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La noción de límite, condición de posibilidad de la tragedia griega.

Por uno u otro motivo, siempre volvemos a hablar de la tragedia griega. Volver, quizás,
sea parte de su destino, como el de Dionisos, el dios trágico, que muere y renace, y es
y no es el mismo. Los archivos del pensamiento occidental registran incontables
intentos de captura del sentido de lo trágico; muchos se han disputado un botín que,
una y otra vez, reaparece generosamente intacto. Ya los griegos se peleaban por la
tragedia: basta comparar las opiniones de Platón y Aristóteles acerca de los efectos
del arte trágico en el pueblo, para descubrir las raíces de dos estéticas contrapuestas 1 .
Hoy, nosotros, amantes de lo múltiple, no creemos que sea posible meter todas las
tragedias en el mismo corral y desconfiamos aún más de una pretenciosa
universalidad de “lo trágico”. Las tragedias tienen que ver con la muerte, está claro, y
la muerte parece bastante universal. Sin embargo, por esta vuelta, proponemos
suspender algunos juicios, despreocuparnos por la cartesiana evidencia del pensar en
la muerte y dedicarnos a ciertas singularidades de la religión griega, que constituyeron,
en nuestra opinión, el horizonte en el que la tragedia pudo crecer.
Comencemos por Dionisos 2 . La época clásica lo trató como a un dios joven, el último
en acomodarse en el Olimpo, quizás por ser tan distinto de los demás, pero Homero lo
conoce y lo llama “alegría de los mortales”, y no sorprendería que fuese su nombre el
que se lee en algunas tablillas micénicas. Su rareza estriba en que conoce la muerte:
incinerado por el rayo, rescatado en el muslo de su padre Zeus, hecho pedazos por los
Titanes y vuelto a reconstituir, incansablemente perseguido y al fin triunfante: en los
mitos olímpicos no hay nada parecido. Dionisos es la unidad de vida y muerte, el
círculo, el perpetuo cambio y el renacer inagotable. En la dulce violencia de la
primavera, en la borrachera y el orgasmo, el dios nos llama a la manía, a olvidarnos de
nosotros mismos, a perdernos en él, a ser como dioses. Nacida de Dionisos, la
tragedia es un ritual mágico de transformación 3 ; sin embargo, las representaciones no
terminaban en orgía y nadie volvía a su casa con patas de macho cabrío. Ha ocurrido
aquí que el culto a Dionisos, y la tragedia con él, han crecido en el marco de una
creencia religiosa particular para la cual cualquier intento de borrar la línea que separa

1
Cf., como ejemplo, Platón, República 606b y Aristóteles, Poética 1449b28 y Política 1431b38.
2
Sabemos que la tragedia se desarrolló a partir de una danza extática propia del culto
dionisíaco, pero no sabemos cómo, y de nada serviría que resucitásemos a Aristóteles para
ocuparse del tema, pues ya a mediados del siglo IV a.C., el Estagirita no tenía demasiadas
certezas al respecto. Más difícil de comprender es aún cómo las fiestas en honor de Dionisos,
que incluían las representaciones dramáticas, se convirtieron en las celebraciones más
importantes del calendario público de la Atenas del siglo V a.C.
3
La peripecia y el reconocimiento, que Aristóteles generaliza en los héroes trágicos (Poé. 11) y
la consecuente catarsis de los espectadores (Poé. 6), malentendida o no, son dos caras de la
misma transformación.
la vida de la muerte resulta una amenaza 4 . Suponemos, con esquemática libertad, que
los que sostienen esa creencia son griegos de los siglos anteriores (y aún
contemporáneos) a la tragedia: los imaginamos educados en los dioses de Homero,
practicantes de una religión pública y abierta, sin dogmas, que determina su inclusión
entre los ciudadanos de una polis. Lo que piensan es más o menos esto: los hombres
se mueren, los dioses no. Esta afirmación es de un grado de obviedad tan absurdo
que resulta casi impronunciable. Recordemos, sin embargo, que los griegos llenaron
nuestras cabezas de perogrulladas que, para bien o para mal, nos han acompañado
por siglos. Nos atrevemos a exagerar, sin aportar pruebas, que esa afirmación, no sólo
hizo posible la tragedia, sino el desarrollo de un pensamiento secularizado que
asombraría a los tiempos como si fuese un milagro. Repitamos la idea con Píndaro:
“Una es la raza de los dioses y de los hombres; de una sola madre obtenemos ambos
nuestro aliento. Pero nuestros poderes son polos separados, pues nosotros no somos
nada y para ellos el refulgente cielo brinda por siempre segura morada” 5 .
Hubo un reparto: a los hombres les tocó la muerte, a los dioses no. Por eso los dioses
son los más fuertes; comparados con ellos, los hombres no son nada. “Lo que le toca
a cada uno” es lo que los griegos llamaron moira, y lo que nosotros habitualmente
traducimos por “destino”. La muerte es, pues, el destino de los hombres: como en el
reparto de un botín de guerra, no hay vuelta atrás; y después de la muerte no hay
nada. Se trata de una diferencia de jerarquía, un problema, como queda dicho, de
poder. No hay un dualismo metafísico: el Olimpo está allí nomás, a la vista; tampoco
una diferencia ontológica: son dioses vencedores, pero no tan fuertes como para crear
un mundo. Simplemente, los mortales no pueden recorrer la distancia que los separa
de los inmortales. En abierta oposición a lo que pasa en otras religiones, el sacrificio a
los olímpicos repite y celebra la separación; no hay comunión, es sólo un
reconocimiento de jerarquía y distancia: se mata a un animal, se lo divide, una parte
para los dioses, otra para los hombres, los dioses miran un banquete lejano y huelen
complacidos, los hombres comen. Es la forma habitual del culto: la sacralización de un
ámbito humano, respetuoso de los dioses, pero independiente y espontáneo.
Además, estos griegos piensan: los hombres son ignorantes, los dioses sabios. Esta
segunda afirmación amplía la distancia y la complica, pues lo que ignoran, sobre todas
las cosas, es la vida que les ha tocado, es decir, la moira. De aquí el fanatismo griego
por oráculos y adivinos, aunque, en rigor, pase lo que pase en el lapso de la vida, la
moira apunta al “día fijado”, la posibilidad insoslayablemente humana de la muerte. El

4
Obviamente, descubrir en Dionisos una amenaza de disolución, y en la tragedia un pacto de
convivencia es uno de los innumerables logros de aquel primer libro “imposible” de Nietzsche,
El Nacimiento de la tragedia.
5
Nemea 6.
tan reiterado “conócete a ti mismo”, grabado en el templo de Apolo en Delfos, no es la
invitación a un viaje por las profundidades del alma humana, sino un llamado de
atención, es el imperativo del límite: “conoce lo que es el hombre y qué lejos está de
los dioses” 6 . Apolo y sus símbolos son la cifra del límite. Homero y Hesíodo lo llaman
“el que hiere de lejos” y este epíteto parece señalar, una y otra vez, la distancia que
separa a hombres y dioses. Siempre que Apolo aparece en Ilíada, es para recordar a
los hombres que son apenas “criaturas de un día” y que no pueden medir sus fuerzas
con los inmortales 7 . Lo curioso es que su aparición sea necesaria, pues los hombres
parecen olvidar su moira todos los días y pretenden, constantemente, cruzar la raya,
como si la presencia del límite generase una zona de tensión, un ámbito de lucha, en
el cual, una vez más, cierta espontaneidad humana fuese posible. En este sentido,
Apolo es un dios ambiguo, pues mientras nos pone frente al espejo de nuestra
mortalidad, nos invita, a través de la palabra del oráculo, a conocer lo que, simples
mortales, no podemos conocer. Apolo nos ofrece una mano para acortar distancias,
saltar abismos. Pero es un engaño: lo que el dios nos dice por boca de la Pitia no es
claro ni unívoco, es un enigma. “El señor, cuyo oráculo está en Delfos, no dice ni
oculta, sólo señala”, dice Heráclito. He aquí el problema: el enigma manifiesta la
distancia que nos separa de los dioses, pero no cierra la cuestión; por el contrario,
indica una dirección, nos desafía a buscar un sentido.
Por amor al contraste, en la invención de sus dioses, estos griegos se pensaron a sí
mismos con un doble límite, la muerte y la ignorancia; paradójicamente, estos límites
circunscriben un ilusorio campo de batalla donde es posible torcer el brazo de los
dioses. Los mismos dioses desafían. Aceptar el desafío trae consigo un riesgo: se
pone en juego la propia vida. El héroe, el guerrero homérico, afirma el destino como si
fuese una elección propia, carga sobre sus hombros el peso de la moira y persigue la
muerte, buscando ganar la inmortalidad de la memoria; lo amenaza el olvido: el riesgo
de hundirse en un pasado sin redención. El sabio, en cambio, enfrenta el desafío del
enigma y, aún venciendo, paga con la ceguera. Héroes y sabios son los protagonistas
de las tragedias, son las máscaras que Dionisos ha elegido para encarnar su ciclo de
vida y muerte, para redimirnos en ellos, disolviendo todas las formas. Pero el griego no
acepta la oferta sin condiciones y vive la tragedia como un consuelo para los que no
tienen redención, o bien como una afirmación incondicional de la vida, a pesar del
riesgo.
Carlos Bustos

6
Platón, Car. 164d.
7
Cf. Ilí. 5.440, 21.461ss.

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