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Vicisitudes trágicas: territorio, identidad y nación en los Paisajes peruanos de José de la

Riva-Agüero y Osma

Víctor Vich
Instituto de Estudios Peruanos

¡Ay Machu Picchu, tú no lo eres todo!


Martín Adán

Es ya casi un lugar común en la crítica literaria latinoamericana estudiar el siglo XIX como el
momento de formación de los estados-naciones y como la textualización de éstos sobre la base
de alegorías literarias que pretendieron asumir un carácter fundante y epistémico, vale decir,
como discursos narrativos que intentaron establecer y fijar una determinada manera de
entender las diversas identidades de los países en formación (Sommer 1991). El siglo XIX es
el de la expansión mundial del capital, de los viajeros y de los grandes proyectos nacionalistas.
En buena cuenta, los proyectos simbólicos que por aquellos años se encaminaron establecieron
un conjunto de estrategias discursivas destinadas a definir las heterogéneas identidades que
por un ancho –y a veces desconocido– territorio se encontraban todas dispersas.
En el Perú, sin embargo, no es sino hasta después de la guerra con Chile y a principios del
siglo XX cuando comenzó a repensarse el proyecto nacional fuera ya del interés anárquico y
caudillista que había dominado la inicial formación de la República. Si desde el punto de vista
de la política externa, el denominado periodo de “reconstrucción nacional” estuvo dirigido a
instaurar en el país un sistema liberal básicamente abierto y dependiente de los movimientos
económicos en el mundo, respecto del orden interno todavía se encontraban irresueltas
muchas preguntas que al momento volvían a plantearse con ansiedad. Como ha sido explicado
por la historiografía reciente, entre ellas figuraba tanto la interrogante acerca de identidad
cultural que se promovería desde el Estado, como también el tipo de nación –federal o
centralista– que se optaría por ser (Contreras y Cueto 2000: 184). Desde la historia cultural,
Loayza ha descrito bien a esta generación:
Los primeros años de los hombres del novecientos, nacidos entre 1876 y 1890, son
los que siguieron a la guerra del Pacífico. Esto bastaría para explicar por qué, cuando
a fines de siglo se imponía el modernismo en América Latina, la nueva generación de
escritores peruanos –aunque sea en realidad nuestra primera generación modernista–
fue más de prosistas que de poetas. Siguió más a Rodó (con reservas) que a Darío y
se sintió más preocupada por cuestiones políticas que de estética (Loayza 1990: 57).

En ese trabajo me interesa entender los Paisajes peruanos de José de la Riva-Agüero y Osma
como una narrativa de poder que todavía formaba parte de un discurso nacional decimonónico
y que terminaba asociando la delimitación territorial con la definición de las identidades
sociales desde la autoridad letrada.1 Se trataba de terminar por inscribir a la sierra peruana
dentro de un Estado que, calificado de centralista, necesitaba construirse lo antes posible. Por
ello, más que en la descripción física del recorrido del viaje de Riva-Agüero, voy a
concentrarme aquí en el conjunto de relatos (históricos, estéticos, políticos y nacionales) que
genera el discurso geográfico y la descripción paisajista en la que el intelectual se involucra.
Dicho en otras palabras: me interesa estudiar el funcionamiento de la narrativa de viaje no
sólo como la inspección de una espacio social determinado sino, sobre todo, como la
producción textual de ese espacio, es decir, como una construcción simbólica que debe
sostenerse a partir de un conjunto de intereses por determinar.
A mi parecer, cuatro son los puntos sobre los que pueden articularse las propuestas más
relevantes de este libro. Cada uno de ellos representa una instancia fundamental dentro de un
estilo que no deja de ser argumentativo y que una y otra vez insiste en afirmar un determinado
conjunto de significados. La representación de la figura del intelectual, la visión de la historia,
la construcción del paisaje y las imágenes sobre los indios serán, en lo que sigue, motivo de
análisis y discusión.

La figura del intelectual


En el siglo XIX y a principios del XX los estados nacionales latinoamericanos todavía no
estaban bien constituidos y los intelectuales fueron los encargados de diseñarlos
proponiéndolos en la denominada “esfera pública”. Andrés Bello, José Faustino Sarmiento y
José Martí pueden ser sus más claros exponentes. Como hombres de estado, estos personajes

1
La parte principal del recorrido fue realizada íntegramente a lomo de mula desde la ciudad del Cuzco
hasta Huancayo. El viaje se realizó en 1912 pero, en su totalidad, el libro no fue publicado sino hasta
1955. Desde 1917 hasta la muerte del autor, en 1944, se publicaron fragmentariamente varios capítulos
en conocidas revistas limeñas.
decidieron hablar por y para la patria. El intelectual decimonónico se constituyó como un
sujeto que a través del prestigio de los libros se apropió de las voces de todos los ciudadanos y
desde ahí construyó una autoridad para enunciar. Mucho más que cualquier otro tipo de
aproximación a la realidad social, el saber letrado fue la instancia que legitimó la mayoría de
sus intervenciones en nivel político y así, en aquellos años, la letra continuó siendo un claro
ejercicio de poder.
José de la Riva-Agüero fue el intelectual más importante de su generación y quien mejor
representó una voluntad por construir la patria desde proyectos claramente textuales. A
diferencia de un saber técnico y pragmático que ya comenzaba a instalarse en la época, Riva-
Agüero mantuvo su fe en el humanismo tradicional como agente de identidad y de sentimiento
patrio. Sus dos primeros libros, Carácter de la literatura del Perú independiente (1905) y La
Historia en el Perú (1910) representaron dos denodados esfuerzos por construir y articular una
narrativa en vías a la formación de un nuevo proyecto nacional. Escindido entre el debate
académico y la participación pública, Riva-Agüero había publicado célebres artículos
periodísticos y además había sido el fundador del Partido Nacional Democrático cuya
desaparición fue instantánea debido a la vaguedad de sus propuestas y a un cerrado culto de la
autoridad.2
En los Paisajes peruanos, la figura del intelectual es sin duda la fuente de sentido de todo el
libro. El intelectual es el que mira y su mirada quiere ser fundadora. En buena cuenta, es la
mirada del poder. Riva-Agüero viaja y en dicho recorrido pretenderá construir la patria en el
espacio del texto. Por ello, no se trata tanto de conocer un territorio ajeno como sí de
producirlo textualmente a partir de lecturas, imágenes consagradas y diferentes impresiones
que siempre son enunciadas con mucha autoridad.
Riva-Agüero siempre fue un intelectual conservador y por lo tanto defensor de la jerarquía y
la superioridad de unos grupos sobre otros. Por lo mismo, nunca dudó en mostrar aquella
ideología que consideraba que una minoría muy selecta debería ser la única encargada de
gobernar la nación. En este libro lo dice muy claramente: “El elemento educado y superior del

2
Con lucidez, Loayza ha explicado las contradicciones más relevantes de la ideología de dicho partido
enfatizando que la imagen que construyeron del Perú fue la de un país en el que al parecer sólo
convenían ligeras reformas dentro de una organización estatal y económica que se cuestionaba muy
poco. Concluye, por ejemplo, que en la declaración de principios “no sólo es posible criticar lo
superficial de las soluciones propuestas, sino el hecho de que muchos de los graves problemas
nacionales no se plantearan y ni siquiera se mencionara su existencia” (67).
país debe inclinarse hasta el indio ya que éste no tiene fuerzas para subir hasta él” (Riva-
Agüero 1995: 32).
Por ello, el objetivo de este viaje consiste en pensar el espacio propio, el espacio nacional,
como un lugar de asignación de roles sociales. El viaje es el pretexto para un ejercicio letrado
que nombra, define y clasifica. Al viajar, Riva-Agüero está construyendo un mapa y de esta
manera participa de la construcción del Estado moderno. En realidad se trata de colonizar el
propio país, es decir, unificar el territorio desde una perspectiva letrada en la que, a través del
relato, los nuevos ciudadanos puedan sentirse parte de una misma tradición común:

Acababa yo de releer en el Cuzco algunas crónicas de la Conquista que llevé conmigo


para ilustración de mi itinerario y entretenimiento de los ocios del viaje; y en Lima
había consultado meses antes el estudio de topografía histórica de D. Carranza sobre la
restauración del campo de Chupas; así es que, en mi rápida travesía, pude, con los
recuerdos de las recientes lecturas, evocar aquel famoso encuentro en que la flor de los
conquistadores del Perú vengó la muerte del Marqués Pizarro (Riva-Agüero 1995:
109).

Entonces, en sentido estricto, más que conocer Riva-Agüero reconoce lo que previamente ha
leído y así el viaje no implica necesariamente una movilización; es más, se trata de una
compleja instancia para la articulación de una narrativa nacional ya establecida de antemano.
Como cualquier intelectual decimonónico, Riva-Agüero está obsesionado con la cuestión del
saber que, en este caso, asume a la historia como una base fundacional y por lo mismo
siempre lleva hacia las letras el lugar de la confrontación de la realidad peruana. El letrado
quiere ser el mediador entre el Estado y la nación, y en los Paisajes peruanos es él quien se
sitúa en el centro de todo poder.

Van por delante dos indios arrieros y las mulas del equipaje, precedidas por la yegua
madrina, que las guía, engalanada de un rapacejo de lana, y muy altiva y briosa con su
cargo director. En seguida, el oficial y los gendarmes que ha puesto a nuestra
disposición el anciano prefecto, Coronel José del Carmen Gonzales. Voy luego con mi
amigo D. Manuel Montero y Tirado, mi excelente compañero en toda esta larga
travesía andina; y detrás nuestros criados cierran la marcha. (Riva-Agüero 1995: 64)

En este viaje, Riva-Agüero satura el espacio nacional de elementos letrados y, en alguna


medida, todo parece terminar cubierto como el control que el nuevo Estado necesitaba ejercer
en vías a construir una formación nacional supuestamente más integrada. Riva-Agüero quiere
ser el productor de dicho proyecto y sus libros no son sino el intento de establecer un modelo
fundacional que represente dichos intereses. A diferencia de buena parte de la tradición de los
viajeros latinoamericanos, éste fue un viaje monológico, vale decir, el ejercicio de una visión
sostenida sólo por las letras y donde, desde el presente, solamente podemos escuchar una sola
voz.

b)La visión de la historia


A su paso por los Andes del sur, entre la llanura de Anta y la posterior entrada a Andahuaylas,
emocionado, Riva-Agüero subraya: "A cada paso que damos en estas tierras lucientes y
calladas, surge en la paz del campo un lejano recuerdo histórico, feroz y fúnebre como un
cráter extinto" (Riva-Agüero 1995: 35).
¿En qué consiste esa historia “extinta” si no hay en Riva-Agüero un interés por salir del
discurso letrado ni tampoco por conversar con la gente de los diferentes pueblos por los que
iba pasando? Durante el viaje, Riva-Agüero no conversa con nadie y casi no hay diálogos en
todo el libro. De esta manera, su visión de la historia consiste en el recuerdo de aquellos
hechos que las letras habían considerado significativos dentro de una narrativa nacional que
consideraba que sólo ellas eran las autorizadas para enunciar.
Sin embargo, sólido exponente de la imposible ideología del mestizaje, el intelectual limeño
se esforzó por estructurar su libro como un ejercicio de armonía y equilibrio. Con eficaces
técnicas, el pasado inca y el español son constantemente recordados y sus imágenes terminan
siempre alternadas con otra oposición más eficaz y quizá más pertinente para su proyecto
político: la desmedida apología del pasado incaico y colonial –imaginado siempre a partir de
una especie de pulsión nostálgica– y la lamentosa descripción del presente moderno al que por
lo general entiende como un tiempo devaluado y corrupto.
En efecto, es la nostalgia la que estetiza la historia y la que termina por sustraerle todo su
carácter conflictivo y dinámico; es el razonamiento estético el que concibe al mestizaje no
como la imposición de una cultura sobre otra, vale decir como un ejercicio de poder y
dominio social, sino solamente como un proceso armónico y natural donde “iban nuestras
diversas razas entremezclándose y fundiéndose, y creando así día a día la futura nacionalidad”
(Riva-Agüero 1995: 143). Por ello, no sorprende que más que entender a la Colonia como un
momento también traumático y violento en la historia andina, el intelectual limeño no dudara
en calificarla como “los tres siglos civilizadores por excelencia” (Riva-Agüero 1995: 142).
Como intelectual, recordar la historia escrita implicaba restaurar un pasado grandioso
construido básicamente en los libros. Riva-Agüero no sabía quechua pero demostró gran
erudición al comentar sus distintas variantes fonéticas respecto de la propia variación de este
idioma y de los diferentes procesos de cambio lingüístico. Sin embargo, su interés por la
lengua de los incas es aquí pertinente por varias otras razones. En vez de proponer su
institucionalización dentro de la formación de un Estado nacional bilingüe (y así, de alguna
manera, hubiera sido fiel a su concepción de “mestizaje” y de una participación equilibrada de
ambas culturas en el espacio de la patria) a Riva-Agüero sólo le interesa el quechua por
razones eruditas y siempre sustraídas de los sujetos andinos contemporáneos a él. Preocupado
por el poco conocimiento de la literatura quechua colonial, Riva-Agüero dice que:

Podría reanimarse con el establecimiento de una cátedra de filología quechua en la


universidad del Cuzco, que a más de la gramática y la onomástica, estudiara el folklore
indígena, explicara los textos del Ollantay y el Usca Paúkjar, los sermones de
Avendaño, y las composiciones del Lunarejo (Espinoza Medrano) documentos
literarios cuyos términos y giros van haciéndose arcaicos y requieren interpretación
especial; y procurara en fin rastrear, a través de la prosa de Betanzos, Pachacuti
Salcamayhua y Huamán Poma de Ayala y otros analistas, los fragmentos épicos que
compendiaron o vertieron. (Riva-Agüero 1995: 31)

La visión de la historia que este libro propone consiste en constatar la decadencia del Perú
republicano y añorar con nostalgia tanto los tiempos pasados incaicos como los de la época
colonial. Pero, como lo ha explicado Sánchez, más que en la producción cultural, su
admiración radicaba en buena parte en que ambas fueron sociedades jerarquizadas donde
minorías autodenominadas nobles controlaban el poder (Riva-Agüero 1995: 84).
Riva-Agüero repite varias veces que el Perú había sido un líder en América Latina mientras
que al momento de su viaje se siente indignado por tener que describirlo como un simple “país
de segundo orden” (Riva-Agüero 1995: 197). Nos encontramos pues ante una especie de
“nostalgia imperial” y así, los Paisajes peruanos están escritos para intentar volver a construir
una imagen nueva que pueda restaurar la condición de “superioridad” del Perú frente a los
otros países de América del Sur. Como es claro de observar, este obsesivo impulso hacia el
razonamiento jerárquico es sin duda análogo a la manera en que Riva-Agüero quería situarse
dentro de su propia patria o, mejor dicho, es simultáneo al lugar de enunciación desde donde
se origina su relato: un lugar letrado, aristócrata y monológico.

c)La construcción del paisaje


En los Paisajes Peruanos, el espacio debe convertirse en fuente de identidad y por ello la
futura conciencia nacional deberá partir de lo que bien podríamos denominar “imaginación
geográfica”. De esta manera, si la historia proporciona el discurso simbólico, el paisaje
pretenderá ser aquí el elemento material sobre el que se construirá la patria. No se trata, sin
embargo, de un asunto de materia sino más bien de un conjunto de representaciones
geográficas cuya función cultural consiste en proporcionar inquietudes de reconocimiento al
interior de un razonamiento estético. Este razonamiento, si bien no quiere desprenderse de la
historia, al final se disuelve en el espacio lírico y en imágenes poéticas.
Como en las famosas “silvas americanas” de Andrés Bello, los Paisajes peruanos consisten en
una apasionada celebración del territorio patrio entendido como instancia de identidad y
nacionalismo. En realidad, bien podría tratarse de un espacio que los Estados nacionales
necesitaban conocer más para controlar mejor.3 Considerado así, el viaje no dejaría de ser un
ejercicio de penetración y, por lo mismo, un recurso pragmático que uniría al conocimiento
con el poder. La construcción del paisaje no es ajena a la elucubración histórica y el viaje es
también la construcción de un archivo.
En un brillante libro, Gonzales Echevarría ha demostrado que la literatura latinoamericana ha
tenido siempre como escena básica la escena antropológica, vale decir la descripción detallada
de la heterogeneidad cultural del continente. Dicho autor explica que si en los tiempos
coloniales fue el documento legal el que cumplió la función de estructurar tal narrativa, en el
siglo XIX fueron los viajeros y sus informes quienes mejor articularon dicha necesidad. De
alguna manera, en aquel tiempo, el nuevo Estado no se conocía bien a sí mismo y la
construcción del paisaje se debería inscribir dentro de una lógica política de mayor alcance.
En los Paisajes peruanos, la construcción del espacio nacional se realiza a partir de tres
operaciones, cada una de las cuales pretende autolegitimar la representación que propone.
Estas son: conocimiento histórico, autoridad del yo enunciante y reflexión estética. El paisaje

3
Dice Porras en su prólogo: “La sierra era, en aquella época, una región disminuida y distanciada por
la falta de caminos y de una política nacional integradora, una especie de “marca” aislada y separada
de la nacionalidad, a la que no llegaban los beneficios de la economía ni de la cultura y de la que no se
recogían las perennes enseñanzas que brotan de su paisaje y de su historia” (XXIX).
es algo que se inventa, que lo produce un letrado y que se satura con un conjunto de elementos
que solamente él ha seleccionado. El paisaje se “culturaliza”, deja de ser “paisaje” y ahí
pretende leerse una historia previamente escrita. En su descripción del río Apurímac, Riva-
Agüero subraya:

Cantado por los poetas, cruzado por los incas y libertadores, testigo de las guerras y
disensiones de la conquista, eje de toda nuestra historia, inviolado por la invasión
chilena, es la gigante voz de la patria, el sacro río de los vaticinios, que naciendo entre
riscos saturados de leyendas y recuerdos, corre impaciente a dilatarse en las llanuras
amazónicas, entre las selvas vírgenes, que duermen pletóricas de futuras riquezas
(Riva-Agüero 1995: 44).

Igualmente, influido por las doctrinas positivistas, Riva-Agüero no duda en descalificar


violentamente la descripción de otros:

¡Cómo ignoraron y falsearon nuestros románticos la verdadera fisonomía del paisaje


peruano! Este foso de piedra profundísimo en el que hierve el caudal espumante de las
aguas, a nadie puede ofrecerle imágenes de juego y de blandura: es un cuadro de
salvaje belleza, de exaltación siniestra, suscitador de un sombrío frenesí (Riva-Agüero
1995: 843).

Así, no sólo se trata de construir el paisaje desde una ideología específica; se trata, además, de
autorizar la imagen propia como la única versión posible y como un solitario espacio, fuente
de verdad y sabiduría.

d) La representación del indio


Como lo he subrayado líneas arriba, Riva-Agüero casi no dialoga con nadie durante el viaje y,
si lo hace, es con autoridades públicas y nunca con los indios a los que siempre mira con
desprecio y violencia. ¿Dónde quedaría entonces el discurso del mestizaje entendido como un
equilibrio no sólo racial sino cultural y político? “La erudición –ha señalado Flores Galindo–
no le permite descubrir a los hombres que habitan esos territorios. La sierra sin indios. El
paisaje vacío” (Flores Galindo 1988: 289).
Esta constatación llama mucho la atención puesto que sus constantes apologías del pasado
incaico bien pudieran haber significado un interés mayor o, al menos, una mirada distinta de
sus supuestos herederos. Sin duda, la respuesta a esta paradoja la podemos encontrar en la
ideología del mestizaje, pero más específicamente en una de sus variantes, aquella
aristocrática, aparecida a mediados del siglo XIX y en pleno auge del centralismo limeño.
Según Méndez, ocurrió en aquellos años la emergencia de un “nacionalismo criollo” de corte
elitista y autoritario cuya principal característica consistió en una compleja operación que
alternaba la glorificación del pasado inca con un pavoroso desprecio por el indio
contemporáneo. “Incas sí, indios no”, es la frase que resume bien esta ideología y que subraya
la sustracción del componente indígena en la formación de la nación.
Por ello, muy alejados de cualquier tipo de relativismo cultural y dentro de concepciones
metafísicas y europeizadas de la cultura, los intelectuales limeños solamente se interesaron por
lo que los incas tenían de nobles y por intentar encontrar algunas semejanzas con la estética
occidental. De hecho, al escuchar un famoso yaraví andino Riva-Agüero comenta su virtud en
tanto le “hace recordar el principio de una conocida balada alemana (Riva-Agüero 1995:
231)”.
En ese sentido –y a pesar de las constantes apologías al pasado incaico–, en los Paisajes
peruanos a los indios se les niega todo tipo de subjetividad, son casi excluidos del libro y, por
lo tanto, parecieran encontrarse muy afuera del proyecto nacional que a Riva-Agüero le
interesaba sostener. Riva-Agüero nunca ve a los indios, y si los ve, éstos sólo representan la
parte menos intensa y degradada del paisaje. El indio no es aquí el sujeto de una cultura
diferente sino solamente una mancha dentro de un espacio lleno de lirismo y de color:

Oigo la misa mayor en el banco del presbiterio. En la nave baja se arrodilla la


muchedumbre indígena, maloliente y andrajosa. Hay indias ancianas, desgreñadas, de
rostros apergaminados, de misérrimos trajes que rezan con increíble fervor y a cada
instante besan el suelo. En la techumbre interior de la iglesia anidan infinidad de
pajaritos que con sus vuelos y píos alegran la ceremonia (Riva-Agüero 1995: 26).

Para Riva-Agüero el presente indígena es siempre abyecto y no hay posibilidades de


representarlo de otra manera. Por más que su ideología corresponda a la construcción el
discurso del “mestizaje”, resulta claro que siempre hay una cultura que se autonombra como
superior y que desde ahí califica y determina a la otra. Riva-Agüero llega al extremo de
animalizar a los indios comparando su mirar con el de las vicuñas o, más radical aún,
afirmando que “hay una profunda consonancia entre la huraña dulzura de los animales
indígenas y la asustadiza ingenuidad de los llamanichic niños” (Riva-Agüero 1995: 51).
Heredero de las doctrinas de Taine, Riva-Agüero asume el determinismo en su discurso y así
no duda en producir asociaciones entre el medio geográfico y un supuesto carácter de la
personalidad. El discurso decimonónico relativo a una visión jerárquica de razas se hace
patente y el intelectual limeño no tiene problemas en construir una escala donde la etnicidad
parece convertirse en un elemento crucial para el futuro establecimiento de las relaciones
sociales.

Físicamente, la raza huanca me parece que lleva gran ventaja a la quechua y la colla.
En toda la sierra peruana es de notar que a medida que se baja hacia el norte, mejora
sucesivamente la fisonomía indígena y aparece menos ruda y tosca (Riva-Agüero
1995: 193).

Al mismo tiempo, en la entrada a Vilcashuamán, cuando Riva-Agüero contempla los baños de


la nobleza incaica, no tiene problemas en elaborar un discurso higienista entremezclado con
una ideología nacionalista siempre de raigambre autoritaria y elitista.

Me ha parecido siempre singular el número de estas tinas de piedra, que se hallan en


todas las residencias de los Incas, y que en la frigidez de las serranías atestiguaban
hábitos de limpieza e instintos de higiene indudables en la aristocracia del Perú
prehispano, sorprendentes cuando se comparan con la espantosa inmundicia de los
indios y cholos de hoy (Riva-Agüero 1995: 92).

Entonces ocurre aquí un típico movimiento criollo que consiste en intentar incorporar al
“otro” dentro del proyecto nacional pero siempre subalternizado e imaginado como un ser
inferior. Frente al desconocimiento del territorio bastaba con describirlo y haber caminado a
través del él, pero frente a los indígenas parece necesario emprender un proceso de
disciplinamiento que, como sabemos, es por lo general un proceso de control y
homogeneización cultural.
Hay que recordar que sólo dos décadas antes el darwinismo social había sido una corriente de
pensamiento bastante afirmada en el país que, al proponer la superioridad de la raza blanca,
había también conseguido dar a luz la famosa ley de 1893 donde el Estado promovía la
inmigración europea a fin de “mejorar” el componente étnico del país. Como bien ha
explicado Balibar, el racismo es un componente fundamental de las corrientes nacionalistas al
punto de que no hay que entenderlo como un simple anexo a ella sino, sobre todo, como una
condición inevitable en la formación de las naciones. La ideología nacionalista impregna la
totalidad de este libro y sus consecuencias son palpables a todo nivel.
De esta manera, no es exagerado afirmar que en el libro de Riva-Agüero es la civilización la
que “produce” e “inventa” la barbarie. Son los civilizados, los letrados, los que construyen al
otro como bárbaro y ya no estamos aquí solamente ante un movimiento puramente intelectual
sino sobre todo político y colonizador. Por lo general, éste ha sido el movimiento del Estado
en el Perú y también la lógica sobre la cual se han articulado muchas de sus más difundidas
representaciones.

Consideraciones finales
¿Cómo, entonces, podemos entender hoy en día en viaje de don José de la Riva-Agüero? ¿Es
el libro el resultado final de una simple experiencia estética? ¿Es una búsqueda histórica que
finalmente es monológica y autoritaria? ¿Se trata de un viaje imperial cargado de intereses
relativos al control y al dominio social? Sin duda, muchas podrían ser las respuestas de este
tipo pero creo que las siguientes citas (una en la pampa de la Quinua, la otra en Izcuchaca)
bien pueden servirnos para esbozar un intento de conclusión:

Visité la desmantelada iglesia que fue hospital de sangre después del combate. Las
indias, encabezadas por una mujer muy ladina nos trajeron flores y frutas de regalo;
supervivencia de la costumbre incaica de presentarse a los superiores con un don, por
insignificante que sea, como símbolo de homenaje (Riva-Agüero 1995: 141).

Las mujeres con llicllas de colores, anacos descolgados y bordados, y sombreros


negros o azules con forros granates saludan sumisamente diciendo Ave María (Riva-
Agüero 1995: 176).

En mi opinión, el problema de Riva-Agüero es que como intelectual se detuvo poco a pensar


en los mecanismos de construcción de su supuesta superioridad y, sobre todo, en ese adverbio,
sumisamente, que aquí he subrayado. Por ello, sus posiciones políticas terminaron siempre por
encontrarse muy alejadas en una época en la que ya comenzaban a correr nuevos vientos.
Será entonces José Carlos Mariátegui quien por los mismos años instaurará en el Perú la
discusión sobre la dominación económica y así, finalmente, terminará por distanciar el debate
nacional de la supuesta existencia de “razas diferenciadas” y de una ideología tan etnocéntrica
como aquella que afirmaba la necesaria “educación” de las masas. Al mismo tiempo, por
coincidencia o no, los Paisajes peruanos recién aparecieron impresos en su totalidad en 1955
que (como también lo notó Flores Galindo) fue justamente el año en que José María Arguedas
publicó Los ríos profundos. Una distancia insalvable separaba ya a uno de otro proyecto. Don
José de la Riva-Agüero había muerto once años antes en la más profunda soledad y en el
extremo de una posición política reaccionaria. El Perú, para él, nunca había dejado de ser el
país de las vicisitudes trágicas.

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