Sunteți pe pagina 1din 16

Las disputas por la apropiación del gaucho

y la emergencia del "folklore" en la cultura de masas

JALLA 2006, Bogotá

Claudio F. Díaz
Universidad Nacional de Córdoba

1. Introducción:
Entre los años 30 y 50 del siglo XX, se fue formando en la Argentina un campo de
producción discursiva, en el marco del desarrollo de la cultura de masas, que se ha
conocido con el nombre de "folklore". Ese campo emergente desarrolló en sus años de
consolidación, un paradigma discursivo que determinó un espacio de posibilidades
estratégicas para la producción de los enunciados, al que he llamado el "paradigma
clásico" del folklore. Este paradigma llega a constituir un conjunto de reglas (temáticas,
compositivas, interpretativas, retóricas, léxicas, etc,) que determinan la manera legítima
de producir los enunciados y constituyen por lo tanto un criterio de inclusión y exclusión,
es decir, de identidad. El paradigma llega a constituir, en términos de Angenot, una
“tópica”, una “doxa” y un conjunto de “tabúes” discursivos (Angenot, 1998). El
paradigma, así concebido, es internalizado por los agentes sociales, y el propio campo
asegura, de diferentes maneras (desde las academias de enseñanza del folklore hasta
los artículos de carácter “didáctico” en las revistas especializadas), su difusión y
transmisión a las nuevas generaciones. Como he mostrado en otros trabajos (Díaz,
2006), pueden describirse seis rasgos que caracterizan el paradigma clásico: a) La
nacionalización de los géneros, por la cual un conjunto de músicas regionales pasan a
constituir un sistema y se convierten, cada una de ellas, en representación de "lo
nacional". b) El mito del “origen", por el cual un conjunto limitado de tradiciones
provincianas, recuperadas en el presente, se constituyen en representación de un
momento primigenio, sede de valores, que se ha perdido por el avance de la
modernidad, y cuya representación espacial es la pérdida del "pago". c) La lengua del
folklore, que no es otra que una refundición de la representación literaria dominante de
la lengua del gaucho, y que admite los matices regionales. d) Los paisajes, las
costumbres, las fiestas populares, las ceremonias de cada región, como objeto
privilegiado del discurso en la medida en que son expresión de las tradiciones en las
que se representa el "mito del origen" y remiten por lo tanto a "la nación". e) Una
estrategia de enunciación, tanto discursiva como musical, que consiste en la
presentación del gaucho, del provinciano cantor como metonimia de la patria. f) Un
visión de la historia congelada en el siglo XIX, particularmente en las gestas
protagonizadas por el gaucho: la guerra de la independencia, las guerras civiles, la
guerra contra el indio.

1
En este trabajo me propongo indagar sobre las condiciones sociales de formación
de dicho paradigma, partiendo de la hipótesis general según la cual, esas condiciones
sociales hacen comprensibles sus características. Entre esas condiciones tiene
importancia el proceso de nacimiento y afianzamiento de una industria cultural por un
lado, y el desarrollo de una ciencia del Folklore por otro.
Pero paralelamente a esos procesos (que no analizaré aquí) tuvieron lugar una
serie de intentos por definir el proyecto de un “arte nacional”. Esos intentos, si bien se
desarrollaron según la lógica del campo intelectual, en especial del campo literario
(Altamirano y Sarlo, 1983), tuvieron vinculaciones profundas con el proceso de
definición del Folklore como ciencia, puesto que se formaron allí una serie de elementos
discursivos que impregnaron los estudios sobre el Folklore, a la vez que se nutrieron de
ellos. Y todo ese conjunto formó parte, y una parte muy importante, de las condiciones
sociales en el marco de las cuales se estaba formando un campo del folklore en la
cultura de masas. Entre esos elementos se destaca el largo proceso de elaboración de
una imagen literaria del gaucho, cuya apropiación fue crucial en el debate sobre el
desarrollo de un arte nacional.
Esa elaboración estuvo tensionada por dos tradiciones. Por un lado la tradición
sarmientina que representaba al gaucho como elemento irreductible de barbarie: vago,
malentretenido, peligroso, y una amenaza para la civilización. Por otro lado la tradición
de la llamada literatura gauchesca que representa un gaucho con otros matices: el
patriotismo, la valentía, las distintas formas de la sabiduría, el canto, la generosidad. Y
en la fase final del ciclo, representado por el Martín Fierro de Hernández, se pone el
acento en la figura de un gaucho victimizado y perseguido por el poder político.
A fines del siglo XIX y principios del XX estas dos tradiciones literarias estuvieron
en el centro del debate sobre la identidad y el arte nacional, en la medida en que la
presencia masiva y amenazadora del inmigrante, sumada al impacto de la
modernización, convertía a la figura del gaucho en la única fuente autóctona de la
identidad que podía reivindicarse legítimamente. De tal manera, el ciclo criollista que se
abrió con las novelas de Eduardo Gutiérrez (en el mismo período en el que comenzaron
las investigaciones y recopilaciones de los estudiosos del Folklore) se desarrolló en el
marco de fuertes disputas acerca de las formas legítimas e ilegítimas del elemento
gauchesco como fundamento de un arte nacional. Disputa que se prolongó en el campo
intelectual en las vanguardias estéticas de los años 20 y 30, y, de un modo más
duradero en las corrientes nativistas y regionalistas hasta bien entrados los 40. Y en la
cultura de masas en el cine, las revistas de actualidad, las historietas y el radioteatro.
En ese mismo período, pero fundamentalmente en las décadas del 10 y del 20, se
dieron a conocer ensayos que intentaron darle una forma orgánica a ese debate, y
constituyeron una suerte de programa para la constitución de un arte nacional, de
largas consecuencias en la literatura y el pensamiento político, y de suma importancia
en la emergencia del campo del folklore.

2. Apropiación del gaucho y condiciones sociales:


Si algo caracterizó al proceso al que me vengo refiriendo fue la disputa simbólica entre
diferentes sectores por la apropiación y por la imposición de sentidos en torno a la
figura del gaucho. Esta disputa fue constitutiva de todas sus representaciones literarias,
y lo sería también de las que se desarrollaron después en el campo del folklore.

2
Según Josefina Ludmer, lo que define desde el comienzo la peculiaridad del
género gauchesco es una forma específica de relación entre la cultura popular (la del
gaucho) y la cultura letrada (la de los escritores). Ludmer piensa esa relación, en
primera instancia, desde la categoría del “uso” letrado de la cultura popular (Ludmer,
2000: 17-18). De modo que, en este tipo de representación literaria, el uso de la voz del
gaucho, esto es de su lengua, de sus refranes, de su manera de pensar y ver el mundo,
es en principio una forma de apropiación que comienza en el momento en que el
gaucho se vuelve necesario para un proyecto político que no es otro que el que da
origen a la nación. Los Diálogos patrióticos y los Cielitos de José Hidalgo ponen en
palabras gauchescas el canto a la libertad de la patria. Pero ese gaucho devenido
patriota que cantaba a la libertad era el mismo que hasta entonces había sido
considerado delincuente por las leyes de la época, y que en ese momento es
recuperado por la causa revolucionaria como parte de los ejércitos de la independencia.
Esa misma lógica convertiría al gauchaje en parte fundamental de los ejércitos y de las
montoneras de las guerras civiles, de la guerra con el Paraguay y de la guerra contra el
indio en la frontera del desierto.
La apropiación de la voz del gaucho por parte de los escritores de la cultura letrada
tenía como contrapartida su incorporación al imaginario de la nación, a través de la
palabra escrita. En esa incorporación a la nación a través de la letra escrita, había
también una apropiación en otro nivel. La voz del gaucho se escuchaba y su figura se
representaba desde el punto de vista del proyecto modernizador de los sectores
dominantes. Se podía pensar al gaucho del lado de la civilización (y no de la barbarie)
sólo en la medida en que se lo representara como portador de valores civilizadores: la
sabiduría, la religiosidad, la generosidad, el patriotismo, etc. Y esto era posible porque
en la versión letrada de la voz del gaucho se podía descubrir en sus dichos y refranes
una sabiduría que conectaba al gaucho con la India y la Persia Antiguas, con Sócrates
y Platón, con Séneca y los códigos religiosos, fundamentalmente cristianos (Hernández,
2003: 121) Es decir, era posible si se inscribía al gaucho, en quien empezaba a verse
un signo de identidad ante el “otro” extranjero, en una tradición que lo ennoblecía y
legitimaba, inscripción que los estudiosos del Folklore poco tiempo después
empezarían a rastrear documentalmente, como en el caso de Juan Alfonso Carrizo que
rastrea los orígenes de las tradiciones gauchas en la antigüedad grecorromana y en la
"revelación cristiana" (Carrizo, 1977). Y esa inscripción pasaría al foklore de la cultura
de masas como fundamento del "mito del origen".
Sin embargo la apropiación de la figura del gaucho mediante su elaboración
literaria no se dio de modo lineal. Otros sectores compitieron con los dominantes por la
apropiación del gaucho y contribuyeron a adjudicarle otros sentidos. En principio, lo
hicieron desde la recepción. Es sabido que El gaucho Martín Fierro fue un fenómeno de
ventas entre los sectores populares, especialmente de la campaña. La importancia de
ese fenómeno puede verse justamente en el cambio de perspectiva que se observa en
La vuelta, cuando el autor, cuya posición en el campo político había cambiado
sustancialmente, se hace cargo del éxito, lo menciona en el prólogo y, en un discurso
dirigido no a los lectores populares sino a los letrados, explicita su proyecto político-
cultural. Pero ese éxito de ventas fue inverso a su rechazo por parte de la cultura
letrada. Los “defectos” de la obra fueron censurados, y circuló por circuitos no
convencionales, en forma de folleto, fuera del espacio legítimo de las librerías. Mientras
la ciudad letrada la rechazaba, los sectores populares de la campaña la adoptaban, en

3
un proceso de identificación con el personaje y sus desdichas, que, terminó por generar
un fenómeno de “folklorización” del poema1. Este fenómeno fue tan extendido que
Carlos Vega, en sus Apuntes para la historia del movimiento tradicionalista argentino, le
adjudica un lugar central, puesto que produjo una “reacción en cadena” que llevó, en el
cambio de siglo, a la proliferación de obras literarias, teatrales y musicales (y
posteriormente radiales) que instalaron un “clima gauchesco” (Vega, 1981: 28-42) En
ese “clima gauchesco” se formaron quienes protagonizarían la emergencia del campo
del folklore, como Andrés Chazarreta y Buenaventura Luna.
Lo que se hacía evidente con ese fenómeno de lectura popular de una obra que
la élite ilustrada rechazaba, es la emergencia de un nuevo tipo de lector que, en
posesión de la lengua escrita como medio de simbolización, no compartía, sin embargo,
las matrices culturales de la clase dominante. Adolfo Prieto ha señalado en su estudio
sobre el criollismo, que este nuevo tipo de lector surgió de las campañas de
alfabetización y de la generalización de la escuela pública, desarrollada desde la época
de Sarmiento, y por lo tanto su emergencia es una consecuencia directa del proceso
modernizador (Prieto, 1988). Este nuevo tipo de lector, numéricamente importante
aunque no fuera fuente de legitimidad cultural, sería el motor de un importante
desarrollo de la prensa periódica, y de toda una literatura destinada a su consumo:
folletines, aventuras, revistas periódicas, cancioneros, etc. Toda esta corriente se
desarrolló en el cambio de siglo, cuando más fuerte resultaba el impacto de la
inmigración y Buenos Aires adquiría su aspecto más cosmopolita. Sin embargo, dice
Prieto "En ese aire de extranjería y cosmopolitismo, el tono predominante fue el de la
expresión criolla o acriollada" (Prieto, 1988:18)
Las novelas de Eduardo Gutiérrez fueron la expresión más clara de esta tendencia, en
especial Juan Moreira de 1879, que constituye su modelo. La importancia de las
novelas de Gutiérrez va más allá de su éxito de ventas. Justamente por esa
popularidad, articularon el debate acerca de la legitimidad de lo criollo, y el personaje de
Juan Moreira llegó a generar, por un lado adhesiones populares que se manifestaron en
el fenómeno del “moreirismo”: imitaciones literarias, teatrales, generalización del
personaje como figura del carnaval, etc; y por otro, rechazos que van desde el ataque
de la crítica hasta la constitución de lo que Prieto llama un “frente antimoreirista”, cuyo
programa consistía, nuevamente, en una apropiación de la figura del gaucho previa
limpieza de sus aspectos negativos. La insistencia en esa apropiación y en esa limpieza
se explica porque esas obras y esos personajes podían inspirar y fortalecer el "amor
patrio”. Y por eso, y porque la oligarquía gobernante necesitaba construir una idea de
nación que al mismo tiempo afirmara la identidad frente al inmigrante y legitimara su
posición de dominio, el gaucho podía formar parte de una estrategia, dada su amplia
aceptación popular. De modo que el “frente antimoreirista” que se constituyó a
principios del siglo XX, no fue un frente “antigaucho”, sino un programa de contención y
disciplinamiento. El gaucho podía ser recuperado si perdía sus características de
rebeldía ante la autoridad, de desafío a la ley, de violencia individualista. El gaucho
legítimo debía dejar de lado la vulgaridad, los vicios y la violencia, y encarnar las
virtudes: el trabajo honrado, el amor a la patria y la sumisión al estado.

1
Este fenómeno de folklorización consistió en una apropiación popular a través de la lectura en voz alta,
la memorización y circulación a través recitadores y cantores, y la autonomización de partes (los
consejos) y personajes (Fierro, el Viejo Vizcacha) que terminaron circulando independientmente.

4
El modelo literario de ese gaucho legítimo fue el Santos Vega de Rafael
Obligado, de 1881. Santos Vega privilegiaba el aspecto del cantor sobre el del rebelde.
Además cantaba en décimas, que era la forma típica de los payadores, pero su lengua
era culta y no la lengua vulgar del gaucho. Pero fundamentalmente se incluía en la
estructura narrativa de la obra el símbolo de la incorporación del gaucho a la
modernidad. Juan sin Ropa, quien derrota a Vega en la payada final, encarna el
progreso, y establece el lugar que le corresponde al gaucho en el mismo: Era, en medio
del reposo / de la Pampa, ayer dormida, / La visión ennoblecida / del trabajo antes no
honrado; / la promesa del arado / que abre cauces a la vida. (Bastardillas mías)
La promesa de la modernidad era, para el gaucho, la asignación de un lugar
subordinado y disciplinado en el proceso productivo. El mismo lugar que se estaba
diseñando para todos aquellos, incluyendo a los inmigrantes, que por una u otra razón
pudieran sentirse identificados con él. Lo que podía recuperarse del gaucho, entonces,
era el “alma” del payador, la nostalgia por un pasado y por un mundo que debía
idealizarse, separando y desechando minuciosamente los elementos “bárbaros”: la
rebeldía, la bebida, la violencia, las costumbres “moralmente censurables”. Y debía
recuperarse porque, como bien lo observó Ernesto Quesada a principios del siglo, esa
literatura criollista arraigada en los sectores populares, podía servir no sólo como un
mecanismo de disciplinamiento de los sectores populares nativos, sino también de
argentinización de los de origen inmigratorio (Prieto, 1988: 175). Obras como Calandria
de Martiniano Leguizamón (1896) y La Gringa de Florencio Sánchez (1904) fueron
marcando el tono para el desarrollo de toda una tendencia nativista con
manifestaciones teatrales, líricas y narrativas, pero también radiales, cinematográficas,
y, claro está, musicales, que se extendió a lo largo de los años 20, 30 y 40 mientras se
producía el ascenso y la consagración de las vanguardias en la zona central del campo
literario. La característica central de esa corriente es justamente esa recuperación
nostálgica de un mundo que se piensa como “tradicional” a través del gaucho como
figura central, pero también de sus usos, sus costumbres, las viviendas en que
habitaba, los enseres que utilizaba y los paisajes en los que vivía. Autores como
Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra (1926), Juan Carlos Dávalos en Los casos
del Zorro (1924) y Relatos lugareños (1930), Julio Díaz Usandivaras en El alma de la
tierra. Cuentos, relatos, evocaciones y descripciones de nuestros campos (1926) y,
claro está, el propio Martiniano Leguizamón y Benito Lynch, expresan esta visión.
En esa corriente ya se ve consumada la apropiación del gaucho en un mundo
simbólico que muestra importantes puntos de relación con el tipo de construcción de su
objeto que estaba comenzando a realizar la ciencia del Folklore2: es un mundo en el
que el conflicto se plantea con la naturaleza, pero no hay conflicto entre las clases; la
relación del gaucho con el patrón es de subordinación absoluta; el gaucho aparece
rescatado como modelo de virtudes “tradicionales” en tanto gaucho “trabajador”; no hay
lugar alguno para el indio en la tradición así construida; y, fundamentalmente, sin
importar diferencias de regiones, el mundo gaucho, así idealizado y purificado, se
convertía en signo de lo nacional (Romano, 1981).

2
Más aún, Marta Bustos ha estudiado específicamente la manera en que los trabajos de los
folklorólogos, como los cancioneros populares recopilados por Alfonso Carrizo y Juan Draghi Lucero,
entre otros, proporcionaron materiales a esta corriente que se continuó en narrativas regionalistas hasta
los años 60. (Bustos, 1981)

5
Esta apropiación del gaucho por parte de la cultura letrada corrió paralela y tuvo
una fuerte influencia en su apropiación popular. De hecho, en el circuito de los
folletines, del teatro popular y posteriormente en los cancioneros, en los radioteatros y
hasta en el cine, Santos Vega terminó circulando junto a Martín Fierro y Juan Moreira y
sus rasgos fueron confundiéndose poco a poco. Para los sectores populares la
adopción de todas esas figuras se volvió crucial, y todo el imaginario gaucho, limpiado
poco a poco desde la cultura letrada, dio lugar a fenómenos muy extendidos, como la
creación de “centros criollos” o “agrupaciones gauchas” durante los años 20, y
posteriormente peñas folklóricas y pistas de bailes populares en los 30 y 40. En ese
marco fueron surgiendo cantores profesionales especializados en músicas criollas,
gestándose así las condiciones para la emergencia del campo del folklore en la cultura
de masas.
En cualquier caso, lo que puede apreciarse es que, más allá de las disputas por
el sentido en ese proceso de apropiación múltiple y complejo, se trataba de una zona
de coincidencia de intereses que permitió la cristalización de una representación
literaria del gaucho, con rasgos muy idealizados y fuertemente vinculada a la idea de
nación. El gaucho literario parecía ser una posibilidad de que la nación, esa nación
moderna y capitalista que se estaba desarrollando, incluyera simbólicamente a todos,
garantizando al mismo tiempo las jerarquías y las relaciones de poder. De ahí que esa
representación idealizada del gaucho tuviera tanta importancia en la tarea ensayística
de los intelectuales nacionalistas que intentaron desarrollar el programa de un arte
nacional.

3. El gaucho y el nacionalismo estético:


El nacionalismo estético en sus diferentes expresiones estuvo vinculado con la
necesidad de forjar una independencia cultural. Esta búsqueda se manifestó con
especial insistencia en toda América Latina a principios del siglo XX, cuando en casi
todas partes se cumplía un siglo de las guerras de la independencia política y ya se
habían afianzado los sistemas oligárquico - liberales3.
El debate que se venía desarrollando acerca del gaucho y su cultura, y más en
general, sobre la “tradición”, encontraría un eco especial en un conjunto de escritores
que provenían de familias oligárquicas del interior. Es decir que, perteneciendo a la
clase dominante, formaban parte de un sector subordinado con rasgos diferenciados.
En efecto, Leopoldo Lugones provenía del norte de Córdoba, Ricardo Rojas de
Santiago del Estero, Manuel Gálvez de Santa Fe, Juan Pablo Echagüe de San Juan,
Gustavo Martínez Zuviría (Hugo Wast) de Santa Fe, etc. Lo mismo puede decirse, en la
generación anterior, de Joaquín V. González, procedente de La Rioja, en cuyo libro La
Tradición Nacional todos los nacionalistas reconocen una fuente de inspiración.
Algunos de ellos, incluso, recorrieron profusamente el interior como parte de actividades
profesionales, como es el caso de Manuel Gálvez en su calidad de Inspector de
Escuelas. Este sector del campo intelectual, aún con todas sus diferencias, asumió de
un modo especial los debates ya iniciados décadas atrás, poniendo el acento en un
abordaje que oponía una serie de valores a los que veía como predominantes en

3
Esta preocupación puede verse en ensayistas de orientaciones ideológicas muy diversas como José
Enrique Rodó (uruguay), Manuel González Prada (Perú), Alfonso Reyes (México), Ricardo Rojas
(Argentina), etc.

6
Buenos Aires: ante el materialismo vinculado con el progreso económico, propuso un
espiritualismo de corte arielista; ante el cosmopolitismo, la reivindicación del carácter
nacional y la tradición; ante las influencias francesas e inglesas, la reivindicación del
pasado hispánico4; ante el anticlericalismo, un catolicismo militante5.
Por último, el carácter en todos los casos aristocratizante y en algunos
francamente antidemocrático de este nacionalismo, se vincula con un posicionamiento
de clase ante el avance de los sectores populares y medios que tuvo su expresión
política en la sanción de la Ley Saénz Peña, en 1912. Esa tendencia aristocratizante,
que veía la democracia como demagogia y apelaba al gobierno de los mejores, está en
la base de una reflexión sobre el gaucho, y más en general sobre el arte nacional, en la
que tiene mucha importancia la idea de una vida heroica y viril como fundamento de la
tradición nacional.
Esa reflexión tomó, en algunos textos fundamentales, una forma programática,
que planteaba la posibilidad (y necesidad) de un arte nacional, y que además indicaba
caminos para el desarrollo del mismo. En esa programática fue fundamental la relación
con el pensamiento de quienes estaban desarrollando las tareas de recopilación que
afianzarían la ciencia del Folklore, y también la relación con la tarea de quienes estaban
trabajando para convertir las danzas y canciones folklóricas recopiladas (y
reconstituidas), en un nuevo tipo de espectáculo, sentando así las bases para el
desarrollo del campo del folklore en la cultura de masas.

3.1. El gaucho como héroe épico:


Tanto Leopoldo Lugones como Ricardo Rojas han dedicado enormes esfuerzos para
fundar la idea del desarrollo de una poesía épica en la Argentina, cuyas fuentes
populares se hallarían en el folklore de los gauchos y cuyo modelo literario sería el
Martín Fierro de Hernández. No me propongo discutir la validez de los fundamentos de
dicha tesis, que han sido largamente debatidos. Lo que resulta interesante en esos
desarrollos, desde el punto de vista de este trabajo, es que apuntan a una determinada
concepción del arte nacional que implica un modo específico de concebir la nación y su
cultura.
En la tradición de los estudios literarios, lo que distingue a la poesía épica de los
otros géneros es la presencia de un héroe, de posición elevada, que a través de sus
acciones encarna los valores de una comunidad, y al mismo tiempo se constituye en su
modelo. Estas acciones, habitualmente de tipo guerrero, conducen, a través de un
proceso más o menos complejo y prolongado, a la glorificación del héroe, que es al
mismo tiempo la glorificación de la comunidad que representa. De modo que en los
procesos de emergencia o afirmación de comunidades de diferentes clases, es común
que sus intelectuales orgánicos pongan en valor discursos de carácter épico que se
conciben como fundantes y que ocupan un lugar central en la construcción de una
tradición.
Esto explica que para los nacionalistas de principios del siglo XX se haya vuelto
de importancia crucial encontrar elementos épicos que pudieran pensarse como
fundantes de un carácter “nacional”. En Rojas y Lugones el desarrollo de una poesía

4
Anque haciéndose eco de las influencias del nacionalismo francés de corte monárquico de Charles
Maurras, por ej.
5
Es necesario exceptuar a Leopoldo Lugones de esta última característica.

7
épica era fundamental porque, en su perspectiva, esta constituye la evidencia histórica
de la gestación de algo nuevo; una nueva comunidad, un pueblo nuevo, incluso una
nueva raza. ¿Dónde encontraron, entonces, ese fundamento heroico de la nacionalidad
argentina? En el marco del cosmopolitismo amenazante de la Buenos Aires
modernizada, de la presencia del inmigrante que percibían como descaracterizadora y
de las disputas por la apropiación de la figura del gaucho, estos aristócratas
provincianos volvieron su mirada hacia el interior y encontraron en la literatura
gauchesca el material para la construcción de una tradición heroica.
En el caso de Lugones, en El Payador de 1916, explicaba que los poetas
populares, creadores de esa poesía épica, tuvieron una importancia fundamental:
crearon un lenguaje, y ese lenguaje nuevo fue la expresión de una “entidad espiritual”
nueva. De modo que el gaucho sería doblemente heroico, puesto que no sólo desarrolló
la acción heroica civilizadora, sino que también creó el lenguaje y la poesía en que se
expresó y que representaba a la comunidad naciente.
Por su parte, Ricardo Rojas dedicó todo un tomo de su Historia de la Literatura
Argentina (1917-1922) a “Los gauchescos”. En su extenso análisis se ocupó en
capítulos sucesivos de “La tierra nativa”, “La raza nativa”, “La lengua nativa”, “La
tradición de los indios”, “El folklore de los gauchos” y “el idioma de los conquistadores”.
A partir del conjunto de elementos analizados como condiciones de formación llega a
las producciones propiamente literarias, cuyo análisis comienza con un capítulo
dedicado a “La poesía épica de nuestros campos”. Desde el título del capítulo,
entonces, se afirma que el origen de esta épica argentina no sólo es popular, sino
también, y fundamentalmente, rural. Es decir, se trataba de una épica que arraigaba en
la tierra y en las tradiciones tanto nativas como europeas, y se desarrolló en la
campaña popular, y no en la ciudad letrada. Los agentes de esa expresión heroica
arraigada en la tierra, fueron los payadores, que Rojas vinculaba con la gran tradición
occidental y con la experiencia popular en las figuras de los rapsodas y los trovadores
(Rojas, 1960: 201)
El mismo tipo de experiencia, según él, habría dado lugar a la antigua épica
griega de los rapsodas, a la épica medieval de los trovadores y a la poesía heroica
argentina de los payadores. Pero lo que le interesaba a Rojas no eran los payadores
por sí mismos, sino más bien el hecho de que su canto expresaba toda una zona de
creencias y saberes populares que pensaba como originales y característicos. Esos
saberes, cosmogónicos, filosóficos, éticos, pero también prácticos y políticos, se
expresaban en el canto de los payadores y fueron constituyendo una identidad peculiar.
Rojas citaba a Hegel para afirmar: “A este respecto, esos monumentos son nada menos
que manantiales profundos donde un pueblo adquiere la conciencia de sí mismo”
(Rojas, 1960: 202). De modo que esa actividad de los payadores errantes se vincula
con la existencia misma de un pueblo, arraigado en una tierra, que toma conciencia de
su originalidad en el canto y sobre esa base se construye, idealmente, la nación. Y el
desarrollo de una épica establecía su existencia en un plano superior que igualaba a
esta comunidad naciente con las grandes civilizaciones de la historia.
Como puede verse, lo que estaba en juego para los nacionalistas era mucho más
que la clasificación genérica de un conjunto de textos literarios. Ni siquiera podría
decirse que lo importante fuera la inclusión del vasto conjunto de la tradición oral en el
campo de lo literario. Lo que estaba en juego, al insistir en el carácter épico de aquella
tradición oral y de los textos que la recogen, era la lucha por imponer una definición y

8
una delimitación de la “entidad” de la nación, su participación entre los pueblos
“superiores” y la profecía de un “destino” histórico de carácter civilizatorio. Y eso en un
país que estaba cumpliendo cien años de existencia, que había sido durante siglos una
ignota colonia de un imperio en decadencia y que no hacía más de 30 años que había
logrado constituirse como un estado moderno, tomando posesión de su territorio y
dejando atrás medio siglo de guerras civiles.
Para Lugones y Rojas el poema de Hernández era el mejor modelo porque era el
que mejor representaba el carácter heroico del gaucho y su tradición cultural. Ahora
bien, para poder establecer ese carácter heroico era necesario realizar varias
operaciones. En primer lugar, y teniendo en cuenta el proceso de disputas por la
apropiación del gaucho era necesario desmontar la fórmula Sarmientina, o al menos
sacar al gaucho del lado de la barbarie. Nuestros dos autores siguieron para ello
caminos diversos. Lugones, sabedor de que la constitución de un sujeto como héroe
épico necesitaba la contrafigura de un Otro imposible de ser asimilado en el Nosotros
de la comunidad, ubicó en ese lugar a quien representaba la barbarie irredimible: El
Indio. “El gaucho, decía Lugones, fue el héroe y el civilizador de la pampa. En este mar
de hierba, indivisa comarca de tribus bravías, la conquista española fracasó” (Lugones,
1944: 49) Allí donde fracasó la conquista, donde la civilización de ningún modo pudo
establecerse, sólo el gaucho pudo establecer una frontera que funcionara como
contención de la barbarie india y como foco de civilización. Es notable la insistencia con
la que Lugones niega al indio sistemáticamente todo rasgo de espiritualidad humana.
Le niega capacidad para el trabajo, interés en el progreso y capacidad organizativa. Le
niega el desarrollo de formas artísticas como la música y la danza, le niega incluso la
risa, rasgo diferencial de los seres humanos, representándolo como apenas diferente
de la mera animalidad. Ante ese Otro absoluto, no había más camino que la guerra a
muerte, y en esa guerra de frontera entre la civilización y la barbarie, el gaucho fue el
héroe civilizador.
Rojas, en cambio, reconocía en la tradición indígena un elemento importante en
la cultura del gaucho. De hecho estudió una serie de elementos que aportó la tradición
indígena, desde usos y costumbres hasta las marcas en el lenguaje que dejaron los
idiomas autóctonos, pasando por mitos y formas diversas de conocimiento. Rojas
diferenciaba además, con más rigor que Lugones, entre cuatro núcleos diversos de vida
indígena en nuestro país: el quichua, el guaranítico, el patagón y el chaqueño. De ellos
los dos primeros se integraron a la vida colonial, y los dos segundos se mantuvieron
indómitos. Pero es particularmente el núcleo patagónico el que le interesaba a Rojas,
puesto que constituiría el Otro del gaucho. Sin embargo, en lugar de negarle cualidades
y reducirlo a la animalidad, Rojas lo presentó con su gloria, sus cualidades guerreras y
su lucha contra la invasión blanca estableciendo una genealogía que vincula dos
epopeyas: La Araucana de Ercilla y el Martín Fierro: “Así el ciclo épico hispano-indígena
comienza en el siglo XVI con la epopeya fronteriza de los aucas del sur y se cierra en el
siglo XIX con la epopeya fronteriza de los mismos aucas redivivos sobre la patagonia
inconquistada”. (Rojas, 1960: 551-52) Esta visión valorizada no implica que haya un
menor grado de enemistad con el indio, sino que, por un lado, realza el valor del héroe
gaucho, y por otro permite vincular, a través de Ercilla, el poema gauchesco con la
épica renacentista.
Pero la lucha del gaucho no se limitó, según los nacionalistas, a la guerra contra
el indio. La situación de la frontera fue de un doble enfrentamiento. “Entonces el gaucho

9
comenzó a perecer. Y su epopeya, que el Martín Fierro describe, es una doble lucha: a
su frente, con la naturaleza y el indio; a su espalda, con la organización nacional
rudimentaria u hostil a las costumbres ya anacrónicas de los gauchos” (Rojas, 1960:
555). Ni Lugones ni Rojas lamentaban esta desaparición del gaucho. De hecho el
primero de ellos justificó largamente el régimen de explotación al que fue sometido por
parte de una oligarquía cuyos derechos se fundaban en la “superioridad”. Lo que a
ambos les interesaba era que ese conflicto, esa frontera entre la civilización y la
barbarie, pensada desde una perspectiva distinta de la sarmientina, ofrecía la materia
para un hacer heroico fundador de una nacionalidad cuyo destino iba mucho más allá
que el conflicto que le dio origen. Es decir que lo que se encontraba en el gaucho era
antes que nada un principio diferenciador que permitía distinguirse del pasado español,
del pasado indígena, pero también de lo que en aquel momento era el presente de la
masa inmigratoria.
En la perspectiva de Ricardo Rojas, ese gaucho entendido como héroe épico era
sólo un elemento más de un todo que “las fuerzas genésicas de América” venían
amasando en el tiempo y que debía desembocar en una síntesis que sería la
“argentinidad”. Esas fuerzas genésicas habían operado a través de sucesivos ciclos de
“indianismo y exotismo”, fórmula con la que Rojas intentó superar la fórmula
sarmientina de “civilización y barbarie”. Esa fuerzas habrían operado en las distintas
fases del desarrollo de la Argentina en un movimiento pendular entre lo americano (el
indio, la revolución, el gaucho) y lo europeo (la conquista, la colonia, los organizadores,
los modernizadores). Esa es la tesis central de Eurindia de 1924, que se expresa en lo
que Rojas definió como el “símbolo del árbol”. En ese símbolo el folklore y la literatura
gauchesca constituyen las raíces que se nutren de la tierra nativa; la cultura colonial es
el tronco por donde sube la savia; la tradición revolucionaria de los patricios y los
proscriptos son las ramas que le da la individualidad al árbol; y los modernos son la
fronda que anuncia la estación de los flores y los frutos (Rojas, 1980: 78)
Desde una perspectiva como esta, cobraba especial importancia la manera de
construir las raíces de las que se nutría ese “árbol” que representaba la nacionalidad.
De ahí la enorme insistencia de los nacionalistas por vincular la épica gauchesca con
orígenes que, en el caso de Rojas se remontaban a la edad media y al aporte espiritual
y religioso de España, y en el caso de Lugones, a la antigüedad griega y al “linaje de
Hércules”.

3.2. La formación del mito del origen:


El gaucho, entendido por los nacionalistas como héroe épico, era la encarnación de los
valores de una comunidad. En la poesía gauchesca, que hunde sus raíces en el folklore
de los gauchos, esa comunidad encontraba su expresión. Ahora bien, cabe la pregunta
acerca de la naturaleza de esa comunidad en el pensamiento de los nacionalistas. En
los textos programáticos de principios de siglo, varios conceptos aparecían
relacionados en la representación de la comunidad que expresaba el héroe gaucho. El
“pueblo”, la “nación” y, con notable insistencia, la “raza”. Si bien es cierto que resulta
difícil establecer con exactitud los alcances de estos términos, lo que resulta claro es
que, al igual que ocurre con cualquier definición de la “comunidad folk”, diseñaban un
sistema de inclusiones y exclusiones.
En primer lugar, los grandes excluidos resultaban, también aquí, los indios. A lo
sumo, en el caso de Rojas, el elemento indígena ingresa como parte de la raíz nutricia,

10
pero sólo en la medida en que está superado y asimilado al elemento cristiano.
Eliminado el elemento negro y asimilado el elemento indígena, Rojas afirmaba que la
“raza nativa” es una variedad de la raza blanca, tipo local cuya primera manifestación
fue el gaucho. Esa definición, claro está, no incluía a todos los blancos, puesto que
dejaba afuera a los inmigrantes, a quienes Lugones calificaba como “plebe ultramarina”.
El inmigrante era el gran Otro del presente en la perspectiva de los nacionalistas, y el
enfrentamiento social y político con los sectores populares es el trasfondo de estas
discusiones estéticas. En él veían en primer término el riesgo de descaracterización a
raíz de su desconocimiento del pasado nacional y de su diferencia cultural y lingüística.
Pero también, y esto es fundamental, un materialismo abyecto, una completa falta de
ideales y un afán desmedido de lucro, lo cual se vinculaba a la visión crítica de la
presencia del capital extranjero (Quijada, 1985: 22). Ese marco de pensamiento explica
la insistencia tanto de Rojas como de Lugones en las particularidades del idioma
nacional que se encuentra en la épica gauchesca.
Por un lado, el rasgo que caracteriza a una nación civilizada es su idioma. De ahí
la necesidad de demostrar la peculiaridad del idioma gaucho, pero al mismo tiempo
prestigiarlo inscribiéndolo en una tradición legítima6. De modo que la lengua gaucha ya
no era “el lenguaje de los corrales”, sino la restauración de un idioma noble cuya forma
natural había arruinado el academicismo. Por otro lado, el idioma que caracterizaba a la
nación era el que hablaba el pueblo. Invirtiendo la fórmula, podemos decir que el
“pueblo” era el que hablaba correctamente el idioma, porque estaba conectado a sus
fuentes históricas y culturales. Así como para los griegos “bárbaro” era quien no podía
pronunciar correctamente los poemas de Homero, Lugones insistía en que “El gringo es
nuestro bárbaro”7.
La “raza”, entonces, cuyo prototipo fue el gaucho, excluía al indio y al inmigrante,
y volvía a conectarse con el tronco español, tan duramente cuestionado desde las
guerras de la independencia. Según Lugones, el gaucho, señor de las pampas,
descendía de los conquistadores, últimos paladines a través de los cuales se conectaba
con la caballería andante, con la cultura provenzal y con las raíces griegas. Rojas, más
cauto, reafirmaba el tronco español y la religiosidad cristiana, explicaba la eliminación
del negro, y aceptaba la asimilación, aunque menor, del elemento cobrizo. Pero ambos
coincidían en que los rasgos que caracterizaron al gaucho son el germen de la
argentinidad.
Esta noción del “prototipo” muestra que en realidad, la idea de una “entidad”
nueva, de un “pueblo” original y llamado a un destino de grandeza, de una “raza”
característica cuya tradición debe ser preservada, descansa sobre la laboriosa
construcción del mito del origen. Todo el esfuerzo puesto en la interpretación de la
poesía gauchesca como una épica de la argentinidad, tiene que ver con la necesidad
de determinar un origen y trazar desde allí una genealogía que legitimara las posiciones
en aquel presente conflictivo. Es así, justamente, como opera la “tradición selectiva”.
Según Raymond Williams “En el conjunto de una sociedad, y en todas sus
actividades específicas, la tradición cultural puede verse como una selección y
6
Es importante marcar la diferencia con las críticas a la gauchesca y al ciclo criollista que desarrollaron
quienes integraron aquel “frente antimoreirista” en el cambio de siglo.
7
Esta distinción por el idioma, más específicamente por la fonética, será retomada por la vanguardia de
Florida que, sin ser nacionalista encontrará allí un elemento de legitimación y de impugnación de los
competidores nucleados en el grupo de Boedo (Altamirano y Sarlo, 1983: 127-171)

11
reselección continuas de ancestros” (Williams, 2003: 61). Pero esa selección, que es
también siempre una interpretación del pasado “(...) tenderá siempre a corresponder a
su sistema contemporáneo de intereses y valores” (Williams, 2003: 60). Y esos
intereses contemporáneos (es decir los intereses correspondientes a la posición relativa
de estos intelectuales, hidalgos provincianos de un campo cultural en formación,
pertenecientes a una fracción de clase subordinada amenazada por las consecuencias
económicas, políticas y culturales de la modernización y la inmigración) son los que
orientaban este modo específico de construir un origen nacional, vinculado a una “raza”
y una literatura.
Michel Foucault ha mostrado que en la postulación de un origen, lo que siempre
está jugando es la afirmación de ciertas significaciones ideales, de carácter metafísico,
en el marco de una concepción teleológica de la historia. En el prototipo originario, a la
manera de una semilla, estarían ya dados los rasgos esenciales de lo que después
llegará a ser la raza, la nación o el pueblo en cuestión (Foucault, 1992: 7-29)
Ese es el tipo de operación discursiva que realizaron los nacionalistas en
aquellos textos programáticos. En el gaucho, convenientemente procesado y limpiado
de sus estigmas de clase, y legitimado mediante la construcción de vínculos con
elementos valorados de las tradiciones culturales canónicas, está el origen de la nación.
Esa es la “raza nativa”, el “pueblo” de la nación, con sus sistema de inclusiones y
exclusiones. Por eso era importante recuperar el concepto de “raza”, tan caro a los
positivistas de quienes los nacionalistas toman distancia. Pero el concepto mismo de
“raza” era utilizado de un modo espiritualizado.
Ricardo Rojas concebía la “personalidad nacional” del mismo modo que la
personalidad individual. Según él “Los pueblos creadores de una cultura (...) tienen un
alma colectiva, y la cultura por ellas creada no es sino la manifestación histórica del
numen angélico que las anima” (Rojas, 1980: 68) Esa alma, es de naturaleza ideal,
metafísica: “Concibo por consiguiente a la nacionalidad como un fenómeno de síntesis
psicológica: un yo metafísico que se hace carne en un pueblo y que halla su lenguaje
en los símbolos de la cultura” (Rojas, 1980: 68-69) Concebida la nacionalidad en esos
términos, las nociones de “pueblo” y “raza” se vuelven impermeables a la crítica y
sumamente maleables. Cualquiera, independientemente de su origen de nacimiento
puede ser parte de la “raza” en la medida en que se asimile a los rasgos fundamentales
de esa “alma colectiva”. Rojas proponía ejemplos que iban desde Ulrico Schmidel hasta
Pellegrini. El concepto de “raza”, entonces, va más allá de su sentido antropológico. “
‘La raza’ en sentido histórico, es un fenómeno espiritual de significación colectiva,
determinado por un territorio y un idioma, o sea por un ideal” (Rojas, 1980: 100)
Estas elaboraciones, producidas por intelectuales que en los años 20 adquirieron
prestigio, y que desde sus posiciones impulsaron los estudios folklóricos, estuvieron en
la base de las lecturas y opiniones de quienes en esos mismos años empezaban a
desarrollar los “espectáculos” folklóricos. Así, Andrés Chazarreta agasajó a Lugones en
Santiago y le mostró las danzas de su compañía al tiempo que le facilitó las
recopilaciones que aparecen en El Payador como ejemplos de la música gaucha. El
intelectual encontraba en el “humilde profesor” el material para sus argumentos. El
pionero del folklore encontraba en el prestigio del intelectual los argumentos para
legitimar su empresa artística.

12
3.3. La unidad de la cultura:
Junto al mito del origen, y al carácter épico del héroe originario, hay otro principio de
importancia fundamental para el nacionalismo cultural y para la formación del campo
del folklore. Se trata del principio de unidad de la cultura. Si se erigía al gaucho como
héroe fundador, esa figura heroica debía ser abarcadora de todas las diferencias. Más
aún, debía ser capaz de reducir toda diferencia a una unidad fundamental y anterior a
toda diversidad. Esa unidad fundamental estaba garantizada por el carácter espiritual
de la raza y la nación. Este principio era importante porque la idea de nación y de raza
defendida por los nacionalistas podía mostrar fisuras al enfrentar dos problemas
complementarios. Por un lado el estatuto diferencial de todas las naciones
hispanoamericanas, y por otro, las importantes diferencias culturales dentro de la
misma nación.
En cuanto al primer problema, la reivindicación del tronco español y la conciencia
del idioma común, llevó a los nacionalistas a plantear una cierta forma de unidad
continental, planteada, claro está en términos espiritualistas como un “sentimiento”
continental. Ese continentalismo, que se fundaba en la tradición y el idioma, se
construye también a partir de un “otro”, que para Rojas era “(...) el yanqui que nos
desdeñe o el europeo que nos ignore (...)” (Rojas, 1980: 45), para Lugones era más que
nada el inmigrante (principalmente obrero y anarquista), y para los nacionalistas de la
generación siguiente sería el imperialismo británico asociado a la tradición liberal. Ante
ese otro, las diferencias entre los países hispanoamericanos eran entendidas como una
cuestión de acentos y “personalidades” diferentes, pero unidas entre sí. De todos
modos, a pesar de ese “sentimiento continental” y de los lazos comunes con España,
no cabe duda que aquella “entidad” de carácter metafísico que vinculaba la “tierra” y la
“raza”, era entendida en términos estrictamente nacionales. Las largas cavilaciones
sobre la tierra y la raza nativa, sobre el gaucho como héroe fundante, sobre el carácter
y el alma de las naciones, así lo demuestra.
En cuanto al segundo problema, el planteo era más enfático. Aún reconociendo
la diversidad cultural de las provincias, se trata de una sola nación y una sola cultura.
En palabras de Rojas: “(...) hay en esos localismos de tema, de criterio o de acento una
simple variedad de timbres personales como en un diálogo de familia, y, por sobre las
variedades, la unidad doméstica del conjunto” (Rojas, 1980: 48) Es necesario recordar
que esa unidad cultural de la nación, de la cual se predicaba un origen metafísico, era
en la Argentina de entonces una adquisición reciente. Justamente, el enfrentamiento
entre Buenos Aires y las provincias por la cuestión de las autonomías provinciales
había desgarrado al país en 50 años de guerras civiles. La mirada de estos hidalgos de
provincia, dirigida nuevamente hacia el interior ante una Buenos Aires
descaracterizada, no implicaba una regresión hacia aquella situación. Justamente por
eso era importante postular una unidad de la nación del mismo modo que se postulaba
su existencia ideal incluso antes de la constitución de la misma en términos políticos.
Entendidas de esa manera, las diferencias regionales no podían sino ser
manifestaciones diferentes de la “misma” entidad de la nación. Por eso “(...) Joaquín
González es de La Rioja; Martiniano Leguizamón de Entre Ríos; José Hernández de
Buenos Aires, y los tres son profundamente argentinos”. (Rojas, 1980: 48)
En la solución propuesta a estos dos problemas planteados, se puede ver, una
vez más, cómo actúa la tradición selectiva. Muchos años después, reflexionando sobre
la diversidad de las tradiciones regionales, Carlos Vega diría que los tradicionalistas

13
unifican “en el corazón”, una serie de prácticas que se desarrollaron separadamente
(Vega, 1981: 19). Esta unidad “en el corazón”, esta existencia de la nación en el “ideal”,
proviene de aquel planteo de los nacionalistas que no es otra cosa que un modo
específico de construir la “tradición nacional”, cuya continuidad llegó a ser considerada
por Ricardo Rojas como una “ley”. Y justamente, es en la demostración del origen
común y de la continuidad de la tradición, donde cobra importancia la relación de los
nacionalistas con los incipientes estudios folklóricos.

2.2.4. Tradición, folklore y arte nacional:


En el pensamiento de los nacionalistas, lo que garantizaba en definitiva la unidad de la
nación, siempre partiendo del mito de un origen espiritual que se personificaba en el
gaucho, era, justamente, la continuidad de la tradición. Y ese es el punto en el que su
pensamiento se nutrió del trabajo de los estudiosos de Folklore que estaban realizando
las primeras recopilaciones sistemáticas, y produjo a su vez un discurso que funcionaría
como sustento teórico / ideológico de las futuras investigaciones. Para los demás
nacionalistas, era imperioso trazar una línea de continuidad entre ese origen mítico de
la “entidad” de la nación, vinculado a la tierra y a la raza, y el presente. El impacto del
cosmopolitismo descaracterizador era representado como una amenaza no a sus
posiciones (particularmente a sus posiciones de clase), sino a la existencia misma de la
nación, cuya garantía era la continuidad de la tradición. “Si la tradición se interrumpe, la
memoria colectiva se pierde y la personalidad nacional se desvanece”, decía Rojas
(Rojas, 1980: 92)
Hay algunos aspectos de esta representación de la tradición que considero
especialmente pertinentes para la perspectiva de este trabajo:
En primer lugar, esa tradición que, como ya he dicho, diseña un sistema de
inclusiones y exclusiones, se funda también sobre la idea de un orden. Un orden que
podría decirse “natural”, y que por lo tanto borra todo conflicto del interior del Nosotros
nacional.
Ese orden natural de las cosas se reproduce también en la tradición, de modo
que para los nacionalistas todo aquello que se apartara de ella o la cuestionara,
amenazaba también el orden establecido. Un orden que abarcaba todos los aspectos
políticos y culturales. Por eso muchos de ellos fueron asumiendo actitudes contrarias a
la Ley Sáenz Peña, al gobierno radical y, en general, al sistema democrático. Ya en
1923 en unas conferencias auspiciadas por la Liga Patriótica Argentina, Lugones
afirmaba que “Nosotros hemos querido cumplir el mandato de nuestros padres,
haciendo de esta Patria lo que debe ser: una gran concordia. A la discordia nos la han
traído desde afuera” (Onega, 1982: 150) Para ese Otro (inmigrantes, huelguistas,
anarquistas, pero también el gobierno “extraño” de la chusma radical) que desde afuera
viene a destruir el orden de la nación Lugones proponía la guerra. Y de hecho muchos
nacionalistas terminaron apoyando el golpe de estado de 19308.
En segundo lugar, si bien la continuidad de la tradición era concebida como una
ley, lo cierto es que esa continuidad en la Argentina estaba continuamente amenazada.
Según Rojas, nuestra historia asistió a sucesivos cataclismos: La conquista, la
independencia, las guerras civiles, la inmigración. En cada uno de esos cataclismos las

8
Es importante destacar que no todos lo hicieron. Bien conocido es el caso de Ricardo Rojas, que se
afilió a la Unión Cívica Radical después del golpe de estado.

14
tradiciones (indígena, colonial, gauchesca) han sido amenazadas. De ahí la importancia
de establecer un mito del origen, delimitar los rasgos originarios y construir
minuciosamente las continuidades a través de esos cataclismos. Y de ahí también la
importancia de una disciplina que estaba ayudando reconstruir esa continuidad a través
de sus “supervivencias”: “Así llegaremos a los días de hoy en que el folklore y la
arqueología están mostrando todo cuanto sobrevive de una tradición que creíamos
perdida, señalando sus restos a la inspiración creadora de nuestras artes” (Rojas, 1980:
93) (Batardillas mías). En este sentido no es un dato menor que las reflexiones de
Lugones sobre la música y la danza gauchas estén fundadas (más allá de los aportes
de su erudición por momentos un tanto fantástica) en los materiales recopilados por
Andrés Chazarreta. Del mismo modo, Ricardo Rojas, además de Chazarreta, menciona
los trabajos de Gómez Carrillo patrocinados por la Universidad de Tucumán. Por todo
eso se comprende que desde una etapa temprana los nacionalistas hayan apoyado las
investigaciones de los estudiosos del Folklore, hayan impulsado la enseñanza del
folklore en las escuelas, y hayan provisto a la disciplina naciente de una cantidad
importante de contenidos discursivos.
Pero hay un último aspecto a destacar. Para los nacionalistas no se trataba
solamente de la afirmación de la continuidad y del rescate de las tradiciones. El mito del
origen no sólo apuntaba a trazar una genealogía, sino también a proyectar un futuro.
Esa proyección siguió diversos carriles políticos, pero en cuanto a lo cultural, y más
específicamente a lo artístico, se fundaba en la idea de una producción que recuperara
esas tradiciones y las transformara según los avances de las diferentes disciplinas
artísticas. Los elementos provenientes del folklore debían convertirse en materiales de
trabajo para los artistas creadores. Los modelos, claro está, eran la música Wagneriana
y el nacionalismo musical ruso. Para Rojas, en cada una de las artes ya se vislumbraba
el desarrollo de una corriente nacionalista a la que llamaba “Nueva Escuela”. Así,
rescata en la pintura los aportes de artistas como Octavio Pinto, Quinquela Martín y
Fader; en la literatura los de Juan Carlos Dávalos, Fernández Moreno y Benito Lynch; y
así con todas las artes. Para la perspectiva de este trabajo es de especial importancia
la trascendencia que Rojas le adjudicó a la presentación de la compañía de Andrés
Chazarreta en el teatro Politeama de Buenos Aires en 1921. El entusiasmo lo llevó a
proponer, a partir del ejemplo de Chazarreta, que la Escuela de Danzas del Teatro
Colón afrontara la tarea de transformar el folklore coreográfico en “Arte teatral”. Lo que
tal vez no advirtió Rojas es que la operación de Chazarreta había convertido ya a las
danzas folklóricas en una forma de arte teatral, es decir, de espectáculo, y con eso
estaba poniendo las bases para el desarrollo del campo del folklore en la cultura de
masas.

4. Conclusión:
A lo largo de este trabajo he intentado mostrar cómo se fueron formando, con el
desarrollo del nacionalismo cultural una serie de elementos discursivos que formaron
parte importante de las condiciones de emergencia del campo del folklore. En ese
proceso, esos elementos, combinados con otros y reapropiados de diferentes maneras,
contribuyeron a la formación del “paradigma clásico” del campo del folklore. Claro que
el discurso nacionalista formó parte de un conjunto más amplio de condiciones, junto
con el nacimiento de la ciencia del Folklore, el desarrollo de la escuela como aparato
homogeneizador y disciplinario, el desarrollo de la industria cultural, especialmente la

15
radio y el disco, y las políticas de inclusión cultural del peronismo. En ese conjunto hay
que buscar la comprensión / explicación de los rasgos característicos del “paradigma
clásico”, que qiedaron brevemente indicados en la introducción de este trabajo. A partir
de los 50, cuando el paradigma quedó establecido, los productores de canciones
folklóricas debieron maniobrar en un espacio de opciones que iban de la aceptación al
rechazo del paradigma clásico, pasando por todas las formas de la expansión, la
reforma y la renovación.

Bibliografía

ALTAMIRANO, CARLOS Y SARLO, BEATRIZ (1983) Ensayos argentinos: de


Sarmiento a la vanguardia. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.
ANGENOT, MARC (1998) Interdiscursividades. De hegemonías y disidencias. Córdoba:
Editorial Universidad Nacional de Córdoba.
CARRIZO, Juan Alfonso (1977) Historia del folklore argentino. Buenos Aires: Biblioteca
Dictio.
DÍAZ, Claudio (2006) “El Nuevo cancionero. Un cambio de paradigma en el folklore
argentino”. En COSTA, R. y MOZEJKO, D. Lugares del decir II. Competencia social y
espacio de posibles. Rosario: Homo Sapiens.
FOUCAULT, MICHEL (1992) “Nietzsche, la Genealogía, la Historia” En Microfísica del
poder. Madrid: Ediciones de La Piqueta.
HERNÁNDEZ, José (2003) Martín Fierro. Buenos Aires: Cántaro.
LUDMER, Josefina (2000) El género gauchesco. Un tratado sobre la patria. Buenos
Aires: perfil Libros.
LUGONES, Leopoldo (1944) El payador. Buenos Aires: Centurión.
ONEGA, Gladys (1982 ) La inmigración en la literatura argentina (1880-1910). Buenos
Aires: CEAL
PRIETO, Adolfo (1988) El criollismo en la formación de la Argentina moderna.
QUIJADA, Mónica: Manuel Gálvez: 60 años de pensamiento nacionalista. CEAL,
Biblioteca política argentina, Buenos Aires, 1985.
ROJAS, Ricardo (1969): Historia de la literatura argentina. Ensayo filosófico sobre la
evolución de la cultura en el Plata. Editorial Kraft, Buenos Aires.
ROJAS, Ricardo (1980): Eurindia. Ensayo de estética sobre las culturas americanas.
CEAL, Buenos Aires.
ROMANO, Eduardo (1981): “El cuento argentino. 1930.1959 (I)”. En Revista Capítulo,
La historia de la literatura argentina, Nº 77. CEAL, Bs. As.
VEGA, Carlos (1981) Historia del movimiento tradicionalista argentino. Buenos Aires:
Instituto Carlos Vega.
WILLIAMS, Raymond (2003): La larga revolución. Nueva visión, Buenos Aires

16

S-ar putea să vă placă și