabeza —dijo Genek—.Déjalo meditar en cosas
que no son para nosotros.
Henryk cerró el libro, se levantó sobre los codos, y de una distancia de un par de
metros escupió sobre la punta de un zapato de Genek.
—Anda —dijo—, para que te lustres el calzado. Yo iré si tengo ganas; si no, qué se le va a
hacer.
De cuando en cuando, Henryk tenía algunas salidas que le conciliaban la estima y el
respeto de sus compañeros. Genek se restregó la punta del zapato contra el pantalón y
dijo:
—No nos vas a hacer la afrenta de permanecer en la tienda. Sería una falta de
solidaridad de tu parte. Uno para todos, todos para uno.
—¿Qué es lo que se te ha metido en la cabeza? — interrumpió Julek—. ¿A qué vienen
tantas historias? Sólo para fastidiarnos. Sabemos muy bien que vas a ir.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Henryk vacilante.
Si en aquel momento Julek le hubiera dicho: "Mira, deja de hacerte el estúpido. A
mil metros se te ve que tienes unas ganas locas de ir al baile", Henryk se hubiera visto
obligado a renunciar a la fiesta.
Pero Julek era un muchacho delicado por naturaleza y lleno de tacto, por lo cual se
limitó a responder:
—Tenemos la seguridad de que no nos harías esa mala pasada, y basta.
Henryk dejó escapar un suspiro de alivio.
—Bien, iré —dijo con voz afable y apagada.
Se tendió de nuevo y volvió a abrir el libro. No había estado leyendo, y ahora tenía aún
menos intención de hacerlo.

32
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Era seguro que la fiesta anunciada para aquella noche no suscitaba ni en Julek ni en
Genek la mínima parte de la agitación profunda que perturbaba a Henryk. Aquellos
limpiaban sus trajes, silbaban, elegían los calcetines y la corbata que lucirían y estaban
seguros de que tenían por delante una alegre velada.
Henryk sufría.
La idea del prado iluminado, en un turbión de música y danza, bajo un cielo
estrellado, dentro del cerco de un horizonte silencioso de campos y bosques inmersos en la
oscuridad, le producía escalofríos de horror y de delicia. Julek y Genek habíanse equivocado
al creer que trataba de burlarse de ellos. No quería ir, ciertamente. No quería ir, lo cual no es
lo mismo que estuviese convencido absolutamente de no ir. Pero en el fondo era cierto que
hubiese podido no ir. Era cierto y no lo era. Estas cosas son asaz delicadas y difíciles de
explicar, aunque sean bien conocidas por todos. Aun por aquellos que, en este punto se
impacienten y sientan deseos de agarrarme del cuello y gritarme: "Pero al fin, ¿qué está
usted borroneando? ¿Era cierto o no lo era? ¡Una de dos! ¿Qué historia es ésta? Decídase
de una vez y no empecemos a hacernos los interesantes."
Muy bien. ¡Como si fuese tan fácil!
Salvo las personas que poseen una voluntad férrea e inflexible, todos y cada uno de
nosotros nos encontramos de vez en cuando en lucha entre dos fuerzas iguales y contrarias.
Una cosa semejante puede ocurrir a todos los mortales, ya que por fortuna las personas
dotadas de una voluntad férrea e inflexible son poquísimas. Estos sombríos e inhumanos
burócratas de la propia y de la ajena conciencia, impulsados por una ambición morbosa y
por una avidez bestial, vejan al prójimo, disimulando sus propias y mezquinas aspiraciones
personales bajo un manto de palabras nobles y elevadas. Algunas veces, gracias a un
concurso de circunstancias favorables y puramente ocasionales, se convierten en personas
importantes y, entonces, con férrea e inflexible coherencia, preparan catástrofes para una
masa más o menos importante de seres humanos.
En suma, a casi todos nos sucede encontrarnos al menos una vez entre el sí y el no (o
entre el no y el sí), en medio de una lucha interior más o menos áspera, según las
características individuales. Considerado en modo bastante general, el fenómeno presenta
este aspecto: en un cierto punto tomamos una decisión firmísima, la proclamamos con
intransigencia y tratamos de convencernos a nosotros mismos de que aquella decisión es
irrevocable. Estamos así resueltos y seguros, tanto interna como externamente, frente a
nosotros mismos, de no prestar atención a una especie de duende, a una criatura
extrañísima que está en nuestro espíritu y se burla de nosotros: "¿Qué se te ha metido en
la cabeza? ¿Por qué tantas historias? ¿Por qué te vanaglorias de ser inconmovible en tus
propósitos, cuando sabes perfectamente que en el último momento no los llevarás a la
práctica, sino que harás todo lo contrario de lo que has decidido?" ¡Maldición! No hay
escapatoria; el duendecillo lo sabe todo, jamás se equivoca y con toda nuestra firmeza de
ánimo no lograremos jamás hacer callar su voz profética.
Henryk, la verdad sea dicha, no quería ir al baile, esa noche. No quería ir porque temía
a la fascinación prodigiosa de las mujeres bajo el cielo estrellado, fascinación capaz de
atraer a la señorita Jadzia en el vértigo del baile dentro de la cerca del horizonte y de
obligarlo a él, como siempre en un rincón, a contemplar sin poseer jamás. Maldijo
anticipadamente aquella fascinación y experimentó un gran alivio. Él mismo la rechazó antes
de ser rechazado. Era magnánimo, abandonaba el partido. Voluntaria, espontáneamente.
Pero además estaba dispuesto a decantar estas ideas, a articularlas dentro de un
sistema lógico, a convencerse a sí mismo de su validez; pero, no obstante, aquella fascinación
se volvía más misteriosa, provocadora, y el duendecillo sonreía burlonamente y volvía a
hostigarlo.
"¿Para qué tantas cavilaciones, si al fin de cuentas está claro que irás?"

33
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Henryk bajó la cabeza y comenzó a leer de verdad el libro que tenía abierto frente a
los ojos.
"Irás, irás, irás", se burlaba el duende; "porque si no vas enloquecerías."
"Después de todo", pensaba Henryk, fingiendo no preocuparse del duende, "podría ir
sólo un momento, así, pro forma, para que Julek y Genek no encuentren nada risible en
mi conducta y no crean que el orgullo me domina. Iré, echaré una ojeada y regresaré
inmediatamente."
"Irás, irás, irás", seguía rezongando el duende. "Irás, no por hacer una concesión a
Julek y a Genek, sino porque la fascinación te atrae, por una fuerza mayor. Irás, aun
sabiendo que la fascinación te aplastará, te triturará, te reducirá a un estado lamentable,
como un estropajo. Irás, aun sabiendo que no tienes nada que ganar, irás porque crees en
los milagros, porque crees en el "jamás se sabe"; irás, aunque sea tan sólo para mendigar a
la fantasía, en los días siguientes, la imagen de lo que hubiese podido ser aquella fiesta si las
cosas hubieran resultado de manera diversa, es decir si hubieses llegado a aquel baile al
aire libre, bajo un cielo estrellado, no bajo la apariencia de un estúpido Henryk Szalaj
cualquiera, sino en un poderoso studebaker, en el pellejo de un millonario americano o de
un campeón mundial de lucha libre, del más famoso seductor de Hollywood, o en el del
jefe de una expedición polar a quien se ha dado por perdido. ¡Ja, ja, ja! Irás, irás, irás."
"No iré", decidió de improviso Henryk sin inmutarse y con la misma firmeza.
El duende adoptó entonces un tono dramático, patético, mefistofélico; pero Henryk
estaba más tranquilo y resuelto que nunca, aunque fingía no sentir nada, no reconocer la
existencia de ningún duende y seguir el propio y desapasionado raciocinio como único
criterio de acción.
—No iré —masculló entre dientes.
—¿Qué estás gimoteando? —preguntó Julek.
—Digo que no iré a ningún estúpido baile —respondió Henryk, con voz clara y firme—;
no iría aunque me arrastraran por los cabellos.
Al caer la tarde, Julek miró el reloj y dijo:
—Arriba muchachos. Vámonos ya si no queremos que nos ganen las más bonitas.
Genek se levantó seguido de Henryk, y los tres, en silencio, con las manos en los
bolsillos y un cigarrillo entre los labios, a pasos lentos, largos y arrastrados, se dirigieron
hacia Bialobrzegi.
Genek y Julek encontraron al punto a dos muchachas con quienes acompañarse y
empezaron a bailar con ellas en la pista de madera. Para ellos todo era claro y sencillo.
Henryk los contemplaba con desprecio. Las compañeras de Genek y Julek, dos
gemelas, hijas del carnicero, bailaban rígidamente, rojas y acaloradas, terriblemente mal
acompasadas y con la mirada un poco temerosa. Se parecían entre sí como dos gotas de
agua, llevaban vestidos iguales, de color verde esmeralda con rayitas blancas; eran guapas,
garridas, sanotas.
Croaban las ranas, el río era plateado y terso como un espejo. El sol se había
guarecido hacía poco, dejando en el horizonte una franja rojiza en la que se destacaban los
negros perfiles de los árboles y de las casas. Era uno de aquellos raros momentos en que la
naturaleza es toda plata, rosa y negro. Las hijas del carnicero bailaban rígidamente entre
los brazos de Genek y de Julek.
Sobre las mesas cubiertas con manteles de papel, había gran cantidad de platos
hondos colmados de emparedados, atiborrados de salchichas, huevos cocidos, pepinos y
encurtidos, entre botellas de cerveza, vino de frutas, y pastas de colores vivísimos. Una vaca
desvelada salió de la oscuridad y se detuvo a mirar, estupefacta. La orquesta judía comenzó
a tocar el vals François.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

El rojo horizonte se oscurecía, los contornos resaltaban cada vez más nítidamente, el
río tomaba poco a poco un color gris opaco.
Las gemelas paseaban del brazo de Genek y de Julek, abanicándose con los pañuelos.
Parecían diosas de la abundancia, radiantes, satisfechas. Un perro ladró a lo lejos. Henryk
descubrió a la señorita Jadzia. Se hallaba sentada bajo un arbusto, junto a una mesa sobre
la que caía la oscilante luz de una lámpara, que colgaba de una rama. Estaba tan bella y
triste, con los brazos cruzados, la cabeza reclinada sobre un hombro y la mirada fija en el
suelo, que Henryk se sintió invadido por un efluvio de ternura. Se había ya decidido a
acercársele y declararle dulcemente su profunda simpatía y quizás también a caer de
rodillas a sus pies, en todo caso a proponerle bailar, cuando sintió de improviso que el
corazón se le helaba. Comprendió. La señorita Jadzia estaba tan triste sólo porque Genek
y Julek bailaban con las hijas del carnicero, no se acordaban de ella y la habían dejado
sola, pobre y desamparada. Estaba enamorada de uno de ellos, parecía evidente. ¿De cuál
de los dos? No tenía importancia. Sacudido por la cólera, el rencor, la vergüenza y el odio
que en ese momento experimentaba, Henryk la habría emprendido a golpes contra el uno
y el otro.
La señorita Jadzia permanecía inmóvil entre un medallón oval de trémulos reflejos.
Estaba loca por uno de ellos. Había ido allí por uno de ellos. Se había perfumado para
uno de ellos, con aquella esencia de acacia, doblando quizás la dosis. Y ahora se
atormentaba por uno de ellos, espléndida y sofocada en una suave languidez, vaporosa y
tenue bajo la camisa cándida y la falda azul, plantada sobre los tacones altos que usaba
por primera vez.
¡Ah! ¡Qué alivio, emprenderla a puñetazos y puntapiés con aquellos dos y abofetear a
la señorita Jadzia!
Henryk se volvió hacia el Pilica y echó a correr a lo largo del río hasta el bosquecillo
de abedules; se arrojó vestido sobre su estera en la tienda de campaña y poco después cayó
en un sueño profundo, de ésos que en la juventud alejan los afanes y penas.

Al regresar de las vacaciones, Henryk permanecía meditabundo y deprimido.


Encerrado en sí mismo, debió de reconocer que se había enamorado de la señorita Jadzia.
¡Cómo lamentaba la imposibilidad de verla, de contemplarla todos los días! Realmente, no
le había dirigido nunca la palabra, había permanecido siempre aparte; ella podía suponer
hasta que la despreciaba. Si la encontrase de nuevo, sería del todo distinto: franco, cordial.
Tal vez lo prefiriera a aquellos dos necios. Después de largas y penosas dudas, se resolvió a
escribirle una tarjeta:

"Querida señorita Jadzia:


Le envío cordiales saludos de Varsovia. Las vacaciones en Bialobrzegi fueron muy
agradables y espero regresar el año próximo, así nos veremos y quizá podamos ir a bailar
juntos, porque en esta ocasión no pude hacerlo.
Me permito estrecharle la mano, desgraciadamente a distancia. Suyo, Heniek."

Dudó largamente antes de enviar la tarjeta. Cuando la echó al buzón, le pareció


haber cometido una impertinencia inútil, por lo que la señorita Jadzia no podría tenerle
simpatía, y sintió que se desvanecía.
Le parecía cada vez más próxima y más querida, estaba decidido a ir a Bialobrzegi para
pedir su mano, buscaba un pretexto para justificar el viaje ante sus padres. Dormido, se le
aparecía en sueños, y pensaba en ella de la mañana a la noche.

35
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Henryk no solía recibir cartas. La que recibió era de color rosa. En el sobre, el apellido
y la dirección estaban escritos con una caligrafía clara y bien proporcionada.
Tenía en la mano aquel sobre, le daba vueltas, lo examinaba atentamente y no se
atrevía a abrirlo. Podía ser, debía ser, una carta de la señorita Jadzia. Le había escrito a
propósito aquella tarjeta para enviarle su dirección.
Le parecía tener en las manos no una carta, sino un medallón en el que entre luces y
sombras se destacaba la efigie vaporosa y lánguida de una muchacha con la cabeza inclinada
y los brazos cruzados.
Temía abrir la carta. Tenía miedo de encontrar palabras hostiles, extrañas e
indiferentes. Durante el día entero resistió a la tentación de abrirla y susurró para sí las
expresiones más tiernas y acariciadoras, expresiones que no podía reprimir. De tanto en
tanto, le asaltaba una duda y en su imaginación descifraba palabras severas, de burla,
ásperas reprimendas:
"Juro por Dios, señor, que me consta no haber actuado jamás de modo que pueda
sentirse con derecho a ofenderme impunemente con tal jactancia."
Al anochecer, se sentó en una banca del parque Lazienki y, cerró los ojos por un
instante; se llevó la carta al corazón, y después la abrió con ímpetu desesperado.

"Señor Heniek:
No añado nada por miedo a que usted se enfade, pero quisiera añadir algo que dejo a
su imaginación. Estoy muy emocionada por su tarjeta, pues he visto que tal vez no le resulto
tan poco simpática como suponía, ya que usted no quería hablarme, ni siquiera mirarme.
Es verdad. No hay nada que decir, allá en Varsovia habrá muchachas que sólo mirarlas
produce placer, y con quienes vale la pena conversar. Pero aunque sea fea y poco
inteligente, usted se ha acordado de mí, y así durante algunos días me he sentido tan feliz
como usted no puede ni imaginarse. Me agradaría contarle lo que decían todas las
muchachas de Bialobrzegi cuando usted partió, pero no quiero, porque se volvería
vanidoso. No se enfade, pero pienso todo el tiempo en usted, y dos veces he llorado hasta
más no poder, y con la desgracia de que ni siquiera puedo verlo. No, fueron tres veces las
que lloré. Porque la primera fue cuando usted no asistió al baile al aire libre y yo había
creído que usted iría y fui solamente por usted y me vestí bien y me puse un perfume de
acacias, porque una vez en la "Unión" dijo que ese perfume le gustaba, y esa noche no
llegó y yo lloré. Escríbame aún alguna vez, aunque sea sólo una palabra, y si quisiera venir
yo moriría de la emoción. Tantas excusas, Jadzka.

Henryk permaneció sentado largo rato en la banca, confuso y abatido. Sentía no


querer, no desear, rechazar sin más rodeos lo que hasta hacía poco constituía el objeto
más delicado y secreto de sus sueños. Por primera vez en su vida se le había declarado
una mujer. Este hecho lo colmaba de pánico y de indignación.
Le parecía que alguien estuviese atentando contra su integridad física y se asignase
pretensiones indiscretas sobre los derechos de su intimidad. El vigoroso y apasionado ardor
que hasta hacía poco parecía colmarlo de ternura se había convertido de pronto en un
calorcillo escuálido y sofocante. Henryk arrugó la carta, que hizo un ruido desagradable,
penoso. Se levantó y se dirigió hacia la salida. En el camino, arrojó la carta,
despedazada, en un cesto de basura. Tenía el rostro contraído en una mueca de
negligencia, desacostrumbrada en él. Se sentía un pillo, y estaba orgulloso, feliz. Quería ser
un pillo. Quería que llorasen, las infames mujeres ofendidas por él. Una vez en la avenida,
pareció serenarse. Se sintió un tanto incómodo, presa de una especie de repugnante
envilecimiento.
Le acometió un gran deseo de escapar, sin saber siquiera hacia dónde ni de qué.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

WITOLD GOMBROWICZ
[1904-1969]

Junto con la de Schulz la obra de Gombrowicz es una de las más extraordinarias que ha
producido Polonia en las últimas décadas. Ferdydurke, publicado en 1937, es un libro que
entraña una renovación total. Sus antecedentes habría que buscarlos en Rabelais.
Gombrowicz renueva no sólo el lenguaje sino también la estructura de la novela. Desde el
punto de vista intelectual, el libro mantiene aún en nuestros días su capacidad de
desafío. La obra está cuajada de ideas que curiosamente preceden a los existencialistas de la
postguerra y al teatro del absurdo de los últimos años. Después de Ferdydurke sus novelas
más conocidas son Trasatlántico, 1954, La pornografía, 1960, Cosmos, 1965. Y dos obras
de teatro, Iwona, princesa de Borgoña y La boda. En los dos volúmenes publicados de su
Diario es patente su gran capacidad y destreza en el manejo de las ideas.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

WITOLD GOMBROWICZ:
UN CRIMEN PREMEDITADO

En el invierno pasado tuve que visitar a un caballero rural, el señor Ignacy K., con el
propósito de ayudarlo a resolver algunos problemas concernientes a sus propiedades. Tan
pronto como obtuve una licencia de unos cuantos días, confié mis asuntos a mi colega, el
juez asesor, y telegrafié: "Martes-6 p.m. favor enviar caballos". Sin embargo, cuando llegué
a la estación, los caballos no estaban. Hice algunas averiguaciones. Mi telegrama había sido
entregado; el destinatario había ido el día anterior a recogerlo en persona. Lo quisiera o
no, tuve que alquilar un primitivo cabriolé, deposité en él mi maletín y mi bolsa de mano.
En la bolsa de mano guardaba un pequeño frasco de colonia, una botella de brillantina y
una pastilla de jabón con aroma de almendras, una lima para las uñas y unas tijeras. Tuve
que rodar durante cuatro horas, a través de los campos, de noche, en silencio, durante el
deshielo. Temblaba bajo mi abrigo urbano, los dientes me castañeteaban. Observaba la
espalda del conductor y pensaba: "Arriesgar la espalda de esta manera... Siempre sentado,
frecuentemente en regiones solitarias, con la espalda vuelta hacia los otros y expuesta a
cualquier capricho de quienes se sientan atrás."
Al final llegamos frente a una casa de campo de madera. Oscuridad, salvo en la parte
superior donde se veía una ventana iluminada. Golpeé en la puerta; estaba cerrada.
Golpeé más fuerte. Nada, sólo silencio. Los perros me atacaron y tuve que retirarme.
Luego, a su vez, el cochero trató de hacerse oír.
"No son muy hospitalarios", me dije.
Finalmente, se abrió la puerta y apareció un hombre alto y delgado, de unos treinta
años, de bigote rubio, y con una lámpara en la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó, como si acabara de despertar, mientras movía la lámpara.
—¿No han recibido mi telegrama? Soy H.
—¿H.? ¿Qué H.? —dijo, contemplándome—. ¡Qué dios le acompañe y guíe en su
camino! —añadió con ternura, como si hubiese sido tocado por un presagio, abriendo y
cerrando los ojos, mientras sostenía con una mano la lámpara—. Adiós, adiós, señor, que
Dios le acompañe — y dio un rápido paso hacia atrás.
Dije más ásperamente:
—Excúseme, señor. Ayer envíe un telegrama en el que anunciaba mi llegada. Soy el juez
de instrucción, el juez H. Deseo ver al señor K. Si no pude llegar antes, fue porque no me
esperaron con caballos en la estación.
—¡Oh, sí! —respondió, después de un momento de reflexión, y sin que mi tono
pareciera haberle producido ninguna impresión—. Sí, tiene razón; usted envió un telegrama.
Pase, por favor.
¿Qué había sucedido? Sencillamente, como me lo explicó el joven ya en el salón (se
trataba del hijo de mi anfitrión), sencillamente... se habían olvidado por completo de mi
llegada y del telegrama recibido el día anterior por la mañana. Desconcertado, me disculpé
cortésmente por mi invasión, me quité el abrigo y lo colgué en una percha. Me condujo a
una pequeña sala, donde una joven, al vernos, saltó del sofá con una ligera expresión de
asombro.
—Mi hermana.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Encantado.
Y lo estaba verdaderamente, pues el bello sexo, aun cuando no existan intenciones
adicionales, el bello sexo, digo, nunca puede hacer daño. Pero la mano que me tendió
estaba sudorosa. ¿Quién ha oído decir que sea correcto tender a un hombre una mano
sudorosa? Y en cuanto a la muchacha en sí, aparte de una cara bonita, era de esa especie
que pudiéramos llamar sudorosa e indiferente, privada de reacciones.
Nos sentamos en unas butaquitas rojas, de estilo antiguo, y dio comienzo una
conversación introductoria; pero aun aquel primer cambio de impresiones tropezó con una
resistencia indefinible, y en vez de la deseable fluidez, era torpe y lleno de obstáculos.
Yo: Deben haberse sorprendido al escuchar los golpes en la puerta, a estas horas.
Ellos: ¿Los golpes? ¡Oh, sí! Es cierto.
Yo (cortésmente): Siento haberlos molestado, pero tuve que recorrer los campos esta
noche como una especie de don Quijote. ¡Ja, ja!
Ellos (tranquilos, serenos, sin considerar oportuno otorgar a mi broma más que una
sonrisa convencional): ¡Por favor!... Sea usted bienvenido.
¿Qué ocurría? Todo parecía realmente extraño, como si ellos se sintieran vejados,
como si me tuvieran miedo o les preocupara mi presencia, como si se sintieran
avergonzados frente a mí. Hundidos en sus butacas evitaban mi mirada; tampoco se
miraban entre sí y soportaban mi compañía con el más evidente fastidio. Parecía que no
les preocupara otra cosa que no fuera ellos y temblaran ante la idea de que fuese a decirles
algo que los hiriera. Finalmente, comencé a irritarme. ¿De qué tenían miedo? ¿Qué
encontraban de extraño en mí? ¿Qué clase de recibimiento era aquél? ¿Aristocrático,
aterrorizado o arrogante? Cuando hice una pregunta sobre la persona objeto de mi visita, es
decir el señor K., el hermano miró a la hermana, y la hermana al hermano, como si se
concedieran la prioridad. Al fin, el hermano carraspeó y dijo clara y solemnemente, como
si se tratara sólo Dios sabe de qué:
—Sí, está en casa.
Fue como si dijera: "El rey, mi padre, está en casa".
La cena transcurrió también extrañamente. Fue servida con negligencia, no sin
desprecio hacia el alimento, así como hacia mí. El apetito con que, hambriento como me
encontraba, engullí aquellos dones del Señor, pareció chocar hasta a Szczepan, el
majestuoso criado, para no hablar de los hermanos, que silenciosamente escuchaban los
ruidos que yo producía, y ustedes saben lo difícil que es tragar cuando alguien está
escuchando. A pesar de todos los esfuerzos, cada bocado pasa por la garganta con un
penoso estruendo. El hermano se llamaba Antoni, la hermana Cecylia.
Luego, ¿quién llegó de pronto? ¿Una reina destronada? No, era la madre, la señora K.
Se movía lentamente, me tendió una mano fría como el hielo, miró en torno suyo con una
especie de estupor, y se sentó sin pronunciar una palabra. Era una mujer rolliza y de baja
estatura, perteneciente a ese tipo de matronas rurales que son inexorables en cuanto a
las normas se refiere, especialmente a las normas de sociales.
Me miró con severidad e ilimitada sorpresa, como si tuviese yo alguna frase obscena
escrita en la frente. Cecylia hizo entonces un movimiento con la mano, pretendiendo
explicar o justificar algo; pero el movimiento murió en el aire, mientras la atmósfera se hacía
cada vez más densa y artificial.
—Quizá esté molesto a causa de este viaje tan desafortunado —dijo de pronto la señora
K.
¡Y con qué tono lo dijo! Un tono de agravio, el tono de una reina que ha fracasado al
recibir la tercera de una serie de reverencias, y como si comer chuletas constituyese un
delito de lesa majestad.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Tienen ustedes aquí unas chuletas de cerdo excelentes —dije rencorosamente, pues a
pesar de mis esfuerzos, me sentía vulgar, estúpido y lleno de una confusión que iba en
aumento.
—¡Chuletas...! ¡Chuletas...!
—Antoni no le ha dicho nada aún, mamá —fueron las palabras que salieron entonces
de la boca de la tranquila y tímida Cecylia.
—¡Cómo! ¿No lo ha hecho? ¿Quieres decir que no le ha dicho nada? ¿No le han dicho
nada aún?
—¿Para qué, mamá? —murmuró Antoni, palideciendo y mostrando los dientes, como si
estuviera instalado en la silla del dentista.
—¡Antoni!
—Bueno... ¿Para qué? No importa... No te preocupes... Siempre habrá tiempo
para eso —dijo, y se interrumpió.
—Antoni, ¿cómo puedes?... ¿Qué significa eso de que no me preocupe? ¿Cómo puedes
hablar de este modo?
—De nadie es. . . Es lo mismo...
—¡Pobre hijo! —murmuró la madre, acariciándole el cabello, pero él le quitó la mano
con ruda energía—. Mi esposo —dijo secamente, dirigiéndose hacia mí— murió anoche.
—¡Qué! ¿Murió? ¿Así que esto era?... —exclamé, dejando de comer.
Puse el cuchillo y el tenedor a un lado y tragué rápidamente el bocado que tenía en la
boca. ¿Cómo podía ser? La víspera misma había ido a recoger mi telegrama a la estación. Los
miré. Los tres esperaban, modesta y gravemente, esperaban con las bocas contraídas,
austeras, inflexibles. Esperaban calladamente. ¿Qué era lo que esperaban? ¡Oh, sí, claro!
Debía expresarles mi condolencia.
Fue todo tan imprevisto que en el primer momento casi perdí el dominio de mí
mismo. Me levanté de la silla y murmuré confusamente algo tan vago como esto: "Lo
siento... mucho... perdónenme." Me detuve, pero ellos no reaccionaban; no les parecía
suficiente. Con los ojos bajos, las caras inmóviles, sus vestidos raídos; él, sin afeitar; ellas,
desaseadas, con las uñas negras, permanecían sin decir nada. Me aclaré la garganta,
buscando desesperadamente un buen principio, una frase apropiada, pero en mi cabeza, ya
ustedes han de conocer esa sensación, se había hecho un vacío absoluto, un desierto,
mientras, sumergidos en su sufrimiento, ellos aguardaban. Aguardaban sin mirarme.
Antoni tamborileaba con los dedos ligeramente en la mesa; Cecylia, turbada, se quitaba la
mermelada de su vestido sucio, y la madre, inmóvil como si se hubiese vuelto de piedra, con
aquella severa, inexorable, expresión de matrona. Me sentí incómodo, a pesar de que como
juez de instrucción había tenido en mis manos centenares de casos de muertes. Pero era
sólo que... ¿cómo decirlo?, un feo cadáver asesinado, cubierto con una sábana, es una cosa,
y el respetable difunto que muere por causas naturales y es colocado en un ataúd, es otra
muy distinta. Esa cierta irregularidad (que acompaña a la primera) es una cosa, pero la
muerte honrada, la muerte en toda su majestuosidad es otra. Nunca, repito, nunca me
hubiera sentido tan embarazado, de habérmelo explicado todo desde el primer momento.
Ellos también se sentían incómodos. También estaban asustados. No sé si solamente
porque yo era un intruso, o porque en aquellas circunstancias experimentaban alguna
confusión ante mi personalidad oficial, ante esa cierta actitud positivista que la larga práctica
había desarrollado en mí, como quiera que fuese, la vergüenza de ellos hizo que yo mismo me
sintiera avergonzado de un modo terrible; para decirlo francamente, me hizo sentirme
abochornado fuera de toda proporción.
Mascullé algo referente al respeto y aprecio que siempre había sentido por el difunto.
Al recordar que no lo había vuelto a ver desde nuestros tiempos estudiantiles, hecho que

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

ellos seguramente conocerían, añadí: en nuestros días de escuela. Como aún no respondían, y
como debía terminar de alguna manera mi discurso, pedí que me permitieran ver el
cadáver, y la palabra "cadáver" produjo un efecto desafortunado. Mi confusión
evidentemente apaciguó a la viuda. Rompió a llorar, y me tendió una mano que besé con
humildad.
—Hoy —dijo casi inconscientemente—, durante la noche... por la mañana me
levanté... fui... llamé... Ignacy, Ignacy. Nada; yacía allí. Me desmayé... Me desmayé... Y
desde entonces me tiemblan las manos. ¡Mire!
—¡Mamá, basta!
—Me tiemblan, me tiemblan sin cesar —repitió, levantando los brazos.
—Mamá... —volvió a decir Antoni con voz dulce.
—Me tiemblan, me tiemblan como ramas temblorosas...
—Nadie tiene... nadie... Es todo lo mismo. ¡Una desgracia!
Antoni pronunció estas palabras con brutalidad y salió de repente del comedor.
—¡Antoni! —gritó la madre atemorizada—. ¡Cecylia, ve tras él!
Yo permanecía allí, mirando las manos temblorosa, sin ocurrírseme nada, sintiendo
que a cada minuto mi situación era más embarazosa.
—Usted deseaba... —dijo súbitamente la madre—. Vamos, allá... Yo le acompañaré.
Aún ahora, al considerar fríamente todo el asunto, creo que en ese momento tenía yo
derecho a un poco de atención y a mis chuletas de cerdo. Por eso pude, y aún debí haber
contestado: "A sus órdenes, señora, pero primero terminaré las chuletas, porque desde el
mediodía no he probado alimento." Tal vez si le hubiera respondido de esa manera, el
curso de varios acontecimientos trágicos hubiese sido distinto. Pero, ¿tuve acaso la culpa de
que ella lograse aterrorizarme y de que mis chuletas, así como mi propia persona, me
parecieran tan poca cosa, indignas de pensar en ellas? Y me sentía tan turbado, que aun
ahora me ruborizo al recordar tal turbación.
Mientras subíamos al piso superior, donde yacía el cadáver, ella murmuró para sí:
—Un golpe terrible... Una sacudida, una espantosa sacudida. Ellos nada dicen. Son
orgullosos, difíciles, inescrutables, no dejan penetrar a nadie en su corazón, prefieren
desgarrarse a solas. Espero que Antoni no enferme. Es duro y obstinado; ni siquiera permite
que me tiemblen las manos. No debería haber tocado el cuerpo, y sin embargo tuvimos
que hacer algo, arreglarlo. No lloró, no lloró en ningún momento. ¡Oh! ¡Cuánto desearía
que alguna vez pudiese llorar!
Abrió la puerta. Tuve que arrodillarme e inclinar la cabeza reverentemente sobre el
pecho, mientras ella permanecía a mi lado, solemne, inmóvil, como si me estuviera
exponiendo el Santísimo Sacramento.
El muerto estaba en la cama tal como había fallecido; lo único que habían hecho era
colocarlo boca arriba. Su cara azul e hinchada indicaba la muerte por asfixia, tan general
en los ataques del corazón.
—Muerte por sofocación —murmuré, ya que claramente advertí que se trataba de un
ataque cardíaco.
—El corazón, el corazón... Murió del corazón...
—¡Oh! Algunas veces el corazón puede... puede... —dije lúgubremente.
Ella continuaba en pie, esperando. Me persigné, recé una plegaria y luego (ella seguía
en pie) exclamé con dulzura:
—¡Qué nobleza de rasgos!
Le temblaban tanto las manos, que tuve que besárselas de nuevo. Ella no reaccionó de
ninguna manera, sino que continuó en pie, como un ciprés, contemplando tristemente la
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pared. Mientras más tiempo pasaba, más difícil era negarse a manifestarle por lo menos
un poco de compasión. Así lo exigía la educación más elemental. Me puse en pie,
innecesariamente quité algunas motas de polvo a mi traje y tosí levemente. Ella seguía en
pie. Rodeada de silencio y olvido, los ojos, perdidos como los de Níobe, la mirada cuajada de
recuerdos. Estaba despeinada y mal vestida. Una pequeña gota se deslizó hasta la punta
de su nariz y se columpió, se columpió... como la espada de Damocles, mientras los
cirios humeaban. Minutos después, traté de retirarme silenciosamente; pero ella saltó
como si la hubiesen empujado, dio unos cuantos pasos hacia adelante y volvió a detenerse.
Me arrodillé. ¡Qué intolerable situación! ¡Qué problema para una persona de sensibilidad
como la mía! No la acuso de maldad consciente. ¡Nadie podría convencerme de ello! No era
ella, sino su maldad, la que insolentemente disfrutaba con mis actos de humildad ante ella
y el difunto.
Arrodillado, a dos pasos del cadáver, el primer cadáver que no tenía yo derecho a
tocar, contemplaba infructuosamente la sábana que lo envolvía hasta los codos. Las manos
estaban fuera de la sábana. Algunas macetas con flores yacían al pie de la cama, y la
palidez del rostro surgía del hueco de la almohada. Miré las flores y luego al rostro del
difunto, pero lo único que se me ocurrió fue el pensamiento inoportuno, extrañamente
persistente, de que me hallaba ante una especie de escena teatral ya preparada. Todo
parecía parte de un escenario teatral: había allí un cadáver que miraba arrogante, distante,
indiferentemente, al techo, con los ojos cerrados; cerca de él, su inconsolable viuda; y
además yo, un juez de instrucción, arrodillado, pero con el corazón enteramente vacío,
furioso como un perro al que se le ha puesto a la fuerza un bozal. "¿Qué ocurriría si me
acercase, levantase las sábanas y echase una mirada, o al menos tocase el cuerpo con un
dedo?" Eso es lo que pensaba, pero la gravedad de la muerte me mantuvo en mi sitio, y el
sufrimiento y la virtud me impidieron la profanación. ¡Fuera! ¡Prohibido! ¡No te atrevas!
¡Arrodíllate! ¿Qué pasa? Gradualmente comencé a preguntarme quién habría preparado tal
espectáculo. Yo soy un hombre ordinario y sencillo que no se presta a semejantes
representaciones teatrales... No debería... "Al diablo!", me dije repentinamente, "¡qué
estupidez! ¿Cómo me puede suceder esto? ¿Dónde he adquirido esta artificialidad, esta
afectación? Generalmente me comporto de manera diferente. ¿Será que me han contagiado
su estilo? ¿Qué es esto? Desde que llegué todo lo que hago resulta falso y pretencioso, como
la representación de un actor mediocre. He perdido completamente mi personalidad en esta
casa. ¿Por qué me estoy dando importancia?"
"Hmmm...", murmuré nuevamente, no sin cierta pose teatral, como si una vez lanzado
a aquel juego, fuese incapaz de volver a mi estado normal. "A nadie le aconsejo... A nadie le
aconsejo que trate de burlarse de mí. Soy capaz de aceptar el reto."
Mientras tanto, la viuda se sonaba la nariz, y se encaminaba a la puerta, hablando
sola, carraspeando y agitando los brazos.
Cuando por fin me hallé en mi habitación, me quité el cuello; pero, en vez de ponerlo
en la mesa, lo arrojé al suelo y comencé a pisotearlo. Sentía que el rostro me ardía, y mis
dedos se me agarrotaron de una manera para mí completamente inesperada. Me hallaba
furioso. "Me están poniendo en ridículo", me dije. "¡Qué malvada mujer! ¡Qué hábilmente
lo ha preparado todo! ¡Quieren que se les rinda homenaje! Que se les bese las manos!
¡Exigen de mí sentimientos! ¡Sentimientos! Pues bien, supongamos que no tenga
sentimientos. Supongamos que odie tener que besar manos temblorosas y murmurar
plegarias, arrodillarme, fingir murmullos, unos murmullos horriblemente sentimentales...
Pero, sobre todo, detesto las lágrimas que resbalan hasta las puntas de las narices, además
de que amo la claridad y el orden."
—Hmmm... —hice, aclarándome la garganta, y hablando solo, con un tono de voz
diferente, cortés, como si me hallase en el juzgado—. ¿Quieren que les bese las manos? Tal
vez también debería besarles los pies, pues, después de todo, ¿quién soy yo frente a la

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

majestad de la muerte y del sufrimiento familiar? Un agente del orden, vulgar e insensible,
nada más. Mi naturaleza es clara. Pero, hmmm... No sé... ¿No ha sido todo demasiado
apresurado? En su situación, yo me hubiese portado más... modestamente, con un poco
más de... cuidado. Porque debieron haber tenido en cuenta mi carácter especial, ya que no
mi... carácter privado, entonces... entonces... al menos mi carácter oficial. Esto es lo que han
olvidado. Después de todo, soy un juez de instrucción y aquí hay un cadáver, y la idea de
cadáver parece evocar algunas veces, no siempre inocentemente, la de juez de instrucción.
Y si consideramos el curso de los acontecimientos desde ese punto de vista... hmm... el
punto de vista de un juez de instrucción —formulé lentamente—, ¿cuáles serán las
consecuencias?
"Pasemos, pues, revista a los hechos: Llega un huésped que, accidentalmente, resulta
ser un juez de instrucción. No le envían caballos, se resisten a abrirle la puerta. En otras
palabras, hacen todo lo posible para que se sienta incómodo. De aquí se deduce que hay
alguien que tiene interés en que este hombre no penetre en la casa. Después lo reciben con
muestras de molestia, con un desprecio pobremente disimulado, con miedo... Y, ¿quién
puede sentirse molesto, quién puede tener miedo en presencia de un juez de instrucción?
Es necesario mantenerle algo oculto. Un hombre muere de un ataque cardíaco en una
habitación del piso superior. ¡No es agradable! Tan pronto como el cadáver sale a la luz
emplean todos los medios posibles para forzarme a que me arrodille, a que bese las manos,
con el pretexto de que el finado murió de muerte natural.
Todo el que quiera llamar absurdo este razonamiento o aún ridículo no debe olvidar
que un momento antes había tirado mi cuello al suelo. Mi sentido de la responsabilidad
había disminuido. Mi conciencia se hallaba oscurecida a consecuencia del insulto; es claro
que no podría ser del todo responsable de mis acciones.
Mirando siempre hacia delante, dije con absoluta serenidad: "Hay algo irregular en
todo esto."
Eché mano de toda mi agudeza y comencé a establecer la cadena de hechos, a construir
silogismos, a seguir los hilos y a buscar pruebas. Sí, sí, la majestuosidad de la muerte es
desde cualquier punto de vista digna de respeto, y nadie puede acusarme de no haberle
rendido los honores que merece; pero no todas las muertes son igualmente majestuosas.
"Antes de que estas circunstancias hayan sido aclaradas, no podría, en su situación,
estar seguro de mí mismo, ya que el caso es especialmente oscuro, complejo y dudoso,
hmmm... como todas las evidencias parecen señalar."
A la mañana siguiente, estaba tomando el café en la cama, cuando advertí que el
muchacho de servicio encendía la estufa, un muchacho soñoliento y carilleno, que me
miraba de vez en cuando con muestras de curiosidad. Puede que supiera quién era yo.
—¿De modo que murió tu amo? —dije.
—Así es.
—¿Cuántas personas trabajan aquí?
—Dos: Szczepan y el mayordomo, excluyéndome a mí. Si se me incluye, somos tres.
—¿El amo murió en la habitación de arriba?
—Arriba, por supuesto —replicó con indiferencia, soplando el fuego e inflando sus
carrillos carnosos.
—¿Tú dónde duermes?
Dejó de soplar y me miró; pero su mirada esta vez era más astuta.
—Szczepan duerme con el mayordomo en un cuarto junto a la cocina, y yo duermo en la
despensa.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Es decir, que del sitio donde duermen Szczepan y el mayordomo no hay medio de
pasar a las otras habitaciones, excepto a través de la despensa? —pregunté con
indiferencia.
—Así es —respondió, y me miró con atención.
—Y la señora, ¿adónde duerme?
—Hasta hace poco con el señor, pero ahora duerme en el cuarto de al lado.
—¿Desde su muerte?
—¡Oh, no! Se mudó antes; hace tal vez una semana.
—¿Y sabes por qué abandonó la habitación de su marido?
—No, no lo sé...
—¿Dónde duerme el joven Antoni? —fue mi última pregunta.
—En la planta baja, junto al comedor.
Me levanté. Me vestí cuidadosamente. ¡Muy bien! Si no me equivocaba, había
encontrado otro dato significativo, un detalle interesante. Después de todo, el hecho de
que una semana antes de la muerte, la señora abandonase la alcoba del marido, era
asombroso. ¿Habría tenido miedo de contraer una enfermedad cardíaca? Hubiera sido un
miedo superfluo, por decirlo así. Sin embargo, no debía apresurarme a extraer conclusiones
prematuras, ni dar un paso en falso. Me encaminé al comedor. La viuda estaba al lado de
la ventana. Con las manos juntas, contemplaba una taza de café, y entonces murmuró algo
monótono, moviendo acompasadamente la cabeza, con un pañuelo sucio y húmedo entre las
manos. Cuando me acerqué ella, comenzó repentinamente a caminar alrededor de la mesa
en dirección opuesta a la mía, mientras seguía murmurando algo y agitando los brazos,
como si hubiera perdido el sentido; pero yo había recuperado la calma que perdiera el día
anterior y, manteniéndome a un lado, esperé pacientemente a que reparara en mi
presencia.
—¡Ah! Buenos días, buenos días, señor —dijo vagamente, advirtiendo al fin mis
repetidas reverencias—. ¿Así que ya se...?
—Lo siento —murmuré. —Yo... yo... no me voy aún. Me gustaría permanecer un
poco más.
—¡Oh, sí! —dijo, y luego murmuró algo sobre el traslado del cadáver, y hasta llegó a
honrarme preguntándome con poca convicción si permanecería para asistir al funeral.
—Es un gran honor —le dije—. ¿Quién podría rehusar este último servicio? ¿Se me
podría permitir visitar el cadáver otra vez?
Sin dar ninguna respuesta y sin fijarse en si la seguía ella subió por las crujientes
escaleras.
Después de una breve plegaria, me puse en pie, y, como si reflexionara sobre los
enigmas de la vida y la muerte, miré a mi derredor.
"Es extraño", me dije, "muy interesante. A juzgar por las evidencias, este hombre
murió seguramente de muerte natural. Aunque su cara esté hinchada y lívida, como la de las
personas estranguladas, no hay señal alguna de violencia, ni en el cuerpo ni en la
habitación." Realmente me parecía como si hubiera muerto, en efecto, tranquilamente de
un ataque cardíaco. Sin embargo, me acerqué al lecho y toqué el cuello del cadáver con un
dedo.
Este insignificante movimiento produjo en la viuda el efecto de un rayo. Saltó.
—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?
—Por favor no se agite, mi querida señora —repliqué y, sin más explicaciones,
comencé a examinar el cuello del cadáver, así como toda la habitación, escrupulosamente.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Hacer un escándalo es oportuno en ciertas ocasiones. Pues no podríamos sacar nada en


limpio si los escrúpulos nos impidieran realizar una inspección minuciosa cuando la
necesidad lo impone. ¡Vaya! Literalmente no había trazas de nada. Nada en el cuerpo, nada
en el tocador, ni dentro del guardarropa o en la alfombrilla junto a la cama. Lo único que
destacaba del conjunto era una enorme cucaracha muerta. Sin embargo, ciertos indicios
aparecieron en la cara de la viuda aunque siguió inmóvil, observando mis movimientos
con una expresión de intenso terror.
Esto me impulsó a preguntarle lo más cautamente que pude:
—¿Por qué se cambió a la pieza de su hija hace aproximadamente una semana?
—¿Yo? ¿Por qué?... ¿que por qué me cambié? ¿Cómo se atreve... ? Mi hijo me lo
recomendó... Para dejarle más aire. Mi esposo se había estado asfixiando durante toda
una noche. Pero, ¿cómo puede...? Después de todo, ¿qué asunto...? ¿Qué...?
—Discúlpeme, por favor. Lo siento, pero...
Y un significativo silencio sustituyó el resto de la frase.
De pronto, pareció advertir la personalidad oficial del hombre a quien se dirigía.
—Pero, después de todo... ¿cómo puede ser? Diga... ¿Es que ha advertido usted
algo?
Una nota de miedo no del todo disimulado se revelaba en la pregunta. Me aclaré la
garganta y respondí:
—De cualquier manera —le dije secamente— debo pedirle que... Me han dicho que van
a transportar el cuerpo... Bien, debo pedirle que el cuerpo permanezca aquí hasta
mañana.
—¡Ignacy! —exclamó.
—Así es —fue mi respuesta.
—¡Ignacy! ¿Cómo puede ser eso? ¡Increíble! ¡Imposible! —dijo mirando el cuerpo con
una expresión de dureza—. ¡Mi pequeño Ignacy!
Y lo que me resultó muy interesante es que se detuvo en medio de una palabra, se
irguió y me desafió con la mirada; después de lo cual, profundamente ofendida, abandonó
la habitación. Les pregunto, ¿por qué debía sentirse ofendida? ¿Acaso una muerte natural
constituye un insulto a la esposa que no ha tenido parte en ello? ¿Qué hay de insultante
en la muerte natural? Puede resultar con seguridad insultante para el asesino, mas no
ciertamente para el cadáver ni para sus deudos. Pero en aquella ocasión tenía cosas más
urgentes que hacer que formularme preguntas retóricas. Apenas me quedé solo con el
cadáver, comencé un minucioso registro, y mientras más avanzaba en él, mayor era mi
estupor. "Nada, nada por ningún lado", murmuré; "nada más que la cucaracha aplastada
junto al tocador. Hasta podría llegar a suponer que no hay bases para una acción
ulterior."
¡Bien! ¡Allí era donde residía el problema! El mismo cadáver claramente probaba al ojo
de cualquier experto que había muerto normalmente de asfixia cardíaca. Todas las
apariencias: los caballos, el disgusto, el miedo, las reticencias hacían suponer algo turbio;
pero el cadáver, contemplando el cielo, proclamaba: "¡Morí de un ataque cardíaco!" Era
una certidumbre física y médica, un hecho; nadie lo había asesinado, por la sencilla razón
de que no había sido asesinado. Tenía que admitir que la mayoría de mis colegas hubiesen
suspendido la investigación allí mismo. ¡Yo no! Me sentía demasiado en ridículo,
demasiado irritado, y había ido ya demasiado lejos. El asesinato es algo que se produce
intelectualmente; tiene, pues, que ser concebido por alguien. Los palomos asados no
vuelan por el aire.
"Cuando las apariencias testimonian en contra del asesinato", me dije sabiamente,
"debemos ser astutos, debemos desconfiar de las apariencias. Si, por otra parte, la lógica, el
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

sentido común y las pruebas se convierten finalmente en los abogados del criminal, y las
apariencias hablan en contra de él, no debemos confiar en la lógica ni en el sentido común
ni en las pruebas. Muy bien... Pero con las apariencias, ¿cómo podríamos (ya lo dice
Dostoievsky) preparar un asado de liebre sin tener la liebre?"
Miré al cadáver, y el cadáver miraba el cielo, proclamando con el cuello su inmaculada
inocencia. ¡Allí residía la dificultad! ¡Allí yacía el obstáculo! Pero lo que no puede ser
removido puede ser saltado: hic Rhodus, hic salta. ¿Le era posible a aquel rostro helado
oponer una resistencia contra mi rápida y cambiante fisonomía, capaz de encontrar la
expresión adecuada para cada diversa situación? Y en tanto que el rostro del cadáver seguía
siendo el mismo —sereno, aunque con cierta vacuidad—, mi rostro expresaba una solemne
astucia, el desprecio a los demás y la seguridad en mí mismo, tal como si dijera: "Soy un
pájaro demasiado viejo para que me cacen con trampas."
"Sí", me dije gravemente, "este hombre ha sido conducido a la muerte. Ha sido el
corazón quien lo ha asfixiado. Hmm... hmm... La defensa me pondría en aprietos. El
corazón es un término demasiado amplio, hasta podríamos decir un concepto simbólico.
¿Quién, después de levantarse con furia ante la noticia de un crimen, quedaría satisfecho al
escuchar la tranquilizadora respuesta de que no fue nada, de que ha sido el corazón el
responsable? Excúsenme, ¿qué corazón? Sabemos cuán confuso, cuán complejo puede ser un
corazón. Un corazón es un saco que puede almacenar un cúmulo de cosas: el frío corazón
del asesino, el corazón del libertino reducido a cenizas, el corazón fiel de la mujer
enamorada, un ardiente corazón, un corazón ingrato, un corazón celoso, un corazón
vengativo, etcétera.
La cucaracha aplastada parecía no tener ninguna relación directa con el crimen.
Hasta entonces sólo una cosa estaba clara: el occiso había muerto de asfixia, y la asfixia
era de naturaleza cardíaca. Si considerábamos la carencia de heridas externas, podríamos
también certificar que la asfixia había tenido un carácter interno. Sí, eso era todo... Nada
había que hacer; un carácter cardíaco, interno. "Evitemos sacar conclusiones
prematuras... Y ahora sería bueno dar un paseo en torno a la casa."
Volví a la planta baja. Al entrar en el comedor, escuché el sonido de pasos ligeros y
rápidos que huían. Posiblemente se trataba de Cecylia. "¡Ay, niñita! De nada vale huir, la
verdad siempre prevalece." En el comedor, los sirvientes ponían la mesa para el almuerzo.
Me observaron en silencio, y yo, con paso lento, me aventuré hasta las habitaciones más
distantes y en una de ellas vi a Antoni que se alejaba. Para tratarse de una muerte de
tipo cardíaco, de origen interno, reflexioné, era preciso admitir que no había casa que se
prestara mejor que aquel viejo edificio. Para hablar con exactitud, no había tal vez nada
que resultara incriminador, y sin embargo —podía olfatearlo—, había allí pánico y un cierto
olor en el aire, uno de esos olores que sólo se pueden tolerar cuando uno mismo los
produce, un olor como de sudor, un olor que se puede designar como el olor de los afectos
familiares. Continué husmeando, y advertí ciertos pequeños detalles, que aunque triviales, no
me parecieron desprovistos de significación: las raídas y amarillentas cortinas, los cojines
bordados a mano, la abundancia de fotografías y retratos, los respaldos de las sillas gastados
por el uso excesivo, a través de varias generaciones de espaldas, y, además, una carta
inconclusa en un papel blanco rayado, un cuchillo con un trozo de mantequilla, en una de
las ventanas de la sala, un vaso con medicina en una mesa de noche, un listón azul tras
una estufa, una telaraña, muchos guardarropas, viejos olores, todo esto componía una
atmósfera de especial solicitud, de gran cordialidad. A cada paso, el corazón encontraba
alimento; sí, el corazón podría regresar a la ciudad sobre mantequilla rancia, cortinas, el
listón y los olores (y uno podía entusiasmarse ante ese alimento, observé). También pude
apreciar el hecho de que la casa era excepcionalmente íntima y que esta "intimidad" se
manifestaba precisamente en ciertas ventanas tapiadas y en la salsera desportillada en la
que yacía una pequeña plasta de veneno contra la polilla desde el verano anterior.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

No obstante, no se me puede reprochar que en mi obstinado celo para mantener un


curso interno, olvidara otras posibilidades. Me puse a la labor de descubrir si no existía
una comunicación entre la parte de la casa destinada a los sirvientes y la de los patrones,
un paso que no fuera a través de la despensa, y comprobé que no existía. Llegué hasta salir
fuera y, lentamente, fingiendo pasearme, caminé alrededor de la casa entre la nieve
derretida. Era inconcebible que alguien hubiera podido penetrar de noche a través de
las puertas o las ventanas, pues estaban protegidas por poderosas barras de hierro. De
aquí que si algún hecho había tenido lugar en la casa durante aquella noche, no se podía
sospechar sino del sirviente que dormía en la despensa. Nadie sino él, especialmente si se
consideraba la maligna expresión de sus ojos.
Al decirme esto, agucé mis oídos, pues a través de una ventana abierta me llegó una
voz; ¡pero cuán diferente era ahora de la que había escuchado hasta hacía poco! ¡Cuan
deliciosa y prometedora! Ya no era la voz de una reina doliente, sino una voz sacudida por el
terror y la angustia, una voz temblorosa, débil, femenina, que parecía darme confianza,
tenderme una mano.
—¡Cecylia, Cecylia!... Asómate a la ventana. ¿Se ha ido? Observa bien. No te asomes
tanto, que te puede ver. Hasta puede llegar aquí a espiar. ¿Has corrido la cortina? ¿Qué es lo
que busca? ¿Qué es lo que ha visto? ¡Oh, mi pobre Ignacy! ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué
registraba en la estufa? ¿Qué buscaba en el armario? ¡Es terrible! ¡Anda por toda la casa!
A mí nada me importa, que haga lo que quiera; pero Antoni... Antoni no lo tolerará.
¡Para él esto es una injuria! Se puso completamente pálido cuando se lo conté. ¡Ay!
Temo que la calma lo abandone.
"Sí; sin embargo, el crimen tuvo un carácter doméstico como podía suponerse
después de los resultados de la investigación", continué pensando. "El deber exige que
admitamos que un asesinato cometido por el criado con el propósito posible de un robo
no puede ser considerado por nadie, en ninguna circunstancia, como de carácter
doméstico. El suicidio es diferente; un hombre se mata y todo sucede en su interior. Así
es el parricidio, donde, después de todo, es la propia sangre la que comete el crimen. En
cuanto a la cucaracha, el asesino debe de haberla aplastado en el momento del crimen."
Mientras hilaba tales reflexiones, me senté en el estudio con un cigarrillo, y entonces se
presentó Antoni. Al verme, me saludó, pero más tímidamente que la primera vez; hasta
me pareció que se sentía nervioso.
—Tienen ustedes un bello hogar —le dije—. Encuentro aquí una gran serenidad y una
cordialidad poco habituales. Un verdadero hogarcito, un hogar cálido. Le hace a uno
suspirar por la niñez, pensar en la madre, la madre con su bata de dormir, las ganas de
morderse las uñas, la necesidad de un pañuelo.
—¿El hogar?... ¡El hogar, sí, claro!... Pero no es eso. Mi madre me ha dicho que...
usted, parece pensar... eso es...
—Conozco un excelente remedio contra los ratones: el ratotex.
—¡Oh, sí! Debo ocuparme más, mucho más... de ellos. Dicen que esta mañana estuvo
usted en el cuarto de mi... padre... Eso es bastante... Lo siento... Con el cadáver...
—Sí.
—¡Ah! ¿ Y . . . ?
—¿Y?... ¿Y qué?
—Dicen que encontró usted algo...
—Sí, una cucaracha muerta.
—Aquí abundan las cucarachas muertas, es decir las cucarachas... Quiero decir que
son numerosas las cucarachas que no están muertas.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—¿Quería usted mucho a su padre? —pregunté, tomando de la mesa un álbum de


fotografías de Cracovia.
Esta pregunta indudablemente le sorprendió. No, no estaba preparado para ella.
Inclinó la cabeza, miró a los lados, suspiró y dijo con voz entrecortada, con indecible
pesar, casi con aversión:
—Bastante...
—¿Bastante? Eso no es gran cosa. ¡Bastante! Y además lo dice con reticencia.
—¿Por qué me lo pregunta? —inquirió con voz ahogada.
—¿Por qué se porta usted con tan poca naturalidad —pregunté yo a mi vez, con un
tono de simpatía, acercándome a él de manera casi paternal, con el álbum de fotos en la
mano.
—¿Yo? ¿Poca naturalidad? ¿Cómo puede...?
—¿Por qué en este momento se ha puesto usted lívido, lívido como la pared?
—¿Yo? ¿Lívido?
—Claro, claro. Mira usted furtivamente... No termina sus frases... Habla de ratones,
de cucarachas... Su voz es demasiado alta, luego demasiado apagada, ahogada, áspera, y de
nuevo rompe usted en una especie de chillido que le destroza a uno los tímpanos —le dije
muy seriamente—. Sus ademanes son nerviosos. Sí, parece nervioso, exaltado. A qué se debe
eso, joven. ¿No es mejor condolerse de una manera sencilla? Hmm... ¡bastante, dice! ¿Y
por qué persuadió a su madre hace una semana de que abandonara la habitación de su
padre?
Completamente paralizado por mis palabras, sin atreverse a mover un brazo o una
pierna, sólo logró murmurar:
—¿Yo...? ¿Qué quiere decir? Mi padre. . . mi padre... necesitaba más aire fresco.
—¿En la noche de su muerte durmió usted en su habitación en la planta baja?
—¿Yo? En mi habitación, por supuesto... en la planta baja.
Me aclaré la garganta y regresé a mi cuarto dejándolo en una silla, con las manos
cruzadas sobre las rodillas, la boca ligeramente abierta y las piernas estrechamente unidas.
"¡Ajá! Se trata posiblemente de un temperamento nervioso. Un temperamento, una
naturaleza exaltada... Excesivas emociones, cordialidad exagerada..." Pero me contuve,
pues no quería aún asustar a nadie. Mientras me lavaba las manos en mi cuarto y me
preparaba para la comida, el mismo criado de la mañana entró a fin de preguntarme si
necesitaba alguna cosa. Tenía otro aspecto: los ojos apuntaban en todas direcciones, sus
modales revelaban un servilismo astuto, y todas sus fuerzas espirituales estaban en el más
alto grado de actividad. Le pregunté:
—Bien, ¿qué novedades hay?
—Excelencia —dijo él—, usted me preguntó si había dormido en la despensa
antenoche. Quería decirle que esa noche, al oscurecer, el joven amo cerró con llave la
puerta de la despensa.
—¿Nunca había cerrado el joven esa puerta?
—Nunca. Jamás. Solamente en esa ocasión. Pensó que yo estaba dormido, porque era
ya muy tarde; pero yo no dormía todavía, y oí cuando cerró. No sé cuando volvió a abrir,
porque estaba durmiendo cuando él mismo me despertó por la mañana para decirme que el
viejo amo había muerto, y entonces la puerta estaba ya bien abierta.
¡Así que por alguna razón inexplicable el hijo del difunto había cerrado la puerta de la
despensa durante la noche! ¿Cerrar la puerta de la despensa? ¿Qué podía eso significar?
—Sólo que ruego a su Excelencia que no diga que yo se lo confesé.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

No había sido desatinada mi calificación de aquella muerte de posible delito doméstico.


La puerta estaba cerrada, así que ningún extraño había tenido acceso a la casa. La red se
espesaba a cada minuto, la soga tendida alrededor del cuello del asesino se ceñía cada vez
más. ¿Por qué, entonces, en vez de manifestar triunfo, me limitaba a sonreír
estúpidamente? Porque, y esto tengo que admitirlo, ¡vaya!, faltaba algo que era al menos
tan importante como la soga alrededor del cuello del asesino, a saber, la soga en torno al
cuello de la víctima. Aunque soslayara este problema, había echado un ingenuo vistazo al
cuello, que resplandecía con inmaculada blancura, y uno no podía permanecer
eternamente en un estado ciego de pasión. Muy bien, estoy de acuerdo: me hallaba furioso.
Por una razón o por otra, el odio, el disgusto, los insultos me habían obcecado,
manteniéndome tercamente en un absurdo evidente. Eso es humano, y todos lo podrán
entender. Pero llegaría el momento en que recobraría la calma. Como dice la Biblia:
"Llegará el día del Juicio." Y entonces... hmm... yo diría: "Aquí está el asesino", y el
cadáver diría: "Morí de asfixia cardíaca". Y entonces, ¿qué? ¿Cuál sería la sentencia?
Supongamos que el juez preguntara: "¿Sostiene usted que este hombre fue asesinado?
¿Sobre qué se basa?"
Yo respondería: "Me baso, Excelencia, en que su familia, su mujer y sus hijos,
particularmente su hijo, se comportan extrañamente, se comportan como si lo hubieran
asesinado; no cabe duda." "¡Dios! Pero, ¿por qué medio pudo ser asesinado, cuando no fue
asesinado, cuando la autopsia demuestra claramente que murió de un ataque al corazón?"
Y entonces el defensor, ese chivo pagado, se levantaría y, en un largo discurso,
moviendo las mangas de la toga, comenzaría a probar que hubo un equívoco originado por
mi torpe manera de razonar; que había yo confundido el crimen con el dolor, y que lo que
consideraba la manifestación de una conciencia culpable no era sino la expresión de una
extremada sensibilidad, que tiende a replegarse frente al frío contacto de un extraño. Y otra
vez más, el insoportable, cansado estribillo: "¿Por qué milagro ha sido asesinado, si no ha
sido asesinado de ninguna manera, si no hay la menor huella en el cuerpo que pueda
demostrarlo?"
Esta objeción me preocupaba tanto, que a la hora de la comida, a fin de desvanecer
mis preocupaciones y dar un descanso a mis dudas penetrantes, y sin ninguna segunda
intención, comencé a opinar que, en su esencia real, el crimen "por excelencia" no era un
hecho físico sino sicológico. Si no me engaño, nadie habló, excepto yo. Antoni no
pronunció una palabra, no sé si debido a que me consideraba indigno de ella, como
había sido el caso la noche anterior, o por miedo de que su voz resultara demasiado
estridente. La madre viuda, sentada pontificalmente en su silla, continuaba, me imagino,
sintiéndose mortalmente vejada, mientras sus manos temblorosas pretendían asegurarse la
impunidad. Cecylia, sorbía silenciosamente líquidos demasiado calientes. En cuanto a mí,
como resultado de los motivos previamente mencionados y sin pensar que podía estar
cometiendo una falta de tacto, ni reparar en la tensión que imperaba en la mesa, discurrí
larga y volublemente:
—Créanme ustedes: la forma física de un cadáver, el cuerpo torturado, el desorden en
la habitación, las así llamadas huellas, no constituyen sino detalles secundarios, hablando
estrictamente; nada, apenas un apéndice del crimen real, una formalidad médica y
judicial, una deferencia del criminal para con las autoridades, y nada más. El crimen real es
cometido siempre por el espíritu. ¡Los detalles externos!... ¡Santo Dios! Voy a citarles un
caso: un joven, repentinamente y sin ninguna explicación, clavó un largo alfiler de
sombrero ya pasado de moda, en la espalda de su tío y benefactor, de quien había recibido
protección durante treinta años. Ahí lo tienen. La magnitud del crimen sicológico ante la
pequeñez, casi invisibilidad de los efectos físicos, un pequeño agujero en la espalda, hecho
por un alfiler. El sobrino explicó posteriormente que, por distracción, había confundido la
espalda de su tío con el sombrero de su prima. ¿Quién iba a creerle?

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

"¡Oh, sí! Para hablar en términos físicos, el crimen es una bagatela; lo difícil estriba en
localizar los conceptos espirituales. A causa de la extraordinaria fragilidad del organismo
humano, uno puede cometer un asesinato por accidente o, como ese sobrino, por
distracción, y de la nada surge entonces repentinamente, ¡tras!, un cadáver.
"Cierta mujer, la mujer más bondadosa del mundo, locamente enamorada de su
marido, descubrió cierto día, durante la luna de miel, un repelente gusano en las
frambuesas que estaba comiendo el esposo. Debo decirles que el marido detestaba esos
gusanos más que cualquier otra cosa. En vez de prevenirlo, se le quedó mirando con una
tierna sonrisa, y luego le dijo: "Te has comido un gusano." "¡No!", gritó el marido
aterrorizado. "Claro que te lo has comido", le respondió la mujer, y comenzó a
describírselo. "Era de tal y tal manera, gordo y blancuzco." Hubo muchas risas y bromas;
el marido, pretendía estar disgustado, y levantaba los brazos al cielo, lamentándose de la
maldad de su mujer. Todo el asunto quedó olvidado. Una semana o dos después, la mujer
estaba terriblemente asombrada de ver que su marido perdía peso, enflaquecía, devolvía el
alimento. El se sentía asqueado de sus propios brazos y piernas, y (perdónenme la
expresión) no cesaba de vomitar. Su repugnancia de sí mismo aumentó, hasta convertirse en
una terrible enfermedad. Y de pronto, un día... terribles lágrimas, espantosos lamentos,
porque se había matado. Se había tirado a un pozo. La viuda estaba desesperada. Al fin,
comenzó a examinarse severamente, y descubrió en los más oscuros rincones de su conciencia
que sentía una atracción antinatural por un bulldog al que su marido había golpeado poco
antes de comer las frambuesas.
"Otro caso más. En una familia aristocrática, un joven asesinó a su madre, repitiéndole
insistentemente la palabra irritante: '¡Aterradora!' En la corte, afirmó hasta el final ser
inocente. ¡Oh! El crimen es algo tan fácil, que se asombrarían ustedes de saber cuánta gente
muere de muerte natural..., especialmente cuando se trata del corazón, ese misterioso lazo
entre los hombres, ese intrincado corredor secreto entre ustedes y yo, esa bomba de succión y
de fuerza que puede succionar excelentemente y esforzarse tan maravillosamente. Después se
compone una atmósfera de luto, unas caras de cementerio, una dignidad doliente, la
majestad de la muerte, ¡ja, ja, ja!, únicamente a fin de provocar el respeto del dolor para que
nadie se asome al interior de ese corazón que secretamente cometió un cruel asesinato."
Estaban sentados como ratones de iglesia, sin atreverse a interrumpirme. ¿Dónde estaba
el orgullo de ayer? De pronto, la viuda, pálida como la muerte, arrojó su servilleta, y con las
manos doblemente temblorosas que de costumbre, se levantó de la mesa. Yo me froté las
manos.
—Lo siento, no fue mi intención herir a nadie. Hablaba en términos generales sobre el
corazón y el pretexto con que tan fácilmente puede esconderse un cadáver.
—¡Malvado! —exclamó la viuda, con la respiración entrecortada.
El hijo y la hija se levantaron de la mesa.
—¡La puerta!... —les grité—. Muy bien, seré un malvado; pero, ¿puede explicarme
alguien por qué anteanoche estuvo cerrada la puerta?
Una pausa. Imprevistamente, Cecylia prorrumpió en un lamento nervioso, y entre
gimoteos logró decir:
—La puerta. . . no fue mi madre. Yo la cerré. Fui yo quien lo hizo.
—Eso no es cierto, hija. Yo ordené que cerraran la puerta. ¿Por qué te rebajas ante este
hombre?
—Tú diste la orden, mamá; pero yo quise... yo quise. . . yo también quise cerrar la
puerta y la cerré.
—Excúsenme la interrupción —les dije—. ¿Cómo es eso? (Yo sabía que Antoni había
cerrado la puerta de la despensa). ¿De qué puerta están hablando?

50
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—La puerta. . . la puerta del cuarto de mi padre. Yo la cerré.


—Fui yo quien la cerré. Te prohibo que digas esas estupideces, ¿me oyes? ¡Yo la cerré!
¿Qué era aquello? ¿Así que también ellas habían andado cerrando puertas? La noche en
que el padre iba a morir, el hijo cierra la puerta de la despensa, a la vez que la madre y
la hija cierran la puerta de su habitación.
—¿Y por qué, señoras, cerraron esa puerta —les pregunté impetuosamente—
excepcional y particularmente esa noche? ¿Con qué objeto?
¡Consternación! ¡Silencio! ¡No lo sabían! Bajaron la cabeza. Una escena teatral.
Entonces resonó la voz agitada de Antoni:
—¿No les da vergüenza dar explicaciones? ¿Y a quién? ¡Serénense!
—¡Vamos! En ese caso, tal vez puede usted explicarme por qué cerró la puerta de la
despensa esa noche, dejando así incomunicados los cuartos de los sirvientes.
—¿Yo? ¿Cerré yo la puerta?
—¿No? ¿No lo hizo usted? Hay testigos. Es cosa que puede probarse.
¡Nuevamente el silencio! ¡Otra vez la consternación! Las mujeres giraban aterrorizadas
por el espanto. Finalmente el hijo, como si recordara algo muy remoto, declaró con voz
dura:
—Lo hice yo.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué cerró usted la puerta? ¿Tal vez para impedir las
corrientes de aire?
—No puedo decírselo —replicó con una soberbia difícil de explicar, y abandonó el
comedor.
Pasé el resto del día en mi habitación. Sin encender la vela, me paseé de un lado al
otro, de pared a pared, durante largo rato. Afuera comenzaba a oscurecer; las manchas de
nieve refulgían con creciente vivacidad en las sombras que derramaba la tarde, y los
intrincados esqueletos de los árboles rodeaban la casa por todas partes.
"¡Una casa especial para ti!", me dije, "una casa de asesinos, una casa monstruosa,
donde se ha perpetrado un asesinato a sangre fría, bien oculto y premeditado." ¡Una casa
de estranguladores! ¿El corazón? De antemano sabía lo que puede esperarse de un
corazón bien alimentado y qué clase de corazón tenía aquel parricida, un corazón henchido
de grasa, nutrido con mantequilla y calor familiar. Lo sabía, pero no quería aventurar nada
prematuramente. ¡Y ellos, tan orgullosos! ¡Exigían tales homenajes! Mejor sería que
explicaran por qué habían cerrado las puertas.
¿Por qué, pues, en el momento en que tenía todos los hilos en la mano y podía señalar
con el dedo al asesino, por qué, pues, perdía mi tiempo en vez de actuar? Aquel obstáculo, el
único obstáculo: aquel cuello blanco e intacto que, como la nieve del exterior, se tornaba
más blanco en la negrura de la noche. El cadáver debe haber sido objeto de reflexiones
por parte de aquella banda de asesinos. Hice aún un nuevo esfuerzo y me aproximé al
cadáver en un ataque frontal, con la visera levantada, llamando al pan, pan y señalando
claramente al criminal. Pero era como luchar con una silla. Por más exacerbadas que
estuviesen mi imaginación y mi lógica, el cuello seguía siendo el cuello, y la blancura, la
blancura, con la muda obstinación de los objetos inanimados. Por consiguiente, no había
más que proseguir hasta el final, insistir en aquella falacia y en aquel absurdo de venganza y
esperar, esperar, contando ingenuamente con la posibilidad de que, si el cadáver no se
corrompía, tal vez la verdad pudiera encontrar el camino hasta la superficie por su propio
modo, como el petróleo. ¿Estaba perdiendo el tiempo? Sí, pero mis pasos resonaban en la
casa, y todos podían escuchar que caminaba incesantemente. Era probable que ellos, abajo,
no estuviesen ya tan tranquilos.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Pasó la hora de la cena. Eran cerca de las once, pero yo continuaba sin moverme de la
habitación y sin cesar de llamarlos bellacos y asesinos. Había triunfado, pero con el resto de
mis fuerzas confiaba en que mi obstinación y perseverancia serían recompensadas, que mi
pasión llegaría a dar cuenta de la resistencia que se le oponía, con tanto empeño y tantas
expresiones faciales distintas, que finalmente no pudiera ya la situación mantenerse, y que
al llegar al punto máximo, se resolvería de alguna manera y daría nacimiento a algo, a algo
ya no en el reino de la ficción, sino a algo real. Porque no podíamos seguir así
indefinidamente: yo arriba, ellos abajo. Alguien tenía que decir: "Me rindo"; todo dependía
de quién fuese el primero. En la casa reinaban la calma y el silencio. Pasé al salón, pero no
percibí ningún ruido en la planta baja. ¿A qué podrían estar dedicados? ¿Estarían por fin
haciendo lo que se esperaba de ellos? En tanto que yo había triunfado gracias a todas
aquellas puertas cerradas, ¿estarían ellos lo suficientemente asustados, estarían deliberada,
adecuadamente, aguzando los oídos para captar el sonido de mis pasos, o estarían sus
espíritus demasiado fatigados para continuar trabajando? "¡Ah!", exclamé con alivio,
cuando a eso de la media noche oí al fin pasos en el salón, y luego alguien tocó en mi
puerta.
—¡Adelante! —dije.
—Lo siento —dijo Antoni, sentándose en la silla que le señalé.
Parecía enfermo, estaba pálido y ceniciento. Yo ya sabía que el discurso coherente no
era su virtud más descollante.
—Su conducta... —encadenó—, y luego sus palabras... Para decirlo de una vez: ¿qué es lo
que todo esto significa? O se va inmediatamente de mi casa. . . o me habla con claridad.
¡Esto es un chantaje! —estalló.
—¿Así que al fin me lo pregunta? —dije—. ¡Bastante tarde! Y aún ahora habla en
términos muy generales. ¿Que qué puedo decirle? Pues bien, su padre ha sido...
—¿Qué? ¿Qué ha sido...?
—Estrangulado.
—Estrangulado. Muy bien, estrangulado... —repitió, estremeciéndose, con una especie
de extraño placer.
—¿Se alegra?
—Sí.
—¿Quiere hacer otras preguntas? —le dije después de una pausa.
—¡Pero si nadie oyó gritos, ni ningún ruido! —exclamó.
—Ante todo, sólo su madre y su hermana dormían cerca, y esa noche habían cerrado la
puerta. En segundo lugar, el asesino debe haber atacado inmediatamente a su víctima y. . .
—Muy bien, muy bien —murmuró—, muy bien. Un momento. Otra pregunta. ¿Quién
a su juicio... quién...?
—¿De quién sospecho, quiere decir? ¿Qué cree? ¿Podría usted afirmar que durante la
noche alguien del exterior hubiese podido penetrar en la casa con tal sigilo que no lo
advirtieran el guardabosque ni los perros? ¿Podría creer en la posibilidad de que se hubiesen
dormido, tanto el guardabosque como los perros, y que la puerta de la finca, por algún
descuido hubiese quedado abierta? ¿Es así? ¡Qué coincidencia tan desafortunada!
—Nadie pudo haber entrado —replicó orgullosamente.
Estaba sentado, muy derecho, y pude advertir en su inmovilidad que me despreciaba
con todo el corazón.
—Nadie —confirmé rápidamente, disfrutando alegremente de su orgullo—.
¡Absolutamente nadie! Así que sólo quedan ustedes tres y los tres sirvientes. Pero el paso de

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

los sirvientes fue interceptado por usted. Sólo Dios sabe por qué cerró la puerta de la
despensa. ¿O es que ahora va a negar que la cerró?
—La cerré.
—Pero, ¿por qué? ¿Con qué intención?
Saltó de la silla.
—No adopte usted esos aires —le dije, y mi breve comentario le hizo volver a sentarse,
mientras su cólera se desvanecía.
—La cerré sin saber por qué, maquinalmente —dijo con dificultad, y murmuró por
dos veces—: Estrangulado, estrangulado...
Era el suyo un temperamento nervioso. Todos ellos poseían un temperamento nervioso.
—Y como su madre y su hermana también cerraron... maquinalmente, su puerta, sólo
queda... Bueno, usted sabe muy bien quién queda. Usted fue el único que esa noche tuvo
libre acceso a la habitación de su padre. "El labrador de regreso a casa sucumbe en el
fatigoso camino, y deja el mundo a la oscuridad y a mí."
—Supone entonces —exclamó— que yo... que yo... ¡ja, ja, ja!
—¿Quizás trata usted con esa risa de expresar que es inocente? —dije secamente, y su
risa, después de unos cuantos intentos, sucumbió en una nota falsa—. ¿No fue usted? En
ese caso, joven —dije más suavemente—, ¿quiere explicarme por qué no derramó una sola
lágrima?
—¿Una lágrima?
—Sí, ni una lágrima. Su madre me lo confesó en un murmullo, ¡oh, sí!, al principio,
ayer mismo, en la escalera. Es habitual que las madres pierdan y traicionen a sus hijos. Y
hace un momento usted se reía, y declaró que se sentía feliz por la muerte de su padre —
dije con triunfal rotundez, repitiendo sus palabras hasta que, una vez que la fuerza lo
abandonó, me miró como a un ciego instrumento de tortura.
Sin embargo, al sentir la creciente gravedad de la situación, echó mano de todas sus
fuerzas y trató de dar una explicación en forma de un avis au lecteur, un aparte, digamos,
que surgía directamente de su garganta.
—Era sólo sarcasmo... ¿comprende?...
—¿Se permite el sarcasmo a la muerte de su padre?
Hubo otro silencio, y luego murmuré confidencialmente, casi a su oído:
—¿Por qué está tan turbado? Después de todo, se trata de la muerte de un padre...
No hay nada perturbador en ello.
Cuando recuerdo ese momento, me felicito de haber salido de él con paso seguro; él
ni siquiera se movía.
—¿Será que está usted turbado porque lo quería? ¿Quizás lo quería usted realmente?
Balbuceó con dificultad, con disgusto, con desesperación:
—¡Muy bien! Si usted insiste.. . sí. . . entonces, sí, muy bien... Así era —dijo, arrojando
algo sobre la mesa, y después exclamó—: ¡Mire, es su cabello!
Era en verdad un rizo.
—Perfectamente —le dije—, quítelo de ahí.
—¡No, no quiero! Puede usted tomarlo, se lo regalo.
—¿A qué se deben todos estos estallidos? Está bien, usted lo quería, eso es lo natural.
Sólo quiero hacerle una pregunta más; porque, como se dará usted cuenta, no entiendo
mucho estos amores de ustedes. Admito que casi ha logrado usted convencerme con este
rizo de cabello; pero, ¿sabe?, hay una cosa fundamental que no logro aún resolver. —Aquí
nuevamente bajé la voz y murmuré a su oído—: Usted lo quería, eso está muy bien; pero,
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

¿por qué hay tanta confusión, tanto desdén en ese amor? —Se volvió a poner lívido y no
respondió nada—. ¿Por qué hay en él tanta crueldad y repulsión? ¿Por qué oculta su amor
de la misma manera que un criminal oculta su crimen? ¿No me responde? ¿No lo sabe? Tal
vez yo pueda decírselo. Usted lo amaba. Sí, pero cuando su padre enfermó.. . le habló a su
madre sobre la necesidad de aire fresco. Su madre, quien dicho sea de paso, también lo
amaba, escuchó y asintió. Es cierto, muy cierto, un poco de aire fresco a nadie puede hacer
daño; así que se cambió a la habitación de su hija, pensando: "Estaré cerca de él, pendiente
de cualquier llamada del enfermo". ¿No es así? Puede usted corregirme.
—Así fue.
—¡Exactamente! Soy un viejo lobo, lo ve. Pasa una semana. Una noche la madre y la
hija se encierran en su habitación. ¿Por qué? Sólo Dios lo sabe. Es necesario reflexionar
sobre cada una de las vueltas de llave en una cerradura. ¿Una, dos, tres? La hicieron girar,
maquinalmente, y se metieron en la cama. Sí, mientras usted, al mismo tiempo, cerraba
abajo la puerta de la despensa.
Saltó de golpe, pero se volvió a sentar y dijo:
—Sí, así fue, exactamente como usted dice.
—Y entonces se le ocurrió que su padre podría necesitar algo. Tal vez usted pensaba:
"Mi madre y mi hermana se han dormido, y mi padre puede necesitar algo". Así, sin hacer
ruido, subió por las crujientes escaleras hasta la habitación de su padre. Bien... Cuando lo
encontró en la habitación.. . El resto no necesita comentarios; procedió usted
maquinalmente.
Escuchaba sin creer a sus oídos; y repentinamente pareció despertar, y exclamó con un
aullido que se podría calificar como de desesperada franqueza, la cual sólo podía ser
inspirada por su gran miedo:
—¡Pero si yo no estuve allí! ¡Pasé la noche entera abajo, en mi habitación! No sólo cerré
la puerta de la despensa, sino que también me encerré en mi cuarto. Yo también dormí
encerrado... Debe tratarse de algún error.
—¿Qué? —exclamé— ¿También usted se encerró? Al parecer, todo el mundo se
encerró. ¿Quién fue entonces?
—No lo sé, no lo sé.. . —respondió con estupor, secándose la frente—. Sólo ahora
comienzo a comprender que nosotros debimos de haber estado esperando que ocurriese
algo; debimos de haber tenido un presentimiento, y por miedo y por vergüenza —exclamó
violentamente—, nos encerramos todos con llave... porque todos queríamos que mi padre,
que mi padre... resolviera por su cuenta sus asuntos.
—¡Ah! Ya veo... Sintiendo que la muerte se oproximaba, se encerraron antes de que
llegara a producirse. ¿Así que ustedes esperaban ese crimen?
—¿Lo esperábamos?
—Muy bien; pero, entonces, ¿quién lo asesinó? Porque él fue asesinado, mientras
ustedes esperaban, y recuerde que ningún extraño tuvo la posibilidad de hacerlo.
Calló.
—Le digo que yo estaba realmente en mi habitación, encerrado —murmuró al fin,
oprimido por el peso de una lógica irrefutable—. Debe tratarse de un error.
—En ese caso, ¿quién lo asesinó? —seguí repitiendo incesantemente—. ¿Quién lo
asesinó?
Reflexionó, como si hiciera un profundo examen de conciencia y revisara sus
intenciones más recónditas. Estaba pálido. Su mirada, bajo las pestañas caídas, parecía
dirigirse hacia su interior. ¿Descubrió algo allí, en lo más profundo? ¿Qué descubrió? Tal
vez se vio a sí mismo saliendo de la cama, caminando sigilosamente por las traidoras
escaleras, dispuestas las manos para la acción. Tal vez, en un único instante, le sobresaltó
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

el incierto pensamiento de que, después de todo, quién podía saberlo. Era algo que no podía
excluirse del todo. Tal vez fue en ese preciso instante cuando el odio se le apareció como
un complemento del amor; quién sabe (ésta es sólo una suposición mía) si en una fracción
de ese instante no llegó a penetrar en la terrible dualidad de los sentimientos. Esta idea
cegadora pudo haber sido una revelación (al menos tal es mi interpretación), y debe haber
hecho estragos en todo lo que existía en su interior, de tal manera que, envuelto en su
amor, llegó a resultarse intolerable hasta para sí propio. Y aunque esto duró sólo un
segundo, fue suficiente. Después de todo, se había visto forzado a luchar contra mis
sospechas ya durante doce horas; durante doce horas había sentido una persecución
despiadada y obstinada tras él, y debe haber digerido todos los absurdos de que el
pensamiento es capaz más de un millar de veces. Como un hombre roto, dejó caer la cabeza y
me dijo claramente, mirándome a la cara:
—Yo lo hice... Fui... yo.
—¿Qué quiere decir con eso de "fui"?
—Yo fui, ya lo dije, fui yo quien lo hizo, como usted ha dicho, maquinalmente.
—¿Qué? ¡Es verdad! ¿Lo admite? ¿Fue usted? ¿Real y verdaderamente?
—Sí, yo fui.
—¡Ajá! Así es. Y todo el asunto no le llevó más de un minuto.
—No más... Un minuto cuando mucho. No debemos sobrestimar el tiempo. Un
minuto. Luego regresé a mi cuarto, me acosté y caí dormido. Antes de caer dormido,
bostecé y pensé, esto lo recuerdo muy bien ahora, que, ¡oh, oh!, que al día siguiente tenía
que levantarme muy temprano.
Me quedé atónito. Su confesión era tan clara, tal vez demasiado clara (aunque su voz
se volvió áspera), a la vez que feroz, llena de un gozo extraordinario. ¡No había duda de
ello! ¡No se podía negar! Muy bien, pero el cuello, ¿qué se podía hacer con aquel cuello
que obtusamente mantenía sus propios derechos en la alcoba? Mi pensamiento trabajaba
febrilmente; pero, ¿qué puede un cerebro contra la testarudez de un muerto?
Deprimido, contemplé al asesino, que parecía aguardar. Y —es difícil de explicar—, en
ese momento advertí que no me quedaba nada que hacer sino admitir franca y totalmente
los hechos. Golpearme la cabeza contra el muro, es decir contra el cuello, era infructuoso.
Cualquier posible resistencia o estratagema serían inútiles. Tan pronto como advertí esto,
sentí una gran confianza hacia él. Advertí que lo había empujado hasta muy al fondo, que
había llevado a cabo una maniobra demasiado artera, y, en mi confusión, exhausto y sin
aliento después de tantos esfuerzos y efectos faciales, me convertí repentinamente en un
niño, un niño pequeño y desamparado que desea confesar sus errores y travesuras a su
hermano mayor. Me pareció que él entendería y no me negaría sus consejos. "Sí", pensé,
"es lo único que me resta por hacer: una confesión franca. Él entenderá, me ayudará;
encontrará una solución." Pero, por si acaso, me levanté y me fui acercando a la puerta.
—Usted ve —dije, y mis labios temblaban ligeramente—; hay una dificultad... cierto
obstáculo, una formalidad, para ser sinceros, nada importante. La cosa es que —toqué el
picaporte—, a decir verdad, el cuerpo no revela huella alguna de estrangulamiento. Para
expresarlo en términos fisiológicos, no fue estrangulado, sino que murió normalmente de un
ataque cardíaco. ¡El cuello, sabe usted, el cuello! ¡El cuello no ha sido tocado!
Dicho esto, me deslicé por la puerta entreabierta y crucé el salón con toda la rapidez
que me fue posible. Irrumpí en el cuarto donde yacía el cadáver y me escondí en el
guardarropa. Con gran esperanza, aunque con miedo, aguardé. El lugar era oscuro,
sofocante, y los pantalones del muerto me rozaban el cuello. Esperé largo rato, y comencé a
dudar; pensé que nada iba a ocurrir, que habían estado burlándose de mí, que me habían
llevado durante todo el tiempo a hacer el ridículo. La puerta se abrió suavemente y alguien
se deslizó en el interior con cautela. Después escuché un ruido espantoso. La cama crujía
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

horriblemente, en el silencio absoluto; todas las formalidades se estaban cumpliendo ex


post facto. Luego los pasos se retiraron tal como habían llegado. Cuando después de una
larga hora, tembloroso, bañado en sudor, salí de mi escondite, la violencia y la fuerza
prevalecían entre las sábanas revueltas de la cama; el cadáver estaba colocado
diagonalmente a la almohada, y en el cuello aparecían, nítidas, las impresiones de diez dedos.
Aunque los peritos médicos no estuvieron del todo satisfechos con aquellas huellas dactilares
(alegaban que había algo que no era del todo normal), fueron consideradas al fin, junto con
la terminante confesión del asesino, como base legal suficiente.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

WITOLD GOMBROWICZ:
FILIFOR FORRADO DE NIÑO

El príncipe de los Sintéticos, reconocidos como los más gloriosos de todos los tiempos, era,
sin duda, el Doctor profesor de Sintesiología de la Universidad de Leyden, Sintético Superior
Filifor, originario de las regiones meridionales de Annam. Operaba conforme al espíritu patético
de la Síntesis Superior, principalmente por medio de adición + infinidad y en casos súbitos
también por medio de multiplicación X infinidad. Era hombre de buena estatura, no poca
corpulencia, barba hirsuta y rostro de profeta con anteojos. Mas un fenómeno espiritual de esa
magnitud no pudo dejar de suscitar en la naturaleza su contra-fenómeno, de acuerdo con el
principio de acción y reacción de Newton y, por tal motivo, pronto nació en Colombo un
eminente analítico que obtuvo en la Universidad de Columbia el doctorado y profesorado en
Análisis Superior y alcanzó rápidamente los más altos peldaños de la carrera científica. Era
hombre hosco, menudo, lisamente afeitado, con rostro de escéptico con anteojos y la única
misión interior de perseguir y humillar al eminente Filifor.
Operaba analíticamente y era su especialidad la descomposición del individuo en partes
por medio de cálculos, especialmente por medio de papirotazos. Y así con un papirotazo en la
nariz, incitábala a gozar de existencia independiente, moviéndose entonces la nariz
espontáneamente de una parte a otra con gran espanto del propietario. Ese arte lo aplicaba con
frecuencia en el tranvía, si se sentía aburrido. Accediendo al llamado de su más profunda
vocación, lanzóse en persecución de Filifor, y en una villa de España logró obtener el título
nobiliario de anti-Filifor, del cual estaba locamente orgulloso. Filifor –habiéndose enterado que
aquél lo perseguía– lanzóse también en su persecución y durante largo tiempo ambos sabios
persiguiéronse sin resultado, porque el orgullo no le permitía admitir a ninguno de ellos que
resultaba no solamente perseguidor sino también perseguido. Por consiguiente, cuando Filifor,
por ejemplo, estaba en Bremen, antí-Filifor corría de La Haya a Bremen no queriendo, o quizá
no pudiendo , tomar en consideración que Filifor en ese mismo momento y con idéntico fin
partía en el tren rápido de Bremen a La Haya. El choque entre los dos sabios impelidos –
catástrofe de igual índole que las catástrofes ferroviarias más grandes– prodújose por absoluta
casualidad en el local del restaurante de primera clase Bristol Hotel, de Varsovia. Filifor, en
compañía de la profesora Filifor, horario de trenes en mano, examinaba con atención las
mejores combinaciones, cuando, inmediatamente después de bajar del tren, entró jadeante anti-
Filifor llevando del brazo a su analítica compañera de viaje, Flora Gente de Mesina. Nosotros, es
decir los que estuvimos presentes, doctores Teófilo Poklewski y Teodoro Roklewski, y yo,
dándonos cuenta de la gravedad de la situación, procedimos de inmediato a tomar notas por
escrito.
Anti-Filifor acercóse a la mesita y, en silencio, atacó con la vista al profesor, que se había
levantado. Se esforzaron por dominarse espiritualmente: el Analítico presionaba fríamente
desde abajo; el Sintético respondía desde arriba, con la mirada llena de resistente dignidad. Al
no dar el duelo de las miradas resultados decisivos, los dos enemigos espirituales iniciaron el
duelo verbal. El doctor y maestro del Análisis dijo: –¡Ñoquis!–. El Sintesiólogo contestó: –
¡Ñoqui!–. Anti-Filifor rugió: –¡Ñoquis, ñoquis, o sea la combinación de harina, huevos y agua!–.
Filifor rebatió al momento: –¡Ñoqui, o sea el ser superior del ñoqui, el mismo Noqui supremo!–.
Sus ojos lanzaban relámpagos, agitábase su barba, era claro que había obtenido la victoria. El
profesor de Análisis Superior retrocedió unos pasos dominado por furia impotente, mas de
inmediato acudió a su mente una idea terrible: enfermizo, achacoso en comparación con Filifor,

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

aprestóse a proceder contra su esposa, a quien el viejo y meritorio profesor amaba por encima
de todo. He aquí el transcurso sucesivo del incidente, según el protocolo:
1. La profesora Filifor, muy entrada en carnes, gorda, bastante majestuosa, se hallaba
sentada, sin pronunciar palabra, ensimismada.
2. El profesor doctor anti-Filifor plantóse frente a la señora con su objetivo cerebral y
empezó a observarla con una mirada que la desvestía hasta lo más íntimo. La señora Filifor
tembló de frío y de verguenza. El doctor profesor Filifor la cubrió en silencio con la manta de
viaje y fulminó al insolente con una mirada llena de inmenso desprecio. Sin embargo, mostró al
hacerlo signos de inquietud.
3. Entonces anti-Filifor dijo quedamente: –Oreja, oreja–, y estalló en risa sarcástica. Bajo
la influencia de esas palabras la oreja apareció inmediatamente en toda su desnudez y se hizo
indecente. Filifor ordenó a su esposa que se cubriera las orejas con el sombrero; esto, sin
embargo, no sirvió de mucho porque anti-Filifor murmuró entonces como para sí mismo: –Dos
orificios de la nariz–, desnudando así los orificios de la nariz de la venerable profesora de modo
a un mismo tiempo impúdico y analítico. La situación se tornó grave ya que no pudo ni hablarse
de la ocultación de los orificios.
4. El profesor de Leyden amenazó con llamar a la policía. La balanza de la victoria
comenzó a inclinarse claramente hacia Colombo. El maestro de Análisis dijo con intensa
cerebración: –Los dedos de la mano, los cinco dedos–. Por desgracia la robustez de la profesora
no era suficiente para ocultar el hecho que, repentinamente, apareció a los reunidos en toda su
inaudita vivacidad, es decir el hecho de los cinco dedos de la mano. Los dedos estaban allí, cinco
de cada lado. La señora Filifor, totalmente profanada, trató con los restos de sus fuerzas de
ponerse los guantes pero ¡cosa absolutamente increíble!, el doctor de Colombo-le hizo al
momento el análisis de orina y, riendo desmedida y estruendosamente, exclamó victorioso: –
¡H20C4, TPS, un poco de leucocitos y albúmina!–. Se levantaron todos, el doctor profesor anti-
Filifor se retiró con su amante que soltó una risa vulgar, mientras que el profesor Filifor, con
ayuda de los abajo firmados, llevó sin demora a su esposa al hospital. Firmado: T. Poklewski, T.
Roklewski y Antonio Swistak, testigos.
A la mañana siguiente nos reunimos Roklewski, Poklewski y yo, con el profesor, en
derredor del lecho de la enferma, señora Filifor. Su descomposición avanzaba con mucha
rapidez. Iniciada por el diente analítico del antiFilifor, la dama, en forma paulatina perdía su
contextura. De tiempo en tiempo, gemía sordamente: –Yo pierna, yo oreja, pierna, mi oreja,
debo, cabeza, pierna–. como si despidiera las partes de su cuerpo que ya empezaban a moverse
autonómicamente. Su personalidad encontrábase en estado de agonía. Nos ensimismamos
todos en busca de medios de salvación inmediata. Pero no había tales medios. Previa
deliberación, con participación del docente S. Lopatkin, quien a las 7 y 40 llegó por vía aérea de
Moscú, reconocimos una vez más la absoluta necesidad de métodos científicos
violentísimamente sintéticos. Pero no había tales métodos. Entonces Filifor concentró todas sus
facultades mentales, a tal punto, que retrocedimos un paso, y dijo: –iLa bofetada! ¡Solamente
una bofetada, y bien recia, es capaz de devolver el honor a mi esposa y sintetizar los elementos
dispersos en cierto sentido superior y honorable de palmada! Por lo tanto, ¡manos a la obra!
No era tan fácil encontrar en la ciudad al Analítico de fama mundial. Recién al anochecer
dejóse atrapar en un bar de primera clase. En estado de sobria embriaguez vaciaba botella tras
botella, y cuanto más bebía más se desembriagaba; lo mismo sucedía con su analítica amante.
Hablando con propiedad, embriagábanse más de sobriedad que de alcohol. Cuando entramos,
los mozos, pálidos como el papel, escondíanse pusilánimes detrás del mostrador y los amantes,
en silencio, se entregaban a orgías interminables de sangre fría. Tramamos el plan de acción. El
profesor debería efectuar, primero, un ataque falso con el brazo derecho en la mejilla izquierda y
luego pegar con el izquierdo en la derecha, mientras que nosotros, es decir los testigos, doctores
de la Universidad de Varsovia–. Poklewski, Roklewski y yo como también el docente S.
Lopatkin, deberíamos proceder sin demora a labrar el acta. El plan era sencillo, la acción nada
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

complicada, pero al profesor se le cayó el brazo levantado. Nosotros, los testigos, quedamos
estupefactos. ¡No hubo bofetada! ¡No hubo, lo repito, bofetada! Hubo solamente dos rositas y
algo así como una viñeta con palomitas!
Antifilifor había previsto con satánica destreza los planes de Filifor. ¡Ese Baco sobrio se
había tatuado en las mejillas dos rositas de cada lado y algo semejante a una viñeta con
palomitas! A consecuencia de eso las mejillas, y también por consiguiente la bofetada intentada
por Filifor, perdieron todo sentido. En realidad, la bofetada aplicada a las rosas y a las palomitas
no era bofetada, era más bien algo así como un golpe contra el papel pintado. No pudiendo
admitir que el pedagogo y educador de la juventud, generalmente respetado, quedara en ridículo
por golpear un papel pintado debido a hallarse enferma su esposa, le convencimos de que
desistiera terminantemente de cometer acciones que podría luego deplorar.
–¡Perro! –rugió el anciano–. ¡Infame! ¡Ah, infame, infame perro!
–¡Montón! –contestó el Analítico con inmenso orgullo analitico–. ¡Eres un montón! Yo
también soy montón. Si quieres, dame un puntapié en el vientre. No me aplicarás a mí el
puntapié en el vientre: patearás el vientre y nada más. ¿Querías provocar mi mejilla con tu
bofetada? A la mejilla puedes provocarla pero no a mí; a mí no. ¡Yo no existo en absoluto! ¡No
existo!
–¡He de provocarla! ¡Si Dios lo permite, la provocaré!
–¡Mis mejillas son impermeables! –rió anti-Filifor. Flora Gente, sentada a su lado, soltó la
risa; el doctor cósmico de Ambos Análisis le dirigió una mirada sensual y salió. En cambio, Flora
Gente quedóse. Estaba sentada en un alto taburete y nos miraba con desteñidos ojos de loro
completamente analizado. A los pocos instantes, exactamente a las 8 y 40, el profesor Filifor,
dos médicos, el docente Lopatkin y yo procedimos a celebrar conferencia común. El docente
Lopatkin mantenía asida, como de costumbre, la lapicera. La conferencia tuvo el siguiente
decurso:
Los tres doctores en leyes: –En vista de lo que acontece, no vemos posibilidad de resolver
la querella por vía del honor y aconsejamos al muy respetado señor profesor no tomar en cuenta
la ofensa, considerándola procedente de un individuo incapaz de dar una satisfacción de honor.
El profesor doctor Filifor: –No la tomaré en cuenta, pero mi esposa se muere.
El docente S. Lopatkin: –A vuestra esposa no podremos salvarla.
El doctor Filifor: –¡No digan eso, no digan eso! ¡Oh, la bofetada, único remedio! Pero no
hay bofetada. No hay mejillas. No hay medio de síntesis divina. ¡No hay honor! ¡No hay Dios!
¡Sí! ¡Hay mejillas! ¡Hay bofetada! ¡Hay Dios, Honor, Síntesis!
Yo: –Observo que al profesor le falla la lógica. O hay mejillas o no las hay.
Filifor: –Señores, ustedes olvidan que todavía quedan mis dos mejillas. Sus mejillas no
existen, pero las mías sí. Aun podemos efectuar la jugada con mis dos mejillas intactas. Señores,
quieran ustedes comprender mi pensamiento: yo no puedo abofetearlo pero él puede
abofetearme. Será lo mismo. ¡Siempre habrá una bofetada y habrá Síntesis!
–¡Bah! ¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?
–¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?
–¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?
–Señores –respondió con recogimiento el pensador genial–, él tiene mejillas, mas yo
también las tengo. La base consiste aquí en cierta analogía, y por eso operaré no tanto lógica
como analógicamente. Será mucho más seguro, ya que la naturaleza está regida por cierta
analogía. Si él es rey del Análisis, yo soy rey de la Síntesis. Si él tiene mejillas, yo también las
tengo. Si yo tengo esposa, él tiene amante. ¡Si el analizó mi esposa, yo sintetizaré su amante y de
esta manera le arrancaré la bofetada que se niega a entregar!
Y sin más demora hizo una señal con la cabeza a Flora Gente. Enmudecimos. Ella
adelantóse, moviendo todas las partes de su cuerpo, bizqueando con un ojo en mi dirección y
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

con el otro en dirección al profesor, mostrando los dientes en una sonrisa a Stefan Lopatkin,
echando la delantera hacia Roklewski y meciendo la trasera en dirección a Poklewski. La
impresión era tal que el docente dijo en voz baja: –¿De veras acometerá usted con su Síntesis
Superior esos cincuenta pedazos separados?
Pero el Sintesiólogo Universal poseía esta cualidad: que jamás perdía la esperanza. La
invitó a la mesita, convidándola con una copa de Cinzano, y a guisa de introducción, para
sondearla, dijo sintéticamente. –Alma, alma–. Ella no contestó. ¡Yo! –dijo el profesor inquisitiva
e impetuosamente, queriendo despertar en ella su Yo abismado–. Ella respondió:–¡Ah, usted!
Muy bien, cinco zlotys–. –¡Unidad! –gritó Filifor con violencia–. ¡Unidad Superior! ¡Igualdad
en la Unidad!–. Para mí todo es igual –dijo ella con indiferencia– anciano o niño. Mirábamos
desalentados a esta infernal analítica de la noche a quien el anti-Filifor había adiestrado
perfectamente a su manera, y educado para sí, quizá desde chica.
Sin embargo el Creador de las Ciencias Sintéticas no se desanimaba. Siguió un período de
intensas luchas y esfuerzos. Le leyó los dos primeros cantos de Dante, por lo cual ella le pidió
diez zlotys. Sostuvo una prolongada e inspirada disertación sobre el Amor Superior, amor que
abarca y unifica todo, que le costó once zlotys. Le leyó dos magníficas novelas de las más
conocidas autoras sobre el tema de la regeneración mediante el amor, por lo cual ella pidió
ciento cincuenta zlotys y no quiso rebajar ni un céntimo. Y cuando trató de estimular su
dignidad, Flora Gente exigió ni más ni menos que cincuenta zlotys.
–Por las extravagancias se paga, vejete –dijo–, para eso no hay tarifa. Y abriendo y
cerrando sus fatuos ojos de buho, no reaccionaba. Los gastos aumentaban y el antiFilifor,
paseando por la ciudad, reía para sus adentros de tales esfuerzos desesperados.
En la conferencia realizada con la participación del Dr. Lopatkin y tres docentes, el
eminente explorador informó la derrota en los siguientes términos; –Me costó unas cuantas
centenas de zlotys y no veo realmente la posibilidad de sintetizar. Recurrí en vano a las
supremas unidades tales como la Humanidad, que todo lo convierte en dinero devolviendo el
sobrante. Y mi esposa, mientras tanto, pierde el resto de la conexión interior. La pierna se lanza
ya de paseo por el cuarto. Cuando dormita (mi esposa, naturalmente, no la pierna) tiene que
sujetarla con las manos. pero las manos se niegan a obedecer. Es un terrible trastorno, una
terrible anarquía.
El doctor en medicina T. Poklewski: –Y el antiFilifor hace circular rumores de que el
profesor es un desagradable vicioso.
El docente Lopatkin: –¿Y no se podría sorprenderla precisamente por medio del dinero?
Permítanme. Veo aun confusa la idea que cruza mi mente, pero suceden cosas así en la
naturaleza: tuve, por ejemplo, una paciente enferma de timidez. No pude curarla con audacia
porque no la asimilaba, pero le apliqué una dosis tan fuerte de timidez que no la pudo aguantar.
Y como no pudo soportar la timidez, se animó, y volvióse de pronto locamente audaz. El mejor
método es el de "per se", arremangarse, quiero decir "sólo en sí, sólo en sí". Habría que
sintetizarla con dinero, mas reconozco que no veo cómo...
Filifor: –Dinero..., dinero... Pero el dinero forma siempre una cifra, una suma, que nada
tiene de común con la Unidad propiamente dicha. Sólo el céntimo es indivisible, pero el céntimo
no causa ninguna impresión. Salvo... a menos que... ¡Señores! ¿Y si le diéramos una suma tan
grande que la atolondrara?
Enmudecimos. Filifor se levantó bruscamente. Su barba negra agitábase. Entró en uno de
esos estados hipermaníacos en que cae el genio indefectiblemente cada siete años. Vendió dos
casas y un chalet en los alrededores de la ciudad y convirtió la suma obtenida de 850.000 zlotys,
en zlotys sueltos. Poklewski lo miraba con asombro: simple médico de distrito no supo jamás
comprender al genio, no supo comprender y por eso precisamente no lo comprendía en
absoluto. Mientras tanto, el filósofo, ya seguro de lo que hacía, envió al antiFilifor una invitación
irónica, y éste, contestando la ironía con el sarcasmo, presentóse puntualmente a las 9 y 30 en

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

un aposento del restaurante Alcázar, donde se realizaría el experimento decisivo. Los sabios no
se dieron la mano. El maestro de Análisis rió, seco y malicioso: –¡Bueno, póngase contento,
señor, póngase contento! Mi chica no es, que digamos, tan propensa a la composición como su
esposa a la descomposición: a ese respecto estoy tranquilo–. Pero él también entraba
gradualmente en estado hipermaníaco. El Dr. Poklewski empuñaba la lapicera y Lopatkin
mantenía asido el papel.
El prof. Filifor procedió en esta forma: colocó primero sobre la mesa un único zloty. La
Gente no reaccionó. Colocó un segundo zloty: nada. Agregó un tercer zloty: tampoco nada. Mas
al poner el cuarto zloty, ella dijo: –¡Oh, cuatro zlotys!–. Al notar que eran cinco bostezó, y al ver
que eran seis, preguntó con indiferencia:–¿Qué pasa, viejito? ¿Exaltación de nuevo? Recién
después de colocados 97 zlotys advertimos los primeros síntomas de extrañeza y al llegar a 115
su mirada que hasta ese momento se posaba en el Dr. Poklewskí, en el docente y en mí, comenzó
a sintetizarse algo sobre el dinero.
Al llegar a cien mil, Filifor jadeaba pesadamente, antiFilifor empezaba a inquietarse un
poco y la hasta ese momento heterogénea cortesana consiguió cierta concentración. Miraba,
fascinada, el montón creciente que en rigor dejaba de ser montón; trató de contar pero ya los
cálculos no le salían bien. La suma dejaba de ser suma, convertíase en algo inabarcable,
inconcebible, en algo superior a la suma, hacía estallar el cerebro por su enormidad, como el
firmamento. La paciente gemía sordamente. El analítico se precipitó a socorrerla pero ambos
médicos lo sujetaron con todas sus fuerzas; en vano la aconsejaba cuchicheando que
descompusiera el total en centenas o mediomillares pues el total no se dejaba desunir. Cuando
el sacerdote triunfante de la ciencia de sintetizar desembolsó todo lo que tenía y selló el montón,
o más bien la enormidad, el monte financiero de Sinaí, con un céntimo único e indivisible,
pareció como si alguna Divinidad penetrara en la cortesana: levantóse e hizo aparecer todos los
síntomas sintéticos, llanto, suspiro, sonrisa, pensatividad, y dijo: –Señores, yo. Yo. Algo
superior–. Filifor profirió un grito de triunfo y entonces el anti-Filifor, con un alarido de terror,
libróse de los brazos de ambos médicos y pegó a Filifor en la cara.
Ese golpe era el rayo, el relámpago de la síntesis arrancado de las entrañas analíticas, que
disipó las sombrías tinieblas. El docente y los médicos felicitaron con emoción al Profesor
gravemente deshonrado. Su encarnizado enemigo se retorcía contra la pared, aullando
atribuladamente, Mas ningún aullido pudo frenar el movimiento impreso a la carrera del honor,
porque el asunto, hasta ese momento no honorable, había entrado en las vías del honor).
El prof. Dr. G. L. Filifor, de Leyden, designó dos padrinos en las personas del Dr. Lopatkin
y la mía; el prof. Dr. P. T. Momsen, con título nobiliario de antiFilifor, designó sus dos padrinos
en las personas de ambos médicos asistentes; los padrinos de Filifor provocaron honrosamente
a los padrinos de anti-Filifor, y éstos, a su vez, provocaron a los de Filifor. Y a cada uno de estos
pasos de honor la síntesis iba en aumento; el Columbiano se retorcía como si estuviera sobre
ascuas, mientras que el Leydeño, sonriente, acariciaba su larga barba. En el hospital municipal
la profesora enferma empezaba a unificar sus partes, pidió leche con voz apenas perceptible y la
esperanza nació en el corazón de los médicos. El Honor asomóse entre las nubes y sonrió
dulcemente a los hombres. El combate definitivo se libraría el martes, a las siete de la manana.
La lapicera sería confiada al Dr. Roklewski, las pistolas al Dr Lopatkin, Poklewski debería
tener el papel, y yo los sobretodos. El incansable luchador del signo de la Síntesis no abrigaba
duda ninguna. Recuerdo lo que me decía la mañana anterior: –Hijo mío, tanto podrá caer él
como yo, pero quienquiera caiga, mi espíritu saldrá siempre victorioso porque no se trata del
acto de morir sino de la índole de la muerte; y la índole de la muerte es sintética. Si él cayese,
rendirá con su muerte homenaje a la Síntesis; si me matase, matará de manera sintética. ¡Así,
será mía la victoria más allá de la tumba!–. Y en su exaltación de ánimo, deseando honrar más
dignamente ese momento de gloria, invitó a ambas señoras, su esposa y Flora, en carácter de
simples espectadoras. Yo estaba opreso por malos presentimientos. Temía... ¿Qué temía yo? Ni
yo mismo lo sabía: durante toda la noche me torturó el terror de desconocerlo y recién en el

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

lugar del duelo comprendí mi temor. La mañana era seca y luminosa, como un paisaje pintado.
Los enemigos de alma paráronse frente a frente; Filifor saludó a anti-Filifor y éste a aquél. Y
entonces comprendí qué era lo que temía: era la simetría; la situación era simétrica y en ello
consistía su vigor pero también su flaqueza.
Porque la situación tenía la propiedad de que a cada movimiento de Filifor correspondía
un movimiento análogo de anti-Filifor, y Filifor tenía la iniciativa. Si Filifor saludaba, anti-
Filifor debía saludar también. Si Filifor tiraba, anti-Filifor debía tirar también. Y todo, hago
notar, debía realizarse en el eje que unía a ambos combatientes, que era el eje de la situación.
Pero, ¿qué sucedería si el segundo desviase hacia el costado? ¿Si descarriase, si hiciese una mala
jugada para eludir las leyes férreas de la simetría y de la analogía? ¿Qué perturbaciones
mentales, qué traiciones podría ocultar la cerebralidad del antiFilifor? Yo combatía tales
pensamientos, cuando de repente el profesor Filifor levantó el brazo, apuntó recto al centro del
corazón adversario y tiró, ¡Tiró y no dió en el blanco! Entonces el Analítico levantó a su vez el
brazo y apuntó al corazón de su antagonista. Casi, casi parecía inevitable que si aquél había
tirado sintéticamente al corazón, también éste tendría que tirar sintéticamente al corazón.
Parecía no haber otra salida, ninguna puerta de escape intelectual. Mas, en un abrir y cerrar de
ojos, el Analítico, en un esfuerzo supremo, sopló quedo, dió un alarido, apartó del eje de la
situación el caño de la pistola y disparó hacia un costado. El tiro pegó ¿dónde?: en el dedo
meñique de la profesora Filifor que, acompañada de Flora Gente, estaba parada a corta
distancia. ¡Ese tiro fué la cumbre de la maestría! El dedo meñique cayó cortado. La señora
Filifor, asombrada, llevó su mano a la boca, Nosotros, los padrinos, perdimos por un momento
el dominio de nosotros mismos y proferimos un grito de admiración.
Y entonces ocurrió algo terrible. El Profesor Superior de síntesis no pudo aguantar.
Fascinado por la puntería, la maestría y la simetría, ofuscado por nuestro grito de admiración,
también desvió y disparó, haciendo impacto en el dedo meñique de Flora Gente, y rió breve,
seca y guturalmente. Gente llevó su mano a la boca y nosotros proferimos el correspondiente
grito de admiración.
Entonces el Analítico disparó de nuevo, cortándole el segundo dedo meñique de la
profesora, que llevó su otra mano a la boca. Proferimos el grito de admiración. Un cuarto de
segundo más tarde el tiro del Sintético, disparado con infalible seguridad desde la distancia de
diecisiete metros, cortó el dedo análogo del Flora Gente. Gente llevó su mano a la boca; nosotros
proferimos el grito de admiración. Y así siguieron las cosas. El tiroteo continuaba incesante,
encarnizado, violento y magnífico como la magnificencia misma, y los dedos, las orejas, las
narices, los dientes, caían como las hojas de un árbol agitado por el viento. Nosotros los
padrinos no teníamos tiempo suficiente para proferir los gritos que nos arrancaba la puntería,
rápida como el relámpago. Ambas señoras estaban ya privadas de todas sus extremidades y
prominencias naturales y, si no cayeron muertas, fué también, simplemente, por la falta de
tiempo, pues no pudieron alcanzar a morir, y sospecho, además, que gozaban cierto deleite
exponiéndose a una puntería tan perfecta. Por último faltaron los cartuchos. El maestro de
Colombo perforó, con su último tiro, la parte superior del pulmón derecho de la profesora
Filifor; el maestro de Leyden al momento perforó en contestación la parte superior del pulmón
derecho de Flora Gente. Proferimos una vez más gritos de admiración y luego reinó el silencio.
Ambos troncos murieron, cayeron al suelo, y ambos tiradores se miraron.
¿Y qué? Ambos se miraron y no sabían bien ¿qué? Efectivamente: ¿qué? No había más
cartuchos. Los cadáveres yacían por tierra. No había nada que hacer. Se acercaban las diez. En
rigor el Análisis había vencido, pero ¿qué resultó de ello? Absolutamente nada. Igualmente
hubiera podido vencer la Síntesis y tampoco resultara nada. Filifor tomó una piedra y la tiró
contra un gorrión, mas no dió en el blanco y el gorrión voló. El sol empezaba a quemar. El anti-
Filifor tiró un terrón contra el tronco de un árbol y dió en el blanco. Mientras tanto pasó frente a
Filifor una gallina; Filifor tiró, dió en el blanco, y la gallina corrió escondiéndose en un matorral.
Los sabios abandonaron sus posiciones y tomaron distinto camino.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Al anochecer anti-Filifor estaba en Jeziorno y Filifor en Wawer. Uno, agazapado bajo una
parva, cazaba conejos; el otro, si descubría un farol en un lugar apartado, hacía puntería desde
una distancia de cincuenta pasos.
Y así recorrieron el mundo, apuntando a lo que podían con lo que podían, Cantaban aires
populares y rompían gustosos las ventanas; les placía también estarse en los balcones y salivar
en los sombreros de los transeúntes, y, ¡había que ver qué alegría les proporcionaba el conseguir
dar en el blanco cuando se trataba de poderosos que viajaban en coche! Filifor se especializó
hasta tal punto que podía escupir desde la calle a cualquiera que estuviese en un balcón. Y anti-
Filifor apagaba las velas tirando contra la llama cajitas de cerillas. Con más gusto aún cazaban
ranas con escopetas de pequeño calibre, o gorriones con arco y flechas, o tiraban desde los
puentes papeles y pasto al agua, Y el mayor placer era comprar un globo para niños y correr tras
él, por campos y bosques– ioh! ¡oh! acechando el momento en que estallaba con ruido, como
alcanzado por una bala invisible,
Y cuando alguien del mundo científico recordaba el pasado glorioso, aquellas luchas del
espíritu, el Análisis, la Síntesis y toda la gloria perdida irreparablemente, contestaban con cierta
ensoñación: –Sí, sí..., recuerdo ese duelo... ¡se disparaba bien!–, –¡Pero profesor! – exclamé una
vez, y junto conmigo Roklewski, quien durante ese tiempo se había casado y formado su hogar
en la calle Krucza–, ¡pero profesor: habla usted como un niño!. Y el aniñado anciano nos
respondió: –Todo está forrado de niñadas–

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

JAROSLAW IWASZKIEWICZ
[1894-1980]

Iwaszkiewicz es un polígrafo eminente. Su obra comprende todos los géneros. Es un


buen novelista; algunos de sus relatos son excelentes. Su obra poética cuenta entre las más
puras de la lírica polaca contemporánea, sus ensayos y notas de viaje demuestran su
lucidez y su sensibilidad. Escribe obras de teatro. Es un magnífico conocedor de música y
pintura. Heredero de las tradiciones literarias del pasado, deriva de la novelística rusa del
siglo XIX y la polaca de principios de siglo. Es notable la cualidad plástica que se revela
en su obra. Su bibliografía es amplia y entre ella destacan los siguientes títulos: Octosílabos,
1919, El verano, 1932, Escudos rojos, 1934, Las señoritas de Wilk, 1933, Un verano en
Nohant, 1936, El molino a orillas del Utrata 1936, Pasiones de Bledomierz, 1938, Mascarada,
1938, Otra vida, 1938, Cuentos italianos, 1947, Las bodas del señor Balzac, 1959, Cálamo
aromático, 1960, Nuevo amor y otros relatos, 1960, Los amantes de Marona, 1961, Cosecha
de mañana, 1963, y la trilogía Fama y gloria, 1956-1964.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

JAROSLAW IWASZKIEWICZ:
ICARO

Hay un cuadro de Brueghel llamado Icaro. En él se ve a un campesino que ara la


tierra en un alto acantilado sobre el mar; un pastor impasible apacienta su rebaño, y un
pescador tiende las redes en la costa. A lo lejos, puede vislumbrarse una tranquila ciudad.
En el mar navega, con las velas desplegadas, un barco en cuyo puente unos comerciantes
discuten sus negocios. En fin, estamos ante los afanes y preocupaciones cotidianos, frente
a una vida de simples menesteres y problemas humanos sencillos. ¿Dónde está Icaro?
¿Dónde está aquél que trató de alcanzar el sol? Sólo, si observamos minuciosamente el
cuadro, podremos descubrir en un rincón del mar un par de piernas que se sumergen en
el agua, y arriba, revoloteando en el aire, unas cuantas plumas que el brusco descenso
desprendió de las alas ingeniosamente fabricadas. La caída ha ocurrido hace un instante
apenas. Se trata del temerario que, según la leyenda griega, construyó unas alas para volar
y se elevó a tal altura que llegó cerca del sol. Sus rayos fundieron la cera con que se había
pegado el joven las plumas, y el desdichado se precipitó en el abismo. La tragedia ha
ocurrido; helo allí que se hunde y se ahoga en el mar. Pero los hombres nada han
advertido. Ni el campesino que ara la tierra, ni el comerciante que navega, ni el pasajero
que contempla el cielo, ninguno se ha dado cuenta de la muerte de Icaro. Sólo el poeta o
el pintor la han visto y la han transmitido a la posteridad.
Ese cuadro me viene a la memoria cada vez que recuerdo un episodio que me tocó
vivir. Era en junio de 1942 o 1943. Un bellísimo crepúsculo de verano descendía sobre
Varsovia, un resplandor rosado creaba sombras que embellecían las casas destruidas, y en
el hormigueo impetuoso de la multitud que subía a los tranvías para llegar a casa antes
del toque de queda, el conjunto de los vestidos civiles ocultaba los uniformes, raros a esa
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

hora. En aquel momento las calles de Varsovia, animadas y bellas en el esplendor de junio,
podían dar la impresión de que la ciudad estuviese libre de los invasores. Sólo por un
instante...
Esperaba el tranvía en la parada de la esquina de la calle Trebacka con la Krakowskie
Przedmiescie. Las rojas carrocerías tranviarias, campanilleaban sonoramente y se alineaban,
una tras otra, a lo largo de Krakowskie Przedmiescie. La gente se aglomeraba para subir,
saltaba a los estribos, se colgaba de las puertas, se apiñaba tanto dentro como fuera de los
vehículos. De cuando en cuando, pasaba a toda prisa un "cero" rojo, reservado a los
alemanes, y por ende casi vacío. Debí esperar bastante tiempo un tranvía en el que se
pudiese entrar con menos dificultad. Pero, cuando al fin llegó uno, no tenía ya deseos de
subir; de improviso le había tomado gusto a aquella multitud que me rodeaba indiferente
del todo a mi presencia. Frente a mí, sobre su pedestal, se erguía la estatua de Mickiewicz;
en torno al monumento humildes plantas floridas emanaban un grato perfume; los
automóviles trazaban con un chirrido la curva frente a la iglesia de las Carmelitas; los
muchachos pregonaban a gritos sus periódicos; frente a un resplandeciente escaparate
hormigueaban los vendedores de cigarrillos y de pasteles; se cerraban con ruido las puertas
metálicas y las rejas de las tiendas; en el jardincillo, los bancos estaban repletos de viejos y
jóvenes; gorjeaban los gorriones, fijos ellos también en las ramas de los frágiles arbolillos...
Todo esto se sumergía lentamente en el azul crepúsculo de la tarde estival. En ese instante
sentía pulsar el corazón de Varsovia, e instintivamente me mezclé entre la multitud para
permanecer un poco más de tiempo junto a ella y entre ella y disfrutar de aquel atardecer
varsoviano.
En un determinado momento observé a un muchacho que venía por la calle
Bernardcka. Apareció detrás de un tranvía en marcha, y se detuvo en el pequeño
camellón, de espaldas al ir y venir de la multitud, con la cara vuelta hacia la acera y sin
apartar los ojos de un libro con el que había surgido en aquel crepúsculo cada vez más gris.
Podía tener quince años, dieciséis a lo sumo. De tanto en tanto, mientras leía, sacudía la
rubia cabellera, y, con la mano, apartaba después los cabellos que le caían sobre la frente.
Del bolsillo, sobre su cadera, asomaba un segundo libro. El primero lo llevaba abierto
frente a los ojos y evidentemente era incapaz de desprenderse de él. Con toda
probabilidad, lo había conseguido hacía poco de un compañero o de una biblioteca
clandestina, y sin esperar a la llegada a casa, se mostraba impaciente por conocer el
contenido, aún en la calle. Me desagradaba no saber qué libro era; de lejos parecía un
manual, pero me decía que ningún manual puede despertar tan vivo interés en un joven.
¿Serían versos? ¿Tal vez un libro de economía? No lo sé.
El muchacho permaneció un poco en el camellón, inmerso en la lectura. No hacía
caso de los empellones, ni de la multitud que se apiñaba alrededor de los vehículos. Detrás
de él se asomó más de una cara enrojecida, pero él seguía sin apartar la mirada del libro.
Y después, siempre con el libro bajo los ojos, tal vez molesto por los empujones y el
estrépito, o tal vez asaltado de improviso por una necesidad inconsciente de llegar a su
casa, lo vi descender a la calzada, frente a un automóvil que apareció en aquel instante.
Se oyó el chirrido violento de los frenos y el silbido de los neumáticos sobre el asfalto.
Con la intención de evitar el choque, el conductor viró bruscamente y detuvo en seco el
vehículo en la esquina de la calle Trebacka. Advertí, lleno de espanto, que era un coche
de la Gestapo. El muchacho del libro trató de esquivar el automóvil, pero
inmediatamente se abrió la portezuela posterior y dos individuos, con el casco adornado
por una calavera, saltaron a la calle. Se hallaban exactamente frente al muchacho. Uno de
ellos gritó algo con voz gutural y el otro, trazando con el brazo un gesto circular, invitó con
mofa al muchacho a subir.
Aún ahora puedo ver a aquel joven, detenido frente a la portezuela, confuso,
totalmente avergonzado... Veo cómo se disculpaba, cómo movía la cabeza en un ingenuo

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

gesto de negación, semejante a un niño que promete: "No lo volveré a hacer"... Parecía
estar diciendo: "No he hecho nada... sólo esto...", e indicaba el libro que había producido
su descuido. Como si hubiese sido posible explicar alguna cosa. Se negaba a subir al auto,
como en un último impulso de la vida que estaba perdiendo.
El gendarme le pidió los documentos, le arrebató de las manos la carta de identidad
que había extraído de un bolsillo, y con un gesto violento, lo empujó hacia el interior. El
otro lo ayudó. Subió el muchacho y tras él los hombres de la Gestapo; la portezuela se
cerró y el vehículo partió bruscamente, dirigiéndose a toda velocidad hacia la avenida
Szucha...
Lo perdí de vista. Desolado por lo ocurrido, miré en torno mío, buscando
comprensión en alguien. El muchacho del libro había desaparecido para siempre. Con el
más grande estupor, comprobé que nadie se había dado cuenta del suceso. De manera tan
fulminante se había desarrollado lo que he descrito. Todos los peatones que formaban
aquella multitud se hallaban tan ocupados en sus propios afanes, que el rapto del muchacho
les había pasado inadvertido. Unas señoras que había a mi lado discutían si era conveniente
tomar tal o cual tranvía, dos tipos encendían sus cigarrillos tras el poste de la parada, una
vieja con una cesta en la mano junto a la pared, repetía sin tregua su "Limones, limones
magníficos, limones...", como un conjuro budista, y otros jóvenes corrían por la calle tras
el tranvía que se iba, arriesgándose a terminar bajo un automóvil... Mickiewicz estaba allí,
tranquilo, y las flores exhalaban un suave perfume; un leve vientecillo agitaba las tiernas
ramas en derredor del monumento. La desaparición de aquel joven no había significado
nada para nadie. Sólo yo había visto ahogarse a Icaro. Permanecí allí aún mucho tiempo,
aguardando que la multitud se disgregase. Pensaba que tal vez Michas, así lo llamé en la
imaginación, volvería. Me imaginaba su casa, sus padres que esperaban su regreso, a la
madre mientras preparaba la cena, y no podía resignarme a que ellos no pudiesen saber de
qué manera había desaparecido su hijo. Conociendo las costumbres de nuestros ocupantes,
preveía que no habría podido liberarse de sus tentáculos. ¡Y todo había ocurrido de un
modo tan estúpido! La insensata crueldad de aquel secuestro me sobresalta y me turba
todavía.
Aquellos que han muerto en las batallas, que sabían por qué morían, encontraron tal
vez consolación en la idea de que su muerte tenía sentido. Pero quienes como mi Icaro han
sido sumergidos en el mar del olvido por una razón tan cruel como insensata...
Llegó la noche. La ciudad se adormecía en un sueño febril, malsano... Me aparté por
fin de la parada, pasé junto al monumento de Mickiewicz, y me dirigí a pie hacia mi casa...
Mientras continuaba persiguiéndome la imagen de Michas, que movía la cabeza como si
dijera: "No, no, la culpa es del libro... En adelante, tendré más cuidado..."'

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

JAROSLAW IWASZKIEWICZ:
CÁLAMO AROMÁTICO

El cálamo aromático, que en algunas regiones de Polonia suele también llamarse


ácoro, tiene dos aromas. Cuando se exprimen entre los dedos sus largos tallos verdes, se
produce un suave aroma de "aguas sombreadas por los sauces", con alguna ligera
reminiscencia del nardo oriental; pero si se aproxima la nariz a alguna fisura de los tallos,
recubiertos por una pelusilla lanosa, se percibe a la vez un tufo de almizcle, un olor a
limo, a pútridas escamas de pez, a cieno.
Desde mis primeros años he asociado tal olor con la idea de una muerte repentina.
Durante mi niñez, el pórtico y los balcones de mi casa se cubrían con cálamo aromático en
los cálidos y animados días de la Pascua. Pero esa planta también me recuerda la muerte de
mi primer amigo verdadero, quien tenía el extraño nombre de Gracian y que pereció a los
trece años.
Esto ocurrió hace mucho tiempo, pero hasta el presente ese perfume ambiguo me trae a
la memoria pensamientos sombríos. Cada final tiene una relación misteriosa con el
principio; sonidos, colores y olores repercuten de un extremo al otro de nuestra vida. Los
aromas de la juventud se entreveran con los de la vejez y la juventud se refleja en el
empolvado espejo de la senectud.
La gente se asombra de que para huir del bullicio de las ciudades y la fatiga de los
viajes, para evadirme de ocupaciones tediosas y estériles, pase una parte del verano (el
fin de la primavera mejor dicho) en Z., una pequeña población situada a orillas de un
gran río. Fuera del río, de los prados y bosquecillos de las riberas, del pequeño puente
que une ambas márgenes, no hay nada notable en el lugar. Una polvorienta plaza de
mercado, algunas casas y pequeñas villas y, eso sí, muchos jardines y huertos frutales que
son el único adorno de la población. Para mí el mayor atractivo reside en que puedo
vivir en una casa de reposo sin dar a nadie la dirección ni ser molestado por llamadas
telefónicas o telegramas, recibiendo sólo una carta diaria de mi mujer.
Hay otra cosa que me atrae allí: mi amistad con la señora M., a la que algunas
personas que me conocen poco atribuyen una importancia mayor de la que tiene en
realidad. Es una amistad perfecta, ya que nos vemos sólo una vez al año durante dos o tres
semanas; no nos escribimos y no tenemos ninguna curiosidad excesiva sobre nuestros
respectivos secretos. Eso contribuye a la sinceridad de nuestras confidencias y tiene una
influencia benéfica sobre nuestro carácter. Durante veinticinco años de amistad no
hemos dejado de ser algo "especial" el uno para el otro.
La señora M. —-Marta—, esposa de un médico, perdió a sus dos hijos durante la
ocupación, y ahora vive en una soledad absoluta. Su marido está del todo absorbido por el
trabajo. Además de las labores en el hopital tiene abundante trabajo privado en las afueras
de la población. En otra época lo veía pasar en un coche de caballos en el que recorría
quince o veinte kilómetros para visitar a sus pacientes. Ahora que tiene automóvil, puede
visitar en el curso de un día a un gran número de personas. Esto se refleja económicamente
en su hogar. A pesar del buen nivel de vida, Marta resiente en extremo la soledad. Las
pocas semanas que paso en Z. no logran hacerla olvidar la vacuidad de su existencia. Debo
añadir que Marta jamás se queja, no expresa sus sentimientos. Atiende con esmero la

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

casa, se ocupa del teléfono, anota los mensajes de los pacientes y procura que el doctor,
cuando vuelve a casa fatigado, encuentre orden, paz y armonía.
La casa del doctor es una residencia de antiguo estilo, como hay varias en el pueblo. El
complicado diseño de las vastas habitaciones hace imposible la división del edificio, así que
el matrimonio lo tiene todo para sí. El cuarto de los hijos está cerrado con llave, y nadie
entra en él. El mobiliario de las otras habitaciones, de techo bajo, pero con suficiente luz,
es antiguo.
Marta me recibe siempre en un salón cuyo mobiliario es de caoba estilo Zimler,
tapizado de felpa color zafiro, y de cuyas paredes cuelgan algunos cuadros y el retrato de
Marta hecho por un artista local, que en otros tiempos debió de haber respirado el aire de
París. En unas jardineras oscuras crecen espesos manchones de plantas verdes que
parecen hechas de seda y hojalata. En una esquina hay un enorme piano de cola que
nadie toca desde hace años. El suelo se halla cubierto por una alfombra roja en cuyo
centro se ve una mujer que lleva dos cubos de agua en un balancín.
No es una habitación que invite a las confidencias. Sin embargo, fue allí donde Marta
me narró la historia de su vida. Allí también, hace poco, cuando le confirmaron los
síntomas de una enfermedad incurable, me hizo el relato siguiente. Por supuesto, tomé
notas —como lo haría todo escritor— y las completé posteriormente, dando libre cauce a la
imaginación, intentando, a veces, penetrar en el corazón de los protagonistas. Quizás he
tratado el asunto de una manera demasiado dramática, como si fuese algo excepcional. Y,
sin embargo, es una historia ordinaria; centenares por el estilo suelen ocurrir diariamente
en nuestras ciudades y pueblos.
Marta no va nunca al "embarcadero". Así llaman al amplio galerón de madera que se
levanta a cierta distancia del río. Consta de dos salas. En una de ellas hay un mostrador
donde se venden cigarrillos, cerveza y un excelente jugo de frutas. Hay también una
terraza grande, o más bien una plataforma de madera en la que baila la gente. El edificio
está sostenido por una alta base de cemento que impide que el "embarcadero" sea
arrastrado por la corriente.
La terraza constituye el mayor atractivo de Z. Allí van a bailar y a divertirse los
jóvenes cuando se aburren de la monotonía del trabajo y los estudios, en una población
situada tan lejos de cualquier centro cultural. Los sábados, la juventud acude con sus
abigarradas camisas a cuadros y el cabello desgreñado a la moda. Los domingos, en cambio,
llevan el cabello meticulosamente peinado, las camisas son blancas y las chaquetas
oscuras. Vestidos de uno u otro modo, los jóvenes toman jugo de frutas, y, pese a lo que se
dice de la embriaguez en Polonia, no beben vodka; son demasiado pobres para comprarlo.
Juegan también al bridge, a medio céntimo el punto. Por lo regular, hay pocas jóvenes; la
mayor parte va con sus compañeros a bailar.
¿A dónde podría llevar Marta a una amiga llegada de Varsovia? ¿Qué podía mostrarle
de aquel pueblo arruinado por la guerra? Naturalmente, tenía que llevarla al
embarcadero.
El río centelleaba bajo la luna. De vez en cuando, una ola se estrellaba ruidosamente en
la orilla. Pero nadie miraba al río. Las parejas bailaban en la terraza, donde, el altavoz
carraspeaba despiadadamente. En el interior, casi todas las mesas estaban ocupadas.
Algunos jóvenes jugaban a las cartas.
Las dos señoras se sentaron a una pequeña mesa en un costado del salón y echaron
una mirada a la sala. En un rincón, detrás del mostrador, una amable rubia vendía agua
gaseosa y el jugo de frutas que da fama a la fábrica local. Era preciso ir a servirse.
Marta se dirigió hacia el mostrador y pidió dos botellas de jugo de manzana. De
regreso a su mesa, pasó junto a un grupo de jugadores. Uno de los jóvenes levantó la mano

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

para tirar una carta y golpeó la botella que Marta llevaba. Esta, casi la dejó caer. El joven
alzó la mirada y se disculpó cortésmente.
Marta se sentó al lado de su amiga y guardó silencio durante unos minutos. Después
llenó los vasos de un líquido de hermoso color, y volvió a quedarse pensativa. Miró hacia la
mesa de los jugadores. Tenía enfrente al joven que había dado el golpe a la botella. Su
perfil era irregular, con la nariz chata y un poco aplastada, como de boxeador. Llevaba la
hermosa cabellera peinada hacia atrás. Miró la mano con que sostenía las cartas: eran
unos dedos largos y bellos que contrastaban con la nariz quebrada, con la cabeza de
facciones vulgares y con el macizo cuello que emergía de la camisa roja.
Marta advirtió pronto que su amiga y ella tenían poco que decirse. Poseían algunos
recuerdos juveniles en común, pero Marta había llegado desde hacía algún tiempo a la
conclusión de que no soportaba los recuerdos. La envejecían y le traían a la memoria un
mundo convertido en cenizas, y ella tenía aún puestas vagas esperanzas en el presente.
Escuchó el relato de su amiga, que tenía cuatro hijos dispersos por el mundo. Le enviaban
cartas y paquetes, y creía cortés informar detalladamente a Marta de ello. Marta
escuchaba, tratando de ocultar su falta de interés en el asunto, y de vez en cuando hacía
algunas preguntas mientras observaba a los muchachos que jugaban a las cartas.
De pronto vio a una joven que entró con paso rápido, se detuvo frente a la mesa de los
jugadores y puso la mano sobre el hombro del muchacho que atraía la atención de Marta.
Aquél se volvió y entonces pudo, por primera vez, verle la cara de frente. Esta no
correspondía, como a veces sucede, a su perfil. Amplia, de maxilares fuertes, con una
expresión y un brillo especiales en los ojos, que Marta encontró muy atractivos.
El joven dijo algo a su amiga, y se volvió de nuevo a atender el juego. Ella
permaneció algunos minutos a su lado, como vacilante. Después se alejó con pasos lentos.
Vestía un suéter negro y una falda de vivos colores. Llevaba el cabello sujeto en "cola de
caballo". Había en ella algo de descuidado, cierta languidez en su actitud, un desaliento que
se manifestaba en toda su figura. El suéter, muy ceñido, destacaba las hermosas líneas del
cuerpo. Sus movimientos eran felinos. Parecía una chica interesante.
El joven dejó de jugar, y en medio de la indignación de sus compañeros, salió corriendo
tras la muchacha. Lo reemplazó un adolescente magro y de mirada astuta, que durante todo
el tiempo sólo había estado esperando una ocasión para ocupar un sitio en la mesa.
Poco después Marta y su amiga abandonaron el local.
Al día siguiente dieron un largo paseo por el terraplén que se extendía varios
kilómetros a lo largo del río. Lo único que tenía carácter en el pueblo era el río. Su belleza
compensaba del polvo, la suciedad y la vulgaridad de las calles y hacía que se olvidaran no
sólo las casas sino también los habitantes. Corría, ancho y majestuoso, por un gran lecho,
bordeado a ambos lados por bosquecillos. A principios de verano emergían del agua unos
bancos de arena semejantes a dorsos oblongos de monstruos marinos; pero en el centro la
corriente seguía siendo rápida y poderosa. Después de las lluvias volvía a crecer el caudal
de agua y cubría rápidamente las arenas emergidas.
La vista del río era demasiado poderosa y, en cierto modo, inhumana para el gusto
de Marta. Prefería ir por el terraplén, a cierta distancia del río y contemplar los verdes
prados que se entreveían al través de los bosques como si fueran otra corriente, más
remansada. A lo largo del camino se extendían bosques de sauces. De cuando en cuando se
alzaba entre los sauces el tronco enorme, centenario, de un álamo. Cuando se pasaba al
lado de uno de esos gigantes, incluso en un día aparentemente sin viento, la fronda
temblaba siempre con un extraño murmullo musical, continuo y suave, diferente del seco
rumor de las palmeras. Era una música que Marta prefería a todas las del campo.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Había también allí espesuras de matorral y de sauces llorones. Eran ésos los lugares
donde se formaban pequeños lagos, "ojos" de agua cubiertos de juncos, y en los que
flotaban nenúfares blancos y amarillos.
A Marta le gustaba detenerse cerca de aquellas extensiones de agua, sombrías y muy
profundas. En su fondo manaba una fuente subterránea que se manifestaba en la superficie
por medio de burbujas y ondas concéntricas. Le atraían sobre todos los "ojos" rodeados de
un espeso laberinto de maleza y cálamo aromático, como si pretendieran ocultarse de la vista
del hombre; le atraían por su carácter misterioso, y por el hecho de que allí se lograba la
soledad completa. Parecía que en las riberas de cualquiera de aquellos lagos se estaba
completamente al margen de la vida.
Cuando Marta y su amiga llegaron al terraplén, resplandecía un brillante sol de
mayo. No se veía en el cielo una sola nube y los sauces estaban inmóviles. Sólo se oía el
dulce murmullo de los álamos.
Caminaban tranquilamente. A la izquierda, en dirección a los prados, bajaba una
ladera azul de nomeolvides; a la derecha se alzaban las casitas de los campesinos y
brillaban los cristales de los invernaderos. Marta escuchaba con indiferencia el relato de su
antigua compañera.
De pronto vio a una pareja sentada al borde del terraplén. Era la misma del
embarcadero. La joven llevaba un vestido claro y él una camisa color caqui. Ella hablaba
animadamente, mientras su compañero mordisqueaba una hierba, con el rostro vuelto
hacia el río, que en aquel lugar aparecía azul entre los matorrales. Marta los vio de lejos.
Cuando ambas mujeres llegaron al sitio donde estaban sentados, la pareja guardó silencio.
Al volver del paseo, los jóvenes se habían marchado ya. Marta recordaba el sitio donde se
habían sentado y vio allí tréboles y nomeolvides aplastados.
Pocos días después la amiga se marchó. Uno de sus hijos debía llegar de los Estados
Unidos y ella tenía que ir a Varsovia a esperarlo. Marta volvió a quedar sola.
Y así una tarde salió a dar un paseo a lo largo del río. Le parecía que iba a encontrar
otra vez a aquella pareja que la había fascinado por su belleza y juventud. Y efectivamente,
casi en el mismo sitio encontró al joven, aunque solo. Marta sabía ya cómo sa llamaba y
qué hacía. Era Bolek K. Aunque apenas tenía unos veinticinco años, trabajaba desde hacía
tiempo en el servicio fluvial. Bolek era muy popular en el lugar y todo el mundo lo conocía.
Cuando pasó junto al joven, éste se ruborizó y la saludó. Marta se detuvo cerca de él. —
¿Así que hoy está solo?
Bolek se ruborizó aún más e hizo ademán de levantarse. —Siga, siga sentado —dijo
Marta—; también yo me sentaré. Este lugar es muy hermoso.
Se sentó en la hierba y contempló el paisaje. Ante ellos se levantaba un álamo alto y
lleno de encanto.
Era un día muy caliente y Bolek llevaba sólo una camisa deportiva. Tenía brazos
hermosos, pero la cara, con la nariz chata, parecía de cerca muy fea e incluso salvaje.
Marta lo miró atentamente.
—Halina se ha marchado —refunfuño él.
—¿Quién es Halina?
—Mi muchacha —respondió Bolek con voz encantadora, y sonrió.
Pese a la diferencia de edades, Marta, sentada al lado de Bolek, se puso a pensar en su
cuerpo. ¿Podría él encontrar algún atractivo en su belleza madura y quizá marchita? Sintió
de pronto —hacía mucho tiempo que no pensaba en eso— sus caderas y sus muslos; pensó en
sus senos. "El no sabe cómo soy". Y recordó que su costumbre de hacer gimnasia
diariamente le había conservado hasta la edad madura el vigor de los músculos y la

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

elasticidad de la piel. Seguía teniendo los pechos pequeños, andaba con paso rápido y
ligero. ¿Sería suficiente eso para atraerlo?
Se sintió avergonzada. Durante unos minutos reinó el silencio.
—Ella es estudiante —dijo Bolek repentinamente, sin mirar a Marta—; es bastante
inteligente y yo soy un muchacho vulgar.
Había verdadero pesar en su voz. Marta no tenía deseos de escuchar sus confidencias.
—¿Viven sus padres? —preguntó.
—No —respondió—; murieron durante la Insurrección. Me ha criado mi abuela.
—Ha criado a un muchacho estupendo —dijo con voz segura, y se detuvo al instante.
"¿Qué es lo que me hace decir tales estupideces?", pensó.
—¿Dónde estudió usted? —preguntó secamente, para borrar aquella necia frase.
Bolek la miró con súbito desagrado, como si estuviera pensando: "¡La verdad es que no
es éste un sitio apropiado para interrogatorios!"
—En Elberg —dijo— hice cursos de técnico en irrigación.
—¿No le hubiera gustado estudiar otra cosa?
—Es usted como Halina —dijo Bolek con impaciencia—. No seré otra cosa, ¿me
entiende? No, he nacido para ser medidor del agua, y basta.
—¿Y qué quiere ella que sea usted? —pregunto Marta feliz ante la ruda respuesta
del joven. Era evidente que él no había advertido su estúpida frase.
—Bueno, quiere que lea libros y que salga con ella de paseo por la orilla del río a la
luz de la luna.
—¿Y usted prefiere jugar a las cartas?
—¡Por supuesto!
—Lo vi la otra noche en el embarcadero.
—Sí, me acuerdo.
Abajo, al pie del terraplén, pasaba un rebaño de vacas, con las ubres repletas
manchadas de verde por las altas hierbas; andaban lentamente, delante de los zagales que a
cada momento gritaban: "¡Alto!" Una llevaba, sin masticarlo, un ramillete de nomeolvides
en el hocico.
Marta puso una mano sobre la de Bolek.
—A mí también me gustaría que estudiase, que leyese libros.
Bolek no retiró la mano. Un mosquito se le detuvo en el brazo y Marta lo aplastó.
Una gota de sangre apareció en la bella redondez del músculo.
—A veces leo —dijo Bolek con profunda voz de bajo—, pero no sé dónde conseguir
libros. Yo no puedo comprarlos, debo mantener a mi abuela —añadió a guisa de
explicación.
—-Pídamelos a mí —dijo Marta—. Nosotros tenemos bastantes libros. Mi marido los
encarga, y yo no tengo mucho tiempo para leer. La mayoría de las veces se quedan sin
abrir.
—Muchas gracias —respondió embarazado Bolek, que no sentía el menor entusiasmo
por la lectura.
—¿Cuándo vendrá usted? —preguntó Marta. El no respondió. Comenzó lentamente
a masticar una hoja de hierba. Marta le tocó un brazo, pero él ni lo advirtió, embebido
como estaba en sus propios pensamientos. De pronto explotó:
—¡Vaya Dios a saber lo que ella se imagina! Quiere ser profesora universitaria y dice
que se avergonzará de un ignorante como yo. Tal vez carezca de educación. A decir verdad, no

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

me interesa ninguna filosofía. Estoy muy bien así. Si quiere casarse conmigo, bueno; si no, ya
me las arreglaré...
Marta se quedó estupefacta.
—Pero seguramente son demasiado jóvenes para casarse.
Bolek la miró irritado.
—Demasiado jóvenes, demasiado jóvenes... Ella también dice eso. Nunca seré
diferente.
—Venga a verme mañana —dijo Marta con bastante firmeza, y se levantó. Bolek
también se puso en pie—. ¿Sabe dónde vivo? Cerca de la Puerta de Cracovia.
Le extendió la mano. A través del cuello de la camisa distinguió la temblorosa piel del
pecho.
—¿Nada usted?
—Por supuesto —respondió él, y le besó la mano.
—Entonces, tal vez podamos encontrarnos algún día en el río.
El no respondió. Parecía sorprendido, pero no incómodo. Marta estuvo de excepcional
buen humor durante la cena. El doctor parecía fatigado, pero pronto se recuperó.
Hablaron de los asuntos del día con una vivacidad que faltaba desde hacía tiempo en sus
comidas.
La vida en común había perdido todo sentido desde hacía bastante tiempo. Marta
desempeñaba las labores de una buena esposa; pero la cocina era el dominio de la vieja
Sofía, que había criado a los niños, y el cuidado del jardín y la atención del teléfono no eran
ocupaciones absorbentes.
Marta advertía la futilidad de su vida, y no sabía qué hacer al respecto. De vez en
cuando invitaba a alguna amiga de la capital, pero las visitas escapaban a los pocos días.
Una de ellas comentó a su regreso a Varsovia que la atmósfera en la casa era semejante a
la de una obra de Ibsen, y eso contribuyó a que las demás se resistieran a aceptar las
invitaciones de Marta. El doctor no era muy exigente: le gustaba la buena comida y los
domingos leía los periódicos y las revistas médicas. Casi nunca conversaba con su mujer; su
trabajo y el deseo de ganar dinero lo absorbían. Por las noches ni siquiera tenía fuerzas
para hablar.
Esa noche, sin embargo, parecía que algo había cambiado entre ellos. Aquella
momentánea animación fue una sorpresa para ambos. Sentados a la mesa, uno frente al otro,
parecían en cierto modo renovados. El doctor estaba intrigado. Vio que Marta se llevaba
las manos a la cabeza y se echaba el cabello hacía atrás; un gesto hacía tiempo olvidado, un
ademán de los años juveniles.
El doctor suspiró; bajó la mirada y contempló una vez más su plato. La comida era
excelente aquella noche: arroz con cangrejos y crema, y de postre crème brulée. Después
de cenar, Marta se levantó y tomó una llave del cajón de una mesa colocada junto al
piano. Su esposo la miró con sorpresa. Rápidamente, aunque trataba de ir más despacio
(pensaba es el gracioso andar de Bolek), llegó hasta la puerta de la habitación de sus hijos y
entró en ella. Encendió la luz. El cuarto estaba muerto y vacío; nada quedaba de su
antigua atmósfera. Marta se sentó a la mesa donde sus hijos acostumbraban estudiar. Unos
años antes pasaba diariamente algunas horas frente a aquella mesa, pero desde hacía
mucho tiempo no ponía el pie en la habitación.
El doctor tomaba el té en el comedor, imperturbable en apariencia. Estaba sentado
frente a la puerta del cuarto de sus hijos, así que podía observar todos los movimientos de
su mujer. Un momento después, la vio cubrirse con las manos, y permanecer así, con los
codos apoyados en la mesa. Cuando terminó de beber el té, se levantó con visible esfuerzo
y se dirigió hacía ella.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Ven —le dijo, poniéndole la mano en un hombro—. No permanezcas aquí.


Marta se levantó, lo contempló durante un momento.
—¿No sientes vergüenza de estar vivo? —le preguntó.
Él se encogió de hombros.
—Siento vergüenza de vivir cuando tantos han muerto —dijo Marta, que, levantándose,
comenzó a caminar por el cuarto vacío—. Siento vergüenza ante todos los que han muerto,
no sólo nuestros hijos.
El doctor permaneció desamparado en medio del estudio; los brazos le pesaban como
si fueran de piedra.
—Piensa tan sólo en la multitud de jóvenes que viven —dijo Marta—. Sin embargo,
nuestros hijos han muerto.
—Ya no serían ahora tan jóvenes —musitó el viejo doctor.
—¿Crees que se habrían casado?
—Seguramente. Tendríamos ahora en casa a sus esposas.
—Eso sería horrible —se estremeció—. Odio a las jóvenes. Son tan presuntuosas.
El doctor se le volvió a acercar. La tomó por un brazo.
—Bueno... Salgamos de aquí —dijo—; sólo te estás martirizando.
—Vivo martirizada. Llena siempre de una vergüenza terrible cuando veo una vida
joven. La juventud, en cambio, es tan insolente... ¿No crees? —dijo mientras salía de la
habitación acompañada por su esposo.
Pero el doctor movía la cabeza con ademán de desaprobación.
—Pareces olvidarte —le contestó— que la vida puede muy fácilmente convertirse en
muerte.
Al día siguiente se presentó Bolek. Marta estaba bastante sorprendida. Sólo después de
un rato comprendió lo que el joven quería: había tomado al pie de la letra lo que le había
dicho sobre los libros. Quería que le prestase algo para leer, pero no sabía qué. "Algo de
literatura polaca", dijo vagamente. Marta supuso que deseaba leer algún libro relacionado
con los estudios de Halina. Era evidente que no leía nada, y ni siquiera recordaba los
títulos de los libros leídos en la escuela. Aceptaría cualquier cosa; pero Marta insistía en
hacerle confesar alguna predilección. Fue incapaz de lograrlo.
Estuvieron un buen rato sentados en el salón de muebles color zafiro. El tiempo era
bueno y había un hermoso crepúsculo. Frente a la casa crecían unas enormes lilas.
Estaban floridas y velaban la luz crepuscular con sus ramilletes de un blanco verdoso.
—¿Ha visto nuestras lilas? —le preguntó—. Son verdaderos árboles.
Esta era una de sus expresiones favoritas, una expresión de su juventud. En aquel
entonces las lilas no eran tan altas, pero ya las llamaba los árboles de lilas.
Bolek no sabía, al parecer, de qué árboles se trataba. Como algunos hombres muy
viriles, era incapaz de recordar los nombres de las flores y de los árboles. No tenía ninguna
idea de cuáles pudieran ser las lilas; sólo conocía el nombre y eso debido a una anécdota
procaz oída en la escuela.
—En efecto —dijo, y miró a Marta inexpresivamente.
—Es usted muy joven —dijo Marta de pronto—. ¿Cuántos años tiene?
—Ya se lo dije: veinticinco.
Marta pensó que era agradable estar con alguien que declaraba tener veinticinco años.
La sola cifra le producía alegría. ¡Era un número de años tan extraño y hermoso!
Por un momento estuvo a punto de decírselo a Bolek, pero pensó que no entendería
nada y desechó la idea.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Había aún otros temas de conversación. Volvieron a hablar de la natación y de las


crecidas que habían ocurrido recientemente en la localidad. Las palabras fluían mucho
mejor que el día anterior. También mencionaron el terraplén.
—¿Va por allí a menudo? —pregunto Marta.
—No tengo con quién ir —respondió Bolek, y se ruborizó.
—¿Cómo? —inquirió asombrada.
Bolek tomó aliento, y respondió:
—A menos que quiera venir conmigo.
Marta se desconcertó.
—Con mucho gusto —balbuceó—. ¿Halina, se ha marchado? —preguntó luego.
—Se fue a casa de su tía. Ni siquiera se despidió de mí —dijo él con acento infantil.
Para Marta ese tono le era completamente nuevo, y miró al muchacho con ternura.
—Muy bien —dijo—. Si está libre mañana al mediodía, podemos encontrarnos en la
playa bajo el puente y nadar juntos un buen rato.
Bolek aceptó inmediatamente. Poco después se marchó. A fin de cuentas no se llevó
ningún libro.
Al día siguiente, Marta recibió una carta. Era una hoja doblada, sin sobre. Un
muchacho del departamento hidráulico la llevó a su casa.

"Querida Sra. Marta:


Estaba ayer tan nervioso que me comprometí a verla al mediodía, aunque es un día de
labores y no quedaré libre hasta las cuatro de la tarde. ¿Nos podríamos ver a esa hora en
el mismo lugar?
Con respetuosos buenos deseos,
Bolek K."

La carta estaba escrita (tal vez copiada) con letra cuidadosa e infantil, sin faltas de
ortografía. "¿Se la habrá escrito alguna amiga?", se preguntó Marta.
A las cuatro de la tarde estaba en la playa, bajo el puente. No era grande y a esas
horas estaba completamente desierta. Ninguna señal de Bolek, Marta se desnudó tras los
arbustos, como lo hacía todo el mundo, sin distinción de edad ni de condición social, y
se puso el traje de baño. La corriente era tan fuerte que era imposible nadar contra ella.
Había que seguir río abajo y luego salir y regresar caminando, a través del campo, hasta
la playa. Marta hizo un par de excursiones. No quería admitir que la ausencia de Bolek le
producía una gran decepción.
Cuando volvió por tercera vez vio en el puente la silueta tan bien conocida. Era Bolek,
pero con Halina; por lo visto no se había marchado a casa de su tía. Iban rumbo a la
estación hablando, al parecer, excitados.
Marta regresó al sitio donde había dejado la ropa, bajo unas zarzas próximas a un
bosque de sauces. Sentíase frustrada, incapaz de recuperar el ánimo. Súbitamente advirtió el
carácter de sus sentimientos hacia Bolek, y al comprobarlo le pareció sentir un golpe en la
nuca. Se estremeció como si tuviera fiebre.
Durante muchos años, la tristeza, una tristeza resignada, había reinado en su corazón. Y
ahora, como si sintiera el germen de la enfermedad mortal que en ella se albergaba, la figura
de aquel joven, más joven aún que sus hijos, había asolado su alma. Quiso maldecir a Bolek;
sin embargo, no hizo sino repetir una y otra vez:
—¿Pero acaso es suya la culpa?
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Permaneció sentada durante largo rato. Varias personas pasaron por la playa; soldados
que nadaban en ropa interior, niños. Unos adolescentes caminaban, llevando ramos de
cálamo aromático recogido en los prados colindantes con las pequeñas lagunas. El día
siguiente era la Pascua de Pentecostés, y el cálamo se emplearía para decorar las casas.
Marta siguió allí un buen rato. "Tener que vivir después de esto" —se decía—. "Es
terrible; preferiría morir ahora mismo."
De pronto escuchó una voz:
—¡Señora Marta! ¡Señora Marta!
Miró hacia arriba. En el puente estaba Bolek; sonreía.
—Perdóneme por el retraso —le gritó, inclinándose sobre el barandal—. Bajo ahora
mismo. Iremos a recoger ácoro.
Marta le saludó con la mano. Cogió un largo tallo verde de la planta acuática que un
niño había dejado caer al pasar. Olió la hoja aromática. Adoraba ese olor.
Después se levantó y salió al encuentro de Bolek. Esperó un poco, hasta que él apareció
entre la maleza. Se había quitado la ropa, y se acercaba a ella con su paso danzarín,
completamente desnudo, salvo una mínima prenda color limón. No estaba quemado por el
sol; por el contrario la piel era blanca y suave como la seda. Una vez más le sorprendió su
belleza excepcional. Las líneas del pecho y de los muslos eran tan armoniosas, tan perfectas,
que Marta permaneció casi sin habla. En silencio le tendió la mano, pero él no se la besó
esta vez. La miró directamente a los ojos. La tosca cara plantada sobre un cuerpo tan
hermoso cobraba otra expresión. "Si tan sólo no hablara", pensó.
Pero Bolek habló.
—Siento haber llegado tan tarde, pero tuve que acompañar a Halina a la estación.
—¿Se marchó?
—No tenía suficiente dinero para el boleto. Tuve que darle lo que tenía, y me quedé
sin un centavo.
Sonrió de una manera tan radiante, que se le transfiguró el rostro. La sonrisa
pareció extendérsele por todo el cuerpo.
—Te prestaré algo —dijo Marta.
—¿De verdad? —inquirió Bolek, con cara feliz.
Aquello era horrible.
Marta quería borrar cuanto antes aquella conversación vulgar, detestable. Quería
separarlo, y ella con él, de todo el mundo, quería cubrirlo con un verde manto de hojas. ¡Y
que callara! La playa, el puente, los niños que gritaban sin cesar, los soldados que se
bañaban, le resultaron de pronto insoportables. No quería mirar las casas del pueblo que
se divisaban desde allí.
De la parte baja del río llegó el canto de un mirlo. En un álamo, cerca del puente, se
podía ver su centelleante plumaje dorado. Marta había tomado a Bolek de la mano.
—¡Vamos! Cogeremos cálamo para mañana —dijo, y lo arrastró hacia los prados.
A lo largo del río, entre las orillas pobladas de bosquecillos y las vastas praderas
cubiertas en aquel momento por una espesa red de margaritas, se encontraban los pozos
de agua estancada. Eran vestigios de afluentes cuya desembocadura se había encenagado,
o agujeros que se habían llenado con las inundaciones. Algunos de estos pozos formaban
verdaderos lagos pequeños, pintorescos, abundantes en cálamo y cubiertos con los abanicos
de las hojas planas de los nenúfares. En las verdes aguas se reflejaban los altos sauces, los
bosquecillos y las nubes blancas que apaciblemente desfilaban en el alto cielo. Marta y Bolek
caminaron en silencio.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

A la orilla de uno de esos pequeños lagos, situado lejos del camino y un poco distante de
los otros, se alzaba un alto álamo. Cuando se pasaba a su lado, incluso en los días sin
viento, se oía el zumbido de las hojas del árbol.
Era una música singular que Marta amaba apasionadamente.
Llegaron a la orilla de un amplio y sombrío lago, muy profundo. Había en las
márgenes un poco de arena blanca, una playa minúscula. Dejaron allí las prendas que
llevaban y se quedaron en traje de baño. Serían las seis de la tarde, pero el tiempo era
cálido.
Bolek llevaba puesta sólo su minúscula prenda color limón. Marta lanzaba de vez en
cuando miradas a su cuerpo perfecto, que no armonizaba con su rostro de eslavo bárbaro,
con su tosca nariz chata. El se tendió en la arena a contemplar las escasas nubes que
pasaban por encima del lago. A lo lejos, en los otros pozos, las ranas croaban ruidosamente.
Los ruiseñores gorjeaban con intensidad exagerada. Sólo ellos se mantenían silenciosos.
—¿En qué piensas?
—En nada —respondió Bolek, con desagradable premura.
—¿En Halina? —insistió ella.
—Sí, en Halina —confirmó el joven, y se sentó.
—Tienes la espalda llena de arena. Deja que te la quite —y se puso a limpiar la piel de
Bolek.
—Pero si ahora me voy a bañar —dijo el muchacho con impaciencia.
Marta no le hizo caso y siguió acariciando lentamente la espalda del joven. Después
apretó con fuerza su mejilla en la espalda.
—¿Qué hace usted? —exclamó Bolek, volviéndose bruscamente.
Marta retiró la cabeza y se echó hacia atrás. Por un momento se miraron fijamente,
hasta que Bolek atrajo hacia sí la cabeza de Marta y la besó en los labios. El beso se prolongó
largo rato.
Cuando se separaron, Marta sólo pudo decir:
—¿Que has hecho, Bolek?
Bolek sonrió y dijo suavemente:
—Eres tan buena...
Marta enrojeció. La frase la había herido.
—Un hombre jamás le debe decir a una mujer que es buena.
—¿Y qué debe decirle, entonces? —-preguntó Bolek ingenuamente, pero con cierta
petulancia.
—Nada —silbó Marta entre dientes, y le dio la espalda.
Durante unos minutos permanecieron sentados sin decirse nada. Finalmente Bolek
suspiró.
—Hay que coger esa hierba —dijo.
Se levantó bruscamente y se lanzó al lago. Se zambulló, emergió en el centro y poco
después estaba ya al otro lado, donde crecían los verdes tallos de la planta aromática.
Marta se quedó en la orilla, con el corazón desolado. En realidad —pensaba— no le
quedaba sino el suicidio. Todo estaba perdido. Cuando Bolek cruzó de nuevo el lago, y
apareció ante ella con una brazada de cálamo, lo miró como a un extraño, como a un
desconocido.
"Uno de los dos debería morir", pensó. Y se imaginó el infinito alivio que sentiría si
aquel joven dejara de existir. No habría entonces nadie en la tierra que conociera su
secreto. El tormento y la vergüenza se desvanecerían del todo.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Toma —grito Bolek alegremente, sin mostrar la menor confusión por lo que había
ocurrido—. Traeré más.
Y dejó caer a los pies de Marta la brazada de plantas verdes.
"Está acostumbrado a estas cosas", pensó Marta con amargura, sin querer mirar a
Bolek. Contemplaba plantas depositadas en la arena.
—Ya hay bastante —dijo.
—No, es muy poco. Luego te quejarás de que soy perezoso —protestó Bolek, riendo, y de
repente la tomó por el cuello y rozó suavemente sus labios con los de ella. Marta quiso
retenerlo.
—En seguida, en seguida —dijo él con mirada significativa—. Traeré todavía un poco
más de esta porquería.
Se separó de ella y se zambulló prestamente en el agua oscura. Desapareció y tardó
largo rato en salir. Marta vio la cabeza en el centro del estanque. Avanzaba lentamente y
con dificultad.
"¿Qué le pasará?", se preguntó Marta.
Bolek nadó tranquilamente hacia la otra orilla. Sus brazos surgían clásicamente del
agua y sus manos se movían de manera elegante en la superficie. Marta le vio llegar a
tierra, detenerse ante los manchones de cálamo y arrancar largos tallos. Naturalmente
con el verde ramaje en un brazo se le hacía más difícil el regreso. Podía nadar sólo con una
mano, por eso avanzaba tan despacio.
"¿Qué le pasará?", volvió a preguntarse.
De pronto se hundió en medio del lago.
"¿Por qué se zambulle?", se dijo Marta, con inquietud.
La cabeza de Bolek surgió del agua unos minutos después. Estaba bastante lejos, pero
ella pudo advertir en sus ojos algo semejante al miedo. Se incorporó rápidamente.
Bolek volvió a hundirse. Cuando apareció, hizo con la mano un ademán de
desesperación. Se estaba ahogando.
Marta se tiró entonces al agua y nadó en dirección suya. Nada se veía en la
superficie. Al llegar al centro del pozo se zambulló hacia el fondo. Cuando abrió los ojos
vio esa opaca luz verdosa que se suele percibir al hundirse. Tendió las manos en todas las
direcciones, en busca del cuerpo. Pero no encontró nada.
Descendió aún a una profundidad mayor. No podía resistir más la falta de respiración,
y comenzaba a salir a la superficie con los párpados cerrados, cuando las manos de Bolek,
que se agitaban sin sentido inconscientemente, rozaron su cuerpo. En aquel momento, dos
fuertes brazos se prendieron a su cuello. Trató de desasirse, pero los brazos pesaban, la
apretaban y atraían hacia el fondo. Perdió el aliento; presintió que en el siguiente momento
comenzaría a tragar agua.
Con un movimiento enérgico de cabeza logró librar el cuello de los brazos que la
sofocaban, y con un ligero impulso hacia arriba, volvió a la superficie. Estaba muy cerca
de la orilla. No supo ni cómo logró llegar a la arena. Miró el pequeño lago; en medio del
agua oscura surgieron durante un momento algunas burbujas. Se cubrió los ojos con las
manos. Cuando volvió a mirar, la superficie estaba tersa.
Subió al terraplén y corrió gritando.
— ¡Socorro! ¡Auxilio!
De detrás de los árboles surgieron dos muchachos que segaban el trigo. Les gritó, a
la vez que señalaba el pequeño lago:
—¡Allí, bajo el árbol! ¡Bolek se está ahogando!

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Los muchachos corrieron más de prisa, y cuando ella llegó al lago se habían quitado la
ropa y arrojado al agua. Buscaron sistemáticamente en el fondo. Cuando salieron a la
superficie, gritaban.
—¡En el centro, en el centro! —profirió Marta.
Los muchachos recorrieron todo el lago. De pronto uno de ellos, Stasiek, exclamó,
irguiendo la cabeza:
—¡Está aquí! ¡Lo he hallado!
—¡Agárralo del pelo! —gritó el otro.
Ambos se zambullían y emergían en el mismo sitio; luego nadaron hacia donde estaba
Marta, trabajosamente, como si arrastraran un fardo bajo el agua. Llegaron a la orilla.
Con gran dificultad sacaron a Bolek, y lo tendieron en la arena. Todo esto había ocurrido
en un lapso de media hora, aproximadamente.
Comenzaron a practicarle la respiración artificial.
El agua salía a chorros por la boca del ahogado, pero este no daba ninguna señal de
vida.
—Espera —dijo Stasiek—, voy a buscar a alguien más. Hay que columpiarlo.
—Yo te acompaño —gritó el otro, mirando con cierto temor el cuerpo.
Sabía seguramente que todo esfuerzo era inútil. Bolek era un buen nadador. Debió
de haber sufrido un ataque cardíaco. Cualquier auxilio era vano.
—Quédese cuidándolo —dijo Stasiek a Marta.
Se pusieron la ropa sobre los cuerpos mojados, y se fueron corriendo. Durante unos
momentos se oyeron todavía sus gritos.
En el pequeño lago reinaba un fúnebre silencio, que no alteraban ya los gritos de los
muchachos. El cuerpo de Bolek yacía en la arena al lado de un manojo de ácoro, tal y como
lo habían dejado sus salvadores. Tenía los brazos en cruz y en el vello de las axilas brillaban
redondas gotas verdosas. Los ojos abiertos eran inexpresivos y duros, como los de las
estatuas antiguas. De la boca entreabierta escurría un fino hilo de agua o de saliva.
Acurrucada junto al cadáver, Marta lo contempló intensamente, como si quisiera
grabar para siempre en la memoria aquella belleza inverosímil. Todo el cuerpo del
ahogado parecía cubrirse como de un celofán que lo hacía extraño e irreal. Comenzaba a
dejar de ser humano.
En la radiante luz del crepúsculo de junio brillaba impúdicamente el calzón,
estrechamente ceñido al cuerpo, y cuyo color limón se oscurecía por efecto del agua.
"¿Por qué no me he ahogado con él?", pensó Marta, y se inclinó sobre el cuerpo.
"¿Es qué quiero vivir? ¿Seguir viviendo? ¿Para qué?"
E incesantemente volvía a su memoria el momento en que con un ademán violento
había librado su cuello del abrazo sofocante.
—¿Vivir? —repetía—. ¿Vivir?
Delicadamente tocó el pecho de Bolek. La piel del ahogado se secaba con rapidez,
aunque el sol había descendido ya hacia el oeste. Sintió bajo los dedos algo infinitamente
frío, como el mármol. La armonía de los músculos era perfecta. Marta puso los labios en
el pecho, donde crecía un vello delicado. También se había secado ya.
Gradualmente, sus labios se deslizaban pecho abajo, y con pasión salvaje, comenzó a
besar el diafragma, el ombligo. En la violencia de los besos con que cubría al muerto
descendía cada vez más abajo. Todo el cuerpo frío, estatuario, bello, olía a cálamo.
Y cuando Marta sintió sus labios al borde de la tela, percibió su olfato un olor a limo, a
escamas pútridas y a cieno, el aroma de la muerte, que muy pronto iba a ser también el
suyo.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

TADEUSZ BOROWSKI
[1922-1951]

La vida de Tadeusz Borowski resume en cierta manera las tribulaciones del pasado
inmediato de Polonia. A comienzos de la guerra, aún adolescente, comenzó sus estudios en la
Universidad clandestina y a la vez se inició en la literatura. En 1942 publicó una edición
mimeografiada de sus poemas. En 1943 fue aprehendido por la Gestapo y llevado al campo
de concentración de Auschwitz. De su experiencia en el campo de concentración surgieron
sus mejores relatos, inquietantes, bestiales, sin hacer concesión alguna a nada, que agrupó
en tres libros: El adiós a María, 1947, El mundo de piedra, 1948, Mayo rojo, 1955. Este
último postumo. Borowski se suicidó en 1951.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

TADEUSZ BOROWSKI:
¡AL GAS, SEÑORAS Y SEÑORES!

En el campo, todo el mundo andaba en cueros. Habíamos pasado por el


despiojamiento y nos habían entregado la ropa en depósito, lavada con una solución de
cyclone que mataba a la perfección tanto los piojos de los vestidos como a los hombres en
las cámaras de gas. Sólo los de las barracas de al lado, separados de nosotros por una
empalizada, no habían recibido aún los uniformes. Nosotros, sin embargo, seguíamos
desnudos porque el calor era insoportable. El campo estaba herméticamente cerrado.
Ningún preso, ni siquiera un piojo, hubieran podido trasponer sus puertas. El trabajo de
los "Komandos" se había interrumpido. Durante todo el día millares de personas
desnudas deambulaban por las calles y los terrenos donde se pasaba revista; se tendían
junto a las paredes y bajo los techos. Dormían sobre los tablones, pues los camastros y las
mantas estaban en proceso de desinfección. Desde las barracas se podía ver el F.K.L. (campo
de mujeres); allí también estaban despiojando. Habían desnudado a veintiocho mil mujeres,
las habían sacado de las barracas; se las podía ver hormiguear por prados, calles y terrenos
de revista.
Pasa la mañana mientras esperamos la comida; se van consumiendo los paquetes, se
visita a los amigos. Las horas transcurren lentamente, como suele acontecer cuando el calor es
tan agobiante. Incluso, la detracción habitual ha desaparecido: los largos caminos que
conducen al crematorio están desiertos. Hace varios días que no llega ningún transporte.
Una parte del "Canadá" 1 fue disuelta e incorporada a los "Komandos". Les tocó uno de los
más fatigosos, el de Harmenze, porque habían engordado y descansado. En el campo rige la
justicia de la envidia: cuando cae un poderoso sus amigos se esfuerzan para que caiga lo
más bajo posible. El "Canadá", nuestro Canadá no está como el de Fiedler, aromado de
resinas,2 sino de perfumes franceses; aquél no es más rico en altos pinos que éste en
diamantes y monedas ocultas procedentes de toda Europa. Unos cuantos estamos sentados
en un camastro, y columpiamos los pies despreocupadamente. Nos repartimos un pan
blanco, bien cocido, tierno, que se desmigaja en la boca, de sabor un poco extraño, pero que
puede conservarse durante varias semanas sin que se enmohezca. Ese pan nos llega de
Varsovia. Hace apenas una semana mi madre lo tenía entre sus manos. ¡Dios mío, Dios
mío...!
Alguien saca tocino y cebollas; abrimos una lata de leche condensada. Henri, enorme y
empapado de sudor, sueña en voz alta con el vino francés que llega en las remesas de
Estrasburgo, de los alrededores de París, de Marsella...
—Escucha, mon ami, cuando vayamos de nuevo al andén traeré champaña auténtico.
Seguramente nunca lo has bebido.

1
Nombre dado a los almacenes del campo, así como a los prisioneros que trabajaban en ellos
y que tenían la misión de despojar de su ropa y objetos valiosos a los prisioneros recién llegados. (N.
del T.)

2
Arkady Fiedler, autor polaco de libros de viajes, uno de los cuales trata del Canadá. (N. del T.)

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—No, pero como no te dejarán pasarlo, haz el favor de no joder. Mejor es que me
consigas unos zapatos, ya sabes de cuáles: deben ser perforados y con doble suela. De la
camiseta, ya ni hablo; me la vienes prometiendo desde hace tanto tiempo...
—Paciencia, paciencia... Cuando lleguen nuevas remesas, traeré todo. Iremos de
nuevo al andén.
—¿Y si ya no hubiera más remesas para los hornos? —digo con malevolencia—. ¿Te has
dado cuenta de lo tiernos que se están volviendo en el campo? Cantidades ilimitadas de
paquetes, prohibición de golpear a los prisioneros, te dejan escribir a casa... ¿No es cierto?
La gente habla muchísimo de los nuevos reglamentos. Tú mismo los has estado
comentando. De cualquier manera, ¡carajo!, llegará el momento en que comenzará a
faltar gente.
—No digas estupideces...
Un bocadillo de sardinas llena la boca del gordo marsellés, cuyo rostro inteligente
semeja una minatura de Cosway (es mi amigo, pero ni siquiera sé cómo se apellida).
—No digas estupideces —repite, tragando con esfuerzo (¡ya pasó, vaya!)—, no digas
estupideces; la gente no puede faltar. Sería el fin para todos en el campo. Todos vivimos de
lo que traen.
—¿Todos? No, no todos. Recibimos paquetes...
—Los recibes tú y tu compañero y unos diez más; los reciben ustedes, los polacos, y ni
siquiera todos. Pero nosotros, ¿los judíos y los rusos?... Si no tuviésemos qué comer, si no
fuera por las remesas, ¿se creen que podrían comerse tranquilamente sus paquetes? No se lo
permitiríamos.
—Nos lo tendrían que permitir. Se morirían de hambre como los griegos. En el
campo, quien tiene comida tiene el poder.
—Nosotros tenemos y ustedes también; ¿por qué pelear entonces?
Es verdad, no es necesario pelear. Ellos tienen y yo también; comemos juntos,
dormimos en el mismo camastro... Henri corta el pan y prepara una ensalada de tomates.
La mostaza de la cantina le da un sabor formidable.
En la barraca, por debajo de nosotros, bulle la gente desnuda, empapada en sudor.
Deambulan entre los camastros, por un pasillo a lo largo de la estufa construida
ingeniosamente para transformar este establo (en la puerta hay todavía una tablilla que
dice: verseuchte Pferde: los caballos enfermos deben enviarse a tal o cual lugar) en el
agradable hogar (gemütlich) de más de quinientas personas. Habitan en los camastros de
abajo a razón de ocho y nueve; yacen desnudos, mostrando los huesos, apestan a sudor y
a excremento. Justamente debajo de mí está un rabino; cubierta la cabeza con un
pedazo de trapo, arrancado de una manta, lee un libro de oraciones en hebreo (abunda
aquí este tipo de lectura) con un lamento sonoro y monocorde.
—Quizás convendría hacerlo callar. Chilla como si hubiese agarrado a Dios por los pies.
No siento ningún deseo de moverme del camastro. Que berree; irá más pronto al
horno.
—La religión es el opio del pueblo; me encanta fumar opio —añade
sentenciosamente el marsellés de mi izquierda, que es a la vez comunista y propietario.
—Si ellos no creyeran en Dios y en la vida eterna, hace tiempo que habrían demolido
los crematorios.
—¿Y por qué no lo hacen ustedes?
La pregunta tiene un carácter puramente retórico, pero el marsellés responde:
—¡Idiota! —y se llena la boca con un tomate y hace un movimiento como para decir
algo; pero continúa comiendo en silencio.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Estamos terminando de comer cuando se produce en la puerta de la barraca un gran


alboroto. Los musulmanes3 se apartan precipitadamente y corren a esconderse en los
camastros. En la cabina del jefe de la barraca irrumpe un mensajero. Momentos después,
surge el jefe majestuosamente.
—¡Canadá! ¡Fuera! ¡Rápido! ¡Llega una remesa!
—¡Gran Dios! —exclama Henri, saltando del camastro.
El marsellés casi se ahoga con el tomate; coge la chaqueta, grita: "¡Raus!" a los de
abajo y un instante después se encuentra ya en la puerta.
Se produce una gran agitación en los demás camastros. El "Canadá" sale rumbo al
andén.
—¡Henri, las botas! —grito a manera de despedida.
—Keine Angst! (no te preocupes) —me responde ya desde el patio.
Guardo la comida, ato con una cuerda la maleta, en la que se mezclan las cebollas y los
tomates del huerto de mi padre en Varsovia con las sardinas portuguesas y el tocino de
Lublín (regalo de mi hermano), junto con auténticas frutas secas de Salónica. Me pongo
los pantalones y desciendo del camastro.
—Platz! —aúllo, abriéndome paso por entre los griegos, que se apartan. En la puerta
tropiezo con Henri.
—Allez, allez, vite, vite!
—Was ist los? (¿Qué sucede?)
—¿Quieres venir con nosotros al andén?
—¡Quiero!
—Entonces, en marcha. Toma tu chaqueta. Hacen falta aún unos cuantos. Ya hablé con
el kapo4 —y me empujó hacia afuera de la barraca.
Nos ponemos en fila. Alguien anota nuestros números, otro desde delante, grita:
"Marsch, marsch!", y corremos hacia la puerta, acompañados por los gritos de una
muchedumbre multinacional, a la que se conduce una vez más a golpes hasta las barracas.
No todos pueden ir al andén. Nos despedimos, y llegamos a la puerta.
—Links, zwei, drei, vierl Mützen ab!
Rígidos, con las manos en los costados, atravesamos la puerta, con paso elástico,
enérgico, no carente de cierta gracia. Un SS. soñoliento, con una gran pizarra en la mano,
nos cuenta desganadamente, haciendo una señal con el dedo después de cada grupo de
cinco.
—Hundert! (cien) —exclama cuando pasa el último.
—Stimmt! (exactamente) —responde una voz ronca desde adelante.
Marchamos de prisa, casi a la carrera. Hay muchos centinelas jóvenes armados de
pistolas ametralladoras. Pasamos todos los sectores del campo II B, y el C, de los checos,
deshabitado, en cuarentena. Avanzamos por entre perales y manzanos del truppen-
lazarott (hospital militar), en medio de un verdor desconocido, de aspecto lunar,
asombrosamente exuberante para los pocos días que ha habido de sol. Luego, describiendo
una curva, dejamos de lado las barracas, pasamos la línea de centinelas y desembocamos en

3
Los parias del campo. (N. del T.)

4
Jefe de cada barraca. (N. del T.)

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

la carretera: henos aquí ya. Una decena de metros más y entre los árboles aparece el
andén.
Es una rústica rampa como pueden encontrarse en algunas estaciones perdidas en
regiones remotas. La plazuela, rodeada por el cinturón verde de unos altos árboles, está
adoquinada. A un lado, cerca del camino, una pequeña barraca de madera, más sucia y
destartalada que la más sucia y destartalada de todas las casetas de estación. Más lejos se
ven grandes pilas de rieles y durmientes; montones de tablas, fragmentos de barracas,
ladrillos, piedras, tubería de drenaje. Aquí se cargan las mercancías para Birkenau:
materiales para los trabajos del campo y gente para las cámaras de gas. En un día normal
de trabajo, llegan los camiones, cargan tablas, cemento, hombres...
Los centinelas se sitúan en los rieles y maderos, bajo la verde sombra de los castaños
silesianos que circundan el andén. Se secan el sudor de la frente, beben de sus cantimploras.
El calor es insoportable; el sol está inmóvil en el cénit. ¡Descanso! Nos sentamos en las
partes sombreadas al lado de los rieles. Los griegos (algunos han logrado colarse, sólo el
diablo sabe cómo) buscan entre los rieles. Uno encuentra una lata de conservas, otro
panecillos duros, restos de sardinas. Comen.
—Schweinendreck! (¡cerdos!) —les escupe un centinela joven y alto, de cabellera
rubia y espesa y ojos azules, soñadores—. Dentro de poco habrá tanto de comer, que no
podrán acabar con todo —concluye, mientras rectifica la posición de su ametralladora y se
seca el sudor con un pañuelo.
—Son cerdos —asentimos.
—¡Eh, tú, gordo! —La bota de un centinela roza ligeramente la nuca de Henri—.
Pass mal auf (escucha), ¿no tienes sed?
—Sí, pero no tengo marcos —responde el francés en tono comercial.
—Schade! (¡lástima!)
—Pero, Herr Posten (señor centinela), ¿es que mi palabra no tiene ya ningún valor?
¿No ha hecho más de un buen negocio conmigo? Wieviel? (¿cuánto?).
—Cien marcos. Gemacht? (¿de acuerdo?)
—Gemacht.
Bebemos un agua pesada e insípida a cuenta de un dinero y unos hombres que ni
siquiera han llegado.
—Tú, ten cuidado —dice el francés, mientras tira la botella vacía que va a estrellarse
contra los rieles—. No tomes dinero, porque puede haber un registro. ¿Para qué demonios
podría servirte, si tienes comida suficiente? Tampoco cojas ropa, porque pueden sospechar
que intentas evadirte. Toma sólo una camisa de seda con cuello, y una camiseta. Si
encuentras algo de beber, no me llames. Yo me arreglaré por mi cuenta. Y ten cuidado si no
quieres recibir una buena paliza.
—¿Pegan?
—Por supuesto, hay que tener también ojos atrás, arschaugen (en el culo).
A nuestro derredor están sentados los griegos. Mueven las mandíbulas como insectos
rapaces e inhumanos; engullen con avidez unos trozos de pan rancio. Están preocupados;
no saben qué trabajo nos espera. Les inquietan esos maderos y esos rieles. No les gustaría
cargar con ellos.
—Was wir arbeiten? (¿en qué vamos a trabajar?) —preguntan.
—Nichts. Transport kommen. Alies Krematorium, compris? (Nada. Llega una remesa.
Todos al crematorio, ¿entiendes?).
—Alies verstehen (Todo entendido) —contestan en el esperanto del crematorio,
tranquilizados; no van a cargar rieles en los camiones ni a transportar los durmientes.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Entre tanto, en el andén el bullicio y el tumulto aumentan a cada momento que


pasa. Los Vorarbeiter dividen a los grupos. Destinan a unos para abrir y descargar los
vagones que van a llegar; a otros los encargan de las escaleras de madera y les dan
instrucciones. Se trata de unas escaleras transportables, cómodas y espaciosas, como para
subir a una tribuna. Llegan motocicletas a montones, atronando el espacio, cargadas de
suboficiales SS., cubiertos de galones de plata, robustos, regordetes, con las botas bien
lustradas y relucientes, con las caras ahitas de crasa vulgaridad. Algunos traen carteras bajo
el brazo, otros empuñan cañas flexibles de bambú. Eso les da un aire oficial y dominante.
Entran en la cantina, pues eso es —su cantina— la miserable casucha donde en verano
beben agua mineral y en invierno se reconfortan con vino caliente; se saludan de manera
oficial, extendiendo el brazo a la romana, para después estrecharse las manos
cordialmente, sonreír con afecto y ponerse a hablar de las cartas que han recibido, de las
noticias de casa, de los niños, y mostrarse sus respectivas fotografías. Algunos se pasean con
aire de dignidad por la plazuela, haciendo crujir los guijarros y las botas y silbar los fuetes de
bambú en señal de impaciencia.
La muchedumbre de trajes a rayas yace en las estrechas franjas de sombra, respira
desacompasademente y con esfuerzo, habla en su lengua materna y contempla
perezosamente y con indiferencia a los hombres majestuosos de uniforme verde, el verdor
de los árboles, la torre vecina e inaccesible de una pequeña iglesia cuyas campanas tocan un
ángelus tardío.
—¡El tren! —exclama alguien, y todos se levantan a la vez.
En la curva aparecen algunos vagones de mercancías: el tren avanza. Primero los
vagones, atrás la locomotora; el guardagujas se asoma, agita un brazo y silba. La
locomotora le responde con un pitido estridente, resopla y el tren entra lentamente en la
estación. Por las rejas de las ventanillas se ven unos rostros humanos, pálidos, macilentos,
insomnes: mujeres asustadas y hombres que, ¡espectáculo insólito!, aún llevan cabellos.
Pasan lentamente; contemplan la estación en silencio. De pronto, desde el interior de los
vagones surge un gran estruendo que hace temblar los bastidores de madera.
—¡Agua! ¡Aire!
Son unos gritos sordos, desesperados.
En las ventanillas se apiña una masa informe, desesperada, de caras. Los labios
aspiran ansiosamente el aire. Unas cuantas bocanadas, y vuelven a desaparecer los rostros
para dejar sitio a otros que a su vez también desaparecen. Los gritos y estertores son cada
vez más intensos.
Un hombre de uniforme verde, con más galones que los otros, hace una mueca de
disgusto. Aspira el humo de un cigarrillo, luego lo arroja con ademán brusco, cambia el
portafolio de la mano derecha a la izquierda y hace un gesto al centinela. Este deja deslizar
lentamente la ametralladora por el brazo, apunta y dispara una ráfaga contra los vagones.
Se impone el silencio. Mientras tanto llegan los camiones; los prisioneros colocan las
escaleras, y se ponen en hileras al lado de los vagones. El gigante del portafolio hace un
gesto con la mano.
—El que sea sorprendido con oro o cualquier cosa que no sea alimento, será fusilado
por robo a la propiedad del Reich. Verstanden? (¿entendido?)
—Jawohl! (sí) —responden algunas voces sin entusiasmo, pero no desprovistas de
cierta buena voluntad.
—Also los! (¡A trabajar!)
Rechinan los cerrojos y se abren los vagones. Una ola de aire fresco entra al interior,
golpeando a la gente como si fuera gas carbónico. Oprimida por una enorme cantidad de
maletas, maletines, bolsas y fardos de toda clase (traen todo lo que debió haber constituido
su vida anterior y debería iniciar la futura), esta masa informe se nos presenta en
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condiciones terribles; algunos se desmayan por el calor y son asfixiados y aplastados por los
demás. Ahora se agolpan en la puerta abierta, y jadean como peces en la arena.
—¡Atención! Bajen con equipaje y todo. Que no quede nada en el vagón.
Amontonen aquí al lado los bultos. Entreguen los abrigos. Estamos en verano. Marchen
hacia la izquierda. ¿Está claro?
—Señor, ¿qué va a ser de nosotros? —dicen al pisar tierra, inquietos, nerviosos.
—¿De dónde son ustedes?
—De Sosnowiec, Bedzin. Señor, ¿qué va a sucedemos? —preguntan obstinadamente,
escudriñando con atención los fatigados ojos de los otros.
—No sé, no entiendo el polaco.
En el campo, es una ley engañar hasta el último instante a quienes van a morir. Es la
única forma de piedad permitida. El calor es tremendo. El sol ha llegado al cénit, el cielo
de brasas parece temblar, el viento que de cuando en cuando nos llega, es tan sólo un soplo
ardiente. Se agrietan los labios y en la boca se siente el sabor salado de la sangre. Con tan
larga exposición bajo el sol, el cuerpo se debilita. Beber, ¡ay!, beber.
Salta del vagón una muchedumbre cargada de fardos, semejante a un río enloquecido
y ciego que busca un nuevo cauce. Pero antes de que vuelvan en sí de la sorpresa que les
produce el aire fresco y el aroma que desprenden los árboles, ya les hemos arrancado los
bultos de las manos y despojado de los abrigos; a las mujeres les quitamos también los
bolsos y las sombrillas.
—Señor, se lo suplico, es para el sol; no puedo...
—Verboten (prohibido) —gruñe entre dientes un guardián, resoplando ruidosamente.
A nuestras espaldas se encuentra un SS., tranquilo, dueño de sí mismo, un técnico.
—Meine Heuschaften (Señores míos), no dispersen tanto los objetos. Es preciso mostrar
un poco de buena voluntad —dice en tono benévolo, pero tuerce nerviosamente con las
manos la delicada fusta de bambú.
—Sí, sí —le responden al pasar, y con movimientos más animados marchan a lo largo de
los vagones.
Una mujer se inclina rápidamente para recoger su bolso. Silba la fusta, la mujer da
un grito, tropieza y cae bajo los pies de la multitud. Una niña que camina tras ella, una niña
pequeña y despeinada grita:
—¡Mamá!
Crece la montaña de objetos: maletas, bultos, mochilas, mantas, vestidos y bolsos de
mano, que al caer vierten billetes de banco multicolores, oro, relojes. . .
A la puerta de los vagones se apilan hogazas de pan, tarros de mermelada y confituras,
cerros de jamones y embutidos. El suelo se blanquea con el azúcar derramado. Los
camiones, una vez llenos, marchan con ruido infernal, entre los lamentos y gritos de las
mujeres que lloran por los hijos que les han arrebatado, y el silencio cargado de
estupefacción de los hombres a los que se ha hecho a un lado. Los agrupados a la derecha,
jóvenes y vigorosos, irán al campo. No escaparán del gas; pero antes deberán trabajar.
Los camiones parten y llegan continuamente como una ininterrumpida y monstruosa
banda. La ambulancia de la cruz roja va y vuelve sin cesar. La enorme cruz de sangre,
pintada sobre el radiador, parece fundirse bajo el sol. Va y viene infatigablemente: en ese
vehículo, precisamente, se transporta el gas, el gas que asfixiará a esta gente.
Los del "Canadá" trabajan junto a las escaleras. No tienen ni un momento de reposo:
separan a los que deben ir al gas, de quienes van al campo; empujan a los primeros por las
escaleras y los hacen trepar a los camiones. Sesenta más o menos en cada camión.

86
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Junto a ellos permanece un hombre joven, bien afeitado, un SS., con una libreta en
la mano. Cada camión es para él una raya; cuando hayan salido dieciséis habrá un millar de
hombres en números redondos. Es un hombre meticuloso y exacto. Ningún camión parte
sin que él lo registre y trace su raya: Ordnung muss sein (debe haber orden). Las rayas se
transforman en millares de personas y los millares en remesas enteras, de los que sólo se
anota: "de Salónica", "de Estrasburgo", "de Rotterdam". El de hoy es designado como el "de
Bedzin", pero en el futuro será conocido como el "de Bedzin-Sosnowiec". Los hombres
seleccionados para el campo recibirán los números de 131 a 132 (mil, por supuesto), y para
abreviar se dirá únicamente: 131-132.
Las remesas aumentan así que pasan las semanas, los meses y los años. Cuando la
guerra llegue a su fin, podrá contarse el número de personas que fueron a dar a los
crematorios: 4.500,000, la batalla más sangrienta de toda la guerra, la mayor victoria de
los alemanes unidos y solidarios. Ein Reich, ein Volk, ein Führer... y cuatro hornos
crematorios. Pero en Auschwitz habrá dieciséis, con capacidad para quemar cincuenta mil
personas al día. El campo se irá ampliando hasta alcanzar con sus alambradas eléctricas
las riberas del Vístula. Encerrará en su seno a trescientas mil personas con uniforme a rayas.
Se llamará Verbrecher Stadt (la ciudad del crimen). No, la gente jamás va a faltar. Se
quemará a los judíos, a los polacos, a los rusos; llegarán al campo hombres de occidente y del
sur, del continente y de las islas. Reconstruirán las ciudades alemanas destruidas,
trabajarán la tierra, y tan pronto como flaqueen en ese trabajo inhumano, oirán el eterno
Bewegung! Bewegung! (muévanse), y se abrirán ante ellos las puertas de las cámaras de gas.
Las cámaras serán perfeccionadas, resultarán más económicas, se las disimulará con mayor
habilidad. Serán como las de Dresden, que cuentan ya con una trágica leyenda.
Los vagones quedan al fin vacíos. Un SS delgado, picado de viruelas, se asoma
tranquilamente al interior, mueve la cabeza con disgusto, nos lanza una mirada y señala
hacia el interior de un vagón.
—Rein! (a limpiar).
Subimos al vagón. En los rincones, y entre excrementos humanos y relojes perdidos,
yacen unos niños asfixiados, pisoteados, pequeños monstruos desnudos con cabezas enormes
y vientres tumefactos. Los recojo como si fueran pollos, un par en cada mano.
—No; al camión, no. Dénselos a las mujeres —dice el SS, mientras trata de encender un
cigarrillo, molesto porque el encendedor no funciona.
—¡Tomen a estos niños, por el amor de Dios! —exclamo al ver que las mujeres se alejan
de mí con terror, encogiendo las cabezas entre los hombros.
El nombre de Dios es del todo superfluo. Tanto las mujeres como los niños irán, sin
excepción, a los camiones. Sabemos perfectamente lo que eso significa y nos miramos con
odio y horror.
—¿Qué pasa? ¿No quieren cogerlos? —dice, con tono de sorpresa y reproche, el SS
picado de viruelas, al tiempo que desenfunda el revólver.
—No hay necesidad de disparar. Démelos.
Una mujer alta, de cabellos grises, toma a los niños y me mira fijamente a los ojos
durante un instante.
—¡Tú, pobre muchacho! —murmura con una sonrisa, y se aleja con paso torpe.
Me apoyo en la pared de un vagón. Me siento postrado. Alguien me sacude por el
brazo.
—En avant! ¡A los rieles! ¡Anda!
Veo danzar un rostro frente a mis ojos. Se desvanece, se confunde, enorme y
transparente, con los árboles inmóviles, que de golpe se han vuelto negros, con la
muchedumbre que circula... Parpadeo con un esfuerzo: es Henri.

87
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Dime, Henri, ¿somos buenas personas?


—Deja de hacer preguntas imbéciles.
—Escucha, amigo: siento una rabia incomprensible contra estos pobres tipos a quienes
debo el encontrame aquí. No me producen ninguna lástima, ni siquiera por el hecho de que
van al crematorio. ¡Que la tierra se los trague a todos! Me lanzaría contra ellos a puñetazos.
Debe ser algo patológico... No acabo de entenderlo.
—Por el contrario, es lo normal. Está previsto y calculado. El tormento que es para ti
todo esto, hace que te rebeles y lo más fácil es descargar la ira en los débiles. Incluso
conviene que lo hagas así. Es una manifestación del sentido común, compris? —responde el
francés, con expresión irónica, y se tiende cómodamente junto a los rieles—. Mira cómo
sacan provecho los griegos. Tragan todo lo que les cae en las manos; uno de ellos se ha
engullido en mi presencia un frasco de mermelada entero.
—¡Cerdos! Mañana la mitad de ellos reventará por la diarrea.
—¿Cerdos? Tú también has pasado hambre.
—¡Cerdos! —repitió obstinadamente.
Cierro los ojos, oigo gritos, siento temblar la tierra y un aire ardiente me golpea los
párpados. Tengo la garganta completamente seca.
El río humano fluye sin cesar; los camiones rugen como perros rabiosos. Vemos desfilar
cadáveres sacados de los vagones, niños pisoteados, inválidos que son echados junto a los
cadáveres, y multitudes, multitudes... Otros vagones se acercan lentamente; los montones
de ropa, maletas y bultos crecen; la gente baja, contempla el sol, respira, suplica que le den
agua, monta en los camiones, se marcha. Y más vagones, más gente... Las imágenes se
mezclan y se confunden ante mí; no sé si lo que veo sucede en realidad o se trata de un
sueño. Veo de golpe que los árboles verdes se columpian con toda la calle, con la abigarrada
muchedumbre. La cabeza me da vueltas, siento que voy a vomitar.
Henri me sacude por un brazo.
—¡Despierta! hay que cargar los bultos.
Ya no queda nadie. Los últimos camiones se alejan por la carretera, levantando nubes
de polvo. El tren se ha marchado; por el andén vacío se pasean dignamente los SS. Brillan
los galones de plata en sus cuellos, resplandecen las botas lustradas, sus rostros están rojos
y congestionados. Entre ellos se encuentra una mujer. Seca, huesuda; sólo ahora advierto
que ha estado aquí durante todo el tiempo. El pelo ralo y descolorido está peinado hacia
atrás y atado a la "nórdica". Se pasea con las manos metidas en una amplia falda-
pantalón, de un extremo al otro del andén: una sonrisa de rata congelada en sus labios
escuálidos. Odia la belleza femenina con toda la fuerza de una mujer fea que tiene
conciencia de ello. Sí, la he visto en otras ocasiones, la recuerdo muy bien: es la
comandante del FKL. Ha venido para examinar su lote, pues una parte de las mujeres no ha
subido en los camiones y marchará a pie hacia el campo. Nuestros muchachos, los
peluqueros, las raparán y disfrutarán ante la humillación de esas mujeres que hasta hace
poco eran aún libres.
Cargamos los bultos, levantamos unas maletas enormes y pesadas y las transportamos
con esfuerzo hacia los camiones. Allí las acomodan en pilas, las amontonan, les meten los
cuchillos en busca de vodka y de perfumes. Una de las maletas se abre, y deja caer una
profusión de vestidos, camisas, libros... Recojo un pequeño bulto muy pesado. Lo desato. Es
oro: dos buenos puñados de relojes, brazaletes, sortijas, collares, diamantes.
—Gib her (dame eso) —dice tranquilamente un SS, y me tiende una cartera abierta,
llena de oro y de billetes extranjeros de muchos colores. Luego la cierra y vuelve al acecho
junto al otro camión. Es oro para el Reich.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

El calor es insoportable. El aire inmóvil parece una columna al rojo vivo. Las
gargantas están secas. Cada palabra produce dolor. ¡Ah! ¡Si pudiésemos beber! ¡Beber!
Pero hay que darse prisa: debemos terminar cuanto antes, para ir a la sombra, para
descansar. Terminamos de cargar. Los últimos camiones se marchan. Recogemos
cuidadosamente todos los papeles y desperdicios que han quedado en las vías, quitamos la
basura que ha dejado la expedición "para que no quede la menor huella de esa gentuza".
Pero en el momento en que desaparece el último camión tras de los árboles y nos dirijimos,
¡por fin!, hacia los rieles, a descansar y beber algo (quizás Henri pueda comprarle otro poco
de agua al centinela), resuena más allá de la curva el pitido del guardagujas. Nuevos
vagones van entrando lenta, muy lentamente; la locomotora emite un sonido estridente. Por
las ventanillas nos contemplan unas caras marchitas, pálidas, planas como si estuviesen
recortadas en papel, con los ojos enormes, ardientes por la fiebre. Aquí están ya los
camiones y el hombre tranquilo con su libreta de apuntes; de la cantina entran los SS con
sus carteras y portafolios para recoger el oro y el dinero. Comenzamos a abrir los vagones.
No, ya no es posible mantener la sangre fría. Arrancamos con brutalidad las maletas,
quitamos violentamente los abrigos. ¡Sigan, sigan, marchen! Y siguen. Y marchan. Hombres,
mujeres, niños. Algunos de ellos ya están enterados.
Una mujer camina con paso vivaz, se apresura sin querer demostrarlo, pero sus
movimientos son febriles. Un niñito de unos cuantos años, de cara redonda y sonrosada
como un querubín, corre tras ella, sin lograr alcanzarla, y le tiende las manos llorando:
—¡Mamá! ¡Mamá!
—¡Eh, mujer! Recoge al niño.
—¡No es mi hijo, no es mío! —grita la mujer histéricamente, y trata de huir,
cubriéndose la cara con las manos.
Quiere esconderse, confundirse con las que no irán en camión, las de a pie, las que
vivirán. Es joven, bella. Quiere vivir.
Pero el niño corre tras ella, gritando desaforadamente:
—¡Mamá, mamá! ¡No me dejes!
—¡No es mío, no es mío, no!
Por fin, Andrei, un marino de Sebastopol, la detiene. Sus ojos están turbios por el
vodka y el calor. La atrapa, la derriba con un violento golpe, y al caer la agarra por el pelo y
la levanta. Tiene el rostro deformado por la furia.
—¡Maldita sea tu madre, puta judía! ¿Así que quieres abandonar a tu hijo? ¡Yo te
enseñaré, ramera!
La agarra por la cintura, le aprieta la garganta con su enorme manaza y, tomando
impulso, la arroja violentamente al camión como si se tratara de un pesado saco de trigo.
—¡Toma! ¡Esto también es para ti, perra! —y le arroja el niño a sus pies.
—Gut gemacht (bien hecho). Hay que castigar a las madres desnaturalizadas —comenta
el SS que se encuentra al lado del camión—. Gut, gut, ruski (Bien, bien, ruso).
—Cierra el hocico —gruñe Andrei entre dientes, y se marcha hacia los vagones.
Saca una cantimplora de debajo de un montón de trapos, la abre, toma un trago y
me la pasa. Quema la garganta, es alcohol puro. La cabeza comienza a zumbarme y las
piernas se me aflojan. Me vuelve la náusea.
De pronto, de esta ola humana que se precipita ciegamente hacia los camiones, como
impulsada por una fuerza invisible, emerge una jovencita. Salta ágilmente del vagón y mira a
su alrededor con ojos escudriñadores, sorprendidos.
Una abundante cabellera rubia se desliza suavemente sobre sus hombros; con gesto de
impaciencia la echa hacia atrás. Pasa maquinalmente las manos por su blusa y con un

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

ademán casi imperceptible se alisa la falda. Permanece inmóvil un momento. Finalmente


aparta su mirada de la multitud y la pasea por nuestras caras como si buscara a alguien;
nuestros ojos se encuentran.
—Dime, ¿adonde nos llevan?
La contemplo. Tengo ante mí a una muchacha de cabello rubio maravilloso, de pechos
delicados cubiertos por una ligera blusa de organdí, y una mirada inteligente, madura. Me
mira atentamente a los ojos y espera. De un lado, la cámara de gas, la muerte común,
horrible, repugnante. Del otro, el campo, la cabeza rapada, los pantalones de algodón para
el verano, la fetidez de cuerpos de mujer sucios y sudorosos, el hambre bestial, el trabajo
inhumano, para, al fin de cuentas, ir a parar a la misma cámara de gas, pero con una
muerte aún más abominable, más horrible. Quien ha entrado aquí jamás vuelve a su vida
anterior; ni siquiera sus cenizas traspasarán la línea de centinelas.
—¿Para qué lo habrá traído si de todas maneras se lo van a quitar? —pienso
mecánicamente, al ver en su muñeca un hermoso reloj con una fina pulsera de oro. Tuska
tenía un reloj parecido, sólo que lo usaba con una cinta negra.
—Respóndeme.
Me mantengo en silencio. Ella se muerde los labios.
—Ya comprendo —dice con un tono de altivo desprecio.
Echa hacia atrás la cabeza y se dirige resueltamente hacia los camiones. Alguien intenta
detenerla, pero ella se desprende bruscamente y sube de prisa por la escalera a un camión
casi lleno. De lejos, veo todavía su cabellera rubia flotando al viento.
Entro en los vagones, saco criaturas, arrojo equipajes, toco los cadáveres; pero no
puedo dominar el miedo salvaje que aumenta en mi interior. Trato de rehuirlos, pero
yacen por doquiera: en la grava, en el andén, en los vagones. Niños, mujeres desnudas y
repulsivas, hombres contrahechos por las convulsiones. Corro lo más lejos posible. Siento en
la espalda el golpe de una caña de bambú. Por el rabillo del ojo, veo a un SS. Me escapo y
me mezclo entre un grupo del "Canadá". Por fin logro deslizarme una vez más a lo largo de
los rieles. El sol ha descendido en el horizonte y baña el andén con sus rayos sangrientos,
crepusculares. Las sombras de los árboles se proyectan de manera espectral, y en el silencio
que al caer la noche envuelve a la naturaleza, el clamor humano resuena cada vez de modo
más fuerte y obstinado.
Sólo desde aquí puede verse en conjunto el infierno del andén. Una pareja cae al suelo,
unida en un desesperado abrazo. El hombre hunde convulsivamente los dedos en el
cuerpo de la mujer y ella se prende hasta con los dientes de la ropa de él. Grita
histéricamente, jura, blasfema, hasta que una bota llega a sofocarla. Jadea entonces, se
calla. Se les separa igual que si fuesen trozos de madera y se les arrea como a bestias hasta el
camión. Cuatro miembros del "Canadá" transportan un cadáver: se trata de una mujerona
enorme, hinchada. Juran y maldicen por el esfuerzo, rechazando a patadas a los niños
extraviados que corren por el andén y aullan desolados como perros. Los cogen por la nuca,
por la cabeza, por los brazos y los arrojan como fardos en los camiones. Entre los cuatro no
pueden levantar a la mujer hasta la rampa del camión; piden ayuda, y con la colaboración
de otros, logran por fin depositar aquella montaña de carne en la plataforma. Del andén
llegan varios cadáveres tumefactos, enormes. En medio de ellos han arrojado a los lisiados, a
los paralíticos y a los que se han desmayado. La montaña de cadáveres se agita, gime,
aulla. El chofer pone en marcha el motor y arranca.
—Halt! Hait! —ruge desde la parte de atrás un SS—. ¡Detente, mal rayo te parta!
Arrastran a un anciano vestido de frac, con un brazo entablillado. La cabeza rebota en
las losas, en las piedras. Gime y repite monótonamente y sin cesar:
—Ich will mit dem Herrn Kommandanten sprechen (Quiero hablar con el señor
comandante).
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Repite esta frase con obstinación senil durante todo el trayecto. Arrojado al camión,
pateado, aplastado, sigue gimoteando: —Ich will mit dem...
—Cálmate, viejo —le grita un joven SS, riendo a carcajadas—; dentro de media hora
hablarás con el más supremo de todos los comandantes. Y no olvides decirle: Heil Hitler!
Otros llevan a una niña que ha perdido una pierna. La llevan agarrada por un brazo y
por la pierna única. Tiene las mejillas bañadas de lágrimas, musita lastimosamente: "Me
duele, me duele". La arrojan al camión de los cadáveres. Será quemada viva junto con
ellos.
Es una noche fresca y constelada de estrellas. Permanecemos tendidos entre los rieles.
Reina un profundo silencio. En los altos postes, unas lámparas anémicas proyectan círculos
de luz entre la oscuridad impenetrable. Unos cuantos pasos, y el hombre desaparece. Pero
los ojos de los centinelas vigilan; sus fusiles y ametralladoras están dispuestos para disparar.
—¿Te has cambiado de zapatos? —me pregunta Henri.
—No.
—¿Por qué?
—Ya he tenido más que suficiente.
—¿Tan pronto? ¿Apenas después de la primera expedición? Piensa nada más en mí. . .
Es posible que desde la Navidad hayan pasado ya un millón de personas por mis manos.
Lo peor son las expediciones que vienen de París: siempre encuentra uno conocidos.
—¿Y qué les dices?
—Que los llevan a las duchas, que luego nos veremos en el campo, ¿qué les dirías
tú?
Permanezco en silencio. Bebemos un café con alcohol; alguien abre una lata de cacao y
lo mezcla con azúcar. Hay que cogerlo con la mano; el cacao se pega al paladar. Bebemos
más café, más alcohol.
—Henri, ¿qué esperamos?
—Falta aún por llegar otra remesa. Nadie sabe a qué hora llegará.
—Si viene, no iré a descargarlo. No podría.
—¿Te has desinflado? Un buen "Canadá"... Henri sonríe bonachonamente y
desaparece en la oscuridad. Momentos después está de regreso.
—Está bien —añade—. Cuida sólo de que no te descubra un SS. Quédate todo el
tiempo en este lugar. Yo te buscaré los zapatos.
—¡Deja de joder con los zapatos! Tengo sueño. Es noche cerrada. Entra otro tren, un
nuevo convoy. Los vagones surgen de la oscuridad, pasan por la franja de luz y vuelven a
desaparecer en las tinieblas. El andén es pequeño, la zona iluminada es aún menor.
Descargaremos un vagón tras otro. Se oye el ruido de los camiones; se aproximan
lúgubremente a las escaleras, alumbran los árboles con los fanales. Wasser! Luft! (agua,
aire). Se repiten las mismas escenas: una sesión retardada del mismo film; unas ráfagas de
metralla, y los vagones se tranquilizan. Una niña logra sacar medio cuerpo fuera de la
ventanilla de un vagón, pierde el equilibrio y cae en el andén. Durante un momento, yace
aturdida; pero se levanta y empieza a caminar en círculo, cada vez más de prisa, extendiendo
torpemente los brazos, como si hiciera ejercicios gimnásticos, aspira ruidosamente el aire y
gimotea monótonamente, estridentemente. Se ha vuelto loca. El espectáculo crispa los
nervios. Un SS le da una patada en la espalda con la bota herrada y la derriba por el
suelo. La oprime con el pie, saca el revólver, dispara una, dos veces: la niña agita
convulsivamente las piernas, después queda inmóvil. Empezamos a abrir los vagones.
Otra vez me acerco a ellos. Nos llega un olor cálido y dulzón. Una montaña humana
inmóvil en terrible confusión llena el vagón hasta más de la mitad.

91
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Ausladen! (¡a descargar!) —ordena la voz de un SS que aparece entre las tinieblas.
Lleva en el pecho una lámpara portátil. Ilumina el interior.
—¿Por qué se quedan como atontados? ¡A descargar!
Y empieza a dar golpes con la fusta. Cojo la mano de un cadáver y la siento asirse
férreamente a la mía. La retiro con precipitación. Lanzo un grito, y echo a correr. El corazón
me late enloquecidamente y la garganta se me contrae. Vomito, agachado bajo el vagón. Me
deslizo tambaleándome en dirección de los rieles.
Tendido sobre el hierro frío, sueño con regresar al campo, a mi camastro sin colchón, a
dormir un poco entre compañeros que no irán durante esa noche a la cámara de gas. De
pronto, el campo me parece un tranquilo remanso. Otros mueren, pero uno logra vivir,
tiene comida, fuerzas para trabajar, una patria, una casa, una novia...
Las luces centellean de manera lúgubre. La ola humana fluye ininterrumpidamente,
turbia, inquieta, enfebrecida. Estas gentes creen que van a iniciar una nueva vida en el
campo, y se preparan síquicamente para una dura lucha por la existencia. No saben que
morirán en seguida, que el oro, el dinero, los diamantes que precavidamente esconden en
los dobladillos y costuras de los vestidos, en los tacones de los zapatos, en los orificios del
cuerpo no han de servirles para nada. Personas experimentadas y meticulosas rebuscarán en
los intestinos, sacarán el oro de debajo de la lengua, los diamantes de la matriz y del
recto. Les arrancarán los dientes, y en cajas herméticamente cerradas enviarán todo eso a
Berlín.
Las siluetas negras de los SS pasean tranquilamente. El de la libreta de apuntes traza
las últimas rayas, y ajusta el número de quince mil.
Muchos, muchos camiones han partido rumbo al crematorio.
Terminamos. Los cadáveres diseminados en el andén son transportados en el último
camión, junto con los equipajes. El "Canadá", rico en panes, mermeladas, azúcar, oliendo a
perfumes, con ropa interior limpia, se prepara para el regreso. El "Kapo" termina de llenar
una caldera con oro, sedas y café. Es para los guardianes de la puerta; así dejarán entrar al
"komando" sin pasar por el control. El campo vivirá unos días gracias a esta remesa;
comerá sus jamones y embutidos, confituras y frutas; beberá sus vodkas y licores, vestirá su
ropa, traficará con oro y objetos. Una buena parte de este botín será llevada por los civiles
fuera del campo, por la Silesia, hasta Cracovia y aún más lejos. Traerán cigarrillos, huevos,
vodka y cartas de casa en cambio.
Durante algunos días se hablará en el campo de la remesa "Sosnowiec-Bedzin". Era una
buena expedición muy rica.
Cuando llegamos al campo, las estrellas comienzan a palidecer, el cielo, cada vez más
transparente, parece que va a elevarse ante nosotros, la noche se aclara. El día se anuncia
cálido y sereno.
De los crematorios se elevan espesas columnas de humo, y forman en la altura un
inmenso río negro, sobre Birkenau, para ir a perderse tras los bosques, por el rumbo de
Trzebinia. La remesa de Sosnowiec está ya ardiendo.
Nos encontramos con un destacamento SS armado de ametralladoras, que va a relevar
la guardia del campo. Marchan con paso uniforme, hombro con hombro. Una sola masa,
una sola voluntad.
—Und morgen die ganze Welt... (y mañana el mundo entero) —cantan a voz en
cuello.
—Rechts ran! (¡derecha!) —ordena la voz de mando.
Les dejamos libre el paso.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

TADEUSZ BOROWSKI:
EL MUNDO DE PIEDRA

Opera, ópera

Tras la breve obertura, se alzó la cortina de felpa. La luz dorada de los reflectores inundó
las piedras de un patio de prisión rodeado de muros recubiertos de playwood. Una sombra
aumentada teatralmente disimulaba la entrada de los sótanos, desde donde llegaba un sordo
martilleo de pies humanos sabiamente amplificado por los bajos de la orquesta. El director de
orquesta, de frac negro, se mantenía de lado en relación con la escena iluminada de abajo por
una luz cerosa, cadavérica. Su cara era amarilla y su boca entreabierta, sus ojos hundidos
estaban lívidos, como desecados. Sus manos oscilaban y palpitaban poéticamente al ritmo de la
música como una rama bajo una borrasca violenta. La cantante, vestida de hombre, estaba
arrinconada en la esquina que hacían los muros de la prisión. El guardián que se hallaba a su
lado llevaba una capota que le llegaba a las rodillas, exhibía una falsa calvicie y sostenía un
manojo de verdaderas llaves de hierro.
Yo me hundí en mi butaca y me apoyé en su brazo recubierto de paño. Mis narices
olfatearon instintivamente. Un perfume dulzón de cabellos se mezclaba al aroma irritante de
una piel, a un olor de polvos y de lavanda. Junto a mi mejilla sentí el cálido aliento de una
mujer.
—Es verdaderamente bello —murmuré, lleno de admiración ante el involuntario contraste
que ofrecían las sombras y las luces sutiles que jugaban sobre la sala, sobre la orquesta y en la
escena.
—O ja, das ist wunderschön —me cuchicheó la mujer con solicitud; volvió su cabeza hacia
mí y me sonrió tiernamente. Tenía dientes brillantes como perlas. Uno de sus ojos estaba como
nublado, lo que daba a su cara un aspecto de eterna confusión. Yo le miré los ojos semicerrados,
las cejas imperceptiblemente fruncidas.
—¿Bist du vielleicht böse? —preguntó quedamente, inquieta de pronto; parpadeó y, con la
punta de los dedos, me acarició la mano.
Filas de cabezas humanas, de mujeres, de soldados y de funcionarios emergían de la
penumbra a nuestros pies. En los palcos, las caras grises de los oficiales con órbitas terrosas
destacaban en el fondo negro de las colgaduras.
—¿Aber wo? ¿Warum soll ich denn? —Saqué del bolsillo una tableta de chocolate y se la
tendí; ella partió un pedazo y deslicé de nuevo el resto en mi bolsillo.
La hoja de estaño crujió secamente entre mis dedos como un periódico que se desgarra.
El director de orquesta bajó las manos y la música se hizo más suave, apagándose casi. Los
pasos subterráneos se ahuecaron y el eco emitido por los sótanos se extendió por todo el teatro.
Se sentía en ellos una fatiga, un temor y una nostalgia sobrecogedores. La música se hinchó
espasmódicamente y cesó de pronto. Entonces, húmedo remolino, un hormigueo de cuerpos
enredados se encogió por la puerta del sótano y trepó, plasma viscoso, hasta el medio del patio,
a pleno sol. Esta masa humana que parecía encadenada con los mismos hierros, vestida con un
solo andrajo pútrido, parecía alzar hacia el sol un único rostro horriblemente ciego y tendía
hacia el cielo decenas de manos desnudas de una blancura obsesiva. Y de pronto, ella murmuró
con una voz sepulcral: ¡Toquen!, y durante una explosión de la orquesta, estalló en un sollozo
93
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

desgarrador: "¡El sol, el sol!". Recorrió la sala un estremecimiento que también se apoderó de
mí. Después, la música se amortiguó y la comparsa se coaguló en el centro mismo del patio en
un éxtasis un poco teatral. Por fin, la cantante entonó un aria y, con los últimos acentos, el
guardián de las llaves se agitó de manera inquietante al pie del muro. La masa humana se
contrajo como un verme pisoteado; después, acompañada por el barítono del guardián, se
deslizó por la puerta de la cueva y desapareció en los sótanos.
La mujer seguía la escena con ojos dilatados. Se había inclinado hacia delante, incrustando
sus dedos en el respaldo de la butaca. Habiéndose cruzado con mi atenta mirada, sonrió
perpleja.
—¿Bist du vielleicht böse? —preguntó ella en un murmullo medroso. Su pecho se expandió
en un suspiro. Un descote generoso dejaba ver entre sus senos una cicatriz blanca y profunda.
—¡Aber wo! ¿Warum soll ich denn? —repliqué, dejando correr mi mirada sobre el corte
delgado y perfecto.
El telón cayó lentamente; oficiales, soldados, funcionarios de los ejércitos aliados, damas
del gran mundo, estudiantes y muchachas premiaron el Fidelio, a los prisioneros y al guardián
con un trueno de aplausos. El director de orquesta se inclinó profundamente, soltándosele en la
frente sus largos cabellos. El telón volvió a levantarse. La mujer observó mi chaqueta verde de
SS, con mangas demasiado largas para mí, que yo había recibido a mi salida del campo después
de haber devuelto mi uniforme rayado, mi camisa de tejido de ortiga y mis calzoncillos. Sus
labios se movieron pero no oí sus palabras. Dijo, más claramente: —¿Bist du böse?
—¿Nee, warum soll ich denn? —repliqué sonriente. Puse mi mano sobre sus caderas, la
deslicé hasta la ingle y hundí mi dedo en su cuerpo con tanta fuerza que la mujer se enderezó
completamente, apoyó la nuca en el respaldo de la butaca y entre sus labios convulsivamente
contraídos aparecieron sus dientes brillantes como perlas, fuertemente apretados de dolor.

La muchacha de la casa quemada

Me incliné con curiosidad sobre la balaustrada del puente apretando fuertemente con mis
dedos la fría barandilla de hierro, a fin de no lastimarme el pecho y cerré los párpados un
instante. El aire estaba todavía embalsamado por la lluvia de verano, pero ondeaba ya bajo el
efecto del sol, y de las piedras sobrecalentadas de la acera se elevaba un vapor, cálido como un
aliento, que me rozaba las piernas. Soplos frescos, casi silvestres, llegaban del río, se abultaban y
se deprimían, vacilaban, hubiérase dicho, como olas que se quiebran y a veces un acre olor de
hojas putrescentes se deslizaba entre ellos como un reflejo sobre el agua. Hay que decir que yo
contraje prudentemente la nariz, pues sobre el asfalto de la calle pasaban con estruendo
camiones que expandían un fétido olor de carburante que se mezclaba al perfume del polvo
húmedo, se fundía con las exhalaciones de las cloacas y hacía desaparecer completamente las
bocanadas del viento que soplaba desde el río.
Una casa quemada, de ladrillos rojos, bruñidos, como podridos por lo alto, cubiertos de
herpes de mezcla y profundamente agrietados, en las habitaciones desiertas, que las llamas
habían devorado completamente, estrechos esqueletos de chimeneas; en los muros, insensatas
brechas de puertas y ventanas inútiles —todo enlazado por una hiedra voraz que se había
incrustado en los muros y había trepado a las cornisas—; la verja que separa la casa de la calle,
herrumbrosa y retorcida; cerca de la vivienda un álamo famélico, pálido, plateado por la lluvia y
roto por un obús —todo esto visto desde arriba de los arcos del puente-— yacían, pequeños y
frágiles, sin importancia como juguetes de niño.
Más allá de los campos se extendía un vasto campo de hierba espesa, lujuriante, desteñida
como la vieja tapicería del canapé verde que se hallaba hace poco en la casa quemada; destellos
irisados de vidrio espejeaban en la hierba. Por los alrededores rojeaban fragmentos de ruinas
frescas; la vegetación no había tenido tiempo aún de engullir por completo el reciente escombro.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

La calle, despojada de sus casas, y que los transeúntes ya no cruzaban, estaba ceñida por un
semicírculo de faroles torcidos, y al borde de las cunetas macizas, plantadas a todo lo ancho al
sol, crecían árboles de frondas fantásticamente abundantes y espumosas; la hierba saltaba
ávidamente sobre la vertiente y la intensidad de su verdor dañaba los ojos; entre los árboles se
veían, disimulados por la maleza, tanques pintados de color de hoja muerta y las manchas
blancas de aviones de caza. Sobre la amarilla arena, al pie de las cunetas, reposaban piezas de
artillería de todos los calibres. A lo largo del puente, sobre el empedrado, traqueteaban
pesadamente carretas de campesinos llenas de ladrillos y de cal, mientras que por encima de la
casa, sobre el campo, los taludes y las carretas, nubes de vientre violeta y rosa atravesaban una a
una el cielo, florecían y se marchitaban al viento como flores prematuras.
Así, desde arriba de las arcadas del puente, yo rememoraba este increíble paisaje, y a pesar
de mí mismo, esperaba casi que, si yo abriese los ojos, la hierba que había invadido las ruinas, la
verja de hierro recubierta de minio, los tanques, los aviones y los cañones de todo calibre que allí
estaban expuestos, las carretas, los caballos apáticos, los carreteros, sus ladrillos y su cal, todo
esto se desvanecería y en su lugar reaparecerían las malezas espesas y delicadas llenas de
rumoreo de hojas y de piar de pájaros; que los árboles secos reverdecerían, que la casa quemada
se llenaría de gente y que, entreabriendo la puerta disjunta que batía perpetuamente, una
muchacha en traje de peregrina azul marino saldría del corredor ausente y alzaría al cielo su
cara pálida y meditabunda. La muchacha pasaría por los senderos a lo largo del seto vivo, se
deslizaría hábilmente entre los arbustos como un ágil animal: de noche, cuando el cielo está
sembrado de estrellas y brillante como el cristal, un rayo de luna se posaría sobre la silueta o
bien la sombra vacilante del álamo la envolvería, un perfume sofocante de clavero o el acre olor
de la tierra en primavera la acompañaría o aun las hojas secas crujirían bajo sus pasos o
menudos carámbanos rechinarían con un ruido de vidrio; ella llegaría de detrás de la esquina de
la calle y, agazapados al pie de un pilar del puente, nosotros sorberíamos ávidamente el líquido
demasiado caliente, comeríamos en la piedra esculpida una sopa de papas o de barszcz o aun
una vasija de leche que me había guardado para la comida; en cuántos caminos, calles, recodos,
la silueta de esta muchacha ha permanecido, cuántas veces he sentido la frescura de sus labios
rojos, y junto a mí el calor de su cuerpo; cuántas veces he contemplado en la oscuridad su cara
quemada, que refleja dolorosamente los estremecimientos de su cuerpo: amor de muchacho y
celo de mujer; ternura y obstinación, separaciones y retornos; mocedad y madurez; las calles, las
aceras, las puertas de las casas, los hombres, las imágenes del cielo, los parques estremeciéndose
en la sombra plena de sus manos blancas, los colores de las telas de lana en los bailes populares,
la lluvia, el sol, los árboles y el aire están colmados de imágenes de ella más tenaces bajo mis
párpados cerrados que esos tanques camuflados en el verdor, los aviones blanquecinos y los
cañones de todo calibre expuestos en la arena amarilleante a la vista de los mirones.
Abrí los ojos llenos aún del paisaje de antaño y paso a paso, arrastrándome, descendí
penosamente los escalones del viaducto, hediondos de orina y de fango, hasta la acera. En una
calleja, transversal, observé a los obreros que, con el torso desnudo, sacaban ladrillos de entre
las ruinas y los hacían rodar por un canal de madera, miré las carretas cargadas de ladrillos y
tirados por caballos extenuados, abarqué con la mirada los campos herbosos, los árboles secos,
las cunetas y el álamo sobre el declive, ese paisaje al que yo había estado antes apegado; en fin,
frunciendo fuertemente las cejas, partí con paso decidido hacia el centro de la ciudad. Mientras
que yo pasaba cerca de la casa quemada sobre la cual crecía la hierba, del campo sopló un viento
y sentí en mi nariz como una viva bocanada dulzona del hedor de un cuerpo en descomposición,
que se desprendía de las entrañas de los cimientos, de los sótanos abrumados de escombros.
Sin embargo, mi olfato me había engañado, pues, como me dijeron casualmente, es en otra
calle donde esta muchacha había sido sepultada bajo los escombros y seis meses después de su
muerte, los padres la habían exhumado y enterrado lege artis en un cementerio barato de los
suburbios.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

ZOFIA NALKOWSKA
[1889-1964]

Es una autora muy representativa del ambiente intelectual del período de


entreguerras. Educada en un medio de ideas liberales y de alta cultura, se desarrolló
precozmente y comenzó a publicar siendo aún muy joven. Siguió los caminos de la novela
tradicional, aunque desarrollándolos con gran penetración y lucidez. Representa la corriente
sicologista dentro de la narrativa de la Polonia Independiente; dos temas la obsesionan,
los mecanismos del amor y el estudio de las transformaciones operadas en la sicología
humana y en las relaciones sociales de nuestro siglo. La segunda guerra mundial, los hornos
crematorios, las ejecuciones masivas, parecieron derrumbar todos los valores que había
sostenido. Entre sus obras destacan, Mujeres, 1906, El príncipe, 1907, Las contemporáneas,
1909, El idilio de Teresa Hennert, 1925, Un mal amor, 1928, La frontera, 1935, para
algunos críticos esta última es la novela más importante del período de la preguerra.
Como consecuencia del trabajo en la Comisión Internacional de Investigación de los
crímenes del Nazismo, publicó Medallones en 1946.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

ZOFIA NALKOWSKA:
LOS NIÑOS EN AUSCHWITZ

Cuando se hace con la imaginación un recuento del cúmulo enorme de muertes a ritmo
acelerado que, aparte de las causadas por las operaciones militares propiamente dichas,
ocurrieron en el territorio polaco, el sentimiento más intenso que se experimenta, además
del horror, es el del asombro.
Masas innumerables de personas fueron asfixiadas y quemadas, con refinamiento
inaudito, con un método más que minuciosamente concebido, llevado a cabo racionalmente
y perfeccionado. Esto, sin renunciar por ello a los procedimientos libres de los aficionados, a
quienes se los dictaba el gusto personal.
No fueron decenas ni centenares de miles, sino millones de seres humanos los que en los
campos de la muerte polacos fueron transformados en materias primas y mercancías.
Además de los famosos, como Majdanek, Auschwitz, Birkenau y Treblinka, de vez en cuando
se descubren otros, menos conocidos.
Ocultos en medio de los bosques y de las colinas cubiertas de verdor, a veces retirados
de las vías férreas, esos campos permitían el empleo de sistemas más simples y económicos.
Así, por ejemplo, se han encontrado yacimientos enormes de cadáveres enterrados, en
Tuszynek y en Wiaczyn, cerca de Lodz.
En los alrededores de Chelmno, bastó un viejo palacio situado en una colina, con una
vista magnífica sobre un paisaje de jardines y trigales, un viejo granero en ruinas, y un
amplio claro en un joven pinar cuidadosamente cercado, para alcanzar la cifra de un
millón de víctimas.
Fue suficiente un pequeño edificio de ladrillo rojo, junto al Instituto de Anatomía de
Wrzeszcz, en las afueras de Gdansk, para transformar en jabón la grasa de los asesinados y
su piel en pergamino.
Los alemanes prometían a los judíos detenidos en Italia, Holanda, Noruega y
Checoslovaquia excelentes condiciones de trabajo en los campos de Polonia, y a los sabios se
les garantizaba que ocuparían puestos en los institutos de investigaciones; igualmente
ofrecieron en propiedad a un grupo de judíos la rica ciudad industrial de Lodz,
recomendándoles que llevaran consigo sólo los objetos de mayor valor.
Cuando un transporte de prisioneros llegaba al lugar de destino, se les hacía apearse
de los vagones por un lado de la vía, y sus maletas eran arrojadas por el otro lado.
Luego, en las barracas a donde se los conducía, les ordenaban desnudarse para ir a los
baños y poner en orden la ropa. Cuando salían de allí, ninguno volvía a recibir sus vestidos.
Unos eran precipitados desnudos en las cámaras de gas o en camiones herméticamente
cerrados donde morían asfixiados por los gases de escape durante el viaje al crematorio.
Otros recibían en cambio unos harapos con los que se les conducía a los campos de
trabajo.
En Auschwitz, igual que en los otros campos, se acumularon en los almacenes
enormes depósitos de ropa, calzado, joyas y objetos de uso personal de las víctimas. Trenes
cargados de mercancías salían rumbo al Reich. Los brillantes desmontados de los anillos y
sortijas eran transportados en botellas cerradas. Cajones llenos de gafas, relojes, polveras,
cepillos de dientes colmaban los vagones. Todo tenía un valor específico.
97
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Los huesos calcinados eran utilizados en la fabricación de fertilizantes, la grasa se


convertía en jabón, la piel en objetos de cuero, el pelo en colchones. Pero éstos no eran sino
subproductos de aquella enorme empresa estatal que, en el transcurso de unos cuantos
años, rindió beneficios incalculables.
Estos beneficios constantes provenían del suplicio y el terror de los hombres, pero
también de su envilecimiento y sus crímenes, y constituían la base económica de todo el
sistema de los campos. El postulado ideológico de la aniquilación de razas y naciones enteras
servía a este objetivo, constituía su justificación.
Los prisioneros que regresan ahora a Polonia, de los campos alemanes de Dachau y
Oranienburg, nos suministran nuevos datos, que complementan nuestros conocimientos
sobre el estado real de cosas. Se comprueban que en el Reich, equipos enteros de
especialistas se ocupaban de descoser los vestidos y calzados transportados de los campos
polacos a la metrópoli. En las costuras de la ropa, en las suelas, dentro de los tacones de los
zapatos, encontraban gran cantidad de monedas de oro. Eso explica que a la muerte de
Himmler se descubriera en su residencia de Berchtesgaden cientos de miles de libras
esterlinas en divisas de veintiséis países.
Al examinar los documentos proporcionados por la deposición de los testigos y las
inspecciones realizadas en los lugares mismos del drama, sobre ese fenómeno extraordinario
que constituye Auschwitz, sorprende la perfección de los métodos por medio de los cuales el
sistema y los reglamentos de este campo realizaban su doble tarea: política y económica,
podría decirse, ideológica y práctica.
La tarea política consistía en despoblar ciertas regiones para adueñarse de sus
riquezas naturales y culturales. La tarea económica tenía por objetivo lograr que la
realización de ese plan no sólo no produjera el menor perjuicio económico, ni ocasionara
gastos, sino que, por el contrario, se convirtiera en fuente de utilidades, en primer lugar por
el trabajo de los prisioneros en las fábricas de la industria bélica y en segundo, en especie,
es decir, por medio de los bienes arrebatados a las víctimas.
Esta empresa concebida y realizada tan cuidadosamente fue obra de hombres. De éstos,
unos eran los ejecutores y otros sus objetivos. Fueron hombres quienes reservaron ese
destino a otros hombres.
¿Quiénes fueron esos hombres?
Numerosos ex prisioneros del campo, salvados de la muerte contra toda esperanza,
testimoniaron ante la Comisión para la Investigación de los crímenes hitlerianos. Había entre
ellos hombres de ciencia, políticos, médicos, profesores, gente que constituía la gloria de sus
pueblos.
Cada uno era, por lo general, el único sobreviviente de su familia; cada uno había
sabido de la muerte de sus padres, esposa e hijos. Se salvaron sin saber siquiera cómo fue
posible.
El doctor Mansfeld, profesor de la Universidad de Budapest, dijo:
—Pude salvarme por no creer ni un solo instante en la salvación. Si hubiera abrigado
ilusiones, habría carecido de la calma moral que me preservó la vida.
Estos hombres tenían en el campo la tarea de prestar ayuda a los demás, mientras
rozaban diariamente la muerte, pues sufrían igual que los otros toda clase de torturas. Como
médicos eran necesarios a los alemanes en el campo y eso les permitía salvar, hasta cierto
límite, a algunas de las víctimas.
El doctor Grabczynski de Cracovia, por ejemplo, encargado del bloque número 22,
lugar de asesinato y terror, donde se enviaba a los enfermos graves para su liquidación, lo
transformó en un verdadero hospital. No sólo atendió a los enfermos en su calidad de
médico y les consiguió medicinas y vendajes, sino que valiéndose de mil subterfugios, libró

98
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

del gas a muchos enfermos graves, les salvó la vida, asegurando que se restablecerían al
cabo de cinco días.
Pero quienes llevaban a cabo con sus propias manos aquel plan preciso de asesinato y
rapiña eran también hombres. Y hombres eran los que superaban el marco de los
reglamentos, los que asesinaban sólo por deleite.
Las declaraciones, notables por su claridad y precisión, del diputado Meyer, quien pasó
doce años de su vida en los campos alemanes, nos permiten tener una idea del rostro
verdadero de los verdugos de Auschwitz.
El mayor criminal del campo era August Class, hombre fuerte y musculoso, quien
hacía todos los días una visita a las barracas, con ágil paso de atleta. Golpeaba a las víctimas
elegidas en los riñones, para no dejar ningún rastro, y la muerte sobrevenía tres días
después.
Otro, ponía la bota en la garganta del prisionero y le aplastaba la laringe con su peso.
Otro más se divertía en hundir la cabeza de los prisioneros en un cubo y mantenerla
sumergida hasta que los desdichados se ahogaban.
Uno de los más sanguinarios —un asesino profesional— era muy exigente al pasar
revista, y si la ropa o las botas de alguien no estaban bien limpias lo golpeaba en la cabeza
con una porra de goma rematada con un trozo de plomo, con tal precisión que lo mataba
en el acto. Se vanagloriaba de lograr quince víctimas diarias.
Otro, de dos metros de estatura, nariz larga, cara afilada y ojos estrechos, con una nuez
que le bailaba en la garganta y unas manos enormes, estrangulaba diariamente a varios
prisioneros, antes de tomar el desayuno, escogiéndolos a golpe de vista en los diferentes
sectores durante su paseo matinal.
Indudablemente estos hombres podían actuar así; de antemano se había hecho todo
lo necesario para poner en movimiento esas fuerzas, latentes en la subconsciencia del
hombre, que si no son despertadas, pueden dormir sin manifestarse jamás.
Una selección extraordinariamente cuidadosa y un sistema de educación bien
meditado crearon aquel equipo humano, único en la historia, que desempeñó hasta el final
el papel que le estaba destinado.
Sabemos por el testimonio del diputado Meyer que el partido de Hitler aumentó sus
miembros en la etapa inicial, reclutando a sus adeptos en los bajos fondos de la sociedad.
Había criminales, asesinos y ladrones; había también explotadores de mujeres. La educación
nazi cultivó sus instintos naturales con una solicitud particular. Un indicio de ello fue la ley
especial promulgada en Alemania que prohibía reprochar a los miembros del partido su
pasado personal. Muchas personas fueron encarceladas por infringir esta prohibición.
Según las declaraciones del doctor Fisher, profesor de siquiatría en Praga, había cursos
especiales, a menudo de dos años, para la formación de la juventud hitleriana, y en ellos se
hacían experimentos prácticos de crueldad sádica.
El mismo profesor Fischer, que durante muchos años fue perito judicial, afirma que el
sadismo aún en el más bajo nivel no disminuye la responsabilidad criminal. Todos son
hombres conscientes de sus actos y tienen la plena responsabilidad de ellos.

Los niños en Auschwitz sabían que iban a morir. Se escogía para la cámara de gas a
los más pequeños, aquéllos que todavía no podían desempeñar ningún trabajo. Se procedía
a su selección, haciendo pasar a los niños, uno tras otro, bajo una barra colocada a una
altura de un metro y veinte centímetros. Conscientes de la gravedad del momento, los más
pequeños se enderezaban al acercarse a la barra, y marchaban sobre la punta de los pies
para tocarla con la cabeza y salvar así la vida.

99
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Alrededor de seiscientos niños, condenados a la muerte por asfixia estuvieron


recluidos en espera de que hubiera el número suficiente para llenar la cámara de gas.
Sabían de qué se trataba. Se dispersaban por el campo y trataban de esconderse; pero los
SS los conducían de nuevo al edificio. Desde lejos se podían oir sus lamentos, pidiendo
socorro.
—¡No queremos ir al gas! ¡Queremos vivir!
Una noche llamaron a la ventana del cuarto de un médico. Cuando éste la abrió,
entraron dos muchachitos completamente desnudos, transidos de frío. Uno tenía doce años
y el otro catorce. Habían logrado escapar del camión en el momento en que llegaba a la
cámara de gas. El médico ocultó a los niños, les dio de comer, les consiguió vestidos. Logró
que un hombre de confianza que trabajaba en el crematorio anotara dos cadáveres más de
los que había recibido. Exponiendo la vida a cada momento, ocultó a los dos niños hasta el
momento que pudieron salir al campo sin despertar sospechas.
Una hermosa mañana de verano, el doctor Epstein, profesor de Praga, iba por una calle
entre los edificios del campo de Auschwitz, cuando vio a dos niños. Estaban sentados en la
arena y empujaban unos palitos. Se les acercó y preguntó:
—¿Qué hacen aquí, niños?
Y obtuvo esta respuesta:
—Jugamos a quemar judíos.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

ZOFIA NALKOWSKA:
EL HOMBRE ES FUERTE

El palacio, que ya no existe, estaba en el borde de la colina, dominando un vasto paisaje de


primavera, llano hasta el horizonte, de campos verdes simétricamente divididos.
El palacio se desmoronó, como dice Michal P. Fue volado al mismo tiempo en que el
bosque vecino, en el famoso bosque Zuchowski, le dieron fuego a cuatro crematorios.
Servía de decoración, de espléndida puerta que conducía de la vida a la muerte.
Desempeñaba el papel de metáfora en aquel rito, que todos los días, desde hacía mucho tiempo,
se realizaba con ceremonial invariable. Hombres y mujeres, con la fatiga del camino, pero
todavía vivos, todavía dueños de sí, vestidos con sus ropas de viaje, atravesaban la primera
puerta y luego la segunda y penetraban en el interior de la mansión. Caían las puertas traseras
del camión. Los viajeros, ayudándose unos a otros, bajaban ruidosamente las escaleras. Todavía
—a juzgar por el letrero colocado sobre la entrada— pueden pensar que entran en un
establecimiento de baños. La ilusión dura poco. Después de atravesar el interior del edificio
aparecen, en el patio opuesto, en trajes menores. Algunos aún tienen en la mano la toalla y el
pedazo de jabón. Acosados y defendiéndose de los culatazos suben desordenadamente al camión
colocado delante del palacio: una enorme cámara de gas semejante a un vagón de muebles. Las
puertas se cierran estrepitosa y herméticamente. Es ahora cuando los hombres de los sótanos
del palacio, hombres a otros fines destinados, pueden oír el gran grito de terror. Cogidos en la
trampa gritan pidiendo socorro, golpean las paredes del camión. Pocos minutos después,
cuando los gritos cesaban, el camión partía. A su debido tiempo, otro auto llegaba al mismo
lugar.
El palacio ya no existe. Ya no existe tampoco aquella gente. En el borde de la colina ha
quedado un cuadro de diferente vegetación que asoma sus tallos y hojas entre los menudos
escombros, limitados por los restos de muro a ras de tierra. Y ha quedado bajo el despeñadero
un vasto pedazo de mundo visible: lejanos campos verdes, árboles primaverales en las praderas,
contorno de bosques en el horizonte.
Al sol, en el lugar de los antiguos huertos, se reunía un pequeño grupo de hombres. Todos
pueden hablar de lo que allí había tenido lugar. En torno al palacio habían levantado una cerca
de madera de unos tres metros. Poco era lo que se podía ver. Pero se podía oír el arrastre de
cuerpos, el rechinar de cadenas. Delante del palacio se oía constantemente el ruido de motores
de camiones que torcían hacia el bosque Zuchowski. También se podían oír los gritos de
personas,
—Yo vivía en Ugaj, trabajaba para los alemanes.
Así relata Michal P, un judío joven, de constitución atlética y cabeza pequeña. Habla en voz
baja, despacio, pero en su voz hay algo de solemne, parece como si estuviera recitando algún
texto sagrado.
—Acompañé hasta el camión a mi padre y a mi madre. Más tarde a mi hermana y sus cinco
hijos y a la esposa de mi hermano con sus tres hijos. Quise ir voluntario con mis padres, pero no
me dejaron.
Tenían sus razones.
—Trabajaba entonces, por encargo del Comité Judío de Ugaj, en el derribo de un viejo
granero; por eso no estaba en la conjura cuando se llevaron a los judíos de Kolo.

101
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Algunos tenían miedo. Entonces Siuda, un gendarme de los llamados Volksdeutsch


polacos, les dijo: "No tengan miedo, los llevan a la estación de Barloga y de allí seguirán hasta el
lugar de trabajo". Dejaron pues de tener miedo. Hubo inclusive algunos que se mostraron
deseosos de marchar.
Los judíos de Kolo fueron transportados durante cinco días. Los últimos que se llevaron
fueron a los enfermos, aunque los choferes habían recibido órdenes de viajar despacio y con
cuidado.
En los primeros días de enero de 1942, junto con otros cuarenta judíos de Ugaj, nos
llevaron al puesto de gendarmes. Al día siguiente llegó un camión de Izbica con quince judíos de
esa ciudad. Nos metieron en el camión y nos llevaron a Chelmo. Todos éramos fuertes, aptos
para realizar los trabajos más pesados.
Con espléndido ademán señaló el lugar, donde por entre las hojas se veían escombros.
Todavía estaba allí el palacio. Quería ver cómo era por dentro, pero no nos dejaban mirar.
Cuando el camión entró en el segundo patio, levanté la lona y vi ropas viejas tiradas por el suelo.
No necesité más para enterarme de lo que allí pasaba.
Del camión nos hicieron bajar a los sótanos. Nos obligaron a darnos prisa golpeándonos
con las culatas. En la pared estaba escrito en judío; "Quien entra aquí encuentra la muerte".
Al día siguiente me llamaron arriba para recoger las ropas que otros habían dejado. En una
sala grande, esparcidas por el suelo, había muchas prendas de vestir de hombres y mujeres;
abrigos y zapatos. Había que llevarlas a otra habitación, donde había grandes montones de lo
mismo. Los zapatos teníamos que colocarlos en montón aparte. En el primer cuarto, donde se
desnudaban los judíos, había dos estufas bien encendidas. Hacía calor para que los judíos se
desvistieran sin resistencia.
En el sótano las ventanas estaban tapadas con tablas, pero poniéndose uno encima de otro
se podía ver algo por las rendijas.
Los alemanes obligaban a la gente a salir al patio en paños menores. No querían salir sin
ropa, pues el frío era espantoso. Los alemanes los obligaban a golpes a subir al camión.
Los que volvían a los sótanos, después del trabajo de la noche, decían que enterraban a
gentes asfixiadas. Fue entonces cuando me ofrecí para trabajar en el bosque. Pensé que del
bosque tal vez pudiera huir.
A unos treinta, después de darnos palas y picos, nos llevaron en un camión al bosque
Zuchowski. A las ocho de la mañana llegó el primer camión de Chelmo. A los que estábamos
trabajando en la zanja no nos dejaban volver la cabeza. Pero aún así, yo vi cómo los alemanes
retrocedieron cuando se abrieron las puertas traseras del auto. De su interior salía un humo
espeso. No se sentía ningún olor desde donde estábamos.
Luego tres judíos entraron en el auto y empezaron a echar al suelo los cadáveres.
Hacinados unos sobre otros, llenaban el vehículo hasta la mitad. Algunos se mantenían
abrazados. A los que todavía les quedaba un aliento de vida, los alemanes los remataban con un
tiro en la nuca. En cuanto terminaba la descarga, el coche volvía a Chelmo.
Más tarde dos judíos pasaban los cadáveres a dos ucranianos. Vestían de paisano. Con
unas tenazas arrancaban a los cadáveres los dientes de oro, del cuello las bolsitas de dinero, de
las muñecas los relojes, de los dedos los anillos.
Registraban a los cadáveres hasta provocar náuseas.
Hasta entonces eran tres los que hacían este trabajo. Pero aquel día, precisamente cuando
estaban cargando a los judíos en el auto, un ucraniano quedó encerrado. Gritó, pero los otros
también gritaban de modo que los alemanes no pudieron enterarse. Y fue así como murió
asfixiado entre judíos uno de los que habría de registrarlos. Cuando el transporte llegó
reconocieron al ucraniano. Quisieron salvarle la vida. Le aplicaron respiración artificial, pero ya
era tarde.

102
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Los alemanes no registraban a los cadáveres personalmente, pero seguían atentos el


trabajo de los ucranianos. Lo que estos habían recogido lo metían los alemanes en una maleta
especial. Ya no era obligación quitarse la ropa interior.
Terminada la inspección, colocábamos los cuerpos en la zanja, bien apretados, con la
cabeza del uno entre las piernas del otro para que cupieran muchos. Todos con la cabeza hacia
abajo. La zanja se ensanchaba a medida que se acercaba a la superficie. En las últimas capas
cabían unos treinta cadáveres uno al lado del otro. En tres o cuatro metros de zanja cabían unos
mil.
Diariamente llegaban al bosque trece camiones con asfixiados, cada camión transportaba
hasta noventa. Los judíos limpiaban el suelo del vehículo y si encontraban algo de oro, también
iba a parar a la maleta especial. El jabón y las toallas volvían a Chelmo.
Desde el primer día intenté ponerme de acuerdo con otros para fugarnos. Pero era mucho
el miedo que todos tenían. Nuestro trabajo duraba todo el día, hasta el anochecer. Nos
apaleaban para que trabajáramos más de prisa. Cuando alguno trabajaba demasiado despacio,
le mandaban tumbarse cara abajo entre los muertos y le daban un tiro en la nuca.
Los gendarmes que nos cuidaban nunca estaban borrachos durante el servicio. Eran
siempre los mismos. No hablaban con nosotros. De cuando en cuando, alguno de ellos nos
arrojaba un paquete de cigarillos a la zanja.
Una vez llegaron al bosque Zuchowski tres alemanes desconocidos. Hablaron con los
oficiales de la SS, miraron los cadáveres, rieron y se fueron.
Trabajé diez días. El bosque todavía no estaba cercado, tampoco había aún crematorios.
Estando allí fueron asfixiados los judíos de Ugaj y de Izbica: un viernes gitanos traídos de Lodz y
el sábado judíos del ghetto de Lodz. Cuando llegaron los judíos de Lodz, los alemanes hicieron
una selección entre nosotros: veinte que eran débiles fueron llevados a la cámara de gas,
poniendo en su lugar a otros tantos judíos fuertes llegados de Lodz.
El primer día estos judíos de Lodz estuvieron encerrados en un sótano contiguo al nuestro.
Por la pared nos preguntaban si era bueno el campo, si "daban mucho pan". Cuando se
enteraron de cómo era, empezaron a maldecirse diciendo: "Y nosotros que nos hemos apuntado
voluntariamente para venir a trabajar...".
Calló por algunos instantes; pensaba en algo. Su cuerpo grande, huesudo, se había
inclinado bajo el peso de una fatiga interior. Tras breve meditación, añadió:
—Cierto día —un martes— del tercer camión llegado de Chelmo fueron arrojados al suelo
los cadáveres de mi mujer y de mis hijos; el chico tenía siete años y la niña cuatro. Me eché
sobre el cadáver de mi mujer y mandé que me dispararan.
No quisieron matarme. Uno de los alemanes dijo: "El hombre es fuerte, todavía puede
trabajar". Con una vara me estuvo apaleando hasta que me levanté.
Aquella noche dos judíos se ahorcaron en el sótano. Quise ahorcarme también, pero me
disuadió de ello un hombre devoto.
Entonces me puse de acuerdo con otro para huir por el camino. Pero aquel día él viajó en
otro camión. Decidí huir solo.
Cuando llegábamos al bosque, me acerqué al hombre que nos escoltaba para pedirle un
cigarrillo. Me lo dio. Entonces retrocedí y otros lo cercaron pidiéndole cigarros. Rasgué con un
cuchillo la lona cerca de la cabina y salté del camión. Dispararon contra mí pero no acertaron.
En el bosque, un ucraniano en bicicleta disparó varias veces pero tampoco logró acertar. Huí.
En una aldea me escondí en un pajar, enterrándome bien en la paja. Por la mañana oí a los
campesinos comentando que los alemanes estaban en la aldea y que buscaban a un judío
forajido. Después de dos días, sin comer, salí del escondrijo. Entré en casa de un campesino
cuyo nombre desconozco. Me dio de comer, me afeitó y me dio una gorra para que recobrase el

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

aspecto humano. De aquí me fui a Grabowo, donde encontré al judío con quien había acordado
huir. El se fugó del otro camión el mismo día.
Antes de partir, fuimos al bosque Zuchowski, donde había trabajado Michal P. cavando
enormes fosas colectivas y donde había reconocido los cadáveres de su mujer y de sus hijos.
En un extenso claro, entre apretados y oscuros pinos, crecían franjas de hierba joven. No
había ramas verdes de brezo ni helecho. En cierto lugar, la fosa estaba descubierta, asomando
entre la sucia arena un pedazo de pie humano. Más adentro, donde el bosque era más espeso,
nos mostraron el sitio de los crematorios incendiados.
Dos mujeres de las aldeas vecinas nos acompañaron por el bosque. Cuando supieron
quiénes éramos nos preguntaron si la Comisión de Investigación no podía apresurar la
exhumación. Eran la madre y la mujer de un hombre fusilado allí en los primeros días de
existencia del campo. Sabían dónde estaba la tumba.
Alguien señaló la tapa de una caja de fósforos con letras en griego y otros papeles
descoloridos por la lluvia con nombres de farmacias extranjeras. En el lugar donde habían
estado los crematorios, alguien halló dos pequeñitos huesos humanos.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

MARÍA DABROWSKA
(1889-1964)

Junto con Nalkowska, María Dabrowska es la otra gran escritora polaca


contemporánea. Muy joven trabajó en el movimiento cooperativista en el campo y estudió
detalladamente la vida campesina. Sigue las tradiciones de la novela realista del siglo XIX. En
un estilo de máxima diafanidad no exento de grandeza, nos presenta en sus obras un
amplio panorama de la vida polaca desde la insurrección de 1863 hasta nuestros días. Sus
obras más importantes: Gentes de allá, 1925, Amistad, 1927, Noches y días, 1932-1934, Las
señales de la vida, 1938, Estrella de la mañana, 1955, Ensayos sobre Conrad, 1959.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

MARÍA DABROWSKA:
PEREGRINACIÓN A VARSOVIA

El 3 de febrero de 1945, a las cinco y media de la mañana, abandonamos Dabrowa


Zdunska, cerca de Lowicz, y nos dirigimos a la próxima estación de Jackowice. Una ligera
ventisca ha endurecido el fango del deshielo de ayer. Tal es la primera circunstancia
favorable. Las botas no se hunden en el lodo, y los pies pueden caminar sobre la superficie de
crujientes terrones congelados. A derecha e izquierda del sendero que cruza el campo, las
franjas de nieve fundida lanzan, acá y allá, un blanco resplandor en la gris madrugada.
Un inmenso tren formado por varias docenas de vagones de carga, había salido rumbo
a Varsovia, pasando por Lowicz, antes de que llegáramos a la estación. Se siente en la
atmósfera algo tan fresco y estimulante, que inflama la esperanza asociada siempre con el
alba.
La estación está desierta. Aún no hay horario, ni movimiento normal de trenes. Por
esta línea sólo circulan transportes del ejército. Con actitud amistosa, un ferrocarrilero
polaco nos asegura que el próximo tren saldrá dentro de poco.
De hecho, no tenemos que esperar demasiado, o así nos lo parece: nuestra paciencia
está bien adiestrada. A las siete y media, el ansiado tren llega de Kutno. Esta vez son sólo
vagones tanque; pero descubrimos junto a la locomotora un vagón gris con las puertas
entreabiertas y unas escalerillas hasta el andén. Nos dirigimos allá sin pérdida de tiempo. Es
la segunda circunstancia afortunada. Una parte del vagón está constituida por un pequeño
compartimiento con una estufa roja y asientos. En una mesa, junto a la ventana, van dos
oficiales, un hombre y una mujer. Él lleva un gorro ruso de piel, ella un sombrero polaco
de cuatro picos. En uno y otro hay águilas polacas. Un soldado raso, con un uniforme
exactamente igual al de la infantería polaca de antes de la guerra, añade combustible a la
estufa. Nadie se opone a nuestra entrada. Los hombres se mantienen silenciosos. El oficial
—un coronel— fuma su pipa. La joven oficial es la única persona que deja traslucir deseos
de conversar. Sonríe amistosamente. Tiene las uñas manicuradas, pintadas de rojo oscuro y
en los labios hay huellas de lápiz labial carmesí. Entiende algo de polaco. Es nieta de uno
de los insurgentes de 1863 deportados a Siberia. Cuando le preguntamos si es polaca, nos
responde orgullosamente:
—No, soy rusa.
Tanto ella como el coronel, son médicos del ejército de la División Kosciuszko. Van a
Sochaczew para desmontar un hospital de campo y transportarlo al frente. Cuando hablan
con el soldado que está junto a la estufa, lo llaman "Negro". Le pregunto al "Negro" de
dónde es. Hace una pausa antes de responder:
—De Luck.
También él es hombre de pocas palabras, y eso nos sumerge en el silencio.
En Lowicz surge la confusión. Nadie sabe si el tren va a seguir, y, en caso de que sea
así, hacia dónde. Finalmente, resulta que van a separar el vagón y esperar la salida hacia
Sochaczew, sin saber si de allí salen trenes para Varsovia, o continuar en los vagones tanque
hasta Skierniewice. Algunos de éstos tienen en la parte trasera una pequeña cabina donde
pueden acomodarse dos personas. Dichas cabinas van vacías. Saltamos a una de ellas.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Cerramos la puerta con el objeto de no congelarnos; de todos modos Skierniewice no está


muy lejos.
En la estación de Skierniewice pulula una multitud innumerable de personas con
fardos. Todos se dirigen a Varsovia, y la mayoría ha esperado más de veinticuatro horas.
Vagamos a lo largo de los andenes y de los edificios de la estación, atestados de una bullente
humanidad. Me siento agradablemente sorprendida ante la novedad de que la estación
entera sea accesible a todos. Las salas de espera de primera y segunda clase, reservadas
durante cinco años "únicamente para alemanes", están ahora invadidas por nuestra propia
gente, sin que, al fin, nadie la saque, la empuje o la golpee. E involuntariamente, pienso:
"¡A lo que nos habían reducido, si tan poco nos parece ya bastante!"
Después de una hora de espera, o algo así, una nerviosa actividad se apodera de la
expectante multitud. Algunas personas gritan que se aproxima el tren de Lodz. Es cierto
que llega un tren y, ¡oh, maravilla de las maravillas!, se trata de un tren "civil", un tren
de pasajeros. Nos lanzamos a él, o mejor dicho somos lanzados por la presión de la gente.
Pero casi al mismo tiempo retrocedemos. Desde la puerta, un joven miliciano, en traje de
paisano, como todos nosotros, pero con un rojo brazalete y un fusil en la espalda, nos sale
al encuentro con los brazos abiertos, y exclama:
—¡No seguimos! ¡El tren regresa a Lodz!
El muchacho no es mal sicólogo. Evidentemente, nadie quiere tomar un tren para
Lodz. Todos somos peregrinos que vamos a la bendita entre las benditas: la martirizada
Varsovia.
Algunos descienden como poseídos, saltan, se lamentan, lloran, maldicen.
Repentinamente, el mismo miliciano comienza a gritar:
—¡Nuevas instrucciones! ¡El tren seguirá hasta Zyrardow!
Incapaces de reflexionar frente a la nueva situación, ya hemos sido arrojados, casi
cargados en vilo hasta el vagón, por la presión de la gente, y quedamos detenidos en el
corredor. Me deslizo hacia el excusado, donde seis personas logramos acomodarnos. En la
tabla de la letrina pueden sentarse dos personas. En la puerta abierta y en el corredor se
arremolinan algunas muchachas. Después que hemos recobrado el aliento, nos ponemos a
conversar. Descubrimos que son ucranianas que regresan de los campos de trabajo forzado
en Alemania. Las que están más cerca de nosotros pertenecen a un koljós de los alrededores
de Zytomierz. Cantan canciones rusas, sin tregua, una tras otra. Cantan sobre los jóvenes
komsomoles, sobre "Katyuszka, de pie a la orilla del arroyo"; luego, una canción adecuada
a las circunstancias: "Madre querida, ¿por qué entregaste mi belleza a Alemania?" Otra, de
la que sólo recuerdo estas palabras: "La llama está extinguiéndose, los ancianos hablan del
pasado". Y muchas más, que he olvidado por completo.
En Zyrardow nos enteramos de que no tendremos que descender. El tren seguirá hasta
Pruszkow. Pero nos detenemos una hora en Zyrardow. En cierto momento, el comandante
militar de la estación, un oficial soviético, se acerca a la puerta de nuestro vagón. Saluda con
cordialidad a sus compatriotas que vuelven del cautiverio. Las muchachas le preguntan:
—Díganos, ¿dónde termina esta Polonia? Avanzamos y avanzamos, y seguimos aún en
Polonia.
—Es cuestión de un poco de paciencia. Pronto llegarán al río Bug. Después del Bug,
ya es Rusia —las consuela el oficial.
Es casi de noche cuando llegamos a Pruszkow. El tren no sigue adelante. Descendemos.
El paso de los viajeros a través de la puerta de ingreso, donde los milicianos verifican la
identidad de todos, es lento. Algunos, cansados e impacientes, se deslizan sin más por los
agujeros que hay en las bardas. Al fin, nosotros también llegamos a la población. Reina una
oscuridad profunda. A cada momento, nuestros pies tropiezan con algún obstáculo en la calle
adoquinada, o se sumergen en algún charco que ha dejado el deshielo. La oscuridad es
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

ruidosa y agitada; las calles hierven de peatones, que en su mayoría, responden, cuando se
les pregunta alguna dirección:
—También yo soy forastero.
La oscuridad de la noche se interrumpe a veces por los fuegos y luces que cruzan el
cielo en todas direcciones. Alguien me explica que es para expresar la alegría de la
liberación. Pero para mí, son como los fuegos que los alemanes y los polacos usaron durante
la insurrección de Varsovia para alumbrar los blancos, tanto más cuanto que con
frecuencia se escuchan descargas de artillería.
Pasaremos la noche con las amistades de uno de los viajeros. La caminata a través de la
vibrante oscuridad nos parece interminable, pero por fin llegamos a nuestro destino. Nos
acogen cordialmente en el estilo al que los difíciles años que hemos vivido nos han
acostumbrado. Esa cordialidad es lo único que tenemos para calentarnos, pues el
departamento es tan frío como la misma calle. En cuanto a comer, hay sólo patatas que
han sido adquiridas a cambio de una pulidora de pisos. Afortunadamente, el alimento que
traíamos está intacto, pues las condiciones en que viajamos no nos permitieron comer. Lo
compartimos con nuestros nuevos amigos, y éstos nos dan café de cereal preparado en una
lámpara de alcohol.
Las conversaciones sobre nuestros compatriotas se prolongan a lo largo de la noche,
y hablamos de todo aquello que nos duele o nos reconforta. También se comenta la
escasez de alimentos que reina en Pruszkow. El comercio se halla momentáneamente en un
punto muerto, desde que se sabe que la moneda de la ocupación ya no es válida, y a pesar
de que no ha llegado el nuevo dinero de Lublin, nadie quiere aceptar la vieja moneda. La
fatiga interrumpe nuestra conversación. Tan pronto como toco con la cabeza la hospitalaria
almohada, caigo dormida como un tronco.
A la mañana siguiente partimos, con la esperanza de abordar algún convoy del
ejército que se dirija a Varsovia. Pero se ven poquísimos vehículos y todos pasan volando sin
atender nuestras señales. ¿Qué hacer? Mi compañero decide ir caminando. Nuestros
queridos amigos de Dabrowa me han obsequiado con una buena ración de alimentos "para
Varsovia". Mi brazo derecho, fracturado durante la insurrección, no ha recobrado aún su
fuerza normal, y por eso no me atrevo a caminar los quince kilómetros que restan, con
semejante peso. Nos despedimos, y él parte. Por un momento, me siento tentada de desistir
de aquel viaje y volver a Dabrowa; sobre todo porque me encuentro sin dinero. En mi bolso
llevo unas cuantas monedas, ya sin valor. Pero ante la puerta cerrada de la estación se
arremolina una multitud. Está prohibida la entrada. Un miliciano dice que él nada puede
hacer. Si de él dependiera, dejaría entrar a todos; pero ha llegado una nueva orden que
prohibe la permanencia de los civiles en las estaciones de ferrocarril.
—Cuando llegue un tren les permitiré pasar —dice.
No, no sabe cuándo llegará otro tren.
Recuerdo que en Pruszkow existe una filial de la Cooperativa de Varsovia, y que lo
más posible es que cuente con vehículos que viajen entre Pruszkow y Varsovia. Pienso que
uno de ellos, con seguridad, podrá llevarme. Pero es domingo y todas las estaciones se
hallan cerradas. Así que comienzo a caminar lentamente a lo largo de la carretera. Después
de un rato, sin saber casi por qué, cambio de dirección. Instintivamente me meto en una
calle amplia y casi desierta, y mis ojos errabundos van a posarse en un autobús que está a
lo lejos. Un camión en bastantes buenas condiciones y cubierto con una lona alquitranada.
Encima del motor, sobre el cual está inclinado un militar, se agita una bandera roja y
blanca. Cerca de él hay un hombre en traje de civil, sin duda alguna una persona de la
localidad. Me olvido de mi pesada cesta, y corro con toda la energía de que soy capaz hasta
llegar junto al hombre vestido de civil.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—¿Por casualidad sabe hacia dónde se dirige este autobús? ¿Tal vez a Varsovia?
¿Podrían llevarme?
El hombre se muestra escéptico.
—Quizás —dice—, pero va lleno.
En unos cuantos minutos me entero de que aquel autobús estaba a punto de
emprender el viaje a Lowicz para recogerme.
Viajan en él el director del Museo Nacional de Varsovia y algunos conocidos míos,
gente del mundo de las artes y las letras. Y así, por pura casualidad, después de treinta
horas de viaje, llego a Varsovia al mediodía en un camión del Museo Nacional.
Después de terminar las formalidades relacionadas con la ayuda financiera que se me
concede en mi calidad de escritora, en moneda de Lublin, me despido de mis amigos, que se
quedarán en el barrio de Praga, y a eso de la una de la tarde me encamino a la calle de
Polna.
Cerca del Museo Nacional, a mitad de la avenida, hay un enorme cráter, recuerdo de
la explosión del túnel del ferrocarril. Fuera de eso, el pavimento está prácticamente
intacto, aunque cubierto en su mayor parte por escombros y ladrillos. No obstante, hay
mucho tráfico en las calles, de peatones sobre todo, y en los lugares descombrados hay
también tráfico de vehículos. ¡Cuán conmovedor es el espectáculo de estos extenuados
peatones, cargados con maletas, bultos, cestas! Fieles varsovianos que convergen de todas
las direcciones hacia las ruinas de su amada capital. Nada les arredra; están dispuestos a
vivir entre ruinas, dispuestos a comenzar la reconstrucción de esta ciudad, más vital en su
heroica muerte que todas las ciudades intactas del mundo.
Prosigo a lo largo del horrible cañón que forma la calle Nowy Swiat, hacia la plaza de
las Tres Cruces. Nieve derretida, lodo, muros calcinados, edificios muertos, a través de
cuyas ventanas puede verse el suave gris del cielo y los huecos interiores. En las paredes,
grandes inscripciones blancas: "Libre de minas", "Minas extraídas tal o cual día". O el
aterrorizador: "¡Atención! Minas". Un destacamento de zapadores, con los detectores de
minas al hombro camina a lo largo de la calle. Arriesgan la vida para dejar sin efecto la
maldad del enemigo, que sembró de muerte hasta los muertos restos de Varsovia.
De la iglesia de San Alejandro, convertida en patéticas ruinas, han desaparecido las
columnas de la nave central. Sólo un costado de la plaza, entre la calle Bracka y Nowy
Swiat, logró escapar. Todo son ruinas en derredor. Ruinas por doquier. Parece la realización
literal del himno: "Cada umbral será nuestra fortaleza", o de aquellas palabras
pronunciadas hace siglos por el rey Boleslaw Krzywousty: "Prefiero perder mi reino a verlo
esclavizado."
Me detengo ante el número 48 de la calle Mokotowska, en cuyo jardín recibió sepultura
mi hermana. La casa es un monumento nacional. Fue en otra época propiedad de J. I.
Kraszewski. Es baja y larga, según el estilo que imperó a comienzos del siglo XIX. La morada
del gran narrador que escribió la historia y describió las costumbres nacionales, escapó
también esta vez de la destrucción. Me aproximo a la puerta que conduce al patio y al
jardín. Una inscripción hecha con yeso blanco advierte: "Minas. ¡Atención! ¡Retírese!" Los
alemanes minaron hasta las puertas de los cementerios; sabían que al volver los exiliados y
deportados encaminarían sus primeros pasos hacia ellos. Permanezco aquí un largo rato, con
lágrimas en los ojos; mis sentimientos están tan quebrantados como la ciudad, en mi
interior el corazón yace hecho añicos.
Prosigo. ¡Es extraño! Hice este mismo camino el día dos de octubre, el día de nuestro
éxodo de Varsovia. Entonces existían todas las casas de la calle Mokotowska, y aunque
descascaradas por la metralla, estaban animadas de bullicio y de gente. Ahora, no son sino
escombros. El invasor, después de expulsar a los habitantes, llevó a cabo esa obra de
destrucción con furia acendrada; un acto de venganza contra esta ciudad invencible.
109
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Después paso frente a un edificio sólo parcialmente incendiado. Frente a él, sobre una
estaca clavada entre un montón de cascajo y nieve, se puede leer: "Se vende café caliente,
bocadillos, sopa". Dentro hay ruido, gente ocupada, golpeteo de martillos. Sonrío. No, la
muerte es impotente contra los varsovianos. De lo más profundo de mi ser surge algo así
como un extraño entusiasmo, tal como el que nos levantaría en nuestra más terrible caída y
todo lo que podemos hacer es impulsarnos empeñosamente hacia arriba.
Cruzo la plaza Zbawiciela. En medio, un cementerio. La iglesia se halla en pie, pero
terriblemente maltrecha. La calle Mokotowska entre la plaza y la calle Polna se quemó
también en su mayor parte. Contemplo la calle Jaworzynska. El edificio número 2, que en
otro tiempo fue el hospital de los insurgentes, está deshecho, las ventanas sin marcos, las
paredes descascaradas. El interior, evidentemente, fue devorado por las llamas. En este
mismo edificio, la noche del 21 de septiembre, me entablillaron el brazo. Veo ahora aquella
noche y nuestro viaje subrepticio al hospital, mientras una nube de fuego se levantaba sobre
nuestras cabezas.
Doy vuelta a la calle Polna por entre las ruinas espectrales del edificio número 32,
tantas veces incendiado durante la insurrección; los residentes de nuestro edificio fueron
llamados varias veces a prestar ayuda contra el incendio. A mi izquierda, una brumosa
vista de huertas con la fruta del año pasado no recogida, con casas de verano cubiertas con
guirnaldas de secas enredaderas.
Con paso lento, como si todo lo visto pesara sobre mis pies y me dificultara la
marcha, llego a la entrada del edificio número 40. En el dintel, una inscripción: "Minas
extraídas el 27 de enero de 1945". El portero, mi viejo amigo, me saluda a la entrada. Se ha
dejado crecer la barba gris. Nos abrazamos y besamos, llorando. Juntos sobrevivimos a la
Insurrección, en la que él perdió un hijo y una hermana.
Así empezó mi primera semana en la Varsovia destruida.
Fue una semana de trabajo absorbente y abrumador, en ciertos aspectos
extraordinaria, distinta de todo lo hasta entonces conocido.
Las viejas formas de existencia han sido en su totalidad destruidas. La vida consiste
ahora en relegar las exigencias de cultura e higiene más elementales, a fin de poder
moverse en medio del hormiguero destruido. La humanidad se ha deparado un
monstruoso desperdicio de tiempo. El entusiasmo, con que podrían crearse los más
espléndidos valores espirituales y materiales, se enciende al rescatar alguna preciosa
bagatela de entre las ruinas, un recuerdo de la antigua vida. Y a la vez, ante la idea de
comenzar de nuevo, surge una impaciencia jubilosa, una recobrada juventud del corazón,
como si se contemplara por primera vez el mundo, como si se volviera a descubrir la vida.
Me alojo en casa de una vecina que llegó al día siguiente de que los alemanes fueran
desalojados por el Ejército Rojo. Se ha instalado, si así puede decirse, en la única
habitación cuyas ventanas tienen cristales. Por la fuerza de las circunstancias se ha
convertido en madre, guardiana y consejera de los residentes que poco a poco van
regresando al edificio. Todos traemos algunas provisiones que depositamos en su
departamento, y ella prepara nuestra comida y hace la limpieza con ingeniosa y alegre
hospitalidad. Todos, hombres y mujeres, dormimos juntos, sin desnudarnos, sobre algunos
colchones recobrados. A la hora de la cena (durante el día cada quien atiende sus propios
asuntos), tratamos de bromear, y hay ocasiones en que hasta llegamos a divertirnos.
Pero antes de caer dormida, durante largo rato, evoco a los amigos, conocidos o simples
compatriotas asesinados, deportados, perdidos para siempre.
La mayor parte del día la paso abajo, en el apartamiento en que he vivido desde 1917.
Me han robado toda la ropa, pero los muebles y, lo que es más importante, los archivos
familiares y la biblioteca han logrado salvarse. No hay vidrios en las ventanas, los lienzos
de pared están húmedos y desconchados; el viento penetra en todas las habitaciones; los

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

muros, marcados por la metralla, están sucios y mohosos. Hay trazas de vandalismo y
rapiña por dondequiera. Los muebles derrumbados, los cajones tirados y su contenido
derramado por los suelos... Ahora están tan maltrechos, que no pueden volver a colocarse
en su lugar. Por el suelo, libros, manuscritos, notas, fotografías: los documentos y
realizaciones de toda una vida yacen en fantásticas montañas. Todo enmohecido,
manchado, roto, pisoteado por decenas de pies. Serán necesarios varios meses para introducir
el orden necesario en este resultado de un bandolerismo bárbaro e infructuoso.
Recojo de entre esos papeles, los que me son más apreciados, y los llevo
provisionalmente a casa de mi vecina. Por la ventana contemplo el jardín transformado en
depósito de basura y cementerio. Cuando salimos de Varsovia había sólo unas cuantas
tumbas, ahora son alrededor de veinte. Pacientes y víctimas del hospital de la calle
Jamorzynska, que al parecer murieron después de la capitulación.
A los cinco días de trabajo, el departamento no tiene mejor aspecto que el día de mi
llegada. Tengo además que ahuyentar de allí, diariamente, a toda clase de merodeadores y
explicarles que nada de lo que tengo puede resultar útil al ejército. Finalmente, mi amigo
el portero, adquiere un cerrojo y un candado, tapa todos los agujeros de la puerta, y el
apartamiento queda cerrado. No por largo tiempo. A los pocos días de mi partida, las
puertas fueron nuevamente forzadas. La de la cocina ha sido tapiada, y como la escalera de
servicio fue destruida, hay menos peligro de robo por allí. Los locales de la planta baja y
la escalera en esa parte del edificio fueron consumidos por el fuego, pero las llamas, por
fortuna, no causaron mayores estragos en el resto del inmueble.
El principal problema consiste ahora en obtener un "permiso de residencia" para el
departamento que ha sido mío durante tantos años. Me dirijo a la Oficina Municipal,
situada en el barrio de Praga. Desde mi casa hasta esa sede provisional del Consejo
Municipal, en la calle Otwock, puede haber fácilmente una distancia de ocho kilómetros,
que hay que recorrer a través del fango y las ruinas. Atravieso el Vístula por el nuevo
puente de madera de la calle Karowa. Una estructura sólida y hermosa. Se dice que el
Ejército Soviético lo construyó en sólo doce días. Está cubierto con carteles rusos de
propaganda de guerra. Hay también algunos letreros polacos. Dicen concisamente: "Larga
vida a una Polonia fuerte, independiente y democrática".
El edificio escolar que alberga las oficinas del Consejo Municipal está lleno de gente,
ruidos, suciedad, basura; en los patios hay varios camiones. En algún lugar del interior una
orquesta ensaya la "Polonesa en La mayor", de Chopin. Un empleado del Departamento de
Cultura y Artes me lleva al despacho del alcalde de Varsovia. Escucho al pasar:
—¿Pudiste recobrar tu colección de pinturas? —Por supuesto que no, ha sido robada
—responde otro. El alcalde no está; se halla en una junta. Para aprovechar el tiempo voy al
número catorce de la misma calle Otwock, donde se encuentra la cooperativa que me
alimentó y proporcionó calefacción durante los años de la guerra. Pregunto por algunos
amigos. "Pereció durante la ocupación", "perdido", "deportado a los campos de
concentración", son la mayor parte de las respuestas que recibo. Como miembro de la
Cooperativa en el tiempo de la guerra, al fin de su tutela recibo una gratificación de
quinientos zlotys, y una comida: un excelente plato de col con guisantes.
Regreso a la una de la tarde a la oficina municipal. Todo el mundo es recibido con la
mayor sencillez, cada uno puede entrar sin necesidad de anunciarse al salón donde trabaja
el alcalde junto con sus empleados. Trata a los solicitantes rápida y cortésmente; dice a
quienes esperan turno:
—Por favor, retírense; no escuchen lo que estamos discutiendo. Después de todo hay que
mantener algún principio elemental de urbanidad y discreción.
Mi asunto queda resuelto en unas cuantos minutos. El señor Czerny escribe una nota
de su puño y letra sobre mi solicitud, con palabras abrumadoramente elogiosas sobre mi

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

producción literaria, y da instrucciones a la Oficina de Alojamientos de mi distrito para que


resuelva inmediatamente la petición en un sentido favorable.
Regreso de mejor ánimo. En Praga hay multitudes, movimiento, intenso comercio. En
los escaparates puede encontrarse jamón y salchichas. Los vendedores ambulantes ofrecen
abundantes muestras de lo que han robado en nuestras propias casas. Hay cantidad de
cigarrillos y hasta... mandarinas, a cincuenta zlotys cada una. Abundancia de pan blanco,
pasteles, pastas...
A la mañana siguiente en la Oficina de Alojamientos, mi problema se resuelve con
tanta facilidad como en la de Praga. Advierto que se recibe a la gente sin dificultades ni
protocolo. En general, los asuntos son tratados allí mismo y resueltos favorablemente,
aunque, a menudo, sin que estas decisiones surtan el menor efecto, según deduzco de las
quejas que escucho a cada momento. Un joven empleado me extiende la orden de
residencia, mientras come un plato de sopa, y cordialmente me explica:
—Haga el favor de colocarla en su puerta, y si se extravía venga por el duplicado.
Dicha orden de residencia se extravió, en efecto, un año después, pero sin ninguna
consecuencia; y no fue necesario el "duplicado". Mi apartamiento, sin embargo, continuó
siendo saqueado durante los primeros meses de 1945, y el bandolerismo no cesó hasta que
me instalé definitivamente. Los bandidos deben de haber procedido de muy distintos
medios sociales y no siempre eran ladrones profesionales. La persona que, por ejemplo,
durante uno de mis viajes a Lowicz sacó de su marco una valiosa acuarela, se llevó una
antigua edición de la Biblia de Wujek, un dibujo original, un bello volumen, empastado en
piel, de las obras de Kochanowski, la mejor colección encuadernada de mis obras, una
hermosa muñeca de porcelana de Cracovia y el Diccionario Biográfico, era un intelectual,
un conocedor en el campo del arte y de las letras.
Observo en mis andanzas por Varsovia, con incontenible emoción, cómo sus muros
vuelven a la vida. Dondequiera que una casa quedó en pie, y no digo ya una casa, sino un
simple cuartucho, hay alguien trabajando, descombrándolo, reparándolo. Cada día
aparecen nuevos puestos en las calles, en las plazas, en los portales de las antiguas tiendas.
Hoy sólo pueden conseguirse cigarrillos, al día siguiente se encuentra pan blanco, y unas
cuantas horas más tarde vemos gente que vende carne, grasa de puerco, verduras, hasta
leche, que es lo más difícil de obtener. Advertí entonces que el comercio es la fuente de la
vida aún en lo que parecía ser un desierto de ruinas. Opuesta siempre a la empresa privada,
debo admitir ahora que ella salvó a nuestro país de morir de hambre durante la ocupación,
y que en esas primeras semanas de la resurrección de Varsovia constituía una manifestación
de su vitalidad.
Pero también de los "Suministros nacionalizados" recibí una ayuda que contribuyó a
darme nuevo aliento. A los pocos días de mi llegada a Varsovia, el entonces alcalde de la
ciudad envió a dos soldados y a una joven oficial a entregarme unos víveres y a preguntarme
si necesitaba algo más. Agradablemente sorprendida, beso a la joven y le pido que dé las
gracias al alcalde de mi parte. Los soldados hablan con un acento peculiar; les pregunto su
procedencia. Uno es de Lwow, el otro de Luck; sólo la muchacha es de Varsovia. Los tres
me piden, ya en nombre propio, que no me desespere frente a las dificultades; "uno debe
permanecer en Varsovia, sin más", me dicen.
—Uno debe permanecer y trabajar aquí, ¿no es cierto? —repiten.
Les aseguro que no se me ha ocurrido la idea de abandonar la ciudad.
—No debemos huir a los mejores sitios —digo—, sino permanecer donde la vida sea
dura. A pesar del miedo y aunque suframos y nos sintamos incapaces de resistir.
Pero, sin embargo, tengo que regresar al que ha sido mi refugio desde los días de la
Insurrección. Antes de emprender el viaje, voy a la calle Mokotowska, al número cuarenta
y ocho. Esta vez leo en la entrada la siguiente inscripción: "Minas retiradas el 6 de
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

febrero de 1945". Entro. En el jardín aún hay nieve, aunque en parte ya derretida. En
algunos sitios, el agua me llega hasta los tobillos. Debe de haber cerca de un centenar de
tumbas y seguramente muchos más cadáveres. Me detengo y sollozo. Mi querida Jadwiga:
una notable profesora de filología polaca, una pedagoga sutil, un ser humano firme, sereno y
valiente, una trabajadora desinteresada en los cursos clandestinos durante la ocupación.
Llego frente a una cruz. El nombre de mi hermana ha sido tan borrado por la inclemencia
del invierno, que lo descifro con dificultad. Bajo "su" brazo de la cruz hay una verde rama de
abeto colocada en la nieve por un amigo mío que encontró la tumba en diciembre. Mi
querida Jadwiga, una mujer encantadora y menuda, un bello fenómeno humano
irremisiblemente perdido.
Regreso a mi casa y pinto en un trozo de madera, con tinta de imprenta, el nombre de
mi hermana, la fecha de su muerte y las siglas W. S. K. (Wojskowa Sluzba Kobiet:
Miembro del Ejército de Mujeres). Tal vez esta inscripción permanezca hasta la primavera,
cuando sus restos puedan ser exhumados. Los amigos me prometen llevar la tabla de
madera y colocarla en la tierra, bajo la cruz de la triste tumba.
A la mañana siguiente, a las siete y media, abandono Varsovia. Voy al puente de Wola,
donde, según me han dicho, a cambio de vodka se puede conseguir sitio en algún camión
del ejército. Esta vez, no obstante, se trata tan sólo de una ilusión. Se acerca el momento de
la ofensiva a Berlín. Los camiones abandonan Varsovia y parten rumbo al frente con la
velocidad del rayo. Van tan colmados que ni siquiera quieren recoger a los soldados que
esperan en grupos en los llamados "puestos de control". En dos de tales puestos pierdo el
tiempo hasta casi el mediodía. Desisto al fin de la idea y, aunque cargada como un camello,
pues he encontrado en mi casa algunas medicinas milagrosamente salvadas y algunos
utensilios que pueden ser útiles en el campo, comienzo a caminar. Hay lodo bajo los zapatos,
pero el cielo hacia el oeste anuncia un tiempo casi de primavera. El día es cálido. Los pájaros
trinan. Recuerdo, casi con un esfuerzo, que todo esto me producía placer en otro tiempo.
Cerca de Ozarow puedo subirme a un carro de campesinos del que tira un huesudo jamelgo.
Son casi las cinco cuando llegamos a Blonie. El tiempo ya no se muestra tan favorable,
aunque en el claro horizonte brilla una radiante Venus. Me castañetean los dientes, estoy
congelada hasta la médula. De la Plaza del Mercado de Blonie a la estación del ferrocarril
hay una distancia de dos millas: así que en esa caminata logro calentarme y hasta sudar
libremente bajo el peso de los bultos.
En Blonie, horas más tarde y no sin dificultades, tomo un tren que va al oeste.
Llegamos a Lowicz a la una y media de la mañana. Allí abandono el tren, ya que no se detiene
en todas las estaciones. Tengo miedo de pasar Jackowice que sólo dista un kilómetro y
medio de Dabrowa, y seguir mucho más adelante. Pero no logro evitar lo que temía. Hay
veces en que todas nuestras premoniciones se cumplen y no hay esperanza que no se
frustre. A las cuatro y media de la mañana debía salir un tren de Lowicz en dirección al
frente. Otra vez tanques de petróleo. Hay un pequeño espacio entre ellos que
inmediatamente se llena de un mar de gente. Son exiliados que van rumbo al oeste, de donde
los alemanes los expulsaron hace más de cinco años.
Permanecemos sentados en estos carros tanque desde las cuatro hasta las ocho de la
mañana. Cae la nieve sobre nosotros. Por fin el tren comienza a moverse. Uno de mis
vecinos dice:
—¡Ojalá no se detenga en Jackowice!
Los demás lo consuelan:
—No; si todo marcha bien, seguiremos sin hacer escalas hasta Kutno.
Y rezan para que el tren no haga escalas antes de llegar a Kutno. Pues en algunas
estaciones las autoridades, con generoso abandono, permiten a la multitud abordar los
trenes militares y en la siguiente hacen bajar a todo el mundo. Yo, por mi parte, deseaba

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

que el tren se detuviera en Jackowice; oraba para que hiciera allí una parada, pero que
dejaran proseguir a aquella gente. Mi anhelada estación de Jackowice pasa como en un sueño
y ya estoy en Zychlin, situada a mitad del camino entre Jackowice y Kutno. Mis compañeros
no tienen mejor suerte; se les obliga a todos a bajar, para dejar sitio a los soldados.
Dos horas más de espera. Cerca de las diez llega el tren de Kutno. Nuevamente tanques
de petróleo en vagones bateas, nuevamente una multitud se instala en ellos, y nuevamente
permanecemos una hora entera bajo una copiosa tormenta de nieve. El viento y el frío
son terribles: Cuando arranca el tren al fin, todos parecemos muñecos de nieve. En un
espacio seco del mantón que cubre a la mujer que se sienta a mi lado contemplo un
enorme piojo que camina tranquilamente.
Mi corazón late con violencia. ¿Vamos o no a detenernos en Jackowice? En la brumosa
ventisca, los edificios de la estación aparecen ya en el horizonte. Todos dicen que el tren se
detendrá también en la estación. Lo pueden asegurar por las señales. Pero yo estoy tan
aterrorizada ante la posibilidad de andar de arriba abajo, entre Zychlin y Lowicz, que, sin
pensarlo más, salto a la nieve. Helada y empapada, con los ojos inflamados por la nieve,
llego a Dabrowa, tambaleándome ciegamente a través del vendaval. No he comido nada en
las últimas treinta horas. Pero me siento tan fatigada y aturdida que ni siquiera tengo
hambre. Entro en la pequeña habitación que nos abriga a mí y a los dos seres que más
amo, como en un recinto de auténtica felicidad.
Después de lavarme, comer y descansar un poco, los moradores de la Escuela de
Agricultura de Dabrowa (ha protegido a más de ochenta varsovianos) comienzan a
bombardearme con anhelantes y minuciosas preguntas sobre Varsovia. Soy una de las
primeras personas que ha ido a Varsovia y probablemente la primera que regresa. Alguien
me pregunta con furia desesperada:
—Bueno, ¿es cierto que aquello es un cementerio?
Siento algo parecido a una profunda ofensa, como si insultaran a un ser querido. Casi
grito:
—¿Varsovia? Varsovia es pura vida. ¡Nada de cementerio! La ciudad más viva del
mundo.
Otro me mira atentamente, levanta la mano y me toca en el hombro con dos dedos,
como para serenarme.
—Lo siento —dice—. Estas cosas suceden ahora...
Bien, sí. . . la guerra, la migración de naciones, los piojos... ¡No importa! Debemos
tener una paciencia sin límites y no cejar en nuestro esfuerzo, para poder enfrentar las
situaciones en que nos ha colocado nuestro tiempo.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

ADOLF RUDNICKI
[1912-1990]

Es el más representativo exponente del mundo judío polaco y de su terrible drama


durante la ocupación alemana en Polonia. Muy joven se inició en la literatura con la
novela, Las ratas, 1932, retrato sicológico y moral de una pequeña aldea judía de Polonia.
A esta obra siguieron las siguientes: Los soldados, 1933, La mal amada, 1937, El verano,
1938, Shakespeare, 1948, La fuga de Jasnaia Poliana, 1949, Mar vivo, mar muerto, 1952, La
vaca, 1959, Cincuenta relatos, 1966. Su tema principal lo constituyen las modalidades de la
vida judía antes, durante y después de la guerra, unida a otros dos temas poderosos, la
pasión amorosa y el drama del artista contemporáneo.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

ADOLF RUDNICKI:
EL YOM KIPUR

Lo sorprendente fue que Flora conociera a ambos, a Jas y a Goldman, el mismo día.
Jas y ella venían cambiando miradas desde hacía algún tiempo; había oído hablar bastante
de é l a sus compañeros de teatro.
Ese día, después del ensayo, fue al restaurante vecino, uno de los más antiguos de la
ciudad, tan viejo que contaba tantos años como los transcurridos desde el fin de la guerra.
Varsovia había escapado con un total de quince casas sin destruir, ¿quizás cincuenta? Sólo
eso había quedado de aquella ciudad de un millón de habitantes. Diez años de nuestra vida
hacen un siglo; en nuestra vieja Europa debemos acostumbrarnos a nuevos métodos para
contar el tiempo. Aparte de la certeza de que después de un ataque atómico la tierra
quedaría estéril durante siglos, podríamos asegurar que todo lo que puede aportar la
guerra futura ya lo hemos vivido. Es más, sabemos cómo se presentará la vida que venga
inmediatamente después, la resurrección. Las monografías de algunas de nuestras ciudades
son magníficas monografías del porvenir.
Era justamente a principios de mes y el restaurante estaba atestado de gente; junto a
las mesas a punto de quedar libres se formaban nuevas colas. Después del primer día de
pago hay siempre una confusión por el estilo; aunque, más tarde, en la segunda quincena,
ir al café o al restaurante puede llegar a ser una experiencia agradable; el mozo no va a
responder. "Esta no es mi mesa". Por el contrario, el primero de mes, desde muy
temprano, las calles están llenas de borrachos felices; aunque, a decir verdad, ese
espectáculo se mantiene sin variaciones notables del día primero de un mes al día primero
del siguiente.
Al no encontrar una mesa libre, Flora se sentó en la de un actor conocido suyo (quien
invariablemente le decía: "Las camareras del cielo tienen tu mismo porte"). Antes, pues,
que el actor se marchara, Jas se había sentado a la mesa, e inmediatamente después, el
Dios Negro, grande, pesado, moreno. ¿Un músico que escribía letras para algunos
teatros? ¿Un boxeador, acaso? Flora no podía recordar ni la profesión ni el nombre de
aquel personaje. La naturaleza parecía bullir donde se sentaba.
Hacia el final de la comida, el Dios Negro, después de chascar varias veces la lengua,
pareció sorprenderse de pronto.
—¡Palabra de honor...! ¡Mi palabra de honor...! Pero si estoy seguro... Claro que es
evidente... —Los otros dos sonreían—. Pero si es evidente que tú eres hijo...
—Soy hijo —respondió Jas—. ¿Quién, en efecto, no es un hijo?
—Pero, mira... ¡Tú eres hijo del.... Yom Kipur!
—Soy hijo del Yom Kipur —asintió Jas.
—Eres el hijo de uno de los más, de los más, de los más... Sobre todo a causa de sus
cuadros judíos, entre los cuales el Yom Kipur es una perla.
—Pues bien, he aquí al hijo de la perla.
—Sí, es cierto, he aquí al hijo de la perla. No cabe la menor duda de que eres hijo de
tu padre, al que por sus cuadros llamaban judío sarnoso, igual que a mí, por ejemplo;
aunque se parecía tanto a un judío, y esto es lo extraño, como yo.. . a una ratonera.
—Lo siento —dijo Jas.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—No hay por qué —respondió el Dios Negro—. No tiene la menor importancia. ¿Qué
edad tienes? Bastante joven, ¿verdad? Lo que quiere decir que aún no habías venido al
mundo cuando surgieron esas joyas del arte nacional.
—Tu padre pintaba también algunas cosas que hacían poner los pelos de punta.
—No lo sé. Además, ¿qué puedes tú saber de mi padre? Es a nosotros a quienes
corresponde educarlos a ustedes y no a la inversa. Quien paga, manda... Tampoco has de
recordar mucho del mundo que sirvió de modelo al autor del Yom Kijopurim... Yo lo
recuerdo como a través de una neblina...
El Dios Negro calló. Fue en ese momento cuando Flora advirtió que, no obstante
aquella boca sensual, había en él algo delicado. Pensó: “En sus ojos hay exactamente el
mismo cielo que en los ojos de Wiktor, a quien en el teatro algunas veces consideran como
un judiacho, y otras, como un director genial."
—... como a través de una niebla.. . lo juro, ¡nada habrá de quedar! (El Dios Negro
exhaló un gemido.) Nada, una pequeña página, sin sal ni pimienta. Dentro de algunos
años nadie va a leerla. ¿Para qué? Si ellos ni siquiera conocen la historia de sus propias
calles. ¿Qué podrían decir?
Flora recordó de pronto quién era el Dios Negro. Se llamaba Gytryn, era arquitecto,
escribía estampas satíricas que publicaba bastante a menudo la prensa. Era uno de esos
que colaboran en las revistas, y cuyos nombres se olvidan tan pronto como se ha vuelto la
página impresa. Era famoso por sus bromas y por su. . . vigor. Tenía una mujer
encantadora, no del todo normal. Había enloquecido un poco en los primeros tiempos de
su vida matrimonial, y tan pronto como quedó embarazada, él había comenzado a llevar
muchachas a la casa, sin que desde entonces volviera a recuperar el equilibrio síquico.
—Hijo de la Perla —La expresión de los grandes ojos dulzones del Dios negro había
cambiado repentinamente—: ¿sabes tú, que unos veinte, treinta años atrás, florecía
Jerusalén del otro lado de esta ventana junto a la que en este instante devoras un trozo
de carne con salsa de raíz fuerte? ¿Que más allá de este océano de vodka y mondongo,
florecía la más bella, la más auténtica, la más intensa de todas las Jerusalenes que la
historia ha conocido? Hijo de la Perla, ¿sabes que en ninguna parte del mundo ardían los
viernes tantas bujías en candelabros de plata, de cobre o de estaño, colocados sobre mesas
cubiertas con magníficos manteles bordados en el Sabath, y esos manteles ocultaban los
aromáticos panecillos trenzados? ¿Que en ninguna parte del mundo, la noche del viernes,
los manteles estaban tan almidonados, en ninguna parte era más dulce el olor del pescado,
más dulce la cebolla, más fuerte la pimienta? ¿Que en ninguna parte del mundo
resonaban los sábados por la mañana trinos tan bellos, tan bellos como en nuestros
barrios, donde las barbas de los jóvenes eran negrísimas, y las grises de los ancianos se
enmarañaban y hedían de una manera repugnante? ¿Que en ninguna parte del mundo era
más melancólico el canto de las jóvenes en los parques oscuros, y que en ninguna parte se
veían tantas escaleras que llegaban al cielo? ¿Que en ninguna parte, con excepción de
nuestros barrios, se componían los textos de toda la literatura hebraica y yiddish y que entre
nosotros se imprimían las Santas Escrituras que en seguida circulaban por el mundo, para
inspirar sentimientos piadosos; aunque las manos que las habían formado considerasen su
trabajo como un sacrilegio, y como un pecado, ese trueque de cosas inexpresables y
sagradas por cosas tangibles y terrenas?
"Todo eso, Jas —prosiguió el Dios Negro—, pasaba al otro lado de estas ventanas, y
todo desapareció como el humo de un modo que hace una docena de años nos hubiera
parecido menos real que un sueño, pero que ahora nos parece cada vez menos un sueño y
cada vez más un ensayo general. Hijo de la Perla, ¿sabes tú, además, que mientras entre
nosotros ese mundo ha sido del todo engullido, aparecen en el mundo libros: libros-
lamentaciones, libros-sollozos, libros-lágrimas sobre esa tierra prometida y perdida, sobre la
juventud, sobre las aguas y los árboles, las callejuelas y las plazas, sobre aquel cielo abierto
117
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

y cerrado para siempre con estruendo terrible? Hasta nosotros no llegan esas
lamentaciones, aquí nadie sabe nada de esos libros nacidos de nuestro costado, y en los que
es posible escuchar el murmullo de nuestras aguas y nuestros árboles. En esos libros nuestra
gente dispersa por el mundo llora a la Jerusalén perdida, como antaño mi padre lloraba
por aquella bíblica cantada en los Salmos y por los Profetas. Los nombres grises de nuestras
fétidas callejuelas revisten en esos libros un resplandor bíblico, baten las alas como pobres
pajarillos extraviados. ¿Quién sabe si al pasar algunos centenares de años los nombres
deformados de nuestras callejuelas vivirán en la leyenda?
El Dios Negro hablaba con tal tono, que la sonrisa no abandonó los labios de Jas y de
Flora; aún en los momentos más patéticos, ellos presentían su intención: "Ante todo, no
me tomen en serio; no soy un moderno Isaac."
—Dentro de algunos instantes cuando el crepúsculo envuelva la ciudad —prosiguió
el Dios Negro—, comenzará el Yom Kipur, la fiesta de tu padre, Jas, una fiesta grande,
misteriosa, amenazante, única en su género. No sé si en alguna otra parte del mundo
existe una parecida. "Aunque más de una cosa testimonie contra ti, y no haya persona que
se haga escuchar e interceda por ti, tú pronuncia en favor de Jacob la palabra de la ley y la
justicia y toma nuestro partido en el juicio, Rey del Juicio". En mi infancia, ese día soñaba
siempre con ratas monstruosas. Me acuerdo muy bien: esperaba a las ratas y sentía un
miedo horrible. Juicio divino y terrestre, cirios ardientes, las cabezas de los viejos cubiertas
con chales, olor de volúmenes enmohecidos, mujeres silenciosas, amenaza universal. ¡Sí, sólo
las ratas podían completar la escena! Los alimentos, cuidadosamente cubiertos, esperaban
el fin del ayuno en la casa abandonada: mi padre no se presentaba en casa durante todo el
día; mi madre iba por un instante a verificar si no había dejado el fuego encendido... Fiesta
de la amenaza y de la muerte, nada sé de ella, soy ignorante, y estoy condenado a las
tinieblas. El Yom Kipur en mi memoria es una melodía, sólo una melodía, y ni siquiera
eso, sino apenas un trozo de melodía. Los años pasan, ciertos pueblos exterminan a otros
hasta la raíz, los queman en crematorios, y sólo resta un trozo de melodía. Después,
alrededor de ese pequeño trozo, todo vuelve a comenzar desde el principio...
"En septiembre —continuó el Dios Negro— mi regimiento me envió a cambiar dinero;
no había monedas sueltas para la paga. 'Ve, me dijeron, al barrio'. El 'barrio' era la
sección judía que existía en todas nuestras aldeas y pequeñas ciudades. Al llegar, encontré
el barrio vacío, silencioso; la guerra, todo el mundo escondido. Un anciano, casi momificado,
me dijo que entrara en una casa y descendiera al sótano. En el sótano, como en una tumba
sombría y helada, una anciana leía con esfuerzo. Más al fondo, en una última estancia,
encontré a una multitud, con abrigos y pesados gabanes. Las mujeres lloraban, los niños
las contemplaban con una seriedad desmesurada que me aterrorizó; un viejo oraba en
voz alta... Tuve allí el pregusto del fin de la Jerusalén de mi juventud..., la de las riberas
del Vístula, la última, la grande, la que pasará a ser leyenda. En aquel sótano vi también
lo que antes no había entrevisto sino en los sótanos del sueño: las ratas. En ese momento
comprendí el por qué de las ratas.
Flora y Jas cesaron de sonreír. El Dios Negro también.
—De aquel mundo —siguió diciendo— nada ha quedado, casi nada, algunos restos... Si
quieren ustedes verlos, echen una mirada a lo que subsiste de esa vida tragada por las
llamas, destruida por hombres que cada tantos años visten un uniforme distinto; vengan
conmigo. A sólo media hora de este sitio se halla la única sinagoga que escapó a la
destrucción. Ella atrae a todos los que viven aún. Irán hoy a evocar la memoria de sus
padres, a humillarse, a testimoniar que todos los crematorios del mundo no han logrado
amedrentarlos y que están nuevamente preparados. Verán al peletero de Siedlce ir hasta
allá con su hijo de seis años y ofrecerlo en sacrificio como Abraham a Jacob; empleados que
no pueden soportar la soledad de sus despachos, una joven de belleza deslumbrante. (Desde
la otra orilla la ha empujado esta noche el gran enemigo de los hombres: el oscuro

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

sentimiento de los lazos. El perro busca al perro, el gato al gato, la liebre a la liebre, el
león al león, el hombre busca al hombre, pero a un hombre de destino semejante.) Verán
ustedes gente de todas las condiciones, filósofos y ladrones, obreros y maleantes; todos irán
allá esta noche en busca de la semilla. Vengan conmigo, hijos; contemplaremos los tristes
mendrugos caídos del bolsillo de un muerto de hambre.
—Me gustaría ir —dijo Jas.
—A mí también —añadió Flora.
—Pero tienes un poco de miedo, Jas, ¿no es así? —dijo el Dios Negro e hizo una
mueca—. ¡Di la verdad! Tus bellos ojos azules de eslavo se han oscurecido. Tiemblas como
un perro antes de la tormenta... Ella también está asustada —y señaló a Flora—.
¡Nuestra hermosa trampa de la naturaleza tiene miedo también!
—No digas tonterías —lo cortó Jas.
—Ella no tiene tanto miedo, pues es una trampa y a la vez una niña, en tanto que tú,
Jas...
—¿Por qué debería tener miedo?
—¿Por qué? ¡Me gustaría saberlo! Tu inapreciable padre hubiera podido explicárselo
mejor a su hijo, a su hijo que tiene sobre él una única ventaja, la de estar vivo. Sí, sólo en
eso reside la superioridad de todos los bellacos, de los charlatanes: del hecho de vivir. En
consecuencia, ladran. Se necesita arena para cerrarles las pequeñas bocas inmundas...
Jas, di la verdad. Seguramente has pensado: "El enviado del dios negro me ha tendido
una celada."
—¿Tú, quieres decir?
—Sí.
Aunque los tres sonreían, habían sentido un ligero estremecimiento.
"Tiene ojos de demente", pensó Flora, y fue en ese momento cuando comenzó a sentir
temor. Todos los aromas familiares de aquel honrado restaurante cristiano, católico, que
había cambiado muy poco en el transcurso de los años; todos los rostros familiares, animados
por el vodka, no lograron desvanecer su ligero temor. Pensó: "Es del todo verosímil que el
Dios Negro nos haya tendido una celada."
—Estoy seguro de que tienen ustedes algo de miedo. Después de todo, yo también tengo
miedo —declaró el Dios Negro—. He sentido miedo durante mucho tiempo y continúo
sintiéndolo frente al Dios Verde de ustedes. Toda la vida he tenido miedo del Dios Verde de
fuertes brazos, de violentas zarpas, con la manzana de Adán movible, ebrio al mediodía,
que asalta las calles con sus gritos guturales, se instala en ellas como si estuviera en su
lecho, del Dios Verde de los caminos, con su hoz afilada y brillante, del Dios Verde de las
ciudades, con su cuchillo, del Dios Verde cuyo solo color es ya una amenaza, por ser el signo
secreto de la naturaleza. La naturaleza amenaza con sus colores. La naturaleza, algunas
veces profunda como el fondo del mar, puede también ser superficial como un
estudiante y recurrir a los medios más vulgares. ¡Que el diablo cargue con ella! La cabeza
blanca de un viejo te previene a distancia que allí la naturaleza está ya por cerrar la
tienda. El Dios Negro, el Dios Verde, son ellos quienes combaten. Nuestras manos se
entretienen únicamente en copiar sus movimientos. El verdadero espectáculo se
desarrolla en otra parte, y aquí sólo se desarrolla una especie de imitación. Bien, ¿quién
está dispuesto y quién tiene miedo?
Pagar fue más fácil de lo que podía suponerse. El camarero acudió rápidamente,
tomó el dinero y golpeó los tacones al estilo militar. En este país existen sólo dos estilos
auténticos: el campesino y el militar; los demás son importados, como los perfumes
franceses.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Se encontraron en la calle principal a la hora en que todo el mundo abandona las


oficinas y las colas crecen por doquier. A pesar de su decisión, le pareció a Flora que Jas
desistiría en la próxima esquina, y ella también lo haría. No tenía nada que buscar en aquel
lugar; su amor platónico por Wiktor no necesitaba de esa clase de experiencias. Sin
embargo, cuando llegaron a la siguiente esquina, Jas, como si fuera un niño, se dejó tomar
de la mano por el Dios Negro.
Se encontraban aún en la avenida principal, caminando al lado del Dios Negro. Este,
repentinamente, después de mirar a Jas de arriba a abajo, exclamó:
—¿Estás loco? ¡Debes estar completamente chiflado! ¿Quieres que nos linchen?
¿Crees que han vivido el infierno para permitir que se les ofenda en un recinto sagrado? Te
aplastarán esa blanca cara sin pensarlo dos veces; son verdaderos fanáticos. ¡Sólo los
fanáticos pueden resistir el infierno! ¿Dónde está tu gorra? ¡Jas!
Jas hizo un ademán con el que pretendía expresar que se sentía feliz de caminar sin
gorra.
"¿Será que quiere renunciar?, pensó Flora. ¿Será necesario sentir miedo?"
—Antes de la guerra —relataba el Dios Negro—, unos amigos míos perdieron a un hijo.
No habían sido bautizados, pero no permitieron que su hijo fuera circuncidado. Sin
embargo, cuando el pequeño murió, tuvieron que circuncidarlo. ¡El consistorio! ¡El
consistorio no permitía el entierro! ¿Dónde está tu gorra, Jas? ¡Nos harán papilla! Ni
siquiera perdonarán a Flora, nada la protegerá. No, no temas —dijo, como
tranquilizándose—; no importa: compraremos algo para que te cubras la cabeza,
encontraremos alguna cosa. Felizmente, ella no necesita nada —y soltó una tremenda
obscenidad.
—Quiere darme ánimo —pensó Flora.
Abandonaron la gran avenida atestada de gente, como si fuera una ruta tomada por
un ejército, y se encontraron en medio de algo que en el pasado pudo haber sido una calle
o parte de una ciudad, pero que en el presente era todo menos eso. Allí el silencio
amedrentaba, la soledad, las ruinas, extrañas empalizadas, la bóveda conmovedora del
cielo que se ensombrecía, el lejano claxon de algún taxi. Un borracho solitario en medio de
la acera, escupía en el bolsillo de su chaqueta. A dos pasos de la populosa avenida comenzaba
aquel tétrico no man's land.
"He aquí el mundo que siguió al fin del mundo", pensó Flora. "Una ciudad que vive la
vida de ultratumba; una ciudad más desierta que todos los desiertos del mundo."
En el recorrido de un kilómetro, entre un mar de polvo y de escombros, no
encontraron sino tres o cuatro puntos donde latía el pulso de la vida. En el primer sitio,
alguien rellenaba un colchón con crines de caballo, en el segundo había un taller de
carpintería, en el tercero, un puesto donde se vendían pepinos y queso fresco. En el cuarto
tampoco vendían gorros. Después de abandonar el último lugar, el Dios Negro sacó de un
bolsillo de la chaqueta algo que, una vez desplegado, resultó ser un bonete. Era
repugnante hasta el último extremo, pero el que cubría la cabeza del Dios Negro tampoco
era más elegante.
Después de atravesar una calle desierta, se encontraron en una plaza que alguna vez
había sido tan populosa como las calles de la antigua Roma y que en el presente se hallaba
vacía como cama de viuda. Una plaza llena de ortigas y de tierra removida. El cielo era allí
el cielo de otros mundos distantes. El ruido estridente de los tranvías a lo lejos, soslayaba
el silencio. Debían de saltar, subir y bajar montículos, como en una excursión escolar.
—¿Ven ese muro raquítico y solitario, salvado del diluvio? —preguntó el Dios
Negro—. No es un muro. Soy yo quien permanece ahí con la cabeza truncada por un golpe
de hacha. Es ahí donde una bomba me asesinó. En otra época yo viví en esa casa.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Franquearon la tapia, y se encontraron frente a una puerta privada de la casa,


semejante a la de una tumba oriental. Precisamente al lado de aquella puerta corrían los
rieles muertos, como embalsamados, y por todas partes crecía la hierba. Cruzaron el
pórtico, y penetraron no en una tumba, sino en un patio donde toda clase de ruinas
esperaba el momento en que sus ladrillos se incrustaran en los edificios del futuro. Allí
distinguieron siluetas que avanzaban lentamente a lo largo de un estrecho callejón que
estaba en mejores condiciones. Ya era de noche. Cien metros más adelante, se encontraba el
lugar donde debían reunirse quienes habían logrado sobrevivir al diluvio.
Entraron en el vestíbulo. Las paredes estaban cubiertas de carteles con los más
diversos avisos concernientes a oficios, viajes, cartas, fallecimientos: la radio y la prensa del
lugar. En un costado ardían innumerables cirios plantados directamente en el suelo. El
calor que emanaban era insoportable. Se detuvieron allí sólo un momento.
—Las almas —cuchicheó el Dios Negro, y entraron.
A Flora le pareció que aquel lugar semejaba más bien una estación de ferrocarril
que un templo; el exceso de luces proveniente de la bóveda, destruía toda posible atmósfera.
Después del recogimiento y de la devoción con que había ido a ese lugar, después del
espectáculo extraordinario de aquellas calles desiertas trazadas como en el fondo de un mar
desecado, después del insólito cielo, las ruinas, las voces, todo lo que estaba viendo le pareció
ordinario. La multitud le pareció también de lo más vulgar y anodina, gris, sin color, sin
individualidad. "No hay nada de Wiktor en este sitio", pensó. Cuando entraron, escucharon
la voz senil del chantre; no era de ninguna manera una voz apropiada para conmover. Se
habían detenido cerca de la entrada al lado de un grupo de mujeres. Tampoco ellas se
diferenciaban en nada, ni en la expresión ni en los vestidos, del resto de las mujeres. Jas se
mantenía junto a Flora, y ella le transmitía algo de su temor. Poco a poco, se desembarazó
enteramente de ese miedo. Comenzó a mirar tranquilamente a su alrededor, sensible a los
detalles y ya sin las trabas de la emoción. El Dios Negro los había abandonado.
Cuando el chantre calló, Jas y Flora comenzaron a caminar por el templo.
Acá y allá escucharon trozos de conversaciones, en las que se intercalaban los nombres
de todos los países, de todas las grandes ciudades del mundo. Aquellas gentes tenían a los
suyos diseminados en todas partes, de todas partes recibían las noticias que ahora se
transmitían. Algunos leían cartas. Aunque aún permanecían allí, era como si ya no
estuviesen. Sus ropas grises eran las ropas de los errabundos, las ropas de quienes esperan
un tren; aquel lugar no sólo parecía una estación, era una estación. El olor de los cuerpos
quemados, los escombros de las casas derruidas, la peste de los detritus, se sentían en cada
una de sus palabras. Habían bebido la copa hasta las heces, habían realizado su sombrío
destino en esta tierra, y ahora debían irse a la búsqueda de un nuevo futuro.
"¿En qué estará pensando?", se dijo Flora, que observaba a Jas. Tenía la impresión de
que estaba bastante más intimidado que ella, bastante más conmovido. De pronto, pareció
volver en sí, y se encaminó hacia el fondo del templo.
—Vuelvo en un instante —murmuró.
Mientras más observaba, mayor era la fascinación. Al pie de una columna
permanecía un hombre joven, alto, delgado. "Debe tener huesos débiles", se dijo. Era
moreno, con las cejas muy pobladas, y el pelo peinado casi como un adolescente. Era bello y
exótico. Pensó: "Hay en él cierta cosa de galgo, se advierten los siglos en sus cabellos
negros, en sus ojos, en su silueta; él representa todo aquello de lo que ha hablado el Dios
Negro, todo lo que me atrae en Wiktor. Es de aquí, pero no se le ve postrado, ni ávido; él
ya no se rebela. Es un verdadero Dios en su mundo." No podía desprender de él la mirada. Él
no podía verla, porque se encontraba en la misma posición y ella estaba oculta tras una
columna. Como la mayoría de los que había allí, estaba vestido con una especie de gabán;
llevaba un sombrero nuevo, comprado especialmente, al parecer, para aquella ocasión, o

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

sacado de un armario. Mientras lo contemplaba, recordó unas palabras del padre de Jas
que había leído en alguna parte; cuando leía algo podía recordarlo durante mucho tiempo.
"Cada vez que penetro en ese territorio, quedo impregnado de pavor. Entro en su barrio
como si vadeara un río, tengo miedo de sus muros, tengo miedo de su Dios. Pero veo allí
cosas que en ninguna otra parte lograría ver." Cuando ella contemplaba alguna cosa, tenía
necesidad siempre de un texto, poco importaba cuál fuese, a fin de subrayar la fuerza de lo
contemplado; veía a través de los textos. Su emoción tenía necesidad de palabras y hacía
todo lo posible por encontrarlas. "He aquí a un hombre", se repetía, "cuyos cabellos, manos,
labios, mejillas, me gustaría sentir sobre mi cuerpo; al que me gustaría ayudar a salir de su
abismo y que me ayudase a salir del mío; a quien ayudaría a huir de su Dios cruel y
adoptar el mío; con el que me gustaría sumergirme en un Dios común. Lo he encontrado en
medio del océano."
De pronto, el hombre se sintió observado, supo que lo miraban, sus ojos se
encontraron.
Un instante después, Jas estaba a su lado.
Comenzaron a salir. De aquella masa en tinieblas desprovista de rostros escapaban
trozos de diálogo.
—Enterramos al padre del coronel —dijo uno.
—¿Qué coronel? —preguntó su compañero.
—Le pregunté si sabía la plegaria por el alma de su padre.
—¿No la sabía? —inquirió el segundo.
—Ellos no saben de estas cosas —dijo el primero.
—¿La dijiste tú?
—Sí, pero fíjate: ahora después de su muerte, quedamos solamente nueve.
—No son suficientes.
—No, no somos suficientes. No podremos siquiera rezar.
—¡Es el fin!
— ¡El fin!.. . ¿Tú crees en la migración de los huesos?
—¿En la migración de las almas?
—¡De los huesos, te digo!
—¿Cómo es eso?
—La cosa más sencilla del mundo; te entierran en la calle Okopowa, y resucitas en
la misma calle Okopowa.
—¿En la calle Okopowa para presentarme al juicio final?
—¿Tú no crees?
—No sé.
—Yo, la verdad, no creo. Como sepulturero no lo creo. Está más que probado que
los huesos no pueden viajar...
—Yo nada sé.. .
—Está más que probado que los huesos no pueden viajar por su cuenta. Tengo que
irme del país.
—¿Quieres marcharte?
—Para un sepulturero hay sitio dondequiera. Dondequiera muere gente. Ya he
enterrado a ochenta y tres personas en este terreno, y es más que suficiente.
—No eres el único. Todos nosotros...

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Pero yo me niego... Ya no quiero crecer en esta tierra en forma de girasol o de


espiga... No quiero ser pan de este terreno. Hay demasiado de él en mí. Siento como si
hubiera estado comiendo esta tierra durante mil años.
—No deberías hablar de esta manera.
—Lo sé, no sé nada, lo sé... ¿Por qué?
Traspusieron aquella puerta solitaria semejante a una garita en pleno campo. La
multitud comenzaba a disgregarse, las tinieblas en la calle eran menores que en el patio,
aunque había pocos arbotantes. La noche había refrescado; aquella noche de otoño tenía ya
el rigor de una noche invernal. El Dios Negro los separó y se colocó en medio de ambos.
—¡Todo! —exclamó—. ¡Todo sin gusto, sin color, sin brillo, sin pimienta! ¡Todo se ha
extinguido! No queda nada salvo los detritus. Todo ha desaparecido entre el humo y las
llamas. Lamento haberlos traído. ¡Esta gente no sabe nada! ¡Nada! Son una especie de
monos, de monos repulsivos. ¡Dios mío! ¡Cómo han destrozado ese canto! ¡Lo que han
hecho de aquel pasaje!: "Señor, amenazador es tu nombre..."
Alguien pasó junto a ellos. El Dios Negro lo cogió por una manga. A la luz de un farol,
Flora reconoció al joven de la columna. El Dios Negro hizo las presentaciones:
—¡Goldman! ¡Un nombre que lo dice todo! ¡Un nombre que habla por sí mismo!
"Es él", se dijo Flora, sin atreverse a mirarlo.
Un mes más tarde, un día de octubre, cálido como la piel de un gato, dorado como los
más espléndidos días de octubre, que son a veces la suma de la belleza de todos los días del
año, Flora, con el cielo en el rostro, estaba arrodillada en una iglesia; dentro de una hora
debería tener lugar su matrimonio civil. Antes de la ceremonia, había ido allí. Fue
entonces, allí cuando advirtió la magnitud de ese paso; durante aquellos últimos días no
había hecho sino sonreír cuando la gente hablaba de "su próximo primer matrimonio". Esa
mañana, al despertar, se había dicho: "Hoy me caso con Jakub Goldman", y había sentido
miedo como si fuera a arrojarse a un pozo negro. Esa noche había tenido un sueño extraño
del que se acordó con toda precisión al despertar. A decir verdad no había sido un sueño,
sino un recuerdo. Era aún niña y vivía en una ciudad de provincia con sus padres, en un
edificio decrépito, de cuatro pisos. Era un mal día de invierno. En un rincón del pequeño
patio había varias gentes reunidas que contemplaban el cuerpo de un hombre cubierto con
periódicos. Por debajo de los periódicos salían sólo unos zapatos vulgares y puntiagudos.
Las suelas estaban casi sin usar; se veía que su propietario no había salido apenas de su
casa, que había estado escondido como tantos otros en esa época. Una hora antes se había
arrojado por el balcón. "A pesar de todo, ella no tenía derecho", decía el viejo talabartero
enfundado en su mandil azul, la nariz calzada con unos lentes de montura metálica. "A
pesar de todo, era su marido. Se acostaba con él. . . " Hablaba así de la mujer del muerto,
que había escapado después del suicidio. Había salido de la casa sin dirigirle una mirada, sin
volver la cabeza, sin dar un paso atrás. No habitaban juntos, y aquella mañana, la
propietaria le había exigido que dejara definitivamente el departamento, y fue entonces
cuando él puso fin a sus días. "A pesar de todo, era su mujer", repetía el talabartero. Flora
había conocido a aquella mujer, y perdía el aliento cuando la veía. Era una belleza, una
actriz célebre. "Ella no ha tenido ninguna culpa", la justificó alguien entre la multitud. "Al
casarse había aceptado compartir su suerte", repetía el talabartero, afirmándose tenazmente
en su punto de vista. "Pero ella no ha tenido ninguna culpa...", insistía la misma voz de
antes.
La noche pasada, entre sueños, Flora había vuelto a contemplar toda la escena.
Aquella mañana, arrodillada en la iglesia en penumbra, había comprendido la
importancia del gesto que se aproximaba. Sentía que las lágrimas fluían a sus ojos, como
siempre en los momentos solemnes, repetía frases sin principio ni fin, palabras nacidas del
temor, del amor: "He venido a Ti, pues sé que siempre esperas, he venido por mí y ante todo
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

por él, que no vendrá a Ti ni hoy, ni mañana, ni pasado mañana; pero que quizás venga un
día, que vendrá ciertamente, estoy persuadida de que ha de venir, de que hará la prueba,
sabrá al fin esta cosa tan sencilla, que Tú eres igualmente suyo, ante todo suyo. Todas las
puertas se cierran ante él, todas las luces se apagan, y cuando llega a hablar de Ti, te odia, a
pesar de que Te ama. Estás dentro de él un millón de veces más profundamente que en mí;
basta contemplar sus ojos, basta contemplar sus manos traspasadas por los alambres de
púas de todos los campos, para contemplarte a Ti. Yo hasta hoy no he acudido, pero he
pensado que venía aquí todos los días, me arrodillo ante Ti y Te suplico dirijas tu mirada a
este huérfano al que amo, y que la poses en sus ojos, en su boca, en sus manos, esas manos
queridas que no tienen nada ni a nadie, fuera de mí. Sele favorable, ya que él está igual que
Tú, clavado en la cruz. He tendido las manos hacia su cuerpo oscuro, puesto que soy
codiciosa, mezquina, celosa, ávida. He querido tenerlo para mí, pero lo he hecho
igualmente por Ti, con objeto de restituírtelo. He venido aquí consciente de mi miseria, de
mi pequenez, de mi codicia, de mis sentimientos y deseos oscuros, ya que ahora, más que en
ningún otro momento, tengo necesidad de Tu consentimiento y de Tu bendición. En este
momento difícil no tengo a nadie sino a Ti. Cuida de mí, de él, de nosotros. Contémplalo en
los ojos, tal como yo lo hago; no lo alejes de Ti, aunque él se aparte de Ti. Defiéndelo contra
su miedo, que ya está convirtiéndose en mi miedo. Ayúdame en mis intenciones, que
pueden parecer malvadas; pero que no lo son, porque están inspiradas en el amor."

124
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

ADOLF RUDNICKI:
NOCHES BLANCAS

—I—

Vivió y murió en la casa frente a la cual estoy parado. La tarja conmemorativa en la pared
dice que pasó los últimos años de su vida aquí, y que fue esta casa la que vio el nacimiento de
Los Hermanos Karamazov, uno de los mejores libros que se han escrito. La tarja ha
desaparecido de la vista, la casa es solo una sombra vaga en la opaca luz. Es de noche. Ya no
puedo ver la casa o la tarja, pero estuve aquí hace unas horas: ahora he regresado. La casa
duerme, todas las ventanas alrededor están oscuras, las tiendas cerradas firmemente, hasta el
mercado de enfrente duerme. Dos personas con una pequeña linterna curiosa están ocupadas
con un camión. Yo estoy parado en la esquina de Kuzriitkaya y Dostoievski (durante su vida se
llamaba Calle Yamskaya). Aquí fue donde vivió, donde frecuentemente se paró. He esperado
este momento por mucho tiempo.
Pasó la mayor parte de su vida aquí en Leningrado. Como muchos otros, trató de describir
esta ciudad, que le causó honda impresión, hasta que a su vez él dejó su impresión en la ciudad,
cuya arquitectura le sorprendió por su falta de carácter e individualidad.
El vio en esto la influencia de toda clase de ideas insignificantes y de estilos, pero cuando
escribió sobre una de estas calles la convirtió en algo único y etéreo.
Su descripción de San Petersburgo en Noches Blancas y en Humillados y ofendidos es
inolvidable. Escribió sobre los callejones más pobres y más oscuros de algún lugar detrás del
mercado, hoy llamado la Plaza de la Paz. La guerra, la revolución y el tiempo no los han robado,
y hoy es muy fácil seguir todos los pasos de Raskolnikov. Para los lectores de Dostoievski,
Leningrado ofrece emociones muy específicas, los envuelve en una especie de sueño que
destruye el tiempo y la realidad.
Las casas permanecen iguales, aunque su esencia haya cambiado; no hay prostitutas ni
tabernas apestosas, ni pobreza gritando al cielo. El grito de la pobreza ha desaparecido.
En tiempos de Dostoievski, el pequeño mercado de enfrente le daba carácter a todo el
vecindario y lo hacía parecerse al mercado mayor. Fue hacia el final de su vida, cuando estaba
bastante bien de posición, que vivió en la casa frente a la cual me encuentro parado. He visto
muchas casas iguales en mi vida. Cuando me paré aquí por vez primera, hace unas horas, estaba
viendo la calle Pawia antes de la última guerra, antes de que desapareciera entre las llamas.
Gentío, fango, letreros de tiendas, casas, tranvías, los armenios a los que le compraba granadas.
Pensaba todo el tiempo en la calle Pawia. Esta fue una de las mejores casas de Dostoievski.
Antes había vivido en peores circunstancias, más abajo, nunca más arriba; nunca llegó a Nevsky,
por ejemplo. Se mudaba muy frecuentemente y sus biógrafos han descubierto que le gustaban
particularmente las casas de esquina. Nadie ha ofrecido una explicación; quizá, como todo
hombre solitario, añoraba el bullicio de la vida, o estas casas lo atraían.

—II—

Es tarde. A lo largo de la calle me he cruzado con no más de cinco personas, parejas


jóvenes. Hace unas horas, cuando estuve aquí por primera vez, entramos e hicimos un recorrido

125
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

de todos los pisos. Una vieja y ancha escalera ds piedra me trajo vagas asociaciones que no
puedo situar. ¿El calor? ¿El olor? No lo sé.
Hace ochenta años pudo haber sido una casa bastante buena, aunque hace ochenta años la
gente era más exigente. Los comerciantes se hacían fabricar casas separadas, y solo la gente
pobre vivía en casas de vecindad. La casa es de tres pisos, aquí dicen que cuatro: para ellos el
piso de abajo es el primer piso. Hace unas horas estuve aquí con un compañero ruso, pero no me
pudo decir en qué cuarto estaba la mesa del escritor, y de quién era la mesa que está ahí ahora.
Debíamos haber llevado a alguien que supiera más de la vida de Dostoievski, pero por una razón
u otra, nos fue imposible. Los guías estaban ocupados y nosotros estábamos apurados. "Vamos a
pedirles que arreglen, que nos unamos a uno de los grupos con guías —propuse—, cualquiera
que sea". "No es tan sencillo como cree, panie Rudnicki", me contestó B., que era un muchacho
muy agradable, y los dos nos echamos a reír. Desde el piso más alto me puse a mirar el patio:
paredes como las hojas desmoronadas de un libro; pilas de troncos ordenadas —todos los patios
de Leningrado tienen pilas de madera— el camión del carnicero con el techo de hierro laminado,
cargado de carne. Me sobresalté: vi todo esto como Dostoievski lo había visto. En Moscú, Loryn,
un joven escritor, me llevó al museo de Dostoievski. Caminamos a través de la parte más pobre
de Moscú, aparentemente igual que hace ciento cincuenta años, hasta la pequeña casa donde
nació el escritor. Nos recibió una anciana cubierta con un pañuelo. El museo estaba cerrado ese
día, y la anciana extendió las manos, desconsolada. Mientras meditaba en el corredor, lleno de
carteles de películas basadas en las novelas de Dostoievski (los pequeños cuartos estaban
cerrados, vi de pronto a aquellos viejos, vestidos curiosamente, que todavía merodean cerca de
las sinagogas, que ya nadie visita. Cuando alguien se les acerca, los viejos lo observan con calma,
preguntándose evidentemente si es un descreído, o por el contrario, alguien que "no ha perdido
la fe, y no ha sido llevado por el mal camino". Los rusos han dejado al autor de El Idiota donde
nació, no lo han mudado al centro de la ciudad, ni le han puesto su nombre a alguna calle
importante, como han hecho con todos sus grandes escritores: Pushkin, Tolstoi, Chejov,
Turgenev. Con todos menos con él.

—III—

Dentro de las cuatro paredes de esta casa se desarrolló uno de esos misterios que nos
quitan el sueño. Esta acumulación de tiempo: esto es lo que me había sorprendido antes. La
vejez de una casa de vecindad en un distrito pobre se torna más pobre a través de los años. La
obra de Dostoievski es una casa de vecindad también. Una casa de vecindad que es también un
palacio y una iglesia. El tiempo ha hecho de algo corriente una cosa extraña. Antes, y ahora
también, al caminar por aquí, me sorprendió la pobreza de esta calle, una pobreza que es
riqueza. Recuerdo que en Francia e Italia, frente a vetustos edificios, siempre tuve el mismo
pensamiento: estas paredes lo han absorbido todo, las piedras se han impregnado de tanta
experiencia humana, que un día alguien puede llegar y sacarles todo lo que contienen. Todo se
puede exprimir de las piedras, porque lo contienen todo. Las piedras viejas lo contienen todo,
pero esas millas de cuadras nuevas son jóvenes y verdes, nada se le puede exprimir. Todo está
solo comenzando en estos nuevos bloques, de los cuales están tan orgullosos los concejos
municipales; todo está solo comenzando, empezando a amueblarse; sus habitaciones solo
piensan en adquirir mercancías y bienes. La piel nos dirá todo acerca de un hombre, las piedras
nos dirán todo acerca de un pueblo, acerca del tiempo. Estos enormes bloques nuevos,
dondequiera que estén, no están maduros para palabras, pero en una calle como esta... El le sacó
todo lo que había que sacarle. Ahora solo mueren.

—IV—

126
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Todo está vacío, quiere arrojar la piedra del tiempo y retroceder ochenta años, pero no lo
consigue, por lo menos con esta calle. Estoy en otra noche, en otro pasado, veo una calle de
Varsovia en la tenue luz del gas, oigo voces, siento el aliento de gente que conocí una vez y que
ya no existe. Miles de casas similares se encuentran en diferentes ciudades alrededor del mundo,
pero solo en esta se realizó la iniciación. Se realizan iniciaciones en todas partes, pero solamente
aquí dejaron una huella visible. Vine como los peregrinos a inclinarme ante ella.

—V—

"Panie Rudnicki está interesado en Dostoievski, hasta ha escrito sobre él", algunos rusos
bromeaban conmigo... Hace un cuarto de siglo, quizás a su regreso de la Unión Soviética, Gide
nos llamó la atención sobre algo que debió haberlo afectado profundamente: los jóvenes rusos
se estaban olvidando de este gran escritor, quien era para Occidente el principio y el fin, sin el
cual no se concibe la literatura. El mismo Gide había escrito un libro sobre Dostoievski y por
muchos años lo convirtió en una especie de moda literaria que desaparece en seguida, o
engendra raíces muy profundas. No recuerdo si Gide solo notó este fenómeno, o si trató de
analizarlo. Una vez escribí que durante la guerra Dostoievski me repugnaba: no podía leerlo. La
revolución es una guerra permanente, una guerra a cada hora y para cada hora, una guerra que
cambia intereses, necesidades, prioridades. Cuarenta y tantos años de revolución tienen que
multiplicarse por meses, semanas, días y horas de incesante luchar por algo nuevo, por leyes
nuevas, costumbres nuevas, por cosas básicas de todos los días. Cuarenta y tantos años de lucha,
de errores inevitables, explosiones de locuras y de aciertos son suficientes para hacer de
cualquiera un verdadero hombre. No, una revolución no es un juego de niños. Después de años
de tanta presión las palabras adquieren un nuevo significado y fue para solo unos pocos que
Dostoievski aún podía ser lo que había sido para aquella gente que no había vivido semejantes
experiencias. Después del abandono inicial que Gide había señalado, el proceso continuó.
Cuatro años después esos jóvenes rusos entraron en la Segunda Guerra Mundial y vivieron
nuevas experiencias que afectan aún más hondo. Para dos generaciones Dostoievski no ha sido
lo que fue para generaciones europeas anteriores. Un hombre nuevo ha surgido en el escenario:
el rústico.

—VI—

Cuando salí del hotel por la mañana, después de mi llegada a Moscú, y me alejé unos cien o
doscientos pasos del centro, tuve la sorpresa que experimentan aquí todos los turistas. Detrás
del hotel había una aldea genuina, con una vegetación tan floreciente como la de Kasimierzj en
el Vístula. Pero mi asunto no es con la aldea —un Nueva York sumado a una aldea—: Moscú es la
mezcla más dura e inagotable que existe, mi asunto es con el rústico, para usar un término algo
suelto. De los siete millones de habitantes de este gigantesco mar de piedra, el rústico forma un
alto porcentaje. Su influencia en la ciudad es enorme. Es sobrio en el vestir ¡nunca se permitiría
liviandad alguna en su vestimenta! Sus ideas sobre decoración interior son extremadamente
rígidas. Durante casi toda o una gran parte, de su vida en la ciudad, el rústico es realmente el
"gran intruso", atormentado por temores y fobias. Es muy firme, y naturalmente tiene puntos de
vista muy firmes y decididos acerca de todo (los cuales, según las apariencias, cambia con
bastante facilidad). En principio, representa una fuerza valiosísima, viva, elástica, joven,
progresista; pero cuando se trata de literatura, retrocede a la ciudad. Su misma naturaleza
biológica, su fuerza, no le permite apreciar a Dostoievski. No hubo necesidad de suscitar una
aversión ficticia. Las observaciones de Gide fueron y todavía son valederas.

127
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

"Panie Rudnicki está interesado en Dostoievski, hasta ha escrito sobre él", se burlaban
gentilmente. Hablaban como si fuera víctima de algún germen, al que ellos no habían
sucumbido.

—VII—

Hace dos días, en el Ermitage, estaba parado ante un cuadro que debe verse de rodillas.
Primero, pasó un grupo de personas con su guía. La mujer-guía señaló el cuadro y dijo: "Aquí
tienen otro cuadro del conocido artista Rembrandt, La Vuelta del Pródigo". Para aclararles más
la cosa agregó: "Hubo una vez un hijo pródigo, ¿saben?". Alguien en el grupo contestó: "Hoy ya
no existen hijos como ese". Después de diez segundos siguieron hacia el próximo cuadro del
"muy conocido artista Rembrandt" y se me acercó un rústico, que se paró a mi lado a mirar El
Hijo Pródigo. Después de un silencio prolongado me dijo conmovido: "Lo que debe haber
pasado para haber llegado a este estado. Es un animal, no ún hombre...". "Se ve que es un
hombre pobre, ha sufrido mucho", dijo frente al Retrato de un Viejo. Bernanos comentó que no
puede leer las descripciones de la pobreza hechas por escritores rusos sin llenarse de horror.
Solo a primera vista el comentario del rústico nos parece primitivo: son aquellos que lo
consideran así los que son realmente primitivos. Sus comentarios esconden el sentido más
profundo que es la justificación de la revolución. Mientras miraba en la Catedral de San Isaac
uno de esos aguafuertes donde aparecen campesinos arrastrando enormes bloques de piedra
para construir a San Petersburgo sobre bases de fango y pantano, se me ocurrió súbitamente
que la historia rusa es tan fascinante porque en un tiempo relativamente corto muestra todo lo
que hay en la historia de todas las grandes naciones, diseminado a través de los siglos. Aunque
el pasado de aquellos otros se pierde en el tiempo, la historia de Rusia parece casi
contemporánea, y al mismo tiempo, de interés, no solo para ellos sino para nosotros. Un brazo
del péndulo cubre la historia de Pedro el Grande; el otro, los acontecimientos que llenan las
primeras planas de los periódicos en todas partes del mundo. El hijo o nieto del hombre con
zapatillas harapientas que levantó a San Petersburgo sobre un pantano, tomó una pluma y
escribió novelas geniales, que son grandes porque él estaba buscando una respuesta a todo
aquello que el Occidente había descartado hacía mucho tiempo por indescifrable. El limitado
período de tiempo significaba que la sombra del hombre en harapos nunca había desaparecido
totalmente de la literatura rusa. Los escritores de aquí pueden sentir la soledad como
individuos, como personas, pero nunca pierden de vista al hombre que arrastra su piedra.
La sombra de este hombre enjaezado, como un caballo, cae sobre toda la literatura rusa y
le da ese sentido de "caridad" que conmovió tanto a Bernanos y a todo el mundo. Todo lo que he
dicho sobre el rústico me desacredita —no a él—, si no lo he rodeado con ese manto de caridad
que es el primer mandamiento de todo escritor.

—VIII—

Cerca del mercado, la luz indiscreta de una linterna. Dos hombres están acostados, bajo de
un camión, reparando algo. Cuando estuve aquí hace unas horas, mi guía me dijo que había
llevado a otros dos escritores polacos a ver la casa. Ellos habían venido también fascinados por
la literatura rusa, aunque de una manera diferente, me imagino. Mi masoquismo debe jugar un
papel aquí. Rusia adora a sus escritores y esto nos demuestra la importancia que todavía tiene el
alma humana para ellos. Y esto a su vez nos demuestra que la fuente de la cual esta alma se
nutre, todavía existe. De todo esto puede uno deducir cuán joven es este país. Hay que estar aquí
para darse cuenta de que es una nación joven en marcha. Basta ver las multitudes en las calles
para comprender que no se trata de una fórmula vacía, es el primer pensamiento que nos viene
a la mente. Si el amor a la poesía es tan profundo como ciertamente lo es, esto quiere decir que a

128
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

pesar de lo que dicen, ellos no le dan importancia decisiva alguna a lo que comen, a cómo se
visten o cómo viven, aunque aquí la aburrida prensa insista interminablemente sobre estas
cosas.
Las grandes avenidas de Moscú y Leningrado llevan los nombres de sus poetas, las
estatuas son todas de poetas. Una noche que salíamos del hotel en Moscú vimos a un grupo de
jóvenes en la Plaza Maiakovsky escuchando a otros jóvenes recitar sus poemas, discutiendo los
recién publicados, criticándolos y alabándolos. Las muchachas recitaban versos, para expresar
lo que sentían sobre el amor y lo que esperaban de los muchachos. Cuando llegamos nos
pidieron inmediatamente que recitáramos poesías polacas y que les dijéramos lo que
sinceramente pensábamos sobre ellos. "Si ustedes nos van a celebrar o a repetir la jerga oficial,
entonces preferimos que no se molesten. Digan lo que realmente piensan". A veces parece que la
poesía es la única fuerza que puede integrar esta moderna Babilonia, "esta ciudad que se
extiende como un mar sin límites".
Un escritor ruso nos dijo: "¿Van a Leningrado?", y añadió pensativo: "Es una bella
ciudad... un museo... Sí, es un museo histórico y literario". Hay solamente dos ciudades en el
mundo donde las asociaciones literarias son tan fuertes, París y Leningrado. Aquí no hay una
sola calle que no parezca un libro conocido. Los Decembristas, Groboyedov, Pushkin,
Lermontov, Gogol, Belinsky, Nekrasov, Dobrolibov, Chernyshevsky, Saltykov (Schedrin),
Goncharov, Turgenev, Blok, Gorki, Maiakovsky, todos ellos vivieron aquí y escribieron sobre
esta ciudad. Si la literatura pudo surgir con tal fuerza, entonces esta ciudad debe haber
alcanzado de alguna manera su cénit, y cierta estabilidad. Al mismo tiempo, esta estabilidad solo
afectó a la ciudad en sí; cuando una vida nueva y joven surgió alrededor, la ciudad no pudo
soportar la presión. En este nuevo mundo, San Petersburgo era una vieja ciudad que tenía que
ceder. Puedo imaginarme cuán difícil sería traer el comunismo a esta ciudad con ricas y viejas
tradiciones, costumbres establecidas y un considerable estrato social, tan próspera, fuerte,
elástica y emprendedora como sus comerciantes, quienes fabricaron palacios para ellos o para
sus amantes. Me puedo imaginar cómo esta vieja ciudad empujaba a la nueva, y cómo fue
necesario romper su voluntad. La historia de Leningrado es una prueba trágica de todo esto.
Mientras caminaba por Leningrado tuve la fuerte impresión de que nuestra propia
Cracovia le debía el tratamiento especial que se le había reservado al hecho de parecerse a
Leningrado; es decir, Cracovia también es una vieja ciudad en la que parte de sus habitantes
acomodados se oponen a todo cambio. Pero a pesar de su pasado trágico, uno se encuentra a
cada paso en Leningrado con viejos que parecen salidos de las páginas de una novela rusa del
siglo diecinueve. Uno recibe la impresión de que las olas les han pasado por arriba como el agua
sobre las plumas de los patos. Al mediodía se acomodan en bancos frente a sus casas y parecen
pensionados de un asilo de viejos. Leningrado tiene la reputación de ser intelectual, y, por lo
tanto, parecería una débil ciudad. Débil, trágicamente oprimida, destruida por el tiempo, pero
cuando la hora de la prueba llegó, la débil, intelectual Leningrado demostró que estaba hecha de
acero. Aguantó tres años y medio de sitio y de hambre. Yo estaba en Varsovia cuando la
sublevación y sé lo que esto dignifica, en un grado insignificante, desde luego.
La presión ha dejado sus huellas. Esta ciudad tiene realmente un aspecto de museo, de
algo inerme. Pero no es eso lo que yo quiero decir. La ciudad pasó su prueba a costa de
tremendos sacrificios, pocas ciudades han sufrido tanto, pero esta prueba no ha sido reconocida.
La literatura no ha pagado su deuda. Por muchos años Io que se esperaba de la literatura era
que pesara los valores hasta la última onza del farmacéutico, lo que era una pedantería, una
falsa fachada. Durante años se suprimió la espontaneidad y el canto de los corazones humanos,
y cuando el canto era otra vez necesario, cuando pudo haber sonado en los próximos cien años y
llegado a ser el valor supremo, ya no se pudo encontrar.

—IX—

129
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Sucedió aquí, detrás de estas ventanas. Aquí se creó un mundo que era diferente a todos
los demás. Sangre de su sangre, hueso de su hueso... El último hecho real en literatura fue el
suyo. Solo las obras que conducen a hechos tienen alguna influencia. El resto es solo un modo
placentero de pasar el rato, una charla agradable, una explicación grata de cosas que son
inexplicables. Los hechos en la literatura deben ser algo extraordinariamente difícil, ya que
ocurren tan raramente. Requieren raíces muy hondas, una savia poco corriente. El suyo fue el
último hecho real en la literatura; él creó a Raskolkinov. Desde Raskolkinov no ha habido más
hechos en la literatura, aunque ha pasado casi un siglo. Todos los hechos en la literatura
occidental son esencialmente comentarios sobre Raskolkinov. Han pasado cien años pero parece
que nadie va a ocupar su lugar. Parece que alguien puede asesinar millones de seres humanos,
quemarlos en crematorios, barrer naciones enteras del mapa del mundo, pero todo esto no es
suficiente para hacer hechos verdaderos —los hechos en la literatura tienen una vida
independiente y una lógica propia. Raskolkinov no es el retrato de un hombre que comete un
asesinato; él representa todo lo que hay que decir respecto al crimen. Raskolkinov tiene una
fuerza de expresión mayor que la de todos los tiranos que vinieron después de él y se
inmortalizaron con hechos que espantan a la imaginación. Hace cien años Raskolkinov cometió
un asesinato; desde entonces hemos tenido Auschwitz, Treblinka, Hiroshima, pero cuando
buscamos el retrato de un criminal volvemos a Raskolkinov. Todo lo que sea un hecho en la
literatura europea es solo un comentario sobre Dostoievski. Cien años después lo vemos bajo
una luz distinta, el Occidente ha perdido indudablemente su capacidad para los hechos, una
capacidad que esta gente de aquí ha mantenido.
Todo lo que Europa y América tienen que ofrecer en forma literaria sigue confirmando esta
incapacidad para los hechos. Ionesco, Sartre, Faulkner, todos nos demuestran esto. Quizás
Hemingway buscaba estos hechos a su modo, pero no pasaba de las apariencias.

—X—

Hay otra razón por la que esta influencia ha sido tan grande; él se adelantó a su tiempo y
tomó parte en las discusiones que empezaron realmente después de su muerte. El crece junto
con la grandeza de su país. Hasta el momento él es el testigo principal citado en las discusión
clave de nuestra época. Manes Sperber ha dicho que él fue el primer escritor que describiera al
renegado del partido. Lyubev Dostoyevskaya, la hija del novelista, menciona en un libro escrito
y publicado en Suiza alrededor de 1920 que los libros de su padre nunca fueron del agrado de ios
"judíos" o de los "izquierdistas". Hoy los "judíos" y los "izquierdistas" escriben continuamente
sobre su padre, quien se ha convertido en el escritor más allegado a ellos, al que más a menudo
leen y citan. A Dostoievski lo mataron realmente el día que se paró delante del pelotón de
fusilamiento; el perdón del zar no lo salvó y solo se volvió a levantar de entre los muertos en sus
novelas, que fueron escritas "al revés". Fueron escritas por un hombre al que nunca lo abandonó
el terror: todo lo que escribió transparenta ese terror y le da a su obra su tono específico. Sus
personajes están moldeados no solo en su grandeza sino también en su miedo. En su terror
perdió la fe en el hombre que puede alcanzarlo todo si lucha por ello. Como tenía una mente
profunda, le dio a los marxistas en su punto más débil; los atacó porque rechazaban el pecado
original, el miedo, el egoísmo, cuyo efecto no es solamente negativo, sino que tiene dos aspectos.
Los atacó porque no creían en el mal, mientras que él creía en un diablo personal, en el mal
como algo que tiene iguales derechos sobre el hombre. Los atacó por querer persuadir al
hombre de que era bueno cuando era por lo menos tan traidor, maligno, despreciable y oscuro
consigo mismo como con los demás. Para él todo experimento socialista era una locura que solo
podía llevarnos a un "diluvio". El no creía que el hombre se podía salvar sin la gracia. El terror lo
cegaba ante los proyectos de realizaciones humanas, porque al fin y al cabo no todo lo que el
hombre hace está contenido en el esquema del pecado original.

130
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

El yace en medio del camino de la discusión central y no podemos ignorarlo. Tenía que
ganar, ya que es verdad que el hombre es un monstruo, vacío, oscuro, que no sabe nada sobre sí
mismo. Tenía que perder, ya que la humanidad nunca estará satisfecha con esta opinión sobre el
hombre y nunca abandonará la lucha. Después de todos los desastres, el socialismo ha
sobrevivido como vencedor, el socialismo abrazado en una lucha con el pecado original, y el
socialismo en armonía con el pecado original. Aceptar que el pecado original nos abre nueva
perspectiva: nos trae una alegría con la más ligera victoria del bien sobre el mal; mientras el
rechazo del pecado original amenaza al hombre con la desesperación a la menor recaída.
El yace en medio dé los caminos de nuestra época; suscitó problemas que solo nuestra
época ha puesto de manifiesto.
Dostoievski sufría de un complejo anti-occidental. Odiaba el Occidente del mismo modo
que alguna gente hoy día odia el Oriente. Debe haberlo decepcionado, y si lo hizo significa que él
esperaba mucho de él, como tantos "pro-occidentales" de aquel tiempo que pensaban que ellos
no valían nada y ponían el Occidente como modelo. La intensidad del complejo delata la
intensidad del amor. Además, la moderación le era casi desconocida; como él mismo escribió,
siempre fue un hombre de extremos. El careo significaba el desastre, como pasa inevitablemente
con los careos. En cualquier caso, ¿qué nación podía ponerse a la altura de sus exigencias?
Podemos imaginarnos cómo el Occidente lo hería a cada paso —las paredes, las cercas, las
cerraduras que los hombres usan para aislarse de los otros hombres— y sobre todo de él, un
mendigo de un país bárbaro. El no comprendía la cultura "en sí", ni el valor de la vida; solo veía
que ellos helaban los corazones y los caracteres. Podemos imaginarnos cómo le irritaría la
acumulación de dinero y posesiones. El venía de un país donde las fortunas eran todavía
demasiado nuevas, demasiado enormes, para que su durabilidad no fuera sospechada por los
mismos dueños. En el Occidente todo le estaba cerrado y prohibido; vivía solo, aislado y ni quiso
ni pudo juzgar el Occidente como realmente era. Cuando volvió a Rusia debió sentirse feliz con
la juventud de su país, una juventud que lo miraba todo con ojos muy diferentes. Juventud que
continúa sorprendiéndonos.
A menudo, al ver la gente de aquí, tenía de pronto la idea de que eran niños. Son niños en
su actitud hacia la literatura, niños en su necesidad de entenderlo todo hasta el último detalle,
comprenderlo todo, niños en su negativa de quedarse a mitad del camino. Son niños y lo
imposible no existe para ellos. Hay que estar aquí para poder entender que los primeros
sputniks no salieron de aquí por accidente. Muchas otras cosas van a tener su principio aquí:
¡Son todavía tan terriblemente jóvenes!

—XI—

Todo está tranquilo. Pasos en la distancia; después de un rato, ellos también desaparecen.
¿Qué pasaría si él emergiera de la oscuridad? ¿Quizá fue para eso para lo que vine? ¿A mirar las
huellas, hundirme en la noche, sentir la caricia del aire donde él la sintió? ¿No debiera todo
terminar en una resurrección? Lo he buscado en muchas ciudades, lo he llamado en la
profundidad de muchas noches. Muchos se consumen por muchos deseos, a veces la cara de una
mujer, a veces la de un niño, de un profeta, un maestro. Todas estas caras son realmente una
sola, la cara de la armonía. Nuestra existencia individual la contradice, pero no hay otro camino.
Lo he visto a mi lado a través de los años como una prueba de que la suma de las debilidades
humanas puede ser la plenitud. ¿Por qué no ha de surgir aquí, a mi lado? No, no vendrá. Ni hoy
ni mañana. Pero, ¿no ha venido en el pasado? ¿Qué importa que nunca haya sentido —ni siento
ahora— la presión de su mano en mi brazo? ¿Es la única prueba de una presencia? ¿Acaso no
son reales las casas donde Raskolkinov vivió, donde asesinaron a Anastasia Pilipovna, aunque
nunca hayan existido? ¿No era mi espera una forma del venir? ¿Un venir en otra dimensión?
¿No siento su presencia —a pesar de su ausencia— más fuertemente que la presencia de la gente

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

que encuentro todos los días? ¿No ha vuelto para mí de entre los muertos? ¿No podría decir que
ha vuelto a mí en muchos lugares? ¿Y estoy seguro que no está parado a mi lado, ahora mismo?

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

MAREK HLASKO
[1932-1969]

Hlasko es un fenómeno típico de la literatura de deshielo. Su primer libro de cuentos,


El primer paso en las nubes, 1956, y su novela, El octavo día de la semana, 1957, fueron la
expresión del sentimiento de inconformidad que manifestaban los jóvenes ante los cánones
estéticos y vitales del stalinismo. Allí se producen el derrumbe del "héroe positivo", la
revelación de un lenguaje vivo aparentemente no literario y la expresión de los
problemas de la juventud. Hlasko hizo rápidamente escuela. Los autores jóvenes que
surgieron posteriormente en buena parte se han visto influidos por su visión del mundo.
Otras obras posteriores como Cementerios, publicada ya en el exilio, no tienen el mismo
interés, ni literaria ni sociológicamente.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

MAREK HLASKO:
EL PRIMER PASO EN LAS NUBES

En el centro de la ciudad, los sábados no difieren de ningún otro día de la semana.


Solamente, hay más borrachos en las tabernas y restaurantes, y en los autobuses y en los
zaguanes flota un rancio olor a alcohol digerido. Los sábados, la ciudad pierde su aspecto
diligente y exhibe la mueca de una chusma ebria. Por otra parte, en el centro no hay
quienes durante el sábado se dediquen a observar la vida: gente que permanezca en las
aceras, camine por la calle, o se siente durante horas en la banca de un parque, todo
simplemente para poder recordar dentro de veinte años que en tal fecha uno fue testigo de
un acontecimiento más o menos original. Aparte de los carteros, quienes aún durante la
ocupación, no dejaron de circular bajo sus capas rojas, de los areneros que venden arena en
las calles o de los cantantes ebrios que cantan en los patios, los espectadores objetivos de la
vida han desaparecido por completo de la ciudad.
Estos espectadores pueden encontrarse solamente en los suburbios. La vida suburbana ha
sido siempre, y continúa siéndolo, más densa; los sábados, cuando el tiempo es bueno, la
gente saca las sillas frente a sus casas, se sienta y se dedica a contemplar la vida. La
perseverancia de estos observadores adquiere en ocasiones rasgos de una brillante demencia;
algunas veces permanecen sentados toda la vida sin ver otra cosa que la cara de los
observadores de la acera de enfrente. Luego mueren con un profundo rencor contra el
mundo y la arraigada convicción de su vaciedad y aburrimiento; aunque muy pocas veces se
les haya ocurrido que es necesario levantarse y mirar lo que sucede a la vuelta de la esquina.
Cuando envejecen estos observadores de la vida, se vuelven pesados. Se sienten inquietos, y
miran el reloj. Este es uno de los hábitos absurdos de la vejez: desean ahorrar tiempo. Llega
un momento en que su avidez por la vida y por las sensaciones se vuelve mucho más
fuerte que en los jóvenes de veinte años. Hablan mucho y piensan mucho, sus sentimientos
son a la vez salvajes y obtusos. Luego expiran de manera rápida y tranquila. Al morir, tratan
de hacer creer a todo el mundo que han vivido plenamente. El impotente se vanagloria de
sus triunfos con las mujeres, el cobarde de su heroísmo, el cretino de la sabiduría con que
ha dirigido su vida.
El señor Gienek, un pintor de muros, había vivido durante cuarenta años en el barrio
de Marymont en Varsovia y, desde hacía muchos años, se dedicaba a observar la vida. Ese
sábado, el señor Gienek estaba también sentado en el pequeño jardín frente a su casa y
contemplaba vacuamente hacia la calle. De vez en cuando escupía y se pasaba la lengua por
los labios resecos; la tarde era abrasadora, un verdadero tormento. El señor Gienek sentía
una fuerte irritación; aquel día no había sucedido nada sensacional: nadie se había
quebrado una mano, nadie había golpeado a otro... El señor Gienek se sentía abrumado por
un sentimiento de vaciedad y tedio. Pateó a un perro que se atravesó en su camino y que aulló
tristemente al recibir el golpe. Contempló la calle. Estaba vacía; los camiones que pasaban
con relativa frecuencia levantaban nubes de polvo caliente. Cuando había perdido la
esperanza de presenciar algún trozo de vida, sintió que alguien le daba un codazo. Levantó
los ojos amodorrados y vio a Maliszewski, su vecino.
—Ven conmigo —dijo Maliszewski.
—¿A dónde?
—No lejos de aquí.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—¿Para qué?
—¿Quieres ver algo bueno? —insistió Maliszewski.
Era un hombre pequeño con expresión bonachona y ojos astutos. A pesar de una
aparente pesadez, sus movimientos eran rápidos y ágiles como los de un gato.
—¿De qué se trata? —preguntó el señor Gienek, bostezando, harto del calor.
—Un muchacho... —dijo Maliszewski.
—Un buen espectáculo —dijo Maliszewski—. Está acompañado. ¿Quieres verlos?
—¡Claro! —dijo el señor Gienek, que se levantó, renacida en él la esperanza—. ¿Es
bonita? —preguntó con animación.
—Es hermosa y joven —dijo Maliszewski—. Te lo aseguro, están haciendo un buen
trabajo. ¿Vienes o no?
—No tiene objeto —dijo el señor Gienek—. Antes que lleguemos ya habrán terminado.
Te lo digo, no tiene objeto.
—No se trata de cincuentones como tú —dijo Maliszewski—. Pueden hacerlo durante
largo rato. Cuando yo era joven podía resistir durante horas, te lo aseguro. Vamos a pasar
por mi cuñado. Acaba de llegar del trabajo, y desde luego le gustará venir con nosotros.
Mira, aquí viene ya.
Y así era. Un joven fornido, caminaba por la calle. Tenía enrolladas las mangas de la
camisa, y entre los dientes llevaba un tallo de hierba. Eran sus ojos soñolientos y burlones, y
los párpados le colgaban pesadamente.
—¡Heniek! —le gritó Maliszewski—. Ven aquí inmediatamente.
Heniek se acercó. Tenía la frente perlada de sudor.
—Eh, ¿qué hay de nuevo, señor Gienek? —dijo.
—Heniek —dijo Maliszewski—, ven con nosotros.
—Hace calor —dijo Heniek—; ni un soplo de viento. Ni un santo podría soportar
este calor. ¿A dónde quieren ir?
—Estaba entre los macizos del jardín —dijo Maliszewski—; y descubrí una pareja.
—¿Una puta? —preguntó Heniek.
Escupió el pedazo de yerba que llevaba, y recogió del suelo otro tallo, que comenzó a
triturar con sus fuertes dientes.
—¡Dejen de joder! —dijo Maliszewski—. Ya he dicho que la muchacha es joven y
hermosa.
—Bien, vamos —dijo Heniek—. Ustedes me conocen, me gusta contemplar la vida. Si la
muchacha es fea —se volvió a Maliszewski—, tendrás que invitarnos a una copa.
Caminaron rápidamente entre los macizos de plantas. La gente iba allí después del
trabajo a cultivar patatas, tomates, zanahorias. Ahora, sin embargo, el huerto estaba vacío;
el día sofocante había metido a todo el mundo en sus casas.
—Estamos muy cerca. Con este calor, siento que me va a reventar la cabeza.
—También esos muchachos han de estar bien calientes —dijo Heniek.
—Ya lo creo —dijo Maliszewski—. Pero ya los enfriaremos. ¿No, Heniek?
—El año pasado —dijo Heniek— un tipo acostumbraba venir también aquí con su
muchacha. Vinieron durante todo el verano.
—¿Y qué...?
—Nada, supongo que no tendrían casa.
—¿Se casarían? —preguntó el señor Gienek con un esfuerzo, mientras soñaba con un
vaso de cerveza bien fría y amarga.

135
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Tal vez; no lo sé. Ella también era bastante bonita.


—¿Rubia? —preguntó nuevamente el señor Gienek, aunque ese detalle le importaba un
bledo. Seguía teniendo una sensación de vaciedad opresiva y de disgusto.
—Era morena —dijo Heniek—. Me acuerdo como si fuera hoy. El tipo era rubio. No
puedo comprender cómo aquella muñeca podía andar con un trozo de tasajo como aquél.
—Yo no sé —gruñó el señor Gienek, y escupió una saliva espesa.
Estaba enojado con Heniek; le había hecho recordar que también él tenía una mujer
fea y bastante estúpida. Luego dijo:
—Una puta, sin duda.
—Tal vez... ¡Quietos ahora! —dijo Maliszewski.
Se adelantó, y lo siguieron con pasos lentos, tratando de no hacer el menor ruido.
Comenzaba a oscurecer, el sol se había puesto, sombras azules se tendían sobre la yerba.
Maliszewski volvió la cabeza y los llamó con voz apagada:
—¡Vengan!
Dieron unos pasos de puntillas y vieron a la pareja de muchachos. Permanecían uno
al lado del otro. La muchacha reposaba la cabeza sobre el hombro de él, tenían los cuerpos
muy juntos. Permanecían agotados de amarse y de calor. Ambos eran jóvenes y hermosos; él,
moreno; ella, rubia. La muchacha tenía el vestido levantado; sus piernas estaban
hermosamente bronceadas.
—Es bonita —dijo Heniek—. Muy bonita.
—¿No se lo había dicho? —dijo Maliszewski en un murmullo.
Se quedaron parados sin hablar. El señor Gienek se lamió nuevamente los labios y sintió
una súbita aversión hacia su mujer. Maliszewski sonreía estúpidamente. Los párpados
pesados de Heniek caían aún más; se tambaleaba sobre un pie, luego sobre el otro.
Repentinamente, preguntó con irritación:
—¿No vamos a hacer algo?
—Hazlo tú —dijo Maliszewski—. Haz algo para que se rían tanto que no puedan venir a
hacer de nuevo sus cositas. Tú eres el indicado, Heniek.
—Lo mejor será asustarlos, Heniek —dijo el señor Gienek, que hizo un ruido con los
dedos—. Ella es realmente una belleza —repitió—. No había visto una chiquilla como ésta
desde hacía años. Muy jovencita, ¡carajo! No deberían de estar haciendo eso.
Se volvió a impacientar y dijo a Heniek:
—Haz algo, si no quieres que les arroje una bomba.
—Calma —dijo Heniek—; ahora voy.
Se quedó mirando un momento las pantorrillas bronceadas de la muchacha y el
tormento se dibujó en su rostro. Luego se acercó a la pareja; se detuvo frente a ellos.
Guiñó un ojo y les dijo:
—¿Conque jugando al papá y la mamá? Espero que se hayan divertido.
Maliszewski y el señor Gienek soltaron una carcajada. El joven se puso en pie y gritó:
—¿Qué es lo que quieren?
—Nada —dijo Heniek muy lentamente.
Se detuvo frente al muchacho y se balanceó sobre los pies. Masticaba aún el tallo de
hierba, y escupió una saliva verdosa. Luego dijo:
—Escoge mejor el lugar, hijo. Eso es lo que he venido a decirte. Escoge mejor el lugar.
Maliszewski se adelantó y se colocó junto a Heniek.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Una nena graciosa —dijo mirándola con sus oscuros ojos grises—. No me disgustaría
que me la presentaran. Vamos a presentarnos, jovencita.
—¡Idiota! —exclamó la muchacha.
Se levantó y se colocó tras el muchacho. Se había ruborizado y estaba muy nerviosa. El
señor Gienek vio cómo le temblaba el pecho, y otra vez volvió a sentir aversión por su mujer
fea, gorda y deforme.
—¡Cuidado con lo que dices, putita! —repuso Maliszewski, cuyos ojos estaban
inflamados por la ira—. No eres más que eso: una vulgar puta, ¿me entiendes? Tengo una
hija mayor que tú, ¡cochina! —terminó, con palabra atropellada, y como sofocado.
—¡Fuera de aquí! —dijo el muchacho con mirada implorante—. Les pido que se vayan de
aquí. Nada les hemos hecho. ¡Se los pido!
—¿A quién le estás pidiendo, Janek? —dijo la muchacha—. ¿A este viejo estúpido?
—¡Ciérrale el hocico a tu muchacha! —dijo Heniek violentamente—. O me encargaré
yo de cerrárselo. Y deja de una vez de hacer el payaso. Te lo digo: ciérrale el hocico.
—¡Hocico lo será el suyo! —dijo la muchacha, mirándolo con desprecio, aunque a punto
de perder el control de los nervios—. ¡Cerdo! —exclamó, tratando de reir con una risa
sarcástica.
Pero se echó a llorar.
—¡Eh, tú! —dijo Heniek—. Fíjate a quién estás insultando. Vienes a putear y aún te das
esas ínfulas.
El muchacho lo empujó, y lo golpeó en la cara una y otra vez. Sucedió todo tan
rápidamente, que a Heniek sólo le dio tiempo de cerrar los ojos. Pero un momento después,
tenía agarrado al muchacho por el pelo; le aplastó la cara contra su rodilla, le dio un
puñetazo en la boca y lo arrojó a la yerba.
—¿Tienes suficiente, brillante joven? —preguntó—. Si no, puedo aún darte otra
ración. Y a precios reducidos, también. Hay aquí un magnífico cementerio.
A continuación, soltó una retahila de expresiones canallescas. Cerró los ojos, pero
seguía viendo las largas piernas de la muchacha.
—Ven, Janek —dijo entonces la joven.
Limpió la sangre del rostro del muchacho.
—Ya ajustaremos cuentas —amenazó a los del grupo, y cuando estos habían dado ya
unos pasos, les gritó histéricamente—: Ustedes no son hombres, sino piltrafas de hombres.
Regresaron a sus casas, caminando entre los huertos.
—Hace bochorno, posiblemente va a llover —dijo Heniek, que añadió, con un
suspiro—: Esa muchacha era realmente bonita. ¿Por qué le dijiste que era una puta? No
la conoces. ¿Cómo pudiste decírselo?
—¡Pero si no fui yo quien se lo dijo! —replicó Maliszewski—. Fuiste tú.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Estás diciendo estupideces. Yo ni la conocía.
—Yo sí la conozco —dijo Maliszewski—. No es ésta la primera vez que los veo. Están
muy enamorados.
—¿Y ahora qué sucederá? —preguntó el señor Gienek.
—No sé qué irá a suceder. Lo que sé es que no van a seguir juntos. Y sé que hoy se
acostaron por primera vez.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el señor Gienek, con indiferencia.

137
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Oí cuando él se lo pedía. Estaba asustado y ella también. Los oí hablar. Tenían
miedo de que les fuera a resultar un hijo, según decían. Pero yo creo que estaban mucho
más espantados el uno del otro.
—Todos se asustan la primera vez —dijo Maliszewski—. Pero, ¿por qué golpeaste al
muchacho?
—Tú lo quisiste.
—Yo no sabía que las cosas iban a resultar de esta manera. El le hablaba a su
enamorada de un modo tan gracioso...
—¿Cómo?
—No me acuerdo.
—Se está nublando el cielo —dijo el señor Gienek.
—Eso fue lo que le dijo... Algo sobre nubes —dijo Maliszewski—. Un poema. ¡Ya lo
creo que están enamorados!
—No les van a quedar ganas de volver a hacer el amor —dijo el señor Gienek—. Con
lo que hoy han tenido les bastará para siempre. Después de lo ocurrido, no serán capaces
de mirarse a los ojos. Está muy mal que haya resultado así.
—¡Ya sé! —dijo Maliszewski—. Ahora recuerdo. El le dijo algo así cuando le pidió...
Bueno, ya saben lo que le pidió... Dijo que sería como el primer paso en las nubes. Eso fue
lo qué le dijo, sólo que con rima. Y todo lo que ella respondió fue: "Tengo miedo", y
comenzó a llorar.
—Tal vez tenía miedo del dolor.
—No lo creo —dijo Maliszewski—. No creo que tuviera miedo del dolor. Eso viene
después. La vida, otras gentes, los chismes... Pero la primera vez realmente es como andar
entre nubes. La gente enamorada no puede ver nada.
—¿También nosotros? —preguntó Heniek.
—Ya no van a interesarse el uno por el otro —dijo el señor Gienek—. Yo sé que si a mí
me hubiese sucedido algo así, la muchacha habría dejado de importarme.
De pronto se sintió triste; el tedio se volvió a apoderar de su ánimo. Habían
abandonado el jardín y caminaban por la calle.
—No —dijo Heniek—; ya no seguirán enamorados. Una cosa parecida me pasó a mí
una vez. Y después no pude volver a amar a la muchacha.
—Una vez u otra, nos ha sucedido a todos —concedió Maliszewski—. Pero, ¿por qué le
pegaste en la quijada?
—El me golpeó primero —respondió Heniek—. ¿Vamos ahora a tomar esa cerveza?
—Vamos. Apuesto a que esa muchacha no vuelve por acá.
—Quién sabe... —dijo Gienek—. ¿Y por qué la insultaste de esa manera?
—Alguien insultó una vez a mi chica —dijo Maliszewski—. Y les juro que hasta ahora
no sé por qué.
—¿Y después de eso te enamoraste?
—No —dijo Maliszewski. Se mantuvo silencioso durante un rato, luego exclamó con
repentina cólera—: ¡Déjenme solo, maldita sea! No creo en el amor. Ni siquiera confío en
mi mujer. No confío en nadie.
—Un asunto estúpido... —dijo Heniek—. Hay nubes —agregó, luego de contemplar el
cielo—. ¿Y qué fue lo que él dijo?
—Creo que algo sobre un paso en la lluvia o una cosa por el estilo —dijo Maliszewski
con voz fatigada—. Vamos a tomar esa cerveza... Algo sobre la lluvia o sobre la tormenta...

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

No me acuerdo. No me acuerdo de nada. No quiero acordarme de nada. Si no me hubiera


acordado, no hubiera ocurrido esta trifulca.
—Va a llover mañana —dijo Heniek.
—Siempre llueve en domingo —añadió el señor Gienek, y frunció el entrecejo.
El señor Gienek pensó una vez más en su mujer detestable, en el muchacho, en el
día siguiente, en la hermosa joven y sus largas piernas bronceadas por el sol, su pecho, su
boca roja y fresca, sus anchos hombros dorados, sus verdes ojos llenos de temor, y murmuró
otra vez, pues tenía que decir algo:
—Siempre llueve los domingos.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

SLAWOMIR MROZEK
[1929]

Slawomir Mrozek se inició en la literatura con un libro de relatos, El elefante, 1957. En


sus primeras obras la realidad se deforma en busca de efectos humorísticos. El autor
descubre los elementos que aislados de un contexto o en circunstancias especiales pueden
crear un efecto grotesco. Para eso se vale de varios procedimientos estilísticos,
principalmente la parodia literaria. Con el tiempo su mundo se ha hecho más profundo,
más inquietante, más perturbadora la búsqueda de una moral. Otras obras: Boda en
Atomice, 1959 y Lluvia, 1962. Mrozek es autor de magníficas obras de teatro, Los policías,
Carlos, Strip-tease, El martirio de M. Ohey, Tango.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

SLAWOMIR MROZEK:
EL MONUMENTO AL SOLDADO DESCONOCIDO

Hay en nuestra ciudad un monumento al soldado desconocido, erigido en memoria


de los combatientes que cayeron bajo el plomo de la tiranía, durante la revolución de 1905.
La gente de la localidad levantó un modesto túmulo, sobre el que medio siglo más tarde se
construyó un pedestal de mármol con la inscripción: "Gloria eterna". Sobre el pedestal se
colocó la estatua de un joven en el acto de romper las cadenas. La ceremonia de 1955 fue
memorable. Muchos oradores, muchas flores, muchísimas coronas.
Algún tiempo después, ocho alumnos del liceo local decidieron rendir un homenaje al
revolucionario. El maestro de historia los había logrado conmover de tal modo en el
transcurso de una lección, que decidieron hacer una colecta y comprar una corona de
flores. Luego formaron un pequeño cortejo y se dirigieron al monumento.
Apenas habían doblado la primera esquina, cuando encontraron a un hombrecillo
enfundado en un abrigo azul. Este los observó durante unos momentos y luego se decidió a
seguirlos a cierta distancia. Atravesaron la plaza vieja. La gente no reparaba en ellos. Un
cortejo, como bien se sabe, es algo habitual. En la plaza vieja no habita nadie, hay pocos
edificios. Sólo la iglesia de San Juan, un viejo caserón adaptado para oficinas y un museo.
Cuando se detuvieron frente al monumento, el hombre del abrigo azul se les acercó
rápidamente y les dijo:
—¡Salud! ¡Una pequeña ceremonia conmemorativa, por lo que veo! ¡Magnífico! Pero
con tanto quehacer he olvidado el aniversario que hoy se celebra...
—No se trata de ningún aniversario — respondió uno de los alumnos—. Hemos
venido así nada más, sin que se trate de una ocasión especial.
—¿Qué significa eso de "así nada más"? —preguntó el desconocido, irguiendo la cabeza
y frunciendo nerviosamente la nariz—. ¿Qué significa "así nada más"?
—Conmemoramos al revolucionario caído en la lucha por la liberación de la clase
obrera.
—¡Ah! Ya comprendo. ¿Pertenecen ustedes a la célula del barrio?
—No, venimos de la escuela.
—No entiendo. ¿Es decir, que ninguno es miembro de la célula?
—No.
El hombre se quedó pensativo durante unos minutos.
—¿Se trata, pues, de una disposición del director?
—No; estamos aquí por iniciativa propia.
El desconocido no dijo nada, y partió. Los jóvenes estaban colocando la corona, cuando
uno de ellos exclamó:
—Aquí viene de nuevo.
Y en efecto, volvió a aparecer el hombre del abrigo azul, se detuvo a unos metros y
preguntó:
—¿Quizás se trata del mes para un "Mejor Conocimiento de los Revolucionarios
Desconocidos"?

141
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—¡No! —gritaron a coro—. Es una iniciativa personal.


El hombre volvió a partir. Colocada la corona, los jóvenes se disponían a regresar a sus
casas cuando lo vieron una vez más, ahora acompañado de un policía.
—Sus documentos, por favor —dijo el policía, dirigiéndose a los estudiantes.
Le extendieron las credenciales. El policía las examinó y dijo:
—Todo en orden. Gracias.
—¿Cómo que todo en orden? —exclamó el hombre del abrigo azul, y preguntó a los
alumnos—: ¿quién les ordenó colocar la corona?
—Nadie.
—¡Ajá! ¿Así que lo admiten? —gritó—. ¿Admiten que para organizar esta ceremonia en
honor del Revolucionario Desconocido no los ha movilizado ni el director del liceo, ni la
Dirección de la Juventud Socialista, ni el Comité del Barrio, ni el de la ciudad, ni el
provincial?
—Sí, señor.
—¿Admiten que esta ceremonia no estaba prevista por la Unión de Mujeres ni por la
Sociedad de Amigos de 1905?
—No, no lo estaba.
—¿Qué no se trata de un aniversario, ni de un mes dedicado a celebrar alguna cosa?
—Así es.
—¿Que no poseen una circular del partido? ¿Que todo lo han hecho por su propia
iniciativa?
—Por nuestra propia iniciativa.
El hombre se enjugó el sudor de la frente.
—Sargento —dijo—, usted sabe quién soy yo; le ordeno, pues, retirar inmediatamente
esa corona, y ustedes, ¡circulen!
Los jóvenes se retiraron en silencio, seguidos por el policía, con la corona a la espalda.
Frente al monumento permanecía sólo el agente del abrigo azul... Escudriñaba la estatua
con ojos suspicaces y miraba cautelosamente a su rededor.
Comenzó a llover. Pequeñas gotas cayeron sobre el abrigo azul y sobre la capa de
mármol del revolucionario. La atmósfera se volvió oscura y tétrica. Las gotas resbalaban
lentamente por el rostro de la estatua, se detenían en las orejas de piedra, brillaban en las
pupilas de granito.
Y allí estaban, uno frente al otro, el monumento y el hombre del abrigo azul.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

SLAWOMIR MROZEK:
EN LA PENUMBRA

Queridos camaradas, no pueden imaginar el estado de oscurantismo y de


superstición medieval que impera en nuestros campos.
Incluso yo he sufrido su influjo. Ahora, por ejemplo, tengo necesidad de salir un
momento a satisfacer mis más apremiantes necesidades (no tenemos excusado), pero me da
miedo hacerlo. Nubes de murciélagos vuelan como enloquecidos, chocan contra los vidrios
de las ventanas, y quien sale corre el riesgo de que se le enrede uno para siempre en el
cabello. Siento necesidad de salir, repito; pero aquí me quedo, en casa, sin moverme, y les
escribo, camaradas.
He aquí como están las cosas. En lo que respecta a la molienda del trigo, el
porcentaje ha bajado desde que el diablo hizo una visita al molinero, saludándolo con
grandes reverencias. Llevaba un sombrero tricolor, blanco, rojo y azul, con la insignia
escrita en francés: Tour de la Paix. Desde ese día, los campesinos se alejaron del molino. El
molinero y su mujer, desesperados, se dieron a la bebida, y ya la gente comenzaba a
acostumbrarse a esta situación, cuando el molinero roció a su mujer con vodka y le prendió
fuego. Después se precipitó a la Universidad Popular, para inscribirse en el curso de
marxismo; porque, según su opinión, necesitaba comenzar a luchar seriamente contra los
elementos irracionales de la vida.
La molinera, por su parte, sufrió horribles quemaduras, y así tenemos una bruja más
en nuestra aldea.
Han de saber, queridos camaradas, que todas las noches se escuchan aquí horribles
lamentos, como para hacerlo morir a uno de congoja. Algunos dicen que es el alma del
campesino Triglia que expresa su auténtico odio contra los grandes propietarios, y otros
que es el feudal Pierna Chueca, que se lamenta por el triunfo de las masas. ¡La lucha de
clases, camaradas, siempre la lucha de clases!
Pero mi cabaña está aislada en los linderos del bosque y la noche es negra, el bosque es
negro, y mis pensamientos, oscurísimos, en consecuencia. Un día mi compañero se sentó
sobre el tronco de un árbol para leer el último número de Horizontes de la Ciencia,
cuando sintió de improviso pasos a su espalda, y fue tal el susto, que anduvo con la razón
extraviada durante tres días.
Camaradas, aconséjennos. Nosotros nos hallamos aquí en medio de la llanura,
rodeados de horizontes hasta donde alcanza la vista, y de tumbas.
Me ha dicho un guardabosque que durante la luna llena, cabezas desprendidas de sus
cuerpos ruedan y se persiguen por los senderos y por los claros del bosque, se dan de
topetazos con las frentes heladas y vuelan sólo Dios sabe adonde. Al alba desaparecen, y se
escucha sólo el rumor de los pinos, blando y moderado, como si hasta los mismos árboles se
estremecieran de pavor. ¡Jesús mío! ¡No saldría de casa aunque se me reventaran los
intestinos!
Todo termina aquí del mismo modo. Y ustedes aseguran que estamos en Europa. Sin
embargo, cada vez que preparamos la crema para los dulces, llegan los gnomos y se orinan
en ella.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Una vez, una vieja de la aldea despertó sobresaltada, bañada en sudor. Miró a su
derredor, ¿y qué vio? Sobre una manta, bella y verde, estaba sentado aquel crédito
establecido antes de las elecciones para construir el puente, crédito extinto
inmediatamente después en condiciones misteriosas. El crédito observó a la vieja, le hizo
muecas, rió y tosió. La vieja empezó a gritar, pero nadie acudió en su ayuda. Cuando
alguien grita, nunca se sabe. ¡Vaya uno a saber por qué grita! ¡Vaya uno a saber qué
ideología tiene!
En el sitio donde aquel puente debía construirse, se ahogó después un artista. Tenía
dos años, pero ya era un genio, y si hubiera vivido habría comprendido y descrito todo lo
que existe. Ahora, en cambio, su alma vuela por estos contornos para amedrentar al prójimo.
Así las cosas, no es de maravillarse que hasta nuestra siquis haya mudado. La gente cree
en aparecidos y se vuelve supersticiosa. Apenas ayer, detrás del establo del camarada
Andrzej fue encontrado un cuerpo. El párroco dice que se trata de un cuerpo electoral.
Todos aquí creen hoy día en las apariciones de los ahogados, en los espectros y en las
brujas. Y en realidad existe una mujer que hace salir sola la leche de las vacas y hace
aparecer a los fantasmas. Queremos presentarla como candidata a la célula del Partido,
para substraer un argumento propagandístico a los enemigos del progreso.
¡Cómo vuelan, como baten las alas, Dios mío! ¡Cómo silban: "pi-pi", luego de nuevo:
"pi-pi"! ¡Basta! ¡Vivan los grandes edificios! Allí al menos todo ocurre en el interior y no
hay necesidad de correr hasta el bosque cuando se siente uno oprimido por las necesidades
fisiológicas...
Pero esto no es aún lo más grave. El caso es que mientras les escribo, camaradas, la
puerta se abre, aparece el hocico de un cerdo que me mira extrañamente, me mira... me
mira...
Ya les he dicho que aquí vivimos en condiciones del todo peculiares.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

JERZY ANDRZEJEWSKI
[1909-1983]

Se ha dicho a menudo que la obra de Andrzejewsky es la de un moralista. Sus libros


han producido el efecto de un ácido corrosivo en el momento de su publicación. Sus
primeras obras responden a la influencia de Bernanos, Mauriac y Conrad, Caminos
cruzados, 1936, El orden del corazón, 1938. Después de la liberación publica el libro de
relatos, La noche, 1945, y Cenizas y diamantes, 1948, la primera novela importante sobre las
transformaciones políticas ocurridas en Polonia después de la guerra. Contribuyó de modo
considerable a la renovación intelectual que se produjo en 1956 por medio de obras
satíricas como La zorra de oro, 1955, El lamento de una cabeza de papel, 1955. Sus
creaciones más logradas las constituyen dos alegorías en torno a los problemas del poder y la
irracionalidad de la conducta humana, Las tinieblas cubren la tierra, 1957 y Las puertas del
paraíso, 1960. Sus últimas obras vuelven a tocar temas íntimos relacionados con la creación
artística, Semejante a un bosque, 1959, y Salta por encima de las montañas, 1963.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

JERZY ANDRZEJEWSKI:
SEMEJANTE A UN BOSQUE

Desde hace algún tiempo me he vuelto especialmente sensible al ruido. En otra época
no me molestaba en absoluto. En la habitación vecina podían poner el radio al máximo
volumen, la calle podía penetrar en mi estudio con su furioso estruendo, con su bullicio y el
fragor del tráfico; nada de eso me producía efecto. Lograba aislarme y, aunque oyese ruidos,
no les prestaba atención. Hoy he cambiado; todo me fastidia, tengo la impresión de que
percibiría hasta el respirar de un ratón.
Muchas veces me he detenido a reflexionar por qué pudo haberse agudizado tanto mi
sensibilidad a los ruidos externos. Jamás he poseído un oído perfecto, pero sí bueno, quizás
óptimo. En los últimos tiempos, para colmo, este oído ha ido empeorando decididamente. Es
cierto que estoy lejos de la sordera; sin embargo temo que ésta me amenace. El médico a
quien consulté me aseguró que en mis oídos ni hay alteración notable alguna, ni síntomas
que la hagan prever; pero en cuanto al hecho de que cada vez me siento peor no cabe la
menor duda. Sin embargo, ¿por qué antes, cuando poseía un oído inmejorable, era inmune
al ruido, mientras que hoy que soy débil de oído, reacciono de manera enfermiza a cualquier
sonido? Es algo que realmente no logro comprender. Tampoco el médico sabe explicarse
este fenómeno. Lo que ha hecho es hablar de postración del sistema nervioso y de una
excitabilidad agudizada. Admitamos que así sea, pero no estoy del todo seguro. Ya el simple
hecho de que hoy todos se lamenten de los nervios, me pone en guardia. Por otra parte ni
el sistema nervioso agotado, ni la llamada excitabilidad agudizada logran explicarme de
modo convincente el hecho, fundamental como he dicho, de que los ruidos hayan
comenzado a irritarme sólo desde que los oigo peor. Durante algún tiempo creí que quizás me
molestase la recepción imperfecta, amortiguada y como almohadillada, de las voces y otros
sonidos. Podía haber llegado a tal estado de inquietud por el vano intento de lograr captar
las voces sofocadas de este mundo y de oírlas, todas juntas, o por separado, con su pleno
sonido que tan bien conocía.
Podía ser también que me exasperase y me deprimiese su deformidad. Me hacía
estas reflexiones (alegrándome a la vez de ser capaz de experimentar aún deseos tan
intensos); pero muy pronto advertí que las cosas no funcionaban en realidad de ese
modo: de hecho, después de una atenta reflexión, debí convencerme de que no añoraba la
plenitud perdida de los sonidos, sino el silencio; tenía necesidad de un silencio absoluto y
tranquilo como el de un sueño sin sueños, sólido como una roca. Proseguí aún mis
investigaciones. Quizás en un momento había estallado dentro de mí un estruendo inmenso
que logró ensordecer el ruido del mundo, volviendo insensible mi óptimo oído, al punto de
que ahora todo aquello que de opuesto, de violento y de furioso existe, estaba como
condensado en mí, y yo me encontraba inmerso en un silencio absoluto, mudo y vacío,
como una fogata extinguida, llevando en mi interior el silencio, y sediento, por tanto, de
silencio en torno mío. Pero aquí, frente a un problema expuesto de manera tan tajante, me
detenía una reacción saludable y natural. (Estás loco, mi amigo, dentro de ti no existe el
vacío, te lo aseguro. Esos ruidos encontrados, violentos y furiosos estallan dentro de ti igual
que antes, sólo que ahora, al sentirte peor, tienes necesidad de recogimiento y de silencio.)
Lo cierto es que en otro tiempo no tenía necesidad de silencio y ahora lo requiero. Eso es
todo. Pero, ¿cómo ha ocurrido esto? No lo sé. Y francamente no tiene importancia saberlo,
en todo caso no es necesario que me esfuerce en saberlo. La vida sin una pizca de
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

inconsciencia y de pasividad sabe a suela de zapatos. Y ya que estamos en esto, quiero


declarar que soy partidario decidido de la libertad de pensamiento y que juzgo quimérica
toda presunción de considerarme "plenamente consciente"...
Se hace palmario entonces que también una suela de zapatos puede tener sabor a pan.
Personalmente me felicito de no confundir jamás la suela de zapatos con el pan. Puedo
sentirme peor, puedo adolecer de una mayor sensibilidad, pero no quisiera caer por bajo del
sentido común. Todos tenemos derecho a nuestra soberbia y a defenderla.
A comienzos de este año, de la cartera del Primer Ministro, me fue entregada la
asignación de un nuevo apartamiento. Hasta entonces me había alojado de una manera más
que modesta en una vivienda de soltero, sin cocina y sin baño, y probablemente me habría
quedado por largo tiempo en aquel cuarto, agradable por cierto, de no haber tenido que
someterme a una operación de la vesícula, a consecuencia de la cual me vi obligado a seguir
durante largo tiempo una dieta bastante rigurosa, difícil en extremo, casi imposible de
observar en aquellas condiciones de alojamiento, sin cocina y sin sirvienta fija. Tales
exigencias, de un carácter que podríamos llamar humanitario, fueron las que decidieron que
recibiese de la mencionada cartera del Primer Ministro un departamentp de dos piezas
con baño y cocina en un edificio multifamiliar recién construido en la calle Belwederska.
Aunque naturalmente me aguardaba una serie de molestias grandes y pequeñas,
estrechamente ligadas a toda mudanza, la alegría de tener una nueva casa y la certidumbre
de que nada podría amenazar ya el lado higiénico de mi vida (atribuyo una gran
importancia a este aspecto de la existencia), me resarcían de todo lo que, en los momentos
en que estaba menos dispuesto a apreciar la benevolencia del destino, consideraba sólo
pérdida de tiempo y perjuicio material.
Para resumir, diré únicamente que fui a vivir en la calle Belwederska a comienzos de
marzo y que mientras tanto, logré encontrar por medio de mis amistades a una señora que
trabajaba por horas. Así, el 7 de marzo —lo tengo anotado en mi diario— me puse a
trabajar, con esa particular sensación de alegría conocida por todo escritor que no se limita
a aguardar los instantes ilusorios de la inspiración, sino que labora con constancia y
considera —justamente— un día irremediablemente perdido aquél que pasa sin producir por
lo menos una página. Aunque esto suscite a menudo las fáciles ironías de mis colegas de
pluma, no oculto que un género de vida bien reglamentado me es propicio, gracias a mis
inclinaciones naturales y a una fuerte voluntad. No fumo, no bebo, no gasto a la ligera, sin
por ello llegar a ser avaro; trabajo regularmente ocho horas al día, duermo bien y no me
avergüenzo del hecho de no cambiar ni de amantes ni de ideas. Soy constante en mis
sentimientos; se puede confiar en mí, y es del todo evidente que me siento especialmente
inclinado hacia las personas o las ideas en las cuales se puede tener confianza. Me doy
perfecta cuenta de que el retrato no es completo, pero no me propongo completarlo. Cuento,
por otra parte, con la comprensión del lector, convencido de que el vuelo de la imaginación
lo conducirá por el camino justo, pues, aunque consciente de haber dejado ciertas lagunas
en este relato, puedo asegurar sin ningún temor a todos los que se interesan por mi vida y mi
persona, que aunque deje esos huecos, no disimulo ni callo nada. De mi sensibilidad
agudizada por los ruidos ya lo he dicho todo. Desaconsejo la mala costumbre de hurgar
entre líneas. He deseado siempre no ser un escritor ambiguo, y pienso que no traicionaré
jamás este principio. También escribiré sobre lo que me ocurrió con motivo de esta
sensibilidad agudizada, sin ambigüedades. No soy responsable de la mala voluntad y de la
imaginación morbosa de la gente. El mundo mismo carece de ambigüedades, lo que tal vez
está en mi contra; pero una mesa es una mesa, la tierra es la tierra, y también el
estruendo —para poner los puntos sobre las íes— no es más, desgraciadamente, que
estruendo, al cual, por razones que ignoro, me he vuelto de cierto tiempo a esta parte más
sensible.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Las ventanas de mi nueva habitación dan a un espacio baldío aún; pero, como me
aseguraron en la administración del inmueble, aquel terreno cubierto por completo de
hierbas y de las ruinas de un viejo edificio, ofrecería de allí a unos cuantos meses, el
aspecto de un moderno patio jardín. A unos trescientos metros de mi casa, hay el proyecto
de construir un asilo moderno. Mientras tanto, en su lugar, la tierra arcillosa ha formado
grandes charcos de agua.
Habito en la planta baja. Frente a la amplia ventana de mi estudio crece un castaño
aún joven, salvado como por milagro, y cuando lo observo en su escualidez aún invernal, me
conmueve la idea de que tan pronto como llegue la primavera, tendré aquí junto, casi al
alcance de la mano, el verdor de su follaje tierno y pleno de savia. Amo la belleza de la
naturaleza, aunque sin exageración. Cuando vi por primera vez aquel castaño, me alegré de su
presencia también por otra razón. No oculto que la preocupación principal que me había
agobiado durante el cambio de casa había sido el temor de que la nueva pudiese ser
ruidosa. Ahora, la presencia de aquel árbol, precisamente frente a mi ventana, me parecía en
cierto modo una garantía de que existiría un silencio perfecto. Y realmente al comienzo,
todo parecía confirmar mis esperanzas, no fundadas por completo, debo reconocerlo, en el
sentido común. Los ruidos de la calle de Belwederska llegaban muy atenuados al interior del
edificio y, gracias al debilitamiento de mi oído, la impresión que producían se asemejaba más
al lejano murmullo del mar que al estruendo de una calle. Asimismo, los muros de la
construcción revelaron ser lo bastante gruesos para no tener constantemente en mis oídos la
vida de los vecinos. Después de dos meses transcurridos en la clínica y de la confusión de la
mudanza, logré volver rápidamente al estado de recogimiento que me es indispensable
para el trabajo. Mis voces internas —para recurrir a una figura un tanto atrevida— no eran
perturbadas por ninguna fastidiosa disonancia del exterior: yo vivía en silencio y ellas
podían vivir dentro de mí.
Según las anotaciones de mi diario, los dos jóvenes hicieron su primera aparición en el
patio el 26 de marzo, entre las cuatro y las cinco de la tarde, lo recuerdo muy bien. Una
breve siesta después del almuerzo y el café que tomo en general sólo una vez al día,
comunican a mis horas vespertinas una vivacidad mental característica. En esas horas logro
trabajar mejor que en cualquier otro momento. Así también ese día, con cierto sentido de
seguridad, me disponía precisamente a resolver una dificultad surgida en la trama de un
relato, que se había complicado bastante, cuando de pronto sentí un golpe, como si junto a
mí hubiera explotado una bomba. No había sido un grito, ni un aullido o una fuerte voz,
tampoco un rugido; había sido a la vez un grito, un aullido, una voz y un rugido, todo ello
reunido en un inmenso estruendo. Eso, y también algo peor. Hasta hoy no logro comprender
de qué modo y con qué medios aquellos dos muchachos de once años que jugaban al fútbol
pudieron producir aquel ruido inverosímil. Dos muchachos de once años —vuelvo a subrayar
que eran sólo dos—, jugaban al fútbol encarnizadamente bajo mi ventana, jugaban, nada
más, tan sólo eso, un entrenamiento de colegiales. A primera vista parecían gemelos. Los
dos eran rubios y estaban despeinados. Siempre en movimiento y ágiles como rayos, vestidos
del mismo modo —pantalones de pana azul, sandalias y suéter—, lograban producir en la
gama sonora más estragos de los que pudiera imaginar la fantasía más rica. La magnitud
de mi derrota fue terrible. Pero no vale la pena hablar de ello. Rehuyo todo exhibicionismo.
Ya ayer, cuando vino Halinka, las cosas andaban mal. Decía en general, pero refiriéndome
particularmente a nuestro lenguaje común, que estoy exhausto. No logré recordar si la flor
del agave era el áloe o al contrario. Me avergonzaba preguntárselo en circunstancias para
mí desventajosas... Quizás el áloe es esa planta que florece cada cien años y de la que
después no queda sino el tallo seco. Me fatigan también los sueños. Casi todas las noches
sueño conmigo. No me veo, pero sé que estoy muy cerca, encerrado en una celda oscura y sin
ventanas; camino siempre hacia la oscuridad, estoy aquí y estoy allá, hasta que de súbito,
cuando me hallo ante una puerta invisible, me entra un profundo miedo, trato de huir,
pero no puedo. Devorado completamente por la oscuridad, comienzo a gritar, y entonces, el
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

otro, escondido en la habitación vecina comienza igualmente a gritar. Entiendo que se pueda
gritar en los sueños; pero, ¿gritar a dos voces? Por la mañana despierto rendido de fatiga.
Al día siguiente, también entre las cuatro y las cinco, volvieron a aparecer aquellos
dos y, junto con otros dos, jugaron al fútbol en un grupo de cuatro. Como es natural, no
logré resolver las dificultades que entorpecían la trama de mi relato. El 28 de marzo, los
muchachos eran ya seis. Jugaron hasta el crepúsculo. Sus gritos hacían que se me erizaran los
cabellos, me ardían los lóbulos de las orejas como si estuvieran en llamas, el nudo del cuento
se me embrollaba de una manera cada vez más irremediable... Creo que de aquella manera
deben haber chillado los cerdos del Evangelio cuando fueron poseídos por los demonios.
Pero el 29 —también esa fecha la tengo anotada en mi diario— apareció él. Lo juzgué unos
años mayor que los demás; por lo menos, debía de tener trece. Inmediatamente advertí que a
diferencia de sus compañeros, tenía los cabellos negros cortados cuidadosamente a cepillo.
Usaba también sandalias, pero en vez de unos pantalones de pana como los demás, llevaba
unos de vaquero estrechos, que se le ceñían a las piernas, y una camisa a cuadros. Desde el
primer momento —anoté también esto—, tomó el mando del grupo. No entiendo nada de
fútbol, pero tuve la impresión de que ese día el juego se desarrollaba en un nivel más alto de
lo habitual. De los seis muchachos, el recién llegado eligió sólo a dos, posiblemente los
mejores. Debía de tener buen olfato para juzgar el valor de cada cual; porque su terceto
tomó inmediatamente la iniciativa, y durante todo el tiempo mantuvo una evidente
supremacía sobre los otros cuatro. En cuanto al estrépito... No, prefiero no analizar mis
reacciones; quizás no he dicho todo sobre el tema de mi sensibilidad agudizada, sino
únicamente lo que me era permitido dentro de los límites de la sobriedad. El arte, según mi
opinión, reside en saber superarse a sí mismo y las propias debilidades, y no en hacer
exhibición de ellas. Por esto no siento ningún complejo, y nadie podrá aventurarse a
comentar malignamente que me agrada hacer muecas delante del espejo. Las muecas las
hará Alfred, no yo. Decía justamente Beatrzycce, la hija de Artur S., cuando su padre, no sé
por qué razón, quería extirpar algunas raíces en el parque Lazienki: "No arranques las
raíces, papá, porque son las piernas de los árboles". Aquellos muchachos tenían unas piernas
malditamente robustas. Cierto que les he arrancado las patas a las moscas, pero cuando
niño; hoy ya no lo hago. Y como los días, con el advenimiento de la primavera, se alargaban,
así también los partidos se prolongaban cada día más, hasta el crepúsculo. El recién llegado
se llamaba Michal. Soy objetivo y debo reconocer que era un buen jugador. Jugaba
magníficamente al fútbol, siempre a la ofensiva. Desde mi punto de observación, es decir
desde la poltrona que acercaba a la ventana, escondiéndome sin embargo por razones
obvias tras la cortina un poco corrida, podía observar que Michal gozaba entre sus
compañeros de una gran autoridad. Había adquirido ese dominio con la mayor soltura,
como si lo hubiese recogido del suelo. Y yo, no sólo había aplazado por tiempo indefinido la
solución de la trama confusa de mi relato, sino que ni siquiera tocaba el teléfono, y no
ciertamente para huir de la gente. Se comprenderá, sin embargo, que me era difícil distraer
la atención, aunque fuera un instante, del partido que se desarrollaba frente a mi ventana.
No me agrada el dentista, porque cuando usa el taladro jamás sé en que momento
comenzará a producirme dolor. Siguiendo las varias fases del juego había aprendido a
prever casi infaliblemente el momento en que sus gritos, más o menos continuos, se harían
más fuertes, y por sus piernas, adivinaba la intensidad de la pasión que ponían en el
juego. Para mi uso y consumo designé con el nombre de "estado de alarma" a este método de
legítima defensa. Permanecía en dicho estado desde que hacía su aparición el primer
muchacho en el patio hasta que el último se retiraba. Me es difícil decir en qué medida,
gracias a aquel método, logré evitar a mi sensibilidad las emociones demasiado fuertes, y es
cierto que, si algunas cosas se me ahorraron en aquel deplorable estado de infelicidad, fueron
la incertidumbre y la sorpresa. Vivía sufriendo, pero vivía consciente (aprecio las frases que
en pocas palabras explican la realidad de las cosas).

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Un día, ya en abril, sucedió un incidente, mínimo en realidad, pero significativo;


porque mostró que entre los inquilinos del edificio no era yo la única víctima, a causa de mi
sensibilidad, del juego de aquellos muchachos. Apenas se habían reunido los jóvenes
jugadores, como de costumbre, bajo mi ventana, había ocupado mi puesto de observación en
la poltrona, y el partido estaba por iniciarse de un momento a otro, cuando oí que alguien
abría una ventana en el primer piso e inmediatamente después resonaba una voz de
mujer, muy serena, casi con acento de súplica.
—Muchachos —dijo aquella mujer—, ¿no pueden ir a jugar un poco más lejos? Mi
esposo está enfermo y los ruidos le fatigan.
En aquel momento, la emoción me cortó literalmente el aliento. ¿Qué iba a ocurrir? ¿Se
irían, y volvería el tan anhelado silencio? Mi incertidumbre duró tan sólo el tiempo de
repirar. Los muchachos, sin interesarse lo más mínimo por la persona que se había dirigido
a ellos, se contemplaron el uno al otro un poco como idiotas; pero ni siquiera por mucho
tiempo, sólo el normal, y luego Michal, con una voz también normal, dijo:
—¡Pasa, Andrzej!
Andrzej, un rubio sonrosado del equipo de los cuatro, dio una patada, y al punto supe
que iba a estallar en mi interior un terrible estruendo, un grito, un aullido, un rugido,
todo eso a la vez y aún más. Y en efecto, así fue.
Me acuerdo bien de este hecho, porque a la vez me evitó una humillación a la que sin
duda habría tenido que hacer frente: confieso que hasta aquel día, más de una vez había
tenido la intención de ponerme a conversar amistosamente con aquellos muchachos en
cuanto se presentase la primera ocasión, y tenía casi la certidumbre de que habría
logrado hablar con buen sentido y apelar a su buena voluntad. Y después... ¡Oh! Desde
hace un minuto sentí que estaba por caer en un abismo, cien veces me debería aún suceder el
no saber qué hacer con un pensamiento comenzado; porque, de golpe, como si hubiese
habido un corte tajante, y en mi cabeza existiese, el vacío, es más, no el vacío, sólo un gran
zumbido a lo largo y a lo ancho, cómo lo odio, lo odio, lo odio, cuando me viene, con una
fusta azotaría sus espaldas desnudas, verdaderamente el fin del mundo me produciría mayor
placer, beberé, me embriagaré, oh, cómo me emborracharé, y después, a cuatro patas, me
miraré en el espejo y aullaré.
Estudié todo el plan con extremada precisión. Me pareció perfecto, porque no me
exponía a ningún riesgo, no tenía nada que perder, y en vez de ello, en caso de triunfar, las
ventajas serían enormes.
Algunas veces ocurría, aunque no muy a menudo, que Michal llegase antes que los
otros. Era evidente que entonces se aburría. Pasaba bajo mi ventana con las manos metidas
en los bolsillos del pantalón, con un gesto que podría llamarse indiferente; pero se advertía
que no estaba satisfecho, y esta insatisfacción y su impaciencia se manifestaban en gestos
siempre más desganados y en el hecho de patear los guijarros que llenaban el patio. Decidí
aprovechar justamente uno de esos momentos para la realización de mi plan, en la
primera ocasión que fuera posible. Desgraciadamente, desde el momento en que el proyecto
de que he hablado cristalizó en mí, hasta que la ocasión se presentó, tuve que esperar
largo tiempo. Si Michal aparecía antes que los otros en el terreno, no era porque quisiera
ser el primero. Por el contrario, arrastrado, sin duda, por su instinto de jefe, evitaba ciertas
situaciones, y si ocurría que tuviese que esperar a sus compañeros era únicamente porque
la fuerza de las circunstancias obligaba a los otros a llegar con algunos minutos de
retraso. Así fue que hasta uno de los primeros días de mayo no me pude levantar de la
poltrona y abrir sin prisa la ventana.
Michal estaba allí con las manos en los bolsillos, perfectamente indiferente, y aunque
advirtió que había abierto la ventana, no se dignó mirar hacia aquella dirección.
—Buenos días, Michal —le dije—. ¿Te llamas así, verdad?

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Esta vez se volvió a mirarme, aunque sin prisa y sin la menor sombra de interés. Al
verlo por primera vez, así tan de cerca, advertí que padecía un ligero estrabismo, el cual —
debo confesarlo— añadía un encanto especial a sus ojos oscuros, más bien pequeños, pero
interesantísimos.
Tuve que sentarme en el antepecho de la ventana, pues aunque mantenía una calma
perfecta y una tensión espiritual, era a costa de un desagradable temblor de las piernas.
Parecía que mis rodillas estuviesen hechas de mantequilla.
—Tengo un favor que pedirte, Michal —dije—. Me parece que tú eres el mayor de
tus compañeros, y por eso me dirijo a ti. A mí, naturalmente, sus partidos no me producen
el menor fastidio, me agrada el fútbol, y yo mismo he practicado durante algún tiempo
este deporte. Tú a mi parecer tienes grandes posibilidades para convertirte en un
campeón... Pero, ¿no podrían jugar un poco más lejos de aquí?
Siempre con las manos en los bolsillos, moviendo apenas la rodilla izquierda, me miró
sin ninguna simpatía, aunque a decir verdad, tampoco con hostilidad.
—Allá, del otro lado del patio, por ejemplo, hay un buen terreno —añadí.
A lo que me respondió secamente:
—No, aquí es mejor.
Comprendí inmediatamente que consideraba cerrada la discusión sobre ese punto,
por lo que, de pronto, siguiendo mi plan, pasé a la ofensiva.
—¿Te agradan los pájaros?
Creí que iba a sorprenderlo, pero no fue así.
—No entiendo —dijo.
—-¿Cómo que no entiendes? Simplemente te pregunto si te gustan los pájaros.
No sé, tal vez a causa de su ligero estrabismo, o de alguna otra razón, lo cierto es que
percibí claramente en su mirada un matiz de desprecio.
—¿Por qué debían de gustarme?
Sonreí, aunque la verdad era que no tenía ningún deseo de ello.
—¡Qué sé yo por qué! ¡Bah!... Así, algunas cosas nos gustan, otras no. Jugar al fútbol
puede agradar, ¿no? Te lo preguntaba en ese sentido. Por eso, ¿te gustan los pájaros?
No me cabía la menor duda de que en su mirada, aunque había desprecio, existía
también un toque de ironía.
—No —dijo—, no me gustan.
Había tomado en consideración en mis planes diversas posibilidades, pero no había
previsto justamente aquella, no sé por qué. Recurrí, por necesidad, a la improvisación.
—¡Lástima! —dije.
Entonces él:
—¿Por qué?
—Porque pensaba que te gustarían.
—No, no me gustan. ¿Deberían gustarme?
—No, claro que no. Entiendo perfectamente que los pájaros puedan no gustarte; pero
pensaba que, si te agradasen, con seguridad te habría interesado uno que no sólo es muy
hermoso, sino también extremadamente raro.
Mientras hablaba, él miraba un poco de lado con el ojo estrábico, y silbaba entre
dientes una melodía de moda. Lo que casi me produjo agrado.
—¿Has oído hablar alguna vez del ave del paraíso?
"Si respondes ya eres mío, bribón", pensaba.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Y respondió:
—No, ¿qué cosa es?
—Un ave muy bella y rarísima. Vive en Nueva Guinea.
—¿En la isla?
—Exactamente. Sólo en Nueva Guinea viven las aves del paraíso. En otras partes,
por ejemplo en Europa, se pueden ver tan sólo en los jardines zoológicos, y ni siquiera en
todas partes.
Se puso a silbar de nuevo.
—¡Qué nombre tan estúpido!
—¿Por qué? A mí me parece que suena bien: ave del paraíso, ¿tú no crees?
—Es cómico. ¿Y cómo es?
—¿El ave del paraíso?
—¡Claro!
—Es del tamaño de un gorrioncillo. Espera, es pequeñito, pero tiene una cola
formidable, una especie de abanico de plumas de ricos colores, aún más bellas que las
del pavo real. La cola es de colores fantásticos, pero el pecho es negro con blanco y
dorado, y la parte superior es blanca y gris.
Hablaba con el tono sereno de un conocedor, hasta con cierta desgana. ¡Al fin! ¡Oh! ¡Al
fin tenía casi en las manos a aquel muchacho! Había logrado hacer brotar de aquellos ojos
de canalla un rastro, una centella de interés.
—¿Usted lo ha visto?
Antes de que hubiese tenido tiempo de responder, el terceto de retrasados hizo su
aparición en el patio. En mis planes, había contado con esta posibilidad, y había previsto en
consecuencia numerosas dificultades, pero ahora podía alegrarme de que se presentasen
cuando aquel canalla había mordido ya el anzuelo.
—Espérenme un momento, voy ahora —le gritó a su banda. Y luego se dirigió a mí,
aunque sin prisa:
—¿Usted lo ha visto?
—Claro que lo he visto.
—¿En el Zoológico?
—No.
"Caliente, caliente. ¡Que te quemas!"
—¿Ha estado en Nueva Guinea?
—No, pero hace unos años estuvo un amigo mío. Sabía que me interesaban los pájaros
y me trajo de regalo un ave del paraíso.
—¿Se murió?
Entonces yo con aire sereno y tranquilo:
—¡Pero qué dices! Está aquí en casa y está de lo más bien. Las aves del paraíso se
aclimatan sin dificultad entre nosotros; naturalmente tienen necesidad de calor.
Me incliné hacia el escritorio para tomar el paquete de cigarrillos previamente
preparado para ese preciso momento, saqué uno, y lo encendí sin prisa. Sabía perfectamente
que si aquella bestia no lograba disimular su estupor, prefiriría con toda seguridad que yo
no me diese cuenta. Por eso aún ahora no sé cuál fue su expresión en aquel momento.
Le dije mientras fumaba:
—Ves, ¿ahora te explicas por qué te pregunté si te agradaban los pájaros? Pensaba
que, de gustarte, mi pequeño amigo multicolor de la Nueva Guinea, ciertamente te habría

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

interesado y había despertado tu simpatía. Se trata, sabes, de que las aves del paraíso se
adaptan perfectamente a vivir en cautiverio, no es difícil mantenerlas vivas, se habitúan con
facilidad a la gente, pero hay una cosa de la que tienen absoluta necesidad para sentirse
bien, ¿sabes qué cosa? El silencio. No tienes idea de lo que se irritan estos pajarillos
cuando hay ruido, o gritos demasiado fuertes. Tales cosas les producen un efecto terrible.
¿Entiendes ahora por qué te pregunté si podían jugar el partido, no aquí bajo mi ventana,
sino un poco más allá? Entiendo perfectamente que no sea posible jugar al fútbol con la
boca cerrada. A mí los gritos de ustedes no me fastidian, me agrada contemplarlos, pero
con las aves del paraíso es otra cosa.
Solamente en ese momento me permití echar una ojeada al bribonzuelo. "¡Oh,
canalla!", pensaba, "has caído". Tenía los ojos fijos en mí. En aquel momento me pareció
una persona completamente distinta. Veíale el rostro esclarecido, como lavado, y también
los ojos con su casi imperceptible, estrabismo, parecían más claros, límpidos y plenos de
una luz cálida. No podía sufrir a aquel perrillo faldero, le habría golpeado el hocico con
gran satisfacción; pero no pude dejar de reconocer que en aquel instante era casi bello.
—¿Dónde está? —preguntó Michal.
Indiqué con la mano hacia el interior del apartamiento.
—En la otra habitación. Te lo mostraría de buena gana, pero con certeza duerme.
Antes de que lleguen ustedes cubro siempre la jaula con una tela negra para que duerma.
Desgraciadamente se despierta con frecuencia. Ahora duerme, seguramente duerme,
porque no lo oigo.
—¿Es grande la jaula?
—Bastante. Más o menos así.
—¡Vaya! Es grande.
—Para ser una jaula es bastante amplia. Y como él es muy pequeñito... Sólo la cola es
enorme para sus dimensiones. Sacó fuera de la bolsa una garra.
—¿Así?
—¡Michal! —gritó desde el castaño uno de los chicos—. ¿Qué pasa? ¡No vas a jugar!
Se volvió con un gesto de impaciencia.
—¡Dejen de joder!... ¡Ahora voy!
Y de nuevo hizo un ademán con las manos.
—¿Así?
—¿Qué cosa?
—¿La cola?
Reflexioné.
—Más o menos. Tal vez un poco más grande.
—¿Cómo un abanico?
—Exactamente como un abanico. En un tiempo, antes de la primera Guerra Mundial,
las mujeres se adornaban el cabello con plumas de aves del paraíso. Se llamaban
"paraísos".
—Pero si duerme de noche, ¿qué hace de día? ¿También se la pasa durmiendo?
—No mucho. Las aves del paraíso no tienen necesidad de mucho sueño. En Nueva
Guinea, como en todos los países tropicales, las noches son cortas.
—¿Y canta?
—Ahora casi nunca.
—¿Antes cantaba?
—¡Oh, sí, en un tiempo cantaba!
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—¿Cómo?
—Sabes, es difícil imitarlo; es necesario haberlo oído.
—¿Como un canario?
—¡Qué cosas se te ocurren! Mucho mejor que un canario —hice una breve pausa,
—¿Quizás en las mañanas no duerme?
—No, por la mañana no duerme.
—¿De veras?
—¡Claro! Por la mañana hay aquí silencio y es el momento en que se siente mejor.
Advertí que rehuía mi mirada.
—Si usted quiere —dijo con voz indiferente y como si no se dirigiese a mí—, podría
no ir a la escuela mañana.
Me erguí.
—¿Podrías?
—Ya lo creo.
—¿En qué año vas?
—En sexto.
—Un año difícil, me parece, ¿no?
—Así... regular. Bastante aburrido.
—¿Te aburre la escuela?
—¡Vaya!
En mis tiempos de estudiante había sido el primero en la clase; sin embargo, dije:
—También yo me aburría, así es siempre. Oye: si en realidad tienes ganas de ver el
ave del paraíso te la mostraré con gusto.
—¿Mañana?
—Desgraciadamente, mañana tengo que salir. He pedido cita con el director del
zoológico para entregarle el ave del paraíso. Prefiero separarme de ella antes de verla
morir aquí.
Me puse en pie.
—Bien, Michal. Ha sido muy agradable para mí conversar contigo, pero debo volver
al trabajo; tengo aún mucho que hacer, y a ti, mira, te aguardan tus compañeros. Con
seguridad, han de estar ya impacientes.
Dicho esto, cerré la ventana y me refugié en el interior de la estancia. Seguía con las
rodillas como de mantequilla, y en general me sentía terriblemente mal: los oídos me
estallaban, y tenía las puntas de los dedos completamente paralizadas. Aquella bestezuela
permaneció aún un momento bajo mi ventana, pensativo, ¡aquella fiera!, aunque por poco
tiempo. Luego pareció recuperarse, metió de nuevo las manos en los bolsillos y con paso
tranquilo se dirigió hacia sus compañeros. Había hecho todo lo que me era posible. Me
sentía vacío, árido; sólo podía quedarme allí para contemplar y esperar. Los compañeros
rodearon a Michal, y comenzaron a hablar todos a la vez, gesticulando, mientras él,
tranquilo, perfecto en su superioridad sobre los otros (¡oh, qué animal!), permanecía entre
ellos con las manos en los bolsillos. Y cuando los demás callaron, inclinó la cabeza y echó
a andar hacia la explanada pedregosa del patio; los otros lo siguieron.
Con una sensación absoluta de vacío, me acerqué a la ventana. ¡Qué silencio!
Cruzaron el patio, todos en grupo, reunidos en torno a aquella bestia. Ahora parecía ser él
quien hablaba y los demás lo escuchaban, hasta que llegaron al otro extremo, donde estaba
el caño de agua. Allí permanecieron largo rato discutiendo. Después, a la vez, corrieron tres
de un lado, cuatro del otro, y comenzaron a jugar. Jugaron hasta el crepúsculo. Yo permanecí
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

sentado en mi poltrona junto a la ventana. Veía sus caras, pero ninguna de las voces que
acompañaban el partido llegaba hasta mí. Estaba cansado, terriblemente fatigado, y eso
era todo, o casi. También hoy me siento mal, también hoy estoy muy cansado. Todos
estamos cansados. Silencio.
Al día siguiente, llegó también antes que sus compañeros, y golpeó en la ventana.
Previendo esto, había echado a tiempo la cortina y me había refugiado en el fondo de la
habitación. Golpeó varias veces aquella bestia desvergonzada e indiscreta. Yo veía su rostro,
pegado a los cristales, pero él no podía verme. De todas maneras, me reproché el no
haberme ocultado en la antecámara, pero prefería no moverme de aquella posición, no
demasiado cómoda, pegado a la pared, en un rincón de la estancia, hasta el momento en
que finalmente se marchó. Atravesó el patio. Sus compañeros se hallaban ya agrupados en
el otro costado. Nuevamente, permanecí sentado en la poltrona toda la tarde, hasta el
anochecer; ellos jugaron como siempre. Había silencio, estaba mortalmente fatigado,
verdaderamente no tengo la menor gana de escribir, pero lo intentaré.
Un compañero ocasional de tiempos de guerra, el fabricante de jabones Bieniek, solía
decir cuando había peligro en la atmósfera: "Es necesario asomarse y observar qué viento
sopla. Si el viento es bueno, lo mejor es seguir adelante." Así lo hice al día siguiente. Como
sabía que aquel maldito llegaría, a las tres y media abrí la ventana, me senté en el
escritorio, coloqué ante mí la página en la que se me había embrollado la trama, y con
la estilográfica en la mano, me puse a simular que trabajaba. Me sentía muy cansado, los
pensamientos se me mezclaban en tumulto en la cabeza de un modo terrible; no obstante,
tenía el aire de un hombre sumergido en el trabajo, y fingí tan bien y tanto tiempo, que,
cuando aquella bestia apareció frente a la ventana, levanté la cabeza de la página en blanco
y lo contemplé con mirada ausente; me lo confirmó la expresión un poco confusa del
muchacho.
—Buenos días —dijo casi con timidez.
A lo que respondí como si despertase:
—¡Ah, eres tú! Buenos días. ¿Qué me cuentas?
Advertí que se había sonrojado ligeramente, pero esto no me produjo ningún
placer. Estaba realmente demasiado fatigado.
—¿Está? —preguntó.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? Ella.
—¿Ella? ¿Quién es ella? ¡Ah! ¿El ave del paraíso? Claro que está. ¿Ves?, hasta me
había olvidado de darte las gracias a ti y a tus compañeros por haber ido a jugar a otra
parte. Han sido muy amables. Son verdaderamente unos muchachos muy considerados.
—¿No la va a entregar?
—¿A quién?
—Al zoológico.
—No, ¿para qué? Ahora hay silencio, está mejor aquí que en cualquier otro lugar. Todo
está bien. Gracias nuevamente. Ahora vete, Michal, estoy muy ocupado. ¡Adiós!
Esta vez había logrado quitármelo de encima. Se marchó, aunque con ciertas dudas.
Después jugaron al fútbol, y yo, cerrada la ventana, me senté a contemplarlos; es inútil
repetir que me sentía fatigado, que lo estaba verdaderamente. Mi plan, como he dicho,
había sido estudiado hasta en sus más mínimos detalles, lo había llevado a cabo con
precisión y con resultados positivos. Todo, así me lo parecía, había sido pensado y previsto,
y he aquí que ahora, cuando la empresa comenzaba a producir sus frutos, una pequeña
manchita negra no advertida a tiempo, y ni siquiera tomada en consideración, comenzaba a
crecer, a agigantarse, a adueñarse de todo, dispuesta a devorar mi obra. Malos
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

pensamientos me asaltaban de noche. Los encontraba en silencio, me rodeaban. ¡Oh! Si


aquella carroña hubiese terminado bajo cualquier cosa, bajo un tranvía, un autobús, un
coche, un camión, una motocicleta, cualquier cosa que le triturase, por lo menos, aquellas
largas piernas en pantalón vaquero. Pero mejor sería que desapareciera del todo, que
muriese, que saliera para siempre de mi vida. ¿Qué sentido tenía el que viviera una fiera
como aquella, máxime que de semejante escoria sólo podría nacer otra escoria aún
mayor? ¿Por qué debía castigarme y sufrir por semejante canalla? Tengo ya bastantes
preocupaciones dentro de mí, y he aquí que me sale una especie de joroba. La siento
justamente crecer. Tal vez los demás no sientan sus jorobas; yo no logro dejar de
advertirla, todo mi ser parece manar sangre de una herida en las raíces torcidas de esta
joroba. Por eso, que al menos deje de importunarme esa bestia, que no se clave en mi
ventana, que no golpee y no espere. Sufría con todos estos pensamientos y sueños de
venganza, como si me hubieran desollado. No recuerdo bien, porque estoy demasiado
fatigado, pero me parece que en aquel período advertía menos hasta mi sensibilidad de
oído. El principio de la historia me parecía tan lejano, como un mito perdido en los espacios
incomensurables del tiempo. Esto sucede a menudo. En el comienzo existe siempre algo, pero
cuando ese algo comienza a desarrollarse para arribar a una conclusión, entonces, después,
permanece sólo ese desarrollo, y el resto, aquello que existía al principio, termina quién
sabe dónde, se rompe, se despedaza, se diluye, se empequeñece, se deforma, se pierde, se
desvanece como un suspiro. Sólo los desarrollos cuentan; ellos hacen, sí, que de golpe, a
veces sin advertirlo, nos encontremos en la situación del hombre que permanece cabeza
abajo. Yo casi siempre los veo así, me parece como si ustedes anduvieran por la calle,
hablasen y se las ingeniaran para representar papeles diversos; que se acoplaran, que
pujaran en el mingitorio, que quisiesen salvar al mundo y al hombre (¡descienda la paz, la
paz eterna sobre nuestros espíritus fatigados!). Pero en realidad sólo se trata de
apariencias, ilusiones de nuestros ojos ciegos... Ustedes en realidad permanecen cabeza
abajo, y no veo en torno mío sino piernas, piernas y nada más que piernas, tantos pares de
piernas impotentes, alargadas o contrahechas como las de los fetos.
Estaba en un laberinto, con el ave del paraíso. Aquella bestia, —me refiero por
supuesto a aquel cachorro— me rondaba como un enamorado, todos los días me
importunaba y molestaba. Pero también la bestia se había metido en un laberinto, con el ave
del paraíso, con aquel extraño ser híbrido inventado por mí en un momento de duda y
desesperación. ¿Qué se podía hacer? Desgraciadamente, casi nada. En un principio, el
peligro me amenazaba sólo durante la tarde. Aparecía por lo regular en el patio antes de
las cuatro, tocaba, esperaba y volvía a tocar. Pero muy pronto comenzó a perseguirme, y
cuando al anochecer se iba con sus compañeros, no podía encender la luz, y permanecía a
oscuras, a veces hasta muy tarde. Un par de veces, por razones tácticas, me dejé sorprender.
Ya no se mostraba ni tímido ni turbado; se había vuelto impaciente, violento, carente de
toda discreción. No sé qué era en él más fuerte, si la obstinación, la ambición o la curiosidad.
Probablemente todas estas pasiones lo animaban a la vez. Pero de qué modo, y sobre todo a
costa de qué sacrificios logré contener aquella presión infernal y diferir de día en día la
presentación del ave del paraíso, todo eso lo pasaré en silencio. Después ocurrió la
catástrofe.
Un buen día, holgazaneaba durante la mañana en casa, quitando el polvo; porque la
sirvienta no se ocupaba lo suficiente de la limpieza, en tanto que yo le atribuía mucha
importancia. Estaba aún, pues, precisamente poniendo remedio al descuido de la criada,
con la ventana del estudio abierta, cuando de pronto, en el fondo del patio, apareció él.
Caminaba directamente hacia mí, con la mochila bajo el brazo. Llevaba unos pantalones
viejos, pero en cambio una camisa amarilla que no le conocía, y con aquel paso suyo
ligero y gracioso de bandolero se acercaba... a mí, que había quedado como petrificado por el
golpe, en medio de la habitación. Pero todo aquello duró una décima de segundo; porque
ya al comienzo del momento siguiente, el instinto de conservación me había hecho
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

desaparecer del campo visual. Escapé hacia el baño. "Huy, amigo mío", me dije, sentado
en el borde de la bañera; "ponte a salvo, vete por algunos días a cualquier parte, cierra
esta casa como una tumba. No te dejes llevar a la ruina, no te conviertas en el hazmerreír
de un mocoso, no caigas en su trampa." Pensaba esto y otras cosas más. El agua goteaba en
el grifo del lavabo, y aunque hice girar la llave, el agua siguió goteando. Tenía las manos
sudorosas. Quise lavármelas, pero advertí que había apretado demasiado la llave, y no
lograba abrirla. Me resigné, y volví a sentarme en el borde de la bañera. Pero he aquí que
por primera vez mi agudizada sensibilidad auditiva se mostró útil. Había alguien en casa.
¡Alguien! Súbitamente comprendí quién era. Se movía sigilosamente por la casa, sin
hacer ruido, ¡aquel piojo!, y sin embargo lo oía, ¡qué bien lo oía! Habría entrado por la
ventana, el puerco; en aquel momento estalló dentro de mí alguna cosa que me hizo
enfrentar la situación.
Cuando aparecí de improviso, no se sorprendió en modo alguno. No mostró la menor
sombra de turbación en el rostro. Es más, ¡qué mirada me lanzó! No había en ella cólera
o desilusión, nada de eso, sólo calma, frialdad y desprecio.
Lo enfrenté inmediatamente con voz dura y despectiva:
—¿Qué haces aquí? ¿Quién te dio permiso para entrar?
—¿Dónde está? —preguntó.
Y yo en el mismo tono:
—¡Avergüénzate! ¡A tu edad, y entrar por una ventana en casa ajena! ¿Cómo es
posible? ¡Sal inmediatamente! ¡Anda, fuera!
Tampoco esto, sin embargo, le produjo la menor impresión.
—Usted me ha jorobado —dijo con voz un tanto estridente—. No tiene ningún ave del
paraíso, no han sido sino patrañas...
—¡Fuera de aquí! ¿Has entendido?
—Les dije a mis compañeros todo lo que usted me contó y ellos lo creyeron. Ahora les
diré que ha mentido, que no es usted sino un bribón.
Comprendí que por la fuerza, los gritos, las vanas amenazas, nada podría obtener.
Entonces le dije tranquilamente:
—Espera, Michal, hablemos un poco en serio. Después de todo, eres un muchacho
razonable.
—Usted me ha jorobado.
—No es verdad. Solamente...
—Jamás ha tenido un ave del paraíso, ¿no es cierto?
—No.
—¿Y nunca la ha visto?
—Sí, en fotografías.
—¿Es verdad que el pecho es blanco, negro y dorado?
—No recuerdo; puede ser. Escucha...
—¿También puede ser que la cola sea larga y semejante a un abanico?
—No, eso no es verdad.
—¿Cómo puede saberlo?
—Te he dicho que la he visto en fotografías.
—¿Y que tiene necesidad de silencio?
—Escucha, Michal, debo explicártelo todo.
Y él:

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Bien, bien, quédese tranquilo, yo lo explicaré. Le diré a mis compañeros que eran
puras patrañas. Les aseguré que había visto el ave del paraíso; ahora les diré que no, que
todo era mentira.
¡Gran Dios! ¡Con qué ganas le habría roto la boca a aquel mocoso! Todo me empujaba,
todo me incitaba a golpearlo, a cubrirlo de cardenales, a golpearlo con tal fuerza que se
retorciera, gimiera, sollozara, que se cagara en los pantalones de dolor y de miedo. Soy alto y
bastante robusto, así que hubiera podido dominar fácilmente al cachorro, aunque me mordiese
y me diera patadas, ¡qué sé yo! Por fortuna, reflexioné a tiempo. Aún ahora siento escalofríos al
pensar en lo que hubiese podido ocurrir. Aquel animal habría hecho un escándalo, habría
llegado gente... Prefiero no pensar.
Después de reflexionar, dije casi con desenvoltura. —Muy bien, díselo.
—Se lo diré. Aquel terreno donde ahora jugamos es una mierda. Los muchachos se
pondrán furiosos con usted. ¿No le gusta el ruido?
—No, no me gusta.
—Muy bien. Los muchachos se pondrán furiosos. Verá usted qué estruendo.
Había logrado volver a dominar la situación. Puse sobre la mesa el trapo para el polvo, que
tenía aún en la mano.
—¿Estruendo has dicho? ¡Qué se le va a hacer! No moriré por ello. Si en cambio fueras
razonable...
—¿Qué debo hacer? ¿Comprarme un ave del paraíso?
Levanté los hombros.
—Veo que es tiempo perdido hablar contigo.
—¿Por qué? ¡Dígame!
—¿Con qué fin? Vete. Puedes decir a tus compañeros que no tengo ningún ave del paraíso.
¡Fuera! Nada tenemos que hablar.
—¿Pero qué iba a decir?
—Nada.
Entornó los ojos.
—¿Nada?
—Ahora ya nada.
Su mirada se volvió repentinamente escrutadora; por un instante vi aparecer el relámpago
característico de los animales en acecho. Bajó los ojos y se miró las sandalias.
—Bien —dijo—, en tal caso me voy. Pienso que mis compañeros no querrán seguir jugando
en aquel terreno.
Respondí, sentado en el borde de la mesa:
—Es posible. No me interesa lo que quieran o dejen de querer tus compañeros. Sin
embargo, si fueses un muchacho razonable...
—¿Entonces?...
—Te quedarías con la boca cerrada.
Estaba aún con la cabeza gacha contemplando sus sandalias.
—¿Quiere que también yo cuente mentiras?
—No quiero nada. Eres tú quien debes querer.
Por un instante se hizo el silencio. Luego levantó la cabeza y me miró a los ojos. —¿Cuánto
me da?
Estaba casi por desvanecerme. No puedo tolerar la villanía. Y de nuevo brotaba en mí el
deseo de golpear como se lo merecía aquella cara desvergonzada.

158
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Creo que has entendido mal —dije en tono apacible—. Es probable que hayas quedado un
poco desilusionado. Si es así, te haré con gusto un regalo. ¿Coleccionas estampillas?
—No.
—¡Lástima! Tengo bastantes cartas con estampillas extranjeras. Pero seguramente te
gustarán los chocolates.
—No.
—¿No te gustan? Es raro. A los muchachos de tu edad, por lo general, les gusta mucho el
chocolate.
—A mí no.
—¿Entonces qué te gusta?
—¡A usted qué le importa!
—La verdad es que no me importa nada...
—Entonces, ¿por qué tantos discursos?
—Quería hacerte un regalito...
Me interrumpió a mitad de la frase:
—¿Me da diez billetes de los grandes?
Quedé como fulminado. ¡Oh! ¡Golpear, golpear, golpear con fuerza! cubrirlo de bofetadas
hasta más no poder y aún más.
—¿Cuántos?
—¡Diez!
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué puede hacer un muchacho de tu edad con todo ese dinero?
Reflexiona.
—¿Me los da?
—¡De ninguna manera! —respondí.
Si él hubiese callado y se hubiera ido, probablemente también yo habría dejado el asunto y
no habría cedido. Pero permaneció plantado frente a mí, y por la expresión tranquila,
canallesca, de su rostro, comprendí que tenía que ceder. Me volví sin decir palabra, me acerqué
al armario, lo abrí, busqué la cartera, y saqué diez billetes de mil —era todo lo que tenía—;
después volví a meter la cartera, cerré el armario, y regresé con el dinero a aquel maldito.
—Aquí están —dije.
Los tomó, los contó y los metió desordenadamente en la bolsa de atrás de su pantalón.
—No los vayas a perder —dije maquinalmente.
Y después de un momento:
—¿Lo dirás?
Levantó los hombros.
—Como usted quiera. ¿De acuerdo?
—¡Fuera! —dije.
—¿Puedo saltar por la ventana?
—Como quieras... Sal por la ventana.
Se volvió, se puso la mochila bajo el brazo, subió ágilmente sobre el marco de la ventana, vi
por un instante su figura adolescente sobre el fondo del patio desierto; después saltó sin hacer
ruido, y no lo he vuelto a ver más. Ni él ni sus compañeros volvieron a aparecer en el patio;
seguramente habrán encontrado otro.
Cerré la ventana. Silencio.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

TADEUSZ ROZEWICZ
[1921]

Uno de los poetas más importantes de la Polonia contemporánea. Sus asociaciones


sorprendentes conducen siempre a la pesadilla de la guerra. Rozewicz fue guerrillero
durante la ocupación alemana. El impacto que ese período le produjo tiñe toda su obra
con un tono obsesionante. Cuando logra evadirse de él toca los temas de la infancia y el
de las difíciles relaciones humanas en un mundo en el que todos los valores consagrados
se hicieron añicos, por lo que cualquier acción se vuelve sólo mueca, gesto, actitudes
respaldadas tan sólo por la nada. Sus libros de poemas más importantes: Intranquilidad,
1947; El guante rojo, 1948; La rosa verde, 1961. En 1955 apareció su libro de relatos:
Cayeron las hojas de los árboles. Rozewicz es autor de algunas obras importantes de teatro, El
archivo, El grupo de Laocoonte, Los testigos o una pequeña estabilización y Acto
ininterrumpido.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

TADEUSZ ROZEWICZ:
EL PECADO

—Somos un solo cuerpo. Mi mano es tu mano; mis ojos, tus ojos. ¿No lo sientes
también así? Empiezo a creer que marido y mujer son una persona.
—Nada sabemos el uno del otro.
—Yo te lo he dicho todo. La vida no es ese conjunto de sucesos extraordinarios. No
te aburriré con mis recuerdos de guerra; la verdad es que no son muy interesantes.
—Hablame de ti, únicamente de ti.
—¿De mí? Muy bien. Voy a contarte la cosa más terrible que me ha ocurrido. Jamás
desde entonces he vuelto a sentir tal terror, tal tentación, tal pavor. Recuerdo cada una de
las palabras, todos los reflejos de luz, las partículas de polvo. Tenía entonces ocho años...
En nuestra casa no eran muchos los objetos bellos. Había un casco de obús en la mesa de
la sala. Esa fue la única cosa hermosa que tuvimos. Durante muchos años...
—¿Un casco de obús?
—Ni siquiera sé cuál es el nombre apropiado... De cualquier modo, era la cubierta o
funda de un proyectil de obús. La llamábamos la bomba. Era de cobre, brillantemente
pulido; permaneció siempre sobre la mesa. En un extremo tenía una abolladura producida
por el disparo. Era el casquillo de una bala de artillería utilizada en la primera Guerra
Mundial. En la segunda ya no se fabricaron estas balas hechas con metales no ferrosos.
En la anterior se podían dar el lujo de balas costosas; de cualquier manera no se había
inventado aún una aleación más barata para substituir el cobre. Siempre he confundido el
cobre con el bronce. Siempre hemos dicho moneditas de cobre, aunque seguramente eran
de latón o de estaño. En invierno, mi madre adornaba aquel casco de obús con flores de
papel rizado. La vida era difícil después de la primera guerra. Nosotros éramos pobres.
Fueron necesarios casi diez años para que mi padre pudiera comprar un gran espejo
ovalado. Antes habíamos tenido sólo uno cuadrado, que colgaba en la pared de la cocina.
En la habitación siempre sombría, jamás daba el sol. Sé que había árboles frente a la
casa, aunque no los recuerdo. Por las noches, mi madre se sentaba en la sala y zurcía. En
ocasiones, de vez en cuando, mi padre leía el periódico. Había una lámpara de aceite en
la mesa. La mesa quedaba iluminada, pero todos los rincones de la habitación se sumergían
en la penumbra. En las paredes se deslizaban las sombras. Enormes manos. Cabezas. Un
día, al abrir la puerta, advertí un objeto en la mesa. Era parecido a un gran huevo. No me
fijé en el obús, supongo que ya lo había olvidado. Me acerqué a la mesa, y comencé a
mirar aquel vaso. Era blanco, luminoso y casi transparente, de cuerpo abultado y brillante.
Extendí la mano, pero al escuchar los pasos de mi madre, la retiré inmediatamente. Mi
madre me preguntó con una sonrisa:
—¿No es verdad que es muy hermoso? Pero no lo toques, no vayas a moverlo. Es un
vaso de porcelana. Muy caro. Tu padre seguramente va a enojarse conmigo por haberlo
comprado. Pero nuestro cuarto se ve ahora mucho mejor.
—¿Para qué es? ¿Es un florero?
—No —dijo mi madre—, no es para flores.
—¿Para qué, entonces?

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Para nada. Sencillamente es hermoso, tiene una forma preciosa. Sirve sólo de
adorno; pero no lo toques, por favor.
—¿Por qué?
—Porque las cosas hermosas no se tocan —dijo mi madre, y salió.
Continué observando el jarrón de porcelana un buen rato. Era la primera cosa
hermosa que había en nuestra casa, que no tenía una función especial y que se resumía en
su propia forma. Naturalmente había sillas, mesas, utensilios, platos, cucharas, una cubeta,
un espejo, un reloj, una plancha, una estufa, un molino de carne... Pero todos aquellos
objetos servían, cumplían una función determinada. Aun el casco de obús había sido en
otra época un proyectil. En cambio, aquel hermoso vaso no tenía ninguna utilidad. Nunca
había sido otra cosa. En realidad no era propiamente un vaso. No se podía llenar de agua
y poner flores en él. Era bello por sí mismo. Sin flores. Había aparecido en nuestra casa
de repente. Mi madre jamás había hablado de que deseara comprar un vaso. El espejo y la
nueva mesa fueron discutidos durante meses: decían que había que comprarlos, que no
teníamos suficiente dinero por el momento y cosas por ese estilo. Pero el vaso apareció
como por arte de magia. Como un huevo puesto por un ave gigantesca y desconocida.
Casi todos los objetos de nuestra casa eran cuadrados, angulares. Un día me encontraba
solo en el apartamiento. Me acerqué a la mesa y contemplé el vaso. Luego extendí la
mano y lo acaricié. La superficie era fría. Fría, a pesar de qua hacía calor. Lo que mejor
recuerdo es la luz del vaso. La luz en la habitación era semejante a la que existe bajo la
fronda de un gran árbol. Mortecina, como reflejada en un pozo, verdosa, huidiza. Como si
el agua fluyera a través de los muros. El vaso permanecía en medio de este mundo. Lo
acaricié suavemente con los dedos. Palpé delicadamente su fría superficie. Puse la mano en
él y sentí en la palma su convexidad, su redondez. Era como si estuviese modelando una
bella forma. Mantuve la mano sobre el vaso, y después de un buen rato sentí cómo se
calentaba la superficie. Retiré la mano y me dirigí a la cocina donde guardaba mis soldados
de plomo en un cajón bajo la mesa. Los coloqué en columnas. Pero el juego no logró
entretenerme. Los volví a meter en la caja y regresé a la sala. Puse el oído sobre el vaso y lo
golpeé delicadamente. Una, dos veces. Ya no me sentía solo en el cuarto. Antes había
estado solo, pero ahora estaba con el vaso, aquel objeto extraño en nuestra casa.
Adornaba la sala sin servir para ningún propósito especial. Todos los objetos, muebles,
cuadros, se relacionaban con nosotros y entre sí por lazos invisibles. Como venas que
conducen la sangre. El vaso, en cambio era algo único. Al margen de todo lo existente. ¿Era
realmente bello? Ahora ya no lo sé. Pero ni siquiera entonces me parecía bello. Era
misterioso, ajeno. Algo no de nuestra casa. Mi sentimiento hacia él era igual al del salvaje
que adora un ídolo. Una figura milagrosa llegada del cielo. Y sobre todo, era intocable.
Pero debe haber sido bello, pues recuerdo la cara de mi madre cuando dijo:
—¿No es verdad que es muy hermoso?
Y hablando con mi padre, le había dicho ese mismo día:
—Adorna la sala mejor que el mueble más fino.
Pasaron varias semanas. El calor llegaba de la estufa de carbón, encendida de la mañana
a la noche. Era ya invierno. Los charcos estaban cubiertos con capas de hielo. Los
rompíamos con piedras o con los clavos de nuestras botas. El hielo se quebraba, y blancas
líneas como cabellos aparecían en la superficie. Ampollas de aire fluían en las ventanas
como en los tubos de cristal de un alambique. Un día se me inflamó una amígdala y no fui a
la escuela. Permanecí en cama, leyendo una historieta ilustrada en papel color de rosa...
Bueno, no del todo rosa, pero de un tono bastante parecido. Seguía yo con la mirada las
peripecias de La mosca; pero con los ojos de la imaginación contemplaba el vaso en la
mesa. Permanecía allí extraño, perfecto e intocable. Aunque no había nadie en casa, me
acerqué sigilosamente, de puntillas. Irrumpí en el silencio en que el vaso se envolvía como
entre algodones. Tiré del mantel y el vaso se tambaleó. Tiré más fuerte. El vaso cayó de
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

lado. Había algunos periódicos en la mesa. El vaso rodó unos cuantos centímetros y se
detuvo en el borde. Desde su interior brillaba el azul. Sabía lo que iba a suceder. Estaba
terriblemente, asustado. Comencé entonces a rezar: "Ángel Santo de mi guarda, mi dulce
compañía, no me desampares ni de noche ni de día"; pero algo me impulsaba, y volví a
tirar del mantel. Ahora ya no creo en él, pero entonces fue el demonio quien se me
apareció; fue el demonio quien movió mi mano y me hizo tirar del mantel. Yo realmente no
quería hacerlo. Pude aún, en el último momento, detener el vaso, pues giró sobre su eje y
muy lentamente cayó al suelo. Sí, cayó muy lentamente; pude haberlo detenido en el
aire... Pero el demonio me sujetó las manos. Ahora puedo ya reirme. Esa vez fue la única
que el "demonio" logró tentarme. A partir de entonces, siempre que he pecado lo he hecho
por mi cuenta...

163
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

KAZIMIERZ BRANDYS
[1916]

Hizo sus estudios de derecho antes de la guerra. Durante la ocupación empezó a


escribir. Sus obras tienen la virtud de acercarnos al tablero contemporáneo y presentarnos
los problemas morales, ideológicos y sociales que le ha tocado vivir. Brandys ha evolucionado
de un tipo de narrativa bastante esquemático a la presentación de difíciles problemas del
hombre actual. Se inició como escritor con El caballo de madera, 1946; La ciudad
invencible, 1946; el ciclo de novelas llamado Entre las guerras, que comprende Antígona,
1948; Troya ciudad abierta, 1949; Sansón, 1950; El hombre no muere, 1951. Los
ciudadanos, 1954 fue acervamente criticada por presentar un cuadro demasiado optimista
y superficial del proceso histórico en Polonia. Más tarde, en su novela, Madre de reyes,
1957, intenta un despiadado análisis del período stalinista en su país. Sus obras posteriores,
Romanticismo, 1960, Cartas a la señora Z., 1958; Una manera de vivir, 1964 y Joker,
1966, presentan complejos cuadros de cuestiones morales donde se analiza la relación
dialéctica entre vida colectiva y destino individual.

164
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

KAZIMIERZ BRANDYS:
CÓMO SER AMADA

La muchacha de uniforme me desabrocha el cinturón de seguridad. Estamos en el


aire. Al parecer, podemos fumar ya. Me siento fatigada, me niego a hablar. Ella me sonríe
mientras se aleja, y le doy las gracias con otra sonrisa. No debo hablar. Me reconocerían la
voz.
El despegue no produce grandes efectos: el ruido de los motores y unas cuantas
sacudidas. El ala me impide mirar hacia abajo, de lo que me alegro. Por el momento, me
siento feliz sin la panorámica: un paisaje sacudido dentro de una caja, unos coches
diminutos, todo muy bonito, pero prescindible. Me siento bastante rara en este vuelo.
Realmente fue una locura; ¿por qué lo decidí? No debía viajar; y por otra parte podía
haberlo hecho en tren. Silencio, ruido de periódicos que se abren, el ala del avión brilla
bajo el sol. Nadie me ha visto subir.
¿He olvidado los cigarrillos? No, aquí están. Espero que mi hija me espere en París. Mi
vecino saca un encendedor. Un encendedor plano en una mano grande, masculina. Una
sonrisa. Acepto. Un modo de aproximación bastante adecuado, pero no deseo nuevas
amistades. No he huido de la tierra para tener aventuras en el aire. La distancia —un
poco de comodidad—, una copa de madeira en la terraza del Café de la Paix, museos,
paseos solitarios a lo largo del Sena. ¿Cuánto costará una copa de madeira? Además, la
celda donde estuvo prisionera María Antonieta. Eso, y los Van Dycks.
¿Y si llega con retraso al aeropuerto?
Tan pronto como aterricemos compraré un mapa de París. Dos semanas es muy poco
tiempo..., pero suficiente. Lástima que este viaje llegue para mí tan tarde.
Era algo que se me debía: mis primeras vacaciones después de setenta semanas. Setenta
veces: Felicja —sesenta comidas—, sesenta veces mi propia voz. Dentro de una semana, un
millón de personas se enterará de mi partida. Felicja abordó un aeroplano plateado, un
tetramotor —flores—, adioses en el aeropuerto. Tomasz se queda solo. Puedo imaginar lo
que dirá al respecto.
Fue la semana pasada cuando se les ocurrió la idea de ese amigo para reemplazarme.
Llamará repentinamente a nuestra puerta al día siguiente de mi partida. Uno de esos
tipos de eterna mala suerte. Jugará al ajedrez con Tomasz. No es mala idea: la conversación
sobre el tablero de ajedrez salpicada de comentarios sentimentales sobre mí. Y yo estaré
lejos. ¡Magnífica ocurrencia! Después llegará una postal con la torre Eiffel. "Una bella
ciudad —le escribiré—, pero no hay mejor sitio que el hogar". Tra ra rim, tra ra rim... rififí...
Al pie de la tarjeta le recomendaré, por supuesto, que no fume demasiado. Debo
mantener mi popularidad entre las esposas. Un millón esperará mi regreso, el regreso de mi
buena y grave voz, ligeramente áspera. ¡Qué risa!
Atravesamos algunas bolsas de aire. Puedo sentir los latidos de mi corazón.
Cuando fui a solicitar el pasaporte, después de decir unas cuantas palabras, pude oir
unos murmullos en la fila. Alguien me preguntó: "¿Cómo está Tomasz?", y si las castañas le
habían sentado bien. El último jueves se había quejado de artritis, y le dije que se pusiera
unas castañas en los bolsillos. Siguió una discusión sobre las supersticiones, que terminó en

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

un beso matrimonial. Bien. Hubo muchísimas cartas. Al parecer las castañas realmente
ayudan.
Mi vecino de asiento habla con la muchacha de uniforme. Con la azafata. Habla en
polaco, pero su acento es extranjero. Las sienes grises, la cara bronceada. Debe de andar por
los cincuenta. Hace calor. En el ala se refleja el sol. ¡Quince minutos apenas de vuelo!
Espero que no se me haya roto el espejo de mano. No, aquí está. ¿Qué aspecto tengo? La
cara: ovalada. Esos formularios no tienen sentido. Antes mi cabello era rojo. Ojos grandes
con expresión de sorpresa y una piel blanca como la leche. Ahora me pinto las cejas y las
pestañas, y me tiño el cabello. Ofelia pelirroja, blanca como la leche; era el estilo de la
preguerra. Me sorprendí al llenar el formulario. ¿Pelirroja o rubia? Escribí: Cabello rubio
rojizo.
Ninguna característica particular. Mi padre era capitán del ejército. ¡Qué mentira!
En casa temían que fuese a resultar enana. Tal vez tenían sus razones. Según parece, mi
abuelo bebía. De todos modos, logré crecer; era muy delgada, tenía las rodillas y los hombros
demasiado huesudos. Digamos: estatura media. El avión se balancea y da un salto
repentino.
Sí, pude haber sido una Ofelia fascinante o una Santa Juana. Un personaje frágil y
doloroso. En el teatro me decían que tenía una luz interior. Tal vez tuve esa luz, pero
también muy mala suerte. No es posible que alguien que no cuenta con nada pueda a la
vez esperarlo todo. La fecha y el lugar de nacimiento: dos cosas que uno no puede perder.
¿Pero se tiene algo en común con ellas?
Me quedé sentada frente a aquellos formularios casi toda una noche. Algunas
preguntas aún ahora me confunden. El estado civil. Escribí: Viuda. Después lo taché.
Supongo que debe ser: Soltera.
Antes de despegar, los dos brasileños que van en el lado opuesto, hacia el ala derecha,
hicieron un signo simultáneo de la cruz, con gestos idénticos: con las yemas de los dedos
juntas se tocaron la frente, el pecho, los labios, rápida, tristemente. De un modo que no
logró infundirme ánimo.
Diversos diarios extranjeros. En alguna parte, atrás, una conversación en francés.
Siempre puede uno reconocer a los polacos: hay en su apariencia algo deslavado, algo
gastado en el rostro. La azafata, una cabeza más alta que yo, nos observa en silencio, con
una sonrisa permanente en el rostro. Podría decirse que sus labios están excesivamente
bien trazados. Los que nacieron durante la guerra y después, tienen mejor aspecto. Si ella
hubiera pasado por lo que yo pasé, su piel no se parecería tanto a la de un durazno. El hecho
es que no fui yo quien vivió, fueron las circunstancias las que me empujaron, no una sino
centenares de veces...
¿Qué hora es? Dentro de quince minutos me oirán allá abajo. Felicja saca su
pasaporte; sus esfuerzos, la fiebre del viaje. (No voy a estar fuera años. Supongo que
querrán librarse de mí.) Tomasz tranquiliza a su mujer. ¡Qué escena conmovedora!
El programa número setenta. En septiembre se cumplieron dieciocho meses desde que
me ofrecieron el trabajo. Un sentimiento peculiar, como si caminase a través del desierto de
Sahara. Cuarenta años de caminar descalza sobre la arena ardiente, tras el ejército,
después de cuarenta años, digo: "Muy bien, con mucho gusto." La vida me ha sonreído,
pero no voy a devolverle esa sonrisa. En momentos como éste es mejor sentarse
tranquilamente, con una expresión sobria en el rostro. ¿Una bomba? ¿Un ciclón? ¿La
parálisis? Todo es posible. Estoy preparada. No se trata del primer compromiso que acepto.
Y desde el momento en que acepto, preveo las consecuencias.
Yo, sentada en la silla (un abrigo negro del año anterior, guantes de estambre, el
bolso con un reloj roto), y en el lado opuesto, tras el escritorio, un hombre moreno y
elegante, de gafas, me felicita. Dice: "El timbre, su timbre es formidable", y yo me inclino

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

para escuchar mejor. Este timbre lo he adquirido por tomar demasiado vodka. Siempre
lamenté que se me hubiera enronquecido la voz. "Su grabación es excelente; por fin, una
voz humana".
¿Mi grabación? Al principio no entendía. ¿Qué grabación dice? Me preguntó si
quería escucharla, oprimió un botón y pidió: ''Pongan, por favor, la primera prueba".
Apareció una pequeña luz, hubo unos murmullos, seguidos por una especie de ronquidos, y
luego alguien suspiró: Yo quería descansar en la vejez, pero he aquí, querido, que tengo que
empezar de nuevo. Me ofrece un cigarrillo. Fumo mientras escucho. El sonríe, a mí, me
tiemblan las manos. No puedo decir que me gusta. Me siento cohibida. Esa voz... Así no
hablo en la vida real, no uso semejantes expresiones, no tengo a nadie a quien decírselas.
Y, además, ¿qué significa "empezar de nuevo"? Nunca lo diría de esa manera. Escucho,
sacudo la ceniza del cigarrillo; esa voz áspera que es la mía cae sobre mí. Alguien
interrumpe, me quejo, al parecer, no entiendo algo. Luego la comida. Pongo la mesa. El
ruido de la sopa en los platos. Mi esposo está comiendo. "¿Te gusta? —No está mal".
Mi grabación... Me gustaría escucharla. No recuerdo todo lo que he dicho en la
vida. Tal vez no sea importante, pero es el timbre lo que me interesa; el timbre, que
cambia con nuestras actitudes. Antes creía que iba a haber alguna respuesta. Comencé
a hablar. Pero no ya con mi propia voz. Esas palabras, las que uno ansia escuchar, tienen
que ser pronunciadas a veces por nuestra propia voz. "Por favor, no te desesperes —le dije
con voz de ventrílocuo—; nunca te abandonaré." Sentía que él ni siquiera necesitaba esas
palabras, se estremecía ante ellas; era yo quien las necesitaba. Bajo aquel toldo, rodeada
por el ruido de la lluvia, le ofrecí un nuevo timbre de voz. Muy bien. En un segundo me
había adaptado a una nueva situación. Sucede que después ya no se vuelve a ser
jamás uno mismo, ese uno mismo particular del segundo anterior. Me preguntó si creía
que lograría escapar. "Nada va a pasarte." Un segundo antes no habría podido pronunciar
esas palabras. Y el resultado: trece años de obsesión.
Estuve admirable. Andar con un hombre perseguido, llevarlo en un cabriolé a
través de viejas, angostas callejuelas llenas de alemanes, encontrar en todas las esquinas
carteles con su fotografía y una recompensa por cualquier informe que facilitara su
detención, y, sin embargo, poder decirle con absoluta certidumbre: "Ya no estamos lejos,
pronto estarás a salvo." Un buen comienzo para un guión cinematográfico. En la vida
real fue menos divertido: lluvia, medias mojadas, lento trote de caballo y mi oído atento
a ese caballo. Desde aquel día mi piel ha mantenido el color grisáceo del camuflaje, que
jamás he conseguido que desaparezca.

Mi vecino, el del encendedor, tiene una apariencia mucho más higiénica; huele a algo
raramente usado. Me gustan los hombres que andan cerca de los cincuenta: sienes grises,
ojos inocentes también grises, ejercicio físico, masaje eléctrico, jugo de naranja, cereales.
Apostaría a que durante la guerra fue piloto... Mi padre fue asesinado tras una
alambrada de púas, por esas criaturas verdes, con cabezas de acero brillante y ojos
pequeños. Quienes pasaron esos años en el aire o en el mar se conservaron mejor y
conocen menos de la vida.
¿Estará casado? No lleva anillo, pero presiento a una mujer a su lado. Por la
mañana: "Buenos días, querida"; por las noches: "Buenas noches, querido".
Tengo celos de la muchacha de uniforme. Le ha sonreído de nuevo. Detrás de mí,
una conversación en polaco sobre el nivel de vida. Según parece, los campesinos montan
sus propias motocicletas. No estoy nada segura de que se trate de una buena cosa.
Campesinos en motocicletas, yo en un aeroplano rumbo a París. ¿Mi país? Sí, tal vez.
No lo sé. No he pensado en eso. ¿Puede alguien en mis condiciones hablar de amor a su
país? Seguramente basta con no haberse rebelado contra él durante tantos años. A todo lo

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

que nos golpea le llamamos vida, aunque solamente después advirtamos que se trata de
nuestro país. Yo no he elegido el mío.
No, nadie. Ni siquiera él. No tenía yo idea de qué se trataba. Sólo vi cuando golpeó a
Petéis en la cara; en ese momento servía café en la mesa de al lado. Al día siguiente se
presentaron ante mí, me dijeron: "Tienes que llevarlo a un lugar seguro, han puesto precio a
su cabeza".
Un cabriolé y la oscuridad.
Después de trece años oigo un grito en el patio —corro desde el baño.
La ventana —una ventana y la oscuridad.
Es suficiente. No debería yo seguir pensando en eso, no me hace ningún provecho. Un
vaso de agua o jugo. Una tableta de sedante.
Se me caen las tabletas. Mi vecino se agacha a recogerlas.
—Merci.
Naturalmente, ahora piensa que soy francesa. ¿Por qué dije merci, en vez de gracias?
Las consecuencias instantáneas:
—Vous sentez-vous mal, madame?
Por fortuna entiendo.
—Non, merci. Pas du tout.
¡Qué riqueza de expresión! Rififi... No reconoció mi bolso de mano polaco, lo que
significa que estuvo en Polonia breve tiempo.
Durante todo este, rato me ha latido el corazón. No estoy hecha para viajar por el aire.
Abajo hay una especie de pradera. Vista desde la altura de dos kilómetros, la tierra
parece menos seria que cuando uno se pasea por ella.
Un camino a través de los árboles, casas, una aldea.
Tengo entendido que en aldeas como éstas, los campesinos asesinan a sus esposas con
hachas y luego se cuelgan de los árboles. Pero desde esta altura no puede verse nada.
Siempre tuve la sensación de que nadie nos veía, pero no suponía que fuera hasta ese
grado. ¿Tal vez los fieles no mirarían la tierra desde un ojo de pájaro? Hay algo pecador en
esto y mi corazón reacciona de mala manera. Siempre me he sentido mal en las situaciones
en que ni siquiera puedo contar con que se me tenga en cuenta. No puedo tolerarlo.
Perdónenme: tengo mis propios puntos de vista, déjenme exponerlos. Ellos también
cuentan. No quiero ser un grano de arena. Un ser humano tiene su propia grandeza
natural y el derecho a mostrarla.
Entonces, en aquel primer año de guerra, cuando lo conduje bajo la lluvia, a través de
la oscuridad...Entonces me di cuenta de lo que eso significaba. Estaba llena de miedo. No
sabía lo que podía pasarnos, sólo comprendía que cualquier cosa que nos ocurriera no
tenía ya ninguna importancia. Un sentimiento muy desagradable, prefiero ser acusada.
Cuando me juzgaron después de la guerra, me sabía inocente, pero después de todo, mi
caso era tenido en consideración. El tribunal sindical me sentenció injustamente, pero yo
tenía la certidumbre de que, al fin, se me tomaba en cuenta. Y no es eso lo peor, ni siquiera
cuando la sentencia es injusta. Lo peor es no sentir sobre sí ninguna mirada.
Apuesto a que este hombre jamás ha vivido tales momentos. Me parece igual a todo el
mundo, alguien que si llegó a arriesgar la vida, lo hizo siempre bajo una dirección: tales
hombres nunca dejan de informar a sus superiores antes de saltar en la oscuridad.
La azafata sirve el desayuno. ¿Tal vez yo no tendré que saltar? ¿Qué ocurriría si
tuviera que hacerlo? Salto y caigo sobre un campesino que está asesinando a su mujer con
un hacha. Teóricamente, eso es del todo posible. Me tomaría por un ángel que desciende
para salvarlo, y caería de rodillas, con una profunda exclamación. Pero nunca sucede de esta

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

manera. Existe el progreso en el campo de la técnica; pero en la esfera de lo providencial se


advierte un gran retraso. El campesino mataría a su mujer, y yo caería un kilómetro más
allá y me desnucaría. ¿Significa esto que hay progreso? Una falta completa de
interrelaciones. ¿Lógica? Tal vez este hombre crea en ella. Yo no.
La tierra, plantas, animales, algo incierto y difícil, algo que se mueve por sí mismo,
devora, corroe, crece... A mí los pájaros dentro de una habitación me asustan. La
naturaleza se le enmaraña a uno hasta en el cabello. Es ciega, sorda y siempre
amedrentadora; uno puede hablar sólo con los seres humanos, serenarlos, burlar su
maldad, con la que jamás se ha reconciliado.
Creo que una copa de coñac me sentaría muy bien. Extrae de su bolsillo un pequeño
radio de transitores, de plástico color marfil. Nunca había visto uno semejante. Se reclina
sobre la ventana y trata de hacer funcionar el aparato. Un doble ronquido: los brasileños.
¿Para qué lo hace? ¿No es suficiente que surquemos el aire? Quiere que la música lo
acompañe. ¡Qué manos tan esmeradamente cuidadas! Pero el radio no colabora: se niega
a tocar, sin más.
La esbelta azafata se me acerca con una bandeja. ¡Coñac y sandwiches, al fin! Puedo
sentir el calor en mi interior. Un cigarrillo. ¡Tra ra rim, tra ra ran... rififí!... ¡Ah! Ahora me
siento bien. Tengo el corazón en su sitio. Cuatro motores trabajan para que yo pueda
volar. ¿Soltera?, ¿viuda?, ¿casada? Y esta buena vieja tonta cuya voz emito todos los jueves.
¡Dios mío! ¡Qué maravilla! No podría sentirme mejor.
No podía preveer los acontecimientos, pero cumplí con todos mis deberes. Lo hice
por salvarlo. Luego me enjuiciaron. Eso no significa nada: dictaron una sentencia por lo que
me había ocurrido, aunque merecía una medalla por mi conducta. Este, hombre, mi vecino
de asiento, no podría entender gran cosa de eso.
Se trata de algo que uno tiene que vivir, my dear; imagínese tan sólo a una actriz
frágil y pelirroja, que se suponía iba a representar a Ofelia en una gira por provincia, y a
quien durante los ensayos consideraban fascinante —sí, el primer gran papel en mi vida,
dentro de muy pocos días el estreno: una fecha ominosa: 3 de septiembre de 1939.
Desgraciadamente el último ensayo fue interrumpido por una incursión aérea. Polonio
escapó —regresó con los alemanes—, y un mes después servía yo vodka en el bar de los
artistas. Un lugar interesante. A Polonio no lo atravesaban allí con una espada, pero en
una ocasión fue abofeteado. Al día siguiente encontraron su cuerpo con el cráneo
destrozado, el cuerpo de un traidor.
No me importaba si él lo había matado; nada me importaba Peters, tenía que
transportarlo cualquiera que fuesen las circunstancias. Lo mató, no lo mató... Todo pudo
haber ocurrido. Nunca le pregunté la verdad. Tales preguntas resultan excelentes en una
gran escena. De cualquier manera, no tenía razón ni tiempo para preocuparme de eso.
Me bastaba que fuera él. El no me prestó la menor atención durante los ensayos, pero
supe que aquella era mi oportunidad: no podría decirme que me marchara y me metiera
a monja. Tendría que esperarlo en un cabriolé, podían matarlo, las monjas nos dieron
una dirección segura, los carteles en las esquinas ofrecían una alta recompensa. El coche
arrancó, le tomé la mano. Estaba pálido y tenía los ojos cerrados. Desde dentro de la capota
podía adivinar el itinerario: el teatro, la muralla de la ciudad, la torre... No sabía el precio
que iba yo a pagar, solamente sabía que las monjas traen mala suerte.
La azafata recoge la bandeja, el radio comienza repentinamente a funcionar.
Interrumpe el sonido de las voces un chirrido, al que sigue una música distante.
Mi vecino está satisfecho, sonríe. Sonrío a mi vez. Después de todo, ¿qué importa?
¿Por qué pensar en el pasado? Lo viví, y es más que suficiente. El pasado es malo para los
nervios; se deberían inventar unas tabletas contra los recuerdos indeseables. Los dulces
recuerdos, ¿quién es capaz de llevarlos en la memoria?

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

¿Qué dije? ¿Lavando?


Creo que fue algo sobre unas cosas que se suponía debía yo lavar antes de partir.
Me siento bastante rara. Este hombre ha capturado mi voz de la semana pasada. Mi
suspiro llena el aire. Por supuesto es el último programa, repetido con motivo de las fiestas.
Felicja tiene miedo de viajar por el aire. Tomasz comienza a impacientarse.
—...Después de tantos años...
Hay estática; el sonido es muy deficiente:
—...no has visto a tu hija...
Creo que olvidé alguna cosa, es espantoso.
—...¿y ahora te escondes tras mis pantalones?...
Una risa garantizada de un millón de radioauditores. No puedo escuchar nada más,
sólo voces inarticuladas. Y de pronto mi lamento:
—¿Cómo te las arreglarás sin mí?
Ahora está mejor: hasta puedo reconocer los acentos:
—¿...quién irá a hacer cola para la carne? ¿Y tu té?
Estática y ruidos.
La estación se pierde entre el estruendo, junto conmigo. ¡Qué lástima! Me encanta mi
voz.
Tengo lágrimas en los ojos. Estoy profundamente conmovida. Nunca había advertido
que iba a llegar a esa altura. Que mi voz volara conmigo en el aire. No hablo así, es
cierto, pero en la tierra me aman por esas palabras. Las pronuncio en nombre de un
millón de suscriptores. Ellos jamás aceptarían mi verdadero texto. No los culpo. A mí
tampoco me gusta. Mi verdad nunca sería transmitida. Nada me diferencia de un árbol o
de un perro, salvo los recuerdos, pero se exige de mí mucho más. Prefiero mi guión de los
jueves.
Algo más sobre pantalones. No del mejor gusto; pero, ¿qué se le va a hacer?,
después de tales comentarios siempre hay toneladas de cartas. Allí un paquete con
pantalones: Querida Felicja, la Liga de Mujeres de Piotrkow te envía un par de pantalones
para tu marido. Te deseamos un feliz viaje y un pronto retorno. Nuestros saludos para tu
hija.
Pantalones, jamón, medicinas —revelaciones, pecados, desesperación, gritos de ayuda—,
manteles tejidos a mano, lamentos de esposas traicionadas, todo eso a mi disposición. Mi
voz atrae la vida.
Mujeres que me escriben: "Nuestra madre". Tengo una carta de una suicida en
proyecto, que decidió seguir viviendo porque yo existo. Me siento un poco desquiciada; pero,
¿quién podría preverlo? Nadie lo supo hasta el momento en que trataron de reducir el
programa. Recibieron unas cinco mil cartas de protesta de todo el país. Fue entonces
cuando advirtieron que la nación entera nos escuchaba. ¡Increíble! Las comidas de los
jueves del señor y la señora Konopcka, un programa para matrimonios de provincia de
edad madura, se convirtió en un programa estelar. Fue una revelación.
¡Qué imbécil aquel tipo que escribió un ensayo sociológico! Sí, un ensayo titulado: "Del
rey Estanislao a Felicja". Trató de demostrar que mis comidas también eran parte de la
historia. ¡Qué cretino! Y sin embargo, no dejó de agradarme.
Ahora ya no pueden terminar. Durarán siempre. Todos los jueves tendré que servir la
sopa a un millón de personas. Me escuchan en los hospitales. Recibo cartas de pacientes,
enfermeras, médicos. Mi voz ha llegado a curar a alguno.
Todo es posible. No me sorprende, pero me asombra que necesiten tan poco. Cuando
le digo a Tomasz: "Come ese trozo de carne, querido, ése del hueso", siento su gratitud y sé
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

que recibiré muchas cartas. Soy capaz de mucho más que eso en la vida real; pero ellos sólo
conocen el trozo de carne y el sacrificio, una cucharada de sopa y la certidumbre de que no
comeré hasta que él haya comido bien, que jamás lo traicionaré y que si he amado a otros,
los he abandonado tranquilamente. Él, su trabajo duro, sus pantalones y preocupaciones,
nuestra honradez y nuestros hijos adultos. La sopa, la carne y un hueso con un trozo de
vida sencilla, unos cuantos refunfuños y anécdotas, el calor de un hogar, eso es lo que
desean escuchar.
No me río de ellos, tal vez tengan razón. Me río de mí misma. En el primer ensayo,
Tomasz estaba ligeramente irritado: "Te consideré inocente, pero me siento desesperado en
esta atmósfera." ¡Oh! Igual estaba yo. Sólo que yo era la acusada. Si uno es tan débil no
debe sentarse ante un tribunal sindical. Muy bien, este gran trozo es para ti, la carne ha
vuelto a subir de precio, nada tengo contra ti.
—¿Me permite?
¡Ah! Ha visto el ejemplar del Przekroj que asoma del bolsillo de mi abrigo. Muy
bien, hagámosle saber con quién tiene que vérselas. Sonrisa: sonrisa.
—Por supuesto.
Le presto la revista. Espero que me la devuelva, porque si no llevo el Przekroj en el
bolsillo de mi abrigo, mi hija no podrá reconocerme.
—¿Fuma?
—Gracias.
Fumamos sus cigarrillos. Los primeros pasos se han dado... ¿Ahora qué? Parece
reflexionar antes de cada frase, como si me estuviese enviando un telegrama.
—Llegaremos a Berlín con una hora de anticipación. Llevamos un adelanto.
—¿Realmente? No me parece...
—Sí. Las condiciones atmosféricas nos son favorables.
Tiene los dientes muy blancos. Cuando vuelve la cara hacia mí, me deslumbra. Todo
en él parece brillar. La elegante línea del peinado... Los polacos no tienen cabelleras así.
—Supongo que no vive usted en Polonia.
—No, vivo en los Estados Unidos. He visitado Polonia por primera vez en treinta años.
—Mucho tiempo.
—Ya lo creo. Los cambios son enormes. Realmente no es ya el mismo lugar.
—Usted lo ha dicho.
Recibo su sonrisa agradable. El brillo de una lata de leche condensada vacía. Y sonrío
misteriosamente. Puedo ser sutil.
—Vine a Varsovia a un congreso de bacteriólogos. Esa es mi profesión.
—¡Ah!
—Sí, estoy haciendo investigaciones sobre vacunas.
—¿Y ahora regresa a los Estados Unidos?
—No, por el momento voy a Bruselas. Me han pedido que dicte algunas conferencias.
De allí regresaré a Nueva York.
Todo eso es sumamente interesante, ¡qué lástima que no pueda decir nada sobre
vacunas! Supongo que debe ser muy agradable volar de un congreso en Varsovia a
Bruselas, sin que a uno le importe mucho ese desplazamiento. Puedo imaginármelo muy
bien hablando a un centenar de personas semejantes a él, con su voz desprovista de dudas.
—He descubierto que en Polonia hay algunos científicos famosos que se especializan en
vacunas. Me ha sorprendido mucho.
—¿De veras? ¡Oh, es muy interesante!
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Sí, después de mi conferencia en la Academia de Ciencias, sostuvimos una discusión a


muy alto nivel. Conocen bastante bien los más recientes descubrimientos en serología.
—Es extraordinario.
Casi me gusta. Nunca he logrado dormir con un hombre que me haya dado un
sentimiento total de seguridad —en una etapa de mi vida, podían ser sólo policías—, y a
eso se debe casi que al punto reconozca esta extraña clase de masculinidad. ¿Divorciado?
—Me parece que los polacos no sacan ventajas de sus nuevas oportunidades, ¿no cree
usted?
—Sí, tal vez tenga usted razón. Pero...
—Comprendo. Creo que el reparto de Polonia obra aún sobre la siquis polaca.
—Eso quería yo decir.
Las alas del aeroplano parecen ser de asfalto. Dentro de un momento, me preguntará
por la guerra.
—Sí, permanecí en Polonia durante la guerra.
Silencio. Me mira durante largo rato.
—Yo estaba en la RAF. Me es difícil imaginar sus sufrimientos. Esas torturas.
—¡Oh! ¡Eso pasó hace ya mucho tiempo!
—Es cierto. Ustedes tienen una actitud diferente. Admiro a las mujeres que
vivieron esos tiempos y se mantuvieron en su lugar.
"¿Y se mantuvieron en su lugar?". Lo ha dicho muy agradablemente. Yo comento:
—En realidad todo era más sencillo entonces que ahora...
Azul y acero. Una lata de leche condensada. Se sumerge en sus pensamientos. Silencio.
Y me quedo con aquel lugar común entre los labios. ¿Más sencillo? Estos pensamientos son
los que expresan algunos seudointelectuales a los extranjeros del Hotel Bristol. ¡Más sencillo!
¿Acaso debería hablarle de eso? Sí, sobreviví. Me parece recordar. Ese sudoroso danzarín
en la cuerda, ése soy yo.
En mis sueños caía hacia abajo, y durante el día iba a las adivinadoras a que me
leyeran la suerte, a que me dijeran qué podía haberle ocurrido: ¿locura o muerte? ¿Y cuánto
tenía yo aún que soportar? En el tiempo de mi detención había perdido mis contactos; la
gente que me lo confió había dejado de existir, transformada por las ejecuciones en las
murallas de la ciudad en una masa sanguinolenta, bien mezclada con la tierra. Si le hubiera
mencionado eso a él, no sé, creo que quizás se habría entregado a los alemanes. Nunca le
dije nada al respecto. A nadie. Lo quería todo para mí. Y no estoy del todo segura de
cómo habría reaccionado.
¡Maldita sea! ¿Dónde, cómo, a quién recurrir? Sólo en mí podía confiar en un ciento
por ciento; ninguna otra persona me parecía segura. No, no, yo estaba en una trampa, caía
en ella, mi cabeza giraba, corría como loca, ¡oh, tú idiota, querías un príncipe, ahora ya lo
tienes!
Él me consideraba como la causa de sus desgracias. Ahora comprendo que era
inevitable; ¿pero, entonces? "¿Es mi culpa —exclamé— que tú hayas golpeado a Peters en
la cara cuando estabas borracho? ¿Es mi culpa que él fuera un volksdeutch y que a la
mañana siguiente lo hubieran encontrado muerto? Y el hecho de que me comprometiese a
ayudarte, ¿fue acaso también culpa mía? Esos disparos eran realmente innecesarios."
Un ser humano no entiende lo que son los nervios, y hace una apelación a un último
sentido del honor de los torturados y de los dementes. ¿A quién debía él culpar? ¿Al
destino? Pero si yo era su destino. Solamente yo, durante cinco años. Él no podía salir a la
calle. Los carteles en las esquinas estaban lavados por la lluvia, pero su cara... Podían
reconocerlo instantáneamente. Era Oswald, Gustavo, Alcestes... Lo conduje a aquel

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

minúsculo cuarto con cocina que encontré de milagro, cuando ya no pudo permanecer
más tiempo con las monjas. Una buhardilla y un sofá. Es cierto. Le compré el sofá. Se
hallaba a unos quince o veinte centímetros de la pared.
—Me gustaría que me hablase de su escuadrilla.
Hay un refrán que dice que el hombre elige una mujer para que sus fracasos puedan
tener una cara y unos ojos. Él ni siquiera me eligió. Caí sobre él como un gato salvaje que
se arroja desde un tejado. Por eso tenía más derecho a vengarse de mí. Yo era estúpida, no
entendía nada... —algo sobre el Canadá. Habla del Canadá, allí se entrenó, fue como
voluntario...— no entendía que durante cinco años era su desgracia, una desgracia
ambulante, porque en esos cinco años que él maldecía, sólo podía verme a mí. ¿No era
eso bastante?
—No conozco el Canadá. ¿Es un país montañoso?
Cierro los ojos y le oigo hablar sobre el Canadá.
¿Qué clase de animales hay allí? ¿Canguros?
Otawa en invierno.
Una hoja de arce.
Los ejercicios de vuelo nocturno. Era piloto.
Sujétense los cinturones de seguridad. Vamos a descender.
Berlín.

No, ninguna satisfacción. Pensé que podría sentir algo, pero no siento nada. Cristales.
Un salón de espera con sillones, carteles de Lufthansa y una voz en el megáfono que habla en
alemán. Esperaba un estremecimiento: nada. Un olor indescriptible. ¿Goma? ¿Linóleum?
¿Pintura? Estamos sentados en unos sillones, la gente pasa. Alemanes, por supuesto. Y nada.
Unas puertas con el letrero: 'Herren", otras con el de: "Damen". Entré y cerré la puerta.
Pintura, esmalte, blancura y pulcritud y el ruido tranquilo del agua. Bolas de desinfectante.
¿Cómo se llama su río? ¿Spree? Aquí estoy, junto al Spree en un tocador moderno del
aeropuerto, en mi viaje a París. Y sin el menor placer. No salí con ningún propósito de
venganza; pero ¿no sentir nada en absoluto? Sencillamente, no lo entiendo. En esos
cuantos minutos me esforcé por recordar: "Recuerda, querida —pensé—, ¿qué te hicieron?
Bueno, mira lo que eres ahora, contempla lo que eres capaz de hacer ahora. ¡Anda, siente algo,
alégrate, salta de júbilo." Recuerdo la muerte de mi padre en un campo de concentración
y la enfermedad de mi madre, seguida por su muerte poco después, y mi amiga, una judía,
que fue lanzada desnuda en la cámara de gas, asfixiada e incinerada. No siento nada. Al final,
saco mi espejo de bolsillo, me miro y comienzo a reir. De mí misma. Reía con los dientes y
las encías, con las mandíbulas y la frente; pero mis ojos permanecían serios y mortecinos
mientras me miraba. En general, no tengo tan mal aspecto. Me salvé, sí: sin duda logré
sobrevivir a esos años, no sé si en mi propio lugar, pero sobreviví. Sin embargo, hay algo que
muestran mis ojos. No tengo la mirada de un vencedor. Concedo gran importancia a la
higiene; aun en los peores días tenía que darme un baño y cepillarme los dientes, iba al
dentista regularmente cada tres meses, me cuidaba las cejas, y no bebía durante mis días de
período. Yo creo que todo esto tiene una importancia mayor de la que la gente le atribuye.
Pero hace un cuarto de hora, ante esa puerta con el letrero "Damen", sentí que había sido
completamente derrotada. Si resulta imposible emitir un salvaje grito triunfal, es que uno ha
sido derrotado. No lo sé; tal vez no soy sólo yo, tal vez todo el mundo, incluso el hombre que
se sienta a mi lado. ¿Por qué habría de preocuparme? Estoy furiosa, porque por vez
primera siento una falta absoluta de satisfacción ante el hecho de existir, esta nada vacía

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

llena de agujeros que albergo en mi interior, esta sincera indiferencia. Seguramente está
bastante claro: he perdido. Pero, ¿quién ha ganado? Un canguro nuevamente. Tan pronto
como comienzan las oscilaciones, siento un pequeño canguro que salta en mi interior.
Posiblemente también por obra del vodka, aunque el cardiograma no haya acusado nada.
Un minuto... ¿Cuándo empecé a beber? Sí, en el "Bar de los Artistas". Entonces tenía
que beber con él; ahora me gusta hacerlo de vez en cuando por mi cuenta. Tiene más
razón de ser. Así puede uno creerse en tres dimensiones. Después de un vaso de vodka
me siento como una escultura. Algo terso con formas interrelacionadas, con lo que me fundo
completamente. ¡Oh, sí! En tales momentos me siento como un monumento, y luego me
duermo rápidamente. Nunca he bebido con el propósito de dormir con alguien, a pesar de
haber tenido bastantes hombres.
¿Tal vez demasiados? Puede ser. Bueno, no lo sé. Ellos se marcharon; nunca se lo
reproché. Esperaba hasta que aparecía otro. ¿Podía habérselo negado? ¿Qué... mi cuerpo?
¿Por qué razón? Acostumbraban decir que me necesitaban, y en cierto sentido era la
verdad. Cuando un ser humano necesita a alguien, se trata principalmente de un hombre
que necesita a una mujer, en la cama. Considerar estas cosas minuciosamente es menos
importante. Nadie sabe por cuánto tiempo un hombre necesita a una mujer, y ése es un
riesgo común. Ni siquiera el hombre lo sabe. Una no puede hacerle reproches cuando
después de cinco o de veinte noches, encuentra que ha tomado todo lo que podía ofrecerle.
También para él es desagradable. Importa mucho la forma en que esto se enuncie. Algunos
no pueden ocultar su descontento. Lo cual es irritante. Uno debe saber cómo comportarse en
una situación en la que no se puede culpar a nadie. Cuando la pasión se aleja, se impone una
sonrisa forzada de gratitud o inventar un conflicto emocional. En último caso, echar mano de
los recuerdos del pasado. Yo doy gran valor a estas cosas. La naturaleza es brutal; sólo los
idiotas no lo entienden así. Aparte de sus deseos, un hombre tiene la inteligencia, y esto lo
obliga a definir su conducta. En cada uno de nosotros hay un germen de artista; nadie, en
ninguna circunstancia, tiene derecho a comportarse como la naturaleza: congelarse
repentinamente, evaporarse repentinamente. Y creo que expresiones tales como: "Sus
pasiones se enfriaron" o "En su interior hervía la cólera", están fuera de lugar. Un hombre
debe comportarse a un nivel más elevado que el de la naturaleza, de la que, después de todo,
no esperamos mucho.
El hombre se ha dormido. Quizás esté soñando en la batalla de la Gran Bretaña. Tomó
parte y se distinguió en ella. Para la gente como él todo sucede de la mejor manera, aun los
resultados de su propia conducta. Quería combatir contra los alemanes, ahora tiene una
medalla por su valor. Se decidió a destruir las bacterias y descubrió una vacuna. Un hombre
maravilloso que sabe siempre cómo actuar. Causas: resultados, decisiones: conclusiones. Un
tipo bien educado, que nunca se encontró entre un sofá y una pared. En un espacio cubierto
por un colchón. En un agujero en el que un hombre debía permanecer aplastado como una
papilla. Me gustaría saber cómo se hubiera comportado entonces.
Durante los arrestos nocturnos, cuando sacaron a todos los hombre del edificio, Wo ist
ihr Mann? —todo el tiempo me pregunté si no se asomarían sus pies tras la maleta— Mein
Mann ist weg. ¡Sus pies! Uno de ellos era de Letonia. Me miraron con sus ojos duros
mientras caminaban por el cuarto: —¿alcohol?— En la ventana había dos botellas de
vodka. Se bebieron una. El letón salió. El otro me dijo lo que quería. Después volvió el de
Letonia, y el primero salió. Yo gemía. Llevaban prisa, y yo gritaba de dolor. Cuando partió
el moreno Mañas, tenía miedo de moverse. Luego, súbitamente —un momento de valor—,
murmuré con los dientes apretados que todo había pasado. Sí, pienso que en ese momento
estuve maravillosa y terrible.
Retiré el sofá. Traté de sacarlo. Se desvaneció. De cualquier modo se lo agradecí. Nos
tomamos la segunda botella de vodka durante la noche. Juramos, mascullamos,

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

enloquecidos, felices, inconscientes, con alivio, sin mirarnos a los ojos. Y luego dormimos
durante todo el día hasta el anochecer. Francamente no había para qué despertar.
Bien, ¿cómo se hubiera comportado este hombre? Un canguro. Se vuelve cada vez más
y más insistente. Bolsas de aire seguramente. El ala del tetramotor es ahora más oscura y ha
perdido su brillo: no puedo ver la tierra. ¿Neblina? Hay un silencio solemne. Nadie habla.
Preferiría que despertase. Desearía que me hablara. Me gusta su voz metálica: la voz de
un hombre firme. Sobreviví a aquellos tiempos en mi propio lugar. El hecho de aceptar en
aquella época un trabajo en el Stadtheater me produjo muchas satisfacciones. Decidí
hacerlo. Sólo al final, es cierto, después de que cerraron el "Bar de los Artistas", después de
buscar durante tres meses un empleo y un permiso de trabajo. Quería tener buenos
documentos. Un certificado con un sello especial para poder colgarlo en mi puerta. En su
puerta. Después de esa noche tenía que estar segura, me lo juré a mí misma. No tengo la
certeza de que existan grandes hombres, pero sí de que existen momentos en que un ser
humano es grande. Entonces fui grande. En el momento en que lo estaba salvando. Cuando
acepté aquel papel, cuando le dije que había encontrado un empleo en la Cruz Roja y,
después, cuando canté en Melodías de la Calle con los dientes castañeteándome por el
miedo de que me agarrasen, de regreso a mi casa, y me raparan la cabeza. Por eso, después
de la guerra, cuando al hacer declaraciones frente a la mesa verde, me preguntaron si sabía
las consecuencias de mi conducta, respondí: "¡Claro que las sabía!"
Eso empeoró para mí las cosas. Tres años sin permiso de trabajo. Bien es verdad que
después de aquellos cinco años podía resistir otros tres. Llegaron hasta matar a algunas
mujeres por crímenes de guerra. ¡Es terrible! No puedo tolerar las situaciones en que un
hombre mata a una mujer no por celos, ni por amor, sino por convicción.
Después de todo, el juicio valió la pena, y sólo por una frase —una palabra para ser
exactos—, que él pronunció. Dijo que en esos años habíamos estado casados. Depuso
como testigo en mi caso. Yo le agredecí que asistiera. No me miró, pero lo dijo... Casados.
Sentí una oleada de calor. ¡Deseaba tanto que dijera esa palabra! Creo que hasta había
lágrimas en mis ojos.
Me senté, mirando a la pared, mientras escuchaba su testimonio. En ese momento
no le deseaba ni la muerte, ni ninguna desgracia. Tenía la certidumbre de que volvería a
mí. Era natural que hubiera vivido con otras mujeres durante los primeros años después
de la guerra; no podía ser de otro modo. Pero sabía que él regresaría. Estábamos casados.
Soy una viuda. Une veuve. Eine Witwe.
Sabía que tenía derechos sobre él. Le di cien veces más de lo que cualquier mujer
puede entregar a un hombre. Más que placer y felicidad, grandes cosas es cierto, pero que
cualquier mujer puede ofrecer. Yo le entregué mi cabeza —mi propia cabeza que reclinaba
al lado de su fotografía en los avisos de policía, con una recompensa, que había sido doblada
después de un mes—. Un día, al servir café en el "Bar de los Artistas", escuché los rumores
de su muerte: "Se arrojó por una ventana al advertir que unos alemanes detenían su coche
frente a la casa donde estaba escondido." ¡Oh, lo que sentí al escucharlo! Después se lo dije:
"¿Las noticias? Tu propia muerte. Te lanzaste por una ventana, ¿lo oyes? De la ventana al
pavimento. Algunos saben de muy buena tinta que estás enterrado cerca de la barbacana,
¿te das cuenta? ¡Te han sepultado!" Y bebimos en silencio por su muerte, para que
pudiera dormir la mañana siguente.
Sé demasiado. Si fuera a convertirme en la esposa de este hombre que se sienta a mi
lado, no dejaría de sentir un ligero desprecio hacia él. Por el hecho de que sabe mucho
menos. Sentiría desprecio y celos por todo lo que él percibe... Todo lo que piensa es natural,
racional y comprobado. Y en los momentos en que dijera: "Sólo somos humanos", o cuando
dijera: "Esto está realmente por debajo de mi nivel", tendría vergüenza y celos ante su
certidumbre, ante el hecho de que sabría cómo actuar en cualquier situación.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Es bastante idiota. Sí, me gusta su boca, su perfil, con los ojos cerrados y su cabello
peinado como el de un ministro que jamás se ha permitido la menor concupiscencia. Pero
mi esposo fue un hombre que lo conoció todo.
Tomé su cabeza entre mis manos —si tan sólo no hubiera tenido que ir al baño—, oh,
aquella mujer que aullaba en el balcón — así que ese día quiso tenerme cerca, sabía lo que
me pedía, y sabía que no iba a negarme.
La delgada azafata viene hacia nosotros con una sonrisa incrustada en la cara. ¿Qué es
lo que sucede?
Volamos en la oscuridad. El avión se comporta como un pez asustado, ¿huye? El aire
tiene bolsas. Entramos en ellas; un salto arriba, un salto abajo. Semejamos a una manada de
camellos enloquecidos.
—¿Una bolsa de papel? No, gracias. ¿Despertaría a ese hombre?
Mi corazón salta: un canguro fuerte, gigantesco. Un canguro, camellos, un pez que
huye: la naturaleza que toma su venganza.
¿Los cinturones de seguridad? Muchas gracias.
¿Después de todo lo que he vivido no ha sido suficiente? Los pies se me enfrían.
Tengo miedo. ¿De qué? ¿De un desastre? Se lo dije a Tomasz: es mejor permanecer en
casa. Todo por esa tonta impulsiva de París. Tengo su carta en el bolso.
—Querida Felicja —salto para arriba.
—La escucho todas las semanas —de nuevo un salto.
—Mi apellido de soltera es igual al suyo...
¡Dios mío!
—Me siento como su hija. Quiero invitarla a París —¡un salto! ¡otro más!— mis niños
hablan polaco —abajo, ¡más abajo! ¡Al abismo! y Jean se sentiría feliz si usted viene. Le
enviaré un pasaje. Venga, por favor.
Este Jean es un ingeniero francés; lo conoció en Alemania en un campo de trabajo,
Wanda, née Konopka —oh, sí, mencionaba la Insurrección de Varsovia. Un año de mi
vida por una copa de coñac.
Todos contemplan la puerta de la cabina de los pilotos como si hubiese allí una
pantalla cinematográfica.
A nuestro rededor una espesura amarilla, gris; imposible distinguir nada.
Detrás de mí un pasajero anciano dice algo en francés en voz muy alta a la azafata;
ella no logra entenderle, alguien interviene; no sé que va a suceder.
¿Qué va a pasar? ¿Por qué huyo? Ultimamente mi vida se había vuelto clara y sencilla,
había comenzado a olvidar el pasado; sólo aquí, en este aeroplano todo vuelve nuevamente
a presentarse. ¿Será ya el fin? ¿Dentro de un minuto? ¿Dentro de un segundo?
Voy a volverme loca. Mi vecino despierta.
—¿Podría por favor, pedirle una copa de coñac a la azafata?
Le doy las gracias con la mirada. Bebo a pequeños sorbos.
La terrible niebla que nos circunda se ha vuelto más densa. Piden nuevamente que
revisemos los cinturones de seguridad. Silencio; el avión se agita en el aire. Una tableta de
"Mepavlon".
—He visto varias tormentas en el canal. Por lo regular son peores. Recuerdo un vuelo
nocturno en junio del cuarenta y...
Lo supe desde el principio —un ojo me hacía guiños todo el tiempo, señales
imprecisas—: una caída, mi corazón, creo que no sobreviviré, todo está perdido... Esas
señales significaban algo. Algo en relación conmigo... Sudo y siento frío... Estoy segura

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

de que la existencia es un pecado; durante algún tiempo he sentido que algo trataba de
advertirme, de anunciarme este final horrible... Muy bien, tomaré la bolsa de papel, ¡este
sucio, cínico final! Para ser honrados, yo tenía la razón —¿caemos? No, volvemos a
subir...— Cuando pensaba que iba a tener un fin terrible y estúpido. Y el primer indicio —
éste es el fin, me muero—, fueron las palabras incomprensibles en el papel de Ofelia. —
¡El ala! ¡El ala se derrumba! Oh, voy a volverme loca...— Sí, hace veinte años le decía al rey
en el cuarto acto: "Bien, Dios os lo pague. Dicen que la lechuza era la hija del panadero.
¡Señor!... —un relámpago. Puedo ver un costado del ala...— un momento, como decía:
¡Señor! Sabemos lo que somos, pero no sabemos lo que podríamos ser. Dios bendiga
vuestra mesa."
Ahora es mejor. No entendí aquellas palabras, sobre todo lo de la lechuza: eran
oscuras, les tenía miedo.
Es muy amable de su parte dejar que le tome la mano, es un verdadero caballero.
—Querida —dijo el director—, se te aclararán en la trigésima representación.
¿En la trigésima? Ni siquiera hubo primera. Creo que son las únicas palabras que
recuerdo del texto. Y aún ahora no logro descifrarlas.
¡Si tan sólo en aquella ocasión no hubiese estado en el baño! ¡Dios mío! Era
demasiado tarde —oscuridad, luces en las ventanas, el grito histérico de una mujer en el
balcón—; tenía su cabeza entre mis manos, le supliqué que no muriera. ¿Qué habrá sentido?
¿Qué sintió? le secaba el sudor de la frente; dijo algo, pero no pude entenderlo...
Alrededor de su boca se formaron unas burbujas rojizas. No es suficiente, es el fin...
Nadie habla, salvo los polacos que están detrás de mí. Dicen que esto es del todo
normal, no muy agradable a causa de los saltos, pero que ya la oficina meteorológica había
pronosticado la tormenta. ¿Normal? Aquí me tienen, atada con un cinturón, en el
estómago de un pez metálico sacudido por vientos furiosos, dos kilómetros por encima de la
tierra. Estamos rodeados por una oscuridad cobriza. ¿Y se supone que todo esto es normal?
Muchísimas gracias.
—¿Se siente mejor?
—Mucho mejor, gracias. Siento haberle...
—No se preocupe.
Me mira, probablemente con sorpresa, porque le tomé la mano. Bueno, lo hice, ¿y qué?
Esta clase de cosas deben de ocurrirle sólo una vez en su vida.
—¿Mas coñac?
—Gracias.
Fresco, cortés, enérgico. ¡Mi querido señor! La azafata, me mira fríamente. Muy mal,
querida, no todo el mundo tiene tu experiencia. Si tu madre escucha la radio, oirá mi voz
dentro de cuatro semanas. Hablaré de esta tormenta. Te pagaré este coñac extra con la
voz ligeramente áspera de una mujer que envejece, muy semejante a la de tu madre. Un
día, querida, cuando pases una noche en casa, ella te preguntará si no estabas de turno
cuando Felicja hizo su viaje a París. Y te describirá esta tormenta con todos sus detalles,
usando mis expresiones.
¡Ay! Vuelve a empezar; Me desvanezco, siento que me caigo, estoy muerta. Una
mano, ¿dónde está su mano?
—Respire profundamente, eso ayuda.
Aspiro, respiro. Una aspiración profunda. Varias veces. Me mira con interés. ¿Estaría
yo pensando en voz alta? Puedo imaginármelo. ¡Qué guión! Esta enloquecida zarabanda, y
dentro mi voz, mis plegarias por el pasado. Habrán oído, estoy segura. Gracias a Dios que
se puede pensar sin testigos.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—¿Tiene familiares en París?


—Una hija. Se casó con un francés. Un ingeniero. Irá a esperarme al aeropuerto.
Debo estar loca. ¿Por qué le digo esto?
Una pastilla de "Ondasil". El vuelo es ahora más suave.
—¿Ha sido una larga separación?
—Quince años.
—¿Quiere decir...?
—¡Oh! estoy muy nerviosa, no me puedo acostumbrar a la idea,
—No me juzgue indiscreto. ¿Se va a quedar con ella en París?
—¡Oh, no! Mi marido se ha quedado en Varsovia. Estoy bastante preocupada, porque
él no logra organizarse sin mí. Y mi hijo; estudia aerodinámica. Me dieron permiso sólo por
unos quince días.
A menudo hago mi propio texto, lo que saca de quicio a los autores. Mis añadidos me
gustan más. Por ejemplo, una vez me exigió Tomasz que reprendiera a la muchacha que va
a lavar. Se descubrió que iba a tener un hijo ilegítimo. "No soy un puritano", dijo, "pero una
mujer que ni siquiera se respeta, hmmm..." De acuerdo con el texto, yo debía responder:
"Muy bien. Si lo crees así, mañana tendré una conversación con ella", y tenía que añadir
algo sobre la moralidad de nuestros tiempos. Pero tan pronto como habló, me eché a reir, y
dije: "Pero querido, ¿quién crees que eres? Tal vez ella lo amaba. No todos los hombres son
como tú. Si va a tener un hijo, lo mejor que podemos hacer es ayudarla", y golpeé un plato
contra otro para hacer creer que estaba levantando la mesa. Se quedó aturdido. Después
de un momento, murmuró: "Bueno, haz lo que consideres mejor..." Salió con mucha
naturalidad, y a la siguiente semana, una muchacha en el correo me sonrió. "Tenía usted
razón con respecto a su lavandera". ¿Cuántas cartas llegaron? ¿Quinientas?, ¿seiscientas?
Algo así. La mayoría, de madres abandonadas, en los pueblos.
Me siento capaz de reir: llego hasta a la mente campesina.
Soy una hermana para los solitarios y una esposa para los viudos.
Un sostén para los melancólicos y los ciegos.
Un equipo de una fábrica de bulbos eléctricos me envió un álbum de recuerdo y puso
mi nombre a la maternidad de su fábrica.
Las colas desaparecen de las tiendas para escuchar mi voz, los empleados se vuelven
sentimentales ante el sonido de mis palabras.
Si alguna vez escribo un diario lo titularé: "De Ofelia a Felicja, o cómo ser amada".
—¿Y usted? Supongo que tendrá una esposa encantadora... ¿Niños?
Sonrío y le miro a los ojos. Pero dejo de sonreír.
—Perdí a mi hijo hace un año. Se suicidó.
Me quedo aturdida. Me siento mal. ¿Por qué tendría que hacerle esa pregunta?
—Hubo un problema con una mujer... Hubo también otras razones que no logramos
entender.
Volamos un momento en silencio. El sol brilla tras la ventana. Abajo se pueden ver
las líneas rectas de las carreteras, su mano es cálida, y se me ocurre el triste y loco
pensamiento de que a pesar de todo, yo debía haber sido su esposa.
Dentro de quince minutos llegaremos a Bruselas.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Tra ra rim trara rim... rififí. . . Es curioso, me persigue esta canción. Antes de partir, en
la radio: Rififí; en el aeropuerto de Bruselas: Rififí. Una nota aguda, vibrante, que me
penetra. Algunas veces el fondo musical es indispensable. El hombre se comportaría de otra
manera si hubiera más música a su alrededor. La realidad no es muy melodiosa que
digamos, por eso, quizás a su contacto, las gentes sufren, se prostituyen, se vuelven cerdos.
Dicen que en la naturaleza hay armonía. Si así es, no la he advertido. ¿Armonía? La
naturaleza es desvergonzada e injustificable. Esa tormenta fue horrible. Las tormentas
pueden ser hermosas en las sinfonías o en las novelas. Sólo los artistas se sienten acosados
por un sentimiento de vergüenza ante la naturaleza. Quieren reparar sus oscuras locuras
que constituyen la desesperación del ser humano. Me parece que ésta es una reflexión
bastante profunda. Tra ra ram... rififí! Tocaban ese disco cuando le dije adiós, en el bar del
aeropuerto de Bruselas. Bebimos aún tres copas de coñac sentados en los altos taburetes de
aquel bar reluciente; la camarera puso ese disco y me sentí como un alma patética. Él,
con su impermeable al hombro, con un sombrero negro que le sentaba muy bien, y yo, con mi
pasado romántico inscrito en el rostro de Señora X sentimental, inteligente, despojada de
ilusiones. En una de las notas penetrantes de "Rififí" me llevé a los labios la copa de líquido
color miel y bronce con una sonrisa significativa, mientras me decía que se acordaría
siempre de mí y que le gustaba mi voz. ¡Mi voz. . . naturalmente! Las botellas multicolores
giraron frente a mis ojos, yo escuchaba, miré fijamente aquel brillante altar donde una
camarera agitaba graciosamente la cocktelera, y pensé: "Ah, señor..." Añadió que se había
sentido perseguido por los recuerdos durante todo el viaje y que me agradecía que hubiera
conversado con él. "Yo también", le contesté. Y le di las gracias por su ayuda durante la
tormenta. Cuando el disco terminó, la camarera lo puso de nuevo. Le toqué la mano: "Le
deseo muchos éxitos en sus investigaciones. Muchas, muchas vacunas milagrosas, ¿no es
así?" Se rió. "No sé. . . Hay mucha gente más competente y más joven. Nada me indica que
voy a destacarme."
—Yo tengo la certeza —le respondí— de que lo hará.
Y le lancé una mirada de hada madrina, una mirada de suerte. Tra ra ran... Rififí...
Rififí... ¡Qué Dios lo ayude!
Una vez más, vuelo: ahora sola. Mi sangre va mezclada con seis vasos de coñac, el vuelo
es majestuoso y sereno, me tiendo en el asiento, levanto las cejas con una ligera sorpresa.
Bien, de verdad, muy bien.
"Querido", dije en el penúltimo programa, "nuestra vida no es mala, porque podemos
ser honrados. Eso es lo más importante. Creo que la naturaleza humana es buena, sólo que
uno debe vigilarse. Tú me cuidas, yo te cuido. Se tiene que vivir de ese modo para que sus
vecinos lo respeten. ¿Te gusta este asado con remolacha?"
Rumor de periódicos, trozos de conversación. Los brasileños, color ceniza durante la
tormenta, han retornado a su propio color chocolate. En sus manos delgadas y morenas hay
periódicos ilustrados con fotografías de blancos edificios, semejantes a hongos sobre un
fondo de rocas rojas.
No conozco a ninguna de estas personas; ni su pensamiento ni su paisaje. Los polacos
sentados detrás de mí dicen que los franceses se lavan sólo una vez a la semana. Nos
miramos con indiferencia, nadie se preocupa de los demás. Dicen que en occidente la gente
no se mira, son más discretos; pero yo voy a contemplarlos, puedo permitírmelo, porque soy
actriz.
Los actores son la negación ambulante de la discreción; sus rostros son máscaras que
imitan exageradamente los rasgos humanos reales. Puedo reconocer al instante su indecente
desnudez. ¡Los canallas pretenden seriamente ser personas! Los adoro. Por ese aire de
científicos, condesas, ministros, cortesanos o frailes, siempre demasiado científicos,
demasiado ministros, demasiado condesas, cortesanas o frailes; adoro esa irresponsabilidad
de monos frente al mundo que imitan y adulan y al que desprecian un poco. Jamás harán
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

nada que cuente, nada que tenga sentido práctico, ni dictaduras ni guerras, ni nuevas
máquinas o nuevos impuestos. Sí, por eso los amo tanto...
¿Cuándo fue realmente? ¿Cuándo dejé de amarlo? Lo ignoro. Tal vez nunca ocurrió.
Una de dos: o nunca dejé o nunca comencé a amarlo. ¿Qué es lo que otras mujeres
llaman amor? Algo que nadie conoce. Conocemos nuestros sentimientos y les damos
nombres: bondad, amor, odio, maldad. Quizás fue sólo mi imaginación, mis nervios, mi
miedo. Si hubiese vivido conmigo despues de la guerra, me parece que todo hubiera
acabado rápidamente. Pero no esperó. Ni un solo día. Nunca le perdonaré haber sido tan
cruel. Partir sin una palabra, después de todos esos años; ¿cómo pudo hacerlo? Se fue,
regresó meses después con una mujer. Bebía. Luego otra mujer. Bebía más y más: se
sumergió en el vodka. En esos años vi todas sus representaciones. Todas, malas, inexistentes.
Estaba exhausto, vacío. Sentí que actuaba contra su voluntad. Le deseé la derrota, la mala
suerte, mil humillaciones. Era el vértigo, un vértigo de odio. Contra él, contra aquellas
mujeres. Le envié cartas injuriosas. Vivía frenética, como una posesa. Bebía y escupía en el
espejo, insultándome por esa furia felina, por ese amor. ¡Amor! Sé qué pensar de él: pasé
todo el entrenamiento desde el principio hasta el fin. Un solo pensamiento demente sobre
un solo tema demencial, alucinaciones, pesadillas. Luego comencé a reconstruirme; no
necesitaba su presencia. No lo vi durante meses enteros, y él actuaba cada vez menos.
Decían que no podía recordar sus parlamentos, tenía miedo de actuar en papeles
importantes. Todas las noches, cuando lo sacaban de alguna taberna, gritaba: "¡Fui yo
quien mató a Peters!" Después de unos cuantos tragos parece ser que lo murmuraba al oído
de quien estuviera a su lado. Llevaba consigo aquel cartel alemán con su fotografía; no sé
cómo logró obtenerlo después de la guerra. Se lo mostraba a todos, lo extendía sobre el
mostrador, presumía de que los alemanes habían fijado una recompensa a quien lo detuviera
y describía cómo había matado a Peters. En algunas partes ya no lo dejaban entrar. Yo
estaba esperando, vivía con curiosidad: ¿en qué se convertiría?
¿Tal vez todo sucedió por mi culpa? ¿Será que pagó por aquella noche, por aquel
espacio entre el sofá y la pared? Siempre tuve la cabeza más fuerte. En aquellos años en
que bebía con él, cuando ya sin sentido se echaba en la cama, yo podía aún sostener
monólogos seminconscientes sobre el futuro, con un murmullo esperanzado: él saldría,
fundaríamos un teatro y seríamos célebres. "¿Crees", le murmuraba, "que cuando termine la
guerra no se nos recompensará por estas calamidades, por esta miseria? Les arrancaré la
felicidad de la garganta. ¿Me oyes? Debe haber un premio y un castigo; de otra manera el
mundo estallaría." Me excitaba, había en mí la fuerza de un demonio, hablaba, bebía,
hablaba, juraba, henchida de triunfo y de pasión, en aquella lóbrega jaula de paredes
sucias, en aquel edificio de tres pisos donde nadie sospechaba que él existiera. Sí, era fuerte,
y tenía una cabeza como para resistir dos litros. Seis copas de coñac para mí no son nada.
¿Emborracharme? ¿A mí? Traten de hacerlo.
Ahora, por ejemplo, me imagino a ese señor de las sienes plateadas tomando una
ducha fría en un hotel de Bruselas. Se lava mi mirada, mi mirada indiscreta, se la quita de
su cuerpo bronceado, musculoso, que huele a loción, de su piel aún fresca...
"Dos coñacs de más", piensa, mientras se frota el pecho con una toalla suave, y recuerda
con un sentimiento de disgusto que se ha confesado a una mujer de aspecto ligeramente
sospechoso, que vive en su antiguo y débil país. Ella, seguramente, no le ha dicho la verdad
sobre su vida.
Querido señor. Sabemos lo que somos, pero debemos guardarlo para nosotros. No se
debe profundizar demasiado sobre el sentido de nuestra vida; es mejor hacer creer a los
otros que tiene sentido. Uno debe hacer los gestos establecidos para beneficio de la
humanidad y olvidarse de que se es un canalla. Soy yo quien lo dice, yo que soy experta
en la materia, y afirmo que no hay sino tres principios que respetar, si se quiere vivir
satisfecho: Primero: Ser dueño de sí. Una persona dueña de sí se adueña de los demás.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Segundo: Crear situaciones ventajosas para los otros, es decir, situaciones en las que
puedan parecer mejores de lo que creen ser. Tercero: No tratar jamás de obtener una
satisfacción completa en ningún terreno, especialmente en el erótico. La insatisfacción es
el mejor estado posible.
Un poco de sueño me vendría bien. Tengo los ojos pesados, la boca seca. ¿Qué campo
será éste sobre el cual volamos? Llanuras amarillas, un río de márgenes negras. No tiene
ninguna importancia. Dormir.
Demasiadas escenas tempestuosas en mi vida, frescas, no descritas. Lástima... Una
vida verdaderamente humana debería ser una imitación y no una nueva creación;
debería haber modelos, patrones, motivos y ejemplos que se pudieran heredar. De esto
depende nuestra existencia: llenan nuestro tiempo como un mural, con escenas conocidas
y vivir, vivir según los mandamientos del buen Dios... Amén, amén, amén.
No puedo servir de ejemplo. Cuando me reconozco en otras personas lo resiento como si
eso fuera su defecto. El modelo con el que comparo la vida siempre me supera. Desprecio a
todos aquellos en quienes descubro mi propia maldad, aunque a mí me la perdone.
Me perdono, me encuentro excusas, pues esa maldad me parece no tener
importancia en el momento en que yo la vivo.
Pero lo que descubro en mí, lo devuelvo automáticamente contra los demás, a quienes
juzgo por los defectos que soy incapaz de vencer en mí. Detesto a los brasileños por su
miedo a la tormenta, y a los polacos de atrás por sus complejos en relación con los
extranjeros, y a todos los que viajan en este aeroplano por su torpe afán de vivir a
cualquier precio, al precio de las vidas de otros. Soy exactamente igual que ellos.
Exactamente lo mismo. Esa es la causa de que me parezcan peores.
No son sentimientos cristianos, pero es amor. No podría existir sin ellos. Sólo
excepcionalmente el amor consiste en algo más que eso.
Ofelia, Polonio, Hamlet, yo, Peters, él. La Gestapo, Peters, él y yo. Golpeó a un
traidor, y al día siguiente encontraron el cuerpo ensangrentado. Nadie fue culpable. Y yo,
siempre yo, sumergiéndome en un horror mortal, en la oscuridad, en la angustia.
No, no duermo. Apartarse de la tierra es un juego de niños. Ojalá pudiera uno
evadirse de sí mismo.
¿En qué piensa nuestra azafata? ¿En el aterrizaje en París o en la primera vez que
dejó que le abrieran las piernas?
En París me compraré un nuevo sostén elástico, negro, transparente, de la mejor
calidad. Sólo para mi propio placer. Me lo pondré y me pasearé frente al espejo; debo
desquitarme de aquellos años.
Aquellos años... Cuando en un café me pidió que volviera a su lado. No, pienso que
fui yo quien primero lo dijo. Le pregunté... "¿Como en aquellos años?", y él repitió:
"Como en aquellos años. Ahora estoy pagándolos." No lo entendí. Varios años de separación
son demasiado tiempo en esos asuntos. Esperé ocho años, y si se añaden los cinco de la
guerra serían trece. Trece años de espera. ¿Para qué? ¿Para esos cinco días? ¿Para esa
última noche? ¿Para...?
No podía entender en qué consistía el cambio, no sabía qué llave elegir para entrar
en él. Lo miré directamente a los ojos, lo traspasé con la mirada y le pregunté
estúpidamente por qué hablaban tan mal de él. Había una laguna que no podía colmar.
Él se mantuvo en silencio y luego comenzó a explicar que todo aquello había sido inútil.
"¿Todo aquello?", pregunté, "¿qué es aquello?" "Los años en que me escondiste —hizo una
mueca—, ¿entiendes? Debí haber dejado que me fusilaran." Le grité con rabia: "¿A quién
le dices esto? ¿A mí? ¡No tienes derecho! Aún ahora despierto por las noches gritando de
miedo ante la idea de que lleguen a arrestarte."

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

"¿Qué querrá de mí?", pensaba, "ahora que al fin puedo existir. ¿Por qué me ha
traído a este café inmundo, lleno de agentes del mercado negro?" Me mordí los labios,
furiosa por no comprender nada. "¿Qué quieres decir? ¿Eres incapaz de vivir?
Seguramente, no todo es como tú lo deseabas. Yo no te estorbo, ¿no es así?"
Comenzó a mirar a su alrededor, bajó la voz; aún no lograba comprender. Algo sobre
una mujer con la que había roto. No quería escucharlo. Luego comenzó a hablar de la
guerra. "¿Sabes?
Nosotros dos somos los soldados desconocidos de esta guerra. Divertido, ¿no?" Soltó
una carcajada, y se calló de repente. Me miró. Y entonces, en el lapso de un segundo,
advertí que esperaba mi voz de aquellos tiempos. Me quedé inmóvil, por la sorpresa y la
piedad y tal vez por cierta decepción. "Deja de beber, ¿me oyes? ¡Tienes que parar!"
Contemplé sin afecto aquel rostro tumefacto, demasiado heroico, de labios gruesos y
caídos. Al cabo de un mes me habría dado cuenta de que ya no me importaba; estaba
segura, casi segura. Pero después de un rato, comencé a hablarle con mi vieja voz
penetrante, mi voz de los años de guerra: "Estaremos juntos. Volverás a actuar. Podrás
desempeñar todos los papeles. No es verdad que la guerra te haya acabado. A mi lado
volverás a ser el mismo", dije acentuando cada palabra, y sintiendo cómo mis ojos se
reverdecían; "pero tienes que obedecerme, ¿me oyes?"
Me preguntó si no creía que fuera demasiado tarde y no se me ocurrió que debería
callarme. "¿Para qué, idiota? ¿Demasiado tarde para qué? ¿Piensas que quiero acostarme
contigo? No estoy loca." Lo miré con la mirada mágica de aquellos años. "Dejarás de
beber, ¿me entiendes? Te meteré en una clínica. Durante tres meses estarás perdido para
todos; sólo yo sabré donde estarás. Mi, mi pobre viejo, veo que es necesario ocuparse de ti,
no puedes vivir solo. No te preocupes, me encargaré de todo. De todo, ¿me oyes?, salvo
del alcohol."
Y fue entonces cuando me quedé atónita: me reveló que desde hacía un año no bebía
una sola copa. Luego, sacó su cartera y me mostró unas cartas, las desparramó sobre la
mesa. "¿Ves?", me dijo, mirándome malignamente. "Anda, échales una ojeada." Las tomé,
comencé a leerlas. Hablaban de él y de mí, de la razón por la que la Gestapo le había
permitido vivir. Me sentí cansada: cartas, más cartas... "¿Te das cuenta?", repitió, "no nos
creen. No creen que me haya podido salvar de otra manera. No me importa lo que
piensen de nosotros. Te las muestro para que veas que no valió la pena. Si te hubiera
impedido que me condujeras en aquel coche, me considerarían ahora un héroe." Yo
exclamé entonces, con los dientes apretados: "¡Tira esa porquería! ¡Arrójala!" La gente del
café comenzó a mirarnos.
Cuando salíamos, se detuvo, sonrió y me preguntó si sabía lo que decían sobre la
muerte de Peters. No, no sabía nada. "Según parece, fueron los alemanes quienes lo
asesinaron al descubrir", y sonreía como si una idea lo agitara "que era un agente
francés." Me miró penetrantemente, y creo que respondí que uno jamás sabe realmente
quién es, o algo por el estilo, y que él no debió de haberlo golpeado en la cara. "Siempre
creí que no era necesario golpearlo"', dije exactamente, vengándome por la falta de tacto
con que había aludido a aquellos ocho años. Logré recobrar una calma venenosa, y
nuevamente comencé a actuar. Dos días más tarde, cuando desempacaba mis cosas en su
apartamiento, no tenía idea de que se trataba del fin.
¡El fin! Sólo aquello que yo no quería ceder, lo único que había creado para mí, había
terminado. Pienso que no tenía derecho a arrancarme la mitad de la vida. Había
adquirido honradamente la posesión de ella. Pero cuando se evaporó por su propio peso,
algo nuevo comenzó. El escenario, sí; tuve la sensación de que me convertía en una parte
de un escenario, una parte de eso, que aún ahora sucede detrás de mí, que no miro
nunca, en lo que nunca deseo tomar parte. Fue interesante. Esta nueva vida sumergida en
el fondo de un escenario se parecía mucho más a la felicidad que la primera. Me sentía
182
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

como un arco usado. Ya no era necesaria ninguna tensión, algo se había perdido en mí; sí,
supuse que podía descansar. Un paso adelante, un paso atrás, siempre sobre mi propio
escenario, ver a cierta distancia mi propio lugar en aquel friso; eso es muy importante.
Después de su muerte...
Regresamos borrachos. Durante cinco días bebimos todas las noches. Era yo quien le
obligaba a hacerlo, para que todos nos vieran juntos en aquella taberna, y fui yo quien abrió
la ventana diciendo que uno se ahogaba en la habitación. ''No enciendas la luz", me dijo,
"entrarán mariposas nocturnas." Llené la bañera. El ruido del agua ensordecida, y
estaba desnuda, cuando oí un grito en el patio; una mujer gritaba en un balcón. La
ventana estaba abierta, me deslicé en la oscuridad; pero a mi derredor todas las ventanas
estaban iluminadas. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué quiso que estuviera presente? ¿Por qué
dejó un espacio entre el diván y el muro?
Después de su muerte, cuando comencé a actuar en papeles mínimos en el "Teatro de
Hadas", comprendí al fin que no lo estaba haciendo tan mal. El pasado se convertía en una
mala obra extravagante y vacía, en la que había desempeñado el papel de una
comedianta trágica. Tres, cuatro, cinco vasos de vodka diarios me bastaban para pasar
el tiempo. ¿La familia? ¿El amor? ¿Un hombre? Son cosas reemplazables; lo único que
importa es ser uno mismo.
Y una voz adecuada. Eso es indispensable.
Acudí tranquilamente a grabar una cinta. No estaba sorprendida. Habían advertido
el timbre de mi voz. Me pidieron que me presentara en un concurso para la voz de Felicja,
porque alguien les había dicho que la bruja de La tierra de los sueños tenía una voz
interesante. Y cuando, sentada en la oficina del director, me comunicaron la decisión, advertí
dentro de mí ese desierto ardiente por el que caminaba desde hacía tantos años. Muy bien;
podría ser Felicja.
No me rebelé, no acusé. Nunca había tenido razones para acusar al mundo. Todo lo
que nos sucede —venga de la tierra, del aire, del fuego y de la gente— lo considero como
algo natural. Tan sólo debe uno saber comerciar inteligentemente. No puede uno
permitirse la indiferencia ante lo desconocido.
El ala semeja ahora un cuchillo brillante bajo el sol. Una enorme daga que divide una
vida en dos partes desiguales. ¿Era la lechuza la hija del panadero? Me gustaría encontrar
un director que pueda explicarme qué significa eso; mi trigésima representación aún no ha
llegado. ¿Pero sabemos verdaderamente qué somos? Lo que llegamos a ser por lo general
está precedido por una oferta instantánea. En una época me propusieron conducirlo, y he
aquí el resultado: Yo, emergida de esos años. El siguiente compromiso fue menos
arriesgado; no tenía razones para negarme. Y el resultado: yo Felicja Konopka en viaje
hacia París para reunirme con mi hija.
El anciano que durante la tormenta hablaba en francés con la azafata se sienta a mi
lado.
—Vous permettez, Madame?
—S'il vous plait, monsieur. Naturellement.
Un rostro rubicundo con el bigote bien cortado. Tendrá unos sesenta años, se parece
un poco a Tomasz. Me observa. No me preocupo.
Abajo, nubes ligeras. Un vapor blanco suspendido sobre una tierra caliente,
opalescente. Estamos descendiendo. Cambiamos de dirección; el panorama sobresale por
encima del ala.
Me yergo en el asiento, sonriente. Sé que los polacos de atrás me han reconocido, y
que acercan el oído para escuchar mi conversación.
—¡Oh, oui! Varsovie est une ville très interesante.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Volamos a través de grandes manchas de vapor luminoso. Dentro de un momento


veremos París bajo nosotros.
—Oui, c'est vrai, la reconstruction de la capitale est miraculeuse.
¿He perdido mi bolso? No, está en su sitio. ¿La polvera? El espejo no se rompió. Un
toque de polvos, un poco de color en los labios. Debo admitir que no tengo tan mal
aspecto a pesar del largo viaje. Una tableta de milton. Un ejemplar de Przekrój asoma por
el bolso de mi abrigo. Enviaré una postal a Tomasz desde el aeropuerto: "Querido, el
viaje fue maravilloso...", palabras que leerá en el programa dentro de dos semanas.
El billete, el bolso, los guantes.
¿Lo tengo todo? Sí, todo.
¿Los cinturones de seguridad? Muy bien.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

KAZIMIERZ BRANDYS:
CARTAS A LA SEÑORA Z

Cuando viajo no me comporto según las reglas. No trato de conocer el país, ni de


acercarme a la población, ni tampoco de hablar con los campesinos. También he renunciado a
resolver el enigma que constituye la juventud de acá. Recientemente y por las mismas razones,
rehusé ir al cabaret "Stodala". Me habían explicado que una juventud enigmática bailaba allí y
que aquello valía la pena de ser visto. No iré. Que esa juventud siga enigmática, pero sin mí. Yo
también en una época, fui enigmático y nadie vino a verme bailar. ¿Tendrá que existir siempre
un establo hacia el cual nos empujen para hacernos descubrir la vida? Hace apenas siete años, el
enigmático era el campesino; hoy el enigma es la juventud. Hace poco se pasmaban con las
siegas en el campo, hoy se pasman con el rock-and-roll. Soy un hombre maduro y estoy
satisfecho de impresiones.
De manera que cuando viajo, simplemente paseo, me hago el bobo, deambulo. Ante la idea
de tener que escribir un artículo se me erizan los pelos. No discierno los problemas, ni sé llegar a
conclusiones, ni tengo curiosidades profesionales. La literatura no es un oficio; ella conduce,
más bien, al oficio. Es un vicio asociado a la ambición y no se ha inventado hasta el presente
nada más espantoso que esta asociación. Por separado ambas cosas son, mal que bien,
soportables. Por ejemplo, se puede ser morfinómano y tener al mismo tiempo ambición en
materia de construcción de máquinas; pero ser un intoxicado y tener la ambición en y de su
misma intoxicación. A este infierno se le llama la creación artística.
Sus resultados parece que tienen una significación para el mundo. Se ha escrito ya mucho
sobre este tema pero hasta el momento nada exacto. En arte todo es incertidumbre y ausencia
de reglas; no se puede saber a qué atenerse. Hasta reiteraciones tales como la unidad de forma y
contenido no están garantizadas. En el zapato, por ejemplo, esta unidad se obtiene debido a que
el contenido del zapato es el pie y la forma del zapato es también el pie, pero dudo mucho que
esta fórmula sea válida para Shakespeare.
Además, existe otra serie de cuestiones dudosas. Supongamos, señora, que usted escribe
una novela y que después de dos o tres meses de trabajo, está satisfecha con ella, pero sucede
que aparece un artículo en que alguien demuestra que la novela, en tanto que género literario
llega a su fin, he aquí que usted no ha acabado aún de escribir su novela cuando esta termina
por sí misma. ¿Qué hacer? Evidentemente que no se lo dirán y le quedará, al respecto, una
incertidumbre mortal. Nada hay que pueda verificarse en esto, ni existe criterio alguno. El éxito
resulta a veces el laurel que corona la mediocridad y el desastre, el destino del genio. ¿El
tormento creador? Los grafómanos sufren igualmente. Parece ser que Dostoievski escribía con
rapidez y facilidad. ¿Tener algo propio que decir? Cada cual está convencido de tener algo
personal que decir. Casi todos mis amigos que no son escritores están convencidos de que no lo
han sido, simplemente, por falta de tiempo. Por ello, su actitud para con los escritores está llena
de complejos y de desconfianza. Sucede de otro modo si lo que usted quiere hacer es tocar el
violonchelo. Esto exige estudios, ejercicios, dominio de la técnica, sin hablar de que es necesario
saber sus notas. Pero ¿escribir? Todo el mundo escribe: las liceístas de diez y siete años obtienen
hoy día renombre mundial porque han escrito su vida, bajo el pupitre, durante las lecciones de
matemáticas. Un poco de tiempo y un poco de audacia. De semejantes principios han nacido las
más grandes obras maestras. Y cada cual, leyéndolas en su cama, piensa para sí: "Mientras yo
iba a la oficina, este escribió lo que yo siento desde hace tiempo y no le agregó más que un poco
de fantasía". Después el lector bosteza y deja el libro a un lado, justo cuando el autor describe
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

una escena genial, que le costó más de un mes escribir, y declara al día siguiente en su oficina
que aquello "vale la pena de leerse". De tal modo, la literatura se convierte en el patrimonio de la
Nación, es decir, que cada uno se considera como un propietario, porque en el fondo de su alma
se siente, hasta cierto punto, estafado por hallar su verdad consignada por otro. Los escritores lo
saben; de ahí, estimo yo, su sentimiento de estar en deuda con la sociedad. Chejov, en la cúspide
de su gloria, hablaba en sus cartas de una idea que lo atormentaba después de la publicación de
cada una de sus obras: le parecía cometer un abuso de confianza, una estafa con respecto a los
demás hombres. Este es, por lo demás, un ejemplo excepcional de sensibilidad moral. Chejov se
sentía literalmente responsable del mal, era un escritor triste, un escritor culpable. Detestaba la
injusticia tanto como otros detestan a sus enemigos. (Una vez fue con un amigo a cazar y regresó
con una liebre muerta. Chejov parecía deprimido, no habló, ni almorzó ese día y tuvo un acceso
de fiebre. Al día siguiente, con voz de ultratumba dijo a su mujer: "Dos viejos imbéciles fueron al
bosque y mataron una criatura indefensa"). Suprimirle al escritor el derecho a sentirse culpable,
ahogar en él la inquietud y la responsabilidad, es dar pruebas, para con él, de la peor
mezquindad de alma. Por desgracia estas pruebas de mezquindad se dan a menudo. La novela
más importante de Chejov es, para mí, La Sala número 6. ¿La recuerda? Es la historia de un
médico en una ciudad rusa, en una sala de hospital donde están internados tres enfermos
mentales: un intelectual sumido en una discusión con Dios y la conciencia, un empleado poseído
por la manía enfermiza de las condecoraciones y un campesino en estado semi-animal,
embarrados en sus propios excrementos. Un guardián-soldado los golpea a todos con su bastón.
Esa historia no es difícil de penetrar: La Sala número 6 es la Rusia zarista. El médico, que es
hombre honesto y preocupado, no llega a encontrar la paz; el horror de esta sala lo fascina.
Tiene largas conversaciones con el intelectual y discute con él sobre la libertad y sobre el alma y
se esfuerza por socorrer a los otros dos enfermos. Pero todo en vano. No gana más que hacerse
sospechoso, las gentes se apartan de él y la sala número 6 se le convierte en una realidad que
impone su ley; fuera de ella, lo demás pierde toda significación. En fin, sucede lo que tenía que
suceder: lo meten en el establecimiento y se convierte en el cuarto enfermo de la sala número 6 y
el celador lo apalea.
Esta es una de las metáforas más poderosas de la literatura, dentro de las metáforas
realistas. La reducción ha sido lograda aquí por los medios más ordinarios; el símbolo expresado
mediante una situación simple y concreta de la vida real. Esto es lo que me deslumbra en los
grandes escritores realistas, esta capacidad para mostrar, con naturalidad, el todo por medio de
una de sus partes, el proceso por medio del suceso, el fenómeno en el hecho. Existe un tipo de
literatura que rechaza esta capacidad como inútil y convencional. Entonces se produce un
estallido, un desgarramiento de la dimensión visible de la realidad; la imaginación normativa no
se realiza en este tipo de literatura mediante la construcción de los hechos, sino a la inversa, la
construcción imaginaria se convierte en hecho normativo. Estas dos maneras de ver la realidad
han chocado siempre, las separa desde hace largo tiempo una antipatía recíproca. En nuestro
país creo que se anuncia un conflicto agudo entre ambas. Pero no hay motivos para arrancarse
los vestidos, de desesperación. Es bueno y conveniente que así sea. Tienen derecho a la
paciencia aquellos para quienes el socialismo significa una maduración progresiva de las masas
hacia la comprensión del arte abstracto. La manera realista de ver el mundo está enraizada en el
hombre, pero no menos fuerte es la necesidad que siente de romper las fronteras de la realidad
objetiva. A la pregunta: "¿Qué significa esto?" —que es una de las cuestiones más importantes
del arte— puede contestarse construyendo una respuesta que parta de una situación histórica
concreta, o puede crearse también una sustancia que no exista más que subjetivamente. Es esta,
sin duda, una de las divisiones esenciales de la cultura: lo que está en mí debe ser expresado por
medio de lo que está fuera de mí y lo qué está fuera de mí debe ser destruido, a fin de que yo
pueda expresar lo que está en mí.
Estas dos actitudes o maneras de ver las cosas son legítimas y creadoras. Ambas
subordinan la realidad, le confieren significación moral y filosófica. Cada una destruiría de buen
grado a la otra, pero en arte hay lugar para las dos.
186
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Quizás hoy le resulte aburrido, señora. La moral, la actitud del artista, son ya entre
nosotros nociones desvalorizadas; para que suceda esto ha sido suficiente año y medio. ¿Qué
necesidad tenemos de charlar sobre estética en una época en que los mecanismos pueden
dotarse de reflejos morales y en que basta al hombre la medida de su cuello y de sus zapatos, su
dirección y la fecha de su nacimiento? Entramos en la etapa del divertimiento, de distraer la
atención. Los periódicos reclaman distracciones para el pueblo; atrás la moral. Atracciones
antes de dormir, esta es la palabra de orden de los protagonistas del laicismo. El film, la
televisión, la radio y los muñequitos. Nadie en su sano juicio podría menospreciar estos nuevos
instrumentos de acción sobre las masas. La pantalla, el altoparlante y los dibujos animados
alcanzarán a educar más a los hombres que las novelas moralizantes. Le llamo la atención,
señora, sobre el hecho de que la narración, dicho de otro modo, la novela, tenía antaño una
función puramente recreativa, a través de su moraleja sentimental. Solamente; más tarde se
introducen en el asunto la filosofía, la sicología, los estudios de costumbre y de moral.
Observamos hoy en día producirse, de cierta manera, el fenómeno a la inversa, es decir, el film
se apropia de la intriga novelesca, las ciencias exactas, de la filosofía, la sociología
contemporánea se apropia de la sicología y del estudio de las costumbres. Tres potencias se
reparten la novela. ¿Quedará, en definitiva, algo de ella?
A determinada hora de la noche, toda Verona se reúne frente a los aparatos de televisión.
Lo mismo sucede en Perusa, en Ravena, en Udine, en Padua o en Asís. Los bares, las tabernas y
los cafés se transforman, a esa hora, en hogares donde los vecinos hacen vida de familia junto al
televisor que ocupa el lugar que tenían el torno o la chimenea. Se colocan las sillas en filas; las
primeras las ocupan los niños y las abuelas, las de atrás, los padres, amigos y parientes.
Comienza así la hora de los hechizos. El patrón y los camareros del lugar se convierten en
estatuas de piedra detrás del mostrador. Si en esos momentos entra un huésped casual, se sienta
inmediatamente en la última fila de las sillas, o bien, acodado al mostrador, mira la pantalla,
como un sonámbulo. Los niños sorben helados, los viejos dormitan y las jovencitas, arrobadas,
se dejan tomar el talle por los muchachos. Lo mismo sucede en Roma, a la misma hora, en el
gran café "Doney", en la vía Vittorio Véneto, con la única diferencia, poco más o menos, de que
el público que asiste está mejor vestido. Las abuelas aquí están vestidas con estolas de pieles,
tienen los cabellos azulados y las uñas laqueadas color de plata. Pero el hechizo actúa de manera
idéntica. Millones de espectadores, durante dos o tres horas se inmovilizan delante del televisor,
en esta especie de embriaguez. Es este un estado agradable que reúne la vacuidad del
pesamiento, una concentración mental libre de todo esfuerzo y una emoción desprovista de todo
riesgo. Con solo hacer girar un botón, el fastidio se disipa y se deja de pensar en la vejez y en la
muerte. Los deseos insatisfechos y las diferencias sociales encuentran una compensación en la
pantalla móvil y cambiante del televisor, donde todo sucede para todos.
Así es como se ejerce hoy día la acción sobre las masas. El televisor es como la barraca de
feria donde el pueblo acude a ver todas las maravillas del mundo. Alrededor de esta caja y su
cristal mágico, se crean nuevas costumbres. El vulgo contemporáneo es ingenuo y confiado, se le
puede educar a condición de que no tenga conciencia de ello: la "biblia para iletrados" debe ser
accesible. Actualmente los gobiernos aprecian en su justo valor el poder y el alcance de esta
acción. El Papa se presenta por televisión, los jefes de gobierno de las grandes potencias
conceden entrevistas televisadas y los oradores de la T.V. son dictadores de la opinión. A esto
hay que añadir, señora, los millares de revistas ilustradas, los westerns, y las novelas policiales,
las emisiones, los films, los sketchs... y después pregúntese usted si la literatura, en el mundo de
hoy, es necesaria a fin de cuentas.
La Sala número 6 era leída hace cincuenta años por la inteligencia rusa; hoy, en forma de
emisión televisada o de guión cinematográfico, conmovería a la sociedad entera. El guión de La
girada es de buena literatura, el film que se realizó tiene todos los caracteres de una obra
maestra y no veo nada que lo coloque por debajo de Un corazón sencillo, de Flaubert, por
ejemplo. Ante nuestros ojos está produciéndose un fenómeno de conquista de cierto tipo de
literatura por la nueva técnica de emisión artística. Si la construcción de los hechos, el diálogo y
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

las situaciones encuentran hoy día en la pantalla un órgano de elocuencia mayor que en la letra
impresa; si una concepción filosófica se expresa con más precisión, en la ecuación de Einstein
que a través del monólogo interior del personaje novelesco; si los nuevos fenómenos socio-
sicológicos son el objeto de las investigaciones y las pruebas científicas, entonces me pregunto:
¿Qué debe ser hoy día el libro, la obra literaria escrita en prosa y publicada impresa? ¿Existe
aún, fuera del film y de la televisión, fuera de la revista y de la información sensacional, fuera de
las ciencias exactas y del análisis sociológico, un ramo donde el escritor pueda hablar sin que su
palabra implique una repetición de lo dicho en otros ramos, es decir, que pueda hablar como
personalidad soberana y autónoma y no como un auxiliar?
"Escribo hoy para veinte amigos; mis libros caen como dentro de un pozo; yo no sé quién
los lee; y no soy capaz de escribir sobre lo que no siento o tengo que decir. Tengo la sensación de
ser un maniático en harapos, pronto en la calle los chiquillos me señalarán con el dedo". Oirá,
señora, esta confidencia o una parecida en boca de más de un escritor contemporáneo, quien en
vez de ceder sabiamente ante las necesidades de las masas, se obstina en juzgar al mundo
visible.
En casa de mis amigos romanos, polacos de origen, hallé en la biblioteca algunos libros que
me son familiares, entre ellos El extranjero, de Camus. Comprimido allí entre dos novelas de
Moravia y una publicación histórica, editada en Varsovia o Cracovia y amarillenta por el tiempo.
Me recordó, de inmediato, una noche en el hotel, hace justamente diez años, cuando leí por
primera vez este libro que no es ni una novela, ni un cuento, ni un ensayo, ni un panfleto, pero
que cautiva desde las primeras páginas por la potencia simple, concentrada, del pensamiento
moral que lo informa. Se lee hasta el final, de un tirón, con el corazón oprimido. Se le vive como
un cataclismo. En esta historia de un pequeño empleado que ha matado a un árabe, hay una
intriga, hasta hay una trama sentimental, y hay filosofía y sicología, pero el sentido, la
significación de este libro brota de su forma, de una forma tremenda dentro de su subjetivismo
impersonal, de ese "yo" que es testigo y narrador de su propia catástrofe. Se podría sacar de este
libro una adaptación para el cinematógrafo o la televisión. Varios millones de espectadores
verían así el "esqueleto" de lo que es. El título, por sí solo, El extranjero, testimonia ya una
conformidad entre la manera como son vistos los problemas humanos actuales y ciertas tesis de
la sociología contemporánea. Pero el choque que provoca la lectura de estas cien páginas,
solamente puede producirlo un escritor. El hombre que quiere decir la verdad sobre sí mismo,
es un extraño para los demás hombres, no hay lazos de unión entre ellos. Los reflejos más
simples, los sentidos y la facultad de observación, eso es todo; la total verdad sobre el hombre.
El hombre es una criatura solitaria y parecida a las demás criaturas cuanto más extraña a las
mismas; condenada a su vista, a su oído y a su tacto, encerrada en su fisiología. Ningún hombre
existe socialmente hasta que no realiza un acto que pida ser juzgado socialmente. La
interioridad del hombre está libre de sentimientos morales. Solo un acto que infrinja el orden
del sistema establecido, coloca al hombre a la cruda luz de la ley. El mundo atomizado de
existencias cobardes, cuyos lazos mutuos son únicamente la vecindad, se transforma entonces
en una máquina de justicia que coloca al hombre ante la necesidad de elegir entre la mentira o la
muerte.
A través de este librito se vislumbran las peores experiencias. No se trata de genocidio, ni
de crimen político, ni de fascismo, ni de guerra; pero el mundo que presenta es un mundo
devastado y desierto, y el hombre una criatura con las entrañas bombardeadas. Camus ha
develado el gran abismo en que se hunde la humanidad, el remolino surgido en el lugar de los
conceptos y los valores en bancarrota. En El extranjero es la sociedad la que aparece
definitivamente comprometida a los ojos del hombre; es la puesta al desnudo de las normas en
vigor, al contacto con la verdad y el destino individuales. Aquí se ha dado un doloroso corte de
bisturí al separarse la falta de la justicia. El hombre que ha matado debe ser condenado, pero su
falta no tiene nada en común con el veredicto social; se juzga a otro y por otra causa. La falta
verdadera se sitúa entre los hombres, en el principio falso del ser, en la mala contextura de la
existencia. Es allí donde reside la falta. Delante de la sociedad siempre se es culpable, puesto
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

que siempre se es un extraño. Dios y el "yo" —dos desconocidos a los que el hombre tiene
acceso— se le aparecerán con el último relámpago de la guillotina, al alba, el día de la ejecución.
Alrededor de diez años más tarde, Camus aplicó su método hasta las últimas
consecuencias: escribió La Caída. En este libro nadie mata a nadie. Una muchacha se tira al río
desde un puente y alguien que pasa oye el zambullido y el ruido del agua que se cierra sobre el
cuerpo... y no se detiene. Aquí nadie será condenado, aunque se ha cometido un crimen. Pero en
el curso de esta breve escena, de nuevo el cuchillo está contra él. La verdadera falta se comete
fuera del alcance de las leyes, cada uno de nosotros es un asesino sin desenmascarar, la vida del
hombre contemporáneo está separada del crimen por un delgado y frágil muro.
Estos dos pequeños volúmenes contienen, como máximo, doscientas páginas
dactilografiadas. En ellas, señora, encontrará, igualmente, algo de sus pensamientos y
sentimientos, frutos de veinte años de nuestra vida, aunque algunos recuerdos son ya, hoy día,
desagradables.
Tenemos un don para el olvido verdaderamente humano y el recuerdo de nuestros propios
fracasos se disipa en nosotros al primer soplo. Pero el tiempo que recrea el escritor tiene estas
particularidad singular: que todo dura simultáneamente en él y que, de todas las cuestiones del
pasado, crea un presente ininterrumpido. Quizás es en esto en lo que resida su fuerza y su
frustración, es ahí donde se sitúa su moralidad.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

LESZEK KOLAKOWSKI
[1927]

Es uno de los filósofos marxistas más destacados y audaces de la nueva generación. Ha


contribuido de manera notable para que la juventud se desprenda de falsos mitos y
combata directamente ciertas fáciles generalizaciones y vulgaridades filosóficas. Ha
estudiado en especial el pensamiento religioso y su influencia sobre los postulados marxistas,
especialmente sobre la praxis marxista. La mayor parte de su obra está integrada por
estudios de tipo filosófico: Sobre Carlos Marx y la definición clásica de la verdad; El
individuo y el infinito; Responsabilidad e historia. Es autor de un extraordinario y combativo
panfleto filosófico: El sacerdote y el bufón. En los últimos años ha hecho incursiones cada
vez más frecuentes en la literatura. Sus relatos están comprendidos en tres libros: Trece
cuentos del reino de Lalonia para niños y adultos, 1963; La llave azul, cuentos edificantes
sobre la historia sagrada para enseñanza y advertencia, 1964 y Conversaciones con el diablo,
1965.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

LESZEK KOLAKOWSKI:
RAHAB, O DE LA SOLEDAD VERDADERA Y LA FICTICIA

El libro de Josué refiere una conocida historia de espionaje, música, costumbres y


matanza que tuvo por escenario la ciudad de Jericó. Josué recibió la promesa de Dios de
que se apoderaría de dicha ciudad y también de otras tierras. Pero, sin que se sepa por qué,
no se conformó con esa promesa. A pesar de que le esperaba una victoria segura, envió
antes de iniciar el sitio de la ciudad, por si acaso, a dos espías provistos, como es de uso en
tales casos, de una gruesa suma de dinero local. Se trataba de muchachos jóvenes,
perspicaces, aunque un tanto aturdidos. Apenas llegados a la ciudad, decidieron probar las
diversas delicias que la civilización ofrecía y de las que tanto habían carecido en el ejército.
Como tenían en los bolsillos bastante dinero, se dedicaron aquella noche a hacer un
recorrido por las calles, en busca de casas con faroles rojos. Había varias en aquella ciudad,
célebre por su alto nivel cultural. Rápidamente hallaron lo que buscaban, y guiados por un
instinto sobrenatural llegaron a casa de una dama llamada Rahab. Era una persona de
conducta muy dudosa que se ganaba precisamente la vida con la venta de sus encantos. Por
desgracia, éstos habían mermado desde hacía largo tiempo, y la corpulenta Rahab, mujer
ya entrada en años, trabajaba a una tarifa reducida para una clientela más que pobre,
con lo que sus ingresos eran cada vez menores. Pero nuestros dos muchachos, después de las
fatigas del cuartel, no eran muy exigentes, y la ya decrépita hetaira les produjo buena
impresión. Así, después de haber saciado la primera sed, sintieron la necesidad de darse
importancia y revelaron su misión de espionaje. Cuando lo advirtieron ya era tarde. Rahab
los tenía en sus manos. Imploraron piedad, pero las personas dedicadas a esa profesión,
raramente reciben piedad de los demás y por lo tanto no suelen derrocharla con el prójimo.
Rahab pensó rápidamente: "Es casi seguro que la ciudad será conquistada por el enemigo,
ya que tiene a Dios por aliado. Esta es la premisa. Ahora la alternativa: Si denuncio a los
espías a la policía mereceré el reconocimiento del príncipe y demostraré mi fidelidad a la
ciudad, pero con ello preparo mi perdición después de la entrada del enemigo. Puedo
esconderlos en mi casa y exigir la protección de los ocupantes, aunque hasta su llegada
arriesgue la vida. Es cierto que al ocultar a un enemigo traiciono a la ciudad y al
príncipe, pero puedo excluir tales escrúpulos: no tengo ninguna deuda con mi ciudad
natal que siempre me ha escupido en la cara y que aun en el caso de salvarse, me dejará
morir de hambre dentro de unos años. Además vivo aquí completamente sola, como en una
ciudad desierta. Dejando, pues, a un lado las ilusiones de los moralistas, debo elegir:
exponerme a una posible muerte en las próximas semanas o a una muerte segura después
de la conquista de la ciudad. No se trata de una elección fácil, porque la muerte segura
tiene la ventaja de poder retrasarse, mientras que a la muerte posible me expongo desde
ahora. Entre el mal presente incierto y el mal futuro cierto puede hacerse una elección
racional. Elijo a ojos cerrados: salvaré a los espías. Unas cuantas semanas de zozobra, y
después, ¡qué vida! Pieles, joyas, golosinas todos los días, ópera por las noches, y, tal vez,
hasta logre que uno de sus jefes me tome por esposa. Aún estoy demasiado bien para esos
bárbaros."
Después de estas deliberaciones, Rahab concluyó un convenio con los espías: los
escondería y luego les facilitaría la huida a cambio de su seguridad y la de su familia para
cuando las tropas de Josué hubiesen conquistado la ciudad. Se establecieron las cláusulas
del convenio. De esta manera dio fin la parte de espionaje y costumbres de la historia.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Luego tuvo inicio la parte musical. El plan de asedio a la ciudad fue minuciosamente
establecido por Dios, y Josué lo siguió al pie de la letra. En vez de emplear los recursos
bélicos normales para sitiar la ciudad, organizó una orquesta de instrumentos de aire,
compuesta sólo por sacerdotes, a quienes ordenó marchar alrededor de las murallas y tocar
marchas militares; detrás se llevaba el Arca de la Alianza y al frente avanzaban las tropas.
Los sacerdotes tocaron las trompetas durante una semana, ebrios de fatiga; la mayoría
enfermó de enfisema pulmonar, pues también los sacerdotes son seres humanos. En cuanto
a los soldados, pronto empezaron a murmurar que su jefe los ponía en ridículo. Los
habitantes de Jericó, desde lo alto de los muros, se reían de sus enemigos, pensando que se
habían vuelto locos. El séptimo día la orquesta trompeteó con todas sus fuerzas, al grado
que a los músicos se les desorbitaron los ojos, a la vez que el ejército, a una orden, gritó tan
estruendosamente, que las murallas de la ciudad se derrumbaron, hechas polvo.
Y ahora empieza la parte de la matanza. Los guerreros, por orden de Dios,
irrumpieron en la ciudad y degollaron, según relatan las Sagradas Escrituras, "a hombres,
mujeres, niños y ancianos, bueyes, corderos y asnos". Los sacerdotes se llevaron los tesoros, y
toda la ciudad fue incendiada, salvo una casa, la de Rahab. El ejército cumplió la palabra
dada a la mujer galante, salvando su casa, muebles y familiares. Algunos oficiales atentaron
a su honor, pero Rahab se quejó ante el Estado Mayor y obtuvo una indemnización.
Luego todo el ejército se retiró y Rahab no pudo sino echarse al suelo y llorar.
Quedaba en una ciudad desierta, en la única casa en pie, entre ruinas, cadáveres y polvo, y
el olor del incendio. Sola, sin amigos, protección ni clientes. No hubo pieles, ni joyas, ni
golosinas, ni ópera, ni marido militar. No quedaba nada, sólo una vida solitaria y estéril
en el desierto. Y ése fue el fin.
Hay algo en esta historia que incita a la reflexión: prácticamente, es imposible que
unas murallas puedan haberse derrumbado por efecto de unos gritos y el sonido de siete
trompetas. Así, pues, es evidente que se trató de algo relacionado con un milagro. Pero
ya que Dios, de cualquier manera, iba a efectuar el milagro, ¿por qué ordenó a todo un
ejército que se agotara e hiciese el payaso durante una semana, y a los sacerdotes no sólo les
arruinó la salud, sino también su autoridad ante el pueblo? Pues, ¿quién podría respetar
después a los sacerdotes de una orquesta de viento? ¿Por qué? Yo encuentro dos
explicaciones posibles: o bien Dios adora las marchas militares y quiso escucharlas hasta la
saciedad, o bien no se trataba sino de un acte gratuit, una broma surrealista en detrimento
de sus criaturas. En este segundo caso, hubiera dado pruebas de un excelente buen humor.
Pero, conociendo su carácter, yo optaría más bien por la primera suposición.
Desgraciadamente... ¡tales gustos para tan enormes posibilidades! Y realmente todo lo
hizo con el fin de escuchar el mayor número de marchas militares, sin haberse saciado
hasta el momento.
He aquí algunas moralejas que arroja esta historia:
En primer lugar: la situación de Rahab. Para salvar la cabeza en un conflicto grave
no basta con dedicarse a la prostitución en el sentido físico.
En segundo lugar: la situación de los espías. La mano de la providencia puede llevar al
hombre a los lugares más diversos, pero en ello se esconde siempre un fin importante para
el bien de la humanidad.
En tercer lugar: la situación de Rahab. No proclamemos a la ligera que nos hallamos
"solos entre una multitud"; cuando estemos verdaderamente solos comprenderemos la
diferencia.
En cuarto lugar: la situación general. Trompeteemos, trompeteemos: puede ser que
ocurra el milagro.

192
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

KORNEL FILIPOWICZ:
LA CRUCECITA DE ORO

Lo que me contó durante las tres noches que pasamos juntos en los camastros, en la peor
de las barracas, donde me encontraba desde hacía dos meses por ponerle "cara despreciativa" al
encargado anterior, en ocasión de una distribución general de bofetadas; lo que me contó, digo,
tenía más peso que su figura, que él levantaba con una tensión increíble de los músculos de la
cara hasta aquel camastro demasiado alto ya para sus fuerzas. El había llegado de cierta brigada
de trabajo, cuyo jefe no solía matar con su propia mano, pero se preocupaba mucho por la
prestancia y arrastre de su columna, zafándose rápidamente de todo individuo de cuello
delicado y mirada turbia.
A pesar del trabajo pesado de cargar barras de hierro y de las sopas de col aguadas, ya
había alcanzado cierto grado de equilibrio sicomuscular, arduo de lograr en la lucha con la
imaginación, que alimenta gratis al hambriento con imágenes de mesas donde abundan grandes
hogazas en rebanadas y embutidos recién ahumados. En realidad, los servicios de la
imaginación no son del todo desinteresados: el colorido, la forma, el aroma y el placer de
masticar esas sustancias inmateriales las paga el cuerpo y nuestro propio organismo nos va
devorando, pues algo sabe abrirse paso desde el interior hacia los músculos y los huesos.
Cuando hacemos un trabajo duro, no se pueden administrar así las fuerzas. Llegué a la
conclusión de que desplazarse por los recuerdos de la juventud constituía un esfuerzo poco
costoso. Y así, antes de dormirme, paseaba frecuentemente por calles y senderos de quince años
atrás, conciliando el sueño con el paisaje alegre de aquellos días.
Mi nuevo vecino, que conocía de otra barraca donde había estado meses antes, se había
hundido en una licantropía lúgubre, propia de los campos de concentración. Se rascaba las
axilas, vestía una camisa sucia que ya no tenía la fuerza de lavar y no se bañaba. Me causaba la
repugnancia que despierta en todo prisionero el horror a esa decadencia que lenta pero
inexorablemente conduce a la muerte. Era el temor de contraer la más terrible de las
enfermedades: el abandono síquico, engañarse uno mismo con algún falso ahorro de energía,
dejar en algún pliegue oscuro esos dos minutos en que nos aseamos o nos echamos a descansar
al precio de no lavar la camisa. Conocía yo esos éxitos fugaces que con facilidad satisfacen a un
hombre matririzado, proporcionándole una alegría inmediata, mientras el futuro es tan incierto

193
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

que no sabemos qué ocurrirá el próximo segundo, para no mencionar siquiera lo que pasaría al
cabo de una semana o un mes.
Al principio, la muerte se acercaba imperceptible como un asesino agazapado detrás de un
seto al borde del camino. Quien no se diera cuenta de que el peligro acechaba allí, donde era
más difícil percibirlo, iba, paso a paso, a su encuentro. Era demasiado tarde para escapar a la
muerte cuando, de pronto, la teníamos delante, y en derredor se elevaban muros verticales, lisos
y despiadados, surgidos de los momentos de descuido, de todas las renuncias, compromisos,
intentos de engañarnos con escapadas rápidas, de todos los tropiezos y debilidades síquicas.
¡Cuántas formas de vencer la cautividad! Solo un prisionero es capaz de descubrir tantas
vías para llegar a dominar su destino, despreciándolo. Ninguno de los vencedores, al arrebatarle
la libertad al derrotado, vive una satisfacción tan grande como el prisionero consciente de que él
es a quien se quita la libertad y no el que quita la libertad a otro. Quizás a un hombre libre este
sentimiento le parezca una compensación bien pobre por la libertad perdida, pero el valor de los
sentimientos se mide por su fuerza. Qué puede ser más fuerte que las emociones de un
prisionero, de una intensidad semejante a una conmoción o al derribamiento de los muros y
alambres que lo aislan del mundo.
Después de tomar el café, acostumbraba echarme vestido a esperar ese cuarto de hora,
después de dar las siete, cuando los ingleses, con enervante regularidad, pese a los cálculos
cabalísticos de los alemanes, volaban sobre Hanover y Braunschweig. En nuestro campo de
concentración, situado en el Recinto de una fábrica de aviones, la alarma constituía el último
complemento de nuestra desdicha, reduciendo la noche, ya bastante corta, a dos o tres horas de
sueño. A partir de las siete, resonaba con algunas horas de intervalo, durante toda la noche,
arrancándonos dolorosamente el sueño como se tira de una gasa aplicada sobre una herida.
Pero aquel día no sonó la alarma. En un lugar de la barraca un altoparlante anunció: "...ninguna
unidad enemiga se encuentra sobre el territorio del Reich". La expectación por el nuevo ritmo de
los vuelos, modificado inesperadamente por los aliados, y el "nuevo horario" (como lo
llamábamos), que no podíamos calcular, era cien veces más irritante que los más fuertes
bombardeos. Estábamos preparados por si se producían en los períodos previstos. Pero, a partir
de aquel instante, podían ocurrir en cualquier momento.
Cuando mi vecino rompió el silencio, yo estaba echado de espaldas, con los ojos perdidos
en el techo. Alrededor resonaba una mezcla de lenguas, extraña e incomprensible por
momentos, pero que durante períodos de total abstracción mental, nos resultaba familiar
porque tenían la musicalidad de la nuestra. Incomprensible, en fin, porque no queríamos
comprenderla. (La entonación aguda de los franceses parecía a veces conocida, evocando
emociones pasadas mientras el letón y el húngaro casi llegaban a remover viejas reminiscencias
idiomáticas).
Tiene que haberme estado observando desde hacía rato, pues al volverme tropecé con su
mirada iluminada por alguna intención. Me preguntó si alternaba con los alemanes y qué
opinaba de su carácter. No tenía deseo de seguir conversando. Le contesté que para mí el
alemán medio era una mezcla muy primitiva de reflejos y que me parecía saber siempre lo que
podía esperarse de ellos. Evidentemente presintió en mi voz cierto rechazo del tema, porque se
calló un rato. Pensé en muchas cosas hasta que, como obedeciendo un mandato de mi
conciencia, volví al tema para verificarlo en todas sus ramificaciones. Entonces atravesó mi
memoria un cortejo de alemanes a quienes había conocido desde mi juventud y cada uno de
ellos me dejó un gustillo amargo, como si fueran unos extraños para mí. Sin ponerme a indagar
si esta sensación provenía de viejas emociones o de mi odio reciente por los alemanes, repetí en
alta voz la expresión de un prisionero ruso que se había hecho popular en el campo de
concentración: "Los alemanes no son gente".
Luego de un largo silencio, preguntó otra vez con una empecinada independencia en la
voz, como quien no se da por vencido en sus convicciones, si conocía Pomerania, si conocía esas
pequeñas ciudades llenas del verdor de los parques y jardines públicos, del azul de los lagos, con
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

iglesias de ladrillo rojo, calles y plazoletas barridas a diario. Casi por sorpresa, y como conducido
por la mano, atravesé un puente tendido sobre una esclusa —por unos escalones, sobre un canal,
por una acera negra cubierta de escorias, hasta llegar a una casita en cuya planta baja había una
panadería— y en una ventana del pisito alto divisé a un muchacho de doce años que quizá
pegaba sellos en un álbum o desparramaba la pólvora de un cartucho. Lo observaba, desde la
ventana de la casa de enfrente, otro muchacho de la misma edad, privado de sus juguetes y
condenado a arresto domiciliario por dos semanas. Y era en julio, en la temporada de pesca, de
las excursiones al bosque de pinos, de las guerras en la calle de las Rosas y de las inverosímiles
experiencias junto al canal.
En la puerta del negocito de artículos de hierro estaba parado el viejo Reiser, listo a agarrar
por el cuello a su hijo y abofetearlo si intentaba escapar al descampado. De ser posible, hubiera
preferido golpear en la cara al viejo Loboda, como si no hubiera sido su propio hijo el que robara
aquella crucecita de oro de casa de los Loboda. Algunos días antes, en el instante de cerrar los
dos sus respectivos negocios, Loboda había atravesado la calle desde su panadería y adquirido a
tiempo dos piezas para el cerrojo de la puerta, invitándolo después a beber cerveza. Allá Reiser
se había enterado de que su hijo era un ladrón. Reiser debía comprender que lo que había
ocurrido era lo mejor, porque es insoportable vivir en una casa cuando se sospecha de todos. La
sirvienta, el mozo de la panadería, hasta su propio hijo podría ser el culpable. Los dos viejos
sabían perfectamente que a esa edad uno hace esas cosas de puro tonto que es.
Si no fuera porque en la guerra entre la calle Costanero y la de las Rosas, el pequeño
Loboda, cercado entre las matas de acacias, fue hecho prisionero, tal vez el asunto de la
crucecita de oro no se hubiera descubierto. Con la cara llena de rasguños, debatiéndose, lo
encerraron en el depósito de la leña, junto al canal y, como correspondía a los vencedores que
tienen pundonor, encargaron a la enfermera Isabel, que tenía diez años, la cura de las heridas
con hojas de llantén frías. El pequeño Loboda, ahogándose de vergüenza, estaba echado con los
párpados apretados; a su lado, arrodillada, Esabelita, le limpiaba la cara con su pañuelo. Pero el
pequeñín no es solo un caballero que se ha dejado atrapar, no tolera tanto tiempo su papel. Es
un poco Winnetou y Holmes. Entorna los párpados y mira de reojo la puerta entre sus pestañas
temblorosas, luego vuelve la cabeza poco a poco y ve justo sobre su nariz la crucecita de oro que
se balancea en una cadenita del cuello de Isabel. Abre los ojos y pregunta con indiferencia: —
¿De dónde sacaste esa crucecita? Isabel, dice: —Me la dio Kurt—. Loboda se pone de pie, limpia
su blusa manchada de tierra y dice: —Ya tengo que irme a casa —al llegar a la puerta agrega
dirigiéndose a Kurt, quien con un fusil de madera vigila la cárcel: — Kurt, he visto la crucecita de
oro colgada del cuello de Isabel—. Y Kurt lo amenaza: —¡No se lo vas a decir a nadie!—. Y
Loboda replica: —Ya lo creo que lo diré; ¿por qué Pablo, Félix y Margarita han de ser ladrones?
Se aleja sintiendo a sus espaldas una mirada que quema como el carbón. Se detiene, se
vuelve como puede hacerlo solamente un muchacho de doce años, desgarrado por grandes
experiencias. Da varios pasos atrás y ofrece una oportunidad de amigo al muchacho del fusil: —
Kurt, quítale la crucecita a Isabel, será una broma y en casa pensarán que apareció,
simplemente—. Pero Kurt no responde. Sigue parado con el fusil en la mano, como si con él
defendiera el acceso a su carácter, extraño e indescifrable. El pequeño Loboda se marcha,
arrastrando los pies, pues a esa edad las emociones sacuden hasta la última célula del cuerpo.
Este mismo Loboda, asignado ahora a la compañía de los castigados, corta troncos en el
bosque de pinos, más allá de las alambradas, y en un momento dado advierte que uno de los
guardias que vigilan el grupo es Kurt. Cuando la columna se detiene en el portón del campo y el
kapo pasa lista junto a la cabaña, Kurt sale de la barraca de los SS, poniendo lentamente los
cartuchos en su fusil.
El mismo Kurt de la calle Costanera, alto, con el cuello sembrado de granitos como antes.
Sin mirar a los prisioneros, monta en su bicicleta y grita con esa voz que a Loboda le es tan
conocida, solo que un poco enronquecida: —¡A paso ligero, marchen!

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Hoy Loboda no es capaz de emocionarse; tal vez el corazón le lata con más rapidez, pero
corriendo no lo nota mucho. En el bosque, Kurt enciende un cigarrillo y, apoyado en un árbol,
piensa en su Isabel, de Prusia Oriental, de la pequeña ciudad junto al río y al canal. De pronto se
le enrojece la frente y, en la figura a rayas que se echa hacia atrás a cada golpe de pico, reconoce
a Loboda, el de la calle Costanera. Grita: —Vamos, circulen. Tú, allá, ya estás balanceando—. Se
acerca a él con un bastón roto y poniéndose de espaldas al prisionero de al lado, murmura a
Loboda en polaco —en aquel dialecto infantil de la ciudad bilingüe— sin sacarse el cigarrillo de
la boca: —Oye, tú, estaré de servicio en esta columna solo dos días. A tres kilómetros de aquí
están las barracas de los trabajadores civiles; ayer, como habrás oído, fueron bombardeadas.
Hay bastantes cadáveres y ropa. Todavía no han podido contar a toda la gente. Puedes escapar.
Ten la seguridad de que no se lo diré a nadie. (Aludía con estas palabras al episodio de la
crucecita de oro). Y en alemán agregó: —Palabra de honor—. Fue un murmullo, con el tono
tentador de la voz de la infancia.
—Siento —dice Loboda poniéndose de espaldas— que estoy en el momento crítico de mi
vida. Depende de lo que decida. El pasado influirá sobre el porvenir. No me gustan los
recuerdos; nunca me serví de ellos. Pero ahora han adquirido para mí un peso tan real, como
todo lo que me rodea, tal vez aún mayor. Me esfuerzo por ver a Kurt sobre el fondo de nuestra
infancia en el cuarto año de la escuela a la que asistíamos juntos, porque después se marchó a
Królewiec, donde tenía parientes, a seguir sus estudios. Y por todas partes veo su cara con
granitos que se enrojecen sobre la parte alta de la nariz, con los cabellos en forma de cepillo,
exactos a los de su padre. Y no puedo averiguar nada aunque sé perfectamente que cada vez que
nos dijo cuando jugábamos: "Traeré el herraje para el trineo; la estaca para la carpa; moleré a
palos al que nos desató la canoa, palabra de honor" —podíamos estar seguros de él.
Al llegar a este punto de su relato, cesa de golpe el ruido de la conversación a nuestro
alrededor, como si la hubiesen cortado con un cuchillo y desde el cuarto contiguo, que llaman
comedor, oímos las conocidas palabras:
"Unidades aéreas en dirección a Hanover y Braunschweig..." y por todos lados comienzan a
oírse los aullidos de las sirenas como perros que fueran transmitiéndose unos a otros quién sabe
qué cósmica inquietud en una negra noche de invierno. Salí corriendo. Lo perdí en el torbellino
de formas humanas con frazadas en la cabeza que se llamaban unas a otras en muchas lenguas,
en medio de las tinieblas, "¡Pierre!", "¡Lonka!", "¡Sasha!", "¡Staszek!", "¡Marian!". Alrededor, el,
cielo estaba cubierto por las uvas de los cohetes, rojas, blancas, verdes. Los ingleses habían
modificado el horario y el recorrido, el estruendo sordo de las bombas llegaba ahora de todas
partes. Los aviones aullaban en la profundidad del cielo, entre las estrellas, y a la luz de los
reflectores, no eran mayores que las estrellas.
Esa noche nos despertaron dos veces más. Por la mañana, a la hora del desayuno —
comíamos de pie entre las mesas— no lo vi. Seguramente había desayunado en el primer turno.
Tenía que decidir algo, ver de algún modo —así había dicho —a ese Kurt. En la revista de la
mañana, me había sonreído desde el extremo opuesto de nuestra columna e inclusive se había
enderezado la gorra para dar una expresión de fantasía a su cara torturada. Fue la última vez.
Durante el día pensé en él varias veces, en los momentos de trabajo menos pesado, cuando el
esfuerzo muscular no inmoviliza por completo la actividad de la mente. Veía en primer término
la silueta de los tiempos de la niñez, ese muchacho que era el héroe de su relato y que se parecía
tan poco al Loboda actual. Como si ese Loboda de rostro enflaquecido y martirizado, que se
balanceaba sobre los pies como un viejo —a los veinte y tantos años— hubiera sido un ser sin
pasado ni porvenir. La imaginación me negaba toda ligazón entre él y aquel ligero personaje de
hacía algo más de diez años. Por otra parte, nos habíamos acostumbrado en el campo de
concentración a que el pasado apenas tuviese el valor de una emoción. Estábamos tan
perfectamente aislados del exterior, tan privados de todo nexo material, que el hecho que éste o
aquel, cuando era libre, hubiera sido feliz o desdichado, un hombre mimado por el destino, un
activista valiente o un combatiente heroico, no tenía significación alguna. Uno oía tantas

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

historias inverosímiles que la franqueza abierta de una confesión era tan válida como las
invenciones efectistas de los mentirosos y charlatanes profesionales.
Raros eran los casos en que el pasado podía pesar de algún modo sobre la suerte de un
hombre encerrado en un campo de concentración. Nadie esperaba y nadie confiaba —en
la,medida en que la tomaba en cuenta— en la salvación antes de finalizar la guerra. El caso de
Loboda era algo más que una oportunidad, era una suerte "cabalística". ¡Con cuánto placer la
gente utilizaba el término "oportunidad" en el campo de concentración para señalar esos puntos
felices en el tiempo y en el espacio, en lo que había que afincarse para ganar alguna mejora, por
pequeña que fuera!
Me puse a pensar, entrando por momentos en el terreno de los sueños, en cuál sería mi
conducta de estar en el lugar de Loboda. Era la época en que la unidad interna de Alemania se
desmoronaba; y en tales condiciones la proposición de Kurt, amigo de la infancia, aparte de
cierto aspecto asombroso, tenía también perspectivas reales de éxito. Las barracas de los
trabajadores civiles, dependencia del aeropuerto, ya habían sido bombardeadas dos veces y,
según las noticias llegadas del otro lado de las alambradas, entre el personal obrero imperaba
una total desorganización. Salvo la advertencia delicada e indefinida de mi intuición (que podía
ser igualmente falsa o exacta, como todas las señales provenientes de esa facultad), no dudé ni
por un momento de que Kurt cumpliría con su palabra y no informaría a las autoridades de la
huida proyectada. La mayor dificultad no la veía en el momento de la huida, sino cómo
mantenerse después de una libertad una jaula. Decidí que cuando viera a Loboda la próxima vez
no lo disuadiría de nada, en el espíritu del principio acatado en el campo de concentración,
según el cual el consejo más inteligente es: "Haz lo que quieras para que después no lo
lamentes...". Si él se decidía por sí mismo a escapar, habría que ayudarlo a conseguir por lo
menos un pantalón normal para que se lo pusiera debajo del de rayas que usan los prisioneros.
Decidí asimismo preguntarle si había pensado en todas las eventualidades a partir del momento
en que dejaría de ser un prisionero para convertirse en un hombre perseguido. No contaba
demasiado con que de algún modo terminaría por arreglarse todo, con la improvisación en las
situaciones que se presentarían.
Por fin llegué, aquel día como tantos otros, al pase de lista de la noche, esa última tortura
previa al descanso de la jornada. ¡Cómo deseábamos todos que pasaran lista lo más rápido
posible, sin tenernos de pie varias horas esperando, repitiendo órdenes! Después del pase,
comenzaba nuestra vida personal, sin el peso de las órdenes y del esfuerzo sin límites. Era una
tranquilidad anhelada, donde hasta la más mínima insignificancia tenía para nosotros un valor
especial. Si durante el día se captaba un pensamiento feliz, uno lo reservaba para la noche, para
saborearlo mejor.
Ese día, sin embargo, no se preparaba el pase de lista nocturno. Las columnas, que habían
ido a limpiar los escombros, tenían trabajo después del último bombardeo y se retrasaron una
hora. Un rato más tarde, cuando regresaron todas las brigadas de trabajo, menos la sección
donde estaba destacado Loboda, empecé a inquietarme.
Yo estaba como sobre ascuas, tratando de suprimir la impresión insoportable de que todos
me miraban. A medida que se prolongaba la espera, fue apoderándose de mí el convencimiento
de que algo había ocurrido que retardaba el pase de lista y que Loboda tenia la culpa.
Por fin, al cabo de una hora más o menos, llegó del lado del portón el ruido acompasado de
los suecos y la voz del hombre del SS que los acompañaba en bicicleta: "Izquierda, izquierda,
dos, tres, cuatro". Seguramente los habían castigado con una hora de ejercicios porque se
balanceaban como borrachos. Cuando dieron la orden de romper fila, uno de ellos cayó entre los
que estábamos formados de cinco en cinco. Murmuré:
—¿Qué pasó?
—Loboda —contestó sin aliento.
—¿Qué pasó con Loboda?

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Pues se escapó y lo mató de un tiro ese SS granujiento, Kurt. Loboda estaba cortando
unas raíces bastante lejos de nosotros, inclusive ninguno de nosotros notó que se había alejado.
De pronto, al oír el crujido de una rama, levanto los ojos. Miro. Kurt parte unas ramitas de un
arbusto y apoya el fusil en una horquetilla. Pensé que estaba apuntando a un árbol porque ni
siquiera grito "Halt". Disparó tras apuntar con calma y nos dijo, como se dice al perro en una
cacería: "Tráiganlo". Recibió, la bala en la espalda, exactamente en el centro de la cruz que
llevaba cosida en la blusa. No movió ni una pierna.
Estuve dos semanas encerrado en una celda estrecha, pues el reglamento del campo
estipulaba que el vecino de Loboda debía estar al corriente de sus intenciones. Quedé liberado
de las consecuencias ulteriores porque Loboda había permanecido tan poco tiempo en nuestra
barraca que no era probable un entendimiento entre nosotros; también porque Loboda ya
estaba muerto y yo no tenía deseos de contestar. Sufría, no por la sopa aguada que recibía, ni
por dormir sobre el cemento, sino porque me reprochaba que debí saber cómo se comportaría
Kurt con Loboda.
La desaparición de un hombre en un campo de concentración no deja mayor huella que
una piedra lanzada al agua profunda. El aire se cierra sobre él tan perfectamente como la blanda
superficie del agua. De vuelta a la barraca, al subir con dificultad a mi camastro, vi en el de al
lado a un nuevo residente. Estaba echado de espaldas, con la mirada clavada en las vigas del
techo, absorto en sus pensamientos.
La muerte de Loboda, compañero casual, hombre común, débil y sencillo, me enseñó sin
embargo una extraña verdad: que el ser humano a menudo solo adquiere derecho a ser real al
morir.
Como esos seres del período cretáceo que solo tras extinguirse dejan su forma exterior
impresa en los materiales que los rodearon.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

JANUSZ KRASINSKI:
LA QUEJA

Nunca en mi vida me ha tocado la desgracia de escribir solicitud o petición de ninguna


clase, ni a un abogado, ni a un tribunal, ni a usted, Señor Presidente, ni a mi propio padre para
que me mandara un paquete de tabaco y algunas cebollas para curarme, porque el médico de la
cárcel me ha dicho que sufro de avitaminosis y eso es lo que me ha aflojado los dientes y que las
cebollas son buenas para curar eso, y el tabaco, bueno, ya usted sabe. Bien, como le decía, nunca
me había tocado esta desgracia y si ahora me toca es solamente porque se ha cometido aquí
conmigo una injusticia inaguantable, que es como para poner el grito en el cielo. Y aquí va como
fue todo, Señor Presidente. Nací el 5 de julio de 1928 en el pueblo de Klepakowka, que está entre
unos bosques, que cuando uno entra en ellos a veces no sabe cómo demonios va a salir. En mi
cabaña yo vivía y labraba la tierra con mis padres para que tuvieran una vejez tranquila y poder
comprar un caballo más joven, porque el alazán ya está en pobre que el día menos pensado
estira la pata. Pues, la cabaña se encuentra lejos del pueblo y rodeada de bosques, como le dije.
Lo que quiero contarle, Señor Presidente del Estado, sucedió un día al anochecer. Salgo de la
cabaña para dar de comer al perro, porque mamá se había olvidado de hacerlo y el pobre no
comía nada desde la madrugada, miro hacia el camino y ¿qué veo?, se acercaba nuestro ejército;
venían como veinte y traían a dos en camillas que después resultó que estaban muertos. Se
acercaba una tormenta y en el camino se levantó una polvareda tremenda, así que apuraron el
paso y antes que cayera el agua, ya estaban en nuestra pequeña granja. Unos se refugiaron en el
granero y los demás y el jefe se metieron en casa. A los muertos los dejaron en el zaguán. Mi
padre tomaba su sopa, pues acababa de volver del campo, pero al ver que eran los hombres de
nuestro ejército soltó la cuchara y les pidió que tomaran asiento. Después que lo hicieron, el jefe
le dijo a papá: "Mire, viejo, necesitamos dos ataúdes y tal vez usted tenga algunos hechos ya...
guardados por ahí". Pero nosotros no teníamos ningún ataúd ni nada por el estilo y mi padre le
contestó eso, pero le dijo que en cambio podría darles un cubo de leche fresca, que eso sí
teníamos. Ellos aceptaron la leche, pero dijo el jefe que los ataúdes también les hacían falta.
Entonces mi padre le aconsejó que mandara por ellos a la villa, pues allí vive un carpintero que
debe tener esa clase de mercancía, a lo que contestó el hombre que hasta allí no llegaba su
jurisdicción. Y en ese dime que te diré resultó que los iría a buscar yo mismo. Enganché rápido
el alazán al carro y eché a corrrer con el penco hasta la villa, aunque llovía a cántaros. Mi padre
salió a gritarme que no volviera hasta la mañana, porque Dios sabe qué podía pasar en una
noche como esta, pero yo pensé para mí: ¿cómo no voy a traer pronto esos ataúdes para unos
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

valientes soldados que han dado su vida por la patria, que es como yo he pensado morir alguna
vez? Y le soné un fuerte latigazo al alazán, a pesar de que está viejo y cojo de una pata. El
carpintero estaba durmiendo y la emprendí a golpes con una piedra contra el postigo. Abrió la
puerta tanto más cuanto que venía a cumplir un deber cristiano con el ejército nacional, como le
dije. Me mostró en seguida cinco cajas para muertos, de las que yo escogí dos: una con adornos
dorados en los cantos y otra con una bella cruz plateada; no se crea que era pintada sino bien
hecha y clavada con unos clavos que parecían de oro puro. El carpintero quería meterme a la
fuerza otro ataúd más, que también me había gustado, pero no quise llevármelo y creo que hice
mal... Metí aquellos dos en el carro, pagué el precio de ley a su dueño y allí mismo voltié de
regreso. La lluvia había parado; solo en vuelta del bosque se oían a lo lejos los truenos como
gruñidos de perro al que le quieren quitar un hueso. Las ruedas venían tirando el fango encima
del carro y yo sentía mucha pena por los ataúdes de aquellos valientes, pues pensé en la
vergüenza que sería que a mí me pusieran dentro de un ataúd embarrado. Dejaba atrás las
últimas casitas de la villa mientras rogaba a Dios que no lloviera más para que la cruz no fuera a
oxidarse, cuando, de pronto, vuelvo a toparme con nuestro ejército; esta vez, en un camión de
esos largos, que no tienen ruedas sino que andan como los tanques o los tractores. También me
habían visto y uno, el que parecía más viejo, me preguntó: ¿no has visto una banda de maleantes
por estos alrededores? Yo no. ¿Y esos ataúdes? Bueno, yo les dije que eran para unos soldados
nuestros que habían caído como valientes y que estaban en casa y mi padre les había ofrecido un
cubo de leche fresca. El más viejo habló a los demás y oí que les decía que debía ser el
destacamento que se les había perdido y no habían tenido telégrafo con él. Sobre la leche dijeron
entonces que también les gustaría que les diéramos otro cubo para ellos y yo que como no, que
con mucha honra; entonces preguntaron cuál era el rumbo para ir a mi casa y no bien les había
indicado, los vi coger por el bosque. Yo también me di prisa, porque me acordé de lo tacaño que
es mi padre para desprenderse de otro cubo de leche. Pero yo tenía un caballo y entonces llegué
a mi casa una hora después. Ahora, ¿qué se imagina usted que vi? En la era estaba plantado
aquel camión y al lado hay como diez muertos tirados en fila, entre ellos el viejo que me
preguntó por el otro cubo de leche. Entonces perdí la cabeza.
En eso sale el jefe del otro destacamento, aquel que me mandó comprar los ataúdes, y dice.
"De haber sabido lo que iba a pasar te hubiera dado más plata para esas cajas; lástima que no
hayas traído más que dos". Pero yo no le contesté, solo pensé: "¡qué es lo que pasa con nuestro
ejército!". Hasta se me fueron las ganas de asistir al entierro. Además, tenía que desenganchar al
alazán y llevarlo al establo. Le eché un poco de pienso; por ahí se había asustado con tantos
muertos; el caso es que no quiso probar bocado ni beber; solo se revolvía más inquieto que una
cabra, mientras los ollares le andaban como fuelles, así que tuve que apaciguarlo largo rato. Por
fin se tranquilizó el animal y hasta se puso a mastiquear despacito, cuando en eso oigo el ruido
de no sé qué motores. Salgo corriendo a la era y veo que no queda ya nadie y mi padre está en el
umbral, mirando hacia donde se oyen los motores y persignándose una y otra vez. Entonces me
santigüé yo también porque ahí mismo salieron del bosque tres camiones de los mismos y
enderezan hacia nuestra casa. No pasa nada, me dijo; otra vez viene nuestro ejército. ¿Y qué se
imaginan que hicieron, Señor Presidente del Estado? No bien saltaron de sus carros, lo primero
fue sacar de los ataúdes aquellos dos muertos y poner en su lugar a otros dos que eran de los
suyos y a mí me detuvieron apuntándome con todos sus fusiles y diciendo: "Deberíamos colgarte
del primer árbol, sin juicio alguno, traidor desgraciado, o mejor colgarte patas arriba con la
cabeza dentro de un hormiguero". Así fue aquel día y desde entonces no he vuelto a ver mi
pueblo, ni a mi padre, ni a mi pobre madre, que cuando cargaron conmigo, gritaba: ¡ay, hijito,
hijito, para qué fuiste por esos ataúdes! Y aquí me tiene usted desde entonces entre estas cuatro
paredes y un agujero pegado al techo, no sé cuántos meses hace. En todo ese tiempo casi no he
dormido porque me lo he pasado pensando cómo salir de aquí, pues los oficiales de
investigación me suben a unas habitaciones donde no hacen más que decirme que soy un traidor
sinvergüenza, y como yo no permito eso ya le pegué una trompada a uno de ellos. Todo lo que
digo lo apuntan en sus papeles y a gritos me insultan para que firme donde ellos dicen que estoy
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

de acuerdo en haber desorientado alevosamente al ejército nacional, que por mi culpa había sido
destruido por completo. Parece que se cansaron de los insultos (a mí me dio vergüenza por
ellos), porque cuando menos lo pensaba empezaron a rogarme que firmara como traidor a
cambio de que ellos mismos lo arreglarían todo de modo que no me fusilaran sino que pasara
quince años en la cárcel. Pensar en aquella cueva donde uno no sabe si es de día o de noche, me
llenó de miedo y me puse más terco cada vez, hasta que llegó el día del juicio y el tribunal me
condenó a muerte, lo que creo que no estuvo tan mal después que pensé bien en los quince años
de presidiario, porque, como le dije, me negué a firmar aquel insulto y entonces iba a ser
fusilado. Pero es aquí donde quiero empezar la petición que le prometí al principio, Señor
Presidente. Nada importante habría ocurrido después si no fuera por ese oficial que ha cometido
una gran injusticia conmigo, a quien llaman Pikula y que vino a verme después del juicio
estando yo sentado en mi celda, esperando tranquilo a que vinieran a cumplir mi condena de
muerte; vino Pikula y me dijo: "Mira, muchacho, aquí tienes papel para que escribas tu petición
de clemencia al Señor Presidente del Estado, para que te perdone la vida. Nosotros la
ratificaremos y te conmutarán la pena". Y entonces yo me indigné de verdad, porque un juicio es
un juicio y qué es eso de conmutar una sentencia que es de ley, que yo no escribiría tal cosa, que
sería una vergüenza para el tribunal y para mí, que nunca he pedido nada a nadie. Después de
mucha porfía, se fue indignado diciendo que por testarudo solo merecía otra pena de muerte y
yo pienso que tenía razón. Después me venía a ver de día y de noche, y otra vez a lo mismo, él a
firmar y yo, que no firmaría jamás. Y así me atormentó toda una semana. Dejó de venir dos días
y al tercero vino a decirme que era necesario volviera a prestarle declaración como al principio.
Se pasó una hora preguntándome por todas aquellas cosas que ya le había contado un millón de
veces y lo iba apuntando de nuevo hasta que me aburrió del todo y pedí a Dios que mandara
pronto ese pelotón de fusilamiento. Me puso delante el papel donde había escrito todo para que
lo firmara. Cogí la pluma y ya iba a poner letra a letra mi nombre cuando vi en la cara de Pikula
algo como de culpable, como si fuera un niño que se ha comido un dulce robado. Esto me dio
que pensar, así que me puse a leerlo todo desde el principio. Pero allí estaba todo como yo lo
había dicho y al fin puse mi nombre y apellido, que no quedaron tan mal; solo que se me fue un
poco para arriba y ¡zas! eso mismo me sirvió para que descubriera la trampa, porque en la
última letra del apellido se me trabó la pluma en el papel y entonces me di cuenta que en
realidad había dos papeles, de modo que la firma la había puesto en el de más abajo que estaba
en blanco. Quise romperlo pero Pikula me lo arrebató más rápido y es el caso, Señor Presidente
del Estado, que yo no he firmado de mi voluntad ninguna petición de conmutación de pena ni
otra de cualquier clase, que lo que usted habrá leído con mi firma abajo no es más que una
trampa indigna de un oficial del Ejército Nacional, el cual la escribió y consiguió mi firma
valiéndose de que yo ignoraba lo de los papeles pegados. Por tanto, mi vida ayer perdonada no
obedece sino a una trampa indigna y contra la justicia, por lo que me quejo a usted, Señor
Presidente del Estado, para que sepa cómo andan las cosas por aquí y espero que usted no
permitirá que continúen así.

Nota del traductor: Los sucesos referidos en este cuento corresponden a los primeros años
de la postguerra, durante los cuales las bandas contrarrevolucionarias solían vestir el uniforme
polaco.

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

ROMAN SAMSEL:
SOLO PARA GORRIONES Y ESTORNINOS

Le dije que prefería viajar en tren, o en último caso, en autobús. Viajando en tren uno
puede, por lo menos, mirar la gente. Pero estaban llegando las fiestas y a las puertas de Varsovia
había una apretada muchedumbre de pasajeros empeñados en salir de la ciudad por cualquier
medio y a cualquier precio. Dadas las circunstancias, opté por aceptar la proposición del director
Jagiello, quien me ofreció llevarme a Ksiazeca en su automóvil de servicio. Lo habría esperado
unos cinco minutos, en todo caso no más, en una esquina cercana a la estación de ferrocarril, y
llegó en su Warszawa, deteniéndose un momento en un sitio donde está prohibido estacionar.
Siempre he sentido una especie de respeto por las personas que tienen a su disposición
estos cacharros verdes o azules. Nunca he sabido bien cómo es que alguien recibe para su
disposición exclusiva un auto con chofer; en términos generales, estoy convencido de que está
bien, simplemente porque ese vehículo le es necesario para llevar a cabo las funciones que le han
sido confiadas. No siento celos, celos que en este caso resultarían particularmente tontos.
El director Jagiello y yo nos colocamos en el asiento trasero, y su mujer en el delantero,
junto al chofer. A pesar de mi condición de huésped, en aquel automóvil me sentía bajo
constante control. Esta expresión no es la más adecuada. Me estaba permitido mirar por la
ventanilla, nadie me lo prohibía, podía sacar cigarrillos y ofrecer a los demás, e inclusive dar
fuego al director Jagiello y a su magnífica esposa, la señora Bozena. Me estaba permitido
entretenerlos contándoles chistes, lo mismo que hojear la revista en colores que había llevado
conmigo. Me permitían hacer todo esto y me daba la impresión de que no lo tomaban a mal.
Solo de vez en cuando echaba una mirada, a ella, o a él, para asegurarme de que no les causaba
ninguna molestia ni los ponía en ninguna situación incómoda. Pero noté que ella, esa hermosa y
mimada señora Bozena, sonreía aprobándome, y él, el director Jagiello, de mi misma edad, o tal
vez dos o tres años apenas mayor que yo, también se mostraba satisfecho de mi conducta.
Recorrimos un buen trecho, supongo que unos cincuenta kilómetros, o más aún. Varias veces se
me antojó decir que me atormentaba pensando en los fusiles, y también en las armas cortas,
sobre todo del calibre que me era conocido desde el servicio militar. Tenía ganas de decir que
me parecía, por lo menos, raro el difundido hábito de esconder armas para utilizarlas contra los
propios semejantes en vez de utilizarlas, por ejemplo, contra animales, pájaros, etc. Las armas

202
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

que se emplean contra los pájaros, los patos silvestres, las puede uno tener siempre sin que
nadie se oponga, mientras que el ocultamiento de armas contra la gente es ya, de toda evidencia,
un delito, y este delito lo cometió mi padre Kazimierz Sobieski. Sí, desde hacía algún tiempo
guardaba ese trasto en un cajón de su escritorio cerrado con llave. No tengo la menor idea en
dónde lo había tenido guardado antes.
Yo sabía, estaba seguro, que durante el viaje nada podía ocurrir que modificara nuestras
relaciones: la actitud del director Jagiello y de su hermosa esposa Bozena hacia mí, ni la mía
hacia ellos, mientras no revelase aquel hecho. Hasta que dijera contra quién tenía guardada el
arma mi padre en un cajón de su escritorio.
Se comportaban con corrección, hasta cortésmente, como gente que tiene su propio valor y
aprecia el de quien le acompaña. En otros términos, estaba casi seguro de que admitían mi
presencia en su automóvil, de que la aceptaban, y tal vez les causara también cierto placer, cierta
satisfacción. Ambos estaban satisfechos y seguros de sí mismos; ella vocinglera, él con la
seriedad y el recogimiento inherentes a su cargo. Alegres ambos, a cual más. Salíamos de viaje
para las fiestas de Navidad. Por el camino íbamos dejando atrás multitudes que se precipitaban
a la confesión navideña para purificarse en la abominación de los pecados en los que cae
constantemente el hombre del siglo veinte. Se portaban atenta y amablemente conmigo, y yo
estaba satisfecho, reía y florecía como una manzanita de vivos colores. Puse a prueba una vez
más, y confirmé, su inaudita tolerancia con respecto a mi comportamiento en el automóvil. Su
cortesía me constreñía y me ponía tímido. Cuando ofrecía un cigarrillo a Bozena, esperaba que
le diera fuego con una sonrisa cautivadora. Miraba a su marido y en sus ojos leía el
consentimiento. Cuando ofrecía un cigarrillo a Jagiello, me permitía también que se lo
encendiera. No hablábamos de nada importante. A lo sumo de aquellas peregrinaciones
navideñas. Pero yo los divertía, ¡ay! cómo los divertía. Lo mejor que podía. Se me ocurrió que
podría cantarles algo. Buscaba en mi mente una canción que pudiera gustarles. E inclusive
halagar su gusto exigente y selectivo. Tal vez algo sobre la extraña belleza de Juliette Greco o
sobre los sauces llorones. Tal vez me admitirían algo sentimental o una melodía para danzas
montañesas. No sabía qué. Nunca le había cantado nada a nadie, pero en ese momento estaba
dispuesto a hacerlo, ¡caramba si estaba dispuesto a cantar para ellos!
—¿Y si les cantara algo? —pregunté, sonriendo a Bozena de manera apenas perceptible.
—Lo escucharemos con mucho gusto —respondió por ambos el ingeniero Maciej Jagiello.
—Oh ¡qué amable! —gorjeó la bella Bozena.
—Cantaré algo cálido —repuse.
—Lo escuchamos, lo escuchamos —me estimuló.
—Será una canción sobre una cabra...
—Oh, ¡qué interesante!
—O mejor, ¿tal vez Tango Criminal?
—Será un gusto.
Qué más podía permitirme hacer, qué más correspondía hacer, para distraerlos y
divertirlos debidamente, para corresponder al favor que me hacían ofreciéndome aquel
magnífico viaje a mi casa paterna. Lo pensé un buen rato. El coche se desplazaba hacia Ksiazeca
a un ritmo igual y delicado, brindándonos la estabilidad de su suspensión. Y estas dos personas
junto a mí, conmigo. ¡Qué amables! ¿Les resultaba divertido? Supongo que sí; noté que se
echaban miradas y sonreían. Era evidente que se reían de mí, porque, ¿de qué otra persona
podían reírse en ese momento? ¿O tal vez me sonreían? Me puse a mirar con disimulo mis
ropas, pero todo estaba en su lugar. Bueno, tal vez no del todo, no llevaba pañuelo en el bolsillito
de la chaqueta. Pero, aparte de este pequeño detalle, ¿qué se le podía reprochar a mi atuendo?
¿Tal vez simplemente que mis pantalones no tenían raya ideal? A continuación me correspondía
vigilar las palabras con las que me esforzaba por divertirlos. Pero las palabras se me iban
volando y era difícil captarlas.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

Nos callamos un momento todos, es decir, yo dejé de hablar y ellos se quedaron en


silencio.
Después ya se pusieron a conversar entre sí. Hablaban de su casa de campo y de las cosas
que había que instalar en el cuarto de baños. Mayólicas, rosas, azules. Bolitas —pensé entre mí—
, bolitas perfumadas para el baño, indudablemente eso les interesará, y como en un tiempo me
ocupé de esos artículos, intervine en la conversación con unas frases al respecto, que interesaron
sobre todo a ella, pero él también prestó oídos. Cuando ya lo había dicho, noté de golpe, de
modo completamente inesperado, que mi ropa, de presentación plenamente tolerable, por
supuesto, era de una categoría por lo menos dos o tres puntos inferior a la del traje de Maciej
Jagiello. Además, él llevaba camisa inarrugable. Imagínense ustedes, que eso me llenó de
confusión. Por Dios, ¿por qué eso precisamente? Esa camisa inarrugable que llevaba. Me miré y
lo miré a él. Otra vez. No me cabe duda de que adivinó cuáles eran los pensamientos que me
agitaban, pues dijo:
—Es muy práctica, realmente, amigo Kazimierz.
Lo corregí inmediatamente:
—Mieczyslaw.
Una hora antes, al entrar en el automóvil de Jagiello, continuaba vacilando, inclusive en el
preciso momento de abrir ya la portezuela. Ahora, después de lo que ocurrió en Ksiazeca, sé que
no me estaba permitido entrar en su automóvil de servicio. Inclusive había escrito a mi padre
que viajaría por cualquier medio de transporte, pero por nada del mundo en el automóvil del
ingeniero Jagiello. Sin embargo, después me dejé tentar cuando me encontró en el club y me
propuso llevarme en coche a Ksiazeca. Por lo demás —pensé— será una buena ocasión de verlo
de cerca y de conversar con él abierta y personalmente.
Estaba mirando los cabellos claros de Bozena, dispuestos en artísticos rolos. Es ella la que
me pone nervioso. A él le envidio esa mujer que tiene, nunca me hubiese atrevido a abordarla en
la calle y él lo hizo. Indudablemente ya entonces poseía esa camisa inarrugable. Qué ridículo e
ingenuo, el culto de las cosas, el estúpido culto de las cosas; no lo soporto, aunque poco a poco
me voy acostumbrando a él. Y después vuelvo a odiarlo.
—Señora Bozena, ¿le gusta a usted el arte?
—Me gusta, oh, diría inclusive que me gusta mucho.
—¿Y a qué autores lee? —pregunté con súbito enojo.
—Mujeres, como Marguerite Duras, y entre nuestras compatriotas a la poetisa Margarita
Hillar; ¿he pronunciado bien los apellidos?
—Muy bien —respondí desilusionado por no haber obtenido satisfacción fácil, y estaba
bien que no la hubiese obtenido, ya que la causa de mi malestar se encontraba a más
profundidad.
—¿Y qué más le gusta?
—El tenis, el básket, el ping-pong y el mádison.
—¿Y la gente le gusta?
—Estoy enamorada de mi marido —me contestó con una sonrisa que le puso los dientes al
descubierto.
—Ya veo.
—¿Basta con esto, o debo continuar la enumeración?
—Bueno, le sugiero, por ejemplo, ¿el Papa le cae simpático?
—¿El Papa? —ríe ella—. Naturalmente, por el Papa pierdo la cabeza...
—Depende por cuál de ellos —me atrevo a observar—, pero ella ya no presta atención a mis
palabras, divertidísima:

204
Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—Sabe, este último, por ejemplo, el que murió, Juan XXIII, tiene que haber sido de lo más
agradable.
Me siento cortado, o tal vez me parece no más, puesto que me estoy riendo junto con ella. Y
entonces digo, midiendo exactamente cada palabra, lenta y aplicadamente:

El obispo, en su casulla llena


de misteriosos fru-fru
cantaba letanías en voz muy alta
y le brillaban sus zapatos charolados
lo seguían sus dos hienas predilectas
y las dos tortugas brillantes como platos.

—Ja, ja, ja, ja, ja, ja, —me secundan ambos riendo—, ¿seguramente son de nuestro gran
vate Slowacki? Porque en Roma, él y el Papa hacían lo que querían uno con otro.
—No digo yo— de Gajcy.
—¿Quién es? —pregunta él, pero ya sin interés.
—Tadeus Gajcy, poeta polaco, murió en la ocupación, tenía gran talento poético.
—Y, ¿de qué le sirvió? —preguntó irónicamente Jagiello—, y la señora Bozena lo apoya con
una sonrisa de agradecimiento.
—Ha dejado algunos versos y una pieza dramática.
—¿Y quién los lee? —insiste el director Jagiello— mientras la señora Bozena guarda
silencio.
—Afortunadamente hay algunos que los leen.
—No veo ninguna fortuna en eso.
—La ve usted en otras cosas, ¿verdad?
—Naturalmente, ha acertado usted.
Evidentemente, Maciej Jagiello tiene que tener ante sus ojos el mismo acontecimiento en
el que yo estoy pensando durante todo el viaje y que me imagino con toda precisión.
Por ello pregunto:
—Ingeniero, ¿ha observado usted que en el cementerio emplazado frente a su empresa, se
llevan a cabo entierros de bautistas?
—Bautistas —reflexiona—. ¿Qué bautistas?
—Se trata de la "fe de gato" —le sopla Bozena.
—Ah, sí, es cierto; los tengo presentes.
—Indudablemente recuerda usted también lo que ocurrió hace dos o tres meses.
—¿Meses? Usted me ofende.
—Bueno, ¿lo recuerda?
—Claro —corta brevemente— y continúe— agrega:
—Entonces tiene usted miedo de entrar en una de las barracas, la que está junto al
cementerio mismo. ¿He acertado?
—No comprendo ¿por qué tendría miedo?
—¿No tiene usted imaginación? Sabe usted que allí trabaja un hombre de traje marrón ya
bastante gastado, de unos cincuenta años, que no tiene calificación profesional. Se ocupa de los
abastecimientos de materiales de construcción, chapas, ladrillos anti-incendio, cal y cemento,
realiza sus tareas muy eficientemente, inclusive consagrándose a ellas. Tiene un escritorio en la
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

barraca de abastecimientos, calza pantuflas amarillas que viene usando desde hace algunos
años, ni siquiera porque no pueda comprarse otras, sino porque no atribuye importancia al
asunto.
—En mi empresa hay decenas de personas así; le aseguro que no tengo motivos para que
ninguna de ellas me inspire la más pequeña angustia; al contrario, tengo en ellas la más absoluta
confianza. Son trabajadores honestos, sencillos y útiles.
—Es que yo hablo solo de ese hombre; me permito recordarle también sus características:
come pan con salchichón, tiene los ojos desviados hacia los costados, suele envolver la colación
de media mañana en un periódico.
—Hay decenas de trabajadores de esas características en el establecimiento. Se ve que
usted sigue bromeando.
—Cuando usted entra en su oficina, él es presa de pánico y mete en el cajón de los papeles
más importantes su colación, porque le da vergüenza que usted lo vea.
—Y, ¿qué más? ¿Qué otras características especiales presenta?
—Se levanta de su asiento y dice siempre antes que usted: "¡Buen día, señor director!".
—¿Y qué más? Ja, ja, ja, ja, ja, ja —ya están divertidos los dos.
—Estruja con la mano el papel engrasado del emparedado, mueve las piernas como si
tuviera deseos de orinar, y dice: "No he firmado, señor director, ni firmaré. Nunca haré una cosa
así contra mí mismo. Es un delito, un crimen, un crimen absoluto, proceder así. Yo sé que todos
los reglamentos establecen la prohibición de que nuestra Empresa de Construcción venda cal y
cemento a personas privadas, y para colmo a precio rebajado, y usted me obliga a vender
quinientas toneladas de cal y de cemento ilegitímamente y a transportarlas a Clechocinek, como
innecesarias, cuando tres de nuestras obras en construcción han tenido que interrumpirse: la de
Siedlaczki Male, la de Przewóz y la de Burki Dojrzale, justo por falta de cal y cemento".
—¿Sabe usted ahora de quién estoy hablando? —volví a decir al ingeniero Jagiello.
—Lo sé —contesta él—. Sabía desde el comienzo que usted querría a toda costa hablar de su
padre, y es por ello por lo que lo invité a venir con nosotros en automóvil creando de ese modo
una ocasión oportuna.
—Usted pretendía imponer a mi padre un delito, está claro que yo tengo que protestar.
—Nadie me probará una cosa así, se trata de una vulgar mentira.
—Hágame el favor de decirme qué siente usted cuando entra a la oficina de él y ve cómo
agita las piernas alrededor del cajón del escritorio cerrado, como si quisiera sacar de él el
emparedado de salchichón que no ha terminado de comer.
—Eso no me interesa.
—Y, ¿sabe usted qué condecoraciones del Ejército Nacional tiene él? ¿Y qué biografía? Su
pasado lo hace merecedor de estima por parte de los demás. ¿Es usted capaz de comprender
eso?
—No me interesa.
—¿Y el "hueso" que tiene guardado en un cajón del escritorio, que conservó a través de la
ocupación y que sigue limpiando y aceitando?
—Esto es extorsión, una sucia extorsión; menos mal que lo dice usted en presencia de
terceros. Acaba usted de insinuar que tiene un arma, y que la tiene en su lugar de trabajo, para
usarla contra mí.
—No he dicho que contra usted, solamente digo que tiene un arma en un cajón de su
escritorio.
Llegamos ya a mi destino; deberían haberse detenido en la plaza para que yo pudiese
apearme. Sin embargo, continuaron adelante y él no tenía deseos evidentes de preguntarme
dónde convenía dejarme.
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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

—La posición de armas sin autorización es un delito —observó— y luego se volvió hacia mí
y pude ver que se le habían iluminado los ojos y le chispearon de alegría.
—Comparto su opinión, pero no tengo influencia sobre mi padre. Es mayor que yo y se guía
por motivos serios.
Jagiello no respondió. Yo sentía que algo estaba madurando en su cabeza, seguramente un
pensamiento o algo parecido. No me equivoqué, ya que al pasar por la iglesia se volvió hacia mí
y me preguntó o, más bien, me comunicó:
—Va a declarar todo eso en la comisaría.
—¿Qué tengo que declarar?
—Que su padre tiene un arma, y que la tiene en su oficina.
—¿Usted piensa que voy a declarar contra mi propio padre? Puedo declarar contra usted,
inclusive contra su hermosa mujer, pero no contra mi padre. Contra mi padre no declararía
nunca, en ningún caso. Solo el fascismo proponía semejante eventualidad, señor Jagiello.
Exclusivamente los fascistas.
—No me hacen falta sus declaraciones; tengo testigos que confirmarán lo que ha dicho
usted aquí, ya que tanto mi mujer como el chofer han oído todo con exactitud. ¿No es cierto,
querida? —dijo a Bozena—. ¿No es cierto?
—No —contestó Bozena—, yo no he oído nada; me dormí hace un buen rato.
—Haga el favor de recordar con qué amenazó usted a mi padre, en caso de no prestarse a
colaborar en un delito.
—Yo no cometo ningún delito; soy responsable de la empresa y hago lo que me parece
correcto y necesario. Lo que pesa es mi voluntad y mi decisión.
Habíamos dejado atrás el pequeño parque con su viejo roble, bajo el que parece que
descansó Napoleón Bonaparte durante su penoso regreso de Moscú, como seguramente ocurrió
bajo muchos robles de otras ciudades y países dotados de imaginación popular.
—¿Su padre está en casa? —preguntó Jagiello.
—Supongo que no solo está, sino que me espera desde hace rato, ya que llegamos con una
buena media hora de atraso.
—Vamos a ver a su padre —sentenció.
Y un momento después, cuando nos detuvimos ante nuestra casa, rogó a su mujer que lo
esperara en el automóvil. Lo dejé pasar adelante. Por el camino alcanzó todavía a pasarse el
peine por los cabellos, y entramos al vestíbulo. Salió a recibirnos mi padre.
— ¡Oh —exclamó alegremente— qué alegría! Adelante, entre usted en mi humilde casa. —Y nos
introdujo a la habitación que en un tiempo fue la mía.
—Disculpe usted —decía formalmente mi padre— que esté así, vestido de entrecasa; ya me
cambio de ropa; tal vez una copa de vino: tengo vino de grosellas, casero. ¿Se le ofrece, señor
director?
—Lamento mucho, pero mi mujer me espera en el automóvil —protestó Jagiello.
—Ya voy yo a buscarla.
—De todos modos no vendrá, no tiene motivo para hacerlo. Me he enterado de que cometió
usted un delito. Tiene usted un arma en el local de la empresa.
—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó mi padre.
—Por esas cosas se va a la cárcel, señor Sobieski.
—Responderé ante la ley, pero no me venga con amenazas —se indignó bruscamente mi
padre y se le inyectaron los ojos— Ya me han amenazado tantas veces en lo que llevo vivido que
no me asusto. En otros tiempos, la "Floresta Azul", los alemanes... En los últimos tiempos tenía
esa arma para los gorriones, porque se comían las cerezas en el jardín. ¿Y ahora qué? No preví

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Sergio Pitol Antología del cuento polaco contemporáneo

que ahora, en la vejez, en vez de depositarlo en el museo y recibir el correspondiente diploma,


me tocaría empezar a llevarlo en vez de mi colación de la mañana, envuelto en un papel
engrasado, al escritorio. ¿Es muy agradable eso, señor Jagiello? ¿Y que por ello tenga que ir a la
cárcel? Oh, no, ya no me asustará usted con nada. Y se rió. —Saldré bien parado, diré que lo
tengo para las cornejas, o para los estorninos, porque me estropean la fruta.
En ese momento entró en la habitación la mujer de Jagiello y mi padre se puso de pie para
recibirla. Miró a su alrededor y dijo:
—Uff, qué cansada estoy; ¿en qué anda usted, señor Sobieski?
—Bromeamos, querida —respondió Jagiello.
—¿Se serviría una copita de vino? —propuso mi padre.
Y entonces Jagiello, ese joven ingeniero Jagiello, explotó:
—Señor Sobieski —gritó—: ¿Usted piensa que yo no quiero actuar honestamente, o qué?
Puede usted conservar ese revólver en el armario, para sus cornejas, tanto tiempo como le dé la
gana. Eso ni me importa ni me molesta. También usted debe comprenderme, señor Sobieski.
Solo quería un poco más de ingreso solamente al principio, inmediatadnente después de mi
casamiento, porque entre nosotros (yo murmuré en tono bastante alto: "los polacos", pero no
me oyó) pueden ocurrir muchas cosas ¿Por que no avenirse a eso? Mi padre fue un simple...
—Conocí a su padre —dijo el viejo Sobieski— y le garantizo que durante toda su vida fijó
vidrios con la mayor honradez. También murió en el momento oportuno, exactamente cuando
fue preciso.

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