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La filosofía trascendental
Es de sobra conocido el propósito que tuvo Kant de establecer los límites entre el
auténtico conocimiento y aquello que haciéndose pasar por conocimiento no es más que un
enredo de ilusiones surgidas de la fantasía. El auge de las ciencias empíricas le condujo a
creer que un grado de certeza semejante al de éstas podía ser alcanzado por la metafísica,
aún si el costo de ello era la renuncia, cuando menos parcial, al acceso directo hacia los
objetos de estudio más valiosos para esta disciplina: la libertad, Dios, etc. Cansado de lidiar
con los argumentos racionalistas y con las múltiples doctrinas y enseñanzas que aseguraban
haber logrado penetrar en la verdad última de todo lo existente, dando cuenta de mundos
supraterrenos y órdenes espirituales de variada especie, Kant decidió apegarse de forma
estricta al método de no ir más allá de aquello que puede ser extraído de la reflexión sobre
la operación de las propias facultades intelectuales, única residencia cierta de cualquier
conocimiento que podamos tener. El resultado es su filosofía trascendental, una disciplina
que permite obtener conocimientos que rebasan la experiencia sensible, pero sólo en tanto
que dichos conocimientos se refieren a las funciones propias del intelecto, funciones
determinantes de cualquier conocimiento empírico. Hablar con certeza de algo que
sobrepase el mundo sensible sólo puede hacerse, desde la perspectiva kantiana, si ese algo
son las estructuras internas del intelecto; el conocimiento de Dios o cualquier otro objeto
trascendente queda por completo vedado.
Pero la filosofía trascendental no se contentó simplemente con señalar cuál era el
conocimiento auténtico y oponerlo al inauténtico o ficticio sino que tuvo que proporcionar
una explicación del surgimiento de este último, y no podía hacerlo de otro modo que no
fuera deduciendo la secreta operación de un principio perteneciente a cierta facultad
intelectual: la razón. Esta facultad es considerada la fuente de engañosos razonamientos e
ilusiones que terminan por concretarse en teorías falsas, pero al mismo tiempo se le otorga
el lugar más alto en la jerarquía de las facultades por ser ella misma la reguladora de toda
actividad cognoscitiva, motor del conocimiento y motivo de su unidad. En la sección
titulada Dialéctica trascendental de la Crítica de la razón pura se asigna su justo sitio a la
razón y se desenmarañan los enredos surgidos cuando se asume que lo originado por dicha
facultad es verdadero conocimiento.
La razón es la facultad encargada del pensamiento silogístico, por ello los distintos
problemas a los que da lugar pueden ordenarse a partir de las diversas formas de los
silogismos: categóricos, hipotéticos y disyuntivos. De la forma del silogismo categórico
surgen los problemas relativos a la sustancialidad y las nociones asociadas a ésta
(simplicidad, permanencia, etc.), de la del silogismo hipotético los referentes a la
interconexión (causal, etc.) de los objetos en general de acuerdo a sus orígenes y de la
forma del silogismo disyuntivo los problemas relativos a la determinación absoluta de todo
lo que es. Si bien las mencionadas formas son abstracciones lógicas carentes de contenido,
a cada una de ellas corresponde de manera privilegiada, en la tradicional argumentación
filosófica, cierto contenido, a saber: a la primera el alma humana, a la segunda el mundo y a
la tercera Dios, en tanto determinación absoluta de todo lo existente. Aunque cada caso
presenta sus particularidades, dignas de un atento estudio, la problemática de fondo que se
expone en la Dialéctica trascendental puede resumirse en lo siguiente: el conocimiento
empírico es posibilitado por la correcta coincidencia de los conceptos puros del
entendimiento y la materia dada a la intuición sensible, la operación de las categorías como
conceptos puros del entendimiento y su relación con la sensibilidad nos son conocidas
gracias a deducciones trascendentales que son el único modo en el que nuestro
conocimiento sobrepasa la experiencia empírica (todo lo cual se expone en la primera parte
de la Crítica de la razón pura); por otra parte, los conceptos puros del entendimiento
pueden ser aplicados a objetos que no se dan, ni pueden darse, sensiblemente, debido a que
el entendimiento y la sensibilidad son facultades independientes; así, cuando el
entendimiento trata de determinar tales objetos no sensibles mediante los conceptos puros,
que sólo sirven para la determinación de objetos dados a la sensibilidad, se producen
errores, ilusiones trascendentales originadas en silogismos que, pese a ser correctos en su
forma, ponen en relación contenidos inconmensurables entre sí. Un silogismo tal pasa, en el
proceso que va de sus premisas a la conclusión, de lo determinado hasta lo indeterminado,
de lo conocido a lo desconocido o incognoscible, asumiendo que a esto último pertenecen
las mismas propiedades que a lo primero. Por ejemplo, puesto que sabemos que los objetos
conocidos empíricamente tienen un principio y un fin en el tiempo, y ya que poseemos el
concepto de universo o de mundo en general, concluimos que el universo asimismo debe
tener un comienzo y un fin temporal. Pero el de universo es un concepto cuyo objeto no
puede tener lugar en la experiencia empírica, de ahí que el silogismo simplemente produzca
una ilusión, la ilusión de que el universo pueda tener principio y fin temporales.
De las ilusiones trascendentales hay una en particular a la cual pondremos especial
atención, se trata del Ideal de la razón pura, o bien, el concepto de Dios. Esta ilusión
trascendental proviene de la forma del silogismo disyuntivo (A o B, no A, entonces B) y
ocurre cuando se intenta establecer la determinación absoluta de los objetos existentes.
Pensando la determinación existencial de los objetos en términos de la metafísica
clásica se puede afirmar que a cada sujeto corresponden ciertos predicados −como afirmar
que a cada sustancia corresponden ciertos accidentes−, ahora bien, elevando esto a la
determinación absoluta habría que decir que de todo par de predicados contrapuestos uno
de ellos tiene que corresponder al sujeto del que se quiere establecer su determinación
existencial. Éste es un argumento que al parecer era comúnmente aceptado en la época de
Kant, pero lo que él hace en su dialéctica trascendental es analizar, es decir, desmembrar
dicho argumento y señalar la inferencia errónea ahí contenida. Su primer paso consiste en
indicar que la determinación de un simple concepto sí puede llevarse a cabo mediante el
proceso de descartar un predicado de cada par de ellos contrapuestos, pero única y
exclusivamente la determinación del concepto. Lo siguiente es señalar que en el argumento
indicado lo que se intenta determinar no son simples conceptos, sino objetos efectivamente
existentes, lo cual constituye ya un error. Este error es el que produce la ilusión
trascendental, esto es, la afirmación de la existencia de un Ser realísimo, fundamento de
toda existencia particular. Pues la completa determinación de un concepto requiere la
suposición de una totalidad de predicados, que le correspondan según el criterio
mencionado y la naturaleza del propio concepto, se trata de un conjunto absoluto de
predicados posibles. El engaño en el que la razón incurre, sin embargo, consiste en creer
que un objeto existente cualquiera requiere la suposición también de la existencia de un
conjunto absoluto de predicados reales, la existencia de lo que ha sido llamado un Ser
realísimo, fundamento absoluto de la realidad de cualquier ser determinado, es decir, Dios.
Tal es el Ideal de la razón.
Claro que en esta, como en las demás ideas trascendentales, lo que sucede es que se
va de lo conocido a lo incognoscible, de lo condicionado a lo incondicionado, sin ningún
reparo, siendo presas del engaño de la razón; y por ello Kant asegura que un ser tal es tan
sólo un ideal. Este ideal, a pesar de todo, desempeña un importante papel para el
conocimiento, puesto que, como las otras ideas, sirve como concepto regulador del
conocimiento: se presenta como una meta que exige constantemente ser alcanzada, es decir,
exige el conocimiento de la determinación absoluta de los seres, un conocimiento absoluto.
La tarea no puede cumplirse, pero el ideal es un estímulo constante para el desarrollo de la
ciencia en general y para el ejercicio y perfeccionamiento de nuestra naturaleza intelectual.
No obstante, si bien Kant asegura que el mencionado concepto de Dios no es más
que un ideal útil al conocimiento, no le parece adecuado negar la existencia efectiva de un
ser que tuviera semejantes perfecciones; tampoco puede afirmarla, aunque sí encuentra
justificación para suponerla e incluso para concebirla con atributos antropomorfos. En este
caso, como a todo lo largo de su filosofía, Kant se guía por la noción de la existencia de
“objetos en sí”, los cuales, aun siendo incognoscibles, habrían de dar sustento a todo
aquello que sólo se da como fenómeno al intelecto trascendental. Tal como la sensibilidad,
que se distingue del entendimiento por ser una facultad meramente pasiva, puede verse
como una especie de extraño vínculo con un estado de cosas que se encuentra más allá del
sujeto mismo y sus representaciones, así el Ideal trascendental puede comprenderse como
una referencia, si bien indirecta o simplemente analógica, a un ser existente “en sí”,
fundamento ontológico absoluto. Es de esta manera que podemos encontrar expresiones
como la siguiente en la Crítica:
Si alguien (con la vista puesta en una teología trascendental) pregunta, en primer lugar, si
hay algo distinto del mundo que contenga el fundamento del orden y cohesión de este
mismo mundo, la respuesta es la siguiente: sin duda. […] ¿Podemos, pues −se seguirá
preguntando− suponer un creador del mundo que sea único, sabio y omnipotente? Sin
ninguna duda. Y no sólo podemos, sino que tenemos que suponerlo.1
El idealismo absoluto
Las ciencias naturales han tenido un desarrollo exponencial en los últimos siglos,
ello se debe en gran medida a las múltiples utilidades que se derivan de los descubrimientos
por ellas alcanzados. Las conclusiones de las ciencias repercuten sensiblemente en el modo
de vivir de los hombres. Y, ciertamente, no podrían hacerlo de ninguna otra manera, puesto
que esas mismas conclusiones se derivan de la observación sistemática de lo sensible,
aquello que toman como criterio último para la verificación de todo su proceder. Si bien es
cierto que el intelecto juega un importante papel en el planteamiento de problemas, la
sistematización y ordenamiento de las conclusiones extraídas científicamente, es cierto
también que las ciencias naturales están atadas al mundo empírico. En esa atadura radica su
verdad pero también su limitación. Quizá por ello Hegel decidió desarrollar de forma
independiente su concepto de ciencia, el de una ciencia que no estuviese sometida a las
prescripciones impuestas por la naturaleza sino que diera cuenta de ésta en su estructura
interna y fundamental, una ciencia en la que el objeto de estudio se explique desde sí
mismo y no sea simplemente retratado por un observador externo.
La ciencia, para Hegel, es la certeza en el reconocimiento que el concepto hace de sí
mismo y en sí mismo. Pero esta verdadera ciencia no podría desarrollarse de forma
espontánea y con base en la simple observación del mundo sensible como las ciencias
empíricas, esta ciencia requiere, en cambio, sobrepasar primeramente el punto de vista, que
podríamos llamar ingenuo, de la conciencia natural que se concibe enfrentada a un mundo
ajeno, operante con independencia de ella misma; requiere, en pocas palabras, la superación
reflexiva de la condición natural de la conciencia racional. Situarse, pues, por encima de la
dislocación entre los contenidos de conciencia y la conciencia misma, entre el mundo y el
ego, es el primer y fundamental paso para la ciencia a la que Hegel quiso dar cumplimiento.
Ahora bien, la plena certeza de la dependencia mutua que se da entre el mundo en general y
la conciencia, únicamente puede lograrse por medio de un proceso paulatino a través del
cual distintos estratos de la realidad experiencial se hacen comprensibles en su unidad
inmediata con la conciencia; proceso que la Fenomenología del espíritu, como constante
esfuerzo reflexivo, se encarga de relatar. Desde la percepción sensible inmediata hasta las
formas más elevadas de lo propiamente humano, tal es el recorrido que la conciencia debe
realizar para llegar al verdadero ámbito de la ciencia: el saber absoluto. Dicho recorrido
tiene lugar gracias a cierto proceso de “superación que conserva” (Aufhebung), consistente
en la resolución en unidad de elementos que al comienzo se presentaban como
contrapuestos entre sí. La superación sólo puede realizarse debido a la fuerza de lo
negativo, o bien, debido a que cada noción, cada concepto, trátese del que se trate, lleva
implícita la referencia a su contrario. Mediante la negatividad la conciencia sale de sí
misma para encontrarse en lo que aparentemente le era opuesto; y esta actividad culmina
cuando la dicha conciencia se reconoce en ambos momentos y los mantiene en su distinción
particular, es decir, cuando comprende la unidad en la diferencia de los contrarios y la
verdad de su ser en y para sí, en otras palabras, cuando se aprende la identidad de la
conciencia con el mundo sin que ello signifique que cualquiera de estos carezca de
determinación propia. Este principio dinámico de la superación que conserva es lo que
facilita, tras la reiteración de su ejercicio con contenidos que abrazan cada vez más aspectos
diversos de la experiencia empírica, el reconocimiento que la razón hace de ser ella misma
toda realidad. La conciencia se descubre como espíritu o, mejor aún, el espíritu hace de sí
mismo uno con la conciencia. En palabras de Eduardo Vásquez, “ella [la conciencia]
comienza siendo conciencia natural, pero la totalidad de las manifestaciones del espíritu se
le revelarán como manifestaciones de ella misma.”2 Y “la formación de la realidad por el
desarrollo del espíritu es a la vez conocimiento de sí mismo que va adquiriendo la
conciencia.”3 Este nivel en el que la conciencia es una con la realidad, en el que la
conciencia es espíritu y se sabe como tal, es el saber absoluto, el ámbito propio para el
desarrollo de la auténtica ciencia de todo lo existente.
Otra forma de expresar el logro del saber absoluto es la afirmación de que la
sustancia verdadera es a la vez sujeto4, esto es, la afirmación según la cual el ser se
identifica con la autoconciencia. Esta clase de expresiones ha conducido a algunos
intérpretes a creer que la filosofía hegeliana renunció a la investigación de las cosas
mismas, es decir, que renunció al propósito de realizar la ontología en el pleno sentido de
esta palabra, para dedicarse tan sólo a un análisis introspectivo de la mente humana, de su
constitución interna y la determinación que los factores históricos y culturales ejercen sobre
ella, pero quienes así piensan se han equivocado. El estudio emprendido por Hegel es un
estudio de lo real, sin que a ello cause detrimento alguno el que esto real únicamente pueda
explicarse desde la propia conciencia cognitiva. Un estudioso como Preston Stovall lo ha
calificado como realista metafísico porque:
Para Hegel, hay un mundo real que los seres humanos pueden conocer tal y como es, pero es
un mundo cuyo conocimiento se basa en simultáneamente conocer la mente que interactúa
con él. En este sentido, el realismo de Hegel no es, por lo tanto, una doctrina que afirme la
realidad metafísica de algo independiente de la mente.5
2
Vásquez, E., “La ciencia según Hegel”, Dikaiosyne: revista de filosofía práctica, no. 12, 2004, p. 162.
3
Ídem.
4
Cfr. Hegel, G. W. F., Fenomenología del espíritu. Trad. de Wenceslao Roces y Ricardo Guerra. México:
Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 15.
5
Stovall, P. “Hegel’s realism: the implicit metaphysics of the of self-knowledge”, The review of metaphysics,
no. 61, vol. 1, 2007, p. 91. La traducción es mía.
toda la extensión de lo que es. De acuerdo con esto, las dificultades planteadas por una
concepción epistemológica guiada por la dicotomía sujeto cognoscente-objeto de
conocimiento son irrelevantes para la doctrina hegeliana, pues no hay un intermediario
productor de distorsiones ni un distanciamiento respecto del objeto que impida su correcta
captación. El punto de partida fundamental para la ciencia especulativa hegeliana es, por
tanto, la certeza de que lo conocido mediante el ejercicio intelectual es la cosa misma que
se quiere conocer, y ello debido no a que la mente sea una vía privilegiada de acceso a la
realidad en sí, sino debido a que el intelecto mismo es realidad en sí, a que realidad y
entendimiento son idénticos. El argumento entero de la Fenomenología es, pues, la
justificación de la posibilidad de una ciencia que explique los seres en general desde su
propia realidad y no como simple espectadora externa. En la ciencia especulativa la verdad
del conocimiento consiste en que cada objeto dé cuenta de sí desde su propia y determinada
existencia, o bien, que cada concepto contenga en sí la justificación y la explicación de su
particular modo de estar determinado. El acto intelectual que descubre la verdad
especulativamente no es una operación heterogénea a lo conocido, antes bien es la
constatación de la verdad de la razón en la íntima naturaleza de lo real.
Alcanzado el saber absoluto, que es condición de la ciencia, lo que sigue es el
desarrollo, propiamente dicho, de ésta, mismo que se consigna en la obra mayor de Hegel,
su Ciencia de la lógica. Esta obra es un despliegue de las categorías que vinculadas entre sí
conforman el tejido de todo lo que es; naturalmente, el vínculo dado entre estas categorías
no podría ser arbitrario ni impuesto de manera exterior sino perteneciente a su constitución
propia, y el despliegue de las mismas sería el ejercicio científico por el cual el espíritu
expone ante sí mismo sus configuraciones y se torna consciente de ellas. La ciencia muestra
el ordenamiento sistemático o, mejor, orgánico, de lo verdadero; además, en la medida en
que identifica lo real con lo intelectual, es ella una auténtica onto-logía.
Justamente la indistinción entre lo lógico y lo real, ámbitos que al entendimiento
ingenuo se presentan como polaridades remotamente conexas, posibilita que el comienzo
de la ciencia sea a la vez lo más concreto y lo más abstracto. En palabras de Karen Ng:
El saber absoluto es el más concreto y el más objetivo porque es pensamiento que se ha
convertido en realidad, pensamiento que es al mismo tiempo la auto-certeza del objeto. […]
La realidad y el pensamiento objetivo (o la realidad como pensamiento objetivo) constituyen
el contenido de la lógica especulativa, una lógica en la que la forma del pensar es inseparable
de la materia que es pensada. Y esta es la concretud del saber absoluto desde la cual comienza
la lógica especulativa.
Por otra parte, el comienzo de la Lógica es también el más inmediato y el más abstracto. Pues
a pesar de que la oposición de la conciencia ha sido superada, todo lo que se determina con
ello es que el pensamiento es inmediatamente el pensamiento del ser, ser puro, una
determinación que resulta, en toda su inmediatez, extremadamente abstracta.[…] Dado que el
saber absoluto nos ha conducido al punto de la unidad de pensamiento y ser, el pensamiento
es, inmediatamente y al mismo tiempo, ser; el pensamiento es, existe, y el pensamiento que se
piensa a sí mismo es también inmediatamente pensamiento que piensa el ser.6
8
Hegel, G. W. F., Ciencia de la lógica. Trad. de Augusta y Rodolfo Mondolfo. Argentina: Ediciones Solar,
1968, p. 124.
El resultado obtenido por el entendimiento, que, como tal, puede hacerse pasar por
conocimiento válido, tiene además otra consecuencia que Hegel expresa del modo
siguiente:
Cuando, pues, el intelecto que se eleva por encima de este mundo finito, asciende hacia su
cumbre, que es el infinito, entonces este mundo finito permanece para él como un aquende, de
modo que lo infinito se halla puesto solo más arriba de lo finito, segregado de él, y
precisamente por esto lo finito se halla segregado del infinito.9
Sin embargo, como se dijo antes, hay un tipo de infinito distinto de este falso
infinito, el infinito afirmativo. La verdad de este último se encuentra presente ya en el falso
infinito, no obstante, ahí hace falta la supresión de la alternancia entre finito e infinito, hace
falta, en otras palabras, la superación que reúna los polos contrapuestos en su unidad
originaria aún en la conservación de su peculiar diferencia individual. El proceso mediante
el cual surge el infinito afirmativo toma como punto de partida la situación en la que finito
e infinito se hallan enfrentados como determinaciones que son ambas finitas y consiste en
hacer ver que de este enfrentamiento proviene el traspaso de lo finito a lo infinito, traspaso
que demuestra la identidad de ambos polos, su unidad y la verdad relativa a la infinitud y la
finitud. Pues encontrándose cada uno, lo finito y lo infinito, enfrentado con su otro como
entidades mutuamente determinadas surge en ellos la característica opuesta a la que de
inicio se esperaba: lo infinito se muestra como finito y viceversa. Cuando el infinito se
enfrenta con lo finito como con un otro se revela finito, es decir, se revela en su identidad
con lo finito. Asimismo, cuando lo finito se halla enfrentado con el infinito como con un
otro, su enfrentamiento implica la exclusión de ese otro, esto es, implica la exclusión de
aquello que lo había determinado como finito y dependiente, mostrándose por tanto
infinito. Lo finito y lo infinito son, así, idénticos. Hegel explica esto diciendo:
Precisamente en esto, que el infinito se halla situado así separado de lo finito y por lo tanto
como unilateral, está su finitud y por ende su unidad con lo finito. Lo finito por su lado,
colocado como por sí alejado del infinito, constituye esta relación hacia sí, en la cual su
relatividad, su dependencia, su caducidad son alejadas; y él es la misma independencia y
afirmación de sí, que debe ser el infinito.10
9
Ídem.
10
Ibíd. p. 127.
De lo cual surge, finalmente:
la —desacreditada— unidad de lo finito y el infinito —la unidad que es ella misma el infinito,
que comprende en sí a sí mismo y a la finitud—, por lo tanto el infinito en otro sentido que
aquél según el cual lo finito está separado de él y situado en el otro lado.11
Aún resta dar cuenta de algunas vicisitudes por las que la unidad de lo finito y lo
infinito debe atravesar para consolidarse como infinito afirmativo (por ejemplo, un nuevo
error del intelecto, que persiste en mantener la unidad cerrada de cada uno de los polos
opuestos afirmando a uno solo de ellos como el en sí, restando, por tanto, importancia al
otro) pero no es este el lugar adecuado para estudiarlas con detenimiento, además ha
quedado ya lo suficientemente explicitado el resultado que interesaba señalar, es decir, la
superación de la dicotomía finito-infinito, y la consecuente definición del absoluto, lograda
a partir del principio de la superación de los contrarios. Aunado a lo anterior debe resultar
bastante claro también que cada objeto finito, cada existencia determinada, lleva en sí
mismo también a su contrario, el infinito; lo cual en el fondo es equivalente a la sentencia
que señala la identidad entre el ser y el pensamiento, entre lo más concreto y lo más
abstracto, que es nada menos que el punto de partida de la Ciencia de la lógica y la
culminación del desarrollo de la conciencia, la perspectiva del absoluto.