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DAVID HUME

ORIGEN DE LAS IDEAS A PARTIR DE LA EXPERIENCIA

Para los racionalistas la experiencia no intervenía en la constitución de las principales ideas,


éstas eran innatas. Hume, por el contrario, considera que todas las ideas de la mente se originan por la
experiencia. Para demostrarlo, realiza un análisis parecido al que había hecho Locke de lo que
encontramos en nuestra conciencia, a fin de determinar en que medida depende o no de la experiencia.

Toda la teoría del conocimiento de Hume se cimenta en el principio básico de que las ideas que
hay en nuestra mente derivan de las impresiones sensoriales. En la 1ª parte, sección 1ª del “Tratado de
la naturaleza humana”, se esfuerza en sentar las bases para una comprensión del funcionamiento de
nuestra mente, en especial del origen de nuestras ideas, Hume está convencido de que si se llegan a
conocer por entero la extensión y las fuerzas del entendimiento humano y si somos capaces de explicar
la naturaleza de las “ideas”, así como de las operaciones que realizamos al argumentar, podríamos
hacer cambios imprevisibles en las ciencias. Por eso se dedica detenidamente a examinar la génesis de
nuestras ideas como elementos básicos de nuestro conocer.

Lo primero que hace es pasar revista a los elementos que encontramos en nuestra conciencia,
desde una perspectiva genética.

El material básico que encontramos en nuestra conciencia psíquica son las percepciones,
constituidas por la suma de impresiones e ideas. Las impresiones equivalen a lo que llamamos
“sentir”, mientras que las ideas equivalen a lo que llamamos “pensar”. En el grupo de las impresiones
hay que incluir sensaciones, sentimientos o emociones tal y como aparecen por primera vez en la
conciencia. En el grupo de las ideas habría que colocar, en cambio, todas las imágenes, pensamientos o
razonamientos. El criterio más seguro para diferenciar impresiones de ideas consiste en su mayor o
menor “vivacidad”. Las impresiones son más vivaces, mientras que las ideas son más débiles, tienen
menos vivacidad en términos generales.

Para conseguir una mayor precisión, Hume cree necesario introducir un nuevo matiz en la
anterior división. Tanto las impresiones como las ideas pueden ser simples o compuestas. Las simples no
admiten distinción ni separación, mientras que las compuestas pueden distinguirse y dividirse en partes
más simples. P. e. podemos tener la sensación simple de sabor, o de olor, o de color en presencia de una
manzana, pero cuando percibimos la “manzana” todas esas sensaciones se dan unidas, constituyendo
una impresión compuesta. Y lo mismo puede decirse de las ideas. La idea de caballo podría considerarse
en algún sentido simple, mientras que la idea de manada sería compuesta. Los elementos que
constituyen las piezas básicas de nuestro conocimiento pueden clasificarse según este sencillo esquema:

PECEPCIONES IMPRESIONES E IDEAS SIMPLES O


COMPUESTAS

Ahora bien, ¿Qué relaciones se establecen entre esos elementos, es decir, entre
impresiones e ideas? Hume distingue dos tipos de relaciones: -de semejanza o correspondencia y –
causa-efecto.

a) Relación de semejanza o correspondencia: Las percepciones se nos presentan como


duplicados en los que una parte es impresión y otra idea, es decir, impresiones e ideas se
“corresponden entre sí”. Unas parecen ser reflejo de las otras (exceptuando de esta
correspondencia el grado de vivacidad o fuerza con que se nos presentan). La regla general
será pues la siguiente:

IMPRESIONES CORRESPONDENCIA IDEAS

Pero, si hacemos uso de la distinción entre percepciones simples y complejas, esta regla no
parece ser universalmente válida. En efecto muchas ideas complejas no tienen una impresión que les
corresponda, p. e. puedo pensar (imaginar) la Jerusalén celestial, con suelos de oro y muros de rubíes,
cuando nunca he tenido la impresión correspondiente, nunca he visto tal ciudad. Y, al contrario, puedo
recorrer todas las calles de París (impresiones) y no tener una idea de conjunto de esa ciudad. El
principio de correspondencia parece quedar en entredicho.

No obstante, aunque esto puede ser verdad referido a las ideas complejas, la regla de la
correspondencia se cumple sin excepción respecto a las ideas simples. Toda idea simple tiene una
impresión correspondiente a la que se asemeja, igual que una idea simple tiene una impresión simple

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correspondiente. P. e. la idea de rojo que nos hemos hecho en la oscuridad se corresponde con la
impresión de rojo a plena luz, aunque haya una diferencia de grado.

No es necesario, según Hume, enumerar particularmente todas las impresiones para


comprender que les corresponde una idea simple. Si alguien no aceptara tal principio, habrá que retarle
a que presente un solo caso en que no se produce la correspondencia. Ahora bien, la misma relación
existente entre ideas e impresiones simples se da entre impresiones complejas e ideas complejas.

b) Relación causa-efecto: puesto que impresiones e ideas se corresponden y asemejan entre sí,
podemos preguntarnos si hay entre ellas algún nexo causal, es decir, si unas son causa de las
otras. Como el tema central del Tratado de la naturaleza humana, es el examen de la idea de
causalidad, Hume se limita aquí a establecer el siguiente principio general: “todas nuestras
ideas simples, en su primera aparición se derivan de impresiones simples a las que
corresponden y representan exactamente”. Dicho de otro modo: “las impresiones simples son
causa de las ideas simples”

Para demostrar este principio general, Hume recurre a dos tipos de fenómenos:

1º La conexión constante o correspondencia que se da entre impresiones e ideas no


puede ser producido al azar, sino que es signo de una dependencia causal. Claro que esta
correspondencia constante no nos aclara si las ideas dependen causalmente de las impresiones o al
contrario. Por eso se hace necesario recurrir al criterio de la “primera aparición”. El fenómeno que
aparezca primero será la causa del que aparezca después, ya que la causa antecede siempre al efecto.
Ahora bien, es obvio que las impresiones anteceden a las ideas y no al contrario: un niño no puede tener
la idea de “rojo” si antes no ha visto algo “rojo”, etc... Toda impresión (tanto de la sensación como de la
reflexión) es seguida de manera constante por una idea que se le asemeja, aunque difiere en fuerza y
vivacidad. El que se dé esta conjunción y en ese orden es prueba de que las impresiones son la causa de
las ideas.

2º Sin impresión previa no hay ideas. Cuando las facultades encargadas de producir
impresiones (sentidos externos, capacidad emocional) están accidentalmente bloqueadas (un ciego o un
sordo de nacimiento), no sólo no hay impresiones (visuales o auditivas), sino que tampoco aparecen las
ideas correspondientes. Alguien que no ha probado nunca una piña, no puede tener idea de cómo sabe.

Este segundo argumento tiene algunas limitaciones:

-Podría objetarse que no siempre es imposible tener ideas sin las impresiones previas
correspondientes. Uno puede suplir con su imaginación un matiz de color (que nunca ha percibido)
partiendo del conocimiento de los colores contiguos. La idea así obtenida no derivaría de una impresión
exactamente correspondiente. Hume cree a pesar de todo, que ese ejemplo no es suficiente para alterar
la regla general. La excepción confirmaría más bien la regla (en realidad esa idea se produciría por una
contextuación de matices debidos a impresiones previas).

-La prioridad de las impresiones sobre las ideas no parece cumplirse siempre. Hay ocasiones en
que las ideas, procedentes de las impresiones, producen imágenes de sí mismas que configuran nuevas
ideas. Podría decirse que en este caso la última idea no procede de una impresión, sino de otra idea.
Pero en realidad esto no es una auténtica objeción, pues siempre queda a salvo el origen último del
proceso cognoscitivo en una impresión. El principio de que todas nuestras ideas simples proceden
inmediatamente o mediatamente de sus impresiones correspondientes quedaría intacto.

En la impresión, pues, se da propiamente la inmediatez total, que será definitoria en el


empirismo de Hume. Las consecuencias de esta forma de entender el conocimiento serán enormemente
amplias. En principio, no hay ideas innatas, toda idea es copia de una impresión mediata o inmediata.
Esta correspondencia con las impresiones de las que derivan va a ser el certificado de su legitimidad.

EL DINAMISMO COGNOSCITIVO

Hasta aquí hemos examinado los elementos que encontramos en la mente: percepciones, es
decir, impresiones e ideas. Éste es el material básico con el que contamos. Pero vistas así las cosas, no
tenemos de la mente más que una visión estática. Hace falta completar nuestro análisis con una
perspectiva dinámica, que es la que realmente se da en nuestra conciencia. Las ideas e impresiones no
se encuentran en nuestra mente como átomos aislados. Ya al hablar de las relaciones de
correspondencia y de causalidad que se dan entre ellas se insinúa claramente su vinculación. Tanto

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impresiones como ideas las encontramos asociadas entre sí. Una idea lleva a otra y lo mismo ocurre con
las impresiones. La naturaleza parece haber establecido relaciones asociativas, espontáneas en nuestra
mente. Entre impresiones, como entre ideas, parece regir una especie de “atracción” tal y como Newton
defendía en el terreno físico “la naturaleza ha establecido –dice Hume- conexiones entre nuestras ideas
particulares…Cuando una idea está presente a la mente…, otra, unida por esas relaciones de asociación
la sigue naturalmente. Cada impresión o idea introduce naturalmente su correlativa”.

¿Por qué nuestras ideas o impresiones se agrupan o vinculan entre sí naturalmente?


Hume responde a este interrogante recurriendo al papel que desempeñan la imaginación, la
memoria y la costumbre en el dinamismo cognoscitivo.

La imaginación es una facultad caprichosa, por una parte, sometida a múltiples errores, pero
por otra, posee unas propiedades estables en su funcionamiento. La imaginación está directamente
encargada de esa función asociativa de que hablamos y que se atiene en esta función a tres leyes
fundamentales: semejanza, contigüidad en el espacio y en el tiempo y relación causa-efecto.
Según estas leyes, las imágenes de objetos semejantes tienden a reproducirse conjuntamente. La
imagen de una catedral se asocia a la de otra catedral, la de una biblioteca a otra. Lo mismo ocurre con
las imágenes percibidas de forma contigua: tienden a reproducirse unidas. A la imagen de la estatua de
Cascorro no se le asocia la Castellana, sino el Rastro. De modo parecido, tendemos espontáneamente a
organizar los objetos como causas y efectos. Observamos que un efecto antecede a otro y
espontáneamente pasamos a considerar al que surge después como efecto del primero.

Hay pues, en la imaginación una propensión a formar hábitos asociativos, a producir hábitos o
costumbres que pueden entenderse como un proceso acumulativo de experiencias. La costumbre
procede de una repetición pasada sin ningún razonamiento o conclusión. La mente se acostumbra o
adquiere el hábito de ver las cosas de una manera determinada, debido a la frecuencia con que se le
presentan algunas conexiones o asociaciones. Entre imaginación y costumbre hay una auténtica
interacción. La imaginación produce costumbres y la costumbre opera sobre la imaginación.

En el dinamismo cognoscitivo interviene también la memoria colaborando con la imaginación


de cara a generar las costumbres y con éstas de cara a operar sobre la imaginación. Tanto imaginación
como memoria son facultades de “ideas”, no de impresiones, aunque derivan de ellas. Las ideas de la
memoria son menos vivaces que las impresiones, pero más vivaces que las ideas de la imaginación.

LOS OBJETOS DEL CONOCIMIENTO: RELACIONES DE IDEAS Y CUESTIONES DE HECHO

Una vez puesto en marcha el conocimiento, mediante la intervención de la imaginación


asociativa, la memoria y la costumbre, se generan diversas formas o niveles cognoscitivos según sean
los objetos a que la mente se enfrenta.

El conocimiento se establece, propiamente, cuando emitimos juicios sobre los


objetos, cuando afirmamos o negamos algo, cuando relacionamos ideas o hechos, es decir, el
conocimiento se explica o bien mediante las relaciones que establecemos entre ideas o bien
mediante el vínculo que instituimos entre hechos, entre impresiones. Según emitamos un tipo u
otro de juicios, estaremos en el terreno de unas ciencias o tipos de conocimientos o de otros. Las
diferencias netas entre los diversos objetos y formas de conocimientos los establece Hume en un texto
de la Investigación sobre el conocimiento humano (sección IV, parte I, volumen IV): “todos los objetos de
la razón o investigación humana se pueden dividir naturalmente en dos clases, a saber, relaciones de
ideas y cuestiones de hecho. De la primera clase son las ciencias de la geometría, el álgebra y la
aritmética y, en una palabra, toda demostración que es intuitiva o demostrativamente cierta. Que el
cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los lados, es una proposición que expresa la relación
entre esas figuras. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta, expresa la relación entre estos
números. Proposiciones de este tipo pueden descubrirse por la mera aparición del pensamiento sin
dependencia de lo que existe en cualquier parte del universo”.

Lo que caracteriza a la relación de ideas es: 1. ser el ámbito de las ciencias formales, sin
contenido empírico. No se trata de que las matemáticas, o mejor, de que las ideas de las matemáticas no
deriven de las impresiones, sino de una facultad superior del espíritu. Son ideas claras y definidas
precisamente por su origen sensible, pero las ciencias formales se pronuncian sólo sobre relaciones
entre ideas, prescindiendo de toda referencia real, de hecho, la geometría no tiene en cuenta si existen
en realidad, un círculo o un triángulo. La intuición y la demostración son sus métodos propios que se
refieren sólo a ideas y relaciones entre ellas. 2. Es el ámbito único en el que cabe certeza demostrativa
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estricta, la demostración puramente racional sin necesidad de recurrir a los hechos. Las operaciones de
las ciencias formales consisten en puras operaciones del pensamiento. 3. Las relaciones entre ideas
obedecen al criterio o principio de contradicción. Esto significa que una demostración auténticamente
racional no permite que concibamos siquiera lo contrario. Dadas unas ideas es imposible concebir una
relación contraria a la que se expresa en la demostración.

Lo que caracteriza, en cambio, a las cuestiones de hecho, es: 1. Constituir el ámbito de


las ciencias empíricas, filosofía, moral, etc... Es éste un ámbito mucho más amplio que el de las ciencias
formales, pero al mismo tiempo menos seguro. En este tipo de conocimientos se barajan nexos entre
impresiones y de éstos no podemos tener la misma seguridad que tenemos con respecto a las relaciones
de ideas. 2. Lo contrario a una proposición de hecho no puede implicar nunca contradicción. Para
establecer si saldrá el Sol mañana debo acudir a la experiencia que siempre me suministra casos
particulares y contingentes. 3. En las cuestiones de hecho no puede haber demostraciones estrictas,
sino únicamente lo que Hume llama “pruebas”, es decir, un grado de persuasión no exhaustivo, sino
basado en un grado de probabilidad, siempre en conexión con la experiencia.

DOS NIVELES EPISTEMOLÓGICOS: CONOCIMIENTO ESTRICTO Y CREENCIA

Para Hume, en correspondencia con las relaciones de ideas y las cuestiones de hecho, hay dos
niveles fundamentales de conocimiento: 1. El conocimiento propiamente dicho, que es un
conocimiento absolutamente riguroso y privilegiado, correspondiente a las relaciones de
ideas y 2. La creencia, conocimiento basado en la probabilidad y que corresponde a las
cuestiones de hecho. Dentro de la creencia pueden diferenciarse dos grados: a) las pruebas
(con una mayor probabilidad, basadas en su mayor carga empírica) y b) las meras
probabilidades (con menor probabilidad). La creencia procede de la relación causa-efecto, y
por eso todas las cuestiones de hecho (de existencia) se tramitan en el expediente de la
causalidad.

Lo que nos permite sobrepasar la experiencia inmediata y hacer previsiones de cara al futuro,
en nuestro conocimiento de hechos, es el principio de causalidad. Si A es causa de B, nosotros,
encontramos presente A, podemos predecir que se verificará B. ¿Cuál es el fundamento de esta
previsión o inferencia causal? Cuando se intenta captar todo lo que la experiencia nos muestra en
una relación de causalidad (p. e. en el hecho de que una bola de billar golpea a otra y la pone en
movimiento) nos encontramos que esa experiencia comporta: contigüidad en el espacio y en el
tiempo (las dos bolas tiene que tocarse sin que haya intervalo entre el golpe y el movimiento);
prioridad en el tiempo (el movimiento que es causa precede al que es efecto); vinculación
constante entre causa y efecto (se produciría el mismo hecho cambiando las bolas o alguna otra
circunstancia). Pues bien, ¿Qué es lo que hace que al ver nosotros en movimiento la primera
bola en dirección a la segunda hagamos la inferencia de que la segunda se moverá? Para
hacer esta inferencia no utilizamos ningún razonamiento “a priori”. Si existiera un hombre como Adán –
dice Hume- en pleno vigor de su inteligencia, pero sin experiencia previa, jamás podría inferir el
movimiento de la segunda bola a partir del movimiento de la primera. Sería necesario que hubiera
experimentado antes algo similar. Ahora bien, nuestra experiencia del pasado no puede ser una prueba
para el futuro. Es algo que admitimos sin prueba alguna.

Sólo el hábito nos induce a suponer que el futuro será como el pasado (cuando vemos
una bola de billar moverse hacia otra, nuestra mente está dirigida por el hábito hacia lo que suele ser el
efecto, y anticipa la situación concibiendo la segunda bola en movimiento. Por tanto, no es la razón la
que guía la vida, sino la costumbre. Y además nuestra previsión del futuro viene acompañada por la
creencia firme y segura de que se verificará el hecho previsto. La creencia tiene su origen en el hábito
formado por una repetición previa. Si, pues, se nos presenta A, creemos que seguirá B, pero no en virtud
de ningún principio cognoscitivo racional, sino por fuerza de la costumbre. La necesidad o conexión
necesaria no existe en los objetos, sino en la mente.

No debemos olvidar que el nexo causal o principio de causalidad no entra en el terreno


de las relaciones de ideas. Si así fuera, sería indudablemente verdadero y necesario. Para que el nexo
causal fuese una relación de ideas, la noción de causa y efecto tendrían que estar ligadas entre sí
necesariamente, de forma que fuese imposible concebir la una sin la otra. Pero esto no sucede: no es
fácil imaginar que un objeto no existe en un momento y existe en el próximo sin unir con él la idea
diferente de una causa o principio productivo. Esta separación no implica contradicción alguna y los
juicios que no implican contradicción pertenecen al terreno de las cuestiones de hecho.

CONSECUENCIAS CRÍTICAS DERIVADAS DE LA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO DE HUME

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La teoría del conocimiento de Hume, a pesar de su aparente simplicidad, está cargada de
consecuencias. La víctima principal de dichas consecuencias será el racionalismo, sobre todo el
preconizado por Descartes. Todos los aspectos básicos del racionalismo cartesiano son demolidos uno a
uno partiendo de la epistemología de Hume. Y no sólo Descartes, sino los racionalistas posteriores,
incluido Leibniz, van a ser sometidos, desde los presupuestos empiristas, a una crítica demoledora, de la
que no se salva ningún aspecto sistemático. Veamos someramente algunas de estas consecuencias:

Epistemológicas: de la simple lectura del texto del Tratado (parte 1ª, sección 1ª) se
desprenden dos claras consecuencias:

-No existen ideas innatas, como pretendían los racionalistas; las ideas están en la mente como
resultado de la acción causal de las impresiones o de cualquier operación mental en la que la
imaginación interviene. Pero las ideas son percepciones débiles, copias de impresiones, en el mejor de
los casos, nunca elementos originarios ni originales en el proceso cognoscitivo. Nacen a impulso de las
impresiones y por tanto no pueden ser innatas.

-El criterio que garantiza la validez de las ideas (en lo que se refiere a juicios de existencia) es la
impresión que le corresponde. Por eso, si se da alguna idea a la que no corresponde ninguna impresión
podemos considerarla espuria, falsa. El método para cerciorarnos de la validez de una idea será siempre
el mismo: “¿De qué impresión se deriva esta idea? Y si no puede aducirse impresión alguna, hay que
concluir que el término o palabra es irrelevante, carece de referencia real”.

Metafísicas: con ayuda del principio de validez empirista Hume desmonta el sustancialismo
racionalista. La idea de sustancia no responde a ninguna impresión y por eso mismo debe ser
desechada: “me gustaría preguntar a esos filósofos, que basan en tan gran medida sus razonamientos
en la distinción de sustancia y accidente, y se imaginan que tenemos ideas claras de cada una de esas
cosas, si la idea de sustancia se deriva de las impresiones de sensación o de las de reflexión. Si nos es
dada por nuestros sentidos pregunto ¿Por cuál de ellos y de qué modo? Si es percibido por los ojos,
deberá ser un color, si por los oídos, un sonido, si por el paladar, un sabor; y lo mismo con respecto a los
demás sentidos. Pero no creo que nadie afirme que la sustancia es un color, un sonido o un sabor. La
idea de sustancia deberá derivarse entonces, de una impresión de reflexión, si es que realmente existe.
Pero las impresiones de reflexión se reducen a nuestras pasiones y emociones, y no parece posible que
ninguna de éstas represente una sustancia. Por consiguiente, no tenemos ninguna idea de sustancia que
sea distinta de la de una colección de cualidades particulares, ni poseemos de ella otro significado
cuando hablamos o razonamos sobre este asunto” (Tratado, 105).

Descartes había pretendido intuir la existencia del alma (sustancia personal pensante o yo) y
deducir de ahí otras realidades: Dios y el mundo de lo corpóreo. Hume considera que la demostración
pretendidamente rigurosa de Descartes carece de validez.

“En primer lugar, no hay ninguna intuición del yo sustancial. Las únicas intuiciones que
poseemos son las impresiones y no hay ninguna impresión del “yo personal” que permanece. Además,
nuestras impresiones son siempre fluidas, cambiantes, no permanecen más que corto tiempo y no
podemos montar sobre unas impresiones móviles y cambiantes la idea de permanencia que supone el
“yo”. “Descartes mantenía que el pensamiento es la esencia de la mente, no este o aquel pensamiento,
sino el pensamiento en general. Lo cual parece ser absolutamente ininteligible, puesto que todo lo que
existe es particular. Y por lo tanto han de ser nuestras diversas percepciones particulares las que
compongan la mente. Digo que componen la mente, no que pertenecen a ella. La mente no es una
sustancia, en la que se inieran las percepciones…No tenemos idea alguna de sustancia de ningún
género, puesto que sólo tenemos ideas de lo que se deriva de alguna impresión, y no tenemos impresión
de sustancia alguna, sea material o espiritual” (Compendio p. 25).

Lo mismo ocurre cuando hablamos de la existencia de Dios como sustancia pensante infinita.
Como se trata de un juicio de existencia, no puede demostrarse a priori, sino que entra en el terreno de
las cuestiones de hecho.

Nada es demostrable salvo aquello cuyo contrario implica contradicción, ahora bien, se puede
concebir a Dios como no existente sin que se produzca ninguna contradicción, como ocurre con todo lo
que concebimos como existente. No existe un ser cuya no existencia implique contradicción, por
consiguiente, no existe un ser cuya existencia sea “demostrable”. Pero si lo encuadramos en las
cuestiones de hecho, hay que recurrir a la experiencia y no tenemos experiencia alguna (impresión
alguna) de ese presunto ser. Podría decirse que la existencia de Dios se establece por vía de causalidad.
En ese caso, dirá Hume, se utiliza inadecuadamente la inferencia causal, porque partimos de un
supuesto efecto del que tenemos impresión y llegamos a una presunta causa (Dios) de la que no
tenemos impresión alguna. Para que fuese aceptable la utilización del nexo causal tendríamos que pasar
de un impresión a otra, y eso no sucede cuando afirmamos la existencia de Dios por vía de causalidad.
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Pero si el mundo exterior no es la causa (o no puede demostrarse que lo sea) de nuestra impresiones,
¿Cómo se explica la existencia de las impresiones? Sencillamente no lo sabemos ni podemos
saberlo con certeza absoluta. Lo único que cabe es hacer conjeturas, pero sin ser capaces de justificarlo
plenamente: “por lo que respecta a las impresiones procedentes de los sentidos, su causa última es, en
mi opinión, perfectamente inexplicable por la razón humana” (Tratado).

La realidad, para Hume, no sólo no es sustancial, como quería el racionalismo, sino que queda
reducida a meros fenómenos, a lo que aparece a la mente (impresiones e ideas) a “percepciones”.

Físicas: la física racionalista, al estilo de Descartes o Leibniz, se edificaba sobre un andamiaje


puramente deductivo. Hume rompe con este esquema al situar a la física en el ámbito de las cuestiones
de hecho. Por eso no puede presentarse como un saber universal y necesario.

Los juicios físicos sólo pueden tener valor de probabilidad que será tanto mayor cuanto más
fundamentado esté en la experiencia.

Que los cuerpos se atraigan en razón directa del producto de sus masas y en razón inversa al
cuadrado de sus distancias es altamente probable que ocurra, puesto que hasta ahora ha sucedido, pero
no sabemos si continuará sucediendo, y por eso no es un conocimiento necesario. Podemos imaginar
que mañana no sucederá sin que ello implique ninguna contradicción. En todo caso este conocimiento
probable tiene más valor que el de todas las elucubraciones racionalistas (mecanicismo cartesiano,
dinamismo de Leibniz) desconectadas de la experiencia y basadas en puras ficciones.

ÉTICA

Hume comienza su investigación con un análisis del complejo de cualidades, que, en


la vida ordinaria confieren, a quienes las posee una especial estimabilidad personal.
Distingue las siguientes clases de cualidades valiosas: -las útiles a la comunidad:
benevolencia y justicia. –las útiles a uno mismo: fuerza de voluntad, diligencia, frugalidad,
vigor corporal, inteligencia y otros dones del espíritu. –las que nos son inmediatamente
agradables a nosotros mismos: alegría, magnanimidad, dignidad de carácter, valor, sosiego y
bondad. –las que resultan inmediatamente agradables a los demás: modestia, buena
conducta, cortesía, ingenio.

Agrado y utilidad son, pues, el fundamento de la “estimabilidad” y la aprobación; y,


en última instancia, la utilidad se funda en el agrado. “La utilidad es agradable y solicita
nuestra aprobación”. Ésta es una cuestión de hecho confirmada por la observación de todos
los días. Pero ¿Útil para qué? Sin duda, para el interés de alguien (Investigación sobre los
principios de moral. V, 1).

No obstante, la moral deriva de la inclinación y del sentimiento; sólo que éste no


tiene tampoco por objeto únicamente el propio yo.

El hombre vive en sociedad y la “utilidad” que fundamenta la valoración moral de las


cualidades personales ha de ser utilidad para la vida social. Las reglas de la justicia, que
imponen limitaciones al uso de los bienes, dependen de la situación concreta y de la utilidad
que, en tal situación, reportan a la sociedad. No sentimos la obligación de la justicia hacia los
animales, porque no estamos con ellos en situación de reciprocidad social. Tampoco la
sentiríamos si viviésemos en completo aislamiento, Si las reglas de la justicia se respetan
menos entre naciones es porque pueden vivir sin estrechas relaciones.

El hombre no puede permanecer indiferente ante sus semejantes, porque tiene que
desarrollar su vida entre ellos. No es, pues, verdad que el único móvil de la acción humana
sea el egoísmo individual, pues el bienestar y la felicidad individuales son inseparables del
bienestar y felicidad colectivos.

Razón y pasión

Hume elabora una psicología de las pasiones que sirva de fundamento a la moral. Tal
investigación se inicia con el establecimiento de una distinción entre las impresiones de la

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sensación y las impresiones de reflexión; éstas corresponden a las pasiones (serenas o
violentas, directas o indirectas).

Hume sitúa a las pasiones por encima de la razón, como rectoras de la voluntad. Y,
por ello centrará su ataque a aquellas teorías que consideran que la voluntad es regida por la
razón y tratará de refutar esta teoría. Hume, intentará probar que la razón no puede ser
nunca motivo de una acción de la voluntad y que tampoco puede oponerse nunca a la pasión
en lo concerniente a la dirección de la voluntad.

En consecuencia, la polémica se centra en establecer qué principio determina a la


voluntad, si la pasión o la razón. El pensamiento de Hume se inclina hacia la pasión. La razón
no determina por sí sola la voluntad. La razón actúa bien estableciendo relaciones entre
ideas o bien en relación con cuestiones de hecho. En el primer caso, nunca puede ser la
causa de la acción: el razonamiento abstracto versa acerca de ideas, mientras que la
voluntad tiene que ver con la realidad. En el segundo, los razonamientos en torno a las
cuestiones de hecho se basan en la relación de causa y efecto, y aun cuando la razón
interviene sirviendo de ayuda para discernir las relaciones causa y efecto, sin embargo,
quien decide es la pasión. Por tanto, nunca podrá plantearse un conflicto real entre razón y
pasión.

Hume acusa a los racionalistas de pretender que el ámbito moral compete


“exclusivamente” a una “razón”, concebida como la mera yuxtaposición y comparación de
ideas.

Su argumentación parte de la premisa empírica según la cual resulta indudable que


la moralidad influye en las acciones y pasiones humanas. Dado que la razón, por sí sola, es
incapaz de ejercitar una tal influencia se ha de concluir que la moralidad no puede ser
ejercitada por el mero ejercicio de la razón. La razón no funda la ética.

Si la razón fuese pertinente para el descubrimiento de las distinciones morales, éstas


tendrían que consistir en relaciones, de ideas o de objetos, que es lo que la razón puede
descubrir, pero esto no es así.

La moralidad es una cuestión de hecho, pero es el objeto del sentimiento, no de la


razón. Está en nosotros mismos, no en el objeto. De esta forma una acción o un carácter
vicioso, es tal porque nuestra naturaleza experimenta una sensación o sentimiento de
censura al contemplarlo.

Juzgamos porque tenemos previamente la noción de lo moral. Los juicios pueden ser
verdaderos o falsos, pero no así las distinciones morales, que son impresiones, y no ideas. Y
los juicios morales verdaderos lo son en el sentido de ser conformatorios de las distinciones.

Si las distinciones morales no proceden de nuestras ideas, han de proceder


necesariamente de las impresiones.

Las dos características que Hume considera fundamentales son, primero, que las
impresiones solamente pueden ser causadas por seres humanos, y, después, y básicamente,
la separación del interés particular: sólo cuando un carácter es considerado en general y sin
referencia a nuestro interés particular causa esa sensación o sentimiento en virtud del cual
lo denominamos moralmente bueno o malo.

La esencia de la moralidad está constituida por lo útil y lo agradable, y se funda en la


benevolencia.

El emotivismo moral

Hume pensaba que los conceptos del bien y el mal no son racionales, sino que nacen
de una preocupación por la felicidad propia. El supremo bien moral es la benevolencia, un

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interés generoso por el bienestar general de la sociedad que Hume definía como la felicidad
individual.

El intelectualismo moral afirmaba que la condición necesaria y suficiente para la


conducta moral es el conocimiento. Esta teoría parece contraria a las ideas comunes, ya que
la mayoría de los hombres parecen admitir que las personas pueden ser malas pese a saber
lo que se debe hacer o lo que es bueno. El emotivismo moral se acerca más a la concepción
corriente del sentido común, al destacar la importancia de los sentimientos y las emociones
en la vida moral. La moralidad se determina mediante el sentimiento. Define la virtud
diciendo que es cualquier acción mental o cualidad que da al espectador un grato
sentimiento de aprobación; y el vicio lo contrario.

En todo hombre hay una misma naturaleza emotiva, igual a la de cualquier otro
hombre, que le permite sentir la moralidad del mismo modo. Esto permite poder hablar de
una moralidad universal; el emotivismo que se remite a las emociones particulares de cada
cual, no.

¿Cuáles son los principios generales de la moralidad? ¿En qué medida la razón o el
sentimiento entran en todas las decisiones de alabanza o censura? La razón tiene una
aportación notable en la alabanza oral: las cualidades o las acciones que alabamos son
aquellas que guardan relación con la utilidad, con las consecuencias beneficiosas que traen
consigo para la sociedad y para su poseedor. Excepto casos sencillos y claros, es muy difícil
dar con las leyes más justas, leyes que respeten los intereses contrapuestos de las personas
y las peculiares circunstancias de cada acción. La razón puede ayudarnos a decidir cuáles
son las consecuencias de cada acción, útiles o perniciosas, y por tanto, debe tener cierto
papel en la experiencia moral. Sin embargo la razón es insuficiente.

Si la razón fuese el fundamento de la moral, entonces lo moral tendría que ser un


hecho o algún tipo de relación de ideas. Pero el carácter de buena o mala de una acción o
cualidad no es un hecho, no es algo que se incluya como un elemento o propiedad real del
objeto o cosa que valoramos. Al no ser una cuestión de hecho, dicho carácter no aparece en
la descripción de las propiedades reales de los objetos que podemos percibir.

En resumen, en las deliberaciones morales es necesario tener un conocimiento de


todos los objetos y sus relaciones, de todas las circunstancias del caso, antes de que sea
correcto dar una sentencia de censura o aprobación. Si alguna de las circunstancias nos son
todavía desconocidas, deberemos suspender el juicio moral y utilizar nuestras facultades
intelectuales para ponerla en claro. Pero conocidas todas las circunstancias, no es la razón la
que juzga, sino el corazón, el sentimiento, la emotividad.

La concepción ética de Hume estuvo fuertemente influida por los filósofos del sentido
moral del siglo XVIII, en especial Shaftesbury y Hutcheson; de éste último tomó las ideas de
la benevolencia altruista y del utilitarismo, entre otras. Su análisis de los juicios morales se
dirigió contra el intelectualismo racionalista. Según este intuicionismo, el pensamiento moral
consiste, como el matemático, en la aprehensión inmediata por intuición de verdades
evidentes. Contra esta concepción de los juicios morales como juicios que enuncian verdades
evidentes y necesarias y que son cognoscibles por medio de la intuición basada en la razón
desplegará Hume toda su capacidad dialéctica.

La guillotina de Hume

El nombre lo puso Max black. Todo el que intente pasar de un "es" a un "debe ser",
como se pasa de una premisa a una conclusión, habrá de resignarse a pasar bajo esa
guillotina. Doscientos años más tarde, Moore viene a reforzar el argumento de Hume con su
famosa “falacia naturalista”, de acuerdo con la cual no se puede definir una propiedad no
natural como “lo bueno” a base de propiedades naturales; lo que quiere decir que no se
puede pasar lógicamente de lo natural (lo no ético) a lo no natural (lo ético). Pero ello no
quiere decir que el reino del deber no tenga ninguna relación, o incluso no hunda sus raíces,
en el mundo del ser; o que entre el hecho y el valor exista un abismo insalvable.
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Las normas “no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti” no informan acerca
de los hechos y, por tanto, no pueden justificarse a base del comportamiento efectivo de los
miembros de la comunidad. Las normas señalan el deber de que los individuos ajusten su
conducta a las normas en cuestión. Puede ser que los individuos actúen en contradicción con
ellas. Pero ello no anula la validez de la norma. Más aún, aunque tal contradicción se diera, y
el comportamiento efectivo de la comunidad respondiera a lo que prescribe la norma, el
juicio fáctico acerca del comportamiento predominante en la comunidad “todos hacen x” no
podría legitimar la norma “todos deben hacer x”, porque ésta no se deduce lógicamente de
él.

Por otro lado, si los juicios morales pudieran justificarse recurriendo a los hechos, a
una situación efectiva, se carecería de criterios para justificar el comportamiento moral
opuesto de dos comunidades distintas, a menos que se adoptara con todas sus
consecuencias esta visión relativista: se justifica el comportamiento de diferentes individuos
o comunidades humanas por la sencilla razón de que así se comportan efectivamente. No
habría, por tanto, razón alguna para condenar moralmente ciertas formas de conducta
ciertamente reprobables.

Esto significa que, si es cierto que la norma no puede derivarse lógicamente de un


juicio fáctico, no por ello pende en el aire como si no tuviera nada que ver con los hechos.
Así, por ejemplo, si bien es verdad que la norma “no se debe discriminar a nadie por motivos
raciales” no puede deducirse lógicamente del juicio que informa acerca del estado efectivo
en que se encuentra en un país una raza supuestamente inferior, independientemente de
que la discriminación sea practicada por la mayoría de la comunidad o por una minoría
ínfima de ella, la norma misma responde a una serie de hechos que reclaman su formulación
y aplicación: a) la discriminación produce humillaciones y sufrimientos; b) la discriminación
encubre, a su vez, una terrible explotación económica y es, por tanto, fuente de miseria y
dolor; c) la ciencia demuestra que no hay razas inferiores, etc. Todos estos hechos reclaman
la abolición de la discriminación racial, e impulsan a ella, y las normas responden a esta
necesidad.

Así pues, aunque las normas no puedan derivarse lógicamente de los juicios acerca
de los hechos citados, hay que recurrir a ellos para comprender su existencia, su necesidad
social e incluso su validez, aunque no basta apoyarse en los hechos para justificar su validez.

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