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Del arte abyecto al arte de la comunidad

Jordi Massó Castilla


Universidad Complutense de Madrid / CPI de la Comunidad de Madrid

Introducción

La imagen que están viendo es, creo, de sobras conocida. Se trata de Bed, la obra por la que Tracy
Emin fue finalista del premio Turner en 1999. En este caso, el título no lleva a engaño alguno: lo que
ven es lo que ven, la cama en la que artista británica durmió, fumó, bebió, menstruó y copuló, durante
varias semanas. Los objetos que componen esta naturaleza muerta posmoderna son la huella de todas
aquellas actividades: botellas de alcohol, compresas manchadas, anticonceptivos usados… Sin duda
alguna, Bed fue, y sigue siendo hoy, una obra polémica, una diana perfecta para que los más escépticos
y atrevidos críticos con arte contemporáneo arrojen sobre ella unos dardos que, a fin de cuentas, irían
dirigidos principalmente contra aquél. A su modo de ver, la obra de Emin encarnaría el nihilismo y el
absurdo de un arte para el que todo vale y en el que la distinción entre el buen y el mal gusto, lo
decoroso y lo indecoroso, ha sido, simple y llanamente, fulminada. Evidentemente, Bed no puede
explicarse ni entenderse sin acudir a Duchamp, a Bataille, a Manzoni o a Klein, entre otros muchos,
pero seguir este recorrido excedería el tiempo de esta comunicación. Sí me interesa, en cambio,
detenerme en una de las muchas críticas que recibió esta instalación, quizá la más fundada de todas. La
obra de Emin, decían, no puede considerarse arte porque eleva a la categoría de objeto artístico los
desechos del cuerpo humano, las heces, la sangre, la orina. Una vez eliminado su factor sorpresa –con
el que sí contó el urinario de Duchamp- y su capacidad provocadora – si no hubiese existido
Manzoni…-, lo único que aporta Emin es un regodeo en aquellos detritus que nos rodean, que
producimos y que somos, y que, fuera del contexto más íntimo e individual, no producen más que
asco.

1. Jean Clair contra el “arte de la abyección”

Fue Kant quien se encargó de alejar la categoría de lo asqueroso fuera del arte: “el arte bello muestra
precisamente su excelencia en que describe como bellas cosas que en la naturaleza serían feas o
desagradables. Las furias, enfermedades, devastaciones de la guerra, etc., pueden ser descritas como
males muy bellamente, y hasta representadas en cuadros; sólo una clase de fealdad no puede ser
representada conforme a la naturaleza sin echar por tierra toda satisfacción estética, por lo tanto, toda
belleza artística, y es, a saber, la que despierta asco, pues como en esa extraña sensación, que descansa
en una pura figuración fantástica, el objeto es representado como si, por decirlo así, nos apremiara para
gustarlo, oponiéndonos a ello con violencia, la representación del objeto por el arte no se distingue ya,
en nuestra sensación de la naturaleza, de ese objeto mismo, y entonces no puede ya ser tenida por
bella”1. En esta larga cita, tomada del parágrafo 48 de la Crítica del Juicio, Kant no deja lugar a dudas.
Puede que lo feo y lo desagradable tengan cabida en el arte, el cual, al representarlos, hace que pierdan
su carácter repulsivo, gracias a la mediación artística; puede ocurrir, incluso, –y esto es decir mucho,
muchísimo, incluso para Kant-, que el arte permita que sintamos placer con la contemplación de lo
violento; lo que en ningún caso puede producir placer (no es arte placentero) ni conocimiento alguno
(tampoco arte bello), es lo asqueroso. El gusto, necesario para enjuiciar los objetos (artísticos o no)
bellos, no puede hacer nada ante lo que despierta nuestro asco.
Pero he aquí que buena parte del arte del siglo XX se empeñó en enmendar la plana a Kant, hasta tal
punto que hoy en día no resulta sorprendente encontrar obras que utilicen las heces, la orina, la sangre
y demás fluidos corporales como un elemento más de la sintaxis del lenguaje artístico. Que este hecho
se haya extendido hasta el punto de perder capacidad de sorpresa y de convulsión en el espectador, no
obsta para que, de vez en cuando se alcen voces que abogan por la recuperación de ese buen gusto que
delimitaba la fronteras más allá de las cuales comenzaba el proscrito ámbito de lo no-artístico, en el
que, ahora sí, el semen, la orina, la mierda podían campar a sus anchas, habida cuenta de que no
maculaban la esencia del Arte. Uno de los representantes de esta postura es el crítico y ensayista
francés Jean Clair. En uno de sus últimos trabajos, De Immundo, Clair repasa alguno de los hitos de
este arte asqueroso, también llamado “arte de la abyección”, hasta llegar a la conclusión de que “nunca
la obra de arte había sido tan cínica ni le había gustado tanto rozar lo escatológico, lo que mancha y la
basura” como en la actualidad2. Clair, que de tonto tiene muy poco, rescata de este gesto las
aportaciones de los, llamémoslos así, pioneros: Bataille y Daumal, quienes exploraron las zonas
vetadas del cuerpo con una finalidad transgresora sin caer por ello en lo abyecto. Con ellos el arte
tomaba por objeto lo corporal, hasta entonces ignorado como materia(l) artística (entiéndase, el cuerpo
en su pura presencialidad, su carácter físico, y no en cuanto esencia que representar); el cuerpo como
tema y como lenguaje artístico. Ahora bien, en un momento dado, que Clair situaría en el ‘accionismo
vienés’, el arte fue más allá de lo permitido en su indagación de lo corporal hasta hacer de los cuerpos
un mero soporte de lo artístico, un objeto que, al igual que los lienzos de Fontana podía rasgarse,
hendirse. Y eso es lo que hicieron, pero no sólo eso, Brus, Muehl, Nitsch o Schwarzkogler. En esta
deshumanización del cuerpo Clair detecta una reducción de lo humano a su presencia corporal,
1
KANT, I.: Crítica del Juicio. Madrid, Tecnos, 2007, p.239.
2
CLAIR, J.: De Immundo. París, Galilée, 2004, p. 29.
despojada ésta de su carácter sagrado. Como seguramente habrán intuido, Clair alude a la ‘vida nuda’
de Giorgio Agamben, es decir, la vida sacrificable y susceptible de sufrir toda clase de sufrimientos y
de violencia, toda vez que se ha arrancado de ella la sacralidad que estaba encarnada en el cuerpo.
Las dudas que nos suscita esta operación de Clair, la de situar al “arte abyecto” más peligroso, aquél
que no sólo reboza el cuerpo en heces sino que le inflige toda clase de torturas, comienzan cuando
recordamos que quienes comenzaron a considerar la vida humana como algo en y por su esencia
sacrificable, fueron los nazis. Y si hasta aquí hemos seguido a Clair con alguna que otra desavenencia,
pero siempre con interés, el desacuerdo es total cuando sitúa al ‘accionismo vienés’ en la herencia del
nazismo: “treinta años después [del apogeo del ‘accionismo’], podemos, no obstante, avanzar que la
ideología de los accionistas vieneses, su celebración continua de la sangre y de las heces –entendidas
como estiércol o abono, sus rituales de sociedad secreta que tuvieron lugar dentro de los muros de una
‘Comuna’, recordaban desagradablemente, en su pretensión de fundar un hombre nuevo que gozase de
una ‘sexualidad libre’, otro culto violento y primitivo que el pueblo austríaco practicó durante veinte
años y en el que de lo que se trataba era también de la sangre y del suelo, de violencia y de
iniciación”3.
El salto que da Clair es, a nuestro juicio, demasiado peligroso, aun cuando sea cierto que aquellos
rituales que celebraba Nitsch en el castillo de Prinzendorf y, sobre todo, algunas de las actividades que
realizaba su comuna fuesen, más que performances, execrables delitos que, no cabe dudas, nada
tenían de artístico. Con todo, la discusión que suscita la dura crítica que Clair lanza contra el
‘accionismo vienés’ habrá de quedar para otro día. En su lugar, nos centraremos en otra de las tesis de
su obra, la idea de que el arte que emplea lo más asqueroso del cuerpo humano es, no ya
extremadamente peligroso, si pensamos en aquellos artistas vieneses –los lodos que vendrían de esos
polvos-, sino, en el mejor de los casos (el de un David Nebreda o un Óscar Serrano, por dar nombres),
banal y, sobre todo, políticamente ineficaz. Y es que por lo que él aboga es por una recuperación y una
culminación de las proclamas que Benjamin lanzó en textos como El autor como productor. Las
pautas que el filósofo alemán estableció para todo arte que pretendiese subvertir el orden de
producción vigente, siguen estando vigentes, como Clair se esfuerza por recordar en otro de sus
trabajos, La responsabilidad del artista. La apelación a ésta obedece al deseo teñido de melancolía de
recuperar un arte comprometido que, prescindiendo de la inoperancia y de la violencia gratuita del
“arte de la abyección”, culmine el proyecto que las vanguardias no supieron llevar a término. En
resumen, todas estas obras en las que los desechos, especialmente los corporales, ocupan el primer
plano, alejarían al arte de su función crítica y de emancipación, poniéndolo al servicio de la reducción
de lo humano a su mero carácter objetual (el cuerpo, un residuo más). Resulta inevitable considerar a

3
CLAIR, J: op. cit., p. 74.
este teórico uno de los últimos defensores de un arte para el que la belleza y la moral han de ir unidos,
obviando que a partir de Kant es lo sublime y no lo estéticamente bello, lo que está capacitado para
conectar con las Ideas morales del hombre.
Así pues, la intención de Clair no es la de proponer una relectura de la biopolítica de Agamben-
Foucault, aun cuando estos referentes estén presentes en sus trabajos. Su propósito es bien otro, como
acabamos de ver: recuperar la capacidad crítica del arte, poniendo fin a casi un siglo en el que éste sólo
dio muestras de ineficacia e intrascendencia, y, de paso, recuperar para el arte una cierta idea del gusto.
Esta postura recuerda a la identificada por Adorno en aquellos que denigraban este arte asqueroso
reivindicando, en su lugar, una añorada Belleza: “En la inclinación del arte moderno a lo nauseabundo
y físicamente repelente (a la que los apologistas de lo existente no tienen nada más fuerte que oponer
que el hecho de que lo existente ya es bastante feo, por lo que el arte tiene que proponer una belleza
vana) se manifiesta el motivo crítico y materialista, pues a través de sus figuras autónomas el arte
denuncia la sublimación, incluso la sublimada como principio espiritual, y habla en favor de lo que ella
reprime y niega”4.

2. El arte abyecto, según Hal Foster

La radical tesis de Clair es extremadamente discutible, pues hacer tabula rasa con el arte
pretendidamente crítico del pasado siglo implica no sólo ignorar que voces tan autorizas como la de
Adorno reconocieron en ese arte de “lo nauseabundo” una carga crítica, sino también, y esto es quizá
lo más grave, obviar los referentes a los que aluden esas obras. Únicamente en la medida en que se
tengan en cuenta éstos, se puede reconocer el potencial político del “arte de la abyección”. Me estoy
refiriendo en concreto a los aportes del psicoanálisis, en especial el lacaniano, sin los que al arte de la
segunda mitad del siglo XX habría sido sin lugar a dudas muy diferente.
Quien sí lo ha detectado lúcidamente ha sido otro crítico y teórico, Hal Foster. Según él, el arte del
siglo XX sí recogió los postulados benjaminianos, por lo que al menos hasta los años 80’, hasta la
irrupción de la posmodernidad, sus aportaciones a diferentes causas políticas y sociales, como el
feminismo o el post-colonialismo, son innegables. Foster subraya el impulso que recibió el arte crítico
desde el ámbito teórico del psicoanálisis. Lacan, entre otros, fue clave para desmontar la idea de sujeto
hegemónico -estructurado, masculino, patriarcal, racional- a partir del cual se configuraban identidades
rígidas a las que se les asignaban los lugares que podían ocupar en el espacio social. Pues bien, lo que
los artistas que se mueven en el terreno de “lo abyecto” persiguen no es otra cosa que desmontar tales

4
ADORNO, T.: Teoría estética. Madrid, Akal, 2004, p. 72.
identidades sustancialistas y denunciar la violencia y arbitrariedad que encierra la operación de
creación de estos sujetos y que, según Lacan, formaría parte del orden simbólico.
Dicho orden simbólico, encargado de tamizar lo real y de impedir su irrupción, aun cuando el precio a
pagar sea la consolidación y el no cuestionamiento de las identidades sustanciales que campan por
aquél. El “arte de la abyección” permitiría la emergencia de aquello de lo que nos despojamos para
poder convertirnos en sujetos. Lo que caracteriza a las obras de Serrano, Nebreda, Chris Burden o
Cindy Sherman, entre otros, es, precisamente, que permiten que irrumpa en el orden simbólico o
pantalla-imagen lo ominoso, lo más material de nuestro cuerpo que habíamos reprimido. En palabras
del propio Foster, “a esta luz, el movimiento de la mierda en el arte contemporáneo puede pretender
una inversión simbólica de este primer paso en la civilización, de la represión de lo anal y lo olfativo.
Como tal, puede también pretender una inversión simbólica de la visualidad fálica del cuerpo erecto
como modelo primario de la pintura y la escultura tradicionales: la figura humana como a la vez tema
y marco de representación en el arte occidental”5.
El análisis de Foster no se detiene aquí. El “arte abyecto”, según él, ha afrontado como ningún otro el
“desafío erótico-anal”, para el que ha encontrado soluciones –los trabajos que estamos comentando-
que, además de lo ya dicho, ponen a prueba la autoridad analmente represiva de la cultura museística
tradicional, y se burlan del narcisismo analmente erótico del artista-rebelde de la vanguardia. Por todo
esto, considero que el acercamiento de Foster a este arte asqueroso es más acertado que el de Clair al
señalar en él todas sus posibilidades críticas por lo que respecta a las identidades de género o de raza, a
instituciones y jerarquías en el arte y, en definitiva, al papel que éste ha de desempeñar en la crítica y
denuncia de, por ejemplo, las injusticias sociales.
Sin embargo, no pretendo con esta comunicación oponer a uno y otro teórico para acabar
decantándome por uno de ellos, aun cuando los análisis de Foster me parezcan ser más justos hacia el
“arte abyecto”. No se trata, pues, de confrontar a ambos autores, sino de leer en paralelo sus análisis.
Al hacerlo nos damos cuenta de que, pese a sus muchas diferencias (geográficas y culturales, sobre
todo), uno y otro coinciden en denunciar la pérdida de relevancia política que ha experimentado el arte
desde hace poco más de veinte años. Los trabajos de Clair y de Foster llegan a la misma conclusión: a
partir de un momento dado, que uno de ellos, Clair, sitúa en el fracaso de las vanguardias históricas, y
el otro en el giro conservador económico, político y social de finales de los años 80’ (Foster se refiere,
sobre todo, a lo sucedido en Estados Unidos), a partir de ese instante, decía, el arte perdió buena parte
de su fuerza crítica. Desde ese momento, todo su quehacer, al menos según se deduciría del
protagonismo que le otorgan medios de comunicación, exposiciones, subastas, etc., ha sido, según
Hoster, repetir hasta el aburrimiento una estética convencionalista y paródica, encarnada por Koons,

5
FOSTER, H.: El retorno de lo real. Madrid, Akal, 200-, p. 165.
Steinbach o, más recientemente, Hirst; o bien prolongar una exploración de la materialidad más
inmediata y desnuda del hombre, que poco o nada (bueno) aporta al arte de finalidad política, como
bien ejemplifican, para Clair las obras de Mueck o Cattelan.
La salida de esta aporía en la que ha encallado el arte actual se presenta, en cada uno de estos autores
respectivamente, como sigue: o proseguir y profundizar en la reflexión en torno al otro (el otro
cultural, el oprimido postcolonial, subalterno o subcultural), por medio de la alteración del ‘yo’ –y
siempre con Lacan como referente-; o recuperar los ideales benjaminianos para, por medio de un arte
que no desdeñe el buen gusto, alcanzar una “justeza de formas” –esto es, ni expresionismo ni
formalismo, sino intento de aunar belleza y moral. Ambas vías, aunque estimables, se antojan
insuficientes para crear propuestas artísticas con una carga crítica lo suficientemente fuerte como para
cuestionar el orden social, político, moral, simbólico existente. Conviene, pese a todo, retener de Clair
su gesto de recuperar a Benjamin para reflexionar acerca de hasta qué punto el arte se ha domesticado,
poniéndose al servicio de intereses espurios afines a los diferentes poderes, olvidando que el artista
tiene una responsabilidad social que atender. Y, por lo que a la crítica que Foster hace del arte
posmoderno se refiere, sigue siendo tan viable como necesario, el cuestionamiento de roles e
identidades fijados y distribuidos por esos mismos poderes, un reparto cuyo carácter arbitrario e
impuesto el arte contribuye a desenmascarar.

3. De la abyección a lo común

De lo que se trata es, en definitiva, de retomar ambos análisis, armonizarlos y, sobre todo,
completarlos con alguna otra teoría que encaje mejor en una época, la nuestra, en la que la estética
parece haberse librado de las categorías del buen y del mal gusto, y en la que la reconfiguración de las
subjetividades por medio del arte no ha de quedarse en la borradura de toda enunciación de un ‘yo’.
Hay que dar un paso más, como sí lo hacen, por ejemplo, desde otros marcos teóricos, autores como
Christine Buci-Glucksmann, con su “estética de lo efímero”; Nicolas Bourriaud, con su “estética
radicante”; o Jacques Rancière y su estética de la comunidad. Hay en los tres, especialmente en
Bourriaud y Rancière, una fidelidad hacia el programa marcado por Benjamin para el arte. Pero, por
razones de economía de tiempos, dejaré a un lado la propuesta de Buci-Glucksmann, de la que, al
menos, quisiera destacar cómo asocia el flujo ininterrumpido que es el mundo que habitamos (de
información, de seres, de mercancías, de capitales…) con una estética de la fluidez, representada por
Olafur Eliasson o Roni Horn, entre otros, en la que lo real resta inaprehensible por el efecto fractal y
multiplicador de los flujos, que afecta, igualmente, a las identidades6. Para esta autora, al igual que

6
Cfr. BUCI-GLUCKSMANN, C.: Une femme philosophe. París, Klincksieck, pp. 51-54.
para Nicolas Bourriaud, el pensamiento filosófico y estético, así como buena parte de la producción
artística, al abrazar los postulados de la postmodernidad no se han dado cuenta de que al intentar
desprenderse de la idea de sujeto, un relato más de los que habló Lyotard, han elevado a la categoría de
sustancia lo que fue llamado a ocupar su lugar: las diferencias. En donde mejor se muestra este
resultado es en el multiculturalismo, al que ahora se lo condena desde posturas políticas conservadoras,
cuando no reaccionarias. Tanto para Buci-Glucksmann como para Bourriaud, el multiculturalismo,
deudor en muchos aspectos de la crítica de sujeto lacaniana tan bien analizada por Foster en su
plasmación artística, es culpable de hacer del Otro una entidad cuasi-trascendente y de las diferencias
una nueva clase de esencias. “En el discurso postmoderno –explica Bourriaud- , el ‘reconocimiento del
otro’ equivale demasiado a menudo a incrustar su imagen en un catálogo de las diferencias”7.
Esta última cita está extraída de la última obra de Bourriaud, Radicant. En ella, este crítico toma como
ejes axiales de su “estética radicante” por un lado aquellas creaciones que reflexionan acerca del viaje
y del trayecto y de lo que llevan consigo: velocidad, tránsito, azar, borradura de marcas espacio-
temporales; por otro lado se ocupa de trabajos que inciden en el carácter errático y precario de toda
clase de identidad. Según él, ningún arte expresa mejor que el radicante la condición rizomática, fluida
e inestable del sujeto post-postmoderno. No obstante, por muy sugerente que sea este planteamiento, al
igual que lo son las obras de las que parte (el recorrido por los Estados Unidos de Tiravanija, Cucumbe
Journey de Shimabuku…), sigue adoleciendo, en mi opinión, de una dimensión política más sólida,
cosa que no sucede, por ejemplo, con otros trabajos del mencionado Tiravanija que Bourriaud, calificó
de arte relacional. Como se sabe, esta denominación, bien acogida en el ámbito académico,
institucional y crítico, califica a aquellas obras que pretenden fomentar la recuperación y
reconstrucción de los lazos sociales a través del arte, dado que en la sociedad actual el individuo está
cada vez más aislado y reducido a la condición de consumidor pasivo. Con su feliz hallazgo
conceptual, Bourriaud pretendía llenar un vacío teórico que diese cuenta de la actividad de esos artistas
para quienes el arte debía ante todo servir para la creación de formas sociales alternativas. Esta
propuesta fue duramente criticada, entre otros, por Jacques Rancière. Los argumentos empleados por
uno y otro en esta discusión han de quedar fuera de esta comunicación, pero en este momento, a punto
de concluir esta intervención, quisiera resaltar que lo que uno y otro defendían no estaba muy alejado
entre sí. De hecho, muy bien podría caracterizarse sendas propuestas, la del arte relacional y la del
arte del disenso (el que pretende crear disensos en lo que Rancière llama el “orden policial”), como
derivaciones de un arte de la comunidad, esto es, aquél en el que las identidades están desde el inicio
disueltas –herencia de la crítica de la subjetividad de Lacan, por ejemplo- y el espectador está llamado
a construirlas sin supuestos ni normas dados de antemano, aunque para ello deba borrar la que le ha

7
BOURRIAUD, N.: Radicant. París, Denoël, 2009, p. 30.
sido otorgada por el orden policial. Este arte, deudor, sin duda alguna, del pensamiento de George
Bataille, Maurice Blanchot y, sobre todo, Jean-Luc Nancy, afirma que la subjetividad es, en buena
medida, un constructo social susceptible de ser cuestionado y, sobre todo, reconfigurado por el
individuo.

Conclusión

Termino. El “arte abyecto”, aquél que introduce lo que Kant había desterrado del dominio de la belleza
(por cierto, ¿cabría incluirlo en la categoría de lo sublime?), lejos de ser un simple divertirse y
recrearse en lo asqueroso, como los cerdos se rebozan en el barro, tuvo una dimensión crítica
innegable, llevando hasta sus límites algunos de los postulados del body art. Cierto, en él lo
escatológico está próximo a tocar lo gratuito y a convertirse en complacencia redundante e
intrascendente. Sin embargo, por muy cuestionables y hasta censurables que sean algunas de sus
prácticas, no puede obviarse el papel tan destacado que desempeñó a la hora de hacer del ámbito
corporal un espacio crítico para plantear conflictos, en el que poder exponer la injusticia, los juegos de
poder, la opresión, la violencia que afecta a la sociedad en la que estos mismos cuerpos se mueven. Lo
escatológico mostrado en/desde el cuerpo permite visualizar, aunque sea de una manera aproximativa,
la irrupción de aquello que el pudor reprime, al igual que la sociedad tiene sus desechos que ocultar
(¿no dijo hace poco una concejala del principal ayuntamiento del país que los mendigos daban una
imagen de la ciudad “fea”?) y que, una y otra vez, reaparecen obstinadamente de forma traumática.
Ahora bien, puede que aquel arte que pretenda conseguir un mayor efecto crítico deba buscar otras
prácticas que, sin prescindir necesariamente de lo abyecto (Bed, de Tracy Emin, no ha perdido un
ápice de su subversión), cuestionan el orden simbólico también desde una crítica del sujeto, pero
reconduciéndola a un cuestionamiento de roles e identidades, de las relaciones y los lazos sociales, a
partir de un pensamiento de la comunidad en el arte, tal y como aparece en la estética de Jacques
Rancière y en la ontología de Jean-Luc Nancy.

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