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Job,

El Teólogo

Autor: Antonio Bentué


INTRODUCCIÓN

Ponerse a pensar nunca es fácil. Y hoy resulta todavía más difícil, debido a la
domesticación que la cultura “envasada”, predominante por todos lados, produce en la
gente. A pesar de ello, es necesario hacer el esfuerzo que permita romper los
condicionamientos que nos rodean, o que incluso nos penetran, para liberar las ideas
dormidas. De esta manera haremos honor a la naturaleza – y también quizás a la
intención divina que la impulsa – en su búsqueda imparable de superación hacia niveles
siempre nuevos de vida y de conciencia.

1. CONCIENCIA Y FRAGILIDAD

En medio de un entorno animal físicamente mucho más fuerte, el hombre ha sido


capaz de triunfar gracias a la nueva herramienta con que la naturaleza lo dotó y que lo
hace cualitativamente distinto a los demás animales: la conciencia.
Este órgano prodigioso le permite descubrir el carácter enigmático de la naturaleza,
la cual se le presenta como una secuencia de hechos objetivos que suscitan en ella la
imperiosa necesidad de comprender su por qué. El paciente seguimiento del hilo
conductor de la pregunta que los hechos naturales plantean a la conciencia, recién
llegada en el mundo de la competencia de los seres vivos, le ha permitido conseguir la
hegemonía entre todos ellos. En efecto, la fuerza bruta ha podido ser superada por la
sutil capacidad de una inteligencia apta para dominar la realidad que la ha precedido y
que la rodea.
Inicialmente la conciencia dio al hombre la posibilidad peculiar de admirarse ante
unos hechos que observaba sin encontrar su explicación. Como el niño, embelesado
ante una sesión de juegos de magia. Pero, a la vez, esa fascinación se entremezclaba
con el temor producido por la presencia, intuida, de poderes desconocidos.
La conciencia percibía, de forma evidente, que aquellos hechos no podían ser el
mero resultado del azar, ni tampoco únicamente “hechos”, sino que implicaban causas
previas. Y eso precisamente determinaba su admiración, aún cuando, al mismo tiempo,
le infundía temor: ¿Cuál sería el poder presente en el origen de aquellos hechos y que
producía tanto su secuencia como su desenlace?
Así, pues, debió surgir la primera búsqueda religiosa. Y tal como la admiración está
en el inicio de la filosofía, asimismo el temor se encuentra en el origen de la religión: “El
inicio de la sabiduría es el temor del Señor”.
Temor a los poderes desconocidos, causantes de los diversos fenómenos que
aparecían ante la mirada y cuyo impulso para descubrirlos movía irresistiblemente la
conciencia del hombre. De esta manera comenzó la ciencia, como el esfuerzo humano
de conocer por las causas.
Y puesto que para la mayoría de los hechos observados no se veían causas
inherentes a la misma naturaleza, que pudieran explicar los hechos más impresionantes
tales como los movimientos de los astros, la lluvia, los ciclos de invierno y de verano,
los terremotos, el nacimiento y la muerte… la conciencia se sintió obligada a postular
poderes “sobrenaturales”, como causalidades ejercidas “desde arriba”. Poderosas y, por
lo mismo, temibles; pues ¿quién podía estar seguro de que esos poderes lo miraban a
uno favorablemente? Para poder superar ese temor, el hombre debía tener las

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herramientas que le permitieran controlarlos. Y éste fue, probablemente, el origen de la
magia.
De esta manera, la religión fue asumiendo una doble perspectiva. Por un lado,
constituyó un lenguaje por medio del cual el hombre intentaba imaginar y expresar el
comportamiento de aquellos poderes sobrenaturales, a los cuales atribuía la causalidad
de las realidades observadas en el mundo (lenguaje mítico); y, por el otro, elaboró una
“técnica” mediante la cual podía neutralizar las posibles malas influencias de esos
poderes, o incluso obligarlos a actuar en beneficio propio (ritos mágicos).
Esta perspectiva mítico-mágica ha estado presente en ciertos niveles de la
conciencia a lo largo de toda la historia humana. Ahora bien, la misma conciencia que
impulsada por el cuestionamiento inevitable ante los hechos observados, intentó
explicarlos recurriendo a las causas sobrenaturales y trató de encontrar también las
“técnicas” adecuadas para controlarlas, a partir de determinado momento histórico,
descubrió hipótesis explicativas y técnicas operativas mucho más convincentes. La
observación más acuciosa de los hechos le fue permitiendo encontrar, al interior de los
mismos procesos de la naturaleza, las causas reales que los determinaban. Así surgió
la ciencia, no ya como mero conocimiento por las causas, sino como la verificación
empírica de las verdaderas causas naturales que podían explicar todos los fenómenos.
Así mismo, el paciente descubrimiento de estas causas empíricas, posibilitó la
elaboración de nuevas técnicas que, bien aplicadas, permitirían controlar realmente los
fenómenos mundanos e incluso reproducirlos artificialmente.
La cosmovisión mítico-mágica, originariamente inherente a toda religión, fue así
derivando hacia una cosmovisión científico-técnica, iniciándose la llamada racionalidad
científica que caracteriza a la modernidad. A ese proceso se lo ha denominado
“secularización”.
De ahora en adelante, la conciencia ya no necesitaría más explicaciones
“sobrenaturales” para poder comprender los mecanismos de la naturaleza. Por lo
mismo, Dios fue quedando arrinconado, excluido de la conciencia de la gente, como
una hipótesis superflua ya de cara a dar razón de las verdaderas causas de los hechos
y asegurar su adecuado manejo. El Dios “tapagujeros” resultó, pues, suplantado por las
hipótesis causales planteadas por las nuevas ciencias modernas. Su éxito explicativo,
así como su probada eficiencia, determinó el “boom” científico-técnico que llevó, al
mismo tiempo, a proyectar todo tipo de utopías eufóricas que representaban al nuevo
hombre moderno como capaz de comerse el mundo presente y el futuro. Capitalismos,
socialismos, progresismos de todo pelaje crecieron y volaron como mariposas, surgidos
de la metamorfosis de un Dios muerto por inútil, en un hombre inmortal y omnipotente.
Sin embargo, y a pesar del dominio casi perfecto de los procesos naturales, muy
pronto empezó a producirse el desencanto. La conciencia se encontraba enfrentada a
una realidad de formas complejas, autónomamente comprendidas y dominadas, pero
sin fondo. Por mucho que se esforzara por convencerse de su poder autónomo de
comprensión y de control de la naturaleza y de la historia, el riesgo de absurdo
inherente a aquella infinita serie de hechos que, aunque perfectos, podían carecer de
sentido o finalidad, la forzaba a reconocer que la cuestión fundamental no se refería a
las causas científicamente controlables, sino a la razón de ser o al absurdo posible de
esa realidad. Problema totalmente inaccesible para el ámbito de la ciencia y de la
técnica, por muy omnipotente que éstas sean en su propio terreno.

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La conciencia, que había surgido como el gran triunfo del progreso evolutivo de la
vida, comenzó a sentirse de nuevo insegura de sí misma y de las utopías que se había
ido forjando. La aparente superioridad del hombre consciente, en comparación con los
animales inconscientes, fue pareciéndole cada vez más discutible. Esa conciencia, que
se había presentado como la garantía definitiva de la superioridad del nuevo ser
racional, ahora podía paradojalmente resultar la culpable de que esta criatura genial
llegara a convertirse en un animal ridículo: “Me temo que las bestias puedan mirar al
hombre como a un ser de su misma especie, pero que ha perdido la sana razón animal.
Temo que puedan considerarlo como el animal absurdo, que ríe y llora, como el animal
desastroso” (Nietzsche, La Gaya Ciencia).
Y este crudo diagnóstico no disminuye en nada la otra constatación hecha por
Mosterin: “Es evidente que un humano se parece más al orangután que cualquiera de
los dos a una mosca. Ciertamente nosotros somos los parientes listos, ricos y
poderosos. Sin embargo, ello no obsta a que ambos formemos parte de la misma
familia” (Grandes temas de la filosofía actual).

2. EL PENSAMIENTO DÉBIL

Como una ventana abierta sobre el vacío, la conciencia nos enfrenta a la nada, o
bien a la tentación de fuga ante el vértigo que ella provoca: pero también puede
enfrentarnos simplemente a la angustia de tener que pensar. Puesto que la nada obliga
a pensar, tanto como el ser. En la raíz del “pensamiento débil” está siempre, camuflada,
esta conciencia de la nada, que mueve al hombre a reconocerla o a intentar superarla.
Sin embargo, pareciera que nos hubiésemos cansado del enfrentamiento de la nada
y de su posible superación: como si ya estuviésemos de vuelta de ella. O, quizás,
puesto que nunca la hemos realmente asumido, simplemente renunciamos no sólo a
superarla, sino incluso a plantearnos el problema que podría llevarnos a buscar
soluciones. Y lo hacemos sin aspavientos y sin la fanfarronería de los grandes
discursos de la muerte de Dios. Somos humildemente postmodernos y post-
nietscheanos; pobres protagonistas de un pensamiento débil. Pero esta debilidad de la
conciencia puede corresponder precisamente a la insignificancia de lo real. Quizás se
trata de la pobre verdad de una “adaequatio intellectus et rei”, en que la “cosa” a la cual
la inteligencia se adecúa es tan insoportablemente vacua y sin relieve que determina
también, en quien la piensa, ideas insignificantes. De esta forma, la postmodernidad no
es quizás sino el reflejo cultural de una realidad finita asumida como tal y, sobre la cual,
por lo mismo no vale la pena pensar mucho. Hay que atenerse únicamente a los hechos
fugaces, sin preguntarse sobre el “deber ser”, puesto que la pobre realidad no es capaz
de fundar deberes de ninguna especie; puede a lo más determinar normas sociales
pactadas pragmáticamente.
Pero, aún así, los hechos son bellos por sí mismos, simplemente en su facticidad.
Incluso las utopías valen quizás por lo que son de hecho – mitos utópicos – y no por lo
que prometen como posibles realidades contundentes para el futuro, en virtud de las
cuales valiera la pena esforzarse ni poco ni mucho. Tal vez todo es meramente “forma”,
sin fondo alguno, y ésa es la única sustancia del ser: un conjunto de formas vacías de
contenido. Es por ello que la postmodernidad sólo cultiva la forma. Constituye una
cultura de la estética y de la fruición fugaz que las formas suscitan en la sensibilidad y

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en la misma conciencia. Y no se trata de una estética que pretendiera constituir un
reflejo trascendental del Ser. No existe tal “ser”, más allá de la forma. El ser es la forma,
“tout court”. Tal como lo sospechaba el fraile Also de Merk, al final de la película “En el
nombre de la Rosa”: “Cuanto más releo esta lista, más claro me parece que se trata de
un producto del azar y que no contiene ningún mensaje… Y ciertamente es duro para
este monje, ya viejo ‘ad portas’ de la muerte, el no saber si las letras que ha escrito
contienen o no algún significado oculto, o si tienen más de uno, o mucho o ninguno.
Aunque quizás tal incapacidad de ver sea el producto de la sombra que la gran tiniebla
que se acerca proyecta sobre este mundo ya envejecido… Dejo este texto, no sé a
quién, este texto que yo no sé ni siquiera de qué habla: stat rosa prístina nomine,
nomina nuda tenemus”.
Pero semejante himno a la forma vacía de contenido tiene antecedentes aún más
agudos y radicales en el estructuralismo de Lévi-Strauss, quien, por lo mismo, podría
reclamar también la paternidad postmoderna. Una antropología estructural, en la cual el
lenguaje se encuentra reducido a ser meramente el epifenómeno (diacrónico) de una
estructura subconsciente fija (sincrónica) que determina todos los lenguajes y todas las
formas culturales, las cuales en definitiva sólo significan la estructura mental que las
causa: “Al final de mi carrera, la última imagen que provocan en mi los mitos […]
confirma la intuición que, al comenzar mis estudios y tal como lo expliqué en ‘Tristes
Trópicos’, me movió a buscar en las fases de una puesta de sol – que se oculta
después de haber mostrado una declaración atmosférica que se complicaba
progresivamente hasta deshacerse y desaparecer en el aniquilamiento nocturno – el
modelo de los hechos que yo me proponía estudiar después y de los problemas que
debería resolver sobre la mitología: este vasto y complejo edificio, también él pintado de
mil colores diferentes, que se abre ante la mirada del analista, se extiende poco a poco
y se repliega finalmente para acabar en la lejanía como si jamás hubiera existido”.
Esta imagen ¿no es quizás la de la misma humanidad, de todas las manifestaciones
de la vida – pájaros, mariposas, insectos y otros animales, en cuya evolución se
desarrollan y se multiplican las formas, pero siempre para finalmente acabar en la nada,
de manera que de la naturaleza, de la vida, del hombre y de todas sus sutiles y
refinadas obras, como son las lenguas, las instituciones sociales, las costumbres, las
obras maestras del arte y de los mitos, una vez habrán exhibido sus últimos fuegos
artificiales, no quede nada?
Así pues, toda la realidad puede reducirse a un juego de hechos y palabras
interconectados. La conciencia es mera espectadora de lo que ocurre ante ella y con
ella, sin que en el fondo, pueda hacer nada al respecto. Los hechos son lo que ya han
sido y lo que serán. Y punto. Son hechos predeterminados por el código o la estructura
que los sustenta y que, a la vez, explica su significado intrascendente. El mismo Lévi-
Strauss en la introducción de la “Primera Mitológica” (Le cru et le cuit), dice: “Si alguien
me preguntara a qué último significado remiten estos signos (los mitos) que se
significan los unos a los otros, pero que en definitiva deben remitir todos ellos a algo, la
única respuesta que éste libro sugiere es que los mitos significan al espíritu que los
elabora por medio del mundo, del cual este mismo espíritu forma parte”. Pura
“sintáctica”, sin “semántica” de ninguna especie. Eso sí, la observación atenta de este
conjunto de formas puede provocar goce estético o incluso el gusto de esta vida
inconsistente.

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En un debate aparecido en la revista “Esprit”, del año 1963, Paul Ricoeur resumía la
“filosofía” estructuralista con estas palabras: “Usted (Lévi-Strauss) se encuentra en la
desesperación del sentido; pero piensa que ello se supera por el hecho de que, si bien
la gente no tiene nada qué decir, a lo menos ésto lo dice tan bien que su discurso
puede someterse al análisis estructuralista.
Usted salva así el sentido, pero éste es el sentido del ‘sin-sentido’, el admirable
arreglo sintáctico de un discurso que no dice nada”.
A esta observación, Lévi-Strauss probablemente habría respondido: “¡¿Y qué?!”.
La conciencia de la nada camuflada crea, en algunos, el sentimiento de una
“insoportable levedad del ser”. Pero ésto podría situar aún a Kundera entre los
representantes de un “pensamiento fuerte”, como Nietzsche, Sartre o Heidegger, si no
fuera porque tal sensación de insoportabilidad no provoca en él ni ilusiones utópicas de
voluntad de poder (Nietzsche), ni de libertad pura (Sartre), o de existencia heroica
(Heidegger); sino casi el mero gusto estético (¿masoquista?) de la intrascendencia. E
incluso la sed de inmortalidad (según el último Kundera), puede reducirse a la fugacidad
de un simple apego nostálgico al pasado.
He aquí, pues, la diferencia entre el hombre moderno y el postmoderno. El primero
experimenta también la muerte de Dios y, por lo mismo, el vacío ontológico; pero
proyecta, o se autoimpone voluntarísticamente, un deber, el deber ser, aunque éste
resulte tan sólo el enfrentamiento de la nada como la última palabra de la realidad. La
muerte de Dios acaba con la utopía ilusoria (religiosa) y mistificada, sustituyéndola por
una nueva utopía movilizadora de intereses intramundanos hacia un resultado final, da
lo mismo que sea marxista o fascista.
En cambio, el “pensamiento débil” postmoderno viene de vuelta (al menos así lo
pretende) de todo tipo de utopías. Las declara fracasadas de hecho y diagnostica a
posteriori que necesariamente tenían que fracasar, dado que el hombre se mueve
siempre en función de un presente fugaz y no por búsqueda de un futuro absoluto
inexistente. Es la reacción que parece ya insinuar el mismo Dios bíblico cuando,
decepcionado de la ilusión utópica que pareciera haberse hecho sobre las posibilidades
de la libertad humana, decepción que lo llevó a decidir el castigo del diluvio, recapacitó
reconociendo con realismo las simples posibilidades de hecho: “Nunca más volveré a
maldecir la Tierra por culpa del Hombre, puesto que los designios de su corazón son
malos desde su juventud; jamás volveré a castigar a todos los seres vivos como lo he
hecho. Mientras dure la tierra, siembras y cosechas, frío y calor, verano e invierno, día y
noche, no cesarán…” (Gn 8, 21-22).
¡Exactamente! ¡Facticidad! El ser humano es lo que es; tan banal como se quiera,
en su cotidianidad. Pero eso es lo único de qué disponemos. Proyectar utopías es,
pues, soñar y “buscar peras en el olmo”. Además de que esos sueños imposibles
pueden llegar a convertirse en obsesiones peligrosas, responsables de todos los
absolutismos.

3. FUERA ABSOLUTISMOS

Cuanto más valor ontológico pretende tener una utopía, más intransigente suele
resultar el absolutismo que genera. Por eso la postmodernidad postula “utopías light”,
meras ilusiones que alimentan sentimientos agradables en el sujeto, pero que no

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puedan provocar ningún tipo de intolerancia. El pluralismo debe ser total. Incluso la
gente religiosa debe ser tolerada, dado que el rompimiento brusco provocado por el
ateísmo militante pone en peligro aquel estilo de vida y de pensamiento “light”. Tomarse
algo demasiado en serio es peligroso, puesto que amenaza la tranquilidad de la vida
irrelevante.
Aquí radica la ambigüedad del pluralismo y de la tolerancia. Estos valores a menudo
ya no reflejan la actitud de respeto por el otro ni el reconocimiento de que toda libertad
se viva condicionada por el propio contexto, sino que constituyen una especie de
convenio tácito según el cual “yo me comprometo a no meterme en las cosas del
vecino, a cambio de que él me deje también a mi tranquilo en las mías”. Por eso mismo,
cuando la libertad del otro supone la propia incomodidad, optamos por defender los
absolutismos que sean necesarios para limitarla. Es lo que parece haber ocurrido con la
Perestroika. Al comienzo ésta inspiraba sentimientos de simpatía o de curiosidad, más
que decisiones de solidaridad. Pero si la eliminación del Muro de Berlín implicara para
los europeos occidentales tener que incomodarse y compartir ventajas ajenas a costa
de limitar las propias, para poder así acoger a los ciudadanos del Este, entonces quizás
hubiese sido mejor mantener el Muro donde estaba.
La misma defensa de la democracia se funda cada vez menos en la convicción de
que se trata de un buen sistema de valores humanos por los cuales vale la pena vivir y
morir (libertad, igualdad, fraternidad de todos), y resulta más bien un discurso
aburguesado al servicio de los intereses banales de cada uno. Es así como tendemos
cada vez más a convertir las votaciones democráticas en una especie de festival light
de hipocresías y coloridos, donde el voto representa muchas veces la abdicación del
propio compromiso, transfiriéndolo ritualmente a determinadas personas publicitadas
hasta la saciedad con autobombo, las cuales tienen por misión delegada asegurar el
que nadie pueda limitar mis intereses particulares. Si éstos quedaran garantizados de
cualquiera otra manera, el voto casi podría ser “en blanco”, para que así pudiera
utilizarlo quien quisiera: socialistas, comunistas, derecha, izquierda, centro o incluso
centro – centro.

4. EL ABSOLUTISMO RELIGIOSO

Dentro de la confusión general provocada por el relativismo absoluto en cuanto a la


afirmación de valores desvinculados de la categoría básica de lo útil, puede
comprenderse la perplejidad experimentada por las autoridades de la Iglesia.
Su conciencia de constituir la garantía histórica de la voluntad de Dios en la Tierra,
por un lado, provoca en ella el obvio rechazo a todo pensamiento que pretende
derivarse de la muerte de Dios, entendida como el fin de los valores consagrados por
Jesucristo y ratificados por Dios al resucitarlo de entre los muertos. Por otro lado, la
sensación de amenaza contra su poder social, acumulado a lo largo de los siglos,
determina también su reacción instintiva contra toda forma de cultura que ponga en
duda o pretenda disminuir la autoridad que le corresponde, considerada por Ella como
indiscutible y normativa, por el hecho de haber sido recibida de Dios. De esta manera,
se siente tocada tanto en su misión, a la cual ha de ser fiel cueste lo que cueste, como
en sus intereses, a menudo confundidos o mezclados con aquella.

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Fidelidad a Dios e intereses sociales son las dos caras de la Iglesia histórica y
constituyen también la raíz de su ambigüedad.
Además, la identificación entre aquella fidelidad y estos intereses determinó a
menudo el absolutismo eclesiástico.
Todo absolutismo religioso se produce por la transferencia de la fidelidad, debida
únicamente a Dios, hacia las formas políticas y culturales que ésta ha ido tomando en la
historia.
El absolutismo se preocupa obsesivamente de las formas, en la misma medida que
ha perdido el contacto real con el fondo. Ello explica también que cuando alguien toma
seriamente el Evangelio siempre se ve llevado a relativizar las formas religiosas,
empezando por el mismo Jesús. Y a la inversa, cuanto más superficial ha sido una
vivencia religiosa, mayor importancia se ha dado a determinadas formas, hasta llegar a
su absolutización obsesiva.
Las formas son siempre necesarias, como los ritos; pero el absolutismo tiende a
idolatrar unas formas determinadas, al mismo tiempo que a desautorizar el pluralismo
de las distintas formas. Es lo que critica Gore Vidal al tomar la imagen del emperador
Juliano el Apóstata, quien luchó por volver hacia atrás el monoteísmo cristiano,
implantado por Teodosio en todo el imperio, para retornar al politeísmo que permitía la
pluralidad de formas y de gustos morales, estéticos o religiosos, dentro de una perfecta
e incomprometida tolerancia. Juliano constituye, así, un símbolo de la postmodernidad,
puesto que representa la negación del absolutismo religioso y la apología del
pluralismo. La muerte de Dios postmoderna, en efecto, no es tanto el fin de la religión
cuanto la superación del único Dios, como pretendido fundamento exclusivo de una
forma de vida determinada normativamente para todos. Constituye, pues, la
revalidación de todas las formas mitológicas – quizá por ello nunca había proliferado
tanto como hoy la literatura mitológica o esotérica – con tal que ninguna de ellas
pretenda tener más derecho que las demás a manifestarse en nombre de una mejor
expresión del absoluto de Dios.
El ateísmo postmoderno no rechaza propiamente a los Dioses, sino al monoteísmo.
La religión no constituye ningún estorbo mientras no pase de ser un criterio plurifacético
de comportamiento, más o menos folclórico, determinado por los múltiples gustos
religiosos de la gente, todos ellos compatibles al interior de una misma faramalla. Y
debe reconocerse (tal como lo muestra agudamente Martín Sagrera en su obra Dios y
Dioses: Crisis del Monoteísmo, 1987), que el monoteísmo ha determinado
históricamente las formas más radicales de fidelidad, hasta llegar al martirio, cuando ha
sido profesado por gente perseguida, como también las formas más violentas e
intolerantes de persecución, cuando ha sido asumido por grupos políticamente
poderosos. Y es que un Dios compatible con cualquier cosa genera todo lo que se
quiera, menos fidelidad heroica. Alguien, en efecto, podría dar la vida por Dios, por la
Patria o incluso por algún Rey; pero nadie se dejaría matar nunca por amor al Fisco. El
riesgo está en que aquel Dios (por no citar a la Patria ni al Rey) pueda confundirse con
las formas que fabricamos de él a nuestra propia imagen y semejanza.
El absolutismo pues, no procede de la experiencia del Absoluto de Dios, sino del
fanatismo de las formas religiosas, determinado precisamente por la falta de
profundización en ese Absoluto. El Absoluto real (Dios), en efecto, no podría nunca
legitimar absolutismos de ninguna especie. Y, de hacerlo, no sería Absoluto. No

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merecería esa dignidad. Al Absoluto podríamos aplicarle aquella letanía que la Biblia
atribuye al amor de verdad (“Agape”):
“Es paciente, es bondadoso, no tiene envidia, no se vanagloria, no se enorgullece,
no es insolente, no busca el propio interés, no se irrita, no toma en consideración el mal,
no se alegra de la injusticia sino que se alegra con la verdad, todo lo excusa, todo lo
cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13, 4 – 7).
De un tal Absoluto, no puede derivar ningún tipo de absolutismo marginador. Y, al
contrario, una realidad como ésta es la única que puede tener la pretensión razonable
de valer absolutamente y de que, por fidelidad a ella, pueda experimentarse el sentido
de la propia vida.

5. FORMAS Y FONDO

Así pues, y por paradojal que ello pueda parecer, tanto el absolutismo religioso
como la postmodernidad son culturas extremas de las formas. El primero pretende
identificar una determinada forma con el único fondo absoluto de Dios, convirtiéndola
también en absoluta. La segunda, en cambio, considera que las formas en su variada y
optativa multiplicidad, son la única realidad existente y que, por lo tanto, no existe
ningún fondo que las trascienda y, por relación al cual, aquellas puedan tener mayor o
menor sentido.
La referencia a un único fondo absoluto de sentido podría amenazar la libertad
incondicionada de esas múltiples formas.
Sin embargo, la religión encarna siempre la experiencia de Dios en determinadas
formas culturales. No puede haber religión sin formas. Éstas son, por lo mismo,
vehículos necesarios de transmisión (tradición) de la experiencia de Absoluto; pero, al
mismo tiempo, pueden traicionarla, cuando la forma pretende monopolizar el Absoluto.
El cristianismo profesa que Dios ha tomado forma humana concreta en Jesús de
Nazaret. Esta fe, que expresa la experiencia de superación de la propia inconsistencia
mortal y egocéntrica (salvación), podría también derivar en un absolutismo cristiano
desde el momento en que la encarnación de Dios en Jesús fuera interpretada como la
absolutización de un determinado grupo humano, de un sexo particular o de un poder
histórico concreto. Es el mismo riesgo que corrió la concreción religiosa de Dios en el
mundo cultural judío o islámico. Siempre existe el peligro de que cada pueblo intente
absolutizar un tipo de Dios según su propia conveniencia.
Así, las formas religiosas del cristianismo renacentista tendieron a la absolutización
cultural hasta el punto de querer imponer, como modelo religioso único, determinados
intereses de poder eclesiástico. En este sentido, la reforma luterana representó también
la crítica contra el absolutismo de las formas religiosas católicas, vaciadas de contenido,
oponiéndole la forma única de la Palabra Bíblica. Sin embargo, también la Palabra
puede tomar formas fanáticas que escondan, en lugar de mostrar, el fondo absoluto que
quería expresar. Y así los fundamentalismos bíblicos protestantes pueden pecar de
absolutismos, tanto o más que los tradicionalismos católicos.
Y es que, querámoslo o no, las formas son siempre expresión de un contenido, pero
también son obstáculos que nos lo pueden esconder.
La monumental obra de Hurs Von Balthasar, Herrlichkeit, constituye un análisis
impresionante de las formas religiosas del cristianismo; pero, a la vez, es un buen

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ejemplo de la ambigüedad de toda forma que pretenda identificarse con el fondo único
absoluto que intenta expresar. Imperceptiblemente, la afirmación antignóstica y
antidoceta que Balthasar hace de la forma religiosa cristiana insinúa también la
legitimación apologética de la forma católica, en contraste con el pensamiento
protestante y con la teología moderna, que él tiende a desvalorizar como si se tratara de
un conjunto de interpretaciones racionales carentes de la “experiencia” creyente. Si bien
es cierto que Balthasar destaca con profundidad que el criterio de toda auténtica forma
cristiana – e incluso de toda forma simplemente estética – viene dado por la
Encarnación del Verbo que “se autoaniquila en el ocultamiento” y que “el
autoocultamiento de la luz constituye su revelación” (I, 485), esta forma histórica de
Dios no podría nunca legitimar ningún tipo de poder eclesiástico ni estilo alguno de
presencia cristiana en el mundo consistentes en superponer las formas religiosas a
determinadas categorías mundanas de poder y de riqueza, dejadas intactas o incluso
asumiéndolas “religiosamente”.
En todo caso no es cierto que el cristianismo afirme que la forma es el fondo, sino
que en la forma se revela el fondo. Tal como lo expresa muy bien el mismo Hurs Von
Balthasar: “la forma visible no sólo apunta hacia el invisible e inefable misterio; la forma
es la aparición de este misterio y lo revela, al mismo tiempo que lo protege y lo oculta…
El contenido no está detrás de la forma, sino dentro de ella misma” (I, 151).
Pero ese contenido de fondo no se revela en cualquier forma religiosa “cristiana”,
sino en la forma histórica de Jesucristo. Cosa que impide la absolutización de ninguna
otra forma histórica que pretendiera legitimar un poder dominador, de cualquier tipo que
ese fuera. Todo intento de absolutización de determinadas formas religiosas es, por lo
mismo, contradictorio con el cristianismo auténtico, cuando choca con la interpretación
relativizadora que la única forma histórica del Absoluto de Dios, Jesús de Nazaret, hizo
de la religión.

6. POBRES TEÓLOGOS

Comencé diciendo que no resulta nada fácil el intento de pensar y menos el de decir
determinadas experiencias de fe irrenunciables, en medio de un mundo que las tiene
reprimidas o banalizadas y dentro de una Iglesia que, a menudo, las mira como
sospechosas.
Pero el teólogo de alma es como el poeta o el músico de corazón. No puede
renunciar a la llamada que siente dentro de sí. El mundo podrá reírse de él o
simplemente “no estar ni ahí” con sus elucubraciones, como también alguna autoridad
eclesiástica podrá intentar taparle la boca o atarle las manos; pero las inquietudes
reales, correlativas a problemas reales, nunca han podido ser encadenadas. Son como
el Espíritu.
Siempre han existido teólogos dispuestos a ser honestos con ellos mismos para dar
al mundo lo que es del mundo y a Dios lo que es de Dios; y también para rebelarse
contra las estupideces mundanas que circulan a menudo con pretensiones de cultura, o
para indignarse ante una fe trastocada en idolatrías eclesiásticas.
¡Pobre teólogo!, perplejo, no por verse incapaz de conjugar la unidad de la Trinidad,
en Dios, o la humanidad con la divinidad, en Cristo; sino por encontrarse atrapado entre
las pretensiones culturales de su entorno, que vienen de vuelta de las utopías, y las de

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su propia Iglesia que, a veces, pareciera querer retornar no ya a las utopías, sino a las
viejas formas de un pasado irremisiblemente ido.
¡Pobre teólogo!, marcado por una tradición que presenta la referencia a Dios como
algo culturalmente obvio, y por una modernidad que lo lleva a sospechar del carácter
ideológico y manipulador de esa referencia; confundido entre una tradición que define a
Dios como la causa sobrenatural y omnipotente del mundo, del cual es también
providencia milagrosa, y una modernidad que tiene muy clara la total autonomía de los
procesos mundanos, por inconsistentes que, en definitiva, éstos puedan resultar.
¡Pobre teólogo!, incómodo en incluso rebelde ante una tradición que enseña la
paternidad omnipotente de Dios, mientras, por otro lado, la evidencia antigua y moderna
del mal convierte a Dios en último responsable de un ser que acaba siempre en la nada
y de una existencia en la cual hay que matar para poder sobrevivir.
¡Pobre teólogo!, corresponsable de una tradición centrada en una fe exultante en la
resurrección final, garantizada por Cristo, y ciudadano de una modernidad para la cual
estas palabras suenan a meras ilusiones míticas que intenta, en vano, huir de la única
realidad finita y fugaz de que disponemos.
¡Pobre teólogo! ¡Pobre teólogo!... Y, sin embargo, hay de él si callara. Se haría
cómplice de la mixtificación y del desconcierto y no sería fiel al impulso interior y a la
misión irrenunciable que lo obliga a gritar, como los profetas, como el justo Job.

7. JOB, EL TEÓLOGO.

Es probable que aquel extraño personaje de la tierra de Urs, llamado Job, no haya
existido nunca tal como lo presenta la Biblia. Pero su voz sí que ha existido. Y continúa
resonando. La voz que, reprimida al comienzo, estalló cuando Job fue obligado por
Satán a sacar fuera todos los malos pensamientos que el escándalo, provocado por los
hechos intolerables que presenciaba, suscitaba dentro de sí. Unos hechos obvios para
todo aquel que no se los quisiera mirar con los lentes doctrinales que intentaban
camuflarlos. Hechos, por otro lado, descaradamente esenciales, que no podían
mitigarse ni con toda la belleza del Universo: la evidencia del mal más impactante, el
que conmueve más a la conciencia lúcida, el sufrimiento del inocente, que no es otra
cosa sino la prolongación de la ley de la selva, por culpa de la cual el más fuerte
sobrevive a costa del más débil. Y el inocente siempre es débil. Para poder ser fuerte
hay que dejar a un lado la inocencia.
Job era un teólogo y, como tal, debía defender la exactitud de la doctrina que, en la
sinagoga, se enseñaba con admirable constancia e imperturbabilidad: Dios bendice al
hombre justo, con gozo, bienestar y vida larga, colmándolo de hijos y nietos, hasta
llegar a la muerte tranquila y satisfecha de los santos; en cambio, al injusto, Dios lo
castiga con penas y con una vida corta y llena de miserias. Puesto que sólo hay una
vida y es necesario que Dios haga justicia mientras ella dura.
Pero he aquí que el Job de esta historia tuvo que experimentar de cerca la profunda
contradicción entre la teoría doctrinal impuesta y la realidad indesmentiblemente vivida.
Sin saber por qué, y manteniéndose tan justo como antes, empezó a recibir golpes que
hasta entonces le habían sido desconocidos: se le hundió la casa, sus rebaños fueron
aniquilados, sus hijos, jóvenes aún, murieron de accidente y él mismo de repente se

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encontró atormentado por la lepra y humillado además por su propia mujer, quien hacía
mofa de su paciencia.
A pesar de todo, Job no renegó de Dios; sino que abrió el corazón de par en par,
para vaciar por completo las dudas acumuladas, sin reprimir hipócritamente su
angustia: ¿Cómo podría ser compatible aquella realidad, cruda y maligna, con la
experiencia de un Dios bueno y Señor del Universo, tal como la fe siempre le había
inculcado?
Con este cuestionamiento, la tentación se apoderó del pobre Job. Una tentación
sutil, dado que podía sucumbir en ella por exceso o por defecto.
Por exceso, debido a que la duda sobre Dios, a partir del choque frontal con los
hechos descarnados, podía impulsarlo a desentenderse de la experiencia creyente que
había nutrido su vida desde siempre. Era, en efecto, como para renegar de Dios,
siguiendo el consejo blasfemo, pero lúcido, de su propia mujer, que lo increpaba:
“¿Quieres todavía seguir perseverando en tu integridad? ¡Maldice a Dios y muere!”.
Y por defecto, dado que la audacia que significaba este cuestionamiento podía
llevarlo a conformarse con la tranquilidad de una fe no removida ni amenazada, a la
intemperie del mundo. Pero una fe no cuestionada deja de ser fe.
Así pues, Job se encontró nadando entre la turbulencia de estas dos aguas
tentadoras. Y tuvo que luchar, de un lado contra la pérdida de la fe, impactada por la
crítica exterior; y, del otro, contra el peligro de quedar atrapado por las buenas razones
religiosas que le ofrecían la posibilidad de justificar aquello que a él le parecía
injustificable. Y realmente lo era.
El Satán de la tentación por exceso fue el escándalo del mal sufrido en carne propia;
mientras que el Satán de la tentación por defecto venía disfrazado bajo la forma de tres
antiguos camaradas representantes de la segura ortodoxia: Elifaz, Bildad y Sofar, a los
cuales, después, se les añadió un cuarto, Elihú, genuino portavoz de un magisterio
autosuficiente.
Cada uno de ellos quería convencer a Job de la verdad tradicional sobre un Dios
que, en esta vida, muestra con evidencia su justicia bendiciendo la rectitud del hombre
bueno con éxitos y castigando la malicia del injusto con el fracaso. Sin embargo, Job,
una y otra vez, se mantenía firme en aquello que honestamente veía, por muy
contradictorio que ello pudiera resultar con la manera de comprender a Dios que sus
amigos consideraban segura e intocable. El diálogo, en forma de poema, había
comenzado con un Job perplejo ante el impacto de la realidad, mientras sus amigos
contrincantes intentaban mostrarle sus condolencias y consolarlo de sus males, con una
solidaridad forzada. Querían hacerle sentir el remordimiento por el pecado, que sin
duda tenía que haber cometido, si se atenían a los males que le habían sobrevenido.
Dios es justo y castiga al pecador, pero también perdona, argumentaban, a aquel que
se arrepiente. Así pues, si Job reconocía su falta, podría recibir nuevamente la
bendición que Dios da a sus justos.
Pero el buen Job, en lugar de renunciar a la conciencia escandalizada, quería
mantener sus ojos abiertos a la luz que lo llevaba a impugnar las supuestas verdades,
arregladas al margen de los hechos.
Y la discusión fue creciendo cada vez con mayor intensidad, hasta llegar a producir
fuertes rupturas. Aquellos amigos se daban perfecta cuenta de que la palabra de Job
hacía tambalear sus antiguas certezas:

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“¿Acaso por ti la Tierra tiene que tornarse desierta y las rocas deben moverse de
lugar?” (18, 4).
No, Dios es justo y, por lo tanto, Job tenía que haber pecado; por eso su situación se
había visto tan deteriorada:
“La luz del impío se apaga y no brilla la llama de su hogar, la luz se torna oscura en
su tienda y se extingue el crisol que la ilumina” (18, 5-6).
A pesar de ello, Job no sentía en ningún momento su culpabilidad por el hecho de
mantenerse fiel a su conciencia: “Si realmente hubiese errado, sobre mí recaería mi
error. ¿O es que queréis triunfar contra mí, probando mi culpa con oprobios?” (19, 4-5).
Elifaz, Sofar y Bildad insistían en desconocer la evidencia que impactaba a Job:
“¿No sabes tú que siempre, desde que hay hombres sobre la Tierra, la alegría de los
impíos es efímera…? Si se eleva hasta el cielo su talla y toca las nubes su cabeza,
acaba para siempre con su excremento y los que lo veían dicen: ‘¿dónde está?’” (20, 4-
7).
Pero Job no aceptaba ilusiones ni verdades a medias: “¿No se lo han preguntado a
los caminantes y no han reconocido sus señales? ¿Que en el día del infortunio es
preservado el malo y es sustraído en el día de la ira? ¿Y quién le echa en cara su
conducta? ¿Quién le da su merecido por sus obras?... ¿A qué, pues, me dan tan vanos
consuelos, si de su respuesta no queda más que falacia?... ¡Por el Dios vivo que rehúsa
hacerme justicia y por el Saddai que me ha colmado de amargura, mientras en mí
quede un soplo de vida y el espíritu de Dios aliente en mis narices, jamás mis labios
proferirán falsedad, ni mi lengua expresará mentira! ¡Lejos de mí el darles la razón!
¡Hasta que expire no dejaré que me arranquen la inocencia!” (21, 29-34; 22, 1-3).
Este debate sin tregua se prolongaba en una especie de diálogo de sordos,
impotente y a la vez impresionante. Hasta que Elihú, viendo que sus compañeros no
podían cumplir con la tarea imposible de convencer a Job de su pecado a partir de la
constatación de sus males, sintió que se inflamaba su ira e intervino con la
contundencia renovada de una ortodoxia superior. Y habló largamente, sin dejar abrir
más la boca ni a Job ni tampoco a sus opositores:
“Está atento, Job, para escucharme, calla tú y déjame hablar a mí…, calla y te haré
mil veces más sabio” (33, 31-33). “Ten un poco de paciencia y te informaré, que yo
todavía no lo he dicho todo a favor de Dios…, mis palabras no son mentira, tienes ante
ti a un hombre de ciencia acabada” (36, 2-4).

Pero al final Iahvé Dios, harto, al parecer, de tantas palabras y de tanta pretensión
humana de poseer la verdad, decidió intervenir Él mismo para poner las cosas en su
lugar. Job se encontraba perdido, efectivamente, en su perplejidad. Pero, en definitiva,
tenía razón. Dios no quería ser defendido por mentes escrupulosas que confundían la
fidelidad con el encubrimiento de los hechos. Aún así, Job debía reconocer la
incapacidad humana ante el enigma fundamental de la existencia. Y, por lo tanto, no era
prudente sacar de ello consecuencias que no podían probarse. En todo caso, siempre
es mejor una duda honesta que una certeza forzada. Por eso Dios, después de hablarle
a Job, se dirigió a sus contrincantes para decirles:
“Mi ira se ha inflamado contra ustedes, porque no han hablado bien de mí, como lo
ha hecho Job, mi siervo. Y ahora procúrense siete bueyes y tres ovejas y vayan a mi
siervo Job para que ofrezca por ustedes un holocausto; Job, mi siervo, intercederá por

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ustedes, pues si no fuera por consideración a él, haría con ustedes un disparate, por no
haber hablado bien de mí, como lo ha hecho mi siervo Job” (42, 7-10).
En este desenlace, Dios hace una apología impresionante de la honestidad sufrida y
fiel en la búsqueda. Y consta en prosa para que se comprenda mejor. Feliz, pues, el
pobre teólogo que no quiere cerrar los ojos a la realidad que lo rodea y que soporta
persecuciones por causa de esta fidelidad a lo que ve.
Dios no quiere ser defendido con argumentos ficticios, sino que desea la sinceridad
del pensamiento.
“Pour avoir de l’influence, il faut arborer un drapeau et être dogmatique. Allons, tant
mieux pour ceux qui en ont le coeur. Moi, j’aime mieux carasser ma patita penséa et na
pas mentir”.
El libro bíblico debía haber terminado aquí. Pero la estupidez humana es infinita y,
probablemente, hubo otro miembro de la estricta ortodoxia que quiso arreglar, de todas
maneras, la intervención divina. E hizo acabar el libro con un final de novela rosa y
desteñida, según el cual Job, declarado justo por el mismo Dios, una vez superado el
mal trago, habría recibido nuevamente todos los beneficios de este mundo
correspondientes al justo, a quien, como tal, Dios tiene que bendecir en esta vida. Y así
fue como “Job vivió, después de esto, ciento cuarenta años y vio a sus hijos y a los hijos
de sus hijos, hasta cuatro generaciones. Y Job murió viejo, satisfecho de una larga
vida”.
Por fortuna, Job se calló y Dios ya había dicho su última palabra; de otra forma, el
pobre Job habría tenido que volver a comenzar de nuevo, puesto que este ingenuo
colofón volvía a situar el problema sobre el tapete como si nada hubiera pasado.
Pero no, Dios no habría dado la razón a Job llenándolo nuevamente del buen pasar
de una vida tranquila y asegurada. Definitivamente no es verdad que al justo todo lo va
bien en esta vida y que es el pecador quien lo pasa mal.
A menudo, demasiado a menudo, la cosa es al revés. Dios había justificado a Job
por su heroica lucidez y ahora no tenía por qué engañarlo, haciendo ver que al final
todo se arregla aquí abajo. Ser lúcido significa asumir la impotencia extrema que el
mismo Jesucristo experimentó, sin evitar expresarla con toda su crudeza en la cruz:
“¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!”. Creer, pues, es esperar contra
toda expectativa.

8. EL TEXTO Y EL PRETEXTO

Para los posibles lectores no iniciados en la Biblia, había que presentar el libro
original de Job. E incluso recomendarles su lectura. Encontrarían ahí una de las
mejores joyas literarias que haya producido el espíritu humano. Es un bellísimo y
profundo poema, escrito unos trescientos años antes de Cristo, que sin embargo, sigue
teniendo hoy la fuerza para impactar al lector que entra en contacto con él. Se trata de
un largo texto versificado, que se enmarca entre dos pasajes en prosa: la introducción y
el epílogo. El contenido, como ya he señalado, es un debate sobre el problema del mal,
en su dimensión más cruel: el sufrimiento injusto de los inocentes.
Ahora bien, el ensayo que aquí presento no pretende ni introducir a ese libro ni
menos todavía hacer un estudio sobre él. Este poema bíblico me ha ofrecido
simplemente el marco, incluso en su estructura formal, para elaborar mi propio trabajo.

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Debo decir que el libro de Job casi ha resultado un pretexto para poder yo expresar
unos contenidos, más o menos conflictivos, que hoy se plantean honestamente muchas
personas que se encuentran, o quizás creen encontrarse, en la frontera entre fe e
increencia, o también en el dintel de una Iglesia dividida entre la añoranza de las
seguridades perdidas y la búsqueda de una comprensión de la fe abierta a las nuevas
evidencias culturales y a los nuevos desafíos que de ellas necesariamente se derivan.
El tema de este ensayo es, pues, variado. Toca las cuestiones más acuciosas del
sentido o del posible absurdo de la existencia, siempre vinculado a la pregunta: ¿existe
o no existe Dios?
Pretende también ir reflexionando sobre la racionalidad de la fe cristiana en un Dios
omnipotente, el cual no interviene, en cambio, para nada en los procesos mundanos en
cuanto tales, perfectamente autónomos en lo bueno y en lo malo. Esta constituye la
temática de la primera escena de la obra1.
En la segunda, el planteamiento se centra en el problema del mal y en la aparente
incongruencia de éste con un Dios providente y Padre, que escucha nuestras plegarias;
así como también en el carácter increíble de la resurrección de Jesús y de su presencia
en la eucaristía.
Una tercera escena pasa revista al problema de una fe que asume como válidos los
escritos bíblicos, con todas sus ambigüedades, declarándolos inspirados, al mismo
tiempo que vincula la antigua historia de Israel con la pretensión de la autoridad
normativa de la Iglesia.
Este tema de la Iglesia, con las nuevas ambigüedades que ella conlleva y que
marcan su historia, continúa en la cuarta y última escena, con la intervención
magisterial de Elihú.
Como el libro bíblico de Job, el desenlace de este ensayo lo constituye la
intervención final de Dios, la cual da las pistas para que la fe pueda ser lúcida y, a la
vez, fiel a su verdadero sentido como profundización y “salvación” del hombre y de su
cultura.
Si bien la temática abordada a lo largo del todo el trabajo es religiosa - ¡se trata, por
lo demás, de un ensayo teológico! – el enfoque resulta siempre fronterizo. El trabajo no
está, pues, pensado para edificar, con palabras “seguras”, a la “clientela propia” de las
iglesias, sino más bien para invitar a la reflexión a personas, particularmente jóvenes,
que más de una vez quizás han experimentado la sensación de tirarlo todo por la borda,
debido al escándalo provocado en ellas por la falta de clarividencia suficiente en cierto
discurso eclesiástico, o bien por la sospecha de que lo que mantiene a los fieles dentro
de la iglesia es la simple inercia, carente de criticidad.
Este libro puede representar también un aporte honesto al diálogo entre la
racionalidad moderna o postmoderna y la opción creyente, la cual no significa
necesariamente un menor grado de racionalidad.
La forma del texto es dinámica, aún cuando a veces resulte necesariamente densa
para hacer justicia al desarrollo de los contenidos en juego.
De cuando en cuando interviene un coro que, recordando muy de lejos los coros de
las tragedias griegas, va acentuando ciertos aspectos centrales de lo tratado, como
hitos a lo largo del debate, dentro de un conjunto pensado casi en forma teatral.

1
El presente ensayo es, en realidad, la introducción a una obra de teatro de teodramática sobre la
historia de Job.

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He aquí pues, el trabajo que ofrezco a la reflexión de todas aquellas personas que
puedan haberse planteado las inquietudes que en él se abordan.
Cuando, en el verano europeo de 1988, durante una larga estancia de trabajo en el
viejo continente que me vio nacer, comencé a sentir la necesidad de dar cuerpo a una
serie de preguntas y cuestionamientos sobre la fe cristiana y la Iglesia, pensé que podía
ser un buen recurso intentar hacerlo sirviéndome de un género literario que me
permitiera seguir los diversos contenidos temáticos de una forma más “entretenida” y
quizás también más incisiva por su dramatismo. En todo caso, mi intención era plantear
los aspectos centrales de la fe en estrecha relación con la racionalidad crítica moderna
y postmoderna, aunque desde dentro de los mismos contenidos creyentes y católicos.
La figura bíblica de Job me ofrecía un excelente “amparo”, que podía permitirme
expresar las dudas, e incluso las francas críticas, bajo la forma, autorizada por el mismo
Dios, de una sorpresiva e inevitable tentación, de la cual uno es víctima no
necesariamente responsable.
Por ello no puedo finalizar esta introducción sin dejar constancia de mi profundo
agradecimiento al autor, anónimo pero genial, del libro de Job, por la ayuda que me ha
proporcionado y por los momentos de íntima satisfacción que me ha permitido
experimentar durante la lenta y difícil elaboración de este texto.
Aunque, al mismo tiempo, debería pedirle disculpas por la osadía que he tenido al
atreverme a hacer uso de su inspirado poema para dar forma a este modesto ensayo.

Antonio Bentué
Santiago de Chile, Navidad de 1995

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