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Los nuevos creyentes experimentan esto con mucha frecuencia. Casi a diario, se
condenan a sí mismos y se llenan de congoja. A veces se condenan a sí mismos
varias veces al día, incluso docenas de veces diariamente. Tal vida en la que se
encuentran vagando en el desierto, hace que lleguen a dudar hasta de haber sido
regenerados. Pues, ¿acaso no dicen las Escrituras: “Todo aquel que es nacido de
Dios, no practica el pecado”? (1 Jn. 3:9). Así que, llegan a pensar que si pecan
todo el tiempo, ¡probablemente quiere decir que todavía no han sido
regenerados! La desilusión y el desaliento que sienten en tales ocasiones son tan
profundos, que incluso con lágrimas no pueden ser expresados.
Pero ¡he aquí que el hombre cayó! Esta caída no eliminó ninguno de los tres
elementos de los cuales estaba compuesto el hombre. Sin embargo, el orden de
estos tres componentes fue alterado. La condición del hombre cuando aún
estaba en el huerto del Edén, nos muestra claramente que la humanidad se
había rebelado contra Dios; su amor por Dios había cesado, y el hombre se
había declarado independiente de Dios. Génesis 3:6 dice: “Y vio la mujer que el
árbol era bueno para comer [esto alude a los apetitos del cuerpo, los cuales
surgen primero], y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable [esto alude al
afecto que surge de nuestra parte emotiva en el alma, el cual surge después que
los deseos del cuerpo se han manifestado] para alcanzar la sabiduría [tal era la
insinuación hecha por Satanás: “Y seréis como Dios, sabiendo...” (3:5); se
trataba, por tanto, del espíritu que rechazaba a Dios y del hombre que
procuraba satisfacer los apetitos del alma y del cuerpo; esto es lo que ocurre
finalmente]”. Así, el hombre cayó, y su espíritu, su alma y su cuerpo se vieron
afectados. Entonces, el espíritu quedó sujeto al alma, y el alma fue dominada
por sus muchas tendencias. El cuerpo, a su vez, desarrolló muchos deseos y
apetitos anormales, con los cuales seducía al alma. Originalmente, el espíritu
era quien dirigía al hombre; pero ahora, era el cuerpo el que lo dirigía a fin de
satisfacer sus concupiscencias. En la Biblia, a estos apetitos del cuerpo se les
llama: la carne. A partir de ese momento, el hombre llegó a ser carne (Gn. 6:3).
Esta carne constituye ahora la naturaleza propia del hombre que ha pecado; ha
llegado a ser la constitución natural del hombre. La naturaleza de nuestro ser es
aquel principio vital o constitución intrínseca que rige todo nuestro ser. Desde
los tiempos de Adán, todo aquel que es nacido de mujer lleva en sí esta
naturaleza pecaminosa; es decir, todos somos de la carne. Después de haber
comprendido cuál es el origen de la carne y que la carne no es sino nuestra
naturaleza pecaminosa, ahora podemos considerar el carácter de esta carne. No
podemos esperar que esta carne mejore. La naturaleza humana es muy difícil de
cambiar; de hecho, no cambiará. El Señor Jesús dijo: “Aquello que es nacido de
la carne, carne es”. Notemos el último vocablo: “es”. Aquello que es nacido de la
carne, es carne. No importa cuánto se reforme una persona, ni cuánto mejore y
se eduque, la carne sigue siendo carne. No importa cuánto una persona se
esfuerce por hacer actos caritativos y de benevolencia, por brindar ayuda a los
más necesitados, por amar a los demás o servirlos; aún así, sigue siendo carne.
Aun si pudiera hacer todas estas cosas, seguirá siendo carne. “Aquello que es
nacido de la carne, carne es”. Puesto que lo que nace es carne, carne será el
resultado final. No hay ningún hombre sobre la tierra que pueda cambiar su
propia carne. Tampoco Dios, que está en los cielos, puede cambiar la carne del
hombre, es decir, la naturaleza del hombre.
Puesto que Dios vio que era imposible enmendar, mejorar o cambiar la
naturaleza pecaminosa del hombre, El introdujo el maravilloso camino de la
redención. Sabemos que el Señor Jesús murió por nosotros en la cruz del
Gólgota. También sabemos que al creer en El y recibirlo como nuestro Salvador,
somos salvos. Pero, ¿por qué Dios nos libra de la muerte y nos da vida una vez
que hemos creído en el nombre de Su Hijo? Si este acto de creer no implica una
transacción real en lo referente a nuestra vida, lo cual difiere de un mero
“cambio” o reforma, ¿acaso Dios no estaría llevando al cielo a hombres que
todavía están llenos de pecado? Ciertamente, tiene que haber un profundo
mensaje implícito aquí.
Después que creímos en el Señor Jesús, Dios no nos deja seguir viviendo según
nuestra naturaleza pecaminosa, esto es, según la carne. Dios sentenció al Señor
Jesús a morir debido a que El se había propuesto, por un lado, que el Señor
fuese hecho pecado por nosotros y, por otro lado, que la vieja creación adámica
fuese crucificada juntamente con Cristo; de esta manera, El podría impartirnos
una nueva vida. Cuando creímos en el Señor Jesús como nuestro Salvador, Dios
nos dio esta nueva vida, la cual trae consigo una nueva naturaleza. “Por medio
de las cuales El nos ha concedido preciosas y grandísimas promesas, para que
por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo escapado
de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 P. 1:4).
Cuando creímos, Dios nos impartió Su propia vida, la vida divina, juntamente
con la naturaleza divina. Esta naturaleza es absolutamente nueva, y difiere
completamente de nuestra vieja naturaleza pecaminosa. Tal naturaleza no es
producto de haber mejorado nuestra vieja naturaleza. Más bien, en el instante
mismo en que creímos en el Señor Jesús aceptándolo como nuestro Salvador,
ocurrió una transacción misteriosa. Esto es la regeneración, la cual consiste en
nacer de arriba y en recibir la vida de Dios y la naturaleza de Dios. La
regeneración no es algo que el hombre pueda sentir; más bien, es la operación
del Espíritu Santo de Dios en nuestro espíritu, mediante la cual nuestro espíritu
recobró la posición que había perdido y la vida de Dios se estableció en nuestro
espíritu. “El viento sopla donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde
viene, ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Jn. 3:8).
Todos aquellos que verdaderamente han creído en el Señor Jesús, poseen el
Espíritu Santo, el cual opera en ellos de esta manera. Aquellos que sólo ejercitan
sus labios o su mente al creer, en realidad no han sido regenerados; pero todos
aquellos que creen con el corazón, son salvos (Ro. 10:9) y ciertamente han sido
regenerados.
“Pues yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el
bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el
mal que no quiero, eso practico ... Así que yo, queriendo hacer el bien, hallo esta
ley: Que el mal está conmigo. Porque según el hombre interior, me deleito en la
ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que está en guerra contra la ley
de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis
miembros” (Ro. 7:18-23). Esta es la experiencia común de todos los creyentes:
deseamos hacer el bien, pero somos incapaces de hacerlo; así como también
deseamos oponernos a lo malo y, no obstante, somos incapaces de resistirlo.
Cuando la tentación viene, cierto poder (una “ley”) anula nuestro anhelo de
santidad. Como resultado de ello, hablamos lo que no debiéramos hablar y
hacemos lo que no debiéramos hacer. A pesar de tantas resoluciones y votos,
somos incapaces de evitar que tal poder opere en nosotros.
En Gálatas, Pablo describe nuevamente el conflicto que existe entre estas dos
naturalezas: “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu
es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que
quisiereis” (5:17). La vieja naturaleza y la nueva naturaleza son enemigas la una
de la otra. Ambas luchan por ganar absoluta primacía sobre nosotros. La vieja
naturaleza tiene sus propios deseos y su propio poder, y la nueva naturaleza
también tiene los suyos. Ambas naturalezas existen en nosotros
simultáneamente. Por tanto, el conflicto es constante. Esto es similar a cuando
Esaú y Jacob estaban en el vientre de Rebeca; el uno era diametralmente
opuesto al otro, y pugnaban entre sí aun dentro del vientre de su madre. Cuando
el Hijo de Dios estuvo en la tierra, todas las potencias terrenales confabulaban
para matarlo. Asimismo, mientras el Hijo de Dios viva en nuestro corazón como
nuestra nueva vida, todos nuestros deseos carnales pugnarán por echarlo fuera.
Ahora, la pregunta más crucial es: ¿Cómo podemos obtener la victoria? En otras
palabras, ¿cómo podemos rechazar el poder que ejerce sobre nosotros la vieja
naturaleza así como la operación que ésta realiza en nosotros? Además, ¿cómo
podemos andar según las aspiraciones de la nueva naturaleza, a fin de agradar a
Dios? Leamos los siguientes tres versículos:
“Pero los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y
concupiscencias” (Gá. 5:24).
“Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu”. “Digo pues:
Andad por el Espíritu, y así jamás satisfaréis los deseos de la carne” (vs. 25 y 16).
Estos tres versículos nos muestran dos maneras de vencer la carne, o sea, la
naturaleza pecaminosa, la vieja naturaleza, la naturaleza adámica. De hecho,
ambas maneras no son sino dos aspectos o fases de un mismo método: la cruz y
el Espíritu Santo conforman la única manera en la que podemos vencer la
naturaleza pecaminosa. Aparte de este único camino, cualquier resolución
humana, voto o determinación, está destinado al fracaso.
Hemos visto que todos nuestros fracasos son causados por la tenacidad de la
naturaleza pecaminosa; llegamos a caer muy bajo debido a tal naturaleza. Por
tanto, si vencemos o no, dependerá de si somos capaces de enfrentarnos a
nuestra naturaleza pecaminosa, la cual es nuestra carne. Damos gracias a Dios
porque, aunque somos tan débiles, El ha preparado la manera para que
venzamos. En la cruz, Dios preparó el camino para nosotros. Cuando el Señor
Jesús fue crucificado, El no sólo murió por nosotros, sino que además, El
crucificó nuestra carne juntamente con El en la cruz. Por tanto, la carne de
todos los que pertenecemos a Cristo Jesús y que hemos sido regenerados, ha
sido crucificada. Cuando El murió en la cruz, nuestra carne también fue
crucificada. La muerte del Señor Jesús fue una muerte que incluyó dos aspectos:
una muerte vicaria, y una muerte con la cual podemos identificarnos y a la cual
podemos estar unidos. Ambos aspectos fueron plenamente realizados en la cruz.
Anteriormente, creímos en Su muerte vicaria y fuimos regenerados. Y ahora, de
la misma manera, creemos que nuestra carne ha sido crucificada juntamente
con El y, así, somos llevados a experimentar la muerte de nuestra carne.
Sabemos que la carne nunca dejará de ser carne. Por eso Dios nos dio una nueva
vida y una nueva naturaleza. Pero entonces, ¿qué haremos con nuestra carne?
Puesto que Dios la consideró sin esperanza y sin posibilidad alguna, El
determinó darle fin, es decir, la hizo morir. No hay otra opción que la de hacer
morir la carne. Por tanto, “los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne
con sus pasiones y concupiscencias”. Esto es hacer morir la carne. Y esto es lo
que logró el Señor Jesús; ¡El ya lo ha logrado! Al crucificar nuestra carne
juntamente con El, hizo posible que nosotros hagamos morir nuestra naturaleza
pecaminosa. Esto ha sido logrado sin ningún esfuerzo de nuestra parte.
Si reconocemos esto como un hecho, veremos cómo la cruz nos libera y cómo la
carne pierde su poder. Lo cierto es que, una vez que nos consideramos muertos,
experimentamos victoria inmediata. No obstante, muchos experimentan una
liberación gradual del poder de la carne. Esto se debe a su propia necedad o a
que los espíritus malignos persisten. Pero si perseveramos en la fe y ejercitamos
nuestra voluntad adoptando la actitud apropiada, obtendremos finalmente la
victoria. Sin embargo, esto no quiere decir que de ahora en adelante la
naturaleza pecaminosa ya no estará presente en nosotros, y que sólo tendremos
la nueva naturaleza. Si afirmásemos tal cosa, caeríamos en herejía. Además, esto
haría confusa la enseñanza de la Biblia y no sería fiel a la experiencia real de los
santos. Hasta que seamos librados de este cuerpo de pecado, nunca seremos
completamente libres de la “carne” —nuestra naturaleza pecaminosa—, la cual
se origina en el cuerpo de pecado. Aunque hemos aceptado la obra de la cruz,
necesitamos continuamente “andar por el Espíritu”, ya que la carne todavía está
presente en nosotros. Si hacemos esto, jamás satisfaremos “los deseos de la
carne”.