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Toda la teoría del conocimiento de Hume se cimenta en el principio básico de que las ideas que
hay en nuestra mente derivan de las impresiones sensoriales. En la 1ª parte, sección 1ª del “Tratado de
la naturaleza humana”, se esfuerza en sentar las bases para una comprensión del funcionamiento de
nuestra mente, en especial del origen de nuestras ideas, Hume está convencido de que si se llegan a
conocer por entero la extensión y las fuerzas del entendimiento humano y si somos capaces de explicar
la naturaleza de las “ideas”, así como de las operaciones que realizamos al argumentar, podríamos
hacer cambios imprevisibles en las ciencias. Por eso se dedica detenidamente a examinar la génesis de
nuestras ideas como elementos básicos de nuestro conocer.
Lo primero que hace es pasar revista a los elementos que encontramos en nuestra conciencia,
desde una perspectiva genética.
El material básico que encontramos en nuestra conciencia psíquica son las percepciones,
constituidas por la suma de impresiones e ideas. Las impresiones equivalen a lo que llamamos
“sentir”, mientras que las ideas equivalen a lo que llamamos “pensar”. En el grupo de las impresiones
hay que incluir sensaciones, sentimientos o emociones tal y como aparecen por primera vez en la
conciencia. En el grupo de las ideas habría que colocar, en cambio, todas las imágenes, pensamientos o
razonamientos. El criterio más seguro para diferenciar impresiones de ideas consiste en su mayor o
menor “vivacidad”. Las impresiones son más vivaces, mientras que las ideas son más débiles, tienen
menos vivacidad en términos generales.
Para conseguir una mayor precisión, Hume cree necesario introducir un nuevo matiz en la
anterior división. Tanto las impresiones como las ideas pueden ser simples o compuestas. Las simples no
admiten distinción ni separación, mientras que las compuestas pueden distinguirse y dividirse en partes
más simples. P. e. podemos tener la sensación simple de sabor, o de olor, o de color en presencia de una
manzana, pero cuando percibimos la “manzana” todas esas sensaciones se dan unidas, constituyendo
una impresión compuesta. Y lo mismo puede decirse de las ideas. La idea de caballo podría considerarse
en algún sentido simple, mientras que la idea de manada sería compuesta. Los elementos que
constituyen las piezas básicas de nuestro conocimiento pueden clasificarse según este sencillo esquema:
Ahora bien, ¿Qué relaciones se establecen entre esos elementos, es decir, entre
impresiones e ideas? Hume distingue dos tipos de relaciones: -de semejanza o correspondencia y –
causa-efecto.
Pero, si hacemos uso de la distinción entre percepciones simples y complejas, esta regla no
parece ser universalmente válida. En efecto muchas ideas complejas no tienen una impresión que les
corresponda, p. e. puedo pensar (imaginar) la Jerusalén celestial, con suelos de oro y muros de rubíes,
cuando nunca he tenido la impresión correspondiente, nunca he visto tal ciudad. Y, al contrario, puedo
recorrer todas las calles de París (impresiones) y no tener una idea de conjunto de esa ciudad. El
principio de correspondencia parece quedar en entredicho.
No obstante, aunque esto puede ser verdad referido a las ideas complejas, la regla de la
correspondencia se cumple sin excepción respecto a las ideas simples. Toda idea simple tiene una
impresión correspondiente a la que se asemeja, igual que una idea simple tiene una impresión simple
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correspondiente. P. e. la idea de rojo que nos hemos hecho en la oscuridad se corresponde con la
impresión de rojo a plena luz, aunque haya una diferencia de grado.
b) Relación causa-efecto: puesto que impresiones e ideas se corresponden y asemejan entre sí,
podemos preguntarnos si hay entre ellas algún nexo causal, es decir, si unas son causa de las
otras. Como el tema central del Tratado de la naturaleza humana, es el examen de la idea de
causalidad, Hume se limita aquí a establecer el siguiente principio general: “todas nuestras
ideas simples, en su primera aparición se derivan de impresiones simples a las que
corresponden y representan exactamente”. Dicho de otro modo: “las impresiones simples son
causa de las ideas simples”
Para demostrar este principio general, Hume recurre a dos tipos de fenómenos:
2º Sin impresión previa no hay ideas. Cuando las facultades encargadas de producir
impresiones (sentidos externos, capacidad emocional) están accidentalmente bloqueadas (un ciego o un
sordo de nacimiento), no sólo no hay impresiones (visuales o auditivas), sino que tampoco aparecen las
ideas correspondientes. Alguien que no ha probado nunca una piña, no puede tener idea de cómo sabe.
-Podría objetarse que no siempre es imposible tener ideas sin las impresiones previas
correspondientes. Uno puede suplir con su imaginación un matiz de color (que nunca ha percibido)
partiendo del conocimiento de los colores contiguos. La idea así obtenida no derivaría de una impresión
exactamente correspondiente. Hume cree a pesar de todo, que ese ejemplo no es suficiente para alterar
la regla general. La excepción confirmaría más bien la regla (en realidad esa idea se produciría por una
contextuación de matices debidos a impresiones previas).
-La prioridad de las impresiones sobre las ideas no parece cumplirse siempre. Hay ocasiones en
que las ideas, procedentes de las impresiones, producen imágenes de sí mismas que configuran nuevas
ideas. Podría decirse que en este caso la última idea no procede de una impresión, sino de otra idea.
Pero en realidad esto no es una auténtica objeción, pues siempre queda a salvo el origen último del
proceso cognoscitivo en una impresión. El principio de que todas nuestras ideas simples proceden
inmediatamente o mediatamente de sus impresiones correspondientes quedaría intacto.
EL DINAMISMO COGNOSCITIVO
Hasta aquí hemos examinado los elementos que encontramos en la mente: percepciones, es
decir, impresiones e ideas. Éste es el material básico con el que contamos. Pero vistas así las cosas, no
tenemos de la mente más que una visión estática. Hace falta completar nuestro análisis con una
perspectiva dinámica, que es la que realmente se da en nuestra conciencia. Las ideas e impresiones no
se encuentran en nuestra mente como átomos aislados. Ya al hablar de las relaciones de
correspondencia y de causalidad que se dan entre ellas se insinúa claramente su vinculación. Tanto
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impresiones como ideas las encontramos asociadas entre sí. Una idea lleva a otra y lo mismo ocurre con
las impresiones. La naturaleza parece haber establecido relaciones asociativas, espontáneas en nuestra
mente. Entre impresiones, como entre ideas, parece regir una especie de “atracción” tal y como Newton
defendía en el terreno físico “la naturaleza ha establecido –dice Hume- conexiones entre nuestras ideas
particulares…Cuando una idea está presente a la mente…, otra, unida por esas relaciones de asociación
la sigue naturalmente. Cada impresión o idea introduce naturalmente su correlativa”.
La imaginación es una facultad caprichosa, por una parte, sometida a múltiples errores, pero
por otra, posee unas propiedades estables en su funcionamiento. La imaginación está directamente
encargada de esa función asociativa de que hablamos y que se atiene en esta función a tres leyes
fundamentales: semejanza, contigüidad en el espacio y en el tiempo y relación causa-efecto.
Según estas leyes, las imágenes de objetos semejantes tienden a reproducirse conjuntamente. La
imagen de una catedral se asocia a la de otra catedral, la de una biblioteca a otra. Lo mismo ocurre con
las imágenes percibidas de forma contigua: tienden a reproducirse unidas. A la imagen de la estatua de
Cascorro no se le asocia la Castellana, sino el Rastro. De modo parecido, tendemos espontáneamente a
organizar los objetos como causas y efectos. Observamos que un efecto antecede a otro y
espontáneamente pasamos a considerar al que surge después como efecto del primero.
Hay pues, en la imaginación una propensión a formar hábitos asociativos, a producir hábitos o
costumbres que pueden entenderse como un proceso acumulativo de experiencias. La costumbre
procede de una repetición pasada sin ningún razonamiento o conclusión. La mente se acostumbra o
adquiere el hábito de ver las cosas de una manera determinada, debido a la frecuencia con que se le
presentan algunas conexiones o asociaciones. Entre imaginación y costumbre hay una auténtica
interacción. La imaginación produce costumbres y la costumbre opera sobre la imaginación.
Lo que caracteriza a la relación de ideas es: 1. ser el ámbito de las ciencias formales, sin
contenido empírico. No se trata de que las matemáticas, o mejor, de que las ideas de las matemáticas no
deriven de las impresiones, sino de una facultad superior del espíritu. Son ideas claras y definidas
precisamente por su origen sensible, pero las ciencias formales se pronuncian sólo sobre relaciones
entre ideas, prescindiendo de toda referencia real, de hecho, la geometría no tiene en cuenta si existen
en realidad, un círculo o un triángulo. La intuición y la demostración son sus métodos propios que se
refieren sólo a ideas y relaciones entre ellas. 2. Es el ámbito único en el que cabe certeza demostrativa
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estricta, la demostración puramente racional sin necesidad de recurrir a los hechos. Las operaciones de
las ciencias formales consisten en puras operaciones del pensamiento. 3. Las relaciones entre ideas
obedecen al criterio o principio de contradicción. Esto significa que una demostración auténticamente
racional no permite que concibamos siquiera lo contrario. Dadas unas ideas es imposible concebir una
relación contraria a la que se expresa en la demostración.
Para Hume, en correspondencia con las relaciones de ideas y las cuestiones de hecho, hay dos
niveles fundamentales de conocimiento: 1. El conocimiento propiamente dicho, que es un
conocimiento absolutamente riguroso y privilegiado, correspondiente a las relaciones de
ideas y 2. La creencia, conocimiento basado en la probabilidad y que corresponde a las
cuestiones de hecho. Dentro de la creencia pueden diferenciarse dos grados: a) las pruebas
(con una mayor probabilidad, basadas en su mayor carga empírica) y b) las meras
probabilidades (con menor probabilidad). La creencia procede de la relación causa-efecto, y
por eso todas las cuestiones de hecho (de existencia) se tramitan en el expediente de la
causalidad.
Lo que nos permite sobrepasar la experiencia inmediata y hacer previsiones de cara al futuro,
en nuestro conocimiento de hechos, es el principio de causalidad. Si A es causa de B, nosotros,
encontramos presente A, podemos predecir que se verificará B. ¿Cuál es el fundamento de esta
previsión o inferencia causal? Cuando se intenta captar todo lo que la experiencia nos muestra en
una relación de causalidad (p. e. en el hecho de que una bola de billar golpea a otra y la pone en
movimiento) nos encontramos que esa experiencia comporta: contigüidad en el espacio y en el
tiempo (las dos bolas tiene que tocarse sin que haya intervalo entre el golpe y el movimiento);
prioridad en el tiempo (el movimiento que es causa precede al que es efecto); vinculación
constante entre causa y efecto (se produciría el mismo hecho cambiando las bolas o alguna otra
circunstancia). Pues bien, ¿Qué es lo que hace que al ver nosotros en movimiento la primera
bola en dirección a la segunda hagamos la inferencia de que la segunda se moverá? Para
hacer esta inferencia no utilizamos ningún razonamiento “a priori”. Si existiera un hombre como Adán –
dice Hume- en pleno vigor de su inteligencia, pero sin experiencia previa, jamás podría inferir el
movimiento de la segunda bola a partir del movimiento de la primera. Sería necesario que hubiera
experimentado antes algo similar. Ahora bien, nuestra experiencia del pasado no puede ser una prueba
para el futuro. Es algo que admitimos sin prueba alguna.
Sólo el hábito nos induce a suponer que el futuro será como el pasado (cuando vemos
una bola de billar moverse hacia otra, nuestra mente está dirigida por el hábito hacia lo que suele ser el
efecto, y anticipa la situación concibiendo la segunda bola en movimiento. Por tanto, no es la razón la
que guía la vida, sino la costumbre. Y además nuestra previsión del futuro viene acompañada por la
creencia firme y segura de que se verificará el hecho previsto. La creencia tiene su origen en el hábito
formado por una repetición previa. Si, pues, se nos presenta A, creemos que seguirá B, pero no en virtud
de ningún principio cognoscitivo racional, sino por fuerza de la costumbre. La necesidad o conexión
necesaria no existe en los objetos, sino en la mente.
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La teoría del conocimiento de Hume, a pesar de su aparente simplicidad, está cargada de
consecuencias. La víctima principal de dichas consecuencias será el racionalismo, sobre todo el
preconizado por Descartes. Todos los aspectos básicos del racionalismo cartesiano son demolidos uno a
uno partiendo de la epistemología de Hume. Y no sólo Descartes, sino los racionalistas posteriores,
incluido Leibniz, van a ser sometidos, desde los presupuestos empiristas, a una crítica demoledora, de la
que no se salva ningún aspecto sistemático. Veamos someramente algunas de estas consecuencias:
Epistemológicas: de la simple lectura del texto del Tratado (parte 1ª, sección 1ª) se
desprenden dos claras consecuencias:
-No existen ideas innatas, como pretendían los racionalistas; las ideas están en la mente como
resultado de la acción causal de las impresiones o de cualquier operación mental en la que la
imaginación interviene. Pero las ideas son percepciones débiles, copias de impresiones, en el mejor de
los casos, nunca elementos originarios ni originales en el proceso cognoscitivo. Nacen a impulso de las
impresiones y por tanto no pueden ser innatas.
-El criterio que garantiza la validez de las ideas (en lo que se refiere a juicios de existencia) es la
impresión que le corresponde. Por eso, si se da alguna idea a la que no corresponde ninguna impresión
podemos considerarla espuria, falsa. El método para cerciorarnos de la validez de una idea será siempre
el mismo: “¿De qué impresión se deriva esta idea? Y si no puede aducirse impresión alguna, hay que
concluir que el término o palabra es irrelevante, carece de referencia real”.
Metafísicas: con ayuda del principio de validez empirista Hume desmonta el sustancialismo
racionalista. La idea de sustancia no responde a ninguna impresión y por eso mismo debe ser
desechada: “me gustaría preguntar a esos filósofos, que basan en tan gran medida sus razonamientos
en la distinción de sustancia y accidente, y se imaginan que tenemos ideas claras de cada una de esas
cosas, si la idea de sustancia se deriva de las impresiones de sensación o de las de reflexión. Si nos es
dada por nuestros sentidos pregunto ¿Por cuál de ellos y de qué modo? Si es percibido por los ojos,
deberá ser un color, si por los oídos, un sonido, si por el paladar, un sabor; y lo mismo con respecto a los
demás sentidos. Pero no creo que nadie afirme que la sustancia es un color, un sonido o un sabor. La
idea de sustancia deberá derivarse entonces, de una impresión de reflexión, si es que realmente existe.
Pero las impresiones de reflexión se reducen a nuestras pasiones y emociones, y no parece posible que
ninguna de éstas represente una sustancia. Por consiguiente, no tenemos ninguna idea de sustancia que
sea distinta de la de una colección de cualidades particulares, ni poseemos de ella otro significado
cuando hablamos o razonamos sobre este asunto” (Tratado, 105).
Descartes había pretendido intuir la existencia del alma (sustancia personal pensante o yo) y
deducir de ahí otras realidades: Dios y el mundo de lo corpóreo. Hume considera que la demostración
pretendidamente rigurosa de Descartes carece de validez.
“En primer lugar, no hay ninguna intuición del yo sustancial. Las únicas intuiciones que
poseemos son las impresiones y no hay ninguna impresión del “yo personal” que permanece. Además,
nuestras impresiones son siempre fluidas, cambiantes, no permanecen más que corto tiempo y no
podemos montar sobre unas impresiones móviles y cambiantes la idea de permanencia que supone el
“yo”. “Descartes mantenía que el pensamiento es la esencia de la mente, no este o aquel pensamiento,
sino el pensamiento en general. Lo cual parece ser absolutamente ininteligible, puesto que todo lo que
existe es particular. Y por lo tanto han de ser nuestras diversas percepciones particulares las que
compongan la mente. Digo que componen la mente, no que pertenecen a ella. La mente no es una
sustancia, en la que se inieran las percepciones…No tenemos idea alguna de sustancia de ningún
género, puesto que sólo tenemos ideas de lo que se deriva de alguna impresión, y no tenemos impresión
de sustancia alguna, sea material o espiritual” (Compendio p. 25).
Lo mismo ocurre cuando hablamos de la existencia de Dios como sustancia pensante infinita.
Como se trata de un juicio de existencia, no puede demostrarse a priori, sino que entra en el terreno de
las cuestiones de hecho.
Nada es demostrable salvo aquello cuyo contrario implica contradicción, ahora bien, se puede
concebir a Dios como no existente sin que se produzca ninguna contradicción, como ocurre con todo lo
que concebimos como existente. No existe un ser cuya no existencia implique contradicción, por
consiguiente, no existe un ser cuya existencia sea “demostrable”. Pero si lo encuadramos en las
cuestiones de hecho, hay que recurrir a la experiencia y no tenemos experiencia alguna (impresión
alguna) de ese presunto ser. Podría decirse que la existencia de Dios se establece por vía de causalidad.
En ese caso, dirá Hume, se utiliza inadecuadamente la inferencia causal, porque partimos de un
supuesto efecto del que tenemos impresión y llegamos a una presunta causa (Dios) de la que no
tenemos impresión alguna. Para que fuese aceptable la utilización del nexo causal tendríamos que pasar
de un impresión a otra, y eso no sucede cuando afirmamos la existencia de Dios por vía de causalidad.
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Pero si el mundo exterior no es la causa (o no puede demostrarse que lo sea) de nuestra impresiones,
¿Cómo se explica la existencia de las impresiones? Sencillamente no lo sabemos ni podemos
saberlo con certeza absoluta. Lo único que cabe es hacer conjeturas, pero sin ser capaces de justificarlo
plenamente: “por lo que respecta a las impresiones procedentes de los sentidos, su causa última es, en
mi opinión, perfectamente inexplicable por la razón humana” (Tratado).
La realidad, para Hume, no sólo no es sustancial, como quería el racionalismo, sino que queda
reducida a meros fenómenos, a lo que aparece a la mente (impresiones e ideas) a “percepciones”.
Los juicios físicos sólo pueden tener valor de probabilidad que será tanto mayor cuanto más
fundamentado esté en la experiencia.
Que los cuerpos se atraigan en razón directa del producto de sus masas y en razón inversa al
cuadrado de sus distancias es altamente probable que ocurra, puesto que hasta ahora ha sucedido, pero
no sabemos si continuará sucediendo, y por eso no es un conocimiento necesario. Podemos imaginar
que mañana no sucederá sin que ello implique ninguna contradicción. En todo caso este conocimiento
probable tiene más valor que el de todas las elucubraciones racionalistas (mecanicismo cartesiano,
dinamismo de Leibniz) desconectadas de la experiencia y basadas en puras ficciones.
ÉTICA
El hombre no puede permanecer indiferente ante sus semejantes, porque tiene que
desarrollar su vida entre ellos. No es, pues, verdad que el único móvil de la acción humana
sea el egoísmo individual, pues el bienestar y la felicidad individuales son inseparables del
bienestar y felicidad colectivos.
Razón y pasión
Hume elabora una psicología de las pasiones que sirva de fundamento a la moral. Tal
investigación se inicia con el establecimiento de una distinción entre las impresiones de la
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sensación y las impresiones de reflexión; éstas corresponden a las pasiones (serenas o
violentas, directas o indirectas).
Hume sitúa a las pasiones por encima de la razón, como rectoras de la voluntad. Y,
por ello centrará su ataque a aquellas teorías que consideran que la voluntad es regida por la
razón y tratará de refutar esta teoría. Hume, intentará probar que la razón no puede ser
nunca motivo de una acción de la voluntad y que tampoco puede oponerse nunca a la pasión
en lo concerniente a la dirección de la voluntad.
Juzgamos porque tenemos previamente la noción de lo moral. Los juicios pueden ser
verdaderos o falsos, pero no así las distinciones morales, que son impresiones, y no ideas. Y
los juicios morales verdaderos lo son en el sentido de ser conformatorios de las distinciones.
Las dos características que Hume considera fundamentales son, primero, que las
impresiones solamente pueden ser causadas por seres humanos, y, después, y básicamente,
la separación del interés particular: sólo cuando un carácter es considerado en general y sin
referencia a nuestro interés particular causa esa sensación o sentimiento en virtud del cual
lo denominamos moralmente bueno o malo.
El emotivismo moral
Hume pensaba que los conceptos del bien y el mal no son racionales, sino que nacen
de una preocupación por la felicidad propia. El supremo bien moral es la benevolencia, un
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interés generoso por el bienestar general de la sociedad que Hume definía como la felicidad
individual.
En todo hombre hay una misma naturaleza emotiva, igual a la de cualquier otro
hombre, que le permite sentir la moralidad del mismo modo. Esto permite poder hablar de
una moralidad universal; el emotivismo que se remite a las emociones particulares de cada
cual, no.
¿Cuáles son los principios generales de la moralidad? ¿En qué medida la razón o el
sentimiento entran en todas las decisiones de alabanza o censura? La razón tiene una
aportación notable en la alabanza oral: las cualidades o las acciones que alabamos son
aquellas que guardan relación con la utilidad, con las consecuencias beneficiosas que traen
consigo para la sociedad y para su poseedor. Excepto casos sencillos y claros, es muy difícil
dar con las leyes más justas, leyes que respeten los intereses contrapuestos de las personas
y las peculiares circunstancias de cada acción. La razón puede ayudarnos a decidir cuáles
son las consecuencias de cada acción, útiles o perniciosas, y por tanto, debe tener cierto
papel en la experiencia moral. Sin embargo la razón es insuficiente.
La concepción ética de Hume estuvo fuertemente influida por los filósofos del sentido
moral del siglo XVIII, en especial Shaftesbury y Hutcheson; de éste último tomó las ideas de
la benevolencia altruista y del utilitarismo, entre otras. Su análisis de los juicios morales se
dirigió contra el intelectualismo racionalista. Según este intuicionismo, el pensamiento moral
consiste, como el matemático, en la aprehensión inmediata por intuición de verdades
evidentes. Contra esta concepción de los juicios morales como juicios que enuncian verdades
evidentes y necesarias y que son cognoscibles por medio de la intuición basada en la razón
desplegará Hume toda su capacidad dialéctica.
La guillotina de Hume
El nombre lo puso Max black. Todo el que intente pasar de un "es" a un "debe ser",
como se pasa de una premisa a una conclusión, habrá de resignarse a pasar bajo esa
guillotina. Doscientos años más tarde, Moore viene a reforzar el argumento de Hume con su
famosa “falacia naturalista”, de acuerdo con la cual no se puede definir una propiedad no
natural como “lo bueno” a base de propiedades naturales; lo que quiere decir que no se
puede pasar lógicamente de lo natural (lo no ético) a lo no natural (lo ético). Pero ello no
quiere decir que el reino del deber no tenga ninguna relación, o incluso no hunda sus raíces,
en el mundo del ser; o que entre el hecho y el valor exista un abismo insalvable.
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Las normas “no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti” no informan acerca
de los hechos y, por tanto, no pueden justificarse a base del comportamiento efectivo de los
miembros de la comunidad. Las normas señalan el deber de que los individuos ajusten su
conducta a las normas en cuestión. Puede ser que los individuos actúen en contradicción con
ellas. Pero ello no anula la validez de la norma. Más aún, aunque tal contradicción se diera, y
el comportamiento efectivo de la comunidad respondiera a lo que prescribe la norma, el
juicio fáctico acerca del comportamiento predominante en la comunidad “todos hacen x” no
podría legitimar la norma “todos deben hacer x”, porque ésta no se deduce lógicamente de
él.
Por otro lado, si los juicios morales pudieran justificarse recurriendo a los hechos, a
una situación efectiva, se carecería de criterios para justificar el comportamiento moral
opuesto de dos comunidades distintas, a menos que se adoptara con todas sus
consecuencias esta visión relativista: se justifica el comportamiento de diferentes individuos
o comunidades humanas por la sencilla razón de que así se comportan efectivamente. No
habría, por tanto, razón alguna para condenar moralmente ciertas formas de conducta
ciertamente reprobables.
Así pues, aunque las normas no puedan derivarse lógicamente de los juicios acerca
de los hechos citados, hay que recurrir a ellos para comprender su existencia, su necesidad
social e incluso su validez, aunque no basta apoyarse en los hechos para justificar su validez.