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Una sentencia para seguir neutralizando nuestras (amargas) verdades

Ha sido proferida sentencia condenatoria de primera instancia contra el Coronel


retirado Alfonso Plazas Vega, por su supuesta participación en la desaparición de
varias personas en la retoma del Palacio de Justicia hace ya casi veinticinco años.
Aunque la sentencia ha producido vigorosas reacciones y ha encendido polémicas
muy saludables en la medida en que atañen a un asunto público de suma
importancia, a ellas mismas se les ha dado unos tonos y unas connotaciones que
parecen exagerados y peligrosos para la independencia judicial, el equilibrio de los
poderos y el futuro inmediato de la institucionalidad colombiana, siempre tan
precaria.

Aun cuando no es algo completamente inusual, no deja de llamar la atención que la


sentencia sólo se profiera ahora, un cuarto de siglo después de ocurridos los
hechos. No es posible en este breve espacio intentar una explicación sobre este
punto, pero una sentencia tan alejada en el tiempo no deja de producir una cierta
sensación de inoportunidad. Es bueno recordar, que al parecer, todos los miembros
del grupo guerrillero que participaron directamente en la Toma del Palacio de
Justicia, murieron allí, o por lo menos ninguno de ellos ha aparecido vivo y por lo
tanto la amnistía que se concedió a los demás integrantes del grupo, frente a esos
hechos, era por su pertenencia al grupo y por no su participación en el asalto. Y
también, como se ha informado prolijamente, al Coronel Plazas Vega no se le ha
condenado por haber retomado el Palacio de Justicia, sino por la desaparición de
algunas personas que sobrevivieron en el episodio. Cuando no se tiene claridad
sobre estos hechos, la discusión necesariamente se tergiversa y se hace imposible
un acercamiento razonable a los acontecimientos.

Hace veinticinco años en Colombia, y probablemente en el mundo, no tenía tanta


importancia la comunidad internacional como un garante de los derechos humanos

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y no habían sido fijados esos estándares sobre verdad, justicia, reparación y no
repetición que hoy en día se han vuelto tan familiares y que ponen en duda
inclusive algunos principios del derecho penal, como la existencia de una ley que
previo al hecho, lo haya definido como delictuoso, y como la intangibilidad de la
cosa juzgada. No existía la Corte Penal Internacional y escasamente se hablaba de
delitos de lesa humanidad con las connotaciones que hoy día se le dan:
imprescriptibilidad e improcedencia de amnistías e indultos.

Este fallo se produce en un momento de agrios enfrentamientos entre el poder


judicial y el Presidente de la República, motivados entre otras razones por la
llamada “parapolítica”. Un enfrentamiento que ha llevado a denuncias penales del
Presidente contra algunos magistrados; a que el mismo Presidente, de una manera
constante y agresiva descalifique a los funcionarios judiciales y sus decisiones,
cuando éstas afectan personas cercanas a él; a que la Corte Suprema de Justicia no
haya nombrado todavía Fiscal General de la Nación en propiedad; a que el
candidato con mayores opciones de llegar a la Presidencia proponga que el Fiscal
General de la Nación dependa directamente del Ejecutivo; a que se hable de una
reforma a la justicia penal militar “que le devuelva la moral a la tropa”, etc.

Todos estos episodios recuerdan el trabajo de dos criminólogos norteamericanos,


David Matza y Gresham Sikes, quienes en un artículo que titularon “Juvenile
delinquency and subterranean values” publicado en 1961, presentaron un
dispositivo teórico que denominaron técnicas de neutralización. Con este concepto
pretendían tomar parte en el debate sobre las subculturas criminales, que ha sido
tan importante en la sociología criminológica norteamericana. La tesis de Matza y
Sykes es que los criminales (juveniles) comparten los valores de la cultura mayor, y
que las técnicas de neutralización les sirven para autojustificarse cuando actúan de
una manera contraria a los valores de esa cultura. Rápidamente la explicación fue
extendida a la delincuencia de adultos y el concepto es aceptado hoy ampliamente.
Esas técnicas son básicamente cinco:
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1. Negar su responsabilidad en la comisión del delito (“No he hecho nada”,
“me he acogido a lo que dice la ley”, “me he limitado a cumplir mi deber”)
2. Negar la existencia del daño producto del delito (“Qué importa lo que he
sustraído de allí, si el propietario de eso tiene mucho”; “no he robado nada,
sino que he tomado prestado”; “esto no es una extorsión sino una
contribución a la causa”).
3. Negar la existencia de la víctima (En campañas de eso que se suele
denominar como “limpieza social”, para referirse a la víctima pueden ser
típicas fórmulas como: “era una «gonorrea»”, o “finalmente, no era más que
un delincuente”. O también por ejemplo, en relación con agresiones
sexuales: “ella ha consentido” o “era una prostituta”).
4. Condenar a los que te juzgan (“Los jueces son unos deshonestos y los
policías son unos corruptos, unos vendidos”; “la acusación es un complot de
mis enemigos políticos”, “la investigación es una persecución política”).
5. Apelar a lealtades superiores (“Una fuerza irresistible me ha impulsado a
hacerlo”; “era necesario salvar al país del terrorismo y la delincuencia”).

Es difícil encontrar un ejemplo más paradigmático de esa última técnica de


neutralización, que el caso que nos ocupa. Probablemente generaciones enteras de
colombianos recordaremos aquellas palabras de Plazas Vega cuando los tanques
entraban al Palacio de Justica: “Para salvar a la democracia ¡Maestro!”.

Pero creo que la cuestión que nos deben ocupar no es si estamos frente a alguien
que ha utilizado una técnica de neutralización, sino que deberíamos preguntarnos
si es que tenemos una (sub)cultura -tan juvenil- que todavía tiene que apelar a
técnicas de neutralización frente a asuntos públicos de tanta importancia.

La sociedad colombiana no ha escapado al gran optimismo punitivo que recorre


todo el mundo como un gran tsunami. Como nunca antes parece que creyéramos
que la justicia tiene que ver sólo con el castigo, con la ausencia de impunidad y que

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la mejor forma de defender los derechos humanos es sancionando a alguien de
manera definitiva. “Para que se pudran en la cárcel”, dicen por ahí. Como afirman
cínicamente algunos cultores del neoretribucionismo norteamericano, es necesario
“encerrarlos y botar las llaves”.

Me temo que este optimismo punitivo compartido por el Presidente de la República


-por lo menos cuando no se trata de sus allegados-, por la Corte Suprema de
Justicia, por tantos políticos que ya no ven posible mantenerse vigentes sino
ofreciendo más castigo como única promesa electoral, por organizaciones no
gubernamentales, asociaciones de víctimas, defensores de derechos humanos y la
fantasmagórica comunidad internacional, etc., nos esté llevando precisamente a la
sin salida de cerrar la puerta y tirar las llaves.

Tenemos un largo conflicto en el cual, como dice la sabiduría popular, casi ninguno
de sus actores puede tirar la primera piedra. Y alejarnos del callejón sin salida al
que nos está conduciendo este optimismo punitivo, no significa dar marcha atrás
en los precarios avances que hemos conseguido en la protección de los derechos
humanos, ni desconocer el dolor de las víctimas 0 el derecho que les asiste a una
adecuada reparación y a un conocimiento cabal de la verdad, ni renunciar a la
obligación que tienen los actores del conflicto, frente a la sociedad, de admitir
condiciones de no repetición de la barbarie.

Lo que debe buscar la sociedad colombiana, en razón de la duración, la


complejidad y la barbaridad de sus conflictos, son soluciones diversas a las del
sistema penal. Cualquier sistema penal tiene unas cotas irreducibles de
ilegitimidad y de violencia: pretende proteger unos derechos, vulnerando muchos
otros; responder a una violencia, con otra violencia que por demás, en el caso
colombiano, suele ser tan difícilmente domesticable como aquella a la que se
enfrenta.
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Una sociedad que le apuesta al sistema penal como su tabla de salvación está
condenada a seguir utilizando técnicas de neutralización para escamotear sus más
lacerantes verdades, a la manera de adolescentes que justifican sus pilatunas. De
esta manera lo único que puede esperarse es que esas verdades se escapen
definitivamente, que las víctimas sean revictimizadas, que la reparación sea
imposible y que, en lugar de garantizar que la violencia no se repita, se estimule su
recreación indefinida.

Colombia no debería estar celebrando o repudiando condenas. Debería estar


lamentando la inmadurez de su cultura. La respuesta que le estamos dando a
nuestros problemas sociales y a nuestro conflicto armado al considerar al derecho
penal como única respuesta, nos condena a seguir comportándonos como
adolescentes impulsivos que eluden su responsabilidad y se la enrostran a los otros,
y que esperan que un juez penal les resuelva sus problemas de personalidad o
identidad.

Es aborrecible la muerte violenta de tantas personas, también la de quienes


perecieron durante y después de la toma y retoma del Palacio de Justicia; es
plausible que se determinen responsabilidades y que nuestro repudio como
sociedad se haga explícito, y es comprensible que sigamos insistiendo en la
construcción de una versión documentada sobre los hechos y que las víctimas
tengan acceso a formas diversas de reparación. Pero igualmente, es lamentable que
nuestra imaginación logre apenas llegar hasta donde comienzan las más estériles
formas de mostrar nuestra indignación, exigir responsabilidades, reconstruir los
hechos, incorporar y resarcir a las víctimas: las formas penales.

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No es fácil decirlo, pero más allá de algunas satisfacciones inmediatas, o inclusive
más allá de la indignación y del susto presidencial, seguimos construyendo una
sociedad reunida apenas en torno del dolor.

Julio González Z.
Profesor
Facultad de Derecho y Ciencias Políticas

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