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Los viejos generalmente obran y hablan en nombre de sus desengaños, de sus fracasos, que ellos
llaman experiencia, como si todos debiéramos fracasar en la vida y desengañarnos.
Vicente Huidobro, Vientos Contrarios, 1922
Quizás todo intento de refundar el marxismo debería empezar con un recuento de lo que
ha ocurrido, de lo que es posible “rescatar” del enorme naufragio, de lo que deberíamos aprender
a evitar. Debería, en suma, “aprender de la experiencia”. La opción que prefiero, en cambio,
parte radicalmente de la cruel y profunda constatación de don Vicente Huidobro, poeta y mago,
que he recogido en el segundo epígrafe: ya basta, basta de mirar la historia desde el subterráneo
indigno de la derrota.
Se podría creer que contar la historia del marxismo es necesario porque los jóvenes de
hoy ya no la conocen, porque llevan sus impulsos de cambio a ciegas, sin saber lo que ciento
cincuenta años de lucha podrían aportarles. Mi opinión, sin embargo, es que nuestro problema es
al revés: no logramos deshacernos del lastre de lo que no fue. El marxismo clásico actúa en
nosotros a la manera del síntoma freudiano, es decir, como una serie de "recuerdos" que "no
recordamos", y que se expresan en nuestras conductas, manifestando su realidad latente. Una y
otra vez la generación de la derrota trasmite su desencanto y sus resignaciones rencorosas sobre
los jóvenes, haciéndolos viejos antes de empezar. Haciéndolos viejos sin que ni siquiera lo
sepan, atrapándolos en las ideas y las formas de hacer política que fueron inventadas para
realidades que ya no existen, y que fracasaron dramáticamente.
La historia del marxismo clásico actúa en nosotros de esta manera, cuya fuerza reside en
que no sale nunca a la luz, gobernándonos desde un cierto "sentido común de la derrota", desde
una serie de obviedades, que los jóvenes repiten sabiendo cada vez menos cuál es su origen,
controlando cada vez menos si quieren vivirlas o no. Se trata de los clásicos tics en que la
izquierda clásica expresaba su neurosis, su división entre los sueños y el mundo, que reaparecen
ahora, como si viviéramos aún en esa misma historia. Los jóvenes de la Enseñanza Media
discuten de la misma manera que sus abuelos, en los años sesenta, los jóvenes en la Universidad
discuten como lo hicieron sus padres, los no tan jóvenes siguen discutiendo igual que hace treinta
años, como si el mundo no se hubiera movido un milímetro, como si no los hubiera aplastado
una y otra vez.
Palabras nuevas para las viejas ideas, ideas antiguas para los nuevos problemas, la
izquierda fósil no sabe salir de la combinatoria de ideas que le permitió legitimarse, tanto en sus
luchas heroicas, como en las dictaduras infames que gobernó. Y los jóvenes no saben salir de
todo aquello que no saben, aprendido por osmosis, de la vida política mediocre, de las nostalgias
tristonas, de las quejas que nunca ven los futuros posibles sino a través de la memoria innoble de
las derrotas.
Ya basta, ahora es necesario “olvidar” el marxismo clásico, y reinventar el marxismo. Ya
es suficiente de derrota y desencanto, ya es suficiente de repeticiones vacías de lo que nunca
ocurrió.
Para abordar esta tarea es necesario volcar toda nuestra energía hacia el futuro, hacia la
vida posible. Es necesario abandonar las cargas del pasado tristón y volver a creer que la
revolución es posible bajo nuevas perspectivas, bajo una nueva voluntad.
Pero, ¿cómo es posible olvidar aquello que no se recuerda? No se trata del olvidar
simplemente, del que se queda igual, y vuelve una y otra vez, de ese olvido que opera en
nosotros, por debajo de nuestra piel, en nuestros actos, en nuestras acciones u omisiones
políticas, sin que ni siquiera sepamos que está allí, agazapado, determinándonos. Se trata más
bien del olvidar consciente, victorioso, movido por la voluntad, en que el pasado no deja de ser,
pero nos deja libres.
Se trata, podríamos decir, de lo que la palabra "superar" quiere decir, en el lenguaje de la
dialéctica, pero que quiero enfatizar aquí como "olvido", para hacer notar el hecho de que esto,
que propongo superar, actúa en nosotros como memoria oculta, como maldición oculta,
atándonos al pasado. Esa "eterna y vieja juventud, que me ha dejado acobardado, como un pájaro
sin luz", de la que habla el tango subjetivo, pero magnificada a escala social, reapareciendo en
cada generación, como si los jóvenes ya no pudieran ser jóvenes, y estuvieran destinados a ser
viejos desde el momento mismo en que se preguntan por la política.
Quizás contar la historia del marxismo clásico podría tener hoy un sentido político
inmediato. Contar la historia de lo que debe ser superado. Hacer historia para saldar las cuentas
de una vez. Hacerla para los jóvenes, aunque ellos no tengan las deudas que nosotros tenemos, y
para que no las hereden debido a nuestra incapacidad sistemática para salir de la derrota.
Pero no. No voy a detenerme en esa historia sino para rechazarla. No voy a detenerme en
el pasado sino para afirmar la vocación del futuro. Si se trata de la revolución, los que luchan
deben aprender a no mirar atrás. El futuro, sólo la manera en que desde el presente se hace
futuro, es lo relevante. Y yo creo que hoy el problema de los que quieren vivir para cambiar el
mundo, de los que luchan bajo la voluntad de que el comunismo es posible es, como siempre, el
mismo: se trata de la revolución.
Tres son los supuestos inmediatos que requiere un esfuerzo de esta clase. Una izquierda
grande, un marxismo inventado de nuevo, desde Marx, una voluntad comunista de nuevo tipo.
Una izquierda que no es grande por el número, como es demasiado obvio, pero que debe serlo
por su capacidad para contener a todas las izquierdas. La gran izquierda como patria grande, en
que se han borrado por fin las fronteras que nos trazó el enemigo, y podemos sumar, y empujar
juntos. Un marxismo que haya asumido el dramático cambio en el mundo, la enajenación de la
voluntad revolucionaria clásica, los sutiles desarrollos de la Ciencia Social del siglo XX, y que
piense el presente desde el presente, reinventando a Marx, con su consentimiento o sin él. Una
voluntad comunista de nuevo tipo, que haya asumido la dura lección del totalitarismo marxista
posible, que sepa dar la batalla en el campo actual, por debajo de la consciencia y en ella,
erotizando la vida, pidiendo lo que el poder no puede dar, desconfiando de la comodidad
prestada de las nuevas formas de la enajenación.
Es posible distinguir claramente entre Marx, los marxistas clásicos, y nosotros, los que de
nuevo creemos que es posible ser marxista, los que creemos que el comunismo es posible. Y,
hecha esa distinción, es posible, es necesario, es urgente quizás, sacarnos de encima el bulto de
los cien años del marxismo clásico, e inventar de nuevo. Si alguien quisiera volver la mirada
nostálgica sobre sus pasos la idea sería, entonces, explicitar cuál es ese bulto, conocerlo, ponerlo
al desnudo. No para valorar, no para rescatar, no para salvar, no para redimir, no para exculpar,
sino simplemente para saber qué es necesario abandonar antes de iniciar de nuevo el viaje.
No tiene sentido llorar sobre lo que el pasado pudo ser y no fue. No tiene sentido
moralizar sobre lo que el pasado fue realmente, aunque no lo quisiéramos. Se han hecho ya
demasiadas "evaluaciones" que no hacen sino prolongar la misma lógica de la bancarrota. No se
trata de volver a "evaluar". El ejercicio debería ser más simple y, si se quiere, más cruel: se
trataría de abandonar sin más pasión que un nostálgico humor por lo que tanto se amó, y se ha
perdido. Abandonar con humor, con el humor que corroe suavemente, lo que ya ha sido
sobradamente castigado. Tan sólo una breve comedia, que nos permita despedirnos alegremente
de nuestros dioses.
Y el humor no es para nada un detalle pedagógico en todo esto. Se trata de romper con la
seriedad clásica. No para pensar más livianamente, no para flotar mejor, sino simplemente como
un preservativo, que nunca está demás, y que debiera molestar muy poco, contra el retrovirus
impenitente del totalitarismo. No más seriedad, no más derrota en el pensar. Vayamos
alegremente a dar la vida de nuevo, a arriesgarnos, a forjar la voluntad que forja a la teoría, a
forjar la teoría que requiera la voluntad. Como siempre, es la vida, nuestras vidas, lo que está en
juego en todo esto. Pero ese detalle no debería tener tanta dramática importancia. Se trata de
vivir, simplemente, de no dejarse morir en la mediocridad cotidiana. No tenemos para qué armar
tanto escándalo al respecto. Los escándalos hay que hacérselos al poder, no a nuestra autoestima
tantas veces dañada.
Pues bien, a prepararse viejo y querido Lenin, viejo incomprendido Kautsky, viejo
viejísimo Bernstein, vieja querida de siempre Rosa, porque voy a preparar el funeral
alegremente, porque me voy a reír de sus ingenuidades, porque voy a contar los errores atroces, y
las guerras grandiosas, porque voy a sacar del baúl los cadáveres de cera, para ir a dejarlos por
fin a su tierra natal, en el pasado. Me voy a la ciudad, viejos queridos, y los dejo en sus sueños
semi rurales de alianzas obrero campesinas. Me voy a las estrellas, byte a byte, por los
subterráneos de las nuevas telarañas del imperialismo, para salir a la luz, al aire al fin, en la
ciudad global, en las anchísimas alamedas del planeta, donde debe ocurrir una conmoción por fin
histórica, para que pueda terminar la prehistoria humana. Me voy al futuro, viejos queridos, no
sin antes echarles un vistazo, para ver como se quedan allí, sonriendo quizás, en sus pasados, sin
poder decirnos más que sus derrotas, sin poder enseñarnos nada para las nuestras.
Contar la historia del marxismo, en estos términos, sería el cuento inicial, de ternura y
espanto, para los que deben viajar con medios propios. Un cuento, un viejo cuento, muy dentro
de nosotros, que no hemos contado lo suficiente como para poder abandonarlo. Para quererlos
mejor, si se me permite la paradoja, otra más. Para abandonarlos mejor, de mejor manera. Para
eso se cuentan los cuentos. La belleza de tanto espanto, la oscuridad de tanta ternura, el delirio de
tanta seriedad, como escarmientos para las eternas tentaciones totalitarias de los aprendices de
brujo que, armados ahora de nuevas y mejores formas de dominio, podrían condenarnos hasta la
eternidad a la vida mediocre del burocratismo bien intencionado.
Se trata de volver a la figura del viejo Marx, volver a pensar en las claves que dejó, por lo
que tiene de simbólico, por lo que tiene de contenido, por su inmensa capacidad para reunir
esperanzas, otra vez Carlos Marx. Más allá del totalitarismo estaliniano, más allá de la
revolución industrial forzada, más bien con las armas de la crítica que con la crítica de las armas,
más allá del quejido estéril, de los cambios oportunos de opinión, de la confianza mesiánica, se
trata de repensar al viejo Marx, para que el futuro sea posible.
Muchos nos preguntan, con el tono escéptico y desencantado que impone la impotencia
histórica, de manera un poco burlona, con esa burla triste que es reírse de las propias esperanzas
perdidas: ¿por qué Marx?, cuando quizás lo que habría que hacer es simplemente vivir lo
particular o el pequeño afán local, y olvidarse de lo grande, de lo justo, de lo bueno.
Yo creo que las razones son grandes y simples, como siempre. Se trata de la razón, de la
libertad, de la justicia, de la belleza, se trata aún de los viejos fantasmas, que no recorren el
mundo como espectros, como dirán los supersticiosos de siempre que parecieran seguir creyendo
en las ánimas de sus antepasados, sino que van barriendo el mundo de entusiasmo, para el que
sepa escucharlos. No hay más fantasma en esos fantasmas que el que nosotros ponemos desde la
negatividad que nos constituye. Ya no más a la defensiva. Basta ya de ser apabullados por el
rasero simplón e ideologizado que divide entre totalitarios y liberales, entre anticuados y
modernos, entre utopistas ilusos y realistas eficaces. Salir de la melancolía llorona hacia el
entusiasmo, ir más allá de los tristes que sólo encuentran defectos en sus amigos y no se cansan
de encontrar virtudes en sus enemigos.
No lo he escrito para el pasado, sino para el futuro. Lo he escrito para una nueva moral,
no para la antigua. No escribí este libro para la mediocridad de la política que existe, sino para la
grandeza de la que podría existir. No para la falta de imaginación política de la ultra izquierda, ni
para la dramática falta de visión de la izquierda clásica. Creo que ya hay bastante experiencia,
histórica y existencial, de que los ultra izquierdistas, al igual que los histéricos, son especialistas
en destruir las cosas que aman. Hay sobrada experiencia también de que la izquierda clásica
perdió el horizonte de sus amores y sólo lucha por sobrevivir. No para estas izquierdas, entonces,
sino para la gran izquierda, que podría contenerlas a todas, que podría existir, si nuestras
voluntades y nuestras consciencias lograran coincidir con nuestros deseos. Si logramos articular
socialmente el deseo profundo de hacer un mundo más bello, de ser felices.
Estos son los términos. Nada de inocencia, bastante de humor y de distancia crítica. Nada
de escándalo hipócrita, ni drama culpógeno, bastante de claridad, al estilo de los marxólogos, y
su erudición inútil. Nada para renovar, o para poner al día, bastante audacia en cambio, para
quedarse desnudo que, después de todo, algo tendremos que mostrar... no nos subestimemos
tanto. Más bien para los jóvenes que para los viejos, más para el futuro que para el presente. Más
para la belleza y la libertad, que para hacer justicia o decir verdades. Un discurso para la
voluntad, para la nueva voluntad, y su horizonte sin orillas.
Existimos, pensamos, podemos aunar voluntades, podemos reemprender la gran marcha
hacia la libertad y hacia la vida. Volvamos a aprender en qué consiste la unidad y la diferencia
entre los hombres, hagamos que el dolor de cada hombre muera en la victoria de todos, hagamos
nuestra una vez más esa clase de libertad que no tienen los solitarios, hagámonos infinitos, que
nadie termine en sí mismo, seamos comunistas otra vez, que nuestras manos vuelvan a
vislumbrar la claridad del mundo y la posibilidad de la alegría.
¡Vivamos, aplaudamos! Quizás ha empezado un tiempo nuevo.
Este libro ha sido posible gracias a innumerables discusiones a lo largo de los últimos
diez años. Sería casi imposible mencionar aquí a las muchas compañeras y compañeros que,
queriendo tercamente mantenerse en la perspectiva de una crítica radical de la realidad
imperante, me han ayudado con sus ideas y sus críticas, con sus entusiasmos y sus erudiciones, a
desarrollar las tesis que reúno aquí, después de haberlas publicado de manera parcial, en diversos
formatos.
Debo mencionar, en primer término, a los integrantes del Taller de Teorías Críticas del
Centro de Investigaciones Sociales de la Universidad ARCIS, y a los integrantes de los diversos
programas que producen congregados en ese Centro, a los que eximo, desde luego, de la
responsabilidad de los planteamientos que desarrollo en este texto.
Han sido particularmente importantes para mí, a lo largo del tiempo, las discusiones que
he mantenido con mi buen amigo Juan Ormeño, con el sociólogo Sergio Villalobos Ruminott,
con Óscar Cabezas, Felipe Victoriano, Mauro Salazar y Miguel Valderrama.
Agradezco la paciencia de los increíbles estudiantes de mi larga serie de Seminarios
dedicados a la Fenomenología del Espíritu de G. W. F. Hegel, gracias a los cuales he podido
estudiar y discutir este texto con un detalle y una profundidad impensable para la erudición
solitaria. Como se verá a lo largo de todo este libro, ese trabajo ha sido para mí fundamental.
Agradezco las valiosas críticas, siempre acertadas, que han hecho a los borradores de este
texto, Pilar Baeza, Pablo Pérez Wilson y Manuel Guerrero Antequera. El aporte de sus saberes y
de sus sensibilidades ha sido esencial, tanto en aquellos puntos en que hemos estado de acuerdo,
como en aquellos en que, existencial o teóricamente, hemos mantenido nuestras diferencias.
Debo agradecer también a mis hijos, por la paciencia y el cariño con que han tolerado
esta manía vanidosa de creer que tengo razón, la innecesaria vehemencia con que defiendo
cuestiones abstractas, y la soberbia y precaria ilusión de creer que decir estas cosas puede ayudar
en algo.
I. ¿Qué puede ser hoy un marxismo ortodoxo?
1. El gesto de Lukacs
En 1923, en “Historia y Consciencia de Clase”, Georg Lukacs, se pregunta: “¿Qué es el
marxismo ortodoxo?”. El contexto de esta pregunta es curioso. Una poderosa heterodoxia, la
interpretación leninista, se había abierto paso a fuerza de voluntad y valentía en los complicados
torbellinos que resultan de la Primera Guerra Mundial, de la decadencia de un enorme imperio y,
como lo diría Lenin, de la existencia de un “eslabón más débil” en la cadena capitalista. Se
esperaría entonces que Lukacs defendiera un “marxismo heterodoxo”. Su gesto, sin embargo, es
muy claro: el leninismo es la “verdadera” ortodoxia.
En realidad el marxismo conocía ya la discusión entre los términos “ortodoxia” y
“heterodoxia”, o “revisionismo”. Ante la gran estabilidad política y económica del capitalismo
en las tres últimas décadas del siglo XIX, Eduard Bernstein había planteado ya la necesidad de
“revisar” las doctrinas económicas de Marx, e incluso, eventualmente, abandonar la centralidad
del pensamiento marxista e integrarlo a un conjunto más amplio de corrientes teóricas que
pudieran dar cuenta de mejor manera de lo que estaba ocurriendo. Frente a esto Karl Kautsky,
siguiendo una línea trazada originalmente por Federico Engels, se esforzaba en mostrar que las
teorías de Marx eran “sustancialmente correctas”, y lo que había que hacer simplemente era
“aplicarlas de manera creadora”. Ambas posturas, por supuesto, implicaban, o quizás suponían,
opciones políticas bastante concretas y contingentes. En estas opciones el punto crucial era el de
si el capitalismo podía ser superado a través de un proceso revolucionario, o si lo único que cabía
esperar era una ampliación progresiva de las perspectivas democráticas de que el propio sistema
era capaz, si era sometido a presiones consistentes por el conjunto de las fuerzas progresistas.
Cuando se considera el lugar de Lenin y la revolución rusa en esta polémica, tiene pleno
sentido distinguir entre “revisionismo” (según el uso histórico, el de Bernstein) y “heterodoxia”
(la de Lenin). Formalmente ambas posturas son ambas cosas. La denominación de revisionista
para una y de heterodoxia para la otra bien podría ser arbitraria, si no es por el uso histórico
establecido. El problema se presenta más bien para la postura leninista, que hizo por primera vez
un gesto que luego será característico: se empeñó en mostrarse a sí misma como ortodoxa.
Desde luego el uso establecido en el curso de esta polémica con el revisionismo reservaba
el adjetivo ortodoxo, que en buenas cuentas no es sino un argumento de autoridad, a la postura
kautskista. Con esto se tenía entonces la situación curiosa de dos ortodoxias en disputa. De aquí
el texto de Lukacs tratando de establecer entre ambas a cual podría considerarse la “verdadera”
y, dado los usos de la época, la única ortodoxia real.
Recordar esta escena, después de setenta y cinco años de revoluciones y catástrofes,
podría ser un ejercicio perfectamente inútil, si no fuese para medir nuestras cercanías y distancias
con un intento semejante.
Desde luego, la principal distancia, es que ya no creo que pueda haber una ortodoxia, ni
menos aún una ortodoxia verdadera. Cada gran pensador admite múltiples lecturas válidas, que
incluso pueden ser contradictorias entre sí, y en términos políticos la única ventaja posible de una
respecto de otras es su capacidad para decir y vehiculizar realidades concretas y efectivas.
Hay cercanías que son pertinentes en nuestro contexto: una es la pretensión política de
reclamarse como una ortodoxia válida y viable, intentando retener la fuerza simbólica de la
figura de Marx para una postura determinada, otra es el gesto de Lukacs de considerar como
realmente ortodoxa a la postura que implicara la búsqueda de un cambio revolucionario.
No es ser el único marxismo, o el marxismo correcto, lo que importa; lo relevante es
defender un marxismo posible. Una iniciativa teórica y política que dice de sí misma, clara y
consistentemente, que es marxista, para especificar luego en qué sentidos y con qué derechos
sostiene esta pretensión.
Ya la pretensión misma de querer ser marxista es hoy un hecho político. Desde luego hoy
no es obvio que sea sostenible insistir en este referente, ni política ni teóricamente. Muchos
pensadores críticos preferirían considerar al marxismo sólo como una fuente entre otras, tanto en
el ámbito reformista como en el ámbito más radical. Muchos preferirían pensar que la estabilidad
global capitalista y la derrota de los socialismos reales sólo permiten políticas reformistas. Otros
preferirían pensar que los horizontes revolucionarios ya no pueden ser globales, y deben
restringirse a la acción directa y local. Frente a ellos aún quedan, desde luego, los que preferirían
no moverse de las coordenadas básicas del marxismo leninismo, tratando de desarrollarlo y
aplicarlo “de manera creadora” a nuestra época. Y entonces estamos nuevamente en una
situación, al menos teórica, análoga a la de Lukacs.
Tal como las sucesivas derrotas de la revolución alemana son en pequeña escala análogas
a las enormes derrotas de los socialismos reales, y tal como la larga estabilidad relativa del
capitalismo posterior a la Segunda Guerra Mundial es análoga a la que enfrentó Bernstein, así
también los revisionismos, las ortodoxias y las heterodoxias posibles, se repiten en diversas
claves.
Por un lado los revisionismos reformistas, como el iniciado desde el eurocomunismo, y
llevado adelante por la renovación socialista. Por otro los revisionismos radicales y
revolucionaristas como los iniciados por Foucault, y continuados por Deleuze y Negri. Por
último la tradición marxista leninista, que no logra despegarse de la escolástica soviética en que
se formó.
Tal como Lukacs enfrentó en su tiempo al naturalismo ilustrado y al espontaneismo
anarco sindicalista, a mí me gustaría enfrentar hoy también a dos términos simétricos: la
escolástica soviética del materialismo dialéctico y sus secuelas, más o menos marxistas
leninistas, por un lado, y la larga saga academicista, y algo grotesca, del estructuralismo y sus
muchas secuelas post estructuralistas, por otro.
Por supuesto la escolástica soviética está enterrada, y con justicia, sobre todo por lo que
representó como legitimación imposible de las dictaduras infames y totalitarias que se llamaron a
sí mismas socialistas. Y aunque la bancarrota de la Tercera Internacional sea aún más drástica y
dramática que la de la Segunda, muchos de los argumentos en este libro están dirigidos en contra
de este tipo de marxismo, que ha sido el único marxismo real y efectivo. Pero mi ánimo no es
hablar en nombre del marxismo que fue, sino de un marxismo posible, de uno que podría ser.
Hoy día muy pocos estarían dispuestos a defender esta tradición, al menos sin importantes cuotas
de autocrítica y revisión. El problema que considero más importante no es el de saldar cuentas
con el pasado, que ya de eso tenemos una larga historia de dramáticos masoquismos, sino más
bien pensar en el futuro posible.
Lo que actualmente se suele entender por marxismo en el campo intelectual, en cambio,
es un espacio cerrado y trabado por el academicismo estructuralista y post estructuralista. En este
campo es posible distinguir cuatro líneas de desarrollo que han desplazado casi completamente a
la rica discusión marxista, en que coexistían diversas tradiciones intelectuales, en los años 50 y
60.
Una es la perspectiva radical que se funda en la asociación del marxismo con la
combinación Derrida - Deleuze, que implica la valoración de Foucault, W. Benjamin, A. Heller,
F. Jameson, A. Callinicos, y que protagonizan Deleuze, Guattari y Negri, con el fondo general
Derrida - Heidegger.
Otra es la perspectiva reformista que se funda en la asociación del marxismo con la
combinación Derrida - Rorty, lo que implica la valoración de Lacan, el giro lingüístico, el
individualismo metodológico, y que protagoniza sobre todo Ernesto Laclau.
Otra es la asociación, más directamente marxista, con el individualismo metodológico, la
teoría de la acción racional, y el realismo crítico, en torno a la cual se han movido los teóricos de
Monthly Review, de New Left Review, y los marxistas analíticos, como G. Cohen, J. Elster, J.
Roemmer y Frederik Olin Wrigth.
Otra son las interminables secuelas althusserianas, post althusserianas y post maoístas, en
Francia, con su valoración de Foucault, Lacan, también Heidegger y últimamente Rorty, como
en el último Poulantzas, en Alain Badieu, o en los lacanianos de izquierda.
Cuatro líneas de desarrollo teórico que, a partir de su dependencia común del
estructuralismo y de su crítica, han llegado a constituir un presente del marxismo que ha
desplazado casi completamente, a la manera de un paradigma kuhniano, las otras formas de la
discusión marxista que circulaban en los años 50 y 60, como el marxismo humanista francés de
Sartre, Lefebre, o el primer Gorz, el marxismo historicista inglés, a la manera de Anderson o
Thompson, el marxismo humanista yugoslavo de Markovic, Petrovic y Vraniki, o las teorías
latinoamericanas de la dependencia.
Un desplazamiento teórico tal que el mundo académico se ha llenado de “obviedades”, de
usos establecidos y petrificados para los términos teóricos, de discusiones que habría que dar y
otras que no tendría sentido dar. Un predominio establecido en las problemáticas y el lenguaje
que hace que haya que estar dando explicaciones a cada paso, cada vez que se quiere pensar algo
diferente, o peor, cada vez que no se aceptan los sinónimos rápidos y estereotipados que “se
suponen”, frecuentemente con un apoyo teórico extremadamente débil.
Pues bien, no hablo desde este presente dominante de la discusión académica marxista.
Quiero apartarme radicalmente de este paradigma y proponer otras bases teóricas a las que, en
virtud de una voluntad política que debería ir quedando explicitado a lo largo del texto, quiero
llamar “ortodoxas”.
Para entender, al menos de manera inicial, el por qué de este rechazo del marxismo
académico dominante puede ser útil comprobar que, desde horizontes teóricos que en principio
podrían aparecer como muy alejados, como Heidegger y Wittgenstein, o Derrida y Rorty, o
Foucault y Althusser, se ha producido un movimiento convergente en torno a una radical crítica
al marxismo clásico que llevó a muchos teóricos simplemente al abandono del marxismo, y a la
mayoría al abandono de una perspectiva revolucionaria global.
Se puede decir, en general, que la tradición estructuralista y post estructuralista hizo una
crítica radical, en primer lugar, al reduccionismo económico. Una crítica que fue desde criticar la
idea de determinación económica sobre toda política y toda ideología hasta el extremo de
abandonar el análisis económico del presente como algo significativo, o resignificarlo de manera
completamente especulativa.
Hizo una crítica radical, en segundo lugar, al fundamento filosófico del marxismo
clásico. Una crítica que fue desde criticar al materialismo dialéctico cienticista hasta el abandono
de toda idea totalizante, ontológica, e incluso sistemática.
Hizo una crítica radical, en tercer lugar, a todo intento por construir una teoría global de
la historia humana. Una crítica que fue desde poner todo el énfasis en el análisis de la acción
concreta y la situación particular hasta la reducción de toda política a la situación local, e incluso
a la acción individual.
Se practicó, en cuarto lugar, una oposición radical a poner como fundamento de la acción
una teoría ontológica del sujeto, del poder, o del conflicto, reduciéndose sujeto a subjetivación
singular, poder a relación de poder local, y conflicto a oposición local y parcial.
En general, contra la “metafísica” y el “economicismo”, contra las pretensiones
globalizantes y sistemáticas, bajo la sospecha de encubrir tendencias totalitarias.
Es de todo este campo intelectual estructuralista y post estructuralista, y su fanfarria
académica tan misteriosamente campeada por Heidegger y el individualismo, que quiero
distinguir y separar mi reflexión, para reinventar un marxismo ortodoxo.
Marxismo ortodoxo significa, en este contexto, por un lado, saltar por sobre cien años de
marxismo naturalista y cienticista, y echarlo simplemente al hoyo, donde merece estar, para ir
directamente a Marx y empezar de nuevo. Simplemente abandonar toda la tradición 1880 - 1980,
desde Engels hasta el primer Althusser, y tener el valor de pensar desde hoy hacia el futuro,
desde el comunismo posible, y no desde la derrota.
Marxismo ortodoxo significa también, por otro lado, recuperar las intuiciones básicas
presentes en Marx y razonar por analogía para entender el presente. Una operación analógica en
que siempre el término presente impere sobre el del pasado, de tal manera que se trate de
entender lo nuevo como nuevo, y no simplemente como repetición o prolongación. Un ejercicio
en que la analogía sea un instrumento heurístico, de ninguna manera probatorio, y en que cada
vez que resulte un desacuerdo con Marx, peor para Marx, ya que lo relevante es nuestra visión
sobre nuestros problemas, y el texto de Marx sea sólo un instrumento, una guía provisoria, por
muy poderosa que resulte. Esta es la ecuación que quiero recoger con la expresión paradójica
“reinventar” el marxismo. Se trata del marxismo, por un lado, porque creo que hay en la obra de
Marx poderosas ideas que pueden servir de guía al examen del presente; se trata de “inventar”,
por otro lado, porque lo relevante es el presente, y no Marx.
Sostengo que es posible expresar esas intuiciones básicas presentes en la obra de Marx a
través de un conjunto mínimo de principios que operen como el centro firme de la heurística de
un programa de investigación. Según estos principios mínimos creo que hoy es ortodoxo:
- plantear que la política es eminentemente acción colectiva, con aspiración global. No
basta con afirmar la centralidad de la política, es necesario afirmar que los actores fundantes del
espacio político son siempre colectivos que se pueden entender como sujetos. Es necesario
afirmar que la vocación de esos sujetos es constitutivamente universalista. Y esto implica afirmar
que la categoría de sujeto, entendida de manera no cartesiana, tiene pleno sentido1;
- plantear que el análisis económico es central en la comprensión de los procesos
sociales. Un análisis económico que no se convierta en reduccionismo causal, que examine los
cambios en los procesos del trabajo, de valorización y reproducción del capital. Un análisis que
procure ampliar la categoría de lo económico hasta incluir en ella a lo social;
- plantear la relevancia del concepto de clase y de lucha de clases. Un concepto en que las
clases sociales sean entendidas como sujetos, en que lo social sea entendido como antagonismo.
Un concepto que procure entender la ligazón de los modos de pensamiento con el proceso social
del trabajo2;
- plantear una fundamentación filosófica capaz de expresar la idea de producción humana
como universalidad diferenciada. Una fundamentación capaz de contener una lógica que supere
1 En una filosofía de tipo hegeliana el sujeto es más bien un conjunto de acciones, un campo transindividual, una
situación histórica (todas estas cosas a la vez) que una consciencia, o un individuo, o un cuerpo. Más adelante, en la
sección “Cuestiones de Fundamento”, se abunda más en esta noción, y su utilidad para el marxismo posible que
propongo.
2 En la sección “Cuestiones de Fundamento”, hago una diferencia entre “modos de producción” y “formas generales
del trabajo”, y postulo que éste último concepto, que describe las formas efectivas del proceso social del trabajo, es
el que puede ponerse en conexión con la idea de “Ideología” y, en ella, con los modos del pensamiento social.
la tendencia puramente analítica de la racionalidad científica;
- plantear una radical democratización del lenguaje y del saber, criticando la idea de
vanguardia, criticando la profesionalización del saber y de la acción política, criticando la
diferencia entre expertos y legos.
Si estos son los principios mínimos que queremos retener como “ortodoxos” entonces
podremos apelar al conjunto de los textos de Marx, sin privilegiar, por ejemplo, El Capital o, a la
inversa, los Manuscritos. Resultará por lo mismo irrelevante la diferencia entre un supuesto
“joven” Marx y un supuesto “viejo” Marx. Lo único importante será intentar recoger los
lineamientos principales de sus textos que puedan servirnos para construir una teoría coherente
de nuestra situación.
En el marxismo que me interesa desarrollar esos lineamientos son principalmente su idea
de la historia humana, su crítica de la enajenación, su crítica de la economía capitalista, su
radicalidad política.
Lukacs pensó que era posible encontrar un “método” en la obra de Marx, entendiendo
método, por cierto, en sentido hegeliano. Teniendo presente la extensa retórica en torno a la idea
de método que se ha producido a lo largo del siglo XX, yo prefiero desconfiar. Me basta con el
uso heurístico de la analogía y con la defensa del conjunto mínimo de principios que he
planteado para atribuirle a mi intento el adjetivo de “ortodoxo”. Pero, en realidad este no es sino
un adjetivo polémico y retórico. Lo que me importa realmente no es la discusión, en el fondo
trivial y estéril, sobre ortodoxia y heterodoxia. Me importa, más bien, el sentido político que
pueda tener hoy el ponerse en una postura que quiera llamarse de esta manera.
Y en cuanto a ese sentido político puedo ser explícito. La idea de llamarse “ortodoxo”
tiene dos objetivos políticos básicos. Uno es defender el enorme valor simbólico que ha
significado el horizonte marxista a lo largo de este siglo. Mantener, potenciar, la fuerza de su
voluntad utópica, de su voluntad de transformar global y revolucionariamente el mundo. Otro es
contraponerse expresamente a las muchas “heterodoxias” que han derivado de la tradición
estructuralista, y a las circunstancias y efectos políticos que las han acompañado.
Aparte de estas dos terquedades, no menores, este adjetivo, como ningún otro, no es
realmente relevante. Lo importante es el contenido, los principios, que quiero formular tras él. Y,
en otro sentido, ahora considerando otros sentidos políticos posibles, lo que esos contenidos
quieren configurar puede ser visto más bien como un marxismo de nuevo tipo, que resulte
adecuado a las nuevas formas de dominación y de lucha.
En esta operación, sin embargo, está implícita otra distinción teórica y política, pero por
sobre todo histórica, entre tres términos: la que habría entre Marx, los marxistas y nosotros.
3 La distinción entre “kautskistas”, “leninistas” y “consejistas” proviene de la convicción de que hay muchos
marxismos posibles. Hay una diversidad caracterizable en el plano filosófico, en el plano político, y en muchos otros
ejes. En este caso se trata de la diversidad de concepciones acerca del carácter del partido, de la revolución, de la
transición hacia el socialismo, del valor de la democracia y la legalidad, que se puede encontrar entre los marxistas
inspirados en Kautsky, Bernstein, el austromarxismo, por un lado, luego los que han seguido las ideas de Lenin, bajo
la forma que les dio el marxismo soviético y, por último, el conjunto de colectivos inspirados en Rosa Luxemburgo
y Anton Pannekoek en una época, o agrupados como trotzkistas o como guevaristas en otras.
horizonte teórico de la Ilustración. Se equivocan los críticos que lo asimilan a una Ilustración
politizada o, al revés, a un Romanticismo politizado. Estos juicios quizás son pertinentes para
retratar a la tradición marxista, desde Engels en adelante, pero siempre son inadecuados para
abordar el pensamiento de Marx. La tesis que me importa defender en este punto es que de la
obra del Marx se puede derivar toda una filosofía política que está más allá de la dicotomía
simple, y perfectamente moderna, entre Ilustración y Romanticismo. Operación que, en cambio,
sólo puede hacerse con muy contados marxistas posteriores.
Marx vivió en la época de la plena hegemonía política, económica y cultural europea, en
que la revolución era un bello y lejano sueño. Los marxistas tuvieron que vivir el cerco
económico, político y cultural de la hegemonía de los Estados Unidos, prolongada sobre Europa,
omnipresente en formas cada vez más articuladas del mercado mundial, en que la revolución fue
muy frecuentemente un espacio de pesadillas de improvisación, urgencia y violencia, en
realidades culturales, políticas y económicas que no estaban contempladas en absoluto en los
cálculos de Marx.
El mismo Marx vivió, durante su largo exilio, el primer y quizás más importante fracaso
de la revolución que postulaba, que nunca asumió, y la tradición marxista continuó tercamente
con esa omisión: el "fracaso" de la revolución inglesa. Y es necesario poner la palabra "fracaso"
entre comillas, porque, en realidad, la cuestión fue mucho más grave y profunda: simplemente a
nadie se le ocurrió hacer una revolución comunista en el país capitalista más avanzado del
planeta. Este "fracaso", largamente omitido, tantas veces eludido a través de hipótesis ad hoc, o
de variantes teóricas forzadas por las situaciones políticas inmediatas, es la gran anomalía que
preside el desarrollo de la teoría marxista después de Marx. Y, de una u otra forma todos los
fracasos posteriores, en Alemania en los años veinte, y en el campo socialista como conjunto por
fin en los años ochenta, pueden ser vistos desde ese gran enigma inicial. E incluso, toda la serie
de "triunfos" del marxismo en realidades periféricas que van desde la precaria Rusia, pasando
por países como Bulgaria, Albania, o incluso Etiopía y Angola, no hacen sino mostrar, a través
de su reverso, el mismo gran enigma.
Es cierto que la mayor parte del desarrollo teórico del marxismo en el siglo XX ha girado
en torno a las revoluciones triunfantes que, heroica y titánicamente, los marxistas pudieron
lograr. Pero es casi igualmente cierto, al revés, que todo ese desarrollo teórico puede ser visto
como una larguísima serie de hipótesis ad hoc que prolongan al marxismo, a través de sus
triunfos aparentes, omitiendo su fracaso fundamental.
Después de una afirmación tan dramática, y dado que los que quieren seguir siendo
marxistas suelen tener los nervios algo alterados actualmente, sobre todo después de la caída del
muro, se impone aquí un pequeño paréntesis, más subjetivo que teórico, para calmar ansiedades
prematuras, o alegrías infundadas. Lo que quiero sostener como resultado de estas conjeturas y
argumentos, es que el comunismo es posible, y que tiene pleno sentido ser marxista hoy día, y
por bastante tiempo más. Para los que quieran vigilar este texto desde el punto de vista de la
consecuencia revolucionaria, actitud tan típica de la mentalidad estalinista, y tan extendida aún
entre los más furiosos anti estalinistas, sepan que creo que el comunismo es posible. Creo que del
fracaso del marxismo clásico no se puede inferir sin más la falta de viabilidad del marxismo
como conjunto. Es posible un marxismo de nuevo tipo, que reinvente su impulso revolucionario
original. Para que sea posible es necesario deshacerse del marxismo clásico, tanto de su larga
cadena de triunfos pírricos y paradójicos, como de sus fracasos profundos y nunca asumidos.
Marx no alcanzó a dimensionar, a lo largo de su vida, la progresiva emergencia de la
democracia liberal moderna, de la "opinión pública" y de las masas del siglo XX. Cuando se
acercó a estos fenómenos desconfió abiertamente, con un olfato visionario, de sus contenidos
reales, y sospechó explícitamente la posibilidad de su corrupción por los poderes capitalistas.
Los marxistas, en cambio, han vivido todo el siglo XX atrapados entre el auge de las
democracias, reales o ficticias, con su enorme poder de integración social, sostenido en la
ampliación progresiva de la capacidad de consumo, y las realidades periféricas de la opresión
brutal, de las dictaduras criminales, en las que se han incubado las revoluciones triunfantes, a
partir de la indignación incontenible de los pobres de la tierra, o de los obreros sometidos a sobre
explotación.
Marx no alcanzó a verse enfrentado a este problema. Los marxistas, simplemente, nunca
supieron qué hacer con la democracia. Obligados a vivir la revolución como dictadura militar,
por el cerco capitalista, por las necesidades internas de los procesos de revolución industrial
forzada, no encontraron nunca las fórmulas que permitieran conciliar revolución y democracia, y
oscilaron permanentemente entre la participación reformista en los auges democráticos, y el
enfrentamiento militar a las situaciones de cerco u opresión. No veo en esta oscilación un error, o
una falta de agudeza teórica. Simplemente hay allí un dato de la realidad. Y es importante no
eludirlo nuevamente a través de hipótesis ad hoc, o de teorías extraordinarias acerca de la
"democracia". La tradición marxista se educó muy profundamente, obligada por la realidad
circundante e interna, en el totalitarismo político, y es necesario mirar esta realidad a la cara y
decidir qué vamos a hacer respecto de ella. Como mínimo, y para retener un poco la enorme
hipocresía con que el pensamiento político común trata este punto, es necesario decir que no veo
en esta realidad flagrante una característica propia, o intrínseca, del marxismo. Toda la
modernidad está impregnada de esta profunda vocación totalitaria. Hay un nexo profundo entre
totalitarismo e industrialización clásica que es visible en todos los procesos de industrialización,
y que sólo la hipocresía política podría asociar como exclusivo del estalinismo, pasando por alto
el fascismo de la industrialización japonesa, el nazismo industrializador alemán o, incluso, el
totalitarismo presente en la industrialización inglesa, cuya "democracia" fue censitaria, y
discriminadora hasta épocas mucho más recientes de lo que los oportunistas quisieran reconocer.
c. Marx
Hoy, cuando ninguna de nuestras certezas clásicas puede darse por obvia, es necesario
volver a preguntarse por qué es necesaria la revolución. Debemos volver a preguntarnos si la
revolución es posible. Y estos son dos problemas distintos. Muy bien podría ocurrir que la
revolución sea muy necesaria pero, simplemente, no sea posible. Ninguno de estos dos
problemas puede darse hoy por evidente. ¿Por qué habríamos de querer la violencia?, ¿por qué
no intentar ampliar el horizonte democrático desde dentro?, ¿por qué querer ir nuevamente a la
guerra que hemos perdido tantas veces? Nadie va a la guerra hasta que no tiene poderosas
razones para hacerlo. Los pueblos no van a la guerra incluso en condiciones de extrema miseria y
explotación, hasta que no haya una alternativa que les permita pensar que el futuro puede ser
mejor. Hoy, cuando el sistema de la comunicación social es capaz de manejar ampliamente las
expectativas, ¿por qué habrían de creernos que nuestra guerra sí que es la paz del futuro y, en
cambio, la perspectiva real, o incluso ficticia, pero sentida, del consumo, no es un futuro mejor o,
al menos, menos incierto?
Para pensar directamente desde Marx es necesario preguntarse una vez más por qué a él
le pareció que la revolución era necesaria, y por qué le pareció que era posible, y comparar sus
cálculos con nuestra situación.
Propongo, como tesis, que Marx pensó que la revolución era necesaria por la evidencia
objetiva de los efectos del capitalismo, es decir, la pobreza, la deshumanización, la ruptura con el
mundo natural, pero que siempre ligó estos efectos a una condición más profunda y central: la
enajenación. Su razonamiento siempre discurre primero en torno a la enajenación y, como
consecuencia, en torno a la pobreza. Esto puede verse, por ejemplo, en su duro repudio a las
políticas filantrópicas, o a las meras políticas de reivindicación económica o social.
Marx piensa a la enajenación como un problema objetivo, como una situación histórica
que trasciende las voluntades o las consciencias de los actores, es decir, la piensa como algo
global, estructural, intrínseco al sistema capitalista, de tal manera que sólo aboliendo el conjunto
del sistema puede resolverse realmente. En el caso del capitalismo la enajenación se expresa en
el mecanismo de extracción y apropiación privada de la plusvalía que, desde luego, no puede
resolverse caso a caso, o aliviarse con mayores cuotas de participación en el producto por los
trabajadores, porque es una construcción histórica que está protegida muy densamente por todo
el sistema jurídico, político e ideológico que llama "dictadura de la burguesía". Las diferencias
entre lo legítimo y lo ilegítimo, lo sano y lo enfermo, lo permitido y el delito, la honradez y la
sinvergüenzura, están todas concebidas históricamente en torno al hecho esencial de la
apropiación de la plusvalía. La conversión de todo trabajo humano al equivalente universal y
abstracto "dinero" es la forma eficaz y aceptada en que opera un sistema cuya profundidad, en
los hechos sociales, en las consciencias, en el pensamiento y la acción, es de tal envergadura que
sólo puede ser llamado "dictadura", independientemente si es una dictadura militar o una que
practique las formalidades democráticas.
Marx pensaba que sólo una "dictadura revolucionaria del proletariado" podía terminar
con la dictadura de la burguesía. Y en más de una ocasión consideró que esta era en el fondo la
única idea que le pertenecía realmente a él en el conjunto de su obra. La cuestión esencial, más
allá de si esa dictadura del proletariado es de tipo militar, o se consigue a través de la
democracia, es qué contenidos podría tener. Más allá de derrocar la dictadura de la burguesía,
Marx pensaba que la revolución tenía que superar los efectos objetivos que había producido, es
decir, la pobreza, el atraso, la desigualdad. Pero, más allá, la cuestión esencial es siempre la
enajenación. Superar la enajenación requería, en su pensamiento, superar al menos el mecanismo
desde la cual operaba, es decir, la apropiación privada de la plusvalía, por lo que propuso que la
producción estuviese en manos de los productores directos o, en general, que hubiese control
democrático sobre el modo de producción.
Pero Marx propuso también cuál era el contenido radical que debe esperarse de una
revolución comunista, y éste no es sino la superación de la división social del trabajo. Es sólo
ésta radicalidad la que permite llamar "revolución" a la revolución comunista: la autoproducción
humana sin la mediación de la mercancía o, en general, sin la mediación de ningún fetiche. El
reconocimiento humano en una objetivación universal, diferenciada y reconciliable4: el trabajo
libre.
Es necesario en este punto especificar qué es lo que puede entenderse por "revolución".
Aunque, en general, el contenido de esta palabra refiere a un cambio en el modo de vida, a un
proceso de auto producción humana, a una expresión de la libertad, puede usarse, sin embargo,
para procesos de distinta extensión y distinta profundidad, de tal manera que sólo la máxima
extensión, y la máxima profundidad, abarcan realmente a su concepto.
En extensión quizás pueda hablarse de "revoluciones" locales, sociales y globales. Hay
casos en que los cambios radicales en las comunidades o, incluso, en los individuos, pueden
llamarse revolución. Este es, desde luego, el sentido que más les gusta a los reformistas. Puede
hablarse, sin embargo, de revolución social cuando toda la sociedad está involucrada. Es el caso
de las revoluciones en el capitalismo, como la Revolución Francesa, o la Gloriosa Revolución
Inglesa. Pero sólo tenemos el sentido fuerte y propio del término cuando hablamos de una
revolución global, de algo que le ocurre al capitalismo como sistema, como la revolución
industrial, o la revolución socialista.
En profundidad, por otro lado, hay revolución cuando hay cambios en las formas del
trabajo, como en las revoluciones tecnológicas premodernas, que abren la división del trabajo,
ejemplarmente, la revolución agrícola. Más allá, hay revolución cuando le ocurre un cambio a la
forma del trabajo, y ese es el contenido esencial de la revolución industrial moderna, que puede
ser vista como la autoconciencia de las fuerzas productivas. Pero sólo tenemos el sentido fuerte y
propio del término cuando ocurren cambios en la forma general de la vida, es decir, cuando lo
revolucionado son las relaciones de producción, más allá de los cambios en las fuerzas
productivas, es decir, cuando hay revoluciones políticas. Las revoluciones burguesas implican ya
un grado de consciencia de las relaciones sociales, y con ellas empieza, en sentido propio, la
política. Pero sólo la autoconciencia de las relaciones sociales, es decir, sólo el ejercicio social en
que los hombres descubren que son ellos mismos los autores de los cambios históricos, y dejan
de atribuírselos a Dios, o a alguna raíz natural, puede ser llamado, propiamente, política. La
4 Una de las críticas más frecuentes al marxismo desde los años 50 es a la idea de que en el comunismo se
superarían todas las contradicciones, y se llegaría a una sociedad completamente reconciliada. Teóricos como Lefort
y Castoriadis sugirieron que era desde esta pretensión, esencialmente inalcanzable, de donde se originaba el carácter
totalitario del marxismo real. Para el argumento central de este libro, sin embargo, es esencial sostener que el
comunismo es posible, y que su realización no implica ni una paralización de la historia, ni una transparencia total
de las relaciones sociales. Por esto distinguiré, más adelante, entre extrañamiento y enajenación, con el objetivo de
sostener que en el comunismo se superará la enajenación, pero que el extrañamiento en cambio es una dimensión
constitutiva de las relaciones sociales. Esta distinción crea una sutil diferencia entre los términos “reconciliado” y
“reconciliable”. Lo que sostengo es que las diferencias entre los seres humanos en el comunismo serán
reconciliables, aunque aparezcan una y otra vez. Voy a rechazar en cambio la idea de que se pueda llegar a una
sociedad completamente reconciliada, si se entiende esto como un estado general, homogéneo y permanente.
Revolución Rusa, al menos en su horizonte bolchevique, es la primera expresión real de esta
soberanía de lo humano, por sobre, incluso, de la naturaleza. También las revoluciones
burocráticas pueden serlo.
O, en resumen, ¿por qué es necesaria una revolución comunista?: porque sólo la
superación de la división social del trabajo puede crear el espacio en que la reconciliación
humana sea posible, en que sea posible el trabajo libre, el control democrático de la producción
por los productores directos, en que ya no haya enajenación.
Desde luego una exigencia tan radical hace inaplazable la segunda pregunta: ¿es posible
una revolución como ésta, de tal envergadura, de tal profundidad? ¿Cuál era el cálculo de Marx?
Marx creyó que la revolución comunista era posible, en primer lugar, en virtud de las
contradicciones estructurales que él veía en el sistema capitalista. La anarquía del mercado, en
que cada productor no sabe qué van a producir los otros, y la competencia como forma e intento,
siempre frustrado, de reducir la anarquía; la tendencia a la baja en la tasa de ganancia, y la
competencia tecnológica y la súper explotación como intentos, siempre frustrados, de revertirla;
la tendencia a crisis de súper producción como efecto de la disparidad entre el crecimiento en la
oferta de productos y el lento crecimiento de la capacidad de consumo, producido por la
tendencia a mantener los salarios en el nivel mínimo posible. En "El Capital" mostró el ciclo de
competencia anárquica, baja en la tasa de ganancia, crisis de súper producción, quiebra general, y
nueva competencia anárquica que, en su opinión, iría agravándose cada vez más, hasta llevar al
colapso del sistema.
Marx creyó que la revolución comunista era posible, en segundo lugar, por la formación
de una clase universal, cuya liberación implicaría la liberación de toda la humanidad: la clase
obrera. Por una parte la producción se habría socializado de manera objetiva, es decir, se habría
alcanzado un grado de muy alta división del trabajo, y de máxima interdependencia de todos los
trabajos. Por otra parte las contradicciones de clase se habrían simplificado, en la medida en que
todo trabajo ha sido reducido al intercambio mercantil, quedando sólo los propietarios de los
medios de producción ante los asalariados, "que sólo tienen sus cadenas para perder", es decir,
que estarían unidos entre sí por la máxima enajenación posible. Por último, estos obreros ejercen
de hecho, y podrían dominar la división social del trabajo, hacerse cargo de ella, reapropiarla.
Todas estas condiciones son las que pueden llamarse "surgimiento de una clase universal".
Marx creyó, en tercer lugar, que la revolución comunista era posible porque ha surgido la
consciencia que puede articular a esta clase universal como una voluntad, es decir, porque ha
surgido una teoría revolucionaria, que es expresión de la autoconciencia de las relaciones
sociales, que sabe que son los hombres mismos los que hacen y pueden cambiar la historia.
En resumen, el agravamiento de las crisis estructurales, la conformación de una clase
universal que puede hacerse cargo de la división social del trabajo y que no tiene nada que
perder, como condiciones objetivas, y la articulación de esa clase como una voluntad
revolucionaria, gracias a una teoría que lleva esa objetividad a la consciencia. O, también, una
revolución comunista resultante de un proceso objetivo, estructural, consciente, movido por una
voluntad: una revolución propiamente política.
d. Marx y nosotros
La distancia entre los marxistas clásicos y nosotros es ya, desde luego, una distancia
respecto de Marx. En este punto, sin embargo, lo que quiero considerar es, directamente, cómo
los cálculos básicos de Marx, y sus consecuencias políticas, se han alterado, y cuál es la
continuidad que nos permitiría creer que aún es posible pensar desde su obra.
De manera breve, las principales diferencias de la situación actual con la lógica expuesta
en el apartado anterior son tres. La primera es la amplia capacidad para regular las crisis cíclicas
que tiene un sistema en que la competencia se ha hecho cada vez más ficticia, o se ha convertido
en un mero recurso de potenciación al interior de las mismas compañías y conglomerados
transnacionales. Una capacidad de regulación que es aumentada por la enorme inflación del
sector financiero y especulativo en la economía mundial, lo que implica que puede haber crisis
con gigantescas pérdidas de capital de papel sin que necesariamente se expresen en trastornos a
gran escala de la vida social. Y, también, una capacidad de regulación cuya base objetiva es la
casi completa compenetración del capital transnacional, que pierde sus bases nacionales clásicas,
y se deja dirigir por organismos de negociación a nivel global, que reparten cuotas de mercado y
territorios, sin grandes conmociones ni, menos aún, crisis ínter imperialistas, ese viejo sueño
leninista, que ya no ocurrirá nunca más.
La segunda gran alteración es el aumento objetivo, tanto en sentido absoluto como en
sentido relativo, de los niveles de consumo y los estándares de vida en sectores muy importantes
de la población mundial, en particular, precisamente, entre los trabajadores integrados a las
ramas más dinámicas de la producción altamente tecnológica. Justamente los trabajadores de los
sectores más dinámicos de la producción, es decir, aquellos que, eventualmente, podrían hacerse
cargo y dominar la división social del trabajo, ya no tienen "sólo sus cadenas para perder",
cuestión que altera sustancialmente el cálculo que se puede hacer sobre sus opciones políticas. Es
cierto que nunca en la historia hubo tantos pobres, tan pobres, como ahora. Pero un dato más
significativo que éste, y que es permanentemente omitido por el cálculo marxista, es que nunca
en la historia, por otro lado, tanta gente había tenido estándares de vida tan altos, sostenidos, y
con amplias perspectivas de crecimiento, como ahora. Y ésta es una poderosa fuerza
estabilizadora de la política, que desafía todo intento de pensamiento radical.
Pero, en tercer lugar, la fuerza de estabilización objetiva que representa el aumento en los
niveles de vida, se ve reforzada por la amplia capacidad tecnológica para intervenir directamente
la consciencia, y la voluntad posible, desde el sistema de comunicación social. Esta capacidad
extiende la fuerza estabilizadora incluso a los sectores que consumen menos, pero que están
constantemente bajo el peso de las expectativas, reales o ficticias, realizables o demagógicas, con
una enorme fuerza para determinar patrones de conducta política integracionista y
colaboracionista. Aún en situaciones de extrema pobreza, los pobres actuales tienden a
comportarse políticamente como si consumieran, como si el consumo estuviese al alcance en un
tiempo razonable, con un esfuerzo razonable.
Y eso es más que suficiente. No se va a la guerra sólo por la consideración de la miseria y
la opresión actual. El cálculo siempre es más sutil: se va o no se va a la guerra según las
expectativas de vivir mejor o no que puedan encontrarse después de ella. Y la pregunta crucial,
entonces, es: ¿por qué razones los pobres habrían de escoger el camino riesgoso de la revolución,
con su fracaso tan ampliamente publicitado y remachado, si siempre es posible esperar algún
beneficio, algún ascenso en la situación actual? Se podrá demostrar una y mil veces que los
excluidos, que los marginados, tienen cada día menos probabilidades de que se cumplan sus
esperanzas, pero la demostración teórica no es suficiente: caerá una y otra vez en el espacio de
enajenación que los medios de comunicación y el consumo objetivo de los integrados pueden
crear en las bases mismas del aparato psíquico de los más pobres.
Ante un panorama como éste, ante la posibilidad de que la enajenación sea vivida en
plena abundancia, contra todo pronóstico ilustrado, incluido el del propio Marx, ante la
posibilidad de que la enajenación de los integrados se refleje incluso en la consciencia y
conducta política de los excluidos, es necesario pensar radicalmente, una vez más, las dos
preguntas cruciales anteriores: ¿por qué es necesaria una revolución, hoy?, ¿por qué se puede
esperar que sea posible en algún plazo razonable?
e. El reformismo
Desde luego hoy la revolución es necesaria, en primer lugar, también por las razones
básicas que Marx pensó, es decir, por los efectos objetivos de pobreza extrema e inhumana que
el sistema produce intrínsecamente, en virtud de la dinámica de su crecimiento. Pero hoy éste
problema es doble, y doblemente grave, respecto de los tiempos de Marx. Es doble porque frente
a la extrema pobreza, y a la marginación radical, está el consumo masivo y la integración
cómoda, mientras se alza cada día una barrera más grande entre ambos. No es esperable que los
marginados sean progresivamente integrados a un sistema que requiere cada vez menos
trabajadores, aunque requiera cada vez de más consumidores. En los cálculos de crecimiento del
capital regulado por el poder burocrático fácilmente sobran unos dos mil millones de pobres. Y
la política hacia ellos se irá tornando cada día simplemente más criminal. Los pobres extremos
serán simplemente exterminados. La guerra fratricida, las políticas compulsivas de control de la
natalidad, las pestes, terminarán poco a poco, pero siempre con más rapidez de la que los
filántropos quisieran, con un tercio o más de la población del planeta. Y esta política,
objetivamente homicida, sólo puede ser revertida por el intento humanista radical de una
revolución. Los reformistas que aspiren a ampliar la base del consumo, a integrar a los excluidos,
llegarán tarde, ya están llegando tarde: el crimen masivo ya está en curso.
Pero, en segundo lugar, no es claro que los reformistas puedan llegar a tiempo siquiera
para salvarse ellos mismos de la catástrofe ecológica en que el crecimiento compulsivo e
inorgánico ha sumido al planeta. El armamentismo no disminuye, la discriminación no
disminuye, los derechos humanos son cada vez más sólo parte del espectáculo.
Sin embargo una perspectiva reformista radical es perfectamente posible, y verosímil.
Ante el exterminio de pobres siempre se puede aspirar a ampliar los bienes del consumo, a llevar
la abundancia a sectores postergados. E incluso podría ser un buen negocio hacerlo, después de
todo, justamente lo que siempre escasea en un sistema de tan alta productividad son
consumidores. Quizás un Plan Marshall para toda la humanidad. Quizás una conversión masiva
de la industria armamentista a industrias de paz. Quizás una campaña que muestre que es del
propio interés del capital, y de la administración, salvar el ecosistema en el que ellos mismos
viven. Quizás tomar en serio la capacidad tecnológica para producir diversidad y fomentar la
tolerancia creando mercados diversos, llenando el mundo de colores y formas de vida
diferenciadas, que coexisten, que no necesitan aniquilarse mutuamente.
Todo esto es posible. Todo esto está dentro, completamente, de las posibilidades del
sistema de producción altamente tecnológico, que es el actual sistema de dominación.5 Y todo
esto es deseable y mínimo. No se puede plantear una perspectiva revolucionaria sin compartir al
menos, como mínimo, las políticas y las esperanzas reformistas. La cuestión, sin embargo, es que
todo esto es perfectamente posible aún dentro del sistema de dominación, es decir, en el ejercicio
pleno, y ahora llevado al extremo, de la enajenación humana. Esta es la diferencia crucial entre
una política reformista y una política revolucionaria: el reformismo se limita a pedir lo que el
sistema puede dar, pero no ha dado aún. Una política revolucionaria consiste en pedir justamente
lo que el sistema no puede dar. La política reformista es el arte de lo posible. La política
5 Se podrá argumentar que esto nunca será posible bajo el capitalismo, porque la avidez de la maximización de la
ganancia siempre será contradictoria con la extensión general de los beneficios que se obtengan de la mayor
productividad. Mi tesis, sin embargo, es que esto sí es perfectamente posible bajo el dominio burocrático que, como
toda nueva clase dominante, puede presentar y presenta de hecho sus intereses como intereses más universales que
el estado de dominación anterior, como intereses que buscan el beneficio auténtico de toda la humanidad.
revolucionaria es el arte de hacer posible lo imposible. Y ante la enajenación cómoda, con
posibilidades de ampliación del horizonte del consumo, e incluso de ampliación de la
razonabilidad de la vida en general, la exigencia radical6, aquella que la dominación no logra
nunca satisfacer es, simplemente, que queremos ser libres y felices.
Pero ¿es que es posible decir que los que viven cómodamente en el consumo no son
felices? Postulo que en éste punto hay que meter mano en una vieja omisión de los sacrificados
revolucionarios marxistas clásicos: justamente el tema de la felicidad humana. "Queremos ser
libres y felices" es una afirmación que exige un juicio sobre la felicidad posible en un sistema
social, y su comparación con otro. Y esto es algo que los marxistas han dado por obvio hasta
hoy, y que por cierto ya no es de la obviedad que todos suponían. Ahora, cuando las
posibilidades del reformismo son más amplias que nunca, o parecen serlo de una manera tan
verosímil, el poder pensar en una perspectiva revolucionaria exige un esfuerzo mayor, un riesgo
más grande, que el clásico. Y es justamente en este punto que el concepto de enajenación de
Marx resulta crucial.
No sólo queremos dejar de ser pobres, queremos ser felices. Y la diferencia entre una
cosa y la otra es claramente demostrable en el desencanto con que se viven incluso los mayores
estándares de vida que el sistema de dominación pueda ofrecer. Muy bien, si es cierto que son
tan felices ¿por qué tanta droga, por qué tanto suicidio, por qué la permanente sensación de que
la vida ha perdido sentido, de que el mundo es cada vez peor? La trágica maldición de este
sistema enajenante es que los que no consumen sufren porque no lo hacen, y los que consumen
sufren de todas maneras, aunque lo hagan. ¿Por qué habría que aceptar un sistema de mierda
como este, en que incluso los privilegiados están declarando constantemente que no son felices,
mientras es justamente por sus patrones de producción y consumo que la tercera parte de la
humanidad está siendo exterminada? Esta es quizás la base radical desde la que es necesario
pensar la revolución, y el concepto de enajenación es el concepto central que puede ayudarnos a
hacerlo.
Por cierto la segunda pregunta planteada en el apartado anterior es más difícil aún: ¿hay
elementos, ahora empíricos, no sólo de principio, que nos permitan pensar que la revolución es
posible? Uno estaría tentado de responder, todavía en el plano de la voluntad furiosa, tal como
Abraham Lincoln: “se puede engañar a parte del pueblo durante todo el tiempo; se puede
engañar a parte del pueblo durante todo el tiempo; pero no se puede engañar a todo el pueblo
durante todo el tiempo”. Pero, desgraciadamente, no es suficiente. Contradicciones radicales y
objetivas, una clase universal capaz de convertirlas en puntos de quiebre de la dominación
imperante, una teoría capaz de darle formas y palabras a la voluntad de ese cambio radical. Esto
es lo que se debería encontrar. Y espero avanzar al menos el principio de tales argumentos a lo
largo de este libro. Por ahora, una de las premisas argumentales que me interesa desarrollar es
que para que estos argumentos emerjan con claridad y puedan hacerse visibles es necesario
abandonar el marxismo clásico. Abandonarlo no sólo por cuestiones teóricas sino, sobre todo,
como un gesto político liberador.
a. ¿Qué es el marxismo?
Formular este propósito exige, sin embargo, preguntarse previamente qué es el marxismo.
Al menos dar una respuesta general, que indique qué clase de intento teórico es el que quiero
hacer. Qué es el marxismo conceptualmente, qué ha sido de hecho, qué podría ser. Es necesario
mantener esta distinción. La posibilidad de una práctica revolucionaria enajenada, es decir, de
una práctica cuyos resultados contradicen sus discursos e intenciones, hace necesaria esta
diferencia.
Sostengo que se puede formular el concepto esencial de lo que se puede llamar
“marxismo” en cinco puntos, que voy a enunciar y comentar ahora, para luego contrastarlos tanto
con su realidad efectiva como con las posibilidades que contienen.
Conceptualmente, en primer lugar, debe decirse que el marxismo es una teoría
revolucionaria. Debe ser evidente, sin embargo, que esta no es una afirmación empírica. Ninguna
teoría puede ser revolucionaria de hecho por definición. Si lo es o no, si logra serlo, es algo que
sólo la práctica histórica efectiva puede decidir.
Hay que considerar, entonces, esta afirmación en el sentido de que es una teoría
condicionada radicalmente por su propósito de ser revolucionaria, es decir, por la intuición
fundante y la voluntad primaria de que una transformación radical y global de la sociedad es
necesaria y posible. Una teoría que se sustenta y adquiere forma a partir de una voluntad. Una
voluntad revolucionaria, más bien, que se ha dado una teoría para configurar lo real y proceder
claramente.
Del marxismo puede decirse, en segundo lugar, que es un método de análisis. En primer
término es un método de análisis económico destinado a criticar la sociedad capitalista. Pero su
interés central es ser un método de análisis de situaciones políticas que permita orientar la
práctica revolucionaria concreta. De manera más general, es también un método de análisis
histórico, capaz de ofrecer una imagen de conjunto de los mecanismos que explican los grandes
cambios en la historia humana.
Sería un exceso, que por supuesto se cometió más de una vez, decir que el marxismo es
un método de análisis que resulte útil para las matemáticas, o la agricultura o la terapia. No se
pueden encontrar en Marx ideas relevantes o fundacionales sobre música, educación o
arquitectura. El intento de obtener colecciones de alusiones de Marx y Engels sobre estos temas,
para saber cuál sería el camino correcto para desarrollarlos es estéril, escolástico y
conceptualmente erróneo, por mucho que haya figurado entre los procedimientos típicos de la
escolástica soviética.
Un método de análisis económico, político e histórico, por cierto muy sugerente para la
sociología y la filosofía, y cuyos criterios pueden extenderse, como sostendré en el punto
siguiente, a través de analogías más o menos metafóricas a muchos otros campos. Pero no un
método general, ni para el saber en general, ni siquiera para las Ciencias Sociales en particular.
Sin embargo, cuando se dice que el marxismo es un método de análisis es necesario
aclarar el estatuto de tal método, y su relación con los contenidos. No se trata en este caso de un
método del que se sigan, o a partir del que se puedan encontrar, determinados contenidos. Esta
pretensión, característica del metodologismo científico, no es cierta ni siquiera para las ciencias
mismas. Es al revés. Se trata de un cierto número de contenidos esenciales que quedan
expresados en ciertas fórmulas metodológicas. El marxismo es una teoría que está fundada en
una visión laica, materialista, humanista, atea, de la sociedad humana y de la realidad en general.
En esto no es sino heredero de las tradiciones del pensamiento moderno. Se trata de un conjunto
de convicciones que se originan en las tradiciones de la Ilustración y el Romanticismo, y de una
base filosófica que le permite ir más allá de esos horizontes hacia una superación de la tradición
filosófica moderna. Y todos estos son, propiamente, contenidos, que están a la base del método,
más que resultados de la acción del método sobre una realidad pre establecida.
Del marxismo se puede decir, en tercer lugar, que es una visión de mundo. Es decir, una
teoría desde la cual se puede ofrecer una perspectiva acerca de todos los ámbitos de la
experiencia humana. Por cierto, como he establecido en el punto anterior, no se trata de un
método general. Pero, en la medida en que la economía, la política y la experiencia histórica
atraviesan crucialmente toda experiencia humana, desde allí, y en relación a ellas, los marxistas
pueden construir puntos de vista específicos, en los que la teoría general ofrece algunas pistas
heurísticas, y sugerencias acerca de las conexiones y relevancias que cada uno de esos ámbitos
tenga para la política, que es su preocupación central. No todas las experiencias humanas pueden
conectarse de la misma manera, o en la misma medida, con la realidad de lo político, pero las
llamadas “visiones del mundo”, justamente, no son construcciones que dictaminen todos y cada
uno de los detalles de manera inmediata. Son, más bien, guías generales para entender el lugar en
que se ubica el que las profesa respecto del mundo en que vive.
En esa medida, se puede atenuar, o complejizar, la idea de que se trate de una “visión” de
mundo. Esta es una expresión que sugiere las nociones próximas de “punto de vista”, o
“perspectiva” y que, como tal, contiene el pre concepto de que habría alguien que ve y, otra cosa,
algo que es visto. Pues bien, esta diferencia no expresa realmente lo que el marxismo se propone.
Habría que decir que más que una “visión de” se trata de una manera de “estar en”. El marxismo
es una manera de estar en el mundo, una posición de hecho o, para darle toda su fuerza a la
fórmula, es una manera de ser en el mundo. Es decir, más bien un conjunto de actos relacionados
con una teoría y una voluntad, que un conjunto de ideas.
Esto hace que se pueda “ser” marxista, a la manera como se “es” cristiano, o budista. Es
decir, ser marxista implica un fuerte compromiso existencial, una actitud permanente en que,
como he indicado más arriba, hay una voluntad, revolucionaria, fundante. No es raro que muchas
personas que “son” marxistas no conozcan en detalle, o realmente, la obra de Marx. Tiene pleno
sentido distinguir entre “marxistas” y “marxólogos”. Para ser un buen marxista es necesario
saber marxismo, pero los que “no saben” frecuentemente, en sus prácticas efectivas, hacen algo
que es más profundo que ese saber: crean el marxismo real. Por cierto, como es obvio, se puede
saber marxismo sin ser marxista. Hay marxólogos, y los hay muy buenos, y su saber puede
resultar muy útil. Pero, en principio, la función del saber es secundaria respecto de las acciones
reales, que son las que deciden de manera efectiva si se es marxista o no.
Pero eso hace que sea necesario decir, en cuarto lugar, que hay que considerar como
marxismo no sólo a las teorías formuladas sino, sobre todo, a las prácticas reales y efectivas a las
que han dado lugar. Precisamente porque el marxismo no es sólo una teoría, como la teoría de
gravitación, o la de la selección natural, sino que está ligado a una voluntad, a una manera de ser
en el mundo, no puede ser juzgado independientemente de su práctica real. Le guste esa práctica
a los propios marxistas o no.
No es posible separar de cualquier juicio que se quiera hacer sobre el marxismo las gestas
nobles y heroicas, como las del Che, o el derrocamiento de Somoza, o la Larga Marcha en China,
de los momentos y períodos infames y siniestros, como el asesinato de Roque Dalton, o los
juicios de Moscú, o los atentados contra la cultura en la revolución cultural China. No es posible
en el marxismo argumentar que la teoría es muy buena, pero los hombres que la practican no han
estado a la altura. Es necesario explicar de manera marxista qué es lo que ha ocurrido, por qué
creemos que las cosas podrían ser distintas. Y es necesario, ante todo, reconocer y decir
públicamente la verdad acerca de esos procesos y sus causas profundas. No hay otra manera de
resultar creíbles otra vez ante los que contemplan, con justo espanto, muchas de las cosas
ocurridas.
Las luchas de Salvador Allende y de Stalin, la gesta de la Revolución Cubana y la
industrialización forzada en la URSS, las virtudes y los horrores de la revolución China, el
socialismo impuesto desde arriba en Bulgaria y el construido desde el pueblo en Yugoslavia, son
partes integrantes, y esenciales del marxismo. Son precisamente su realidad, son el marxismo
real, más allá de los papeles y las buenas intenciones.
Pero esto exige, a su vez, decir del marxismo, en quinto lugar, que es una tradición de
polémicas, la mayoría de las cuales nunca han sido realmente resueltas. Esto es necesario porque
es perfectamente posible intentar evadir los resultados del marxismo real sosteniendo que aquello
“no era realmente marxismo”. Para evitar este recurso se debe establecer un núcleo doctrinario
básico y aceptar que a su alrededor, de manera concéntrica, se han construido diversas versiones
de cada uno de los problemas relevantes que afectan a la teoría y a la práctica marxista. Hasta el
punto que hay muy pocos problemas sobre los que todos los marxistas estén realmente de
acuerdo.
Hay al menos dos maneras de fundar filosóficamente al marxismo. Tal como la
formulación del cristianismo ha oscilado históricamente entre las filosofías de Platón y de
Aristóteles, de la misma forma el marxismo ha sido construido, y lo seguirá siendo, alrededor de
las secuelas, más o menos explícitas, de las filosofía de Kant y de Hegel. Hay al menos tres
formas principales de la acción política marxista: el consejismo, el leninismo y el kautskysmo.
En torno a la idea de imperialismo hay varias escuelas, y también en torno al problema nacional,
o a las formas de organización partidaria.
No hay, en todas estas polémicas, nada que pueda llamarse realmente un “marxismo
correcto”. La idea de un marxismo correcto, tan característica de una cultura homogeneizadora,
lleva a las nociones complementarias de “revisionismo” y “ultra izquierdismo”, y ha tenido el
efecto perverso de que las luchas entre marxistas han sido, muy frecuentemente, mucho más
intensas que las de los marxistas con sus enemigos de clase. Hasta el grado de la persecución y el
crimen. Esta triste historia de querellas ha tenido quizás alguna razón que la hace comprensible,
pero no es en ningún caso perdonable. Debe terminar.
No hay un marxismo correcto, ni teórica, ni prácticamente. En rigor, el juicio sobre la
corrección posible de una voluntad, o de una política, sólo puede establecerlo la práctica, caso a
caso. No hay fórmulas generales, ni hay ninguna construcción marxista que haya resistido el
impacto de las condiciones reales en las que se desarrolló. Nadie puede, hoy en día, a la luz de la
catástrofe general, reclamar para sí el título de “marxista correcto”. El pasado es, desde este
punto de vista, un ominoso conjunto de vergüenza, opresión y crimen. Los que creemos que el
comunismo es posible sólo podemos afirmar nuestra voluntad en frágiles jirones de un pasado a
veces glorioso, y en el futuro, sobre todo en el futuro, esa es la cuestión vital para toda voluntad
de cambios.
d. Un marxismo posible
Sostengo que es necesario inventar un marxismo desde el cual se pueda hacer una crítica
marxista de los socialismos reales y su bancarrota, y de la falta general de viabilidad política del
horizonte bolchevique en el siglo XX.
Un marxismo desde el cual se pueda hacer una crítica a los nuevos modos de dominación
que surgen de la emergencia de la capacidad tecnológica de producir y manipular la diversidad.
Una crítica a la profundización de los modos de control de la subjetividad que acompañan a la
producción altamente tecnológica.
Un marxismo desde el cual se pueda hacer una crítica de la racionalidad científica, que
permita verla como forma ideológica y operante de la modernidad, y permita imaginar su
superación.
Un marxismo que sea capaz de abordar la progresiva pérdida de control de la división del
trabajo por parte de la burguesía, y la emergencia de un nuevo tipo de dominio de clase,
vehiculizado por la completa articulación del mercado mundial y la permanente revolución
tecnológica.
1.- Introducción
Me importa en esta sección enunciar un conjunto de tesis en torno a los grandes cambios
sociales ocurridos en la segunda mitad de este siglo. Enunciar, enumerar, enfatizar, la mayor
parte de las veces de manera polémica, para presentar con el conjunto una postura definida para
la discusión. Me interesa más proponer que probar o documentar. Espero del conjunto una visión
10 Pongo la expresión “nuestro Partido” entre comillas para parafrasear a Marx que, en el “Manifiesto Comunista”
habla del colectivo de los comunistas mucho antes de que la idea leninista de Partido convirtiera sus nociones en una
máquina, perfectamente moderna, para hacer política.
de trazos gruesos coherente, que pueda ser discutida, que pueda ser respaldada formulando
fundamentos adecuados, más que los detalles, las precisiones empíricas, los datos puntuales. Un
marco de referencia desde el cual proceder a investigaciones concretas, más que el resultado de
investigaciones ya hechas y acabadas. Un marco para trazar los lineamientos de la acción
política, más que un tratado de Sociología. Ideas para avanzar, más que para detenerse en las
meras ideas.
La convicción metodológica previa es que un conjunto incompleto, pero sugerente, de
ideas puede contribuir a discutir más eficazmente que un conjunto de conclusiones que se
presentan como probadas. Una teoría imperfecta que permite pensar es preferible a una teoría
que se detiene en buscar su perfección antes de abrirse a las discusiones posibles. Un riesgo, en
suma, que sólo se puede justificar si es cierto que contiene las ideas sugerentes que pretende, o si
es cierto que se pueden seguir de aquí las discusiones que se buscan.
Los tres grandes aspectos, difícilmente separables, que me importa desarrollar son: a) la
crítica de la realidad de las sociedades que se llamaron socialistas; b) una estimación de la
dirección del desarrollo general del capitalismo tardío, tecnológicamente avanzado; y c) la
postulación, como marco explicativo de estas evaluaciones, de la emergencia de un poder de
clase de nuevo tipo, el dominio burocrático.
En cada una de estas series de tesis ya estoy operando desde el marco teórico al que he
llamado tanto un marxismo ortodoxo, como un marxismo de nuevo tipo, dependiendo de la
polémica en que se quiera incluir este intento. Pero sólo en la sección III, que sigue, explicitaré
los principios que podrían considerarse sus fundamentos. Al poner las cosas en este orden lo que
me importa es presentar primero los argumentos que se prestan más directa y políticamente a la
discusión, y sólo en segundo término la discusión, mucho más erudita, de los fundamentos de los
que se seguirían.
Como es obvio, esta opción busca poner siempre primero la política, que es el verdadero
objetivo de todo este texto, que la discusión académica.
Las dos grandes tesis que recorren todas estas estimaciones son: a) que las sociedades
socialistas y las sociedades capitalistas del siglo XX son, a pesar de sus visibles diferencias
políticas, regímenes estructuralmente del mismo tipo, dos variantes políticas de la misma
sociedad industrial; b) que en virtud de su esencial congruencia estructural derivan ambas, por
diferentes vías políticas, a una misma sociedad de nuevo tipo, la sociedad burocrática.
La consecuencia más importante de estas tesis es que para comprender el desarrollo de la
sociedad contemporánea en sus dimensiones más profundas es necesario ir más allá de la
consciencia de sus propios actores, desde una perspectiva que de cuenta no sólo de su situación,
sino también de la relación entre esas consciencia empíricas y la situación profunda desde la que
se constituye.
En el caso del marxismo estas tesis son particularmente delicadas porque implican algo
que las vanguardias marxistas de este siglo difícilmente podrían aceptar: la posibilidad de una
consciencia revolucionaria enajenada, es decir, una iniciativa histórica cuya consciencia de sí no
corresponde al significado histórico real de su acción. Y esto es, justamente, lo que postulo sobre
la consciencia revolucionaria marxista que dirigió los procesos de industrialización forzosa que
se llamaron socialismos.
Pero, por otro lado, esta tesis de la esencial congruencia entre estos sistemas,
formalmente distintos desde un punto de vista político, implica que la emergencia del poder
burocrático no está solamente, ni siquiera principalmente, representada por la evolución política
de la dictadura soviética. A diferencia de la crítica trotskista clásica, me interesa sostener que la
burocracia soviética antes, y rusa ahora, no es ni el modelo, ni siquiera el mejor ejemplo, de
poder burocrático.
Esto significa que quiero criticar el poder burocrático no sólo como manera de salvar al
marxismo de las muchas críticas que se han hecho contra el socialismo real sino, sobre todo,
como manera de abordar la situación del mundo industrial tecnológicamente avanzado. Lo que
me interesa defender primariamente no es que los soviéticos eran unos burócratas, aunque lo
fueran, sino que el capitalismo avanzado11, en virtud de su propia lógica interna, ha devenido en
una sociedad burocrática.
Respecto de la experiencia soviética me importa, desde un punto de vista político,
defender básicamente dos ideas. Una es que se trató de una sociedad de clases en que se
constituyó un conflicto antagónico, - y no simplemente “no antagónico”, como pretendía la
ideología oficial, - que sólo podía tener salida de manera revolucionaria. La otra es que la caída
de esos sistemas políticos no puede ser considerada ni una revolución, en sentido marxista, ni un
triunfo del capitalismo, sino el cambio de una lógica burocrática nacional y de baja tecnología a
otra transnacional y de alta tecnología.
El criterio general, por cierto, que ya he formulado, es que es más relevante la
preocupación por el futuro posible que los interminables, y ya a estas alturas algo masoquistas,
ajustes de cuentas con el pasado culpable.
2. El socialismo real
A pesar de todo, ¡cómo no!, es necesario decir aún algo sobre el estalinismo, ya que,
como marxistas, hemos caído en la trampa liberal de aceptar como demostrado que todo
marxismo posible conducirá a un régimen totalitario.
Aunque a estas alturas sea obvio, aún es necesario reiterar que la esencia del estalinismo
no puede estar en un hombre, ni en una doctrina, ni en un sistema de gestión - como el sistema de
“orden y mando” - , ni en un conjunto de errores políticos o ideológicos. No puede ser ya
interpretado como una locura de Stalin o una desviación de la jerarquía partidaria de esa época.
No puede sostenerse ya una explicación que se mueva en el marco de las voluntades y de las
consciencias, en el marco de responsabilidades personales que, aunque sea legítimo desde un
punto de vista jurídico, no es riguroso invocar como explicaciones históricas. Los análisis
centrados en estos factores son todos, aunque describan la situación con fidelidad, pre marxistas.
Para el marxismo el estalinismo debe ser explicado materialmente, es decir, desde las relaciones
sociales que lo hicieron posible y efectivo. Desde luego es extraña una lógica para la cual el
estalinismo fue un error. Eso significaría que la realidad se equivoca, mientras la teoría
permanece intacta, a pesar de haber sido distorsionada en la práctica por la grosería de actores
políticos poco hábiles. Aún en el caso de que quisiéramos presentarlo como un error lo
interesante sería qué explicaciones damos acerca de por qué ese error fue posible, más que el
hecho mismo de que lo sea.
Sostengo que la esencia del estalinismo es ser la consciencia y la práctica política de un
proceso de industrialización forzada dirigido por una vanguardia burocrática revolucionaria. El
totalitarismo político, dirigido especialmente en contra del voluntarismo utopista de los viejos
11 Uso las expresiones “capitalismo avanzado”, “capitalismo tardío”, “sociedades tecnológicamente avanzadas”, en
general como sinónimos. Cuando es necesario agrego matices que indican alguna diferencia. La idea general, sin
embargo, es que designan una época de transición entre el capitalismo clásico y la consolidación del dominio
burocrático. De la misma manera, las expresiones “sociedad burocrática”, “dominio burocrático”, “burocratización
general de la vida”, refieren a una misma noción. En este caso, como es obvio, no aluden a una realidad social
establecida y consolidada, sino a la emergencia de un poder de nuevo tipo, y a los aspectos que lo aluden en la
sociedad de transición, y en la composición del bloque de clases dominante.
bolcheviques, estuvo relacionado con el intento de obtener la disciplina social necesaria para la
industrialización forzosa. El totalitarismo ideológico correspondiente estuvo relacionado con el
esfuerzo de modernizar la consciencia de un pueblo campesino.
En la mayor parte de los países que llegaron al socialismo, que provenían de sociedades
atrasadas o dependientes, la lógica de la revolución industrial se impuso con extraordinaria
violencia. El peso equivalente a 300 años de desgracias en el capitalismo se dejó caer, por la
imposición del voluntarismo revolucionario, sobre un par de generaciones. En realidad la
violencia que implica una revolución industrial forzada tiene un componente físico de
exterminio, destrucción de medios de producción, miseria general, como lo que se vivió en la
colectivización forzada del campo en la URSS entre 1929 y 1932. Sin embargo, un proceso de
esta especie sólo es posible en el marco, además, de una enorme violencia política e ideológica.
En la historia del capitalismo nunca se resalta suficientemente la violencia de lo que con cierta
elegancia maligna se llama "acumulación primitiva del capital", que no es sino el brutal
exterminio de la población pre hispánica en América, la miseria obrera europea de los siglos 18 y
19, la violencia política de las guerras en que se expresan las crisis mundiales del capital. La
lejanía, en el espacio o en el tiempo, la abundancia presente, que permite mirar con buena
voluntad el pasado, o la simple mala fe teórica, contribuyen eficientemente a ocultar los
profundos dramas que TODO proceso de industrialización implica en la consciencia y la vida
cotidiana de la gente común. En la construcción del socialismo esa violencia se llamó
estalinismo.
Este fue el modo en que se logró llevar gigantescos contingentes humanos desde el atraso
semifeudal a la modernidad. La violencia política, ejercida, como lo muestra la reconstrucción
histórica, en su mayor parte contra el propio Partido dirigente, buscó y logró apartar a la
vanguardia bolchevique del utopismo consejista que predicó la construcción inmediata de la
democracia y las libertades comunistas, para concentrarla en las tareas inmediatas y
eminentemente pragmáticas del desarrollo de las fuerzas productivas y la defensa ante la
amenaza exterior. Las purgas masivas en la URSS en los años 30 y las censuras masivas en los
años 50 tienen en este contenido una similitud extraordinaria con las largas y fatigosas luchas
que la burocracia pragmática del estilo de Deng Tsiao Ping sostuvo en China contra el
consejismo maoísta, y se repiten con diversas variantes, por los mismos motivos, en la mayor
parte de los países que vivieron el socialismo.
La violencia extrema del proceso de industrialización estalinista es simplemente análoga
a la violencia extrema de los procesos de industrialización en general, en Inglaterra, en Francia,
en Japón, pero comprimiendo explícita y racionalmente en cincuenta años lo que la burguesía
hizo al azar en trescientos años. El sujeto revolucionario de este proceso fue la vanguardia
burocrática, no el conjunto del pueblo, que padeció más bien como objeto, como actor empujado,
víctima y beneficiario a la vez.
Considerado históricamente, y de manera más cercana, en el principal de esos procesos,
el de la URSS, es necesario reconocer que el carácter "forzado" del proceso de industrialización
obedeció a una necesidad estructural. La sociedad rusa de 1917 muestra ya todos los signos de lo
que en América Latina hemos aprendido a reconocer como dependencia. La situación rusa
muestra estos signos no sólo en la estructura de la producción interna, en el atraso tecnológico,
en el modo en que se inserta en el mercado mundial, en la importancia del capital extranjero y de
los pequeños productores. La dependencia se expresa también en la falta de una ética
generalizada de la productividad, en la falta de los niveles culturales adecuados a la gran
producción moderna, en el gran sistema de pequeños privilegios que caracterizan la vida
cotidiana de una sociedad dependiente, en la multitud de reivindicaciones locales que dificultan
la racionalidad del conjunto.
Es necesario reconocer que las políticas de la NEP fracasaron por problemas internos, no
sólo por el desvío de la voluntad. Los pequeños productores se opusieron a la racionalidad del
plan central. Los productores agrícolas se opusieron al privilegio de la industrialización, a la
primacía de la ciudad sobre el campo. Fue extraordinariamente difícil regular simultáneamente el
crecimiento de las ciudades, los nuevos patrones de consumo, la industrialización del campo. Los
grupos locales de presión reaccionaron de formas muy diferentes a las iniciativas de la
centralización.
Es necesario reconocer también que la totalización de la vida política y cultural empezó
en 1918, no en 1930; con Lenin, no con Stalin. La totalización afectó directamente no a la
derecha, ya derrotada durante la guerra civil, y que, por lo demás, nunca tuvo un desarrollo
realmente amplio en una sociedad que empezó a tener una vida política activa sólo unos 12 años
antes de la revolución. Afectó, más bien, a la izquierda. A los eseristas y anarquistas, en primer
lugar, a los bolcheviques de izquierda luego y, por último, al grueso del mismo Partido
bolchevique.
En los primeros años el Proletkult, denigrado hoy, por unos y por otros, tuvo un programa
consistente y ambicioso de creación de una cultura nueva, de creación del "hombre nuevo", de
ruptura revolucionaria con el pasado. La "oposición obrera", dentro del mismo Partido
bolchevique defendió un programa de efectiva democratización de la gestión económica, política
y cultural. En contra de estas tendencias, en contra de su falta de realismo, se impuso el
pragmatismo de los grandes constructores de la revolución real: Lenin, Bujarín, Stalin. Es contra
ese utopismo, y sobre la base del fracaso efectivo de las políticas de la NEP, que el conjunto de
la dirección partidaria que realmente estaba al frente de la producción empezó el giro hacia la
marcha forzada en lo económico y hacia la totalización en lo político. En este giro la
industrialización tuvo el sentido de buscar la base material sin la que cualquier sueño
revolucionario era imposible.
La colectivización forzada fue vista como manera de garantizar la eficacia que la base
cultural y los intereses locales dificultaban. La centralización fue vista como la manera de
asegurar el crecimiento racional del conjunto. La totalización política tuvo el significado de
asegurar una dirección "de confianza" para cada aspecto del proceso. La imposición totalitaria
del materialismo dialéctico a través de la educación, los medios de comunicación, la vida
partidaria, ha tenido el significado de llevar a la consciencia campesina a la lógica de la
modernidad. El materialismo dialéctico fue el medio por el cual la racionalidad científica fue
implantada en el curso de unas pocas generaciones en cerca de un tercio de la población mundial:
una revolución cultural sin paralelo en la historia humana.
El estalinismo triunfó. Ganó la guerra civil, industrializó el país, ganó la Segunda Guerra
Mundial, reconstruyó e incrementó la industrialización, convirtió a la URSS, en unas pocas
décadas en una potencia mundial. Fue un camino de desarrollo dramático, como todos, pero
consistente. Operó sobre el nacionalismo ideológico, (que muy pronto reemplazó a los temas
clásicos de la cultura revolucionaria de los bolcheviques), operó sobre el materialismo dialéctico
como ideología cienticista y modernizante, sobre el centralismo democrático como mecanismo
de legitimación interna del poder, sobre la identificación Estado - Partido y la totalización de la
vida política, cultural, económica y civil. Operó sobre la centralización económica forzada y
extrema: Y TRIUNFO. Toda crítica al estalinismo debe hacerse cargo de esta doble verdad: su
éxito y su arraigo en las necesidades estructurales de la construcción del socialismo.
Aunque políticamente pueda parecer preferible, no es un buen criterio teórico juzgar al
estalinismo desde el marco de un ideal que no se habría cumplido. Esta crítica puede y debe
aplicarse como un motor de la voluntad política hacia el futuro, pero no contribuye a entender el
pasado. En lugar de facilitar el estudio de la realidad lo llena de nuestras frustraciones, y
tendemos a buscar responsables personales en quienes descargar nuestro ánimo crítico, nuestro
deseo de rectificar, olvidando los procesos estructurales que podrían permitirnos conocer mejor
para transformar con mayor eficacia. En el estalinismo no hay una esencia traicionada, ese es
simplemente el socialismo, el que realmente existió, el único que la humanidad ha sido capaz de
construir.
Si consideramos la línea general del razonamiento de Marx el capitalismo, al
universalizar auténticamente la producción y al llevar al grado extremo la contradicción entre
explotados y explotadores se convierte, potencialmente, en la última sociedad de clases en la
historia humana. Marx diagnostica que bajo el capitalismo se logrará la completa articulación del
mercado mundial, la total interdependencia, en la abundancia, entre los productores, que hará
insoportable la contradicción entre los que ejercen el trabajo y los que los dominan y usufructúan
de el. Es desde esta completa articulación, y desde la abundancia que Marx considera12 posible la
revolución que traerá el comunismo.
Hoy estas condiciones que el análisis original de Marx pone para el comunismo son
extraordinariamente relevantes. El punto es que justamente NO son esas las condiciones que han
formado el marco de la construcción del socialismo. Es en esa diferencia donde, contra la idea
del propio Marx de que el socialismo es una simple etapa previa de crecimiento de las fuerzas
productivas, es posible empezar a pensar en el verdadero carácter de las sociedades que se han
construido en su nombre. Es perfectamente pensable que la "pre historia" de la humanidad
conozca un par de vueltas más antes de conseguir terminar con las contradicciones de clase. Este
es un hecho que debe verificarse en la realidad. La simple voluntad revolucionaria no es
suficiente para garantizarlo.
Por eso es necesario, para volver a ponernos en contacto con la realidad, distinguir entre
socialismo y socialización.
Socialismo es un concepto lleno de valores: igualdad, justicia, gobierno del pueblo,
vanguardia obrera. Socialización es el proceso objetivo, independiente de la voluntad
revolucionaria, por el que la Sociedad Industrial deviene en Sociedad Burocrática, ya sea por la
vía del desarrollo interior del capitalismo avanzado, o por la vía de la enajenación de la voluntad
bolchevique.
El socialismo real siempre fue una sociedad de clases: la burocracia dominó y usufructuó
de la División Social del Trabajo. La propiedad social, el centralismo democrático, el
materialismo dialéctico son expresiones (no causas) legitimadoras y homogenizadoras (y
también encubridoras) de ese dominio, en los planos jurídico, político e ideológico.
Hoy no hay, nunca hubo, sociedades socialistas. Sí hay, en cambio, socialización y poder
burocrático. Esto sólo puede llamarse enajenación: creíamos que podíamos inaugurar la época de
construcción de la libertad; lo que se ha conseguido, en cambio, es construir de manera eficaz
una nueva forma de dominio. Se ha conseguido de manera eficaz y brutal lo que la sociedad
burguesa ha conseguido de manera aún más brutal pero difusa.
El estalinismo fue un camino de desarrollo completamente exitoso en su propia lógica.
Este éxito es muy visible hasta mediados de los años 60. Pero en los años 60 y 70 en los países
capitalistas ocurre un gran salto en la base técnica del capital que los países socialistas son
incapaces de reproducir. Es respecto de ese salto que el socialismo entra en crisis, la que, por
cierto, es agravada por los costos internos acumulados.
3. El Capitalismo Avanzado
Tan necesaria como una reevaluación del socialismo es una reconsideración del
significado profundo de los grandes cambios ocurridos en los últimos treinta años en el campo
capitalista. Es necesario alejarse de los ideologismos sembrados por el interés político inmediato
tanto de los neoliberales y de los socialistas renovados por un lado, como del amplio espectro del
pensamiento de la derrota, por otro.
Lo relevante aquí es intentar una estimación de fondo, de largo alcance, más que
detenerse en los fenómenos políticos o económicos en la recurrente actitud de cantar victorias o
llorar derrotas al ritmo de la política cotidiana. Recoger los hechos es importante, pero lo es más
aún el ver en ellos el significado, a la luz de una teoría que les de sentido, que proyectar sin más,
a partir de indicios de corto plazo.
Se han indicado muchas veces las características generales de estos movimientos:
desplazamiento de la industria pesada, e incluso de la electrónica, hacia la periferia;
desplazamiento de la capacidad científica y tecnológica hacia el centro; racionalización a gran
escala del uso de la energía y aparición de nuevos y poderosos medios de tratamiento de datos;
revolución en las técnicas de montaje a partir de la automatización y robotización crecientes;
cambios cuantitativos y cualitativos en el nivel de preparación técnica y en el ambiente laboral
de los trabajadores, lo que implica un desplazamiento del tipo clásico de obrero de los sectores
más dinámicos de la economía.
Estos profundos cambios hacen que muchas de las críticas que se dirigían contra los
procesos de industrialización que imperaron en la segunda mitad del siglo XIX y en la primera
mitad del siglo XX pierdan su actualidad, sobre todo cuando estaban dirigidas, con razón,
aunque con bastante mala voluntad política, contra los procesos de desarrollo socialistas. En
conjunto lo que ocurre con esas críticas es, en primer lugar, que centra en los socialismos reales,
en particular en la industrialización estalinista, características que son comunes a todos los
procesos en que la industrialización se hizo sobre esa misma base tecnológica, presentando como
críticas al socialismo lo que en rigor son críticas a todo un modelo industrializador, más allá de
sus apariencias políticas. Pero también, en segundo lugar, las críticas se niegan a ver la
continuidad profunda que significa la permanencia de la dominación y la explotación,
presentando frecuentemente la superación de los rasgos más duros de la industrialización clásica
como garantías de que la nueva sociedad está a punto de realizar la libertad humana, sin
detenerse en la formas en que la diversidad, la interactividad, la recalificación de partes
importantes de la mano de obra, la revolución en las comunicaciones, pueden ser medios de
nuevas formas de totalización.
La industrialización que hoy día se puede llamar clásica, o de desarrollo tecnológico
medio, está ejemplarmente expresada en las líneas de montaje fordistas, que producen grandes
cantidades de productos uniformes, con normas relativamente bajas de calidad, y con una
integración del trabajo humano mecánica, de baja calificación. Este sistema industrial tiende a la
homogeneización, y requiere, en el plano político, de la homogeneización para dominar. La idea
de normalidad, el ideal de un acceso igual a un consumo igual o, en el plano filosófico, lo que ha
sido criticado como reduccionismo a la mismidad, le son consustanciales. El dominio vertical,
autoritario, normativo, centralizado es, para este sistema, una necesidad que proviene de su
estructura productiva misma.
Control, disciplinamiento, normalidad y represión son aquí figuras correspondientes, que
se requieren e implican mutuamente. Este igualitarismo homogeneizador y autoritario, que fue
criticado por las vanguardias artísticas de los años veinte respecto del capitalismo, ha llegado a
ser la caricatura recurrente de la vida en los países socialistas, contra la que se rebelan tanto los
nuevos liberales como las izquierdas renovadas.
Las nuevas tecnologías de la administración, sin embargo, hacen perfectamente posible
un nuevo tipo de control, ahora interactivo, manteniendo, e incluso incrementando enormemente
la centralización a través del control de la información. Curiosamente hoy la planificación central
es más posible que nunca. No es cierto que las nuevas técnicas comporten una "democratización"
de la gestión. El control interactivo requiere de las capacidades operativas e intelectuales de los
controlados para funcionar. Implica una interdependencia, o un giro hacia la horizontalidad en
las cadenas de dirección y mando que, por mucho que confundan a los optimistas tecnológicos,
no hace sino instaurar un modo de dominación nuevo, sustancialmente superior al clásico, que
puede presentar de manera verosímil su apariencia liberadora sólo porque sigue siendo evaluado
a la luz de tecnologías que ya ha superado.
Ni los procesos de recalificación del trabajo, ni los procesos de interactividad horizontal
del mando, significan por sí mismos un avance sustantivo hacia la democratización de la gestión
productiva. No sólo el problema de la gestión democrática implica más una opción política que
técnica, también en el carácter tecnológico mismo de los nuevos medios está el sello de su
origen, fueron creados para vehiculizar un sistema de dominación. Técnicamente es posible, en
la realidad lo que ocurre es exactamente lo contrario: nunca como hoy el monopolio de la
información y de la capacidad de administración global ha implicado una centralización tan
grande de la gestión económica.
En el fondo han ocurrido profundos cambios en los modos del trabajo mismo, que han
sido caracterizados también muchas veces. Entre los rasgos concretos de este trabajo altamente
tecnológico se pueden enumerar:
- la segmentación y modularización de la cadena de montaje fordista, y su deslocalización
a nivel nacional o internacional, en un estilo de desagregación y modularización general de los
procesos productivos;
- el uso masivo de tecnologías informáticas en la ejecución y control de los procesos
productivos, cuya expresión más importante es la introducción de interfaces computacionales
entre el trabajador y la máquina que ejecuta el trabajo directo, interfases que hacen posible la
ejecución de enormes cantidades de trabajo físico desde le accionar simple y “suave” de
comandos electrónicos;
- el enorme incremento de la intensidad del trabajo en cada módulo de producción que,
coordinado en un sistema de oferta y demanda competitiva entre módulos, reduce el tiempo
vacío de trabajo globalmente a cero, aunque localmente este o aquel otro módulo esté
momentáneamente en reposo, o no siendo requerido;
- el reemplazo general de la producción en línea por un sistema productivo paralelo, local
y en red, en que el producto terminado puede obtenerse por muchas vías, o circuitos de trabajo,
asegurando de manera redundante, y a través de la competencia entre módulos, su disponibilidad
y calidad;
- el traslado del control de calidad desde el producto terminado hasta cada uno de los
módulos que producen sus partes, lo que permite incrementar de manera revolucionaria la
calidad y confiabilidad del producto final;
- la modularización de los productos mismos (el computador personal es el ejemplo
sobresaliente), lo que permite que una red productiva, ya de por sí flexible, que puede ofrecer
productos terminados muy diversos, pueda ofrecerlos además como artefactos a componer,
diversificando de manera revolucionaria las posibilidades de consumo, y de atender las
necesidades particulares de cada consumidor. Cuestión que se refuerza notablemente con una
organización de la producción desde la demanda, por contraposición a la producción clásica,
organizada desde la oferta;
- el uso intensivo de nuevas formas de energía, y de ahorro de energía, y de materiales
altamente especializados, “construidos” de manera ad hoc para los procesos productivos más
complejos. Los trenes de alta velocidad de suspensión magnética, los chips electrónicos, y los
superconductores de alta temperatura son los ejemplos más notables;
- la convergencia general de las actividades de investigación científica y de desarrollo
tecnológico, y su difusión hacia los módulos productivos de mayor importancia tecnológica, y la
consiguiente recalificación de la mano de obra en las áreas productivas estratégicas. Al respecto
debe indicarse que ni la difusión de la Investigación y Desarrollo, ni la recalificación, son
procesos generales. No lo son ni necesitan serlo. En una red productiva desagregada, paralela,
local, una gran parte del trabajo es simplemente repetitivo y extensivo, y cabe para él, de manera
adecuada, un nuevo taylorismo, con más atención a las variables subjetivas que el original.
Todos los sueños sobre recalificación general, y obreros “conscientes” haciendo Investigación y
Desarrollo junto a su trabajo, se reducen en la práctica sólo a los segmentos integradores de
partes modulares, que asumen por esto un carácter estratégico y son, correspondientemente,
desde luego, controlados de manera especial, a través de particulares estímulos materiales e
ideológicos.
Estos cambios han implicado un aumento revolucionario en la masividad de los
productos de consumo habitual, de sus estándares de calidad, de su disponibilidad para enormes
sectores de la población mundial. Han implicado un revolucionario cambio en las formas de
circulación de las mercancías, en la variedad, ilusoria o no, de sus formas y contenidos, en la
atención, ahora diversificada, al consumidor potencial, grupo por grupo, interés por interés,
incluso hasta el nivel individual. Y han implicado sobre todo un revolucionario cambio en la
consciencia de los trabajadores integrados al sistema de la producción moderna respecto de los
mundos posibles que pueden dar sentido y futuro a sus vidas.
Nunca el cálculo político cotidiano se hace sólo sobre la base de la pobreza o el malestar
presente, siempre las opiniones están guiadas, en una medida muy importante por los futuros
posibles y sus riesgos relativos. La producción altamente tecnológica se caracteriza por su
enorme capacidad para producir y manipular las expectativas. Como ningún otro sistema
ideológico en la historia de la humanidad, no sólo es capaz de producir fuertes impresiones de
bienestar actual, apoyadas en importantes avances objetivos, sino que es capaz también de
ofrecer y manejar futuros mejores, futuros de bienestar y agrado al alcance de la mano,
impresionantes promesas de poder y consumo de realización inminente. Poco importa que esta
especulación con el futuro sea ficticia, o que el bienestar presente sea incompleto, y
dramáticamente sectorial, lo relevante, en términos políticos, es el impacto real, eficiente,
operante, en las consciencias cotidianas no sólo de los que consumen, sino incluso de los que no
consumen.
Hay tres verdaderos paradigmas del nuevo trabajo distribuido que pueden pasar
desapercibidos si se insiste en la ilusión de mantener a la empresa capitalista, con un propietario
individual, como modelo central de la gestión económica actual. Uno es el sistema de la
comunicación social, otro es la red de redes, que es Internet, otro es el trabajo de la comunidad
científica, considerada globalmente. En estos tres casos, con matices diversos, tenemos los
nuevos modelos sobre los que es necesario empezar a imaginar lo que podría ser un mundo en
que el poder burocrático ha impuesto su hegemonía sobre el propietario privado.
Son sistemas que no tienen dueños únicos. Sistemas que, aunque tengan dueños locales, y
la competencia y la propiedad sigan cumpliendo funciones en su gestión, poseen una lógica de
conjunto que trasciende completamente la determinación desde la propiedad privada. Cuando se
habla de monopolio de la información noticiosa en el sistema de comunicación social, por
ejemplo, ya no es suficiente con demostrar la estructura monopólica de la propiedad de los
medios, aunque en gran medida sea real. Es necesario explicar además por qué aún habiendo
varios polos propietarios la pauta general siga siendo la misma, aún en su diversificación. Para
explicar un efecto de coordinación tal, que se hace presente incluso en la red, donde la estructura
de propiedad está muy lejos de ser monopólica, habría que recurrir a la hipótesis de una
conspiración general en contra de los oprimidos, que suele estar presente en las argumentaciones
más simples de la izquierda, pero que es desgraciadamente inverosímil.
El que no haya propietarios únicos está relacionado también con el que los centros de
decisión son múltiples, y la propiedad es menos importante en ellos que el juicio experto, o el
interés local. No hay en estos sistemas un centro localizable, lo que no implica, sin embargo, que
no haya centro en absoluto. Es necesario pensar, más bien, en una función centro, que opera de
manera distribuida, y que constituye un poder de segundo orden, que proporciona la
coordinación para la acción local y paralela de los muchos núcleos que operan en red. Una lógica
común, que opera de manera distribuida, en que la influencia no se propaga, como en los
sistemas clásicos, sino que se regenera en cada lugar de acuerdo a la interacción entre la función
centro, que proporciona lo común, y las circunstancias locales que la vehiculizan.
Esta interacción desigual entre un centro que opera de manera distribuida y las
circunstancias locales hace que estas redes puedan producir diversidad. Que recojan y
resignifiquen la diversidad existente, ligándola al espíritu común sin homogeneizarla, o que
generen diversidad local, normalidades locales, que no requieren de la normalidad clásica, única,
para legitimarse y operar. Una operación de la diversidad, sin embargo, en que casi no es
relevante, para la vida común, que esa diversidad sea real y sustantiva, o sólo una apariencia, una
cuestión de formas, dada la enorme capacidad tecnológica para producir y manejar objetos y
vivencias por su valor simbólico, antes que por su contenido clásicamente objetivo.
Son sistemas en que la función social excede al lucro, o en que el lucro se desarrolla
como un efecto derivado, parasitario, de un engranaje que podría funcionar perfectamente sin él,
financiado simplemente por los consumidores directos en intercambios directos en la misma red.
Por cierto su funcionamiento supone enormes movimientos de capital, lo relevante, sin embargo,
es que el lucro no es ni el origen de esos movimientos, ni su función social principal. El caso de
Internet es, desde luego, en este plano, el más claro. Pero lo que postulo es que esta es una lógica
profunda, que tiene que ver con la emergencia de un modo de dominación en que los propietarios
privados se convierten en sólo una parte de un dominio más amplio, de nuevo tipo.
Por supuesto ni la comunicación social, ni Internet, ni la comunidad científica global
obedecen, en ningún sentido, a la lógica de las fronteras nacionales. Y es muy importante el
hecho de que esto incluso sea percibido como legítimo y lógico, salvo por los sectores en que la
consciencia de la autonomía clásica se mantiene con más fuerza, en particular, en las burguesías
nacionales a la defensiva, que resisten su aplastamiento por el capital transnacional. La lógica de
estos sistemas parece regularse desde un mercado que ya no es ningún mercado local. Hay aquí,
sin embargo, una nueva ilusión posible: no es el mercado en sentido clásico el que actúa como
regulador. En cada uno de estos casos, y en la gestión económica actual en general, la figura del
mercado es altamente tautológica. Los burócratas, de las empresas o no, forman las corrientes del
mercado a través del sistema de comunicación social, y luego se auto legitiman sosteniendo que
sus decisiones están reguladas por el mercado que ellos mismos pre formatearon.
Tanto el mercado, como la democracia, resultan, en el sistema de producción altamente
tecnológico, más bien sistemas de legitimación que de gestión y regulación. Legitiman lo que ya
ha sido producido desde un nuevo poder, desde el poder global que opera de manera distribuida
en cada uno de los poderes locales, desde lo que he llamado poder burocrático.
Nadie duda ya que todo esto signifique que estamos en presencia de una nueva fase de
desarrollo de la sociedad moderna. La propia lógica clásica del capitalismo lo ha llevado a
transformarse interiormente, lo ha llevado, en el proceso de completa articulación del mercado
mundial, a cambiar su esencia. Si consideramos estos cambios tecnológicos hacia atrás, hacia sus
raíces, y reevaluamos el conflicto entre los dos grandes bloques políticos del siglo XX, éste
también resulta sustancialmente resignificado. Hoy es posible ver que la coexistencia, obligada
por la paridad nuclear, había transformado también el carácter del socialismo, al menos respecto
de las viejas utopías de los viejos bolcheviques. Tanto el capitalismo avanzado como el
socialismo real no son hoy lo que parecían ser, tanto para la consciencia keynesiana clásica,
como para la consciencia marxista leninista. Mirar desde la lógica de un poder burocrático
emergente permite reevaluar de manera profunda el conjunto de la historia del capitalismo.
Pero aún considerando las cosas según la manera de mirar del marxismo clásico, es
posible ver en la historia del capitalismo una tendencia cíclica en que cada nueva fase va
acompañada de un gran reordenamiento de su base tecnológica, de la división internacional del
trabajo, de sus infraestructuras productivas. En que cada nueva fase significa también un enorme
proceso de acumulación, que implica un incremento en el saqueo global. La violencia de la
acumulación y el acomodo al nuevo orden, que han significado cada vez dramáticas
consecuencias para los modos de vida antiguos y periféricos, es seguida en cambio, de poderosos
procesos de expansión, productos de la nueva lógica productiva, acompañados de períodos
relativamente largos de estabilidad social y política.
Hoy estamos en presencia de procesos de este tipo. Se puede decir que entre 1880 y 1929
se vivió la fase de formación del imperialismo, cuya lógica incluye y explica las dos guerras
mundiales. Desde 1930 a 1970 estamos en la fase de expansión y completa articulación de esa
lógica estructural, que incluye y explica la gran estabilidad política del mundo europeo
capitalista tras la Segunda Guerra. Los años 80 y 90 han significado, en cambio, una nueva fase
de reordenamiento, por primera vez auténticamente mundial, en el capitalismo avanzado.
Paralelamente se vive un reordenamiento político global correspondiente. Una profunda crisis no
ya de un modelo político, como podría ser el socialismo soviético, sino de todo un modo de
industrialización, ligado al armamentismo, a la confrontación ideológica, al derroche de recursos
naturales, a la producción de infraestructura y maquinaria pesada.
El cambio en la orientación productiva, y la revolución tecnológica asociada, que ya se
anuncian con la producción para el consumo masivo en USA, en los años 60 y 70, y que no pudo
alcanzarse en la órbita soviética, terminó por hundir tanto al socialismo real como a la industria
norteamericana tradicional, en beneficio de Japón y la Comunidad Europea o, más bien, de la
economía trasnacionalizada, sin base geográfica sustancial. La caída política del socialismo, y el
recurso masivo a la especulación financiera en el área norteamericana, deben ser vistos más bien
como consecuencias de este reordenamiento productivo de fondo, que como causas.
Un cambio global en que la figura clásica del imperialismo norteamericano monopolar se
ha desdibujado en una estrecha coordinación de las políticas económicas de USA, Japón y la
Comunidad Europea, y en que las nuevas formas de industrialización, y sus modos de
estratificación social asociados, han producido amplias áreas de consumo y desarrollo en todo el
mundo e, inversamente, importantes enclaves de marginalidad en los países que se consideraban
armónicamente desarrollados. Enclaves de primer mundo repartidos por el tercer mundo, zonas
de tercer mundo en pleno primer mundo. La diferencia entre desarrollo y dependencia ha dejado
de ser nítidamente geográfica. Lo que ha alterado también la nitidez de la misma noción de
dependencia. De la dependencia unidireccional se ha pasado a la interdependencia desigual, que
permite a la vez la existencia de poderes negociadores locales y la mantención de un flujo neto
de bienes desde las áreas explotadas del mundo hacia los núcleos explotadores. El mito del
mundo multipolar no hace sino encubrir el espíritu común del poder regulador global, que se
impone sobre todo poder local sin necesitar aniquilarlo, requiriendo incluso de él como
vehiculizador.
Pero este panorama permite también contradecir dos mitos neo liberales, de alguna
manera contrapuestos, uno es el de la radical disminución del rol del Estado en la economía, y
otro el de un renacimiento general de la democracia a partir de la caída de casi todas las
dictaduras de estilo soviético, con la notable excepción de China, que promete ser un socio
comercial demasiado bueno como para plantearle objeciones serias por cuestiones tan banales.
En el plano global, asistimos a un proceso de trasnacionalización y estatalización de la
economía capitalista. Por un lado, las grandes compañías transnacionales han alcanzado un grado
muy alto de coordinación entre sí y con los estados; han desarrollado su poder por sobre el poder
de la mayoría de los estados nacionales; han extendido la lógica del mercado a todos los rincones
del planeta de manera más efectiva y real que nunca. Por otro lado, a pesar del ideologismo fácil
de los neo liberales de izquierda o de derecha, el Estado ha llegado a ocupar una función clave en
la gestión global. Ya no se puede decir, como hasta 1929, que la gran empresa capitalista "usa" al
Estado en su beneficio. En una época en que los Estados son los principales poderes
compradores, en que, a través de la mantención de enormes burocracias, ejércitos y subsidios,
forman gran parte de la capacidad de compra, en que manejan el crédito y el dinero, ya no se
puede decir que están simplemente al servicio de algo. Quizás es más riguroso decir que se ha
producido una profunda identificación entre empresas y Estados en un sistema cuyas
características es mejor estudiar como un fenómeno cualitativamente nuevo.
Esto significa que simplemente no es cierto que los Estados nacionales han disminuido su
importancia económica. Lo que ha ocurrido es que la propiedad privada ha sido desplazada por
la administración global como mecanismo central en la coordinación de la división del trabajo,
tanto a nivel nacional como a nivel internacional. El Estado vende sus propiedades pero aumenta
más que nunca su capacidad de intervención y regulación.
La masiva intervención estatal en la regulación de la economía, hecha posible por los
nuevos medios técnicos de administración y control, muestra que el estatismo por sí mismo no
sólo no es un defecto sino, exactamente al revés, es la única fuerza que ha podido racionalizar la
producción y el intercambio en la era industrial, producir grandes revoluciones productivas
(como en la época de Stalin, o en Japón), o producir grandes reordenamientos económicos (como
en Chile, o en la USA de Reagan).
Esta intervención masiva muestra que la burocratización general de la economía, lejos de
ser una característica de los países socialistas, es una tendencia central y esencial de la sociedad
industrial. Tal como la producción agrícola sólo pudo sobrevivir bajo el capitalismo asociándose
al capital, e integrando sus estilos, hoy la producción capitalista sólo es viable asociada y bajo el
estilo del poder burocrático.
Pero a la vez, sin embargo, por otro lado, la regulación económica global, que opera de
hecho tanto desde los grandes organismos como el Fondo Monetario, el Banco Mundial, o el
Grupo de los Siete, como desde la operación efectiva de los grandes conglomerados
transnacionales, ha reducido de manera radical la autonomía y, en muchos sentidos, la soberanía
de los Estados nacionales, en un proceso de progresiva des sustancialización, que los va
convirtiendo en poco más que vehiculizadores, gestores e incluso garantizadores de los intereses
y las políticas de la globalización.
El gran indicio sobre el que se hace alarde es el del resurgimiento de los nacionalismos.
Lo que se silencia, a pesar de que es casi imposible de obviar por su enorme impacto, son los
muchos procesos de integración multiestatal a nivel económico, e incluso político y jurídico, de
los cuales el más avanzado y notable es la Comunidad Europea.
Se enfatiza hasta el más mínimo detalle cómo los países derrotados y en vías de
colonización se dividen y potencian su debilitamiento en guerras intestinas, y se silencia el que
los países vencedores se encuentren en activos procesos de integración y regulación que
potencian su poder. Se enfatizan hasta los más mínimos detalles de las diferencias locales
tomando como unidad de análisis la realidad “país” y se silencia, o se reserva para la retórica
demagógica, la realidad eficaz de lo global, que por primera vez se hace real y efectiva a nivel
mundial.
Por supuesto el proceso en marcha no implica la desaparición de los Estados nacionales
en entidades mayores, como ocurrió con las unidades alemana e italiana, alrededor de 1870. Esta
diferencia es extraordinariamente significativa, y opera como símbolo de muchas otras. Mientras
que para una base tecnológica que necesita homogeneizar para dominar era necesario un Estado,
un territorio, una lengua, una cultura, para la actual base de alta tecnología, que puede dominar
en la diversidad y a través de ella, la multitud de Estados nacionales no es un problema. Nunca
había habido tantos países en el mundo, y nunca el mundo había estado tan unificado como hoy.
Lo importante para el poder global es la construcción de entidades transnacionales que operen
como poder sobre estos poderes locales diversos. Entidades múltiples, con grados de
intervención diferentes, animadas por un espíritu común, que se constituye como diversidad.
No es lo mismo desaparición de los estados nacionales que des sustancialización. Es la
sustancia de autonomía, de soberanía, de libre arbitrio, lo que se pierde, no las formalidades de
esas libertades posibles. Tal como las monarquías absolutas fueron des sustancializadas por el
poder burgués, hasta el grado en que en muchos lugares ni siquiera fue necesario eliminarlas, así
también los estados nacionales seguirán existiendo en una esfera de competencia que los dota
aún de sentido: administradores locales de la regulación global. Tal como se dijo de los reyes:
Estados que gobiernan pero que, en lo esencial, no mandan.
Un proceso análogo de pérdida esencial de sustancialidad ocurre con la democracia. El
renacimiento de la democracia, su generalización y valoración general, no implican en absoluto
que los pueblos hayan aumentado su participación real y efectiva en la determinación de los
procesos que los afectan. Si la dictadura era no sólo la forma límite sino el modo recurrente de la
política en la época de la industrialización de baja tecnología, la democracia como procedimiento
es el espacio más conveniente para vehiculizar y legitimar un dominio que opera en y sobre lo
diverso.
A la lucha, típicamente clásica, que oponía la democracia a la dictadura, ha seguido el
desconcierto de qué hacer en un contexto en que la democracia es poco más que un recurso
legitimador de la dictadura que se adivina más profunda en todos los espacios sociales.
Sin embargo, para que esta pérdida de sustancialidad de la democracia haya ocurrido, es
necesario que hayan ocurrido también importantes cambios en la consciencia de los trabajadores,
que de hecho operan como su sustrato masivo.
Las características de esta nueva manera de la producción moderna han producido
cambios cualitativos en la consciencia de los trabajadores, en el carácter y las fronteras de la
marginalidad, en el papel de la producción armamentista y la especulación financiera. El rasgo
políticamente más significativo al respecto es su necesidad de la abundancia, de patrones muy
elevados de consumo, y su capacidad para totalizar la sociedad que consigue sobre esta base.
Los cambios en el tipo de trabajo que se efectúa en los sectores más dinámicos de la
economía implican ambientes laborales protegidos, relativamente confortables, con capacidad
para ofrecer muy altos niveles de vida. El obrero en el sentido clásico se desplaza hacia la
periferia. Los postergados del sistema ya no son los directamente explotados sino, más bien, los
que no han sido integrados, los que permanecen en la marginalidad del empleo y el consumo.
Pero esta marginalidad, como está dicho más arriba, no está ya delimitada de manera
geográfica. El violento reacomodo de las economías centrales ha creado una marginalidad casi
permanente en el centro desarrollado. La poderosa extensión de la producción a nivel mundial ha
creado, por otro lado, zonas de abundancia local en la periferia, directamente conectadas a los
estilos productivos y de consumo del centro. Ahora nos relacionamos con el imperialismo ya no
como un exterior. La completa apertura de los mercados ha hecho que el imperialismo se haya
actualizado en cada uno de los países de manera real. Correspondientemente hay un proceso de
desaparición de las burguesías auténticamente nacionales, es decir, una completa articulación del
mercado capitalista transnacional. Aparecen también en el tercer mundo, enclaves de desarrollo
interior en todos los países pobres. Esto último es dramáticamente importante para la política en
países como el nuestro, en que es justamente ese sector integrado a la producción moderna el
que, de hecho, hace la política, logrando mover tras sus intereses y aspiraciones al resto de la
población, que vive en la postergación y la miseria.
La marginalidad no puede ser pensada, sin embargo, por su condición, como un sujeto
revolucionario posible. Ciertamente es un sujeto "revolucionarista", capaz de desencadenar
procesos de cambio político radical. Pero es necesario recordar que para Marx la característica
esencial del sujeto revolucionario no tiene relación necesaria con su pobreza, sino con su
vinculación con las fuerzas productivas, con los sectores más dinámicos de la producción. Y esta
relegación progresiva, que confirma la impotencia de los sectores más pobres de la población
para llevar adelante cambios globales en la sociedad, debe ser considerada un hecho político
central. Sobre todo para la consciencia marxista clásica.
En cuanto al papel que la industria armamentista sobreviviente y la especulación
financiera cumplen en esta nueva fase, creo que es preferible considerarlos como típicos de la
etapa de acumulación. En rigor el capitalismo más desarrollado, como el socialismo, no
requieren de la producción armamentista o de la especulación sino para restaurar las ganancias
temporalmente afectadas por la crisis de rearticulación. Es perfectamente esperable que en un
contexto de pacificación general de la política mundial los sistemas productivos se redefinan
progresivamente en función del consumo masivo, de la elevación del nivel de vida.
Esto abre la posibilidad de una sociedad nueva, la más productiva, la más poderosa, la
mejor administrada, en la historia de la humanidad, que puede ser, y de hecho es, una sociedad
de la abundancia.13 Pero el punto esencial no es este. El hecho realmente esencial, el que debe ser
meditado, es el que esta sea una sociedad que no requiere de la pobreza para funcionar. Incluso
al revés, requiere compulsivamente de producir más y consumir más. Este es el hecho sobre el
que quiero llamar la atención en el texto. Su enorme poder, su superioridad cultural, puede
quedar demostrada en su capacidad para totalizar el empleo, el consumo, la comunicación, en su
capacidad para administrar el tiempo libre, para ofrecer bienestar y enajenación, para administrar
vidas y consciencias en y por la abundancia. La alteración producida por este poder en la
consciencia crítica, ya diagnosticada por Marcuse, debe ser pensada con seriedad.
Los últimos quince años han estado llenos de acontecimientos políticos dramáticos, que
el sistema de comunicación social se ha encargado de magnificar en la consciencia pública.
Enormes esperanzas y profundas sensaciones de derrota han contaminado muy fuertemente
nuestra capacidad para examinar los procesos estructurales que operan en la sombra de tanta
exaltación. El nuevo milenio, sin embargo, empezará con una amarga y saludable sensación de
desencanto. Muchas de las esperanzas sobre la democracia han sido reducidas en el curso de los
hechos a su dimensión real. Las derrotas, a no ser que nos empecinemos en aferrarnos al
masoquismo político, se pueden ver ya con colores diferentes.
Entre estos procesos es indudable que los que más impacto inmediato han causado en las
izquierdas de nuestro continente son la esperanza de la Perestroika y la caída del socialismo que
la siguió y, de manera más cercana, la vuelta a la democracia tras las dictaduras militares de los
años 70. Ambos procesos se pueden ver ya, después de una década, de una manera esencialmente
distinta a las euforias que produjeron en la epidermis de los análisis.
A pesar del mesianismo con que fue saludada, a pesar de las esperanzas que se tejieron en
13 Se me ha criticado reiteradamente la afirmación de que esta sea una sociedad de abundancia. Los críticos dicen
que no se puede hablar de abundancia en un mundo donde hay cientos de millones de pobres extremos. Creo que
estos críticos se dejan llevar por sus buenas intenciones. El más mínimo cálculo muestra que en ninguna época y en
ninguna otra sociedad humana hasta hoy tanta gente, tanto en términos absolutos como relativos (!), tuvo acceso a
niveles de consumo tan altos. Quizás esta sea la primera época en la historia humana en que la escasez no es un dato
objetivo sino pura y flagrantemente social. Por primera vez la pobreza es auténticamente un escándalo. No sobra
gente en el mundo, no faltan alimentos. Lo que sobra es injusticia, hoy, por primera vez, de manera objetiva.
torno a ella, hoy es claro que la Perestroika no fue un choque entre la burocracia y el pueblo sino
entre dos sectores de la burocracia, uno ligado a la industria pesada, al ideologismo, al
armamentismo, y otro ligado a la tecnología avanzada, la ideología científica y las nuevas
técnicas de administración. No solo Yeltsin, también los nuevos “comunistas”, lo demuestran.
Hoy es ya demasiado obvio que la caída del socialismo no fue un triunfo para la
democracia, sino un triunfo, dentro de la burocracia progresista, del sector liberal por sobre los
sectores nacionalistas ligados débilmente a la utopía socialista. Es obvio incluso que cuando se
habla de "triunfo del sector liberal" no nos estamos refiriendo sino a la derrota masiva de esos
pueblos a manos de sus propios líderes, y de sus propias esperanzas enajenadas. Hablamos del
asalto masivo de las potencias occidentales sobre sus riquezas acumuladas, su mano de obra
calificada, sus recursos naturales. El énfasis en la apertura democrática formal no hace sino
ocultar la magnitud de la derrota. No hace más que presentar para nuestras falsas buenas
consciencias lo que no es sino el inicio de un saqueo colonial masivo.
Tampoco la caída de las dictaduras en América Latina ha sido un triunfo de la
democracia, ni de las luchas populares, sino la imposición de un marco que haga fluida la
economía de mercado, y que puede volver a cerrarse si no es viable. Nuevamente aquí el énfasis
en las formalidades democráticas, deteniéndose en el orgullo por las precariedades que se han
ganado, oculta la magnitud de lo que se ha perdido. Desde luego toda esperanza de desarrollo
autónomo, autosustentado. Desde luego toda esperanza de desarrollo equilibrado, con solidaridad
y justicia. El éxito económico que se obtiene parasitariamente de aceptar un lugar dependiente en
el mercado mundial, no hace sino sustentar el olvido y la indiferencia ante el drama de los
millones de marginados de la prosperidad ilusoria.
En términos generales, la democracia está en plena decadencia en el mundo entero. Las
altas abstenciones (USA, Polonia, Colombia), el viciamiento de los mecanismos de
representación, la existencia de poderes fuera del control público (como los ejércitos, o los
Bancos Centrales), la falta de diversidad efectiva en las propuestas políticas, la altísima
capacidad de manipulación de la opinión pública, sobre todo de los sectores marginados, así lo
muestran.
Ha habido en todo esto tanto enajenación burguesa como enajenación bolchevique.
Unos creían (y creen) que el liberalismo los liberaba del control estatal y hacía despegar
la iniciativa individual creadora, libre. Los otros creían (y aún creen) que sus procesos de
industrialización, promovidos y dominados por la burocracia, implicaban el gobierno del pueblo
y para el pueblo.
Los nuevos burócratas del campo capitalista, con su nueva derecha prepotente y audaz,
no creen en la bondad de la competencia ni en el valor real de la libre iniciativa; distinguen
perfectamente la ilusión de la realidad: y usan la ilusión liberal para promover la regulación y la
armonía burocrática.
Los nuevos burócratas del campo socialista no creen en la bondad de la propiedad social,
ni en el valor real del gobierno del pueblo y para el pueblo, sabían distinguir la ilusión de la
realidad: y usan la ilusión democrática para promover la nueva distribución del poder.
Ellos, en el concepto, no sufren la enajenación que viven. Los enajenados reales y
actuales son los antiguos burgueses y los antiguos burócratas. Son ellos los que siguen
contraponiendo capitalismo y socialismo como si estos entes abstractos fueran aún reales.
La nueva derecha y la Perestroika rompieron, a fines de los años 80, de manera profunda
las alineaciones clásicas de la confrontación social.
El problema que estaba expresado en la Perestroika no era entre la burocracia y el pueblo:
era entre antiguos burócratas, ligados al desarrollo industrial, y burócratas nuevos, que
intentaban asumir el esencial salto ocurrido en la base técnica del capital moderno en los años 60
y 70.
El problema del liberalismo de la nueva derecha no es entre partidarios y adversarios de
la intervención estatal: es entre formas de regulación asociadas a una fase superada y formas de
regulación que buscan expresar la dinámica nueva del capital que surge del salto tecnológico.
Los antiguos burócratas y los antiguos capitalistas y sus burocracias asociadas crecieron
bajo la lógica de la confrontación y la crisis, de la pobreza y el despliegue ideológico. Teodoro
Roosevelt y Stalin, Franklin Delano Roosevelt y Gorbachov: la confrontación dura o la
confrontación dinámica, pero los enemigos eran claros. Los nuevos burócratas y los nuevos
capitalistas operan sobre la base de la convergencia económica, política e ideológica, sobre la
base de la regulación, el incremento de los niveles de consumo y la des ideologización ilusoria.
De la confrontación a la paz, de la anarquía a la armonía, de la pobreza al consumo, del
ideologismo al examen científico, de la hostilidad al progreso: la Sociedad Burocrática podría ser
perfectamente muy atractiva para los que se dejen colonizar con ventajas.
Vivimos una época nueva, el mundo ha cambiado de signo, han pasado cosas
fundamentales que conmueven a la historia humana. Ninguno de estos cambios, en el nivel
material, sin embargo, es evidente. Una de las características demoníacas del nuevo dominio es
su capacidad de camuflaje. Ya no se trata sólo de una nueva clase que revoluciona el mundo de
manera espontánea, casi sin saberlo, como la burguesía en su época heroica. El asunto es peor.
Se trata de un dominio viejo, subrepticio, que ha estado constantemente a la sombra de la
irracionalidad burguesa, esa sombra que es la razón moderna, y que tras varios siglos de
enmendarle la plana a una cultura adolescente que vive en un mercado imperfecto, opaco,
irracional, lentamente ha adquirido consciencia de su poder y empieza a ejercerlo
conscientemente.
A diferencia del candoroso optimismo hegeliano o marxista la idea que tengo es que la
autoconciencia no tiene porqué conducir a la libertad: puede conducir de hecho al dominio
absoluto, a un dominio que sólo el cinismo más descarado puede llamar libertad.
El carácter real de la época nueva no es el auge de la democracia, ni las revolucionarias
posibilidades de la técnica o de la abundancia, o de la iniciativa privada revalorada, o del valor
redescubierto de "la diferencia". El carácter real es más bien el totalitarismo anestesiante, la
manipulación consumada, la enajenación agradable, el cinismo universal, la luz que ciega, la
abundancia que ahoga las consciencias, la estupidización progresiva, la demagogia galopante, la
venta de los ideales al mejor postor, o su inhabilitación bajo excusas "realistas".
Los nuevos “comunistas”, rusos o polacos, con sus mitos nacionalistas y sus fórmulas
cripto liberales no son sino la verdad profunda de lo que se llamó socialismo. La sociedad
burocrática que antes fue ideológica, puede hoy “civilizarse”, volver a la “normalidad”,
integrarse al progreso. En el caso de los rusos la disyuntiva dramática entre el saqueo propiciado
por Yeltsin y el “honor” reivindicado por la oposición nacionalista, no hace sino mostrar lo lejos
que se estuvo siempre del socialismo, y lo lejos que hemos estado, a lo largo de todo el siglo
veinte, del sueño bolchevique.
Los rusos defienden la propiedad privada, las Naciones Unidas respaldan la invasión de
Iraq, los norteamericanos protegen a los comunistas chinos, los alemanes se interesan por
Europa, Europa se declara tercermundista, los presidentes democráticos pagan las deudas que
contrajeron los dictadores, los socialistas prefieren la reconciliación a la justicia, los hindúes le
mandan alimentos a los rusos, los rusos invierten en USA, USA se deja colonizar por Japón: una
época realista, una época miserable.
4. El Poder Burocrático
a. Un nuevo poder, una nueva sociedad de clases
Vivimos ya la época de la completa articulación del mercado mundial. La dominación
social altamente tecnológica se ha extendido hasta el último rincón del planeta. Pero no es el
modo de producción capitalista el que ha llegado a hacer real este dominio mundial. La completa
articulación de la dominación se ha alcanzado sólo en la época del dominio burocrático, es decir,
en la época del capital trasnacionalizado y regulado. Hoy.
Hay sociedad industrial desde que los hombres descubren que ellos mismos son los
productores de las fuerzas productivas y, ejerciendo esta autoconciencia, llevan adelante la tarea
de su desarrollo consciente. Es a este desarrollo consciente al que se puede llamar revolución
industrial y, en el concepto, éste es el desarrollo que hay en la base de lo que llamamos
revolución en general. No hay una revolución industrial (ni dos, ni tres). La sociedad industrial
vive en permanente revolución.
La burguesía ha sido la primera clase revolucionaria en la historia humana. La revolución
forma parte de su lógica como clase. Pero revolucionar constantemente el modo de producir la
vida no es un privilegio exclusivo, ni natural, ni mágico, de los propietarios privados de los
medios de producción. Es más bien el conjunto de capacidades que caracteriza toda una época de
la historia humana, que la clase capitalista inicia, para luego perder progresivamente.
Las funciones de propietarios privados y la de innovadores tecnológicos convergieron
efectivamente durante los dos o tres primeros siglos del desarrollo de la burguesía, y luego
coincidieron de hecho en ella como resultado de la reducción de la tarea de innovación a trabajo
asalariado. Pero tanto la complejización de la gestión productiva, como la complejización del
desarrollo tecnológico mismo, hacen que la burguesía pierda progresivamente el arbitrio, que le
otorga en derecho la propiedad, sobre los momentos claves de la cadena de producción.
La socialización creciente de la producción social, que ya había sido señalada por Marx,
y que se expresa como progresiva interdependencia de todos los productores, tiene una
dimensión más profunda: ha alterado las formas de control de la división del trabajo y, a través
de esto, las formas de acceso de los distintos sectores sociales al producto social. Esto implica a
su vez un reordenamiento de las relaciones de clase en el cual deja de haber una sola forma de
usufructo, la que está expresada en el contrato y el trabajo asalariado, que domina y va
destruyendo a las demás, y aparece, en cambio, otra forma, que está expresada inicialmente en
los poderes de la gestión y la innovación tecnológica, que se hace competitiva con la forma
simple del trabajo asalariado.
Lo que sostengo es que el resultado de este proceso es que la socialización alcanza las
características de un modo de producción, incubado dentro del modo de producción capitalista, y
en virtud de su propia lógica de complejización. Sostengo que debemos ver a la dinámica entre
capitalismo y socialización como la oscilación que constituye a ese conjunto de relaciones
sociales de producción que llamamos genéricamente sociedad industrial. El “socialismo real”
puede ser considerado, a la luz de esta perspectiva histórica, más bien como un epifenómeno
político e ideológico de una dinámica que lo trasciende: la lenta formación, al interior del
capitalismo, de la forma social que lo contradice y supera.
Cuando consideramos esta oscilación histórica mayor, de la que surge la confrontación
actual de hegemonías en el bloque de las clases dominantes, vemos que el capitalismo ha basado
su predominio en el desarrollo de la técnica, lo ha expresado en la propiedad privada y la
ideología individualista, ha operado sobre la base de la iniciativa privada y la competencia, ha
vivido en medio de la anarquía de la producción y la crisis cíclica, ha apostado alternativamente
al liberalismo y a la protección estatal según los cambios, ocurridos a saltos, en la base técnica
del capital.
La burguesía buscó su legitimidad en la ideología de la propiedad privada. La burocracia,
como clase dominante, no requiere de ella: puede usufructuar del producto social, y prolongar la
enajenación y la estupidización del trabajo humano, sobre la base de la figura, también
ideológica, de la propiedad social.
La sociedad socializada basa su predominio en el control del desarrollo técnico más
avanzado, de la información y de las comunicaciones. Ha expresado ese control bajo las figuras
ideológicas de la responsabilidad y la propiedad social del capital. Opera sobre la base de la
iniciativa tecnificada y la regulación general, puede controlar y manipular el mercado y regular
las crisis, se mueve continuamente en dirección a la regulación creciente y la totalización de la
vida. El capitalismo, por su clase revolucionaria, pudo ser llamado Sociedad Burguesa. La
sociedad socializada, por la suya, puede ser llamada Sociedad Burocrática.
La relación entre capitalismo y socialización es una relación interna en el sentido de que
la propia dinámica de la Sociedad Burguesa conduce a la Sociedad Burocrática, con o sin
intervención de la voluntad revolucionaria. La sociedad capitalista, y las que se llamaron
socialistas, convergen, ambas, hacia la socialización general y el dominio burocrático.
Hoy sabemos que el mercado capitalista nunca fue y, quizás, nunca podía ser, un
mercado perfecto, regulado exclusivamente a través de la libre concurrencia. Por un lado las
infraestructuras productivas básicas han trascendido siempre la capacidad económica y el interés
de los capitalistas. Cuestiones tales como las redes viales, los primeros sistemas de navegación
de altura, las grandes obras de regadío, las modernas fuentes gigantes de energía, o la educación
masiva de la mano de obra y, en general, el fomento de cada nueva serie de medios de
producción que son necesarios para emprender los grandes saltos en las base técnica del capital,
han quedado entregadas, obligadamente y de hecho, a los Estados.
Por otro lado el mercado mismo ha requerido de una permanente y creciente intervención
estatal. Cuestiones tales como el resguardo de la paz social, tan necesario en las épocas de
acumulación de capital, en que el mercado del trabajo se convierte en una simple ficción bajo la
dictadura real, visible, y PROTEGIDA, del capital, por cierto trascienden la capacidad
económica y policial de los burgueses como tales. Las protecciones arancelarias y, en general, el
fomento organizado de los capitalismos nacionales. La regulación de la competencia, la
protección de la propiedad de la técnica, la regulación del contrato y, en general, de las
relaciones entre el capital y el trabajo. La regulación moderna, por último, de las crisis cíclicas a
través de la manipulación del dinero, del interés y del cambio, de los precios y de los empleos, de
la capacidad de compra y los ritmos de crecimiento. La historia del capitalismo, en suma, es
inseparable de la historia de la intervención creciente del Estado en la economía. En esta historia
la etapa en que el Estado es un propietario directo de medios de producción es contingente y, en
algunos sentidos, cíclica. Perfectamente puede el Estado privatizar sus bienes. No es la propiedad
lo que le da poder, como tampoco la propiedad es el origen del poder capitalista.
El control burocrático de los Estados, que crece continuamente desde el siglo XIX,
alcanza su explicitación doctrinaria en las políticas keynesianas y su culminación en la época del
capital trasnacionalizado. Si el fordismo fue su precursor encubierto, el ohnismo14 es la forma de
su nueva eficacia.
Los mismos grupos dominantes circulan de manera fluida y permanente en las
14 Ver Benjamín Coriat: “Pensar al revés”, Ed Siglo XXI, México, 1994. La expresión “onhismo” se refiere a los
nuevos principios de organización del trabajo industrial impulsados por Taiichi Ohno, y el “espíritu Toyota”.
direcciones de las grandes transnacionales, de los Estados, los ejércitos y la vida académica de
más alto nivel. Los mismos están presentes en la diversidad ficticia de la política y las
comunicaciones. La convergencia entre el gran capital industrial, tecnológico y financiero y los
intereses de los Estados se hace completa: las transnacionales usan a los Estados, los Estados
usan a las transnacionales. Estados y gran capital transnacional son progresivamente sólo dos
caras de la misma moneda, cuestión que es reforzada de manera aún más profunda y efectiva por
el progresivo aumento del poder de organismos de coordinación interestatal, como el Fondo
Monetario, la Comunidad Europea, el Banco Mundial o las conferencias económicas y políticas
entre los grandes países desarrollados.
La burocracia no requiere, hasta hoy, del poder político para ejercer su dominio de clase.
Puede ejercerlo implícitamente a través de diversas formas de pacto con la burguesía industrial y
financiera. Esta ha sido su manera concreta de ejercerlo hasta hoy, perfectamente podría seguir
siéndolo durante muchísimo tiempo.
No hay nada en la lógica de la burocracia, ni en la de ninguna clase dominante, que la
empuje al poder político. Las clases dominantes llegan al poder político empujadas
exteriormente. Su poder no depende de él. Puede ser desarrollado desde allí, articulado de
manera ideal, pero no forma parte de su lógica propia o, en concreto, no se es clase dominante
porque se tenga el poder político sino, al revés, se puede llegar a tener este poder si se es clase
dominante.
La irracionalidad creciente de las antiguas clases dominantes obliga a las nuevas a
tomarse el poder político explícito a pesar de que ya tienen el poder material. Las antiguas clases
dominantes no son irracionales en sí, se hacen progresivamente irracionales en la medida en que
crece y se impone una nueva lógica de dominio. Perdido el poder material el poder político se
convierte en su último bastión, intentan obtener desde allí la participación en el producto social
que se les dificulta progresivamente: "se abre así una época de revolución social".
En general esta irracionalidad puede resolverse. Sólo su forma extrema requiere de la
revolución violenta. Ni Alemania, ni Inglaterra, tuvieron revoluciones violentas. Ni USA, ni
Italia, ni Suecia, ni Holanda, ni Japón, ni Australia. La revolución violenta, armada, explícita,
política, es la excepción, no la regla. Las clases dominantes saben, en general, traspasar su poder
de manera razonable, es decir con la violencia brutal de la Razón, sobre todo porque no pueden
evitarlo. De esclavistas a señores, de señores a burgueses, de burgueses a burócratas: el proceso
material tiene siempre algo de inexorable.
La burocracia no debería, en general, tener necesidad de hacer revoluciones políticas,
explícitas, armadas. En USA, por ejemplo, el paso del dominio de la burguesía al dominio de la
burocracia es y será tan "racional" y "pacífico" como fue el paso del dominio señorial al dominio
burgués en Inglaterra.
En otros casos la burocracia se impone y se impondrá a través de conmociones violentas
pero que pueden NO aparecer como revoluciones. Es el caso de las dictaduras latinoamericanas
de los 70 y sus prolongaciones "democráticas" de los 80. Es el caso también de la aparente
"vuelta al capitalismo" en Europa del Este. El reemplazo de formas clásicas de control
burocrático por formas nuevas aparece como "contra revolución capitalista", espejismo análogo,
a la restauración "medieval" de la monarquía en la Francia post napoleónica.
Hoy sabemos que cuando, desde el siglo 13 en adelante, se discutía de religión en Europa
en realidad se discutían nuevos y muy nuevos problemas con palabras y símbolos antiguos.
El dominio burocrático apelará por muy largo tiempo a las dicotomías, ya hoy aparentes,
ilusorias, entre iniciativa privada y regulación estatal, o al dilema entre democracia y dictadura, o
a la tensión entre libertad individual e interés social, o entre propiedad privada y propiedad
social, o a la diferencia entre rescatar lo particular o someterse a la homogeneización. En una
época en que cada uno de los primeros términos de estas dicotomías es simplemente ficticio o ha
sido ahogado por el segundo de maneras estructuralmente nuevas, estas dicotomías pierden
sentido como tales.
La iniciativa privada sólo tiene factibilidad y sentido bajo el imperio de la regulación
creciente. Las democracias manipuladas, con altísimas abstenciones, con rotativas de partidos
idénticos son, en la práctica, dictaduras. La autonomía y la libertad personal y, en otro plano,
local o nacional, pierden todo sentido ante la manipulación de la socialización primaria o la red
de la interdependencia económica desigual. La propiedad social es un sofisma que encubre la
propiedad directamente administrada por la burocracia y que, sin embargo, esta no requiere para
ejercer su dominio sino en situaciones extremas: todo podría ser "privatizado" sin conmover al
poder burocrático como conjunto. El rescate de lo local o lo particular, de "la diferencia", es
irrisorio en una situación en que se cuenta con los medios técnicos suficientes como para
manipular la diversidad y hacerla, por esa vía, ilusoria.
El dominio burocrático se ejerce en dos planos fundamentales: el de la gestión productiva
inmediata y el de la gestión económica global. Durante siglos la burguesía logró a través del
dominio de la técnica, que revolucionaba constantemente, determinar y usufructuar de la división
social del trabajo. Este dominio de la técnica quedó expresado de manera jurídica, política e
ideológica en la figura de la propiedad privada, y en la forma correspondiente del trabajo
asalariado.
La creciente complejización de la gestión productiva, tanto en el plano técnico como
administrativo, tanto en volumen como en intensidad, ha alejado progresivamente a los
propietarios del control directo y efectivo de los medios de producción. El control burocrático
aparece aquí como una necesidad objetiva a partir del desarrollo de las fuerzas productivas: el
técnico, el científico, el administrador, el consejero, el experto, el gerente. Toda una capa social
que va lentamente convirtiéndose de dominada en dominante. De manera inorgánica, desigual,
sin consciencia efectiva de sí. Un proceso que no es muy diferente del ascenso de la burguesía al
interior de la lógica feudal en los siglos XI y XII.
Los dos espacios del poder objetivo de la burocracia se encuentran en el nivel de la
gestión productiva y en el de la gestión global. Pero la sociedad burocrática se reproduce más
allá de sus espacios de origen o de poder. Hay más burocratismo que el de los tecnócratas de la
empresa o del Estado. La dinámica del capitalismo, con sus continuos y revolucionarios
aumentos en la productividad, ha reducido progresivamente la fuerza de trabajo social
directamente ocupada en la producción de bienes materiales de consumo por un lado, y ha
tratado de regular las crisis de sobre producción por la vía de aumentar los niveles de consumo
por otro. Esto ha llevado a la necesidad, que cada vez más resulta de carácter estructural, de crear
capacidad de compra "artificial", en el sentido de que no deriva ya sólo del juego entre el trabajo
productivo, la retribución salario y el consumo consiguiente, sino que obedece directa y
explícitamente a la necesidad de dar salida a la producción. La industria armamentista, los
gigantescos sistemas de seguridad social, las enormes inversiones en investigación y desarrollo,
pueden ser consideradas en esta perspectiva.
Pero, por otro lado, desde un punto de vista social, esto ha llevado al revolucionario
aumento de la proporción de la población activa dedicada a lo que buenamente se llama
"servicios", a la que hay que sumar otros contingentes enormes que son distraídos de la
producción directa de bienes a través de diversos sistemas de subvención de su lugar económico
en la sociedad. Enormes burocracias estatales, enormes ejércitos, gigantescas masas
estudiantiles, enormes masas de jubilados, cesantes subvencionados o, incluso, sub empleados, a
través de intrincados sistemas de subvención indirecta que operan de hecho, sin políticas
conscientes que los apoyen.
Más allá del poder y del dominio, toda la sociedad se burocratiza en virtud de este tercer
origen de la burocracia como clase. En la época feudal todo hombre emprendedor pudo ser
"caballero" en alguna medida, desde el rey hasta el paje. En la sociedad burguesa todos pudieron
ser "burgueses" en alguna medida, desde Rockefeller hasta el que vende diarios o el recolector de
cartones (¡el micro empresario!). De la misma manera, en la sociedad burocrática todos pueden
ser burócratas, desde el presidente del Banco Mundial hasta el inspector de un liceo nocturno.
Burócratas grandes y pequeños, eficientes e ineficientes, poderosos e insignificantes, geniales o,
en general, mediocres, con poder para alterar la vida de muchos o de muy pocos, reemplazables
por computadoras o irremplazables.
Tres fuentes para la burocracia: el técnico, el gestor global, el burócrata endémico. Todos
los aspectos de la sociedad moderna se llenan de las marcas características de la manera
burocrática de gestión.
La pequeñez, el formalismo, los celos profesionales, la defensa de las pequeñas garantías,
la estupidez de lo que funciona sólo porque tiene que funcionar, la ineficiencia crónica en el
trabajo y la mentira disimulada en los informes de producción, la negligencia y la falsedad,
inundan la vida académica, científica, estatal, militar, civil.
Pero casi nunca de manera catastrófica. La índole del sistema es tal que siempre las cosas
deben funcionar en general: muchos podrían perder su trabajo si esto no ocurriera. El asunto no
es el paro general y desastroso sino, más bien, la marcha lenta, inorgánica, irracional, que
revienta de vez en cuando por aquí y por allá: una central nuclear que se funde, un avión de
guerra último modelo que es derribado en su primer combate, un telescopio espacial que no
funciona. Escándalos grandes pero breves que, así funciona todo, pueden ser tapados con
rapidez.
Y, junto a esto, el pequeño drama de la negligencia y la ineficiencia cotidiana: el
computador que cobra de más, las calles que se inundan con las lluvias, el trámite que se demora,
el semáforo que no funciona. Y, junto a esto, el parasitismo general: falsos post grados que sólo
sirven para llenar currículum, militares que nunca van a la guerra (salvo contra sus propios
pueblos), o que apenas van las pierden, funcionarios que justifican el trabajo de otros que los
justifican a ellos, programas de ayuda para el desarrollo que se pierden en miles de bolsillos
privados.
A pesar de lo que parece, no intento mostrar a la sociedad burocrática como
especialmente peor que otras sociedades de clase. Podría enumerar las brutalidades inhumanas
que la burguesía ha llamado libre iniciativa, o la humillación permanente de los sistemas
señoriales, o el despotismo absoluto del monarca esclavista. Pero no es ese el punto. La cuestión
es, más bien, indicar como la sociedad burocrática tiene miserias que le son específicas, y que
derivan de manera natural de la forma en que ejerce y reproduce su dominio.
El que una sociedad de clase sea peor o mejor que otra no es un asunto subjetivo, no
puede serlo, puesto que hasta las formas sociales que nos parecen más aberrantes han sido
capaces de crear ideologías que las hagan comprensibles y aceptables para sus propios
miembros. Es sólo desde la posibilidad de otra realidad que la realidad vivida se hace intolerable.
Para decirlo de alguna forma: sólo desde "más allá".
La burguesía creó el fantasma de una sociedad medieval oscura, despótica e irracional.
Sin considerar el hecho de que la burguesía ha atribuido una buena parte de sus propias
monstruosidades al pasado (el ejemplo típico es la Inquisición), hay buenas razones para
sospechar de esa imagen. (Y sin, por ello, salvar o exculpar a la época feudal). La época feudal
es oscura respecto de la cultura burguesa, no respecto de sí misma. Es irracional respecto de la
nueva lógica que la producción moderna inaugura. Es despótica para el burgués, o para el siervo
visto por el burgués, pero no lo es tanto para el siervo que se mira a sí mismo.
El mismo problema se produce al comparar los méritos de la sociedad burguesa con la
burocrática, salvo en un aspecto: la sociedad burocrática, como la medieval, resulta totalitaria en
su pretensión de armonía universal. La sociedad burguesa, por contraste, exhibe sin pudor su
carácter contradictorio y catastrófico.
Si hacemos esta salvedad, que a la hora de la consideración subjetiva resulta crítica,
podemos entender las críticas del proteccionismo burocrático al salvajismo burgués. Esto es,
prácticamente, muy relevante, puesto que allí tendremos la crítica real, de una formación social a
otra, es decir, la crítica de lo burgués que puede hacerse no desde los principios o desde las
utopías, sino desde la situación concreta que se ha establecido, voluntariamente o no.
Esto es relevante por que podremos entonces comparar la realidad del dominio
burocrático con las críticas que hace, y con nuestras utopías, es decir, podremos preguntarnos si
lo que dicen superar lo superan realmente y cómo, si lo que dicen lograr lo logran realmente, y
cómo. Y, también, por otro lado, si nuestras propias utopías rompen realmente con el continuo
represivo o son, meramente, extensiones populistas de las críticas que el control burocrático hace
a la burguesía en el curso de sus pugnas de clase.
Quizás este punto pueda entenderse mejor si consideramos la analogía histórica que
representa la posición del movimiento obrero respecto de la utopía burguesa. En la práctica el
movimiento obrero no hace sino apropiarse de la utopía burguesa, es decir, no pide sino lo que la
misma burguesía declara buscar, y que la irracionalidad, la espontaneidad de su práctica le
impide. Al hacerlo de esta manera el movimiento obrero no hace sino integrarse a la lógica del
dominio burgués: todas sus pretensiones podrían, en el límite, cumplirse bajo el mismo continuo
represivo, en la medida en que es racionalizado, en que es obligado a cumplir con su propia
lógica. Los obreros piden más consumo, para la burguesía el aumento de los niveles de consumo
no hace sino confirmar su propia lógica. Esto no sólo explica la progresiva asimilación del
movimiento obrero al sistema establecido, su progresiva asimilación a las políticas reformistas y
parlamentaristas sino que, también, explica su alianza natural con el poder burocrático. Tal como
la burguesía alguna vez armó a los campesinos contra los terratenientes, tal como los organizó
bajo sus utopías, persiguiendo en el fondo sus propios intereses, así ahora la burocracia, sépalo o
no, se pronuncia por los intereses del movimiento obrero, lo alinea bajo sus ideales de
racionalidad, orden y progreso.
En lo que la sociedad burocrática critica a la burguesa se puede discernir la utopía real, es
decir, la utopía que la anima de manera efectiva, más que la que declara en su discurso. A partir
de allí podremos confrontar la utopía operante, es decir, el discurso real y la vida misma, la
operación real. Y podremos confrontar, también, por otro lado, nuestra propia utopía real,
nuestro modo de proceder, el orden y la dirección de nuestras reivindicaciones concretas, para
comprobar si efectivamente estamos en la dirección del fin de la lucha de clases o, simplemente,
estamos agregando aguas al molino del dominio burocrático, que aún sin nuestra ayuda, podrá
ganar, tengámoslo por seguro, su propia guerra.
Estas confrontaciones pueden ser un buen principio para una crítica del nuevo poder y,
sobre todo, para una crítica de la inconsciencia con que nuestro voluntarismo se enfrenta a él.
La sociedad burocrática es, sin embargo, la más poderosa y sutil de la historia. Su
racionalidad abarcadora y abstracta es su poder. No sólo cuenta con ejércitos de militares, cuenta
además con ejércitos de periodistas, ejércitos de psicólogos, ejércitos de publicistas, que la
afirman de manera férrea al nivel más profundo de la vida cotidiana. El totalitarismo de la razón
científica, el poder abrumador del hedonismo y el halago corporal, el absurdo monstruoso del
dominio y la estupidización de todos por todos, alcanzan en ella su máxima expresión.
El poder de la sociedad burocrática alcanza su expresión más propia y eficaz en su
capacidad tecnológica para manipular la diversidad, para generar diversidad ilusoria, para
mantener una centralización interactiva del control, que considera las diferencias locales entre
los diversos sectores que administra y domina. A diferencia de la dominación clásica, en la
sociedad industrial, que ejercía la dominación a través de la homogeneización, de la nivelación
de las diferencias, de la uniformación creciente de los productos, las conductas, las aspiraciones,
la sociedad burocrática puede dominar en, y a través de, la diversidad. A través de ella disgrega a
los actores sociales en individuos puros, indefensos ante el poder de la administración global, o
en clases standardizadas de sujetos, funcionales a los patrones de la dominación.
Ante este poder la crítica opositora vuelve a repetir su enajenación clásica: no puede salir
del horizonte utópico de la sociedad que pretende destruir. Cuando el capitalismo podía ofrecer
homogeneización el movimiento popular pedía justamente igualdad, acceso uniforme al
consumo, productos masivos, reivindicaciones materiales. Ahora, cuando las sociedades
industriales avanzadas han adquirido la capacidad tecnológica suficiente como para manipular la
diversidad, la crítica que se pretende radical pide justamente el reconocimiento de lo local, de lo
diferente. Mientras la crítica se disgrega en lo local el poder sigue siendo uno. Uno que puede
manipular la disgregación.
El espectáculo triste de la enajenación de los distintos segmentos del movimiento popular
a lo largo del siglo XX debe servirnos de profunda lección. La sucesión se repite: frente popular,
intento revolucionario, política de consensos; feminismo liberal, feminismo radical, feminismo
de la otredad; teología modernizante, teología de la liberación, teología de la reconciliación;
teoría crítica, teoría revolucionaria, racionalidad comunicativa; ecologismo liberal, ecologismo
radical, ecologismo pragmático. Reconciliación, otredad, consenso, racionalidad comunicativa,
pragmatismo, son hoy algunos de los nombres de la disgregación manipulada, de la nueva escena
de la enajenación del pensamiento crítico.
El poder de la burocracia (como ninguno otro) no proviene de la política, sino del lugar
que, como clase tiene en la división del trabajo. La política, en su sentido moderno, como
ejercicio de la ciudadanía, o en cualquier otro, es un espacio de articulación de un poder que ya
existe, (o que quiere existir). Desde esa articulación que, por lo demás, no es la única posible, las
clases dominantes consolidan y ejercen formalmente el poder que han construido desde la base
material de las relaciones sociales. El espacio de la política moderna es un resultado, no el
origen, de las relaciones sociales modernas. ¿Necesita la burocracia este poder para construir su
hegemonía? No. ¿Lo necesita para consolidarla, es decir, para legitimar su dominio, y ejercerlo
formalmente? Sí.
En el fondo la vieja distinción que estoy usando es la diferencia gramsciana entre
hegemonía y gobierno. Gramsci fue el primero en proponer que una clase dominante puede ser
hegemónica sin ocupar aún el gobierno de la sociedad. En la construcción de las hegemonías
modernas en general la batalla por el espacio de la política ha sido la última en explicitarse y en
decidirse. Salvo, por cierto, en la voluntad revolucionaria, cuyo carácter y novedad consiste
justamente en proponerse invertir este proceso. Pero una cosa es que la voluntad revolucionaria
haya querido construir lo social conscientemente, desde el espacio de la política, y otra cosa es
que esto efectivamente haya ocurrido así. Sostengo que esta voluntad ha sido permanentemente
sobrepasada por la fuerza de la efectividad, y de no ver esta ineficacia de la política derivan una
buena parte de sus enajenaciones.
En concreto sostengo que el poder burocrático ha construido su hegemonía a espaldas de
la política burguesa, socavándola lentamente, y ha empezado de hecho a vaciarla completamente
de contenido. Hay múltiples procesos que apoyan esta hipótesis. El primero es la decadencia
general de los mecanismos de representación. El "desencanto" de la democracia, que no es sino
la experiencia de su ineficacia. El clientelismo creciente, y los mecanismos de auto perpetuación
de las élites políticas. La creciente manipulación de la ficción de representación. El conflicto del
experto versus el ciudadano en todas las decisiones públicas relevantes. Pero, más allá, el
segundo, es el proceso de decadencia de la ciudadanía misma. Los límites progresivos a la
libertad individual. La disgregación y la manipulación de la autonomía de la consciencia. La
decadencia de la experiencia de autonomía personal.
Como cualquier otro dominio moderno, la dictadura burocrática se puede ejercer bajo la
forma de una dictadura o bajo la forma de una democracia. La experiencia muestra que esta
segunda es más eficaz para consolidar el dominio, para revestirlo de la legitimidad que lo hace
operativo. La base de esta eficacia en el ideal clásico de la modernidad es que haya un consenso
social que la sustente. En el caso de la burocracia este consenso no tiene porqué ser real. Su
legitimidad puede articularse desde su capacidad tecnológica para producir consenso social de
manera ficticia, a través de la desmovilización política de hecho, a través de una fuerte ficción de
diálogo social, que encubre la manipulación, la interdependencia desigual entre los actores
políticos. El "consenso" actual sobre la política económica en Chile es una buena muestra de
algo que puede llegar a ser general. El "consenso" que se logra construir a propósito del
terrorismo, o a propósito de la ineficacia crónica del socialismo, son otros ejemplos. "Consensos"
que tienen un profundo impacto político, pero que no están básicamente construidos, ni
sustentados, en el espacio de la política.
3.- El Comunismo
a. Pensar el comunismo
Pensar en la ruptura posible del continuo represivo no es sino pensar en la verosimilitud y
en la viabilidad del comunismo. Es necesario pensar una vez más en el comunismo. El
socialismo, y sus fórmulas de transición, ha resultado ser una de las formas del nuevo dominio de
clase. El radicalismo vanguardista, más allá de su progresiva fragmentación, no hace sino
moverse en las coordenadas que este nuevo dominio de clase hace posible, y maneja mejor. Un
horizonte revolucionario exige, en cambio, volver a pensar tanto el concepto como la posibilidad
efectiva del comunismo. Tanto su fundamento, como los indicios en la realidad que lo hacen
imaginable para la voluntad. Pero tanto ese fundamento, como esa viabilidad posible exigen a su
vez pensar desde una nueva lógica, que vaya más allá de las dicotomías simples que presiden
tanto al pensamiento ilustrado como al romanticismo y, más allá, tanto a los neo romanticismos
como a las nuevas formas, radicalmente desencantadas, de la Ilustración.
La primera condición para pensar hoy en el comunismo es ir más allá de las nociones de
homogeneidad consumada, o individualidad consumada, entre otras cosas, y no la menor, porque
el sistema mismo ya ha ido más allá de ambas, ridiculizándolas, o vaciándolas de contenido.
Clásicamente la oposición se ha movido en el horizonte de lo que el poder puede dar, pero no ha
dado aún. Ante un poder homogeneizador, capaz de subir sustancialmente los niveles de vida de
grandes sectores de la población mundial, lo que se pedía era igualdad, mayor acceso al
consumo, casa, comida, educación para todos... homogeneidad. Cuando este poder reveló sus
aspectos totalizantes, su abrumadora monotonía, sus técnicas de disciplinamiento científicas, lo
que se pedía era el reconocimiento de las diferencias, el derecho a la individualidad real... anti
homogeneidad.
Aún es posible hoy poner el énfasis en los enormes sectores de la población mundial que
no acceden al mejoramiento de sus niveles de vida, y parecen alejarse cada vez más de ello. Y
ciertamente es posible aún el reclamo contra la totalización y el disciplinamiento. Es cierto que el
reverso de la abundancia de unos sectores es la espantosa pobreza de otros. Y es cierto que el
reverso de la diversidad aparente es su administración y vaciamiento. Sin embargo, hay que ver
más allá. Hay que ver los nuevos poderes que se mueven en las posibles, o aparentes, soluciones
de estos problemas. Y hay que proponer una perspectiva que vaya más allá de lo local y lo
reivindicativo. Una perspectiva revolucionaria.
La humanidad cuenta hoy con más recursos técnicos y productivos que en ninguna otra
época histórica. La productividad del trabajo crece constantemente. La producción efectiva, la
suma de los bienes crece, por mucho que se destruya en el despilfarro y en el consumo suntuario.
La diversidad manipulada contempla ahora, más que nunca, un espacio para los mecanismos
democráticos, por mucho que hayan sido sectorizados y vaciados de contenido. Esta es, creo, la
amplia base material que hace posible y consistente una política reformista. Podemos salvar el
medio ambiente, podemos llevar la abundancia a todo el planeta, podemos hacer que la vida en
las ciudades sea más humana. El asunto de fondo, sin embargo, es si la humanidad está
realmente en juego en todas estas operaciones, o si no resulta, en cambio, que no hacemos otra
cosa que vehiculizar y funcionalizar un nuevo dominio, nuevas formas de enajenación.
Un horizonte comunista permitiría resignificar la dirección y el contenido de toda política
reformista, allí donde estas políticas son, evidentemente, necesarias. Se trataría de dar un
contenido auténticamente humano a los cambios, sean estos radicales o no. La cuestión, por lo
tanto, cuando se trata de poner nuevamente el problema del comunismo en discusión, es qué
forma tendría una sociedad auténticamente humana.
Sostengo que una clave importante para esto es la idea de universalidad internamente
diferenciada. Se trata de pensar más allá de la homogeneidad consumada, que supone la felicidad
general sin diferencias, y más allá de la individualidad consumada, que supone a los individuos
como los sujetos de la felicidad posible. Es necesario distinguir, en términos lógicos, la mera
diversidad, susceptible de administración, la diferencia pura, en que la relación es exterior a los
términos, de la diferencia interna, en que una totalidad se realiza en la acción de los particulares
que produce, y a los que da sentido. Es necesario distinguir “totalización”, en que los particulares
son homogeneizados por lo universal, de “totalidad”, en que la universalidad consiste en el
operar de una diferencia interna. Propongo pensar al comunismo como un estado de
universalidad diferenciada, en que lo particular es producido, y sin embargo conserva su
diferencia como negatividad irreductible.
Si se observa la secuencia que va desde “objetivación” hasta “enajenación”, se verá que
hay una especie de “agravamiento” del problema, que culmina en la enajenación. La
objetivación, básica, esencial, es nada menos que la forma activa del Ser, en una ontología, por
cierto, poco convencional. El extrañamiento es una dimensión esencial a la objetivación, sin la
cual la diferencia interna no sería una diferencia real, sino que podría ser reabsorbida por lo
universal homogeneizador. La alienación y la cosificación son dimensiones intersubjetivas, que
derivan de situaciones históricas, que no tendrían porqué ser esenciales. La enajenación es la
forma de la historia de la sociedad de clases, la forma activa de la prehistoria humana.
Puestas las cosas en estos términos sostengo que el comunismo es un estado de la historia
humana en que la enajenación, la alienación y la cosificación, han sido superadas. Pero sostengo
que es también un estado que conserva la dimensión esencial del extrañamiento, de la diferencia
real, del conflicto. El comunismo no es un estado de felicidad general y homogénea, sino uno en
que la felicidad es posible. No es una sociedad en que no hay problemas, sino una en que los
problemas pueden resolverse. No es una sociedad en que los particulares se hacen uno con lo
universal, sino una sociedad en que lo particular puede reconocerse en el universal que lo
produce y le da sentido.
Dos cuestiones, entonces, son necesarias. La primera es establecer bajo qué condiciones
técnicas, bajo qué formas del trabajo, una situación como esta es posible. La otra es qué
contenidos pueden darse a ese reconocimiento posible entre los particulares producidos. Creo
que Herbert Marcuse fue uno de los muy pocos pensadores marxistas que se atrevió a plantear
ambos problemas, y desarrollo, en lo esencial, sus proposiciones.
Marcuse planteó seriamente, por primera vez, que una consecuencia subversiva del
trabajo altamente tecnológico era la progresiva disminución de la jornada laboral socialmente
necesaria para mantener la reproducción del sistema. Un problema que en los años sesenta no se
veía, y que apenas treinta años después ya es visible: el aumento potencial del tiempo libre,
debido a los aumentos revolucionarios de la productividad. También sabemos hoy cómo el
sistema ha tratado de evitar las consecuencias explosivas de esta situación. Una forma es
simplemente marginando de la producción a enormes y crecientes sectores de la población,
manteniendo lo que podría llamarse un “pleno empleo neo keynesiano”, es decir, una política de
pleno empleo, con jornada completa entre los integrados a la producción moderna, combinado
con la cesantía crónica y absoluta de enormes sectores marginados. La otra es el crecimiento
estratégico de la industria del espectáculo que administra ese tiempo libre, controlándolo de
manera confortable entre los integrados, y a duras penas entre los marginados.
El aumento de la productividad es, sin embargo, una cuestión permanente, y de fondo, en
un sistema industrial altamente tecnológico. De tal manera que la presión sobre el tiempo de
trabajo sigue y aumenta. En una sociedad comunista, con un altísimo desarrollo tecnológico, la
jornada de trabajo socialmente necesaria para reproducir el sistema se reducirá radicalmente,
tanto en términos cuantitativos como cualitativos. Por un lado el tiempo de trabajo socialmente
necesario será sustancialmente menor que el tiempo de trabajo libre. Por otro el tipo de trabajo
socialmente necesario será sustancialmente más humano que el actual. La reducción cuantitativa
hará posible que el espacio del reconocimiento y auto producción, el espacio de intercambio
auténticamente humano ocupe la mayor parte de nuestras vidas. La reducción cualitativa hará
que el espacio del trabajo socialmente necesario sea también un espacio de reconocimiento de los
particulares con el género que los hace posibles. Se puede concluir este razonamiento así: por
primera vez en la historia humana el comunismo es técnicamente posible, nuestra
responsabilidad, por tanto, se hace, por primera vez también, completamente política.
El último problema es quizás el primero, y el más grande. Es el problema de qué
contenido dar al movimiento del reconocimiento humano e, incluso, si se puede hablar de un
contenido semejante, es decir, de si hay propiamente un contenido que realizar. Sigo a Marcuse
otra vez en la idea de que un erotismo generalizado, receptivo, pacífico, puede ser pensado como
sustancia de la negatividad específicamente humana.
Es necesario sostener que una sustancia así es posible y realizable. Y hay dos palabras en
esta afirmación que deben ser enfatizadas: “necesario” y “sustancia”. “Es necesario” significa
que no es para el saber que habría una sustancia tal, sino para la voluntad, que, en su realización,
se confirma a sí misma. El impulso de un erotismo generalizado pacífico no es una constatación
de la voluntad, sino su misma esencia. Es, con las connotaciones sexuales que esa expresión
implica, el ser y motor a la vez, de una voluntad que, en términos lógicos, meramente abstractos,
puede llamarse negatividad. La cuestión aquí es de tipo lógico: la voluntad no se caracteriza por
poseer una negatividad intrínseca, o por el que esa negatividad sea de tipo erótica, sino que, de
manera esencial, es eso. La voluntad, la negatividad, el erotismo generalizado, son la misma
cosa. Y el mérito de ese matiz que llamamos erotismo es que refiere el núcleo de la voluntad a
experiencias intuidas, experimentadas, cotidianamente. A menos, claro, que no hayamos sido
completamente anestesiados por la vida mediocre. Y es a esa coincidencia activa entre
negatividad, voluntad y erotismo, a la que se puede llamar propiamente, de nuevo en una lógica
no convencional, “sustancia”: una sustancia que es sujeto, como lo ha pensado Hegel.
La presión sobre el tiempo de trabajo socialmente necesario, y la vinculación profunda
entre el agrado administrado, por muy frustrante que sea, y el erotismo que constituye a la
voluntad, son las fuerzas materiales que hacen que el comunismo sea una idea verosímil. La
locura de la voluntad comunista no es, ni más ni menos, que la que el poder decreta para los que
sospechan las claves de su superación. Una revolución anti capitalista y anti burocrática es
posible. No soñamos sino aquellas cosas para las que, de una u otra forma, ya existen las
premisas necesarias de su realización. Toda reivindicación reformista, toda iniciativa radical,
puede inscribirse en el horizonte de la revolución comunista. Y yo creo que los que creen que el
comunismo es posible deberían rescatar este nombre, antiguo y noble, del estigma burocrático, o
de la sonriente dominación que lo ridiculiza.
b. El comunismo es necesario
Puestas las cosas en los términos anteriores, podemos hoy decir por qué una revolución
es necesaria, y no simplemente una perspectiva reformista. Y por qué la revolución es posible, en
el sentido de indicar qué aspectos de la realidad apuntan hacia su posibilidad.
Clásicamente la necesidad de la revolución se enunciaba a través de las que se llamaban
"contradicciones fundamentales" del sistema. Hoy también es posible ese ejercicio. En primer
lugar, como ya he indicado más arriba, la revolución es necesaria, por la guerra no convencional,
permanente y soterrada, entre los integrados y los excluidos del sistema de la producción
moderna, contradicción esencial, respecto de la cual los reformistas siempre llegarán atrasados
con su filantropía, mientras sigue, sin tregua, el exterminio de los pobres más pobres del planeta.
Es decir, para decirlo en los términos que he definido en el apartado anterior, la enajenación en la
pobreza se agrava como nunca antes en la historia humana.
En segundo lugar, hay una contradicción profunda entre el aumento de la calidad de vida
a nivel particular y la degradación general del ambiente, es decir, de las condiciones en que esas
vidas se desarrollan. Cada vez es más cómodo vivir en un mundo en que ya no vale la pena vivir.
Cada vez es más fácil tener auto en un mundo en que es cada vez más frustrante viajar en auto.
Cada vez nuestros sistemas de ventilación hogareños son mejores, y cada vez procesan más
smog.
Esto encuentra, a su vez, su fundamento, en la contradicción, más profunda, entre la
posibilidad creciente de acceso al consumo y la frustración que produce el consumo, aún cuando
es gozado. Es decir, encuentra su fundamento en el hecho de que el agrado que produce el
consumo es frustrante, se traduce en mediocridad de la vida, en fragmentación, en stress. Y este
es un punto crucial en que estamos muy lejos de los cálculos de Marx: hoy es perfectamente
posible la enajenación, y el dolor de la enajenación, en medio de la abundancia.
En cuarto lugar, hay una contradicción a gran escala entre la reducción progresiva del
trabajo socialmente necesario, por la alta tecnología, lo que produce un sistema de altísima
productividad, que genera enormes cantidades de productos, y que requiere, en cambio, cada vez
menos trabajadores, que serían, al menos en principio, los que, a través de sus salarios, podrían
comprar todos esos bienes. Esto obliga al sistema a mantener la capacidad de compra a costa de
crear trabajos improductivos o suntuarios, trabajos inútiles, cuya única funcionalidad económica
es que permiten la capacidad de compra que hace posible realizar el capital invertido. Empleos
estupidizantes, autolegitimados, inerciales, en los que hay que estar constantemente levantando
el ánimo para que no aflore la mediocridad general, la tautología del sin sentido, sin más
racionalidad que la irracionalidad del mundo.
No hay que olvidar, sin embargo, en este punto, que la capacidad para generar empleo
improductivo tiene límites o, en la práctica, es muchísimo más lenta que lo que los reformistas
quisieran, de tal manera que un efecto inmediato de esta contradicción es que cada día se
incrementan, al menos en sentido absoluto, numéricamente, los excluidos de la producción
moderna, sobre todo en las regiones de industrialización clásica, lo que ha generado la aparición
de enormes bolsones de tercer mundo en lo que era el primer mundo, como en las ciudades del
acero en Inglaterra, o del automóvil en Alemania.
En quinto lugar, hay una contradicción entre el aumento radical de la intensidad del
trabajo y las posibles pérdidas por fallos en la cadena productiva desagregada, articulada a nivel
internacional. Esto genera dos cuestiones graves. Una es que el sistema de la producción se hace
tan complejo que es cada vez más inmanejable, y los más simples errores redundan en fallos
catastróficos, con enormes pérdidas de capital. El caso de las centrales nucleares es ejemplar. El
caso de los sistemas de tránsito, o de teléfonos, o de agua potable, en las grandes ciudades, es
cotidiano. Las pérdidas gigantescas de capital financiero generadas por errores, voluntarios o
simplemente inesperados, que se propagan por un sistema altamente interconectado, son cada día
más comunes. Los colapsos en los sistemas computacionales que manejan la información en los
aeropuertos, en los bancos, en los sistemas de noticias, son cosa de cada día.
Pero, por otro lado, la altísima intensidad del trabajo y, en general, de la vida diaria,
genera un nuevo tipo de cansancio, no simplemente físico, muy distinto al cansancio clásico. Un
cansancio neuro muscular, que se expresa en enfermedades psicosomáticas endémicas, que
afectan directamente a medios de producción que requieren del involucramiento subjetivo del
trabajador en la tarea de producción. Al respecto quizás conviene recordar en este punto la idea
muy clásica, del marxismo clásico, de que habría una contradicción principal entre las muchas
contradicciones del sistema. Esa era, por cierto, la contradicción burguesía - proletariado. Hoy
creo que la contradicción principal sería entre los grandes burócratas, administradores del
mundo, y los productores directos. Sin embargo, esa vieja idea tenía, en realidad, dos
componentes. Por un lado se apuntaba al hecho objetivo de la contradicción de clase, pero, por
otro lado, se apuntaba a una cuestión subjetiva: a la burguesía como representante de un modo de
vida. Se podía criticar a alguien por "ser burgués", y eso connotaba individualismo, egoísmo,
falta de cariño real por los demás. Si se me preguntara, en el mismo plano, cual es hoy la
contradicción principal subjetiva en el sistema de la dominación burocrática, yo diría que es la
mediocridad de la vida. Pueden tener sus autos, pueden tener sus computadores y sus equipos de
sonido, pueden sentirse buenos y vivir cómodamente, pero de todas maneras viven como perros,
y los saben, en el fondo lo saben. Unos viven como perro Fifí, faldero, servil, disponible para los
cariños y las patadas aleatorias del poder. Otros simplemente como perros callejeros, juntando
cartones, o pidiendo eternamente trabajo, por mucho que los alcaldes de derecha los hayan
convencido para votar por ellos.
El cansancio de nuevo tipo, no sólo entre los que trabajan frente a interfases de enorme
intensidad productiva sino, incluso, entre los que no trabajan, y viven el cansancio permanente
de ver día a día como los otros consumen, hace que la industria del espectáculo adquiera un
carácter estratégico. Sólo un enorme circo, llevado directa y eficientemente casa a casa, una
enorme feria de variedad ilusoria y de olvido, puede mantenernos amarrados a la torpeza de la
vida mediocre, y lo hace, y lo hace con mucha eficacia.
Es importante notar que todas estas, a las que he llamado “contradicciones básicas” del
sistema, tienen relación directa con la subjetividad o, más exactamente, intentan ligar datos
estructurales “objetivos” con los efectos subjetivos que se seguirían de ellos. Este procedimiento
es esencial, tanto teórica como políticamente. Desde un punto de vista teórico el punto es que
nunca, ninguna contradicción que pueda llamarse “objetiva”, puede convertirse en fuerza social
de cambio si no es por los efectos que produce sobre la subjetividad. Si se trata de la revolución,
no simplemente de la ceguera del automatismo histórico enajenado, el efecto de la dominación
sobre la subjetividad es esencial. Y, por lo mismo, este es también un punto esencial desde un
punto de vista político. Se trata, en una sociedad altamente tecnológica, de encontrar las
contradicciones que puedan mover a la voluntad sobre todo en sectores sociales en que la
pobreza “objetiva” no es necesariamente apremiante.
c. El comunismo es posible
Cuando digo que la revolución es posible no quiero referirme a las circunstancias
políticas concretas que la acercan o la alejan de nuestro horizonte cotidiano. Tampoco Marx sacó
cuentas tan contingentes. No podía hacerlo, no necesitaba hacerlo. Lo que necesitamos es
mostrar que ya están dadas en el mundo las condiciones que hacen posible el comunismo, y que
existe, en la realidad, un horizonte para la política, por mucho que la tarea aparezca como lejana
y enormemente difícil. No vamos a la revolución porque creamos que vamos a ganarla, vamos
simplemente porque creemos que es necesaria, y creemos que es preferible correr el riesgo que
seguir amarrados a esta libertad ilusoria que es la tolerancia represiva. Los oportunistas, los
políticos, y los canallas, sólo dan las peleas que pueden ganar. Los caballeros, en cambio, los
revolucionarios, y los ingenuos, damos las peleas que debemos dar.
La revolución es posible porque ya existe la capacidad tecnológica suficiente como para
repartir el trabajo socialmente necesario, reduciendo sustancialmente la jornada laboral
socialmente obligatoria para mantener la productividad moderna, y aumentando sustancialmente
el tiempo libre de los ciudadanos. Y existe la capacidad tecnológica suficiente como para hacer
sustancialmente más humano ese trabajo socialmente obligatorio, que ocupará una parte menor
en nuestras vidas. Y existen los técnicos, los trabajadores altamente cualificados que pueden
hacerlo.
La revolución es posible porque ya es posible la completa articulación del mercado
mundial, a través de la extensión masiva y revolucionaria de los estándares de vida más
avanzados hasta cubrir a todos los sectores de la población humana. Existe la tecnología
adecuada como para democratizar radicalmente las comunicaciones y la educación, el acceso a la
cultura y a la salud, el acceso a la vivienda, y la construcción de ciudades a escala humana, en
que se pueda vivir realmente cara a cara, sin estar por ello desconectados del sistema mundial de
producción altamente tecnológica.
La revolución es posible porque existe la capacidad tecnológica como para contraponer a
la diversidad simple, y manipulada, una universalidad del género, diferenciada, de particulares
autónomos, que adquieren sentido en su pertenencia. Estos tres primeros puntos se pueden
resumir así: la revolución es hoy, desde un punto de vista técnico, plenamente posible.
Esto implica una visión claramente definida de lo que puede ser el comunismo. Es una
sociedad en que el tiempo de trabajo socialmente necesario para mantener el sistema de la
producción altamente tecnológica a nivel mundial ha sido repartido, a partir de una amplia
democratización del saber, haciendo que la jornada laboral socialmente obligatoria sea
sustancialmente menor que el espacio del tiempo libre. Es decir, que habrá superado las
compulsiones que creaba la división social del trabajo en la prehistoria humana. Una sociedad en
que el trabajo obligatorio será sustancialmente más humano de lo que es hoy día, y en que el
tiempo libre estará ocupado por el trabajo libre, y no por la industria del espectáculo. Una
sociedad en que es la belleza, y no la verdad, el centro de su forma ideológica. Una sociedad en
que la erotización general de las relaciones sociales permitirá el reconocimiento humano sin más
mediación que el trabajo libre, y en que el sexo reerotizado es una opción, más que un dato de la
dominación, naturalizado por el poder. Una sociedad en que habrá desaparecido la enajenación, y
en que el extrañamiento y la alienación son plenamente restaurables, aunque aparezcan una y
otra vez. Una sociedad en que los productores directos controlarán democráticamente la
producción social. Una sociedad de seres humanos libres.
Sin embargo la posibilidad sólo puede hacerse real si hay una voluntad que la promueva.
Para poder creer que esa voluntad es posible es necesario creer que el cansancio, el hastío, el gris
sofocante de la vida mediocre, la guerra permanente con los excluidos, la degradación general de
los estándares globales de vida, le ponen un límite a lo que la industria del espectáculo pueda
administrar. Que la enajenación del agrado frustrante tiene un límite. Y que ese es el fundamento
desde el cual esa voluntad revolucionaria puede formarse. Existen las condiciones objetivas,
puede existir la vida política concreta que la realice.
Para que esa voluntad revolucionaria sea posible es necesario, en primer término, ir más
allá de la derrota, y de las infinitas secuelas de desencanto, académico, cotidiano, político, que
nos ha dejado la derrota. Dar un salto hacia el futuro, abandonar esas experiencias que no son
sino nuestros fracasos, inventar, empezar de nuevo.
Es necesario dar una batalla en el campo de la subjetividad, que es el campo en que
actualmente se consuma el dominio, por debajo de la consciencia. Y esa batalla se puede dar a
través de una radical erotización de la vida política y cotidiana. Una erotización que llene de vida
a la sexualización cosista y manipuladora, una erotización que ponga a la belleza en el centro de
nuestras luchas. Una batalla en que se reconozca, más allá de la diversidad manipulable, a la gran
humanidad, que es el universal que nos congrega. Erotización y universalidad, dos cuestiones de
fondo que el sistema no puede dar.
c. La idea de explotación
La línea de argumentación del apartado anterior tiene relación con otro punto que está en
el orden de los fundamentos: la idea de explotación.
No somos felices porque hay poderes que nos dominan, dificultan nuestra libertad, hacen,
estando nosotros mismos implicados en ello, un mundo que nos resulta extraño y enemigo. Una
intuición fundante del marxismo es que esas dominaciones tienen su origen en la explotación del
hombre por el hombre.
Es necesario para especificar este concepto, en primer lugar, distinguir entre
“dominación” y “explotación”. Uso “dominación” como un término amplio, que implica en
general una diferencia de poder y un ejercicio de la ventaja para someter a otro. Un sometimiento
que implica la obtención de un beneficio, aunque sea el mero beneficio de la satisfacción de
someter. Uso “explotación” como un término más restrictivo: implica extraer valor del otro y
apropiárselo. En esta distinción, dominación es un término eminentemente político, lo que está
en juego en ella es el poder. Explotación, en cambio, es un término eminentemente económico,
lo que está en juego es el beneficio y el valor.
En general la idea de una teoría social que ha optado por pensar el conflicto como
constitutivo y fundante, es que las relaciones sociales se constituyen en torno a conflictos que
implican dominación y explotación. Como mínimo los grupos sociales, su consciencia, su unidad
posible de intereses, se formarían en torno a estos conflictos. Sobre esa base habría que
especificar bajo qué condiciones se puede hablar de “clases sociales” y de “lucha de clases”.
Desde luego, tras el concepto de dominación habría que especificar una teoría del poder, y tras el
concepto de explotación una teoría sobre las formas de extracción y apropiación del valor, y las
condiciones que lo hacen posible.
Al menos, desde un punto de vista marxista, es necesario aceptar dos opciones. Una: que
no hay en el hombre un afán primigenio y autónomo por el poder, por la dominación en sí, como
el mero deseo de deseo, o una “voluntad de poder”. No lo hay como no hay ningún otro afán
primigenio, o natural, que caracterice o limite a la voluntad humana. La otra opción es que las
situaciones de dominación deben ponerse siempre en conexión con relaciones de explotación,
que las fundamentan y les dan sentido. Se busca el poder para asegurar la permanencia de la
explotación, es decir, para asegurar el beneficio que resulta de extraer valor de otro. Puede haber
explotación sin dominación (transferencias desiguales de valor que no implique una particular
relación desigual de poder, como es el caso de las transferencias de valor al interior del proceso
de reproducción del capital, entre sectores de capitalistas), pero no puede haber dominación sin
explotación.
Lo que está en juego en esta segunda opción es una de las críticas más frecuentes al
marxismo clásico, aquella que sostiene que las relaciones de explotación no pueden dar cuenta
de todas las relaciones conflictivas que se encuentran en una sociedad. Según esta crítica,
originaria de Weber (por ejemplo, en “Economía y Sociedad”), conflictos como los que se dan
en las relaciones de género, o en la discriminación social o étnica, escaparían a la lógica de la
mera extracción de valor, y estarían en juego, en cambio, otras dimensiones de lo social, no
reductibles a las variables económicas. Relaciones de diferencias culturales, sexuales, étnicas, de
status, etcétera.
Frente a esto lo que me importa sostener es la centralidad y la necesidad de la idea de
explotación para un horizonte comunista. Sostengo, en primer término, que desde un punto de
vista empírico, aunque no toda relación de dominación se pueda correlacionar de manera
inmediata con una relación de explotación que la explique, habría que aceptar como mínimo que
originariamente, sí estuvo relacionada con una forma de explotación, aunque luego, en el curso
de la complejización de la división del trabajo, se haya vuelto autónoma, y se haya perdido la
relación fundante que le dio origen y sentido. Es posible que hoy las relaciones de dominación
entre los sexos no se relacionen siempre con formas de explotación mercantil definidas, pero
provienen de contextos en que eso era lo que las hacía necesarias. Esta es una cuestión empírica,
que habría que investigar antropológicamente en cada forma de dominación que nos interese
develar de manera marxista.
Sin embargo, el problema de fondo es más profundo, y no es realmente empírico, sino
que tiene que ver con la noción misma de valor y de extracción de valor. Sostengo que la crítica
iniciada por Weber se sostiene sólo si se acepta que la única forma del valor es el valor de
cambio. Si entendemos la explotación como apropiación de valor de cambio, entonces por cierto
que no podremos dar cuenta de toda la complejidad de lo social o, dicho de otro modo, es cierto
que no todas las relaciones sociales son relaciones de tipo mercantil, aunque estén bajo el
imperio dominante de las relaciones mercantiles.
Sostengo que es necesario, para evitar el reduccionismo económico, y mantener en
cambio la idea de explotación, ampliar esta idea desde la simple apropiación de valor en la forma
de valor de cambio hasta todas las situaciones de apropiación de valor en general, es decir, a toda
forma de relación humana en que hay pérdida y apropiación desigual de humanidad. La idea de
explotación queda ligada de esta manera más firmemente a la idea de cosificación y enajenación
que a sus expresiones, más particulares, en las relaciones mercantiles.
Si se sigue el camino de restringir la idea de explotación a la apropiación de valores de
cambio se hace inevitable distinguir entre dominación y explotación, y aceptar que puede haber
dominación sin que haya explotación (como, por ejemplo, en el sometimiento de la esposa al
esposo en el matrimonio patriarcal), y se hace inevitable también la idea de que hay traspasos,
incluso ventajosos de valor, sin que haya dominación de por medio (como los que ocurren entre
los sectores productivos en el proceso de reproducción del capital).
En el extremo, de este razonamiento se podría seguir incluso la idea de que sólo habría
explotación en las sociedades en que hay mercado, o en que el mercado es el principal mediador
de las relaciones sociales, con lo que, por ejemplo, se podría presentar a las sociedades feudales
como sociedades de “cooperación” en torno a intereses comunes y servicios recíprocos (defensa
mutua, vasallaje a cambio de protección). No sólo habría que abandonar la idea de que el
marxismo puede constituirse como una teoría abarcante, que da cuenta de las líneas generales del
conjunto de la historia humana, sino que, además, por esa misma vía, se podría ensayar una
visión de la sociedad burocrática como una sociedad en que se han recuperado las solidaridades
y los servicios recíprocos, al estilo feudal, pero sin oscurantismo religioso. El primer efecto
implica, en mi opinión, un sacrificio teórico sustantivo: creo que el marxismo no puede
abandonar la pretensión de dar cuenta del conjunto de la historia humana. El segundo efecto, que
es central, me parece simplemente inaceptable: limitar la idea de explotación a su dimensión
meramente económica abre las puertas de par en par a la racionalización ideológica del poder
burocrático. Y creo que estas pretensiones ya son visibles en buena parte de la actualidad
ideológica del sistema de dominación emergente.
Pero, además, sostengo que la centralidad de la idea de explotación es necesaria para
mantener dos nociones sin las cuales difícilmente se puede hablar de marxismo: la idea de que
las relaciones sociales están constituidas en torno a antagonismos básicos, y no sólo a conflictos,
y la idea de que estos antagonismos sólo pueden resolverse a través de un proceso
revolucionario.
Una connotación esencial de la idea de explotación es que las relaciones que se
constituyen en torno a ella son antagónicas, no solamente conflictivas. Es necesario, para hablar
de explotación, sostener que los intereses establecidos en torno a la apropiación de valor son
constitutivos de sus actores y, en esa medida, la relación de explotación les es vitalmente
esencial, compromete profundamente sus existencias, hasta el grado de la enajenación y de la
racionalización ideológica consiguiente. Como hemos establecido más arriba, las situaciones de
enajenación son trágicas en el sentido de que escapan a la consciencia de sus actores, y no puede
resolverse, entonces, por un mero esfuerzo de la consciencia y el diálogo. En la misma medida
en que la explotación constituye a sus actores, la salida de la explotación requiere de un proceso
que revolucione esta situación, que termine con el modo de vida cosificado que los domina.
Enajenación, explotación, antagonismo y revolución son conceptos correlativos, que constituyen
una unidad sin la cual un horizonte comunista no es imaginable de manera política y concreta,
sino que se transforma en un mero ideal, en una mera declaración de buenas intenciones.
Es por esto que sostengo que la postulación de un marxismo revolucionario requiere
mantener la conexión entre la necesidad de una transformación global y revolucionaria de la
sociedad, en el plano práctico, y un principio explicativo global que la fundamente en la teoría.
Este principio explicativo es la idea de explotación. Es por que la sociedad se ha constituido en
torno a relaciones de explotación que una revolución es necesaria.
Es necesario sin embargo, para esto, ampliar la idea de explotación a todas las
transferencias de valor en general que implican una distribución desigual y cosificadora del
valor. Entender por explotación tanto la extracción de valor y su apropiación diferencial
(desvalorización), como las acciones que impiden la valorización del otro en función de
mantener esa apropiación diferencial. Entender por explotación, en suma, toda transferencia de
humanidad que tiene como efecto la deshumanización de una o de ambas partes.
A partir de este concepto general la extracción y apropiación diferencial de valor de
cambio, en las sociedades reguladas por relaciones de mercado, resulta un modo específico,
extremadamente importante por cierto, pero que no agota las formas posibles de la
deshumanización, que es el problema de fondo contra el que se creó y desarrolló la crítica
marxista.
Esto es tan relevante que me importa concretarlo al menos en un ejemplo. Lo que quiero
decir, cuando afirmo que la relación de género imperante es una relación de explotación, es que
lo que la mujer produce, en los roles que le son forzosamente asignados en el marco de su
dominación, es decir, respaldo, seguridad, estabilidad, afecto, es apropiado por el hombre, que
usa estos valores como insumos para lo que él mismo produce (hay transferencia diferencial y
desventajosa de valor, desvalorización) y, a la inversa, que la mantención de esta situación
genera y requiere de una estado de cosas que impide la producción libre de otros valores por la
mujer (impedimento, nuevamente desventajoso de valorización). Por ambos lados se configura
una situación de desigualdad y cosificación. Pero, más todavía, una relación en que la
valorización de uno genera y requiere de la desvalorización (e impedimento de valorización) del
otro, es decir, una situación antagónica.
Es en torno a esta asimetría, y a su servicio, que se configuran las relaciones de
dominación correspondientes, la imposición de un reparto funcional de poder. A través de la
fuerza física, a través del contrato, a través de la coacción simbólica que implica toda una cultura
ordenada en torno a su racionalización. En torno a ella se construye a su vez el entramado
político y jurídico que da la forma de la fuerza, ahora socialmente “aceptada”, tanto para fijar el
“orden” como para contemplar su trasgresión, y el carácter y castigo de las transgresiones
posibles.
El punto relevante de este ejemplo es que hablo de explotación aunque la transferencia
desigual de valor no se exprese en valores de cambio, o en equivalentes de dinero. Es decir,
aunque no se trate propiamente de una relación mercantil. El sentido político de esta ampliación
es la hipótesis de que las formas mercantiles de la explotación podrían ser sobrepasadas, o
sustancialmente ensombrecidas por formas de vasallaje que implique intercambios no
mercantiles, y que mantengan sin embargo las situaciones de cosificación y enajenación propias
de una sociedad de clases. Eso es justamente lo que creo que ocurrirá, y ocurre ya, en la
dominación burocrática.
En el caso de las relaciones de género, es perfectamente posible describirlas, en la
sociedad capitalista, como relaciones totalmente mercantiles. En la medida en que esta es la
tendencia básica que define al capitalismo, no es extraño que incluso las relaciones de género
hayan llegado a expresarse como relaciones contractuales, y a ser legisladas por analogía expresa
a los contratos de compra y venta. Sin embargo, es bastante obvio que la cosificación de la mujer
es muy anterior a la sociedad capitalista. Una relación de explotación mucho más antigua, en
cuyo origen intervienen otras variables, ha llegado, bajo el capitalismo a tomar la forma
imperante de la explotación. Esto es, teóricamente, muy relevante.
No todas las situaciones de explotación contemporáneas tienen su origen en el
capitalismo. Históricamente hay relaciones de explotación que se van acumulando de una
sociedad a otra, y van tomando las formas que allí imperan. Desde luego el capitalismo no es el
origen sino sólo una forma de la enajenación humana en general. Ha habido otras antes, y puede
haber otras después. Es esencial, sin embargo, sostener que en cada formación social hay una
forma, un tipo, de relación de explotación central y determinante, hacia el que tienden las
relaciones de explotación heredadas y las nuevas. Dos cuestiones, teóricas y prácticas están en
juego en esta necesidad: una es que las relaciones de explotación deben ser consideradas como
relaciones sociales globales, otra, estrechamente relacionada, es que sólo en la medida en que se
postula que hay una forma de explotación central se puede postular que la revolución es también
un proceso social global.
La primera cuestión es que cuando hablo de traspasos diferenciales y cosificadores de
valor no me estoy refiriendo a lo que un individuo, o agente particular, hace sobre otro, sino a
una relación social, a una situación global que tiene un carácter constituyente. No es que hay
unos individuos que, en virtud de sus características históricas, explotan a otros. Es al revés. Es
la existencia de una situación global la que hace posible y reproduce una y otra vez a los
individuos que la realizan. El proceso, como conjunto, hace a los individuos, y excede en
particular su consciencia al constituirlos o, mejor, los construye incluyendo la consciencia que
les resulta funcional y legitimadora.
Lo que sostengo no es que la constitución de los agentes sociales particulares esté
absolutamente fuera de su control y que se imponga como un mecanismo inexorable, al estilo de
los antiguos mitos deterministas que inventó la modernidad. Lo que sostengo es que esa
constitución excede la consciencia particular, en el agente particular. Ni excede al proceso
histórico en general, ni la consciencia constituida puede considerarse inmutable. Lo que ocurre
simplemente, mucho más acá de las tesis deterministas, es que es necesario conceder que todos
los agentes particulares hacen lo que hacen (explotan, se dejan explotar) en virtud de muy buenas
razones (particulares), y que, desde el punto de vista de sus vidas particulares no hay ninguna
irracionalidad manifiesta e insoportable, sino más bien un vasto conjunto de racionalizaciones y
resignaciones que hacen que la vida (particular) sea perfectamente vivible, a pesar de los grados
de increíble miseria material y espiritual que se alcanzan tan frecuentemente en las sociedades de
clases.
Esta reflexión es necesaria para mantener el carácter social de la revolución, por mucho
que pase por la “revolución” de las vidas individuales. De lo contrario se corre el riesgo real de
poner al principio de todas las explicaciones históricas, y de las prácticas políticas, la teoría de
una enorme conspiración de algunos hombres en contra, expresa y conscientemente, de la
mayoría a la que explotan. Esto no sólo es inverosímil, y difícilmente constatable de manera
empírica es, además, el inicio seguro de los métodos y prácticas del totalitarismo.
De la misma manera, la segunda cuestión, es que la revolución es un proceso social
global. No es un individuo el que apropia el valor producido por otro, es una clase social como
conjunto la que apropia el valor producido por otra clase social. En ese proceso puede ocurrir
incluso que un particular no resulte perjudicado por la relación particular de explotación en que
participa. Ni la extracción de plusvalía, en el caso del capitalismo, ni la apropiación de valor en
general, pueden ser medidas caso a caso. Y aunque pueda hacerse el cálculo no sería relevante
desde un punto de vista político. Lo que reclamamos de la clase dominante no es que nos deba
esta cantidad de dinero, o estos u otros valores en particular, reclamamos, globalmente, que han
convertido nuestras vidas en una miseria, y que ya no queremos vivir de esa forma. Es decir, lo
que queremos no es que nos aumenten el sueldo, o que mejoren nuestras condiciones de vida. Lo
que queremos es que el conjunto de la vida cambie radicalmente. Queremos ser felices. Por eso
es necesaria una revolución.
Por un lado, las relaciones sociales constituyentes de la sociedad son antagónicas, la
valorización de unos requiere de la desvalorización, y el impedimento de valorización de los
otros. Por otro lado este proceso ha afectado a nuestras vidas como conjunto, y sostenemos que
ningún proceso de reformas será suficiente para el objetivo vital que nos proponemos. Pero,
además, sostengo que todas las formas de la explotación en una sociedad de clases tienden a una
forma central. En la medida en que las formas de la explotación tienden a unificarse en torno a
una de ellas, todas las formas de la subversión también lo hacen. La unidad política global de la
revolución, más allá de la multiplicidad de planos y formas de la lucha, deriva de la unidad
política global de las formas de la explotación.
Es en este contexto que tiene sentido, por último, distinguir entre “explotación” y
“opresión”. Creo que es necesario mantener la idea de explotación para las situaciones que
implican tanto extracción de valor como impedimento de valorización. En el caso de la opresión,
sin embargo, está presente este segundo elemento, sin que esté implicado necesariamente el
primero. Hay situaciones muy concretas que exigen esta distinción. A pesar de que ya he
establecido que las relaciones de explotación son relaciones entre clases sociales, no básicamente
entre individuos, aún es posible preguntarse por las relaciones que se establecen entre grupos
sociales, que no son necesariamente clases.
En concreto, y a modo de ejemplos, ¿son explotados los hijos de los obreros, o los
desempleados, o los discapacitados, o los sectores marginados de la vida económica? En sentido
estricto parece obvio que no se puede hablar en estos casos de extracción de valor, por cierto en
el sentido del valor de cambio, e incluso de extracción de valor en general. Tan obvio como esto,
sin embargo, es la intuición básica de que estos sectores son perjudicados por la situación global
de explotación imperante. La clave de la diferencia es que, en realidad, desde el punto de vista de
los explotadores, no hay ninguna necesidad de producir estas situaciones de pobreza, e incluso
resultarían de muchos modos beneficiados si no existieran, es decir, si cada uno de estos
sectores, por ejemplo, pudieran integrarse al mercado del trabajo y del consumo.
Cuando se afirma que estas son situaciones de opresión lo que se indica no es que en ellas
haya extracción de valor, o necesidad indirecta, por parte de la clase explotadora. Lo que se
afirma es que son situaciones que derivan, deseadas o no, funcionales o no, del sistema global de
explotación. No hay opresión sin que alguna forma de explotación la genere, directa o
indirectamente.
La idea de opresión implica dos planos esenciales, relacionados entre sí. Por un lado
refiere a una situación de pobreza, humillación o impedimento vital que es producida por sobre y
en contra de la voluntad de los que la sufren. Por otro lado, esto implica de manera profunda, un
impedimento de la propia valoración.
La explotación va acompañada, en general, de una situación global de opresión, y el
procedimiento común del marxismo clásico es criticarla a partir del reclamo contra estas secuelas
visibles de la deshumanización. Para la crítica del poder burocrático, sin embargo, es esencial
notar que, si bien no hay opresión que no derive de la explotación, sí puede haber, en cambio,
explotación sin opresión. Cuestión que ciertamente puede sorprender a cualquier marxista
clásico.
El punto es que en la producción altamente tecnológica la extracción de valor no requiere
necesariamente del impedimento absoluto de la valoración del otro. Incluso más, requiere, en una
medida importante de esa valorización para realizarse. La explotación burocrática es más
universal, y más “humana” que la explotación capitalista porque en su transcurso más que una
diferencia radical de valorización y desvalorización, repartida en polos dicotómicos, lo que hay
es una diferencia relativa de valorización diferencial. Ambos términos se valorizan, pero el
resultado es una transferencia neta de valor hacia uno de los polos. Hay efectivamente un
servicio mutuo, pero sólo al precio de que uno de sus términos mantenga la ventaja, y la aumente
progresivamente, sobre el otro. El que la mantenga hace que este sea igualmente un sistema de
explotación. El que la aumente progresivamente hace que las condiciones de esa explotación se
vayan agravando globalmente, aunque en el nivel particular siempre los efectos de valorización
particular sean percibidos como compensatorios.
La clave de la explotación, entonces, no es en rigor, la diferencia entre ricos y pobres,
sino el resultado deshumanizador de esta diferencia, sea absoluta, como en el capitalismo clásico,
y en las sociedades de baja tecnología, o relativa, como puede serlo bajo el poder burocrático.
Argumentar contra la pobreza es urgente y es necesario, pero no pasa de formar parte de una
estrategia y un horizonte reformista. Es la argumentación contra la enajenación la que le da a la
crítica su horizonte comunista y su contenido revolucionario.
Hecha esta distinción quizás sea necesaria una última aclaración respecto de uno de los
ejemplos que he puesto. ¿No podría decirse entonces que la dominación de género es más bien
una situación de opresión (impedimento de valorización, sin que haya connotaciones económicas
de por medio) que de explotación (extracción e impedimento a la vez)? Yo creo que no. El
asunto es reconocer que la mujer sí produce valor, y mucho, aunque estos no sean expresables en
términos de valor de cambio. La enojosa y muy burguesa discusión en torno al salario posible de
las dueñas de casa está de lleno en esta pregunta y sus respuestas posibles. La mujer, cosificada
como tal, no sólo produce valor (aunque no sea posible expresarlo como valor de cambio), sino
que, además, ese valor es claramente insumo del ejercicio de producción de valor del hombre
(cosificado como tal). Aquí no sólo hay impedimento de valorización hay, claramente, en mi
opinión, transferencia de valor. No sólo hay opresión hay, más profundamente, explotación. Y,
habiéndola, esta no es una situación que pueda resolverse en el marco de un diálogo, o de una
consagración del derecho de ambos sexos a enajenarse de manera igualitaria. De lo que se trata
en las reivindicaciones de género, como en toda lucha revolucionaria, no es sólo de vivir mejor,
de compartir de manera más “justa” las miserias de la enajenación. De lo que se trata,
nuevamente, es de ser felices.
d. El sujeto revolucionario
Una perspectiva comunista en un marxismo de nuevo tipo requiere que sea posible
indicar, al menos en teoría, qué sujeto revolucionario sería en principio capaz de llevarla
adelante. De la misma manera como la contradicción que caracteriza a la explotación capitalista
es la que hay entre los propietarios del capital y los trabajadores asalariados, la contradicción
característica de la dominación burocrática es la que enfrenta a los administradores de la
producción, y su capacidad de usufructuar del producto global con ventaja, a los productores
directos, cuyos estándares de vida aumentan, en el mejor de los casos, a costa de la pérdida
global de calidad de vida.
La pregunta por quienes, en ese conjunto de productores directos, son capaces de
constituirse en sujetos revolucionarios debe responderse desde la idea que he formulado sobre la
esencia de la dominación social: sólo pueden ser un sujeto revolucionario real aquellos que estén
en posición de dominar, eventualmente, la división del trabajo. En concreto, las revoluciones
sólo pueden hacerlas los trabajadores. En particular, deben ser promovidas por aquellos sectores
de trabajadores que estén en posesión, o puedan dominar, las formas de producción más
complejas, y tecnológicamente avanzadas. O, para decir esto mismo de una manera más dura: no
son los pobres, en cuanto pobres, los que pueden hacer una revolución. Pueden iniciarla, pero no
llevarla adelante. Es necesario insistir sobre el principio fundamental: las revoluciones sólo
pueden hacerlas los trabajadores.
Un hecho brutal y central en la práctica real del marxismo es que el sujeto que
clásicamente estaba en esa posición, la clase de los obreros industriales, nunca cumplió con lo
que a Marx le parecía su misión histórica. La tradición marxista suplió sistemáticamente esta
carencia básica recurriendo a sujetos sociales revolucionaristas, desde los cuales se pudiera
infundir el ánimo revolucionario que a los Partidos Obreros, siempre tan dispuestos a entrar a la
normalidad de la política, les faltaba. Los campesinos, los pobres en general, los marginados, los
intelectuales, dígase lo que se diga de ellos, los estudiantes (es interesante recordar el papel de
los estudiantes en la Revolución Cultural China, o el de toda una generación de intelectuales que
se sumó a la guerrilla latinoamericana), fueron, en distintos momentos, el reservorio de potencial
revolucionario que parecía faltar.
La política marxista se ha movido durante cien años bajo la miopía del vanguardismo y el
revolucionarismo. Vanguardismo por la esperanza ilustrada de que algún sector social debe tener
el saber que la experiencia política inmediata no parece aportar. Revolucionarismo por la
esperanza romántica de que alguna experiencia dramática y crucial pueda generar la ilustración
que los saberes parecen no contener. Vanguardismo y revolucionarismo pedagógicos, en los que
se hace inevitable la diferencia entre expertos en revoluciones y legos a los que guiar, entre
militantes, simpatizantes y víctimas de la opresión; en que se hace inevitable la diferencia,
aparentemente ética, entre los buenos y los beneficiarios de su acción, o entre los conscientes y
los inocentes, a los que hay que sacar de su condición. Extremos de un imaginario político
puramente moderno, que sin ir nunca más allá de la lógica de la sociedad a la que combate, se
convierten, sin embargo, en los vehiculizadores ideales de lo que luego, en sus mismas manos, se
convertirá en poder burocrático.
La decisión esencial que lleva a estas políticas no es sino la de intentar poner a los pobres
en el lugar que conceptualmente corresponde a los trabajadores. Sin embargo, por debajo de las
buenas consciencias y las santas intensiones, la férrea lógica de lo real tiende a imponerse. No
sólo ocurre que los pobres no logran hacer las revoluciones que quisieran, peor aún, la
experiencia estalinista muestra que cuando se convierten en el actor central terminan por
convertirse en objetos de la revolución, más que en sujetos. Se abre un amplio espacio social
para que la burocracia revolucionaria dirija, manipule y totalice la revolución para terminar por
ponerla a su servicio.
La facilidad de la transición entre una burocracia totalitaria, que ha operado en nombre
del pueblo, más que desde el pueblo, hacia una burocracia servil, que termina rindiéndose a la
regulación mundial, y usufructuando de manera parasitaria del gran capital transnacional está
más que demostrada. Los pobres del discurso filantrópico de las izquierdas que nunca han salido
del horizonte del socialismo utópico, son la coartada ideal para que los futuros burócratas, en su
nombre y por su bien, terminen dominándolos de manera totalitaria.
La única forma de que la revolución sea democrática es que los trabajadores dominen de
manera directa y efectiva el proceso de producción social. Una democratización general de las
técnicas más avanzadas, un ejercicio democrático del poder de coordinar el trabajo que esté
afianzado en el dominio técnico sobre el proceso de la producción. Toda otra situación sólo
conducirá a la dictadura filantrópica de los expertos, con la posibilidad siempre abierta de que el
poder usufructúe de manera diferencial de su función benefactora.
Esta es la razón del obrerismo de Marx, de su desconfianza clásica hacia el lumpen
proletariado y hacia el campesinado. Y esta es justamente la razón para no ser obreristas hoy día.
El asunto no es sentimental, o subjetivo. Es una cuestión material, objetiva. La gran pregunta es
quién puede revolucionar materialmente la vida.
La revolución tecnológica ha desplazado al obrero industrial clásico, pero no ha
cambiado la situación esencial. Sigue habiendo, en esencia, una lógica de la nueva base
tecnológica del capital. A esa lógica y a los sectores de trabajadores que son capaces de
dominarla hay que llegar. De lo contrario la lógica objetiva se impondrá de todas maneras, bajo
la forma de una vanguardia totalitaria de expertos que, en función de su dominio de la división
del trabajo, se convertirán, de hecho, una vez más, bajo formas políticas y culturales diversas, la
clase dominante.
Pero si esto es así, la reflexión debe dirigirse al estado de la vida real de esos sectores
sociales. Hacia las formas en que la enajenación y la deshumanización del trabajo se articula en
ellos, hacia las formas en que la explotación los hace, bajo las apariencias que sean, objetos y
apéndices de la producción que, en esencia, les pertenece.
La miopía del análisis de clase del marxismo tradicional, trabado por el obrerismo, o por
el cariño hacia los pobres en general, no logró forjar otro concepto para estos trabajadores que el
concepto estupidizante y confuso de "capas medias". La insuficiencia del análisis de clase,
incapaz de captar en su forma real las nuevas formas del trabajo, al no reconocer en ellos a los
obreros de los que habló Marx, proclamó la extinción de la clase obrera o, en otra versión aún
más torpe, proclamó que no se podía confiar en la pequeña burguesía.
Las capas medias son una piedra en el zapato para los que crean que la revolución sólo
puede surgir de la pureza popular, equivalente laico y social demócrata de la pureza evangélica,
o de los que creen que la sociedad industrial sólo puede ser entendida bajo las formas del acero,
el carbón, y la fábrica. La torpeza tradicional de la izquierda hacia los profesionales, asalariados
de nuevo tipo, o hacia toda forma de movimiento social que no cayera bajo el común
denominador obrero, como las mujeres, los jóvenes, los negros, los mapuches, los ecologistas, o
los homosexuales, es una reiterada y dramática muestra de lo que afirmo.
Para los que creemos, de acuerdo con Marx, que las revoluciones las hacen los
trabajadores, la realidad brutal es esta: los obreros industriales nunca estuvieron a la altura de su
misión histórica, y además fueron superados por la revolución tecnológica. Si hay que buscar
sujetos revolucionarios estos deben estar en los nuevos mundos de trabajo y contradicción que
presenta la sociedad actual.
¿Significa esto que son las clases medias el "sujeto" revolucionario? Es obvio que, en la
tradición y el folklore marxista, esta sólo puede ser una pregunta irónica. Para mí no lo es.
Nada más lejos, sin embargo, del imaginario habitual de la izquierda que la idea de que
los "pequeño burgueses", "la aristocracia obrera", "los arribistas y consumistas", puedan ser un
sujeto revolucionario. Es importante advertir además, por otro lado, que las comillas sobre la
palabra sujeto no son sólo un énfasis peyorativo sobre "capas medias", sino que sugiere de
manera adicional que estas no pueden convertirse en un sujeto.
Por cierto que al mirar en esa dirección se tiene, desde un punto de vista clásico un
panorama desolador. La enajenación en la abundancia parece haber alcanzado su figura casi
perfecta en los trabajadores de los sectores de más alta tecnología. Horrorizados casi de manera
existencial por los estilos de vida de las capas medias, los marxistas, llenos de nostalgia e
impotencia, vuelven sus miradas hacia la pureza popular que los sectores medios no tienen.
Pero el asunto es de principio, y va más allá de nuestros espantos. Si lo que queremos es
algo más que filantropía benefactora, si lo que queremos es algo más que tranquilizar nuestras
consciencias católicas, de lo que se trata es de la libertad, de la belleza, de la verdad, y no sólo
del bienestar. No hay libertad, belleza o verdad sin bienestar, pero sólo la perspectiva utópica de
la libertad, de la belleza y de la verdad, puede impedirnos volver a ser una vanguardia
inicialmente filantrópica y finalmente totalitaria.
IV. Herramientas
Nota para esta segunda edición
He reemplazado el capítulo “Polémicas” de la primera edición, por éste: Herramientas.
La idea es explicitar aquí algunas de las categorías que han estado en juego en los capítulos
anteriores. Tal como el título lo indica, se trata de que estas categorías puedan ser usadas
directamente en las discusiones actuales en Ciencias Sociales, introduciendo en ellas un punto de
vista marxista posible.
El primer texto resume las aparentes paradojas que para una mentalidad marxista
formada en el estilo clásico pueden suponer varias de las ideas que he formulado, pensando en el
marxismo del siglo XXI.
El segundo, que conservo de la primera edición, desarrolla una de ellas, la idea de
tolerancia represiva, y la pone en el contexto de la revolución post fordista imperante.
El tercer texto, aborda la cuestión de las diferencias epistemológicas entre el marxismo y
las disciplinas de las Ciencias Sociales, y enfatiza, a propósito de ellas, la diferencia entre
análisis de clases y análisis de estratificación social. Un asunto muy discutido entre los ex
marxistas que suelen llamarse post marxistas.
Son textos para la discusión, no textos en que se discutan otros, que hayan sido
planteados a su vez para la discusión.
He cerrado esta segunda edición con un texto de carácter contingente, quizás el más
efímero de todos, pero, en muchos sentidos, quizás el más necesario para este momento de la
política nacional.
d. El disciplinamiento de la subjetividad
Siempre el disciplinamiento es de la subjetividad. No se organizan de manera compulsiva
los gestos y movimientos sino para alcanzar con esos esquemas al sujeto que los anima, e
imponerlos de manera práctica. No es el disciplinamiento el que crea al sujeto, como efecto, o
subjetivación. Lo que hace es dar forma, no sustancia. Produce en él la forma, no su realidad
como tal.
Cuando se dice entonces “disciplinamiento de la subjetividad” lo referido es el modo, no
el contenido, del proceso. Lo que se dice es que se ha pasado del disciplinamiento de la
subjetividad a través del cuerpo, a un disciplinamiento que opera sobre la subjetividad misma,
estableciendo desde allí un determinado régimen corporal.
Lo primero que hay que notar es que este nuevo dominio sobre la subjetividad está
requerido por necesidades objetivas. El compromiso subjetivo del trabajador con medios de
producción en que se da una altísima intensidad del trabajo es una necesidad estratégica. Sin ese
compromiso ni la intensidad, ni la productividad asociada a esos medios, se realizarían.
El fallo reiterado, el paro laboral puntual, asociado al alcoholismo, a la somatización de
las frustraciones que acumula la rutina, pueden ser señalados entre las causas principales en la
crisis de la cadena de producción lineal fordista. En un sistema de producción en red, organizado
según el “justo a tiempo” y la exigencia de “calidad total” desde la demanda, el fallo o el paro
pueden asumir enormes proporciones. Desde luego la organización en red mitiga el fallo local
por su capacidad para sortearlo a través de rutas paralelas de producción, salvando el
rendimiento global. Pero, al mismo tiempo, aumenta la posibilidad de que un fallo local se
propague de manera catastrófica y no previsible a todos los puntos que dependen de alguna
manera de él. Las consecuencias de la introducción de una línea de chip defectuosos, o la
propagación de las crisis locales de las bolsas de comercio, son dos ejemplos de lo catastrófico
que puede ser la propagación del fallo en una red. En una cadena lineal el fallo local obligaba a
paralizar toda la cadena. El costo era enorme pero previsible. En un sistema de producción en red
se tiene la utopía de que se puede sortear lo local, pero, en la práctica, en redes densamente
conectadas, la propagación no sólo paraliza al conjunto de manera catastrófica sino que, además,
imprevisible.
Pero, además, en un ámbito inmediatamente relacionado, otra razón objetiva para la
preocupación profunda por el “factor humano” es el fracaso de la utopía racionalista de
automatización total del trabajo. Ocurre que los dispositivos que deberían automatizar las partes
finas del trabajo mecánico, o las tareas que requieren grados medianamente complejos de
discernimiento, resultaron extremadamente costosos y, en relación directa a su complejidad e
importancia, tremendamente propensos al desperfecto, el embotamiento y el paro. Habiendo, en
cambio, una clase de artefactos capaces de enormes grados de precisión y profundas habilidades
de discernimiento, y además relativamente baratos... los seres humanos. Esto obliga, tanto por
razones de costo como de eficacia, a un modelo de robotización flexible, en que debe reservarse
a seres humanos las partes más sensibles y complejas de la cadena, con el efecto consiguiente de
que, una vez más, la realización de la alta productividad depende de manera crucial del
compromiso subjetivo de estos componentes claves de la producción.
Quizás podría decirse, en general, que el ordenamiento y la cooptación de la subjetividad
en función de las necesidades de la producción altamente tecnológica se buscan a través de la
creación de un ambiente global de trabajo protegido. A pesar de que un nivel de salario es
necesario, y posible, no son los incentivos materiales los que tienen la función más relevante. Un
ambiente, en el sentido de que todos los aspectos de la vida cotidiana en el entorno de trabajo son
atendidos; global, en el sentido de que se les reúne en un concepto único, capaz de trascender ese
entorno y convertirse en un “modo de vida”; protegido, en el sentido de que ese modo de vida
resguarda al trabajador no sólo de la fatiga irracional o la desmotivación, sino incluso de
eventuales amenazas que trascienden al entorno laboral inmediato, y alcanzan dimensiones más
profundas y amplias de su vida en general.
La creación de espíritus corporativos que juegan con el imaginario familiar, con estilos
incluyentes, “participativos”, “creativos”, abiertos a ciertos grados de informalidad y
espontaneidad, con disposición hacia el reconocimiento personal y la “humanización” de las
relaciones interpersonales, puede generar estos vínculos y compromisos subjetivos que se han
hecho necesarios. Todo un modelo de tratamiento de los “recursos humanos”, que trasciende de
manera revolucionaria los estilos impersonales, directivos y autoritarios del taylorismo y el
fordismo. Una nueva relación laboral extremadamente flexible y sofisticada, de la que casi puede
decirse que ha “humanizado” el trabajo, de la que se ha dicho incluso que es capaz de producir
una relación de reconocimiento tal entre el trabajador y sus productos que superaría la
enajenación clásica, tan criticada por Marx.
De la enorme variedad de proposiciones en boga, que van desde las técnicas de
marketing, pasando por el desarrollo organizacional, la psicología laboral, la nueva sociología
del trabajo, hasta las técnicas de “crecimiento personal”, me interesa subrayar sólo dos aspectos
que, desde un punto de vista conceptual, son esenciales. Uno es la vasta mitología del “diálogo”,
de la construcción de espacios de diálogo. Otro es el énfasis omnipresente en la afectividad, la
subjetivización de relaciones laborales que, en principio, son meramente formales.
Prácticamente toda la literatura al respecto habla de horizontalidad en las relaciones,
participación, implicancia, interactividad. Las relaciones laborales se habrían convertido en un
espacio de intercambio, de “escucha”, de acción consensual. Se ha dedicado un gran esfuerzo
para especificar con todo detalle, y de maneras precisas, en qué consiste y cómo se procede en un
diálogo productivo.
En un sentido positivo esto da cuenta de una situación tecnológica cuya complejidad hace
necesaria la opinión retroalimentadora de sus participantes, para asegurar la coordinación sin
roce de la red global. El diálogo se convierte de manera objetiva en la parte más sutil y
enriquecedora del control de calidad, y sus efectos son a la vez locales y globales.
Pero, por otro lado, la posibilidad de diálogo está claramente, y expresamente, al servicio
de la implicación, de la búsqueda del compromiso subjetivo del trabajador con sus medios de
trabajo y el entorno que configuran. Esto hace que una condición esencial del diálogo posible sea
que se circunscriba a la misión que anima al entorno de producción, y actúe sobre esta base como
consenso ineludible. La misión, por cierto, está fijada en lo esencial de manera externa, y no cabe
formular conflictos ni sobre ella, ni en ella. De esto resulta que el diálogo está obligado de
manera previa y externa al consenso. Puede contener diversidades y oposiciones, pero no
contradicciones o cuestionamientos sobre su base. Es un diálogo que puede tener problemas,
pero no conflictos. O, también, una situación que excluye de antemano la existencia de intereses
radicalmente diferentes o de confrontaciones posibles.
Si comparamos esto con el diálogo real, siempre que no hayamos sido sumergidos ya por
la marea “dialogante”, encontramos que lo que hay aquí es la forma del diálogo, que nunca
permite poner en discusión sus contenidos. Un hábito meramente procedimental al que los
contenidos le son fijados desde ámbitos que se presumen como expertos.
Si se considera la diferencia entre la imposición igualmente externa pero directiva de los
estilos clásicos y el espacio que a través del diálogo busca la implicación vemos que en el nuevo
estilo la posibilidad de diálogo en las formas y los detalles no hace sino vehiculizar la aceptación
de los contenidos en sus aspectos esenciales. En el espacio del diálogo aparecen poderes que los
estilos impositivos no permitirían, pero nunca poderes que afecten realmente al poder. No se ha
diluido el poder en la horizontalidad, se ha elevado el poder a la condición sutil de poder sobre
los poderes. Y la disciplina consiste, en este caso, no en hacer linealmente lo que está
delimitadamente establecido, sino en moverse dentro de unas reglas del juego que permiten
bastantes posibilidades, salvo la de que las mismas reglas del juego sean objetables.
Desde luego la aceptación del diálogo, al menos formal, es parte de su legitimación. La
legitimidad más sustancial, sin embargo, proviene de que creamos que existe un juicio experto,
desde luego superior al nivel en que dialogamos, que ha establecido esos poderes y esas reglas de
manera adecuada. Esto significa que la legitimación a través del saber es esencial para la
mantención del marco en que se dialoga. La experticia aparece entonces claramente como una
función ideológica. El saber debe ser aceptado como tal porque el marco general debe ser
aceptado. El burócrata administrador y el tecnócrata legitimador resultan sólo dos caras de un
mismo poder.
Pero el efecto de implicación, la sensación de “ser tomado en cuenta”, y la reiterada y
vasta fraseología sobre las bondades del diálogo, no son suficientes para mantenerlo activo y
productivo. El recurso práctico y eficaz es su inmersión en un ambiente marcado de afectividad.
Los intereses comunes, las personas “realmente”, incluso la apelación explícita al orden
de los sentimientos y, desde luego, el juego de las lealtades, son tópicos recurrentes de la nueva
psicología y sociología organizacional. Relaciones que en los estilos organizacionales clásicos
eran meramente formales y directivas ahora se personalizan y se subjetivizan. Desde luego este
imperio de la afectividad no es, al menos en principio, el de la arbitrariedad. También está
pautado por lo que el juicio experto supone son las necesidades afectivas normales y los modos
adecuados de su satisfacción. Toda la trivialidad del psicologismo sentimental del sentido común
está elevada aquí a la calidad de juicio experto, y convertida en ideología común de la
cotidianidad laboral, llegando por cierto muy cerca del corazón de los implicados, que ven
reconocido en lenguaje ritual y autorizado lo que habían sentido desde siempre.
Es notable, en este sentido, como el límite del “irreductible respeto por la particularidad
de cada persona humana”, universalmente proclamada por los gestores de este sistema, topa
visiblemente en cada uno de los lugares comunes del concepto común de normalidad psicológica
y existencial. Ni el gusto por la soledad, ni la homosexualidad, ni las personalidades expansivas
y desinhibidas ni, en general, ninguna característica de personalidad marcada y practicada de
manera enfática e intensa, son aceptables. La necesidad de mantener el diálogo racional y el
consenso afectivo lo hace inconveniente. Y es particularmente notable que, dada una alteración
de este consenso afectivo básico, la “particularidad de cada persona” se vea obligada por la suave
compulsión del juicio experto a someterse a los intereses y usos que se presume comunes.
El recurso general de la intervención ante la alteración que interrumpe el consenso
afectivo es la acción de tipo terapéutico, ya sea grupal o individual. Pero, en la medida en que la
subjetivización es consistentemente global, el recurso terapéutico cabe incluso cuando se ha roto
el consenso, en principio meramente racional, del diálogo, con lo que la imposición de los
contenidos y reglas básicas de todo el sistema queda a la vez cautelada y enmascarada en la
psicologización naturalizadora con que se enmarcan todas las relaciones interpersonales que
cruzan el ámbito laboral.
La implicación y el compromiso subjetivo, la disposición psicológica adecuada que
previene el fallo laboral no sólo es formada y promovida por esta psicologización sino que
también es disciplinada y cautelada por la misma vía.
Variables subjetivas que, en principio, y ante una mirada puramente racional, no son
pertinentes, ni eran significativas en las organizaciones clásicas, se hacen omnipresentes en las
actuales. Un caso extremo es la exigencia de lealtad ya no sólo ante el contrato, o a los
compromisos formales, sino al espíritu corporativo, a las instancias inmediatas de coordinación,
al grupo de pares y sus reglas informales de convivencia. Exigencia de lealtad que fácilmente se
extiende al espacio extra laboral, ya que el ideal del espíritu corporativo es que TODA la vida del
trabajador esté incorporada, e incluso a las actitudes, disposiciones o presunciones sobre su fuero
interno, o el contenido íntimo de las acciones. Una amplitud respecto de la cual, por cierto, es
muy difícil mantener garantías formales, y muy fácil quedar sometido a la simple arbitrariedad,
la que dada la psicologización general, y pesar de todas las recomendaciones de los manuales, se
hace sistemáticamente frecuente.
Pero esto está relacionado con otro extremo, que es el progresivo reemplazo de un
régimen contractual de derechos a un régimen de hecho de garantías y privilegios informales. No
sólo ocurre que en la composición general del salario tiende a disminuir la parte fija y a aumentar
los diversos items de salario variable, no sólo ocurre que los incentivos materiales son
complementados de manera cada vez más frecuente e intensa por incentivos psicológicos, sino
que tiende a diluirse la formalidad y el sentido jurídico de las instancias de reclamación, de
sanción o premio, dando paso a un sistema de dependencias personales, marcadas por las
exigencias de lealtad, y por la omnipresencia de la psicologización.
2. Paradojas
Se podría decir que este libro está construido en torno a una serie de paradojas. Paradojas
que muestran la enorme distancia entre el sentido común imperante en la teoría política, y en la
política efectiva, más habitual. Paradojas que quieren expresar una forma desencantada de
lucidez, que escape al mesianismo malamente voluntarista de la izquierda clásica, y a la grosera
prepotencia de los que hoy se sienten triunfadores.
La forma recurrente de estas paradojas consiste en reunir nociones que las
categorizaciones comunes mantienen en campos rigurosamente separados, hasta el punto de
producir la sensación de confusión, de falta de claridad teórica o política. Y este desconcierto es
parte del efecto político que se busca: conmover las conciencias adormecidas por la derrota, por
la facilidad de la cooptación, y por la rapidez de los juicios con que los aparentes triunfadores
despachan el pasado incómodo.
Yo creo que el fondo de esta necesidad de conceptualizar en la forma de paradojas está en
la esencial complejidad de las nuevas formas de dominación. Una complejidad que trasciende el
imaginario político estructurado entre los extremos de la Ilustración y el Romanticismo,
configurado por la industrialización homogeneizadora, por la dicotomía entre el auge progresivo
de las formas democráticas y los intentos armados por forzar la marcha histórica. Una
complejidad en que tanto las esperanzas del bando revolucionario, como los logros tan
alardeados por los vencedores, resultaron derrotados interna y externamente por la realidad,
configurándose una situación nueva que sobrepasa los cálculos de las antiguas izquierdas y las
antiguas derechas.
Una nueva derecha, sin clara conciencia de sí, ha surgido, rompiendo los alineamientos
que se creían tan firmes. Una derecha diversa, con ánimo progresista, dispuesta a regular los
excesos del capital, tanto como a reprimir, policial o médicamente, a la posible oposición radical.
Una derecha que no tiene inconvenientes en configurarse desde los restos de las antiguas
izquierdas renovadas, o de la corrupción de los aparatos partidarios del centro y la derecha
clásicos. Una derecha que por sus integrantes en la clase política a veces parece una nueva
izquierda, a veces parece una nueva derecha, o a veces parece una simple construcción de los
aparatos comunicacionales, pero que no tiene grandes diferencias de principio en su interior, y
que puede alternarse tranquilamente en el poder político, aprovechando la ilusión de diversidad
real y el poder legitimador de mecanismos democráticos vaciados de contenido real.
Una nueva derecha que no tiene ante sí izquierda real alguna. Ante la cual las izquierdas
clásicas oscilan entre plegarse a lo que creen que es su “ala izquierda”, u oponerse de manera
radical, inorgánica, rompiendo desde el principio la posibilidad de establecer un espacio político
en que la lucha sea posible, justificando ampliamente las ofensivas comunicacionales que la
acercan a la delincuencia común, o al desequilibrio psicológico. Una nueva derecha que
desconcierta al cálculo político tradicional tanto con sus acuerdos como con sus diferencias
internas, ante las cuales tanto la izquierda como la derecha clásicas no tienen otra
conceptualización que la de tratar de asimilarlas al eje tradicional capital - trabajo, o al eje
tradicional solidaridad - mercado, perdiendo la posibilidad de captar lo nuevo de su operar como
algo auténticamente nuevo.
Es en esta situación que emergen las paradojas, y la que puede ser caracterizada como
tolerancia represiva es la primera. Una situación en que la eficacia de los mecanismos del nuevo
poder es tal que la represión directa queda marginada al sub mundo, oscuro, aparentemente
lejano, de la delincuencia, o de lo que es presentado como delincuencia, mientras que el principal
vehículo de la sujeción al poder es más bien la tolerancia misma, la capacidad de resignificar
toda iniciativa, radical o no, hacia la lógica de los poderes establecidos, convirtiendo los gestos
que se proponían como contestatarios u opositores en variantes contenidas en la diversidad
oficial, que operan confirmando el carácter global del sistema.
Pero, en el trasfondo, esta tolerancia es posible sobre la base de una enorme eficacia
productiva, que permita no sólo la producción de diversidad, sino que implica un significativo
aumento de los estándares de vida de grandes sectores de la población mundial. Una
productividad que ya no necesita homogeneizar, que no depende crucialmente de la generación
de pobreza, que permite amplias zonas de trabajo relativamente confortable que, aunque sean
minoritarias en sentido absoluto respecto del conjunto de la fuerza laboral, operan como
poderosos estabilizadores de la política, y como sustento de la legitimación democrática. Es a
esta situación a la que he llamado explotación sin opresión. Unas formas de organización del
trabajo en que se han reducido sustancialmente los componentes clásicos de fatiga física y las
componentes psicológicas asociadas a la dominación vertical, compulsiva y directa.
Por cierto la inercia de la izquierda clásica en este punto, como en todos los otros, será
tratar de asimilar estas situaciones a las ya conocidas, o reducir su impacto, o descubrir en ellas
los rasgos que las muestran como simples apariencias que encubren formas perfectamente
establecidas desde la instauración del capitalismo. Tal como en el caso de la tolerancia represiva
lo que afirmo NO es que toda iniciativa radical esté condenada al naufragio, y que el poder sea
en ello omnipotente, en este caso lo que afirmo NO es que la mayoría de los trabajadores viven
estas condiciones, o que bajo estas condiciones laborales no haya contradicciones, nuevas, que
las hagan, a la larga, inestables. En ambos casos lo que hago notar es una clara y firme tendencia
de la realidad, que resulta decisiva si optamos como interpretarla como fenómeno nuevo y, en
cambio, puede ser vista como perfectamente incidental si nos aferramos a los cálculos clásicos.
La retórica izquierdista en estos puntos, sin embargo, es interesante. La acusación general
es que predico un pesimismo paralizante, que abordo las nuevas situaciones de manera derrotista,
concediéndole poderes invencibles a las nuevas formas de dominación, y nulos poderes de
acción a la oposición posible. Yo creo que esta impresión es lógica. Y ocurre porque los modos
en que la izquierda clásica concebía la política, los sujetos posibles, las formas posibles de
acción, son simplemente insuficientes para el nuevo estado del mundo. Por supuesto, si lo que
intentan es luchar contra los nuevos poderes con las antiguas nociones de lucha deben sentirse
sobrepasados, deben tener el sentimiento de que el poder es invencible y la oposición inútil o
imposible. Es justamente contra las formas de lucha que esas izquierdas conocen y dominan que
se han levantado las nuevas formas de represión, y mientras no haya una completa reformulación
de las nociones que presiden la lucha es, en cierto sentido, lógico que cunda el desencanto y la
impresión de que estoy predicando la inevitabilidad de la derrota.
Pero yo creo que esas nuevas nociones existen, y son perfectamente formulables. Y lo
que estoy predicando es que los nuevos poderes pueden ser derrotados. O, para mayor
abundamiento, lo que estoy predicando es, ni más ni menos, que el comunismo es posible. Y
entonces, curiosamente, las acusaciones de que soy un pesimista sin remedio se vuelven todo lo
contrario, se transforman mágicamente en la impresión de que estoy delirando, de que me dejo
llevar por la voluntad, por utopías que ya no son pensables... ¡y ahora los pesimistas resultan
ellos!
Yo creo que ambas impresiones derivan de una misma fuente: el desconcierto frente a un
poder de nuevo tipo que ha descentrado las formas clásicas de la política, convirtiéndolas en
provincias funcionales a una racionalidad de nuevo tipo.
Es frente a esa nueva funcionalidad que creo que es necesario cambiar de manera radical
la forma en que evaluamos nuestra propia historia. Ir más allá del prejuicio ilustrado que nos
hace vernos como los representantes del progreso de la razón, más allá del prejuicio romántico
que nos hace ver nuestros fracasos como monstruosas confabulaciones históricas, casi como
errores de la realidad. Es necesario aceptar la posibilidad de una consciencia revolucionaria
enajenada. Una consciencia que cree estar haciendo algo completamente distinto a lo que el
poder de la determinación histórica no reconocida le permite de manera efectiva. Una
consciencia revolucionaria que no es completamente dueña de las iniciativas históricas que
emprende, es decir, una práctica política en que la iniciativa histórica nunca es transparente, y la
política es siempre un riesgo. Un riesgo que siempre vale la pena asumir, pero sobre cuyos
resultados no se puede ofrecer garantía teórica alguna.
Para las tradiciones del marxismo clásico esto implica asumir dos nociones más, que
nuevamente tienen la apariencia de la paradoja. Una es caracterizar a la enajenación como algo
que trasciende la consciencia. Otra es considerar al sujeto como algo que no es un individuo.
Pensar a la enajenación como una situación de hecho, como un campo de actos, una de cuyas
características centrales es que no puede ser vista por la consciencia de los que la viven. Y que
no puede ser vista, al menos en las sociedades de clase, sino desde otra situación de enajenación,
de tal manera que nunca hay un lugar privilegiado de la consciencia, o la lucidez, absoluta.
Pensar a los individuos como un resultado de condiciones históricas que los trascienden, y a las
subjetividades que constituyen esas condiciones históricas como sujetos que operan de hecho,
con una consciencia siempre variable e incompleta de sus propias realidades.
Esto significa a su vez una idea en que el fundamento de la práctica revolucionaria resulta
más profundo que la consciencia sobre la que construye su lucidez y su discurso. Es decir, una
idea en que la voluntad revolucionaria tiene raíces propias y previas a la lucidez de la teoría
revolucionaria, y en que la teoría revolucionaria construye una realidad para hacer posible la
práctica política, más que limitarse a constatar una realidad para que las constataciones alimenten
a la voluntad. Teoría revolucionaria para que la voluntad pueda ver, voluntad revolucionaria para
que la teoría pueda ser.
Pero esta posibilidad de la enajenación de la propia práctica revolucionaria es tanta o más
real en el juicio que debemos hacer sobre la práctica histórica de las clases sometidas a las
nuevas formas de dominación. Es necesario ver en ellas no una conquista de las consciencias
sino una batalla ganada por debajo, y más allá de lo que las consciencia pueden ver y saber. Y es
necesario entonces buscar las contradicciones que hagan posible una voluntad revolucionaria,
antes que una consciencia clara y distinta de los que ocurre. Es decir, es necesario buscar las
contradicciones existenciales que se hacen posibles en el marco de una dominación
sustancialmente más sofisticada que la opresión capitalista clásica.
Es en este contexto que propongo el concepto paradójico de agrado frustrante. Es
necesario, en contra de la mesura clásica, hacer un juicio profundo sobre las condiciones
existenciales del confort que hace posible la altísima productividad y encontrar allí las raíces de
la insatisfacción, fácilmente constatable, ampliamente difundida, que todos advierten en la vida
de los sectores integrados a la producción moderna, pero que nadie sabe cómo conceptualizar ni,
menos aún, cómo convertir en fuerza política. Para esto es necesario un concepto profundo y
fundado de los que entendemos por subjetividad, por placer o, en suma, por vivir felices,
cuestiones todas que dejan de ser problemas del ámbito privado, y se convierten en variables
políticas centrales, desde el momento en que es precisamente desde ellos que los nuevos poderes
afirman su dominio.
Es necesario, junto a todo esto, una noción que sea capaz de dar cuenta de las nuevas
complejidades del poder. Entender que el descentramiento del poder no implica la desaparición
absoluta del centro, sino su operación paralela, deslocalizada, distribuida, en red. Es decir, su
desplazamiento hacia un segundo orden desde el cual se constituye como poder sobre los
poderes repartidos, y puede aprovechar las posibilidades tecnológicas de ejercerse de manera
interactiva, fuertemente consultiva, con una poderosa impresión de gestión democrática, en que
los sutiles límites que su diversidad permite a penas si son notados por los cooptados en sus
diferentes estratos de privilegio.
Pero todo esto se expresa, por último, en lo que puede ser la pretensión y la paradoja
básica de este intento: la noción de inventar de nuevo el marxismo de Marx. Romper con el
pasado y a la vez levantar el imaginario bolchevique de que cambiar las leyes de la realidad
misma es posible. Olvidarse de cien años de marxismo real para hacer que el marxismo sea
posible. Recoger todo lo que sea útil en el marxismo de papel desprendiéndolo radicalmente de
su contexto de elaboración para orientarlo radicalmente hacia el futuro. Ir más allá del pasado
tristón a la vocación de futuro que caracteriza a la voluntad revolucionaria en un gesto
eminentemente político, más allá de la lamentación y la eterna reevaluación masoquista, que sólo
es capaz de señalarnos los fracasos que se produjeron en situaciones históricas que ya no existen.
Hacer posible lo imposible, cambiar las leyes que rigen la realidad, luchar por la verdad y
la belleza, construir un mundo en que podamos ser felices. Esa es la perspectiva política en que
se inscribe este libro.
¿Puede haber burgueses pobres y asalariados ricos?, ¿puede haber burgueses explotados y
asalariados que los exploten?, ¿puede haber burgueses de izquierda y asalariados de derecha?,
¿puede haber trabajadores que no sean ni burgueses ni proletarios? Estas preguntas sólo
representan un problema para los expertos en análisis social. Cualquier persona que no lo sea
notará de inmediato que la respuesta empírica a cada una de ellas es sí. Y no se alarmará
particularmente, ni iniciará un debate con caracteres de escándalo al respecto, salvo que tenga
buenas razones políticas para hacerlo o, al menos, para simularlo. No es raro que entre los ex
marxistas que son llamados “post marxistas” este debate haya prosperado. Muchos de ellos
suelen cumplir con ambas condiciones.
Primero: no habrá izquierda real en este país mientras gobierne la Concertación. Dos
veces ya la izquierda ha puesto su 5% objetivo para sacar a Lagos y a Bachelet. Lo que se ha
obtenido es que el movimiento social organizado, que lo hay, en la CUT, la ANEF, el Colegio de
Profesores, los sindicatos mineros y madereros, ha permanecido congelado, entre las bravatas y
las prebendas, con conquistas miserables, muchos eventos caros para dirigentes, y absoluta falta
de voluntad para producir movilizaciones mayores. Algunos han obtenidos fondos para
memoriales y conmemoraciones, locales de partidos, reales o en plata, fondos para las escasas
ONG que no han pasado directamente al aparato del Estado, eventuales pactos de omisión.
Otros, sobre todo los movimientos de pobres y de jóvenes, sólo han recibido manipulación,
engaño y desencanto a manos llenas.
Esto no puede repetirse. Hoy el principal enemigo de la izquierda en Chile es el enorme
poder de cooptación por parte del aparato del Estado. Un requisito mínimo para la rearticulación
es quedarse de una buena vez sin los Fondart, los fondos de “desarrollo social”, las prebendas en
los municipios que se comparten con la derecha, las “donaciones” desde la Presidencia de la
República, los proyectos para reanimar ONG, las peguitas en las Secretarías Regionales e
Intendencias, los eventos a todo trapo para que los dirigentes sociales “estudien” o “reflexionen”,
los cinco diputados cagones que podrían darnos simplemente para que la ley electoral se
mantenga sin cambios de fondo.
Segundo: sólo elaborando un pliego breve, claro y contundente se pueden ordenar las
innumerables reivindicaciones sectoriales que, por muy justas que sean, hoy dificultan la unidad
real de los múltiples actores de la presión social. No hay que buscar mucho, la lista es más o
menos obvia:
- re nacionalización del cobre,
- fin a la Constitución del 80,
- nacionalización de la deuda externa estatal, y fin al aval estatal de la deuda externa privada,
- renacionalización de los servicios estratégicos de energía eléctrica, gas, agua y comunicaciones,
- drástica reducción del costo del crédito y fuerte royalties a toda exportación de capitales y
ganancias.
Por supuesto que de esto deriva un enorme número de reivindicaciones económicas,
políticas y sociales. Y cada sector hará las suyas. Pero he puesto énfasis en estas:
- porque son la condición de posibilidad de todas las otras,
- porque apuntan directamente a la esencia del modelo económico imperante,
- porque es en torno a ellas que se puede hacer política estratégica, más allá de las urgencias
inmediatas, ciertamente atroces cada una de ellas.
La izquierda, al menos la izquierda, debe hacer política estratégica radical, debe ordenar
sus diferencias en torno a un horizonte global, debe apuntar hacia más allá de la política
inmediata.
Tercero, de manera algo más teórica: se debe ir más allá de las falsas dicotomías entre lo
global y lo local, entre la unidad y la diversidad, entre las formas de lucha o de organización.
No sólo hay de hecho sino que debe haber muchas izquierdas. La gran izquierda no puede
ser sino un conglomerado en red de muchas organizaciones, que tengan diversas formas y
alcance, que tengan intereses diversos, e incluso parcialmente contradictorios entre sí. Lo que
necesitamos no es un partido único sino una red. No necesitamos una línea correcta sino un
espíritu común. Un espíritu común ordenado en torno a esas demandas globales que he señalado.
Una amplia voluntad de conectar las demandas sectoriales a esos objetivos globales que, como se
habrá notado, son bastante definidos y concretos. Una amplia voluntad de aceptar como parte de
las muchas izquierdas, de la gran izquierda, toda clase de formas de organización y de expresión
que quiera reconocerse en esos objetivos.
Quinto: hoy la gran lucha de la gran izquierda no es sólo contra la burguesía, es también
contra el poder burocrático. Es la lucha histórica de los productores directos, que producen todas
las riquezas reales, contra el reparto de la plusvalía apropiada entre capitalistas y funcionarios.
Los burócratas, como clase social, organizados en torno al aparato del Estado, pero también
insertos plenamente en las tecno estructuras del gran capital y de los poderes globales, los
burócratas, amparados en sus presuntas experticias, fundadas de manera ideológica, son hoy tan
enemigos del ciudadano común, del que recibe un salario sólo de acuerdo al costo de
reproducción de su fuerza de trabajo, como los grandes burgueses.
El dato contingente es éste: la mayor parte de la plata que el Estado asigna para el “gasto
social” se gasta en el puro proceso de repartir el “gasto social”. La mayor parte de los recursos
del Estado, supuestamente de todos los chilenos, se ocupan en pagar a los propios funcionarios
del Estado, o van a engrosar los bolsillos de la empresa privada. El Estado opera como una
enorme red de cooptación social, que da empleo precario, a través del boleteo o de los sistemas
de fondos concursables, manteniendo con eso un enorme sistema de neo clientelismo que
favorece de manera asistencial a algunos sectores claves, amortiguando su potencial disruptivo, y
favoreciendo de manera progresivamente millonaria a la escala de operadores sociales que
administran la contención.
No se trata de analizar, en estos miles y miles de casos, la moralidad implicada. No se
trata tanto de denunciar la corrupción en términos morales. El asunto es directamente político. Se
trata de una corrupción de contenido y finalidad específicamente política. El asunto es el efecto
por un lado sobre el conjunto de la sociedad y por otro lado sobre las perspectivas de cambio
social. Por un lado el Estado disimula el desempleo estructural, debida a la enorme productividad
de los medios altamente tecnológicos a través de una progresiva estupidización del empleo
(empleo que sólo existe para que haya capacidad de compra, capacidad que sólo se busca para
mantener el sistema de mercado), por otro lado se establece un sistema de dependencias
clientelísticas en el empleo, que obligan a los “beneficiados” a mantenerlo políticamente.
Los afectados directos son las enormes masas de pobres absolutos, a los que los recursos
del Estado simplemente no llegan, o llegan sólo a través del condicionamiento político. Los
“beneficiados”, junto al gran capital, son la enorme masa de funcionarios que desde todas las
estructuras del Estado, desde las Universidades y consultoras, desde las ONG y los equipos
formados para concursar eternamente proyectos y más proyectos, renuncian a la política radical
para dedicarse a administrar, a representar al Estado ante el pueblo segmentado en enclaves de
necesidades puntuales, para dedicarse a repartir lo que es escaso justamente porque ellos mismos
lo consumen, dedicarse a contener para que no desaparezca justamente su función de contener.
O, si se quiere un dato más cuantitativo: en este país, que es uno de los campeones
mundiales en el intento de reducir el gasto del Estado, y después de treinta años de reducciones
exitosas, el 35% del PIB lo gasta el Estado. La tercera parte de todo los que se produce. El
Estado sigue siendo el principal empleador, el principal banquero, el principal poder comprador.
El Estado se mantiene como guardián poderoso para pagar las ineficacias, aventuras y torpezas
del gran capital, y para hacerse pagar a sí mismo, masivamente, política y económicamente, por
esa función.
Reorientar drásticamente el gasto del Estado hacia los usuarios directos, reduciendo
drásticamente el empleo clientelístico de sus administradores, y reconvirtiéndolo en empleo
productivo directo. No se trata de si tener un Estado más o menos grande. La discusión concreta
es el contenido: grande en qué, reducido en qué. Menos funcionarios, más empleo productivo.
Manejo central de los recursos naturales y servicios estratégicos. Manejo absolutamente
descentralizado de los servicios directos, de los que los ciudadanos pueden manejar por sí
mismos, sin expertos que los administren. Lo que está en juego en esto no es sólo el problema de
fondo de una redistribución más justa de la riqueza producida por todos. Está en juego también la
propia viabilidad de la izquierda, convertida hoy, en muchas de sus expresiones, en parte de la
maquinaria de administración y contención que perpetúa al régimen dominante.
Tengo que agregar, por último, que una buena parte de estas tesis, que he trabajado desde
hace bastante tiempo, y que resumen de manera simple lo que muchos otros intelectuales han
pensado y trabajado también desde hace mucho tiempo, me resultaron urgentes en medio de la
siguiente escena, que se dio en el marco de la conmemoración oficial de los 100 años de la
matanza de la Escuela Santa María de Iquique: el Quilapayún francés cantándonos y
haciéndonos cantar “El pueblo unido jamás será vencido” desde la misma tribuna en la cual el
Ministro del Interior, Belisario Velasco, había mentido sin pudor mientras era abucheado sin
pausa. La mayor parte de los que lo abuchearon cantaron con entusiasmo y profunda esperanza
esta canción. Cuando terminaron el Ministro Velasco felicitó calurosamente a Quilapayún.