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La venganza del hijo de Yocasta

Xavier Velasco

Un momento, doctor. No soy yo el deprimido. Así que ni me pida que le hable de mi


madre, y déjeme que le hable de la suya. Nada más no se altere, que no es lo que usted cree,
recuerde que su obligación es escucharme, hurgar en mi inconsciente mientras hablo. Si
realmente me escucha verá que esto tiene que ver con mi autoestima. O sea con mis
problemas, que por ahora van a ser los nuestros, así que empezaremos por usted. Porque
hasta donde veo usted tiene un problema: necesita dinero. De lo contrario no estaría allí
sentado, escuchando problemas que no son suyos. Al respecto, me encantaría traer conmigo
unas tribulaciones del tamaño de sus honorarios, pero aun si así fuera me permito dudar que
llegaran a parecerle más llamativas que las suyas. Incluso si ahora mismo me diera por
contarle que, siendo muy pequeño, asesiné a mis padres, le apuesto diez consultas a que
usted seguiría encontrando más sex appeal en sus problemas que en los míos. Por lo demás,
insisto: si estoy yo aquí tendido y usted allá sentado, es porque su trabajo consiste en
escuchar todo lo que yo diga, y a ratitos tomar esos apuntes que tan interesantes deberían
parecerme.

Veamos el asunto con objetividad. Usted quiere o requiere dinero, y por ahora ese dinero
está en mi bolsa. Asumo que su madre, que por supuesto me merece un gran respeto, le
inculcó a usted los hábitos más sanos del mundo, como estudiar, ahorrar y trabajar con
empeño y esmero. Hasta que un día usted le dijo: “Madre: seré psicólogo.” Y la buena
mujer se llenó de alegría, a sabiendas de que este mundo está lleno de mentes trastornadas
que necesitan mínimo un apretón de tuercas. O sea que con esa profesión usted podía
estudiar, ahorrar y trabajar y convertirse en el hombre de provecho que un día haría valer
tantos desvelos. Imagínela en el salón de belleza, pregonando orgullosa que su retoño es un
psicoanalista de prestigio. Y ahora supongamos que mi madre asiste a ese mismo salón de
belleza, y por casualidad se integra a la conversación. ¿Qué podría decir mi pobre mamá?
¿Qué su hijito es paciente del prestigiado especialista? Como usted puede ver, en dicha
circunstancia mi madre se hallaría muy lejos de sentirse orgullosa, y de hecho preferiría
callarse.

Ya sé que nada tiene de anormal ser paciente de un psicólogo, pero eso haría mejor en
aclararlo frente a las viejas argüenderas del salón de belleza, que tardarían poco en
ubicarme, si bien me va, como el hijo enfermito de la señora Equis. En cambio, su señora
madre quedaría como una progenitora de primera, puesto que sin sus mimos, consejos y
sacrificios a ver quién iba a salvar del manicomio al desequilibrado aquél. Eso sí, habría
que ver cuántos desequilibrados tienen que pagar lo que usted cobra.

Me dirá que todo esto no lo hace por dinero, sino por puro amor a la profesión, pero yo me
pregunto qué diría si ahora mismo le contara que mi único verdadero problema es que no
tengo ni un centavo para pagarle... ¿Ah, verdad? Tranquilícese: no se altere ni se levante de
su silla. Si quiere que le enseñe mi cartera, comprobará que está repleta de billetes, y más
de uno va a irse con usted. Pero antes tiene que escucharme hablarle de su madre, su dinero
y su vida, asuntos que podrían no ser de mi incumbencia si no hubiera escogido usted una
carrera que lo obliga a tratar de comprenderme. Pongamos el asunto bien clarito: usted
tiene problemas de dinero y yo los tengo de personalidad; bastará con cambiar unos por
otros. Entonces, por favor, no me interrumpa. Supongo que en las aulas de la Facultad le
habrán enseñado algo sobre los riesgos que supone quitarle la palabra a un desequilibrado.

Le he dejado bien claro que traigo la cartera bullendo de billetes, aunque tal vez también
quiera saber que mi cuenta bancaria luce aún más robusta y saludable: está usted
atendiendo a un desequilibrado paradójicamente funcional, un enfermo apegado a la buena
vida. Y ya que hablamos de eso, he de decirle que si yo fuera usted ya habría retapizado
este diván inmundo que en nada ayuda a la autoestima del paciente. ¿Se ha recostado en él,
últimamente? ¿Sabe lo que es tratar asuntos de por sí ásperos y espinosos en un mueble que
hiede a decadencia? Por no hablar del estado general del consultorio, que a gritos pide una
renovación total. Esas dos lamparitas, por ejemplo, están para llorar, y supongo que ya
bastante le lloran sus pacientes para que usted les saque lágrimas de más. O todavía peor,
para que cualquier tarde termine haciéndoles segunda: tan freudiano y tan chillón.

Mirémoslo con calma. El problema podría ser que usted, doctor, no tiene el capital
indispensable para invertir en tan urgentes mejorías, y eso querría decir que su futuro
depende íntegramente de nosotros, los desequilibrados que venimos a verlo. También
podría pasar, y esto es lo que yo creo, que usted tiene el dinero, pero le cuesta decidirse a
gastarlo, y ello me lleva a suponer que su querida madrecita le inculcó tanto el hábito del
ahorro que ahora es incapaz de distinguir entre inversión y derroche. ¿Qué se hace en estos
casos, doctor? No me lo diga; apúntelo. Acuérdese que mientras dure esta consulta mis
problemas y los suyos tenderán fatalmente a confundirse.

No dudo que a esta hora tenga suficientes elementos para concluir que soy un caso grave, y
por lo tanto necesito de tratamiento intensivo. Es decir, que por no sé cuántos años debo
venir a visitarlo y escuchar sus sesudas ocurrencias. Lo cual eventualmente me llevaría a
transferir una cierta porción de mi cuenta bancaria hacia la suya, sin que por ello mejorara
la autoestima de mi pobre madre, que año con año seguiría culpándose por haber educado a
un coleccionista de traumas.

De modo que volvemos al principio: si yo accediera a hablarle de mi madre, lo probable


sería que usted se empeñara en hallar una solución a mi problema, pero lo único seguro es
que resolvería sólo el suyo. Por el contrario, desde que comencé a expresarme sobre su
madre, me he sentido tan bien que de pronto me cuesta comprender qué estoy haciendo
aquí. Creo que su señora madre tiene mucha razón: es usted digno del mayor prestigio, aun
con esos problemillas apremiantes. Y ahora, si no le importa, me retiro. Espero me disculpe
por no quedarme a oír sus atinados comentarios, pero creo que será más que suficiente con
pagarle completa la consulta. Una vez más, perdone que me vaya, pero no sabe cuánto me
desespera escuchar la opinión de gente con problemas. Qué quiere que le diga, me deprimo.

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