Sunteți pe pagina 1din 4

LA CONCIENCIA DE LA COMUNIDAD.

¡GLORIA SOLO A DIOS!

Queridos y amados hermanos en Cristo Redentor:


Dios, infinitamente bueno colme vuestros corazones de sabiduría y paz.
Realmente no sé porqué el Señor me ha inspirado esta tarde, tras estar ante su
Presencia en el Monasterio de las Clarisas, a solas con Él, escribiros una carta, una unidad de
corazones, pero es Él quien manda, y nosotros obedecemos. Quiero escribiros sobre la necesidad de
entrar en conciencia de la vocación, en la experiencia auténtica del Espíritu que no complica ni la
vida ni las acciones del hombre, sino que las hace libres y sencillas, como sencillo es Él. Compartir
con vosotros unas ideas a vuelo de pájaro, sin detenerme en elucubraciones o ideologías que no
lleven a nada. Deseo profundamente haceros saber que Dios en su misericordia nos ha elegido y con
ello ha regalado al mundo este carisma que es eterno y suave, sanador y liberador.

Comemos y bebemos cada día del Cuerpo y de la Sangre del Señor, somos netamente
eucarísticos por carisma y por unción. Sólo el pueblo de Dios ha sido ungido y elegido como
semejanza suya, y sólo el pueblo de bautizados puede entender,a cercarse y contemplar el
maravilloso prodigio de un amor que arrastra toda la historia del hombre hasta la plenitud del
mismo Señor. Los que comemos y bebemos (llevamos cinco domingos acogiendo el pan de la vida
en el Evangelio) del mismo Cuerpo de Cristo no podemos ser ajenos al llamado de formar un sólo
cuerpo y una sola alma, que, además es deseo expreso de la fundadora en su Congregación. Si
comemos y bebemos la Sangre de Cristo y su Cuerpo pegándonos, no aceptándonos, rompiendo la
promesa de la Palabra del Señor con nuestras acciones violentas, sin sentido, ¿cómo seremos
salvados de la maldad que ve al otro como enemigo y no como hermano? Meditar sobre nuestro
modo de vida como Congregación Monástica y ser una comunidad que se divide con frecuencia
porque no nos aguantamos a nosotros mismos ni a los que vienen, ¿no es acaso una soberbia que es
vista por el mismo Dios y vomitada de su boca en donde nos convertimos en enemigos del
Evangelio y en “Caines” que matan a sus hermanos por quedarse con la herencia? Es tan serio de
esto de regresar a ser una comunidad de unidad, de tener conciencia de hermanos, de revisar las
acciones y las palabras, los dichos y los hechos de nuestras vidas que sin no lo hacemos nuestra
tierra se quedará sin fruto y seremos condenados a la condena del fuego eterno, al rechinar de
dientes porque no fuimos justos, ni buscamos la santidad.

Dice san Pablo: “Yo fui primero blasfemo y perseguidor e inferí ultrajes; pero fui acogido
con toda misericordia...Cristo Jesús vino al mundo para salvar pecadores. Y de entre ellos yo soy el
primero...Así vine yo a ser ejemplo de quienes habían de creer en él, para conseguir la vida eterna”
(1 Tim 1,13ss). Hemos llegado a la comunidad con nuestras miserias, queremos buscar la
honestidad de la vida. No somo perfectos y nos delata la miseria que arrastramos, pero estamos
“convocados a ser uno” en el amor. Lo que fui, lo que hice, lo que viví, ahora, a la luz de la
comunidad es reflejo de que otros creerán al verme convertido al gozo del Evangelio. No puedo
detener el milagro de la gracia de Dios en mí, pues como apuntará Pablo: “Y en verdad que
sobreabundó la gracia de nuestro Señor con la fe y la caridad que reside en Cristo Jesús” (1 Tim
1,14). “Soy el primero” dirá san Pablo en ser acogido y amado en misericordia. Nosotros, los
Hermanos de Jesús Redentor ¿no somos los primero en ser perdonados? Jesús ha venido a salvar a
los pecadores escribe Pablo a Timoteo, es reconocimiento y necesidad para el que se convierta, que
crea en Aquél que es Palabra y acción, lugar y reparación para el alma enferma. Enfrentarnos al
Señor es ponerse ante la necesidad de ser reparados, nosotros los primeros, de nuestra antigua vida
de pecado. El pecado es enfermedad, ver a éste desde una simple moralidad o posición de bueno o
malo es quitar importancia a toda la persona que busca la liberación de toda opresión interior. El
alma es verdad de Dios en nosotros, pureza de respuesta y lugar donde reside la gracia santificante;
ella, por su cercanía con el misterio divino no admite reglas humanas ininteligibles, ella, por su
esencia tiene personalidad y carácter, responde y opta con absoluta libertad sobre la información
que llega hasta ella hasta hacer un balance que salve al hombre de cualquier equivocación que
pusiera en peligro su santidad. Por eso ante el pecado, ella actúa, oponiéndose a esclavizarse a
ideas, acontecimientos, situaciones. El pecado, lo sabe el alma, mata la fraternidad y la convierte en
oposición al otro. ¿No será que algo de eso está pasando en nuestra comunidad cuando no vemos al
hermano como bendición sino como obstáculo? Una cosa son las diferencias que surgen en todo
grupo social, y, cosa muy distinta es la diferenciación de grupo cuando se desvía del carisma que los
une y se vuelve éste agresor del otro con palabras, ironías o acciones; ya no me preocupa el grupo
sino mi intimidad, mi puesto, mi lugar que corre peligro ante el otro, que no es hermano sino “el
otro” que no tiene nombre. Triste sería ver a nuestra naciente Congregación bajo el impulso de
Satanás y no del Espíritu que ilumina, fortalece, da inteligencia y forma un Cuerpo sin dividir. La
comunidad es Cuerpo donde las diferencias humanas no separan sino que unifican por el respeto,
salvándose lo importante: el carisma, la capacidad de amarnos como somos. Satanás busca dividir
lo que no pudo hacer en la Cruz, por eso mira a la Iglesia, y en ella a la vida consagrada, pues sabe
que es autenticidad del Espíritu para el mundo. Romper a la vida consagrad, a la vida comunitaria
es acertar a la hora de volverse escándalo e infierno.

Si no entendemos al Espíritu que convoca, ¿cómo podremos ser fieles al llamado que se nos
ha hecho desde el cielo? La tierra hemos de llenarla de cielo, no se puede actuar de otra forma.
Somos la unidad en el amor, si los demás nos ven pelear, ¿creerán en nuestra oración y en los actos
litúrgicos que vivimos? Nuestra pequeñez nos lleva a pensar que los demás viene a nosotros porque
somos únicos, pero no es así, pues únicos en pecado sí, pero en gracia y sabiduría nos falta todo un
camino por recorrer. Cuando yo hablo de mis hermanos, cuando los enfrento, cuando los ridiculizo,
¿no es acción de destruir en vez de construir? Nuestra vida monástica es absolutamente diáfana,
sabe hacia donde se dirige, pues es Obra del Espíritu de Dios. Nosotros hemos de saber hacia dónde
vamos, pues o nos acoplamos al Evangelio o nos hacemos apóstatas de él. Herir al hermano es herir
a Cristo. “Que sepa cada uno guardar su cuerpo santa y decorosamente, sin dejarse llevar por la
pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios; que nadie se exceda ni ofenda en esta
materia a su hermano, porque el Señor toma a su cuenta la venganza de estos desórdenes. Y, así es,
Dios no nos ha convocado para vivir en la impureza, sino en santidad. Por tanto, quien estos
preceptos desprecia, no desprecia a un hombre sino a Dios que os hizo donación de su espíritu” (1
Tes 4, 5-8). Cuando nuestro actuar escandaliza, cuando nuestros silencios sin sentido o malos tratos
aparecen, se desbordan la pasión del poder, del sentirme más que el otro. Cuando permito que mi
vida se divida, porque nadie se dará cuenta, mancho mi cuerpo y el de la comunidad, deshonro a
Cristo y me hago escándalo que perjudica a la Iglesia Madre. El monje de Jesús Redentor sabe que
su vida es Cristo y ser signo y testimonio en la Iglesia, que su historia está dedicada toda ella al
servicio de la reconciliación. ¿No es una paradoja muy irónica llamarnos hermanos de la
reconciliación y entre nosotros no perdonarnos, no aguantarnos? Estar anímicamente un día bien y
otro mal, hoy comerme el mundo y estar en paz en la oración, pero a los minutos sentirme triste,
con ideas extrañas, querer irme, pero por buscar otro sitio donde yo sea rey, o tenga mayores
comodidades y opciones de esconder mis trampas, no solo es absurdo, pues es incoherencia nata,
sino tumba para tu alma a la que no puedes mentir. La vida del consagrado sólo puede existir desde
la pureza de intención, la respuesta generosa al Señor que llama. Cuando no amo a mis hermanos,
no tendré en ningún sitio posibilidad de salir adelante, pues en todos los lugares a los que vaya,
encontraré el obstáculo que veo en el otro, una mota que para mí es viga, siempre será igual, huir,
pero sin poder escaparme. De ahí al importancia de amar tu llamado como es, desde el gozo de la
comunidad, de sentir que el otro no solo es importante, sino necesario para mi santificación. Yo, sin
el hermano no soy nada, no puedo actuar en consecuencia, ni en equipo, no forma eslabón ni
posibilidad para que Dios sea uno en el cuerpo comunitario. Podéis pensar que todo lo veo gris en
torno nuestro, que no tengo esperanza en el grupo, que no descubro el esfuerzo que hacéis, pero
todo eso es relativo, veo lo que siento en el alma, me gusta dejarme llevar por lo más puro que
existe en el hombre, y veo la necesidad que como grupo purifiquéis las ideas y las hagáis oración.
Creo tanto en vosotros que os necesito amando en acción de evangelio. Veros como enemigos es
error, Dios nos ha unidos como uno es su Cuerpo, para ser santos. Además, si no os exigiera la
purificación de la conciencia respecto al llamado, no sería ni hermano ni vuestro servidor. Amo todo
lo vuestro de tal forma que quiero una entrega fiel, sencilla, sincera, capacitada para ser obediencia
en acción redentora, a que no os reservéis, a que trabajéis continuamente por el amor que os mueve
a ser verdaderos hermanos de la reconciliación. Os veo llamados y convocados, pero es necesario
que como pueblo, como nación, como grupo os améis en el único que merece la pena: Jesucristo,
nuestro Redentor. Pediros el amor no es erróneo, menos si os suplico que miréis el bautismo
recibido y que ahora debéis hacerlo carisma concreto, hermoso y profundo: Dios nos ha llamado a
ser santos en comunidad.

Porque creo en el grupo, creía necesario antes de llegar que supierais que necesito de cada
uno de vosotros de tal forma que formemos una organización perfecta según el Evangelio, que no
haya un “pero” desconfiado o egocéntrico cuando lo que ha de prevalecer es la comunidad, y con
ella el servicio a los pobres y a la gente. Nuestra mirada se eleva, ha de llegar a creer en que, aunque
muchos son los llamados y pocos los elegidos, éstos han de saberse convertidos, sin vuelta atrás en
el servir de forma reparadora. No somos los mejores, ni los únicos, pero sí los que en la Iglesia
hemos de dar la cara por esa llamada específica que Dios nos ha hecho: ser adoradores del misterio
eucarístico que se hace caridad. En una comunidad rota, separada, que no se ama, y el hno,
Alexander María de san Luis Gonzaga ha visto conmigo esa realidad, que ha producido dolor e
impotencia, no podemos ponernos de signos ni de testigos. ¿Cómo vendrán jóvenes cuando nos ven
pelear o en desacuerdo en lo fundamental que es la comunidad? Dejar los chismes, propio de
mujeres, abandonar las miradas y los comentarios indebidos que ponen en peligro la comunión, son
urgencias en nuestra vida de convertidos.

Dios nos necesita sanos, pacificados, sin querellarnos con nadie, nos quiere obedientes y
generosos, sin quitar al hermano su puesto, respeto, credibilidad, ciencia. Si en la comunidad no
permitimos que el otro actúe, no podré permitir la bendición para mi vida. Dios actúa en el hermano
como en mí, con libertad, con santidad. Lo que se me pide es servir, no se tacaño, si ante mis
obligaciones no permito que el otro se acerque y me ayude en un momento determinado, o si me
creo más que el otro y le humillo con mis acciones, no he comprendido nada sobre la caridad, el
amor, la honestidad. Tomar conciencia del llamado es abrirse a la gracia de Dios, es mirar sin miedo
al cielo, creerle a Dios que ha creído en mí. Creer en la comunidad que busca ser santa con los actos
de los otros y los míos en comunidad. La conciencia es libre para amar, para obedecer, para sentirse
dentro del corazón. Cuando traiciono esta conciencia pura, todo lo hago mal, y, pienso, que lo
mejor es irme, abandonar, propio de inmaduros y de cobardes que jamás podrán ser de Dios, pues
cierran la puerta de la acción gratuita del Espíritu Santo en su vida.

Al terminar esta carta, escrita con el ánimo precisamente de animaros a creer en este sueño
que nos pertenece, a que os miréis sinceramente y no os insultéis, ni dudéis, sino que abandonados
en la oración sepáis que Dios está ahí cerca de cada corazón que le busca con el alma. Que lo que
estamos haciendo es comenzar, y que cada paso inicial es esencial para que tengamos un mañana
dentro de la comunidad eclesial.

A María, nuestra Madre de la Reconciliación y la Vida abandono vuestra vocación, la


conciencia de ser acogido con el cariño y el afecto de los que amo y deseo un crecimiento espiritual,
al fin y al cabo lo que más deseo en vosotros. Pido al Espíritu Santo os colme de sabiduría para
estar alegres en el Señor, y seguir este camino.

Abrazo vuestras vidas en Cristo, nuestro Redentor.


Hno. José Ignacio María de la Trinidad, HJR

S-ar putea să vă placă și