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Chantal Mouffe
Las sociedades democráticas enfrentan hoy nuevos desafíos a los que no pueden
responder debido a que son incapaces de comprender la naturaleza de lo político y de
aceptar la paradoja que está en el núcleo de la democracia liberal moderna. Una de las
principales razones de esta incapacidad reside, según veo, en el marco conceptual de las
principales corrientes de la teoría política. Si queremos estar en condiciones de
consolidar y profundizar las instituciones democráticas, ya es tiempo de abandonar ese
marco conceptual y comenzar a pensar la política de un modo diferente.
Mi argumento en este capítulo será que Wittgenstein puede ayudarnos a llevar adelante
tal proyecto. En realidad considero que en su obra tardía encontramos muchas ideas que
pueden servir, no sólo para revelar las limitaciones del marco conceptual racionalista,
sino también para superarlo. Con este objetivo en mente examinaré una serie de
cuestiones centrales en la teoría política a fin de mostrar de qué modo una perspectiva
wittgensteiniana puede proveer una alternativa al enfoque racionalista. Sin embargo,
quiero indicar desde el inicio que mi intención no es ni extractar de Wittgenstein un
teoría política, ni intentar elaborarla sobre la base de sus escritos. Creo que la
importancia de Wittgenstein consiste en señalar una nueva manera de teorizar acerca de
lo político, que rompe con el modo que ha informado la mayor parte de la teoría liberal
desde Hobbes. Lo que es urgentemente necesario no es un nuevo sistema, sino un
cambio profundo en la manera de abordar las cuestiones políticas.
Preguntando acerca de la especificidad de este nuevo estilo de teorizar wittgensteiniano,
seguiré el trabajo pionero de Hanna Pitkin que, en su libro Wittgenstein and Justice,
argumenta de forma muy convincente que Wittgenstein, con su acento en el caso
particular, en la necesidad de aceptar la pluralidad y la contradicción y el énfasis en el
yo hablante e indagador [investigating], es particularmente útil para pensar la
democracia. De acuerdo con ella, Wittgenstein, al igual que Marx, Nietzsche y Freud, es
una figura clave para comprender nuestra difícil coyuntura moderna. Al examinar el
ansia de certeza, su última filosofía es “un intento de aceptar y vivir con la condición
humana desencantada: relatividad, duda y ausencia de Dios”1 .
También seguiré a James Tully, quien provee uno de los más interesantes ejemplos del
tipo de aproximación que estoy defendiendo aquí. Por ejemplo, él ha usado las ideas de
Wittgenstein para criticar una convención ampliamente defendida en el pensamiento
político, la tesis “de que nuestro modo de vida es libre y racional sólo si está fundado en
una u otra forma de reflexión crítica”2. Examinando la imagen de la reflexión crítica y
de la justificación de Jürgen Habermas así como la noción de interpretación de Charles
Taylor, escudriñando sus gramáticas particulares, Tully pone en primer plano la
existencia de una multiplicidad de lenguajes -juegos de reflexión crítica, de los cuales
ninguno podría pretender jugar un rol fundacional en nuestra vida política. Por otra
parte, en su libro Strange Multiplicity3, ha mostrado que un enfoque tal puede ser usado
no sólo para criticar la forma de razonar monológica e imperial que es constitutiva del
constitucionalismo moderno, sino también para desarrollar lo que él llama una filosofía
y práctica del constitucionalismo “post-imperial”.
Universalismo versus contextualismo
Con respecto a la cuestión de los “procedimientos” (una de las que aquí quiero resaltar),
se señala la necesidad de un considerable número de “acuerdos en los juicios” que ya
existen en la sociedad antes de que un conjunto dado de procedimientos pueda
funcionar. En realidad, de acuerdo a Wittgenstein, concordar en la definición de un
término no es suficiente; necesitamos concordar en el modo como lo usamos. Él lo
expresa de la siguiente forma: “A la comprensión por medio del lenguaje pertenece no
sólo una concordancia en las definiciones, sino también (por extraño que esto pueda
sonar) una concordancia en los juicios”12.
Esto revela que los procedimientos sólo existen como conjuntos complejos de prácticas.
Esas prácticas constituyen formas específicas de individualidad e identidad que hacen
posible la fidelidad a los procedimientos. Es porque ellas están inscriptas en formas de
vida compartidas y en acuerdos en los juicios que los procedimientos pueden ser
aceptados y seguidos. Tales procedimientos no pueden ser vistos como reglas que son
creadas sobre la base de principios y luego aplicados a casos específicos. Las reglas,
para Wittgenstein, son siempre compendios de prácticas, inseparables de formas de vida
específicas. Por consiguiente, la distinción entre lo procedimental y lo sustancial no
puede ser tan clara como aceptaría la mayoría de los teóricos liberales. En el caso de la
justicia, por ejemplo, significa que uno no puede, como muchos liberales hacen, oponer
justicia procedimental y sustancial sin reconocer que la justicia procedimental ya
presupone la aceptación de ciertos valores. Es la concepción liberal de la justicia la que
afirma la prioridad del derecho sobre el bien, pero esto ya es expresión de un bien
específico. La democracia no es sólo cuestión de establecer los procedimientos
correctos independientemente de las prácticas que hacen posible formas democráticas
de individualidad. La pregunta acerca de las condiciones de existencia de formas
democráticas de individualidad y de las prácticas y los juegos de lenguaje en los cuales
ellas son constituidas es una cuestión central, aun en una sociedad liberal democrática
en la que los procedimientos juegan un rol fundamental. Los procedimientos siempre
involucran compromisos éticos sustanciales. Por esa razón ellos no pueden funcionar
adecuadamente si no son sostenidos por una específica forma de ethos.
Este último punto es muy importante, ya que nos fuerza a admitir algo que el modelo
liberal dominante es incapaz de reconocer, a saber, que una concepción de justicia
liberal-democrática y que las instituciones liberal-democráticas requieren un ethos
democrático a fin de funcionar adecuadamente y mantenerse por sí mismas. Esto es, por
ejemplo, lo que precisamente la teoría del discurso de la democracia procedimental de
Habermas es incapaz de comprender a causa de la nítida distinción que este autor quiere
trazar entre los discursos práctico-morales y los práctico-éticos. No es suficiente
establecer como él hace ahora, al criticar a Apel, que una teoría del discurso de la
democracia no puede estar basada sólo en condiciones pragmáticas formales de
comunicación y que debe tener en cuenta la argumentación legal, moral, ética y
pragmática.
“Cuando lo que se enfrenta realmente son dos principios irreconciliables, sus partidarios
se declaran mutuamente locos y herejes. He dicho que combatiría al otro -pero, ¿no le
daría razones? Sin duda; pero, ¿hasta dónde llegaríamos? Más allá de las razones está la
persuasión”14.
Pongo el acento en los límites de dar razones para constituir un punto de partida
importante a fin de elaborar una alternativa al modelo corriente de “democracia
deliberativa”, con su concepción racionalista de la comunicación y su errónea búsqueda
de un consenso que sería totalmente inclusivo. En efecto, veo el “pluralismo agonístico”
que he defendido15 como inspirado en un modo wittgensteiniano de teorizar y como un
intento de desarrollar lo que creo que es una de sus concepciones fundamentales:
comprender qué significa seguir una regla.
En este punto de mi argumentación, es útil introducir la lectura de Wittgenstein
propuesta por James Tully puesto que es semejante a mi enfoque. Tully está interesado
en mostrar cómo la filosofía de Wittgenstein representa una visión del mundo
alternativa respecto de aquella que informa el constitucionalismo moderno; por tanto,
sus intereses no son exactamente los mismos que los míos. Pero hay varios puntos de
contacto y muchas de sus reflexiones son directamente relevantes para mi propósito. Es
de particular importancia notar cómo Wittgenstein concibe en las Investigaciones
Filosóficas la manera correcta de comprender los términos generales. De acuerdo con
Tully, encontramos dos líneas de argumentación. La primera consiste en mostrar que
“comprender un término general no es una actividad teórica de interpretar y aplicar una
teoría general o regla a casos particulares”16. Usando ejemplos de mapas e indicadores
de caminos, Wittgenstein indica cómo se puede estar siempre en duda acerca del modo
como se debería interpretar un regla y seguirla. Él dice, por ejemplo:
“Una regla está ahí como un indicador de caminos. ¿No deja éste ninguna duda abierta
sobre el camino que debo tomar? ¿Muestra en qué dirección debo ir cuando paso junto a
él: si a lo largo de la carretera, o de la senda o a campo traviesa? ¿Pero dónde se
encuentra en qué sentido tengo que seguirlo: si en la dirección de la mano o (por
ejemplo) en la opuesta?”17.
Como consecuencia, observa Tully, una regla general no puede “dar cuenta con
precisión del fenómeno que asociamos con la comprensión del significado de un
término general: la habilidad de usar un término general en varias circunstancias sin
dudas recurrentes, así como la de cuestionar su uso aceptado”18. Esto debería llevarnos
a abandonar la idea de que la regla y su interpretación “determinan el significado” y
reconocer que entender un término general no consiste en comprender una teoría sino
que coincide con la habilidad para usarlo en diferentes circunstancias. Para
Wittgenstein, “obedecer una regla” es una práctica y nuestra comprensión de las reglas
consiste en el dominio de una técnica. El uso de términos generales, por lo tanto, puede
ser visto como “prácticas” o “costumbres” intersubjetivas que no son diferentes de
juegos como el ajedrez o el tenis. Es por esto que Wittgenstein insiste en que es un error
representarse cada acción de acuerdo a una regla como una “interpretación” y en que
“hay una captación de una regla que no es una interpretación, sino que se manifiesta, de
caso en caso de aplicación, en lo que llamamos seguir la regla y en lo que llamamos
contravenirla”19.
Tully considera que las consecuencias de amplio alcance que tiene este punto se pierden
cuando uno afirma, como Peter Winch, que la gente, al usar términos generales en
actividades cotidianas, está aún siguiendo reglas, pero que esas reglas están implícitas o
forman parte de la comprensión de fondo compartida por todos los miembros de una
cultura. Él argumenta que esto significa seguir viendo a una comunidad como a un todo
homogéneo y abandonar el segundo argumento de Wittgenstein, el cual consiste en
mostrar que “la multiplicidad de usos es demasiado variada, enredada, controvertida y
creativa para ser gobernada por reglas”20. Para Wittgenstein, en vez de tratar de reducir
todos los juegos a lo que ellos deben tener en común, deberíamos mirar “si hay algo
común a todos ellos” y lo que veremos son “semejanzas, parentescos y por cierto toda
una serie de ellos” cuyo resultado constituye “una complicada red de parecidos que se
superponen y entrecruzan”, similitudes que él caracteriza como “parecidos de
familia”21.
Pienso que ésta es una concepción crucial que debilita el objetivo mismo de aquellos
que defienden el actual enfoque “deliberativo” como la meta de la democracia: el
establecimiento de un consenso racional sobre principios universales. Ellos creen que a
través de la deliberación racional podría ser alcanzado un punto de vista imparcial
donde las decisiones serían tomadas igualmente en interés de todos22. Wittgenstein, por
el contrario, sugiere otra visión. Si seguimos su iniciativa, deberíamos reconocer y
valorizar la diversidad de modos en los cuales el “juego democrático” puede ser jugado,
en lugar de tratar de reducir su diversidad a un modelo uniforme de ciudadanía. Esto
debería significar la promoción de la pluralidad de formas de ser un ciudadano
democrático y la creación de instituciones que hagan posible seguir las reglas
democráticas en una pluralidad de modos. Lo que Wittgenstein nos enseña es que no
puede haber uno solo mejor, un modo más “racional” de obedecer aquellas reglas, y que
es precisamente tal reconocimiento el que es constitutivo de una democracia pluralista.
“Seguir una regla -dice Wittgenstein- es análogo a obedecer una orden. Se nos adiestra
para ello y se reacciona a ella de determinada manera. ¿Pero qué pasa si uno reacciona
así y el otro de otra manera a la orden y al adiestramiento? ¿Quién está en lo
correcto?”23. Esta es, en realidad, una cuestión crucial para la teoría democrática y no
puede ser resuelta, pace los racionalistas, sosteniendo que hay una comprensión correcta
de la regla que cada persona racional debería aceptar. Seguramente, necesitamos ser
capaces de distinguir entre obedecer una regla y contravenirla. Pero tal espacio necesita
ser provisto por muchas prácticas diferentes en las cuales la obediencia a las reglas
democráticas pueda ser inscripta. Y esto no debería ser concebido como una morada
temporaria, como un momento en el proceso que conduce a la realización del consenso
racional, sino como una característica constitutiva de la sociedad democrática. La
ciudadanía democrática puede tomar muchas formas diversas y tal diversidad, lejos de
ser un peligro para la democracia, es, de hecho, su condición misma de existencia. Esto,
por supuesto, creará conflictos y sería un error esperar que todas aquellas
interpretaciones diferentes coexistan sin discrepar. Pero esta lucha no será una lucha
entre “enemigos” sino entre “adversarios”, ya que todos los participantes reconocerán
como legítimas las posiciones de los otros en la disputa. Tal comprensión de la política
democrática, precisamente lo que llamo “pluralismo agonístico”, es impensable dentro
de una problemática racionalista que, por necesidad, tiende a borrar la diversidad. Una
perspectiva inspirada por Wittgenstein, por el contrario, puede contribuir a su
formulación, y es por esto que su contribución al pensamiento democrático es
inestimable.
Wittgenstein y la responsabilidad
Me gustaría terminar, sin embargo, dando una advertencia. Varios caminos pueden ser
seguidos por aquellos que comparten la interpretación wittgensteiniana respecto a la
centralidad de las prácticas y de las formas de vida, y no todas ellas tienen las mismas
consecuencias para el pensamiento de la democracia. De hecho, aún entre aquellos que
concuerdan en el significado de la obra tardía de Wittgenstein, hay divergencias
significativas que tienen implicaciones para el nuevo modo de teorización política que
estoy defendiendo.
Considero, por ejemplo, que la crítica dirigida por Stanley Cavell contra la asimilación
entre Wittgenstein y el pragmatismo plantea importantes cuestiones con respecto a la
naturaleza del proyecto democrático. Para Cavell, cuando Wittgenstein dice: “Si he
agotado los fundamentos, he llegado a una roca dura y mi pala se retuerce. Estoy
entonces inclinado a decir: así simplemente es como actúo”24, no está haciendo un
movimiento típicamente pragmático y defendiendo una visión del lenguaje de acuerdo
con la cual la certeza entre palabras y mundo estaría basada en la acción. En la visión de
Cavell, “ésta es una expresión menos de acción que de pasión, o de impotencia
expresada como potencia”25. Discutiendo la lectura kripkeana de Wittgenstein según la
cual éste hace un descubrimiento escéptico al cual da una solución escéptica, Cavell
también argumenta que esta lectura olvida el hecho de que para Wittgenstein:
“el escepticismo no es ni verdadero ni falso, sino más bien una amenaza humana
constante para los humanos: de que esta ausencia de un vencedor ayude a articular el
hecho de que, en una democracia que encarna una justicia suficientemente buena, la
conversación acerca de cuán buena es su justicia debe tener lugar y no debe tener un
vencedor, la amenaza de que esto no ocurra porque el acuerdo siempre deba ser
alcanzado sino porque debiera permitirse que el desacuerdo y la disparidad de
posiciones sean satisfechos, logrados y expresados de modos particulares”26.
Esto tiene consecuencias muy influyentes para la política, ya que excluye el tipo de
comprensión autocomplaciente de la democracia liberal por la que, por ejemplo,
muchos han criticado a pragmatistas como Richard Rorty. Una lectura radical de
Wittgenstein necesita enfatizar -en el modo en que Cavell lo hace en su crítica a
Rawls27- que dar por terminada una conversación es siempre una elección personal,
una decisión que no puede ser simplemente presentada como mera aplicación de
procedimientos y justificada como el único movimiento que podríamos realizar en esas
circunstancias.
Usando concepciones wittgensteinianas, Cavell ha señalado que la descripción de la
justicia de Rawls omite una dimensión muy importante de lo que ocurre cuando
valoramos las exigencias que se nos hacen en nombre de la justicia en situaciones en las
cuales lo que está en cuestión es el grado de conformidad de la sociedad con su ideal. Él
ha disentido con la afirmación de Rawls de que “aquellos que expresan resentimiento
deben estar preparados para mostrar por qué ciertas instituciones son injustas o cómo
otras los han perjudicado”28. En la opinión de Rawls, si son incapaces de hacerlo,
podemos considerar que nuestra conducta está por encima de todo reproche y dar por
terminada la conversación. Pero, pregunta Cavell, “¿qué pasa si hay un clamor de
justicia que no expresa el haber sido derrotado en una lucha desigual pero justa, sino el
haber sido excluido desde el principio?”29. A través del ejemplo de la situación de Nora
en la obra de Ibsen Casa de muñecas, muestra cómo la privación de una voz en la
conversación acerca de la justicia puede ser obra del consenso moral mismo. Fiel en
esto a su inspiración wittgensteiniana, argumenta que nunca deberíamos rechazar el
asumir la responsabilidad de nuestras decisiones invocando los imperativos de las reglas
o principios generales.
Considero que Cavell está en lo correcto al recalcar que lo que la filosofía de
Wittgenstein ejemplifica no es una búsqueda de certeza sino una búsqueda de
responsabilidad, y que lo que nos enseña es que reclamar algo [entering a claim] es
hacer una aserción y es algo que los humanos hacen y de lo cual ellos deberían ser
responsables. Este énfasis en el momento de la decisión y en el de la responsabilidad
nos posibilita concebir la política democrática de un modo diferente porque subvierte la
tentación siempre presente en las sociedades democráticas de disimular la existencia de
formas de exclusión bajo el velo de la racionalidad o de la moralidad. Excluyendo la
posibilidad de una completa reabsorción de la alteridad en la “unidad y armonía”, esta
insistencia en dejar siempre abierta la conversación acerca de la justicia establece las
bases para un proyecto de “democracia plural y radical”30.
Es valioso subrayar que una lectura como la de Cavell trae a la luz muchos puntos de
convergencia importantes entre Wittgenstein y la posición de Derrida acerca de la
indecidibilidad y la responsabilidad ética31. En la perspectiva de la deconstrucción,
Notas