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El rey español Felipe V creó el virreinato de Nueva Granada por Real Cédula de 27 de mayo
de 1717, para sacarle mayor provecho a la agricultura y a la gran riqueza minera, cuya
explotación se hacía sin orden ni concierto. Otra de las razones fue la de dar mayor autoridad
a un funcionario, en este caso el virrey, para combatir con éxito el contrabando y acabar con
los abusos de los funcionarios de la audiencia y de los gobernadores.
El fundador del virreinato de Nueva Granada —no como virrey propiamente dicho, ya que
sólo había sido designado para establecerlo— fue Antonio de la Pedrosa y Guerrero, quien fijó
la sede en Santafé de Bogotá. Su gobierno se extendió desde su llegada a la capital virreinal,
el 13 de junio de 1718, hasta el 27 de noviembre de 1719.
Su sucesor, Jorge de Villalonga, sí fue el primer virrey. Nombrado en 1717, recibió el cargo de
manos de Pedrosa en 1719. Corta vida tuvo esta primera experiencia, pues diversos informes
acusaban que en nada había cambiado la situación económica, social y política, en tanto se
gravaba en extremo el tesoro real por el enorme gasto que implicaba sostener una corte
virreinal, donde todo era lujo y boato mientras el hombre común se sumía en la mayor
pobreza.
El caso fue que, por insinuación del Consejo de Indias, Felipe V eliminó el virreinato de Nueva
Granada en octubre de 1723, volviéndose al anterior sistema de la presidencia del Nuevo
Reino. Pero los sucesivos presidentes se sintieron sin un sólido poder y así lo fueron
manifestando, lo que trajo como consecuencia que el Rey instaurara nuevamente y en forma
definitiva el virreinato, por Real Cédula de 20 de agosto de 1739.
La sucesión de virreyes de Nueva Granada, desde Sebastián de Eslava, fue la siguiente: José
Alonso Pizarro (1749-1753); José Solís y Folch de Cardona (1753-1761); Pedro Messía de la
Cerda (1761-1772), que ordenó la realización del primer censo y reorganizó la Hacienda
virreinal; Manuel de Guirior (1772-1776); Manuel Antonio Flórez y Angulo (1776-1782); Juan
de Torrezar Díaz Pimienta (1782), que desempeñó el cargo durante unas semanas; Antonio
Caballero y Góngora (1782-1789); Francisco Gil de Taboada y Lemos (1789), designado
virrey del Perú poco después de acceder al gobierno neogranadino; José de Ezpeleta (1789-
1797); Pedro Mendinueta (1797-1803) y Antonio Amar y Borbón (1803-1810), con quien se
rompía la secuencia, al producirse en Santafé el movimiento revolucionario del 20 de julio de
1810.
4 ASPECTOS CULTURALES
Casi todos estos virreyes estuvieron influidos por las ideas de la Ilustración, que ya
empezaban a difundirse en América. Específicamente, en el Nuevo Reino de Granada influyó
la presencia del sabio naturalista José Celestino Mutis, quien llegó en 1760. A él se debe la
creación de la primera cátedra de matemáticas (1762) y la realización de la Real Expedición
Botánica, una de las más importantes actividades científicas americanas del siglo XVIII (parte
destacada de las expediciones científicas de la época), favorecida económicamente por el
arzobispo y virrey Antonio Caballero y Góngora.
Este periodo fue fecundo en innovaciones y adelantos culturales. Los jesuitas, que llegaron a
regentar catorce colegios en Nueva Granada, introdujeron la imprenta (1738). Asimismo, se
instaló la primera biblioteca pública (1774) y los colegios del Rosario y San Bartolomé
recibieron los mismos privilegios de la Universidad de Salamanca. Se introdujo en las aulas el
estudio del científico británico Isaac Newton y del astrónomo polaco Nicolás Copérnico. Con
la aparición de la Gaceta de Santafé (1785) se inauguró el periodismo neogranadino. Estas y
otras manifestaciones propias de la Ilustración condujeron al movimiento emancipador.
5 LA EMANCIPACIÓN
Consejo de Indias
1 INTRODUCCIÓN
Consejo de Indias, órgano consultivo perteneciente al sistema de consejos de la Monarquía
Hispánica, creado en 1524 para atender los temas relacionados con el gobierno de los
territorios españoles en América, cuyo funcionamiento duró hasta que, en 1834, resultó
definitivamente suprimido.
2 CREACIÓN Y FUNCIONAMIENTO
Su origen estuvo en una sección especial del Consejo de Castilla, que comenzó a funcionar
por orden del emperador Carlos V (Carlos I de España) en 1519. En 1524, ya se organizó
como Consejo Real y Supremo de las Indias (su verdadero nombre) y, en 1542, se
proclamaron sus primeras ordenanzas. En 1568, una Junta Magna reunida para estudiar los
asuntos que habrían de ser competencia del Consejo de Indias puso de manifiesto la multitud
de cuestiones a que había de hacer frente, y que finalmente se concretaron dejando fuera los
relacionados con Inquisición, Guerra y Hacienda.
En la primera etapa se realizó por orden real una inspección, llevada a cabo por Juan de
Ovando, presidente del Consejo entre 1571 y 1575, en la que quedó de manifiesto la
extraordinaria complejidad del gobierno de las Indias, a causa de la diversidad y dispersión
de las fuentes de información. Para encauzar todo este material, se elaboraron unos
extensos cuestionarios oficiales que debían ser cumplimentados por las autoridades
regionales y locales de los virreinatos. Estas relaciones, que hoy conocemos como Relaciones
geográficas de Indias, se estuvieron recopilando entre 1577 y 1812 y afectaban
especialmente a temas referidos a la geografía, la sociología, la demografía, la historia civil y
eclesiástica y la economía. Sus originales debían permanecer en América y habían de ser
remitidos al Consejo de Indias copias certificadas. Con ello se pretendía tener los elementos
básicos para ejercer un control efectivo del espacio americano. Sin embargo, las respuestas
fueron muy desiguales y su utilidad final no alcanzó los objetivos teóricos iniciales.
Otro de sus objetivos fue la permanente revisión del extenso cuerpo legislativo que se iba
acumulando desde el inicio de la política Indiana. La primera recopilación de una parte de
estas leyes la realizó Diego de Encinas formando un Cedulario Indiano a finales del siglo XVI,
pero hasta 1680 no se publicó una Recopilación completa de Leyes de Indias, realizada por
Antonio de León Pinelo y Juan de Solórzano Pereira. El Consejo creó también la figura del
cronista de Indias, a cuya disposición se puso toda la información reunida a través de las
Relaciones a fin de que escribiera la historia oficial.
3 PAULATINA DESAPARICIÓN
A principios del siglo XVIII, con la reforma de la administración pública llevada a cabo por el
primer rey de la Casa de Borbón, Felipe V, el Consejo de Indias pasó a depender, en tanto
que órgano superior de justicia para las colonias americanas, de la Secretaría de Estado y de
Despacho de Marina e Indias. En medio de la guerra de la Independencia española, resultó
suprimido y restablecido sucesivamente en varias ocasiones desde 1809 hasta el final de la
misma, en 1814, para desaparecer de la estructura organizativa del Estado español, de
forma definitiva, en 1834.
En 1563, Felipe II nombró cosmógrafo mayor del rey a Alonso de Santa Cruz, quien recibió el
encargo de diseñar dichos cuestionarios. Tras la muerte de este cosmógrafo en 1572, le
sucedió en el cargo Juan López de Velasco, que continuó los trabajos de su antecesor en la
redacción de los cuestionarios, cuyo modelo debía asegurar una información homogénea y
sistemática, dado el carácter pragmático de esta empresa científica, cuya finalidad era la
mejor organización de los territorios coloniales y su correcta administración. Se llegaron a
enviar más de 30 cuestionarios, con sus correspondientes instrucciones para la
cumplimentación de los mismos. El cuestionario de 1577 parece ser el más importante, ya
que circuló de forma impresa y pasó a ser el documento base para la redacción de las
encuestas posteriores. Fue elaborado por Juan López de Velasco y lleva el título de
Instrucción y memoria de las relaciones que se han de hazer para la descripción de la Indias
que Su Magestad manda hazer para el buen gobierno y ennoblecimiento dellas.
La respuesta a estos cuestionarios fueron las Relaciones que enviaron a la metrópoli los
administradores coloniales. Las primeras llegaron al Consejo de Indias entre 1577 y 1588, y
las más rezagadas, diez años después. En el Archivo General de Indias (Sevilla) se conservan
varias de estas Relaciones, de entre las que destaca la de Cuzcatlán (Nueva España) de
1580, titulada Relación geográfica de Cuzcatlán, diócesis de Tlaxcala, hecha por Juan de
Castañeda León, su corregidor, en cumplimiento de Instrucción de Felipe II, de 1573, para
descripción de las Indias. Esta relación incluye información cartográfica, como el Mapa del
pueblo de San Juan Evangelista de Cuzcatlán y otros en él sujetos, en la diócesis de Tlaxcala.
También tiene gran interés la fechada en Tabasco en 1579 y titulada Relación geográfica de
la provincia de Tabasco hecha en virtud del mandamiento de Guillén de las Casas,
gobernador y capitán general de las provincias de Yucatán, Cozumel y Tabasco, y en
cumplimiento de Instrucción de Felipe II de 1573 para la descripción de las Indias. La
información contenida en las Relaciones y la que de forma dispersa se iba generando como
consecuencia de las exploraciones y la colonización, permitió la elaboración de obras de
síntesis, promovidas por el Consejo de Indias, cuyo presidente, Juan de Ovando, determinó
crear la institución del cosmógrafo y cronista de Indias, con el encargo de sistematizar la
información sobre América. Fruto de esta preocupación fue el trabajo de Juan López de
Velasco, autor de la Geografía y descripción universal de las Indias, que terminó de escribir
en 1574, aunque no se publicó hasta el siglo XIX, y para cuya redacción utilizó
documentación de Alonso de Santa Cruz y materiales de Bartolomé de Las Casas, Pedro
Cieza de León y otros autores. Otra obra de síntesis sobre los conocimientos adquiridos
respecto al espacio y las sociedades americanas fue publicada, en 1590 en Sevilla, por el
jesuita José de Acosta bajo el título de Historia natural y moral de las Indias.
En 1778, el rey Carlos III ordenó la inspección detallada de toda la documentación referida a
los dominios españoles en América y Filipinas que se encontraba en los archivos del Consejo
de Indias de Madrid, Central de Simancas (Valladolid) y de la Casa de Contratación de Cádiz y
de Sevilla, y se estudiasen las posibilidades de su traslado a la antigua Casa Lonja de
Mercaderes de Sevilla. Tras múltiples peripecias, a partir del 1785, el sitio elegido para
albergar los documentos referentes a América fue la Casa Lonja de Sevilla que, convertiría su
planta alta en Archivo General de Indias. El edificio fue declarado en 1987 Patrimonio cultural
de la Humanidad.
Juan Bautista Muñoz, cosmógrafo mayor de Indias y comisionado para escribir una historia
del Nuevo Mundo, fue el encargado de elaborar los informes definitivos, que culminaron con
la creación del Archivo General de Indias tras numerosas consultas a diferentes eruditos y
archiveros. Los primeros documentos comenzaron a llegar en 1785, en 257 cajones, tras las
obras iniciales de acondicionamiento del edificio. A esta remesa se añadieron posteriormente
los documentos procedentes de las secretarías de Gracia y Justicia, Marina, Guerra,
Hacienda, Estado, Ultramar y la Capitanía General de Cuba.
La documentación se organizó en 16 secciones, teniendo en cuenta su lugar de procedencia
como principio básico de ordenación, establecido desde la publicación de sus Ordenanzas en
1790 y llevado a cabo inicialmente por Juan Agustín Ceán Bermúdez. Estas mismas
Ordenanzas sirvieron de modelo a las elaboradas para el Archivo General del Castillo de
Chapultepec, en el virreinato de Nueva España, en 1793.
Fundada por los Reyes Católicos el 20 de enero de 1503, su sede fue, hasta 1717 (en que se
trasladó a Cádiz), el Cuerpo de los Almirantes del Alcázar Viejo de Sevilla. Como antecedente,
cabe citar un organismo portugués destinado a centralizar el tráfico mercantil y la
administración ultramarina: la Casa da Índia, fundada en 1499 en Lisboa.
En las ordenanzas de 1510 se detallaron los diversos libros que debían llevar los oficiales: el
de asiento de salidas y entradas de bienes reales, el de registro de material destinado a las
flotas, el de compras de materiales, el destinado a consignar los bienes de difuntos habidos
en Indias o en las flotas, el de asiento de todas las cuentas que le remita el almirante y el de
registro de las licencias de pasajeros (que suponía una determinada regulación del proceso
de la emigración española a las Indias). Con el paso del tiempo, y a medida que el comercio
con América adquiría mayor complejidad, surgió la necesidad de nombrar nuevos
funcionarios, como el proveedor general de la Armada, el correo mayor, el artillero mayor y
los visitadores de navíos.
Durante más de dos siglos (hasta 1717), la sede de la Casa, que disponía del monopolio del
tráfico con América, permaneció en Sevilla. Sin embargo, el puerto fluvial sevillano sobre el
río Guadalquivir presentaba dificultades de calado para los buques de gran tonelaje que
justificaron que se autorizase la carga y descarga en Cádiz, lo que propició el contrabando.
Por ello, en 1535, se instituyó en Cádiz el Juzgado de Indias, integrado por un juez oficial y
tres delegados de la Casa de Contratación, que controlaban el tráfico mercantil. En 1717, y
por la aplicación de la política reformista de la dinastía de Borbón, se produjo un cambio de
ubicación de las sedes: la Casa de Contratación se establecía en Cádiz y el Juzgado de Indias
pasaba a Sevilla. La etapa gaditana de la Casa estuvo caracterizada por una continua
decadencia, a causa de la sustitución del régimen de monopolio por el de libre comercio. En
1790, se suprimió definitivamente la Casa de Contratación.
Casas de Borbón
1 INTRODUCCIÓN
Ligados primero por vasallaje a los condes de Bourges, en el siglo X pasaron a depender
directamente de la Corona francesa. Durante los siglos siguientes, la familia extendió su
dominio sobre Autunois y Niverais (Auvernia), Combraille y Berry. Al mismo tiempo, el tronco
común se dividió en tres grandes ramas: Borbón-Busset, que perdió la primogenitura al no
reconocer Luis XI el matrimonio de Luis de Borbón (1438-1482) con Catalina de Egmont;
Borbón-Montpensier, extinguida en el siglo XVII; y Borbón-La Marche, uno de cuyas
subdivisiones, la de La Marche-Vendôme, recibió en la persona de Carlos, duque de Vendôme
(1489-1537), el título ducal de Borbón de manos de Francisco I.
Un bisnieto de Luis XIV ascendió al trono francés en 1715 como Luis XV. Su reinado, que duró
hasta su fallecimiento, ocurrido en 1774, marcó el inicio de la crisis de la monarquía
Borbónica francesa. Crisis que se acentuó y manifestó de forma definitiva durante el reinado
de su nieto, Luis XVI, quien le sucedió en ese último año. El inicio de la Revolución Francesa,
en 1789, marcó el principio del fin de la monarquía francesa. El propio Luis XVI murió
ejecutado por los revolucionarios en 1792, y su hijo (Luis XVII), fallecido en 1795, tan sólo fue
reconocido por los monárquicos.
Una nueva rama de la Casa francesa de Borbón volvió a reinar ese mismo año de 1830,
cuando un descendiente de Felipe I (duque de Orleans y hermano de Luis XIV), fue
proclamado rey por la Asamblea Nacional tras la abdicación de Carlos X: Luis Felipe I de
Orleans, hijo de Luis Felipe José de Orleans (Felipe Igualdad), fue el primer y único rey
francés de la rama Borbón-Orleans. Resultó derrocado durante los acontecimientos
revolucionarios de 1848. Los actuales pretendientes al trono francés, encabezados por el
conde de París, pertenecen al linaje Borbón-orleanista.
Los Borbones españoles del siglo XVIII —Felipe V (1700-1724 y 1724-1746), Luis I (1724),
Fernando VI (1746-1759), Carlos III (1759-1788) y Carlos IV (1788-1808)— se dedicaron a una
política de profundas reformas en todos los campos con la intención de devolver España a un
lugar destacado entre las potencias europeas. Felipe V fue ayudado primero por consejeros
franceses, relevados pronto por españoles pertenecientes a la primera generación de
ilustrados. La política dinástica sostenida por Felipe V y su segunda esposa, Isabel de
Farnesio, otorgó tronos en Italia a los hijos del matrimonio, dando origen a la rama Borbón-
Sicilia. Los reinados de Fernando VI y Carlos III significaron la plenitud del reformismo, al
mismo tiempo que se hicieron patentes los límites de la acción de gobierno. El desarrollo de
la América española, cuyas posibilidades económicas aún estaban por explotar en su mayor
parte, fue una de las tareas que recibieron más atención. El reinado de Carlos IV, que
coincidió con el estallido revolucionario en Francia, se vio determinado por las tensiones
interiores y la evolución de los acontecimientos exteriores. El agotamiento de los hombres y
los programas ilustrados reformistas y la implicación de España en los sucesos
internacionales ocasionaron una profunda crisis del Estado y de la dinastía, que llegó a su
punto álgido en el enfrentamiento entre el rey Carlos IV y su hijo, el príncipe de Asturias y
futuro Fernando VII. La conjura de El Escorial (1807) y el motín de Aranjuez (1808),
promovidos por el círculo de don Fernando contra el favorito de los reyes, Manuel Godoy,
provocaron el derrocamiento de Carlos IV y la proclamación de Fernando VII. Estas
alarmantes muestras de la descomposición de la dinastía sucedían en una España ocupada
por las tropas de Napoleón I Bonaparte, en cuyos planes figuraba ya el destronamiento de los
Borbones y la inserción de España en la órbita imperial. El desprestigio de la familia real
alcanzó su cima en las abdicaciones de Bayona, por las que Carlos IV y Fernando VII
entregaron a Bonaparte sus derechos a la Corona de España, quien a su vez los transfirió a
su hermano José (1808).
Con Felipe V se había introducido en España la Ley Sálica, establecida formalmente por Auto
Acordado (10 de mayo de 1713). En una reunión de Cortes de 1789 fue derogada y se volvió
al orden sucesorio tradicional de Castilla, regido por las Partidas (2,15,2). Pero como la ley no
fue publicada, planteó graves problemas a Fernando VII (que verdaderamente reinó en
España en 1808 y desde 1814 hasta 1833), quien sólo contaba con descendencia femenina.
Durante el siglo XIX y el XX todos los reyes y reinas de España han pertenecido a la dinastía
Borbónica, excepto Amadeo I (1870-1873): Fernando VII (1808-1833), Isabel II (1833-1868),
Alfonso XII (1875-1885), Alfonso XIII (1886-1931) y el nieto de éste, Juan Carlos I, que en
1975 comenzó su reinado y fue uno de los artífices de la transición española a la democracia,
posterior al régimen dictatorial del general Francisco Franco.
Carlos III
1 INTRODUCCIÓN
Carlos III (1716-1788), rey de las Dos Sicilias (1734-1759) y rey de España (1759-1788), el
representante más genuino del despotismo ilustrado español.
Hijo del rey español Felipe V y de Isabel de Farnesio, nació el 20 de enero de 1716 en Madrid.
Heredó de su madre en 1731 el ducado italiano de Parma, el cual ejerció hasta 1735, junto al
de Plasencia (Piacenza), bajo la tutela de su abuela materna (Dorotea Sofía de Neoburgo).
Después de que su padre invadiera en 1734 Nápoles y Sicilia, al año siguiente, y por medio
de la firma del Tratado de Viena —que ponía fin a la guerra de Sucesión polaca—, fue
reconocido como rey de las Dos Sicilias (título que recogía los dos reinos italianos de Nápoles
y de Sicilia, que ya ejercía desde un año antes) con el nombre de Carlos VII. Como tal, adoptó
reformas administrativas considerables y llevó a cabo una política de obras públicas que
embellecieron la capital napolitana. En 1738, contrajo matrimonio con María Amalia de
Sajonia.
En el primer periodo, los políticos más destacados fueron Ricardo Wall y Devreux, Jerónimo
Grimaldi, el marqués del Campo del Villar y el marqués de Esquilache. El equipo de gobierno
llevó a cabo una serie de reformas que provocaron un amplio descontento social. La
aristocracia se vio afectada por la renovada Junta del Catastro, dirigida a estudiar la
implantación de una contribución universal, o por la ruptura de su prepotencia en el Consejo
de Castilla. Por su parte, el clero recibió continuos ataques a su inmunidad. Se limitó la
autoridad de los jueces diocesanos, se logró el restablecimiento del pase regio (facultad regia
de autorizar las normas eclesiásticas) y se redujeron las amortizaciones de bienes. A todo
ello vino a unirse el descontento popular provocado por la política urbanística en Madrid
(tasas de alumbrado o prohibición de arrojar basuras a la calle, por ejemplo), los intentos de
modificación de las costumbres (bando de capas y sombreros) y algunas reformas
administrativas y hacendísticas.
3 SEGUNDO PERIODO
Al margen de este hecho, el segundo periodo del reinado español de Carlos III se caracteriza
por una profunda renovación en la vida cultural y política. De la primera cabe destacar el
intento de extensión de la educación a todos los grupos de la sociedad, mediante el
establecimiento de centros dependientes de los municipios o de las Sociedades Económicas
de Amigos del País, la creación de escuelas de agricultura o el equivalente a las de comercio
en diversas ciudades, las propuestas de reforma de los estudios universitarios (1771 y 1786)
y, en fin, el estímulo de la actividad de la Real Academia Española, cuya Gramática
castellana (1771) se impuso como texto en las escuelas. De las innovaciones políticas
sobresalen: la reforma del poder municipal y las propuestas económicas, cuyas líneas más
significativas fueron la remodelación monetaria y fiscal, los intentos de modernización de la
agricultura y la liberalización de los sectores industrial y comercial.
El 26 de junio de 1766, un Real Decreto establecía que en todos los pueblos de más de dos
mil vecinos se nombraran cuatro diputados del común, que intervinieran con la justicia y los
regidores en los abastos del lugar. Tendrían además voto y asiento en el ayuntamiento. La
reforma, que fue perfilada con sucesivas órdenes, suponía sobre el papel una grave amenaza
para el monopolio de las oligarquías urbanas. Las gentes del común se inhibieron, en
general, y esto fue suficiente para que los grupos tradicionales mantuvieran el monopolio del
poder municipal.
Las medidas más significativas en política monetaria fueron: las remodelaciones de marzo de
1772; la emisión de vales reales, el primer papel moneda de España, iniciada en septiembre
de 1780; y la creación del Banco de San Carlos, en julio de 1782. En el terreno fiscal
sobresalió, sin duda, el intento de establecimiento de la contribución única. En el sector
agrario se favoreció la estabilidad del campesinado, se congelaron los arriendos y se abordó
la confección de una ley agraria, que no vería la luz hasta 1794. En cuanto a los ámbitos
industrial y comercial, la lucha contra la rigidez del sistema gremial, o el establecimiento del
libre comercio de España con las Indias (1778), son una muestra del acercamiento al
liberalismo económico.
En 1787, Carlos III aprobó la creación de un nuevo órgano de gobierno, la Junta de Estado, a
instancias del marqués de Floridablanca. El monarca falleció el 14 de diciembre de 1788 en
Madrid, y fue sucedido por su hijo Carlos, que pasó a reinar como Carlos IV. De entre los
otros doce hijos que tuvo de su matrimonio con María Amalia de Sajonia, destaca Fernando I
de Borbón, rey de las Dos Sicilias, el cual, desde 1759, le había sustituido como rey de
Nápoles.
Capítulo IX.
El reformismo social carolino, que en España produjo algunos frutos, hubiera podido
tener ancho campo de acción en las Indias, donde había tantas situaciones de injusticia y
desigualdad; pero la misma amplitud de la tarea dificultaba su realización. Incluso en
ocasiones la acción gubernamental fue contraproducente, como se vio durante la gestión
del visitador Areche en Perú. Las visitas extraordinarias fueron un instrumento
empleado por la Corona para asegurar su mejor y más directo control; pero también
habían recibido el encargo de mejorar la recaudación tributaria, lo que, si por una parte
exigía una mejor gestión de los subalternos, de otra daba lugar a más estrictos controles
y mayor presión fiscal. A pesar de todo, mientras la gestión del visitador don José de
Gálvez en Nueva España puede estimarse positiva, la de José A. Areche en el Perú
originó, por la dureza de sus métodos, una reprobación general, y fue uno de los
desencadenantes de la sublevación de los indios del Alto Perú, acaudillada por Tupac
Amaru, responsable de terribles excesos, y reprimida con una ferocidad que
testimoniaba el pánico de las autoridades y de toda la población blanca.
En el haber de aquella política reformista hay que poner la supresión de las
incomodidades, una institución ya en plena decadencia y que de haber continuado su
desarrollo hasta el fin podía haber originado un verdadero feudalismo, motivo por el
que la Corona siempre las miró con recelo y se negó a perpetuarlas. En cambio, prodigó
los títulos nobiliarios, que satisfacían la vanidad de los criollos y robustecían el
sentimiento monárquico. El apaciguamiento de las discordias entre peninsulares y
criollos fue, con todo, un ideal que no llegó a plasmar en realidades concretas. El
tratamiento de los problemas eclesiásticos se hizo partiendo de las mismas normas que
en España; era política tradicional nombrar obispos de cuya fidelidad no cupiera la
menor sospecha, adictos a las ideas realistas y antijesuíticas; la mayoría respondieron a
las intenciones del gobierno. El ya mencionado arzobispo Lorenzana, cuya labor fue sin
duda notable, recabó de los asistentes al IV concilio mejicano apoyo a las gestiones que
realizaba el gobierno de Madrid para obtener la disolución de la Compañía. La real
cédula de 21 de agosto de 1769 que estimulaba a los prelados a convocar concilios
«para exterminar las doctrinas relajadas y nuevas restituyendo las antiguas y sanas»
estaba concebida con este objeto. A veces los padres conciliares opusieron resistencia.
El concilio VI de Lima, convocado por el arzobispo D. Diego A. Parada, no aceptó la
condena del probabilismo a pesar de las presiones del virrey Amat. En otras ocasiones
los prelados colmaron los deseos de los gobernantes españoles; el carmelita José A. de
San Alberto, obispo de Córdoba de Tucumán, compuso un Catecismo real en el que
podían leerse frases como éstas: «¿Por qué los reyes son llamados dioses? —Porque en
su reino son una imagen visible de Dios—. ¿El rey está sujeto al pueblo? —No, pues
que esto sería como estar sujeta la cabeza a los pies.»
La labor de los misioneros atraía también la atención de los gobiernos españoles en
varios sentidos: no sólo eran agentes de evangelización, sino de españolización; gracias
a ellos, territorios muy extensos y tribus numerosas se incorporaron sin gastos ni
violencias al conjunto imperial. La expulsión de los jesuitas causó sentimiento, porque
la mayoría eran criollos, y también bastante desorganización en extensos territorios. Se
procuró sustituirlos con miembros de otras órdenes, con escaso éxito, ya lo hemos visto,
en Paraguay; con mejores resultados en las zonas septentrionales de la Nueva España.
Figura señera que resume la labor de cientos de misioneros es la del franciscano
mallorquín fray Junípero Serra, fundador de aldeas misionales en California que hoy se
han transformado en urbes populosas.
La solicitud de las altas autoridades españolas por los indios siempre se habían
manifestado en leyes que recibían un escaso cumplimiento; en este punto no se
registraron grandes progresos. Los miembros de las castas tuvieron más oportunidades,
y muchos las aprovecharon. Los más desvalidos de los vasallos, los esclavos negros,
fueron objeto de un trato contradictorio; de una parte se favorecía el infame tráfico
negrero para proporcionar mano de obra barata a los blancos; de otra, se reclamaba para
ellos un trato más humano, y así se recomendaba a las autoridades. La proyectada
reedición de las Leyes de Indias no llegó a publicarse, pero algunas partes fueron
promulgadas por separado, y una de ellas fue el Código Negro de 1784, que señalaba un
progreso respecto a otros anteriores coetáneos; mientras el Código negro francés de
1685 calificaba al esclavo de bien mueble, el español lo definía como «miembro de una
clase particular del género humano»; se ordenaba que fueran aposentados en casas o
habitaciones propias, «cómodas y suficientes para que se liberten de las intemperies,
con camas en alto y mantas». Debería haber un hospital en cada hacienda. Se prohibían
destajos a las mujeres embarazadas, los menores de diecisiete años y los mayores de 60.
Como en todos los regímenes esclavistas, la suerte del esclavo dependía en gran medida
del carácter del amo, pero, en general, los viajeros sacaban la impresión de que en los
dominios españoles eran mejor tratados (o menos maltratados) que en las colonias de
otros países.
Entre todas las disposiciones dictadas por la administración borbónica sobre la relación
España-Indias la que suele considerarse más importante es el decreto de libre comercio
de 1778, pero sólo recientemente está siendo objeto de un análisis profundo en cuanto a
su origen, significado y consecuencias. El comercio entre la metrópoli y sus dominios se
rigió siempre por el principio, no peculiar de España, sino universalmente admitido, del
monopolio como medio de asegurar el beneficio de la potencia dominante; beneficio
para su hacienda por los derechos de aduana percibidos y para los particulares que
produjeran mercancías susceptibles de exportación. Con tal motivo se centralizó, desde
1503, el intercambio de hombres y mercancías en la Casa de Contratación de Sevilla; su
traslado a Cádiz por razones técnicas en 1717 no modificó los términos de esta política.
Desde un principio el monopolio funcionó mal, y su deterioro se fue agravando por una
serie de razones que sería largo explicar: insuficiencia de la industria española para
atender la demanda americana, imposibilidad de vigilar debidamente tan vastos
espacios, corrupción administrativa, etc. El resultado fue que el estímulo para la
producción española fue escaso y las sumas que la Real Hacienda percibía por derechos
aduaneros muy inferiores a lo que habría podido esperarse. Es verdad que, a más de los
derechos aduaneros, la Hacienda percibía el sobrante de los impuestos recaudados en
América, entre los que tenía un puesto destacado el quinto percibido sobre los metales
preciosos; en total, esas sumas constituían una cantidad importante; Carlos V y Felipe II
costearon en buena parte sus expensas exteriores con la plata americana. Hay que
guardarse, sin embargo, de exagerar; los tesoros de América nunca representaron más
del 20 por 100 de los ingresos totales de la Monarquía, y ese porcentaje cayó a menos
del 10 por 100 en el siglo XVII, en parte por la crisis económica generalizada, pero
también (es importante subrayar este dato) porque las Indias absorbían una parte cada
vez mayor de sus tributos para sus propios gastos, para su administración, para su
defensa, lo que es indicio del peso cada vez mayor que en el conjunto imperial tenían
los territorios ultramarinos.
Los Borbones retomaron la cuestión que ya se habían planteado los Habsburgos y que
no habían podido resolver: ¿Por qué sacaba España tan escaso provecho del imperio
colonial más grande que había conocido la historia? La resolución tenían que atacarla
desde dos frentes: mejorar la recaudación de los impuestos en América e incrementar el
tráfico trasatlántico para que generase mayores derechos. No se cuestionaba el
monopolio comercial, sino la manera de practicarlo; el sistema de flotas convoyadas por
galeones que salían de Cádiz cada año aparecía en el siglo XVIII como arcaico; muchos
pensaban que sería preferible un sistema de navíos sueltos con más puntos de salida y
arribada. Los comerciantes gaditanos se aferraban al sistema de flotas no sólo porque
centralizaba en Cádiz todo el comercio americano, sino porque permitía limitar el
volumen de intercambios a unos niveles que mantuviera el mercado lejos de la
saturación; a ellos no les interesaba vender más, sino vender caro.
Los intereses de la Corona eran divergentes; cuantas más mercaderías se navegasen más
derechos percibirían las aduanas. La guerra con Inglaterra durante los últimos años del
reinado de Felipe V obligó a suspender la salida de las flotas. Se intentó más tarde
restablecerlas, pero todos se convencieron de que el sistema ya no funcionaba; se
autorizó la salida de navíos sueltos y se vio que el comercio aumentaba y las aduanas
recaudaban más dinero. La gráfica elaborada por García Baquero muestra un
considerable aumento de tonelaje a partir de 1746, aumento favorecido por la política de
paz y neutralidad de Fernando VI. El comercio gaditano se acomodó al nuevo sistema
de navíos sueltos, renunció a mantener en Indias una escasez artificial y se convenció de
que aun así podía efectuar buenos negocios. Fueron los años brillantes de Cádiz. Pero la
estructura comercial seguía siendo la misma: desde Cádiz salían para América un 10 por
100 de mercaderías españolas y un 90 por 100 de extranjeras. Los mercaderes gaditanos
seguían siendo meros intermediarios y comisionistas.
Dentro del plan de racionalización de los recursos globales de la Monarquía emprendido
por los ministros de Carlos III, América ocupaba un lugar destacado. Las reformas
tributarias emprendidas en aquellas tierras generaron muchos resquemores y
aumentaron poco los envíos de numerario a la metrópoli, porque eran más elevados los
gastos a que había que atender en las colonias. En cambio, ofrecía grandes perspectivas
el incremento de las relaciones comerciales. En 1762 Campomanes, recogiendo ideas de
Campillo, Ward y otros proyectistas, proponía una libertad de comercio compatible con
un monopolio comercial según el modelo de pacto colonial del que tanto provecho
sacaba Inglaterra: América española basaría su economía en productos agrícolas y
mineros y España la abastecería en productos fabricados. Seguiría manteniéndose la
exclusión de los extranjeros, pero a más de Cádiz, se autorizaría el comercio con otros
puntos de la Península. Una serie de disposiciones inspiradas en estas ideas culminaron
en el célebre reglamento de 1778, completado con otras disposiciones adicionales.
El citado reglamento habilitaba para el comercio con Indias a trece puertos españoles.
La misma autorización recibían 22 puertos americanos para comerciar con España. El
complicado sistema tributario se simplificaba mediante la abolición de algunos derechos
y la rebaja de otros. Las investigaciones recientes, concretadas en el volumen que
recoge las actas del simposio celebrado en el Puerto de Santa María en 1985, matizan
bastante las conclusiones triunfalistas que estaban vigentes; el incremento del comercio
en ambos sentidos fue muy fuerte, pero su naturaleza no se modificó mucho; nuestras
exportaciones fueron, sobre todo, agrarias, en cuanto a los productos industriales siguió
predominando la reexportación de los procedentes del extranjero. De esta regla no se
salvó ni siquiera Cataluña, que venía siendo considerada como la máxima beneficiaria
de la nueva política comercial; parece que su industria textil se volcó en el interior de la
propia España y que sus exportaciones a Indias incluían algo de producción propia,
bastantes textiles extranjeros reelaborados y, siguiendo una tradición ya antigua,
importantes partidas de vinos, aguardiente y otros frutos de la tierra. De todas maneras
parece claro que fue la región más favorecida. La concesión del libre comercio a los
puertos de Almería y Cartagena apenas influyó en la economía de sus respectivas
regiones. En otros casos, como los de Málaga, Valencia y Mallorca, hubo un modesto
progreso. El de Santander fue de carácter muy especial; ni su traspaís inmediato ni la
pobre economía de Castilla la Vieja tenían mucho que ofrecer a América; pero la
circunstancia de que en un principio se excluyó al País Vasco del comercio directo por
su peculiar régimen aduanero motivó que algunas expediciones se hicieran a través del
puerto santanderino hasta que se habilitó el de Pasajes para el comercio directo.
Acerca de los efectos del Reglamento de 1778 en la economía americana también se han
precisado cifras y revisado conceptos. Los grandes mercaderes de México y Lima
sufrieron el contragolpe de la liberalización y se adaptaron a la nueva situación
diversificando sus inversiones: tierras, minas, etc. La mayor abundancia de productos
abarató los precios; éste fue un beneficio indudable, pero no se pudo eliminar el
contrabando y algunas industrias tuvieron que cerrar sus talleres por efecto de la fuerte
competencia. El saldo de la balanza comercial americana siguió siendo muy negativo, y
la diferencia se cubrió, como era tradicional, con grandes envíos de plata. En resumen,
hubo modificaciones interesantes, pero no un cambio profundo en las relaciones
comerciales entre la metrópoli y los dominios de Ultramar.
Fuente: Domínguez Ortiz, Antonio. Carlos III y la España de la Ilustración. Madrid:
Alianza Editorial, 1990.
Carlos IV
1 INTRODUCCIÓN
Carlos IV (1748-1819), rey de España (1788-1808), sus gobiernos hubieron de hacer frente a
las consecuencias de la vecina Revolución Francesa.
Hijo de Carlos III y de María Amalia de Sajonia, nació el 11 de noviembre de 1748 en Portici
(residencia real de su padre, entonces rey de Nápoles, y en la actualidad perteneciente al
área suburbana de la ciudad italiana de Nápoles). En 1765, contrajo matrimonio con María
Luisa de Parma. Llegó al trono con cuarenta años, tras el fallecimiento paterno, y, aunque no
estaba exento de experiencia política, carecía del talento y la energía que las circunstancias
en que iba a verse envuelto requerían.
El inicio del reinado de Carlos IV, con el gobierno en manos de José Moñino, conde de
Floridablanca, marcó un intento de continuidad, cada vez más controlada, del reformismo
ilustrado. Se trató de poner trabas a la acumulación de bienes en manos muertas civiles y
eclesiásticas, se tomaron medidas para impedir el acaparamiento y la especulación de grano,
derivados de las crisis agrícolas, y se fomentó la libertad industrial y comercial. El periodo
estuvo definido por la oposición radical a las ideas de la Revolución Francesa, razón por la
cual se adoptó la denominada política de ‘cordón sanitario’, destinada a impedir su
penetración en España.
El conde de Aranda, sucesor de Floridablanca desde febrero de 1792, tuvo como objetivo
primordial el mantenimiento de una sólida neutralidad armada en los escasos meses de su
gestión, la cual apenas duró hasta noviembre de ese año.
3 EL GOBIERNO DE GODOY
A partir de este momento y salvo un corto intervalo, Manuel Godoy dominó el panorama
político español; los acontecimientos precipitaron su encumbramiento desde la Secretaría de
Estado. Godoy era un asiduo en los ambientes de la corte, un hombre de ideas ilustradas que
se mostraba tradicional y antirrevolucionario en lo que afectaba a la estructura política del
Estado. No contaba, sin embargo, con la simpatía de los círculos de la ilustración española.
El progreso de las reformas, aunque con sobresaltos, continuó. Adquirió un gran desarrollo la
obra cultural emprendida durante el gobierno de Carlos III, y surgieron nuevas instituciones
de corte moderno como el Real Colegio de Medicina o el Observatorio Astronómico, junto con
no pocas escuelas de artes y oficios. La promoción de las manufacturas o el fomento de las
Sociedades Económicas de Amigos del País marcaron también una línea de continuidad de la
política ilustrada.
Pero el gobierno de Godoy tuvo una piedra de toque fundamental en sus relaciones con la
Francia revolucionaria, que determinaron la política interior y exterior, extraordinariamente
unidas. Esta circunstancia, agravada por el ajusticiamiento de Luis XVI en enero de 1793, dio
lugar a largos años de desastrosa guerra. En una primera fase, España emprendió la
denominada guerra de la Convención (o guerra de los Pirineos) que se saldó con la Paz de
Basilea de 1795. Posteriormente, entró en la órbita de Francia, lo que implicó, después de la
firma del Tratado de San Ildefonso (1796), la ruptura con Gran Bretaña. La lucha planteada
en el mar en los años siguientes le fue desfavorable. Además, Godoy se vio en la difícil
situación de mantener una alianza con Francia al tiempo que, en el interior, se llevaba a cabo
un verdadero combate frente a las ideas revolucionarias promovidas por aquélla. Todo ello
provocó, en 1798, su caída.
4 ABDICACIONES DE CARLOS IV
A partir de 1806, la situación política fue cada vez más difícil, y ello condujo a los sucesos de
marzo de 1808 (motín de Aranjuez), los cuales provocaron la primera abdicación de Carlos IV
en la persona de su hijo Fernando. Su segunda abdicación tuvo lugar el 6 de mayo de ese
año, en la localidad francesa de Bayona, y benefició al emperador Napoleón I Bonaparte, en
quien depositó la autoridad regia española, forzado tanto por la presencia de tropas
francesas en España, en tránsito teórico hacia Portugal, como por la posición de su hijo
Fernando, quien, a su vez, había abdicado en su propio padre en la misma fecha.
Desde entonces, comenzó para Carlos, y para su esposa, un verdadero exilio que habría de
comenzar en territorio francés (Compiègne y Marsella) y que finalizaría en Italia, en cuya
ciudad de Roma falleció el 20 de enero de 1819, sin que su hijo, el entonces rey español
Fernando VII (reinstaurado tras el triunfo de la guerra de la Independencia española), se
aviniera a poner fin al destierro de sus progenitores a causa del temor al uso que, en su
contra, pudieran hacer sus enemigos liberales de las personas de sus padres.
José de Ezpeleta
José de Ezpeleta (1739-1823), militar español, virrey de Nueva Granada (1789-1797). Nació
en Barcelona. Estuvo destinado en Cuba (1763 y 1779) y en Nueva España (1783) y fue
teniente general en 1785. Fue nombrado gobernador y capitán general de Luisiana en 1787 y
virrey de Nueva Granada en 1789, donde destacó como buen administrador. Como impulsor
de las artes y de la mineralogía, apoyó la Real Expedición Botánica de Celestino Mutis. Fue
relevado en 1797 y a su regreso a España ocupó diversos cargos políticos militares: fue
capitán general de Castilla la Nueva y, con la vuelta del rey Fernando VII en 1814, virrey de
Navarra, enfrentándose al primer pronunciamiento liberal del siglo XIX —el de Francisco
Espoz y su sobrino Francisco Xavier Mina— y capitán general de Valladolid. Recibió diversos
honores y títulos nobiliarios. Falleció en 1823 en Pamplona.