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EL PADRE DEL MONSTRUO

Por FEDERICO ANDAHAZI

Para LA NACION-Buenos Aires, 1997

Diario La Nación, Buenos Aires, 14 de septiembre de 1997

El autor de El anatomista, incluido desde hace más de medio año en la lista de best-
sellers, relata en este artículo un inesperado hallazgo. Un antiguo volumen conservado
en la Biblioteca de Washington le reveló un asombroso vínculo entre Mateo Colón, el
protagonista de su novela, descubridor del amor Veneris, y el temible doctor
Frankestein, de Mary Shelley.

Estas notas son hijas del estupor; de la extraña y escalofriante impresión


que, de tanto en tanto, nos provoca el repetido descubrimiento de que la
ficción está construida de misteriosos despojos, de fragmentos de memorias
ajenas y, casi siempre, irreconocibles.

Con frecuencia he sospechado que la literatura es invariablemente


autoreferencial y que nosotros, autores, no hablamos de ninguna "realidad"
exterior a la propia literatura. Lo que sigue, es el absorto relato de una
sucesión de hallazgos que confirman que todo texto no es más que una pieza
que, más tarde o más temprano, termina por acomodarse en el intrincado
puzzle de la literatura.

El 20 de julio, el prestigioso ensayista italiano (actualmente residente en


New York), Contardo Calligaris, entre otras cosas, psicoanalista, discípulo
directo de Jaques Lacán, publicó en Folha de San Pablo un extenso
comentario sobre mi novela, El anatomista, bajo el título "A invençáo do
clitóris", cuyos elogiosos conceptos agradezco, aunque declino aceptar.

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El hecho es que Contardo Calligaris accedió a la obra del anatomista
cremonés: "Leí con cuidado el capítulo 16 de De re anatomica y no encontré
esa gloriosa metáfora", dice, en referencia a las palabras que yo le atribuyo a
Mateo Colón en el mencionado capítulo: Oh, mi América, mi dulce tierra
hallada. En efecto, decidí "mudar" esta frase al capítulo XVI por una
cuestión de orden práctico a los fines de la unificación del relato. Pero la
metáfora sí pertenece al propio Mateo Colón. Sin embargo, Calligaris arriba
a un primer descubrimiento al que, tardíamente, también yo había llegado:
"En tanto, -dice- esta frase es un verso de John Donne, escrito más tarde, en
una famosa elegía para su amada, cuyo título es Going to Bed". Este poema,
que es una perfecta, y por cierto hermosa, metáfora erótica de las intenciones
"colonizadoras" sobre el cuerpo de la mujer amada, resume,
retrospectivamente, las ambiciones de Mateo Colón, en la Segunda Parte de
mi novela. Elegía que, en versión de Augusto de Campos, musicaliza
Péricles Cavalcanti e interpreta Caetano Veloso en 1979. Nos hallamos,
entonces, frente a un primer y asombroso nexo entre Mateo Colón y John
Donne. Un periplo que se inicia probablemente en Venecia en el siglo XVI,
continúa en Inglaterra en el XVII y concluye en Brasil en el siglo XX.
Pero no he llegado todavía a donde quería. He aquí el dato inquietante que
descubre Calligaris. El volumen al que accede el ensayista está en la
Biblioteca de Nueva York; sin embargo, en un catálogo descriptivo de los
libros impresos antes de 1956 en las bibliotecas de los Estados Unidos, se
consigna la existencia de otro ejemplar de De re anatomica en la biblioteca
de Medicina de Washington. Según la reseña de este catálogo, se trata de
una edición tardía de 1593 (la primera edición data de 1559, a la sazón, año
de la muerte de Mateo Colón), hecha en Frankfurt por P. Fisher. "En las
páginas finales de esta copia, hay varias anotaciones manuscritas. Una,
hecha en Antuérpia en 1596, con el título De Coitu. Otra, también en
Antuérpia y en el mismo año, relata disecciones de cadáveres hechas según
la recomendaciones de Colón." Y aquí viene el escalofriante descubrimiento
de Calligaris: "Estas notas están firmadas por un -verifiquen si quieren-
doctor Franckenstein".

Contardo Calligaris esboza dos hipótesis: la primera, "que este ejemplar


único de la obra de Colón haya pertenecido a Mary Shelley, y que de él
hubiera sacado el nombre del famoso médico romántico. (...) Segundo, tal
vez la historia misma que ella cuenta haya sido verdadera y documentada en
estas misteriosas anotaciones". Calligaris se lamenta de no haber podido
consultar el volumen existente en la biblioteca de Washington y me delega

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la continuación de la investigación. Cosa de la que, desde luego, no me
hubiese podido sustraer, por mucho que hubiera querido.

Recordemos, brevemente, la forma en que Mary Shelley concibe a su Dr.


Frankenstein, según ella misma nos lo relata en la advertencia que precede a
la novela: ".. en efecto, pasé el verano de 1816 en los alrededores de
Ginebra. La estación se presentó fría y lluviosa, por lo que nos vimos
obligados a reunirnos en torno al fuego del hogar y ocasionalmente a buscar
entretenimiento en la narración de cuentos alemanes de espíritus y fantasmas
que cada uno había oído en el curso de sus correrías." Aunque la escritora no
lo dice , se sabe que el lugar era la residencia de Lord Byron; una fastuosa
mansión junto al tétrico lago Leman y que su primera persona del plural,
alude al propio Byron, a Percy Bysshe Shelley, posteriormente su marido, y
a John W. Polidori. Téngase en cuenta a este último.

Existen en la novela de Mary Shelley numerosos pormenores que nos


hacen sospechar que, en efecto, podría haberse documentado en la obra de
Mateo Colón, De re anatomica; en un pasaje se lee: "Los antiguos maestros
de esta ciencia (...) han realizado verdaderos milagros. Han entrado en el
sagrado lecho de la naturaleza y nos han mostrado cómo funcionan sus
rincones más ocultos. (...) han descubierto la circulación de la sangre y la
composición del aire que respiramos", le hace decir Mary Shelley a su Dr.
Krempe. Recuérdese que es Mateo Colón, precisamente, el primero que
establece las leyes de la circulación sanguínea y las de la oxigenación
pulmonar, según consta en su De re anatómica.

Por causas semejantes a las de Calligaris, tampoco yo he tenido la


oportunidad de leer el ejemplar de De re anatomica que conserva la
biblioteca de Washington. De modo que, por el momento, el contenido de
las anotaciones del misterioso doctor Franckenstein permanecen para mí en
la más absoluta oscuridad. He indagado en cuanta enciclopedia tuve a mi
alcance, he navegado por las pantanosas -y para mí desconocidas- aguas de
la Internet y no he podido dar con ningún Franckenstein que pudiera
relacionarse, en tiempo y lugar, con el de los manuscritos. Sin embargo, y
confirmando una vez más mi sospecha acerca de que la palabra escrita es
hija del encuentro producido entre el azar y la subjetividad, quiso la fortuna
que comentara la cuestión en casa de un viejo conocido, cuya afición es la de

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coleccionar relojes (por cierto, pasión lejana de la genealogía de la
monstruosidad). Ni bien le hube mencionado el nombre de "Franckenstein",
mi puntualísimo interlocutor saltó de la silla y volvió con una gruesa carpeta
donde guardaba decenas de papeles amarillentos y apolillados. Rebuscó,
hasta que extrajo uno y me lo estiró. Se trataba de un folleto de 1973 que
anunciaba una muestra de grabados de antiguas máquinas de relojería. En la
primera página se veía la ilustración de un extraño aparato a cuyo pie se leía:
Platóbolo de Franckenstein. Para mi completo estupor, descubrí que el
excéntrico inventor, según constaba en la pequeña referencia biográfica,
había sido un médico nacido en Brujas en 1563 y muerto en Amberes en
1612. Y a continuación, una escueta explicación del funcionamiento del
platóbolo. En términos generales, decía la nota, se trataba del antecedente
más remoto del actual reloj "automático" o "kinético". Tardé en darme
cuenta de que la ciudad de Amberes es, en realidad, Antwerpen o, en lengua
flamenca, Antuérpia. Ahora bien, suponiendo -con elementos suficientes-
que el Franckenstein del platóbolo sea el autor de las notas del ejemplar de
la biblioteca de Washington, se imponen dos preguntas. Primera: ¿por qué
un médico habría de desvelarse por la invención de una máquina de
relojería"? Segunda: ¿cómo habría llegado este ejemplar a conocimiento de
Mary Shelley? Cualquiera sea la respuesta a la primera pregunta, es
imposible sustraerse a la asociación del doctor Franckenstein con el doctor
Frankenstein de Mary Shelley. El XVI, por otra parte, fue el siglo de los
autómatas: relojes, máquinas, juguetes, etcétera, remedaban, con mayor o
menor torpeza, el movimiento vital en seres inanimados y antropomorfos.
Igual que el doctor Franckenstein, Mateo Colón trabajaba con cadáveres: los
disecaba y los seccionaba. El platóbolo de Franckenstein bien pudo haber
sido un intento por animar, con movimientos propios, cuerpos, ya no
esculpidos (como, por ejemplo, los autómatas de la Torre de Reloj de
Venecia) sino de cadáveres embalsamados.

Ahora bien, si esto último fuese cierto, aún quedaría por contestar la
segunda pregunta: ¿Por qué medios habría llegado este ejemplar a
conocimiento de Mary Shelley? Existe una respuesta posible. Aquel verano
en la residencia de Lord Byron, solamente dos participantes del juego de las
historias de horror completaron sus relatos: la primera, Mary Shelley. El
otro, John Polidori, quen escribió el cuento "El vampiro". Recordemos que
Polidori, además de escritor aficionado y secretario de Lord Byron era,
casualmente, médico. Y según consta en las crónicas, no fue un médico
menos oscuro y desequilibrado que el propio Frankenstein. Desequilibrio

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que habría de llevarlo, muy joven, al suicidio. El propio Lord Byron solía
decir que el doctor Polidori "era más apto para producir enfermedades que
para curarlas". No sería inverosímil que, entre la extraña literatura que
Polidori llevara consigo a la residencia junto al tétrico lago Leman, estuviera
aquel volumen de De re anatómica, apuntado por su remoto colega, el doctor
Franckenstein y que, de ese mismo ejemplar, Mary Shelley tomara el
nombre del padre de la criatura. Pero éstas, desde luego, no son más que
conjeturas que, ciertas o no, nos condenan al ingrato trabajo del sepulturero.
Al fin y al cabo, abrir antiguos libros empolvados produce la misma
espantosa inquietud que levantar la tapa de un olvidado sepulcro.

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