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¡Gracias a la bondad!

Escrito por Daniel C. Dennett, profesor de Filosofía y director del Centro de Estudios Cognitivos
de la Universidad de Tufts (EE.UU.).

No hay ateos en las trincheras, según un viejo pero dudoso refrán, y hay por lo menos alguna prueba
anecdótica que lo suscribe entre los notorios casos de ateos famosos que tras experiencias cercanas
a la muerte anunciaron al mundo que habían cambiado de parecer. El filosofo británico Sir A. J.
Ayer, fallecido en 1989, es un ejemplo relativamente reciente. He aquí otra anécdota para sopesar.

Hace dos semanas me llevaron en ambulancia a un hospital donde se determinó mediante


tomografía axial computarizada que tenía una «disección en la aorta»: el recubrimiento del principal
conducto de salida del corazón se había roto, creando un tubo de dos canales donde solo debería
haber uno. Afortunadamente para mí, el hecho de que hace siete años me habían realizado una
derivación aortocoronaria (bypass coronario) probablemente me salvó la vida, pues la maraña de
tejido cicatrizante que habría ido creciendo como hiedra alrededor de mi corazón reforzó la aorta, lo
que evitó un derrame catastrófico desde este desgarre en la aorta. Tras 9 horas de operación, en la
que me pararon el corazón completamente y mantuvieron mi cuerpo a unos 7 grados para prevenir
daño cerebral por falta de oxígeno hasta que lograron que la máquina corazón-pulmón empezara a
bombear, soy el orgulloso poseedor de una aorta y un arco aórtico nuevos hechos de tubos de
resistente fibra Dacron cosidos y moldeados por el cirujano durante la operación y sujetos a mi
corazón por una válvula de fibra de carbón que hace un reconfortante chasquido cada vez que aquél
late.

Entrando ya a un periodo más tranquilo de recuperación, tengo mucho sobre lo que pensar: la
sobrecogedora experiencia y aun más en el torrente de mensajes de apoyo que he recibido desde que
corrió la voz de mi más reciente aventura. Mis amigos estaban ansiosos por saber si había tenido
una experiencia cercana a la muerte y, de ser así, qué efecto había tenido en mi duradero y público
ateísmo. ¿Había tenido una revelación? ¿Iba a seguir los pasos de Ayer (que recuperaría su aplomo e
insistiría unos días después: «lo que debí haber dicho es que mis experiencias han debilitado no mi
negación ante una vida después de la muerte, sino mi actitud inflexible hacia esa creencia»), o
permanecía mi ateísmo intacto?

Sí, tuve una revelación. Vi con más claridad que nunca antes en mi vida que cuando digo «¡Gracias
a la bondad!» [traducción literal del inglés Thank goodness!, que tiene un gran parecido fonético

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con Thank god!, «gracias a dios» y que en realidad debería traducirse por «¡menos mal!»] no se
trata meramente de un eufemismo que sustituya a «¡Gracias a dios!» (los ateos no creemos que haya
dios alguno al que agradecer), sino que realmente quiero decir ¡gracias a la bondad! Hay mucha
bondad en el mundo, más a cada día que pasa, y esta fantástica tela de excelencia creada por la
humanidad es genuinamente responsable de que hoy esté vivo. Es una digna merecedora de la
gratitud que hoy siento, y quiero celebrar ese hecho aquí y ahora.

¿A quiénes, pues, les debo gratitud? Al cardiólogo que me ha mantenido vivo y latiendo durante
años, y que ágil pero resolutivamente había rechazado el diagnóstico original: neumonía. A los
cirujanos, neurólogos, anestesistas y al perfusionista que mantuvieron mis sistemas en
funcionamiento durante muchas horas bajo circunstancias desalentadoras. A la docena aproximada
de ayudantes médicos, y a enfermeras, terapeutas físicos, técnicos en rayos X y un pequeño ejército
de cirujanos vasculares periféricos tan hábiles que apenas te das cuenta de que están sacándote
sangre. Y a la gente que trajo las comidas, mantuvo mi cuarto limpio, lavó las montañas de ropa
sucia generadas por un caso tan complejo, me transportó en silla de ruedas a los rayos X y todo lo
demás. Esta gente procedía de Uganda, Kenia, Liberia, Haití, Filipinas, Croacia, Rusia, China,
Corea, India (y Estados Unidos, por supuesto) y jamás he visto respeto mutuo más impresionante
que cuando se ayudaban entre ellos y verificaban los unos el trabajo de los otros. Pero a pesar de
todo su trabajo en equipo, esta cuadrilla local no podría haberlo hecho si no fuese por el inmenso
trasfondo de contribuciones de otros. Recuerdo con gratitud a mi fallecido amigo y colega de la
Universidad de Tufts, el físico Allan Cormack, que compartió el premio Nobel por su invención del
escáner para la tomografía axial computarizada. Allan... has salvado de manera póstuma otra vida
más, pero ¿quién lleva la cuenta? El mundo es un lugar mejor gracias al trabajo que hiciste. Gracias
a la bondad. Y luego está el sistema entero de la medicina, tanto la ciencia como la tecnología, sin
las cuales los esfuerzos individuales con las mejores intenciones serían prácticamente inútiles. Así
que estoy agradecido a los consejos editoriales y de arbitraje, pasado y presente, de las
publicaciones Science, Nature, Journal of the American Medical Association, Lancet, y todas las
demás instituciones de ciencia y medicina que sin parar han seguido generando mejoras, mediante
la detección y corrección de deficiencias.

¿Venero pues a la medicina moderna? ¿Es la ciencia mi religión? En absoluto; no hay aspecto de la
medicina moderna o de la ciencia al que eximiría del más riguroso escrutinio, y puedo señalar una
gran cantidad de problemas graves que todavía necesitan arreglo. Resulta fácil, por supuesto, ya que
los mundos de la medicina y la ciencia ya están de lleno inmersos en la más obcecada, intensiva y
humilde de las autoevaluaciones que haya conocido una institución humana, y periódicamente

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publican el resultado de tales exámenes. Más aún, esta flexible crítica racional, siendo imperfecta,
es el secreto del sorprendente éxito de este empuje humano. Hay mejoras palpables cada día. Si
hubiese tenido mi aorta destrozada una década atrás, no hubiera habido rezo que me salvase. Hoy
día aún está lejos de ser una operación rutinaria, pero mis probabilidades de supervivencia no serían
en realidad tan malas como las de entonces (en la actualidad, aproximadamente el 33 por ciento de
los que sufren una disección muere si no se le trata durante las primeras 24 horas, probabilidades
que van empeorando a cada hora).

Una cosa en particular me sorprendió cuando comparé el mundo de la medicina del cual mi vida
ahora dependía con las instituciones religiosas que he estado estudiando tan intensamente en años
recientes. Uno de los temas más amables, que más sirven de apoyo, que se puedan encontrar en
cualquier religión (hasta donde yo sé) es la idea de que lo que realmente importa es lo que está en tu
corazón: si tienes buenas intenciones, y estás tratando de hacer lo que (Dios dice que) es correcto,
no se puede pedir más. ¡Pues en la medicina, no! Si te equivocas —especialmente cuando se te
supone conocimiento en la materia— tus buenas intenciones no sirven de mucho. Y mientras que
las religiones a menudo celebran que se actúe a buena fe sin mayor contemplación de las opciones
posibles, en medicina esto se considera pecado capital. Un médico cuya devota fe en sus
revelaciones personales sobre cómo tratar un aneurisma aórtico le llevase a realizar pruebas sin
estudios previos en pacientes humanos sería severamente castigado, cuando no expulsado
totalmente de la práctica de la medicina. Hay excepciones, por supuesto. Unos cuantos pioneros
aventureros y dispuestos a arriesgarse se toleran y (si demuestran estar en lo correcto) finalmente se
les honra, pero pueden existir solamente como raras excepciones al ideal del investigador metódico
que escrupulosamente descarta teorías alternativas antes de poner la suya en práctica. Las buenas
intenciones y la inspiración sencillamente no son suficientes.

En otras palabras: mientras que las religiones quizás sirvan un propósito benigno al dejar que
mucha gente se sienta a gusto con el nivel de moralidad que pueda obtener, ¡ninguna religión
somete a sus miembros a los altos estándares de responsabilidad moral propios del mundo secular
de la ciencia y la medicina! Y no hablo sólo de los estándares «en la cima», referentes a los
cirujanos y doctores que toman decisiones de vida o muerte cada día. Hablo de los estándares de
escrupulosidad que siguen también los técnicos de laboratorio y los que preparan las comidas. Esta
tradición pone su fe en la ilimitada aplicación de la razón y la investigación empírica, en comprobar
y requetecomprobar, en adoptar el hábito de preguntarse: «¿Y si me equivoco?» Jamás se tolera la
invocación a la fe o membresía. Imagina la reacción ante un científico que tratase de sugerir que
otros no podrían repetir los resultados que él había conseguido ¡simplemente porque esos otros no

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compartían la fe del equipo de su laboratorio! Y, volviendo al tema principal, es la bondad de esta
tradición basada en razón y abierta al escrutinio a la que agradezco el estar vivo.

¿Pero entonces qué les digo a aquellos de mis amigos religiosos (y sí, tengo bastantes amigos
devotos) que han tenido el coraje de decirme honradamente que han estado rezando por mí?
Felizmente los he perdonado, pues hay pocas circunstancias más frustrantes que la de no poder
ayudar a un ser querido de una forma más directa. Confieso que lamento no haber podido rezar
(sinceramente) por mis amigos y familia en tiempos de necesidad, así que aprecio el impulso, por
muy claramente que considere su futilidad. Traduzco los comentarios de mis amigos religiosos a
una versión de lo que mis amigos ateos me han estado diciendo: «He estado pensando en ti y
deseando con todo mi corazón [otro inefectivo aunque irresistible capricho] que salgas bien de todo
esto». El hecho de que mis queridos amigos hayan estado pensando en mí de esta forma, y se hayan
tomado el esfuerzo de hacérmelo saber, es, de por sí, sin ninguna necesidad de un suplemento
sobrenatural, un tonificante maravilloso. Estos mensajes de mi familia y amigos alrededor del
mundo me han reconfortado literalmente el corazón y les estoy agradecido por el gran ánimo (¡de
proporciones maníacas, me temo!) que han producido en mí. Pero no bromeo cuando digo que he
tenido que perdonar a mis amigos que decían que habían estado rezando por mí. He resistido la
tentación de responderles: «Gracias, os lo agradezco, pero ¿también sacrificasteis una cabra?» Con
respecto a esto me siento de la misma forma que me sentiría si uno de ellos dijera: «Acabo de
pagarle a un brujo de vudú por un hechizo a beneficio de tu salud.» ¡Vaya desperdicio de dinero
más ingenuo que podría haberse invertido en proyectos más importantes! No esperes que esté
agradecido o que me resulte siquiera indiferente. Aprecio, sí, la afección y la generosidad de espíritu
que te ha motivado, pero ojalá hubieses encontrado una forma más razonable de expresarlas.

¿Pero, dirás, acaso esto no resulta desproporcionadamente duro? ¡Es evidente que no hay nada de
malo en que recen por mí aquellos que honradamente pueden hacerlo! Pues no, para mí no es
evidente en absoluto. Por una parte, si realmente quisieran hacer algo útil, podrían dedicar la
energía y el tiempo de su rezo a un proyecto apremiante al que pudieran contribuir algo. Por otra
parte, tenemos ahora razones bastante sólidas (por ejemplo, el estudio de Benson en Harvard) para
creer que la oración intercesora simplemente no funciona. Cualquiera que haga caso omiso de esa
investigación está socavando sutilmente el respeto a la misma bondad a la que le estoy agradecido.
Si insistes en mantener con vida al mito de la efectividad del rezo, nos debes a los demás una
justificación ante la evidencia. Aguardando tal justificación, te disculpo por entregarte a tu
tradición; sé lo reconfortante que puede ser una tradición. Pero quiero que reconozcas que lo que
estás haciendo es, en el mejor de los casos, moralmente problemático. Si tan siquiera consideraras

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entablar una demanda por negligencia médica en contra del doctor que cometió un error al tratarte,
o demandar a la compañía farmacéutica que no llevó a cabo todas las pruebas de control apropiadas
antes de venderte la medicina que te perjudicó, entonces debes reconocer tu apreciación tácita hacia
los altos estándares de investigación racional a los que el mundo médico se somete... y aún así
continúas consintiendo una práctica por la cual no hay justificación racional conocida en absoluto, e
incluso crees estar haciendo una contribución. (Trata de imaginar la indignación que tendrías si una
compañía farmacéutica contestara a tu demanda respondiendo alegremente: «Pero si rezamos
mucho para que nuestra medicina funcione! ¿Que más quiere?»)

Lo mejor de decir gracias a la bondad en vez de gracias a dios es que en verdad hay muchas
formas de corresponder tu deuda con ella: decidiéndote a crear más bondad, para beneficio de los
que vendrán. La bondad tiene muchas formas, no sólo es medicina o ciencia. Gracias a la bondad
por la música de, digamos, Randy Newman, la cual no podría existir sin todos esos maravillosos
pianos y estudios de grabación, por no hablar de las contribuciones musicales de cada gran
compositor desde Bach, pasando por Wagner, hasta Scott Joplin y los Beatles. Gracias a la bondad
por el agua potable y fresca del grifo, y por la comida en nuestra mesa. Gracias al bien a la bondad
por las elecciones justas y por el periodismo honesto. Si quieres expresar tu gratitud a la bondad,
puedes plantar un árbol, o dar de comer a un huérfano, o comprar libros para las colegialas del
mundo Islámico, o contribuir de otros miles de formas a la mejora manifiesta de la vida en este
planeta ahora y en el futuro cercano.

O puedes dar las gracias a dios, pero la misma idea de corresponderle a Dios es absurda. ¿Qué iba a
hacer un ser omnisciente y omnipotente con cualquier mezquino pago que le hicieses? (Y además,
de acuerdo con la tradición cristiana, dios ha redimido ya la deuda por toda la eternidad,
sacrificando a su propio hijo. ¡Trata de corresponder eso!) Sí, ya sé, esos temas no hay que
entenderlos literalmente; son simbólicos. Te concedo eso, pero entonces la idea de que mediante el
agradecimiento a dios estás en realidad haciendo algo bueno hay que entenderlo también como algo
únicamente simbólico. Yo prefiero el bien real al bien simbólico.

A pesar de todo, disculpo a aquellos que rezan por mí. Para mí son unos científicos tenaces que
siguen negando la evidencia de teorías que no les gustan, cuando ha pasado ya demasiado tiempo
como para considerar una concesión elegante la respuesta apropiada. Aplaudo tu lealtad a tu
postura, pero recuerda: la lealtad a la tradición no es suficiente. Debes seguir preguntándote: ¿Y si
me equivoco? A largo plazo, creo que se le puede pedir a la gente religiosa que viva bajo los
mismos estándares morales que a la gente secular de la ciencia y la medicina.

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