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Banalidad del mal y violencia urbana"1

Graciela Brunet

0. Presentación del tema


Hace dos años (6/8/07), presentaba en este ciclo la charla “Arendt y la
Modernidad”. Una nueva invitación de Laura Capella me permite acercarme al
público de Del derecho y del Revés, que reconozco como un grupo de gente
interesante e interesada en los grandes temas de nuestro tiempo, y con diversos
tipos de formación, es decir un público heterogéneo. Por lo tanto, voy a tratar de
abordar el tema con la menor cantidad de tecnicismos posibles. Si son necesarias
otras precisiones conceptuales, ustedes me lo requerirán en el momento del
debate.
Ante la invitación de Laura para referirme a la banalidad del mal, le dije que me
gustaría relacionar este concepto con cierta forma de violencia muy presente en
nuestro tiempo, aparentemente inmotivada y que a menudo se exhibe
mediáticamente. Esta denominación “violencia urbana” es la única que encontré
para acotar el fenómeno que me interesa abordar a partir de los conceptos de
Arendt: no voy a referirme a todas las formas de violencia ya que el ámbito de ésta
es muy amplio: podríamos hablar de violencia simbólica, doméstica, revolucionaria,
de la violencia utilizada como metodología de protesta (escraches y piquetes) o
incluso la que se genera a partir de delitos comunes o guerras, pero cada una de
ellas ameritaría elementos diferentes de análisis. Quiero enfocarme sobre un
fenómeno casi cotidiano, a veces denominado “vandalismo” donde se destruyen sin
motivo aparente bienes públicos (escuelas, dispensarios, bienes culturales:
estatuas) o, cuando sin motivo aparente se agrede físicamente a personas, y, como
colofón, a menudo se filma la agresión y se la exhibe mediáticamente. (Lo que en la
noticia periodística se presenta como un “desafío” entre grupos de adolescentes o
la agresión a la chica que es “demasiado linda”).
Voy a intentar abordar este fenómeno desde el concepto de banalidad del mal,
forjado por H. Arendt en la década del 60, cuando asistiera como corresponsal en
el famoso juicio a A. Eichmann en Jerusalén. Para aquellos que no conozcan a
Arendt: ella nació en Alemania en 1906 y murió en EEUU en 1975, discípula de
Heidegger y de K. Jaspers. Perteneció al grupo de judíos asimilados, su esmerada
formación universitaria incluyó además de filosofía, la teología cristiana, el griego,
el latín. Debió huir de Alemania en 1933, a Francia, luego a EEUU. Adhirió al
sionismo en su juventud, aunque luego se distanció de este. Desarrolló en EEUU
una brillante carrera académica, definiéndose a sí misma como “pensadora
política”.

Mis hipótesis de trabajo más generales serán dos en principio: a) que algunos de los
conceptos forjados por H.A. para pensar acerca del totalitarismo pueden aún hoy
funcionar para pensar nuestro propio tiempo (globalización); b) que la obra política
de Arendt puede ser leída también como una ética.

Vamos entonces a la noción que hoy nos ocupa: la banalidad del mal. Es difícil decir
si realmente se trata de un concepto, ya que, cuando aparece por primera vez en el
libro sobre Eichmann, la autora no lo define, su sentido surge del contexto, y se lo
usa una sola vez a lo largo de 400 páginas. Pero también lo coloca la autora como
subtítulo del libro, lo que lo vuelve mucho más significativo. Parece que a H.A. este
término le fue sugerido por su marido, H. Blüher, aunque también hay una carta de

1
CICLO: "Del derecho y del revés del Bien y del Mal”, 3 de Agosto 2009. CENTRO CULTURAL
BERNARDINO RIVADAVIA

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K. Jaspers, veinte años anterior, donde se menciona el término, pero al pasar, y sin
estar aplicado a la circunstancia específica en que luego fue usado. Dada la
repercusión (en un primer momento negativa) obtenida por la expresión “banalidad
del mal”, Arendt vuelve sobre esta cuestión en su última obra, LVE, diciendo “tras
esa expresión no sostenía tesis o doctrina alguna”. Pero luego se refiere a ella como
un concepto y a la legitimidad de su uso. (LVE, p. 15-16) Allí explica que fue su
presencia en el famoso juicio lo que la puso en posesión de ese concepto.
Su obra sobre Eichmann, publicada en 1963, cosechó en su momento variadas
críticas, y una de las cuestiones (junto con la actuación de los Consejos Judíos) que
más indignó a muchos lectores, fue que se denominara “banal” al mal. Se le
reprochaba que el mal nunca puede ser banal, es decir frívolo o superficial. Siempre
digo que a Arendt la traicionó su uso del inglés, debió decir: banalización del mal, es
decir, mi interpretación es que ella quiso decir que en el totalitarismo, algo tan
grave como el mal se vuelve frívolo y sin importancia, algo de rutina, ya que se
denominaba “acto de servicio” a verdaderos crímenes. (Un ej. de esto: en el juicio,
fue cuando el abogado de Eichmann hablaba de “acciones médicas” para referirse a
los gaseados). O también, Arendt podría haber aclarado, que ella no se refería a una
cualidad o propiedad del mal en general sino a una característica propia del mal
que fue infligido por el nazismo.
En efecto, el término “banalidad del mal” surge cuando, siendo Arendt corresponsal
de la revista The New Yorker, conoce al acusado Eichmann, que había sido
presentado por el fiscal como un monstruo, sádico, etc, y, por el contrario ella
afirma que se trataba de un hombre “normal”. Al menos así lo caracterizaron varios
psiquiatras que lo examinaron, e incluso un sacerdote que charló con él dijo que
tenía “ideas muy positivas”. Arendt es irónica respecto a qué entenderían aquellos
psiquiatras por normalidad o el religioso por ideas positivas. De todos modos, ella
advierte que el acusado no era justamente un fanático antisemita, que sólo parecía
interesado por ascender en su carrera, y que además, presentaba una incapacidad
notoria para expresarse en alemán (su lengua materna), tal que Arendt llega a
hablar de “afasia”. Durante los interrogatorios caía frecuentemente en
contradicciones, si bien no podría decirse de él que era estúpido. Lo que lo
caracterizaba, según HA era una absoluta incapacidad para pensar, para reflexionar
poniéndose en el lugar del otro. Y la posibilidad de hacer el mal aparece en
conexión con esta incapacidad de pensar.

Retrocedamos en la obra de HA, hasta la publicación de OT, en 1951, su primer


libro escrito en EEUU, porque allí encontramos, en el vol. 3, en la fenomenología
que Arendt hace del totalitarismo, varios conceptos interesantes por su vigencia
para pensar nuestras sociedades occidentales contemporáneas. Uno de ellos es el
concepto de superfluidad: los regímenes totalitarios vuelven superfluas a las
personas. Al ser considerados nocivos, ciertos grupos humanos se vuelven,
obviamente, innecesarios, y por lo tanto, pueden ser eliminados físicamente. Para
proceder a esta eliminación, en la Alemania nazi, se dan tres pasos: a) hacer
desaparecer la “persona jurídica”, esto se hace por medio de la desnacionalización,
que no ocurrió sólo en Alemania. Después de la lª Guerra M. miles de europeos
fueron privados de su nacionalidad, convirtiéndose en apátridas. b) Hacer
desaparecer a la persona moral: en los campos de exterminio, la perversidad de los
métodos, hacía imposible el heroísmo o la solidaridad entre los prisioneros. c)
Volver superfluas a las personas, en tanto seres humanos, destruyendo todo rastro
de humanidad en ellas, toda espontaneidad.
Esta última fase, después de Arendt, ha sido trabajada por un autor
contemporáneo, el italiano Giorgio Agamben, en su conocida serie Homo Sacer bajo
la figura de “el musulmán”, como eran denominados en los campos de
concentración quienes ya habían perdido toda energía o espontaneidad, y sólo les
restaba el mero deseo de supervivencia física (quedando reducidos a lo que
Agamben llama “nuda vida” o “vida desnuda”, pura vida biológica que ha sido
despojada de su humanidad).

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Aquellas tres condiciones que enumerábamos, preceden y preparan el genocidio.
Arendt advierte que el Holocausto y el genocidio son delitos contra la humanidad,
fenómenos específicamente modernos, no podrían haber ocurrido en épocas
pretéritas, dada la incidencia que en ellos tienen la ciencia y la tecnología, así como
la de los medios modernos de administración. (Todo esto ha sido con posterioridad,
descripto muy claramente por ej. en Modernidad y holocausto de Zigmunt Bauman).
También, lo que muestra el juicio a Eichamnn, es esa figura del “administrador” con
sus valores de eficiencia, eficacia, pero absolutamente incapaz de reflexión. Que
esto hubiera sido posible es lo que en OT mereció el calificativo de “mal radical”,
otra expresión que no llega a transformarse en concepto. Ella se da cuenta que la
noción de “mal radical” es inapropiada porque, cuando intentamos aprehender el
mal, buscamos sus raíces, y no las encontramos, advertimos que el mal no tiene
profundidad. Por el contrario, el mal es más bien como un hongo, que se encuentra
en la superficie y amenaza con cubrir la tierra. Arendt, que era consciente del
contenido metafísico y teológico de esa expresión, la va a dejar inmediatamente de
lado. Y la va a suplantar por otra que tampoco fue muy feliz (si pensamos en las
críticas recibidas) pero que ha sido perdurable: banalidad del mal.
La superfluidad creada por el totalitarismo no es sólo una cuestión que afecte de
hecho a los seres humanos, aunque esto no es poco, dadas sus consecuencias.
También afecta a la condición humana como tal, pues elimina lo que Arendt llama
pluralidad, natalidad, acción. Tratemos de explicar esto de la manera más sencilla.
En LCH Arendt hace una fenomenología de lo que denomina vita activa, donde la
categoría de acción, vale decir, el actuar y hablar –en sentido político- es lo que
hace propiamente humana a la vida. La acción se desarrolla en un espacio público,
un espacio de aparición, donde la distancia entre un ser humano y otro (“entre”, in
between) es lo que permite que los hombres, iguales por su condición, pero, no
obstante, diferentes, puedan expresar sus diferencias por medio del habla.
Los hombres, al ser plurales por naturaleza, son asimismo espontáneos, libres, en
virtud de la natalidad, la capacidad de cada ser humano de dar inicio a algo nuevo.
Si relacionamos esto con lo ocurrido en las sociedades totalitarias vemos que el
estado totalitario, al hacer desaparecer el espacio público, suprime el “entre”,
convirtiendo a las personas en una masa, y resultando así imposible la política. De
esta manera, la impredecibilidad y espontaneidad humanas también desaparecen.
No es extraño entonces que los totalitarismos convirtieran el genocidio en una
práctica frecuente, pues ellos son un verdadero experimento de supresión de la
pluralidad.

1. Moral y pensar: Tanto Los orígenes del totalitarismo como Eichmann en


Jerusalén llamaban la atención sobre un hecho histórico contundente: la inoperancia
de los preceptos morales tradicionales en ciertos momentos históricos críticos. Esto
que permitió que tanto las masas como destacadas individualidades (funcionarios,
jefes militares, incluso intelectuales) hicieran caso omiso de las enseñanzas de su
moral o su religión acerca del respeto por la vida humana y así fueran posible tanto
el exterminio de los judíos en Alemania, como el de los opositores políticos en la
Rusia stalinista.
En Los orígenes del totalitarismo Arendt terminaba su último tomo2 haciendo una
distinción conceptual que luego reaparecerá en otros escritos3: la diferencia entre
soledad (loneliness), aislamiento (isolation) y “solitud” (solitude).
* Soledad (loneliness): existir en singular, por falta de compañía humana.
* Aislamiento (isolation): privación de la vida política (acción)
* “Solitud” (solitude): Estoy conmigo mismo, en el dos-en-uno de la conciencia.

2
Los orígenes del Totalitarismo .Volumen 3: Totalitarismo, p. 700 y sigs, Madrid, Alianza.
3
Véase La vida del espíritu, p. 92; “Algunas cuestiones de filosofía moral”, p. 96, en Responsabilidad y
juicio, ed. citada; “El pensar y las reflexiones morales”, p. 134, en De la historia a la acción, Barcelona,
Paidós, 1995.

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Los sujetos que viven en sociedades totalitarias se encuentran solos y aislados,
privados del ejercicio de la acción (vida política) y de lo que Arendt denominó
“entre” (in between), la distancia que une y separa a los seres humanos en el
espacio público de aparición. La solitud, en cambio, es la condición necesaria del
pensamiento, pues se trata del diálogo silencioso conmigo mismo, que permite la
actividad del pensamiento.
A los ciudadanos de los estados totalitarios se les privaba de las condiciones que
hacen posible pensar y actuar políticamente. Si vinculamos esto a la hipótesis de
Arendt -que surge a partir de su presencia en el juicio a Eichmann- 4 acerca de la
conexión entre ausencia de pensamiento y posibilidad de hacer el mal5 tendremos
otra aproximación a la cuestión de la banalidad del mal. Antes de establecer esta
vinculación sería necesario aclarar qué es para Arendt pensamiento y cómo se
relaciona éste con la conciencia moral y la solitud y asimismo, con la tercera de las
facultades del espíritu: el juicio, que está necesariamente ligada a la esfera de la
acción, ya que se trata de la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo.

2. El pensamiento es la primera de las facultades examinadas en La vida del


espíritu, obra que comienza con un epígrafe de Heidegger que diferencia al pensar
tanto del conocimiento como de la sabiduría práctica y de la capacidad de actuar.
Lo que sugiere que el pensar no busca el conocimiento (la verdad) sino el sentido.
Aunque históricamente Arendt vincula el pensar a la figura de Sócrates, pensar no
es para ella contemplación (teoría) sino una actividad que se da en nuestro
interior, cuando somos capaces de reflexionar, actualizando la dualidad interna a
nuestra consciencia (dos-en-uno). De ahí que el pensamiento sea un diálogo
silencioso con nosotros mismos y requiera de lo que Arendt llama “solitud”
(solitude). Es por eso que el pensamiento, tal como lo entiende Arendt, guarda un
vínculo con la pluralidad, pues en el dos-en-uno de mi consciencia está contenido el
germen de la pluralidad humana. No obstante, se trata -en el caso de la
consciencia- de pluralidad potencial, ya que la pluralidad en sentido propio se da en
la acción, donde necesariamente actúo en compañía de otros, o en el juzgar,
cuando ponemos en juego lo que Arendt, siguiendo a Kant, llamó mentalidad
ampliada. Ésta deriva del ensanchamiento de nuestra propia mentalidad mediante
la incorporación de otros puntos de vista, ni más ni menos que “pensar desde el
punto de vista de otro”.
La experiencia del pensamiento surge en conexión con sucesos mundanos, es la
acción quien la despierta, como lo ejemplifica la biografía misma de Arendt,
aunque, paradójicamente, sólo puede realizarse con la retirada del sujeto a su
propia solitud.
La experiencia del pensar, aún si es llevada a cabo por un individuo o una
generación, no puede ser trasmitida por la tradición, por eso el pensar debe ser
hecho nuevamente por cada ser humano. Asimismo HA afirma que cuando habla de
pensamiento no se trata de algo privativo de los filósofos profesionales; el hombre
común es capaz de pensamiento ya que armar un relato (de su vida, por ejemplo)
es una forma de pensamiento.6 Inversamente, la incapacidad de pensar no es sólo
una carencia de las masas, “sino una posibilidad siempre presente para todos,
incluidos los científicos, investigadores y otros especialistas en actividades
mentales” (LVE, p. 222).
El pensamiento se vincula a la pluralidad y mediante lo que Arendt denomina
“inicio”, a la libertad.7 Pluralidad y libertad son dos de las categorías
fundamentales desplegadas por Arendt en su fenomenología de la vita activa8.
Condición de toda vida política, la pluralidad humana -vivir y actuar entre hombres-

4
Cfr. Eichmann en Jerusalén, Barcelona, Lumen, 1967.
5
LVE, p. 15.
6
P. 140 de “Arendt sobre Arendt”, en De la historia a la acción, ed. cit.
7
Véanse las líneas finales del 3er. volumen (“Totalitarismo”) de Los orígenes del totalitarismo.
8
Cfr. La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993.

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significa que no es el Hombre sino los hombres quienes habitan la tierra. La razón
fundamental por la que Arendt – a diferencia de otras personalidades judías- aprobó
la sentencia de muerte dictada contra Eichmann, es que él se había negado a
compartir la Tierra con otros hombres (no reconocía la pluralidad humana).
Siendo los hombres al mismo tiempo, iguales y diferentes, necesitan de la acción y
del discurso para entenderse. De esta manera, la pluralidad se convierte en
condición de la acción y del discurso. Una vida sin acción ni discurso no sería una
vida propiamente humana. En cuanto a la libertad, ella tiene su fundamento en lo
que Arendt llama natalidad: por ser nacidos, cada hombre es un inicio (initium),
vale decir, con él algo nuevo llega al mundo. Por ser plurales, los hombres pueden
vivir como seres distintos y únicos entre iguales9, es por eso que el hombre-masa
del totalitarismo no puede interactuar políticamente con otros hombres (lo que
Arendt llama acción) ya que ha sido despojado de su carácter plural.

3. El juicio
Ese diálogo silencioso del yo consigo mismo10, que Arendt denominó pensamiento,
al que en ocasiones se refirió como “viento del pensamiento” ya que disuelve las
rutinas mentales y las normas morales convencionales -de ahí su origen socrático-
prepara a nuestra mente para juzgar. En efecto, cuando no es posible ejercer el
juicio determinante y se hace necesario el juicio reflexionante (el que se da en
ausencia de un universal que permita subsumir el particular que es juzgado), nada
mejor que poseer una facultad con la que podamos deshacernos de nuestros
prejuicios morales o intelectuales.
Siempre “fuera del orden”, el pensar no produce “resultados”, más bien
“descongela” lo que el lenguaje ha congelado. El pensamiento, al poner en diálogo
el dos-en-uno presente en la consciencia produce el emerger de la conciencia
moral. Dado que ésta no da prescripciones positivas -sólo nos dice qué no debemos
hacer, como el daimon socrático- se hace necesaria la intervención del juicio para
orientar la acción.
De la manera antedicha, Arendt vincula las facultades del pensamiento y el juicio,
sobre cuya relación ya se había percatado en su obra sobre Eichmann, al atribuir a
la ausencia de pensamiento en el reo su notoria incapacidad para juzgar o
reflexionar.
Por ser el juicio la habilidad para distinguir lo bueno de lo malo y lo bello de lo feo y
también nuestra capacidad de discernir y hacer elecciones en situaciones
problemáticas, queda ligado a la esfera de la acción. A diferencia del pensamiento,
que aspira a la generalización y trabaja con elementos inmateriales, el juicio opera
con particulares y está más cerca del mundo de los fenómenos.
Inspirada en la Crítica del Juicio11 de Kant, a la que lee en clave política y en ciertos
escritos políticos de la vejez12 de Kant, Arendt presenta dos modelos para pensar el
ejercicio del juzgar:13
a) Juzgar para actuar: basado en el punto de vista del actor (actor político en el
espacio público). Una facultad eminentemente política.
b) Juzgar para extraer el sentido del pasado: basado en el juicio de los
espectadores, tales como poetas e historiadores.
Arendt disiente con Kant respecto de que sea la razón práctica la única fuente de la
moral; por el contrario, para Arendt son el juicio y el pensamiento las facultades que

9
LCH, p. 202.
10
L.V.E., p. 93 y 216.
11
Arendt se apropia del concepto kantiano de “juicio” (juicio de gusto) tal como aparece en la 3ª. Crítica
y lo traspone al plano ético-político.
12
Entre ellos, cfr. “Reiteración de la pregunta si el género humano se encuentra en constante progreso
hacia lo mejor”, en I. Kant: Filosofía de la historia, Buenos Aires, Edit. Nova, 1964.
13
M. Passerin D’Entréves, “Arendt’s theory of judgment”, en Cambridge Companion Online, Cambridge
University Press, 2006.

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confluyen para orientar la acción, más aún cuando las normas y valores
consagrados por la tradición se encuentran en bancarrota.

4. Pensar y juzgar: el “peligro” de no pensar


En LVE, la sección denominada “Pensamiento y acción: el espectador” (p.112)
muestra un acercamiento entre pensar y juzgar que también se presenta en otros
textos, a punto tal que la definición “es la facultad que nos permite distinguir lo
bueno de lo malo, lo bello de lo feo”, es atribuida tanto al pensamiento 14 como al
juicio15.
Ambas facultades son pensadas desde la perspectiva de la acción y por lo tanto
guardan un compromiso con la cuestión ética. Por ejemplo, cuando Arendt se
refiere a los “peligros” de no pensar (p. 208 LVE) ella entiende que ese riesgo
consiste en que, aferrándonos a las normas vigentes, a su carácter de reglas
establecidas, menos que a su contenido, caigamos en prejuicios o hagamos más
sencillo el reemplazo de las normas convencionales por cualquier otro conjunto de
reglas. Tal fue lo que sucedió en la Alemania nazi y en la Rusia de Stalin, donde el
“no matarás” y “no levantarás falso testimonio” fueron reemplazados por sus
opuestos.
Si en circunstancias “normales” el pensamiento es “una actividad políticamente
marginal”16, en situaciones críticas deja de serlo y se vuelve “implícitamente
político” al liberar el juicio, “la más política de las facultades mentales del
hombre”.17 Si bien el juicio se encuentra más cerca del mundo de los fenómenos, ya
que se pronuncia sobre lo que ocurre, es el pensamiento quien le proporciona los
materiales sobre los que trabajará aquel, que, en el dominio de la acción será
siempre un juicio reflexionante. La posibilidad de juzgar de esta manera es lo que
nos permite seguir siendo agentes morales aún cuando las normas y valores
tradicionales hayan colapsado. Es por eso que, al enfrentarse a un sujeto
indiscutiblemente criminal, pero que no se manifestaba como un fanático, ni cuyos
crímenes pudieran ser imputados a ninguna patología mental, sino “cuya única nota
distintiva personal era quizás una extraordinaria superficialidad” 18, Arendt habla de
la “banalidad del mal”. Refiriéndose a Eichmann, dice Arendt: “no era estupidez,
sino una curiosa y absolutamente auténtica incapacidad para pensar”.19 Y esta
incapacidad de pensar es lo que le impide reconocer la criminalidad de sus actos.

5. Violencia
En su ensayo “Sobre la violencia” (1969)20, HA establece distinciones conceptuales
que ya se encontraban en germen en La condición humana (1958)21 donde pone en
relación tres conceptos: poder, fuerza y violencia, a menudo confundidos. El poder
se manifiesta como la potencia de los hombres que actúan juntos, en tanto que la
fuerza lo es de individuos aislados. La violencia puede llegar a destruir el poder,
pero nunca se convierte en su sustituto ya que el poder es político por su relación
con la pluralidad humana, mientras que la violencia es siempre prepolítica.
En “Sobre la violencia” critica a aquellos que creen que la violencia es la
manifestación más clara del poder o que ella es un género del poder. 22 Lo que

14
P. 137 de “El pensar y las reflexiones morales”, ed. cit..
15
P. 143 de “Algunas cuestiones de filosofía moral”, ed. cit.
16
Ibidem.
17
Ibidem.
18
“El pensar y las reflexiones morales”, p. 109.
19
Idem. Y EJ, p. 4l4.
20
Hay traducción castellana incluida en Arendt, H.: Crisis de la república, Madrid, Taurus, 1973.
21
Cfr. p. 223 a 225.
22
Es curioso que HA no defina la violencia, salvo cuando dice en C.H., p. 44: “la violencia es el acto
prepolítico de liberarse de la necesidad para la libertad del mundo”. Rabossi define la violencia como:
“todo acto, proceso, técnica, metodología, sistema, estrategia, planteo que, siendo evitable, impida a
individuos, grupos o comunidades, la satisfacción de sus necesidades básicas”; puede ser directa o

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caracteriza a la violencia sería su instrumentalidad: ella necesita herramientas, y de
ahí la importancia de la técnica. La violencia está en relación con un fin que la
justifica. Asimismo, sus resultados quedan más allá del control de los hombres, lo
que introduce un elemento de azar e incertidumbre.
El poder precisa del número -ya que es el actuar juntos-, en tanto que la violencia
puede hasta cierto punto prescindir del número, pues su eficacia se basa en los
instrumentos de los que se sirve. Una acción terrorista aislada, llevada a cabo con
armas sofisticadas por uno o dos individuos y planeada por unos pocos -como el
ataque a las Torres Gemelas- podría ejemplificar la idea de Arendt. La violencia
puede destruir el poder, no obstante, nunca puede crearlo. Poder y violencia son
opuestos para Arendt, hasta el punto que, donde uno domina, falta el otro.23
Dice en “Sobre la violencia”:
El poder no necesita justificación, siendo como es inherente a la verdadera
existencia de las comunidades políticas; lo que necesita es legitimidad. (...) El poder
surge allí donde las personas se juntan y actúan concertadamente, pero deriva su
legitimidad de la reunión inicial más que de cualquier acción que pueda seguir a
ésta. (...) La violencia puede ser justificable pero nunca será legítima. Su
justificación pierde plausibilidad cuanto más se aleja en el futuro del fin propuesto.
Nadie discute el uso de la violencia en defensa propia porque el peligro no sólo
resulta claro sino que es actual y el fin que justifica los medios es inmediato.

En cuanto a los fines generalmente perseguidos por la violencia, Arendt cree que
ella puede ser un medio para obtener reformas, más que para lograr una
revolución. Y el peligro siempre latente de la violencia, aún en estos casos donde
parece haber un fin político que la justifica (defensa de derechos fundamentales,
por ejemplo), es que sus medios pueden superar al fin. No obstante Arendt acepta,
que “bajo ciertas circunstancias, la violencia (...) es el único medio de restablecer el
equilibrio de la balanza de la justicia”.24

Conclusión
Intentemos poner a prueba los conceptos que hemos trabajado para tratar de
pensar los fenómenos ya citados de vandalismo o violencia gratuita tan frecuentes
hoy. Resulta obvio que no se trata de un ejercicio de poder, ni tampoco de una
violencia que pudiera justificarse en vistas de algún fin tal como reparar la injusticia
o lograr la satisfacción de derechos, ya que los agentes de la acción violenta no
plantean exigencias ni reivindicaciones. También el elemento técnico es un
ingrediente relevante, no sólo por la accesibilidad de armas de fuego en las
sociedades contemporáneas, sino fundamentalmente, por la importancia que
adquiere la transformación en imágenes y la difusión mediática de los actos
cometidos. (Cualquier paliza propinada por sus compañeros a un joven indefenso,
inmediatamente será registrada por las cámaras de los celulares y “colgada” en
Internet.)
En cuanto a los protagonistas de estos actos, se ha dicho -y con razón- que la falta
de inserción social, o, en el peor de los casos la marginalidad, colocan hoy a
muchos individuos en situación de soledad y aislamiento: la formación de bandas o
pandillas (o lo que hoy se denomina “tribus urbanas”) tiende a mitigar la soledad y
compensa la pérdida de vínculos primarios.25 Destruido o dañado el tejido social, se
ha eliminado el “entre” que hace posible la socialidad y así une a los seres
humanos, pero que también los separa, permitiendo la individuación y la acción (en

indirecta (producción de miseria, alienación), en “Globalización, ddhh y violencia” (texto disponible en


Internet).
23
Ibídem, p. 158.
24
Ibídem, p. 164.
25
Cfr. E. Fromm: El miedo a la libertad, el autor intenta explicar este tipo de fenómenos como huída de
la libertad, mediante la creación de “mecanismos de evasión de la libertad”, siendo el principal de ellos la
violencia.

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sentido arendtiano: actuar con otros en un espacio de aparición). Por eso las
bandas, como las masas, desconocen la pluralidad. Eso hace comprensible la
tendencia a vincularse en grupos donde no hay una auténtica acción -pues ésta
incluye también el discurso y el diálogo-, grupos donde, al faltar creencias o ideales
compartidos, no hay discusión en torno a ideas ni búsqueda de objetivos comunes.
Dado que, en general, el discurso de las bandas es “acá mandamos nosotros”,
podríamos decir con Arendt que allí hay violencia, y no poder. Es patente en estos
grupos urbanos su apoliticidad, no sólo en lo que hace a la participación, sino en el
orden del (des)conocimiento de la política. El siguiente párrafo de H. Arendt
caracteriza muy bien a estos sujetos:

El aislamiento es ese callejón sin salida al que son empujados los hombres cuando
es destruida la esfera política de sus vidas, donde actúan juntamente en la
prosecución de un interés común.
El hombre aislado, que ha perdido su lugar en el terreno político de la acción, es
abandonado también por el mundo. (...) Entonces el aislamiento se torna soledad.
(...) Mientras que el aislamiento corresponde sólo al terreno político de la vida, la
soledad corresponde a la vida humana en conjunto. 26

De tal manera, despolitización y violencia parecen transformarse en las dos caras


de una misma moneda.
Los autores de agresiones y actos vandálicos no parecen tener “malicia” o
“malas intenciones”, no parecen obrar movidos por el egoísmo o las pasiones
(como Eichmann o como la mujer juzgada en la película “El lector”), parecen no
darse cuenta de lo que han hecho (no pueden reflexionar). Cuando Arendt decía
esto respecto de Eichmann estaba cuestionando la vieja creencia de que alguien
que comete actos malos debe tener malos motivos para realizarlos. Los nuevos
crímenes administrativos parecen ser independientes de las motivaciones de sus
autores, así como la nueva variedad del mal representada por la violencia urbana.
Es también evidente que, para los grupos humanos que estamos considerando han
perdido vigencia las normas y valores de la religión y la moral convencional. Podría
esperarse que, a partir de esta liberación se diera paso a la autonomía moral y al
juicio reflexivo. Pero es obvio que, tanto en una sociedad donde la palabra del
Führer era ley, como en una banda liderada por un jefe, no hay espacio para la
autonomía, por lo tanto no podemos presumir que exista allí el auténtico
pensamiento (búsqueda del sentido) ni que se pueda ejercer la capacidad de juzgar.
Tampoco esto será posible en aquellos individuos cuyo aislamiento y soledad les
impide la actualización de la pluralidad (dos-en-uno) inherente a su conciencia.
Y si, como espectadores de estos actos de destrucción y crueldad tendemos a
minimizarlos, atribuyéndolos a la rebeldía juvenil o a la falta de inserción social, y
así los naturalizamos, es entonces nuestro propio juicio el que comienza a resbalar
por la peligrosa pendiente de la banalización del mal.

Abreviaturas
H.A.: Hannah Arendt
L.V.E.: La vida del espíritu
C.H.: La condición humana
E.J.: Eichmann en Jerusalén
O. T.: Los orígenes del totalitarismo

26
OT, p. 702.

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