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Mayo 2011
Economía
Capitalistas estúpidos + 2
Selección de Textos de Joseph Stiglitz.
Género
Sin embargo, los últimos 20 años post guerra fría dan cuenta que la historia está lejos de
haber llegado a su fin y aún existen altas contradicciones en el capitalismo que lo dejan en
permanente crisis y que apela a la necesidad de cambio permanente en las sociedades.
En este segundo dossier se presentan textos cuyo vector común es dar cuenta de las
contradicciones del capitalismo, y que existe una constante situación de conflicto en que emergen
conflictos desde donde supuestamente no existirían.
Así, se advierten contradicciones en la fase actual del capitalismo (Zizek); de las políticas
de desarrollo implementadas por la Instituciones Económicas internacionales (Siglitz), y por último
el reconocimiento de identidad, particularmente desde un enfoque del género.
Esperamos que estas lecturas sean el soporte para la construcción de una alternativa que
permita leer e interpretar la realidad de su tiempo, de la forma más clara y atractiva.
Los siguientes cuato breves textos son un aporte para identificar las
“contradicciones discursivas” del capitalismo.
Q uien tenga en mente aquellos tiempos del realismo socialista, aún recordará la centralidad
que en su edificio teórico asumía el concepto de lo "típico": la literatura socialista auténticamente
progresista debía representar héroes "típicos" en situaciones "típicas". Los escritores que pintaran la
realidad soviética en tonos predominantemente grises eran acusados no ya sólo de mentir, sino de
distorsionar la realidad social: subrayaban aspectos que no eran "típicos", se recreaban en los restos
de un triste pasado, en lugar de recalcar los fenómenos "típicos", es decir, todos aquellos que
reflejaban la tendencia histórica subyacente: el avance hacia el Comunismo. El relato que presentara
al nuevo hombre socialista, aquél que dedica su entera vida a la consecución de la felicidad de la
entera Humanidad, era un relato que reflejaba un fenómeno sin duda minoritario (pocos eran aún los
hombres con ese noble empeño), pero un fenómeno que permitía reconocer las fuerzas
auténticamente progresistas que operaban en el contexto social del momento...
Este concepto de "típico", por ridículo que pueda parecernos, esconde, pese a todo, un atisbo de
verdad: cualquier concepto ideológico de apariencia o alcance universal puede ser hegemonizado
por un contenido específico que acaba "ocupando" esa universalidad y sosteniendo su eficacia. Así,
en el rechazo del Estado Social reiterado por la Nueva Derecha estadounidense, la idea de la
ineficacia del actual Welfare system ha acabado construyéndose sobre, y dependiendo del, ejemplo
puntual de la joven madre afro-americana: el Estado Social no sería sino un programa para jóvenes
madres negras.
La "madre soltera negra" se convierte, implícitamente, en el reflejo "típico" de la noción universal
del Estado Social... y de su ineficiencia. Y lo mismo vale para cualquier otra noción ideológica de
alcance o pretensión universal: conviene dar con el caso particular que otorgue eficacia a la noción
ideológica.
Así, en la campaña de la Moral Majority contra el aborto, el caso "típico" es exactamente el opuesto
al de la madre negra (y desempleada): es la profesional de éxito, sexualmente promiscua, que
apuesta por su carrera profesional antes que por la "vocación natural" de ser madre (con
independencia de que los datos indiquen que el grueso de los abortos se produce en las familias
numerosas de clase baja). Esta "distorsión" en virtud de la cual un hecho puntual acaba revestido
con los ropajes delo "típico" y reflejando la universalidad de un concepto, es el elemento de
fantasía, el trasfondo y el soporte fantasmático de la noción ideológica universal: en términos
kantianos, asume la función del "esquematismo trascendental", es decir, sirve para traducir la
abstracta y vacía noción universal en una
noción que queda reflejada en, y puede aplicarse directamente a, nuestra "experiencia concreta".
Esta concreción fantasmática no es mera ilustración o anecdótica ejemplificación: es nada menos
que el proceso mediante el cual un contenido particular acaba revistiendo el valor de lo "típico": el
proceso en el que se ganan, o pierden, las batallas ideológicas.
Volviendo al ejemplo del aborto: si en lugar del supuesto que propone la Moral Majority, elevamos
a la categoría de "típico" el aborto en una familia pobre y numerosa, incapaz de alimentar a otro
hijo, la perspectiva general cambia, cambia completamente...
La lucha por la hegemonía ideológico-política es, por tanto, siempre una lucha por la apropiación de
aquellos conceptos que son vividos "espontáneamente" como "apolíticos", porque trascienden los
confines de la política. No sorprende que la principal fuerza opositora en los antiguos países
socialistas deEuropa oriental se llamara Solidaridad: un significante ejemplar de la imposible
plenitud de la sociedad. Es como si, en esos pocos años, aquello que Ernesto Laclau llama la lógica
de la equivalencia' hubiese funcionado plenamente: la expresión "los comunistas en el poder" era la
encamación de la no-sociedad,
de la decadencia y de la corrupción, una expresión que mágicamente catalizaba la oposición de
todos, incluidos "comunistas honestos" y desilusionados. Los nacionalistas conservadores acusaban
a "los comunistas en el poder" de traicionar los intereses polacos en favor del amo soviético; los
empresarios los veían como un obstáculo a sus ambiciones
capitalistas; para la iglesia católica, "los comunistas en el poder" eran unos ateos sin moral; para los
campesinos, representaban la violencia de una modernización que había trastocado
sus formas tradicionales de vida; para artistas e intelectuales, el comunismo era sinónimo de una
experiencia cotidiana de censura obtusa y opresiva; los obreros no sólo se sentían explotados por la
burocracia del partido, sino también humillados ante la afirmación de que todo se hacía por su bien
y en su nombre; por último, los viejos y desilusionados militantes
de izquierdas percibían el régimen como una traición al "verdadero socialismo".
La imposible alianza política entre estas posiciones divergentes y potencialmente antagónicas sólo
podía producirse bajo la bandera de un significante que se situara precisamente en el límite que
separa lo político de lo pre-político; el término "solidaridad" se presta perfectamente a esta función:
resulta políticamente operativo en tanto en
cuanto designa la unidad "simple" y "fundamental" de unos seres humanos que deben unirse por
encima de cualquier diferencia política. Ahora, olvidado ese mágico momento de solidaridad
universal, el significante que está emergiendo en algunos países ex-socialistas para expresar eso que
Laclau denomina la "plenitud ausente" de la sociedad, es “honestidad".
Esta noción se sitúa hoy en día "en el centro de la ideología espontánea de esa "gente de a pie" que
se siente arrollada por unos cambios económicos y sociales que con crudeza han traicionado
aquellas esperanzas en una nueva plenitud social que se generaron tras el derrumbe del socialismo.
La "vieja guardia" (los ex-comunistas) y los antiguos disidentes que han accedido a los centros del
poder, se habrían aliado, ahora bajo las banderas de la democracia y de la libertad, para explotarles
a ellos, la "gente de a pie", aún más que antes ...
La lucha por la hegemonía, por tanto, se concentra ahora en el contenido particular capaz de
imprimir un cambio a aquel significante: ¿qué se entiende por honestidad? Para el conservador,
significa un retomo a la moral tradicional y a los valores de la religión y, también, purgar del cuerpo
social los restos del antiguo régimen. Para el izquierdista, quiere decir justicia social y oponerse a la
privatización desbocada, etc. Una misma medida (restituir las propiedades a la Iglesia, por ejemplo)
será "honesta" desde un punto de vista conservador y "deshonesta" desde una óptica de izquierdas.
Cada posición (re)define tácitamente el término "honestidad" para adaptarlo a su concepción
ideológico-política. Pero no nos equivoquemos, no se trata tan sólo de un conflicto entre distintos
significados del término: si pensamos que no es más que un ejercicio de "clarificación semántica"
podemos dejar de percibir que cada posición sostiene que "su honestidad" es la auténtica
honestidad. La lucha no se limita a imponer determinados significados sino que busca apropiarse de
la universalidad de la noción. Y, ¿cómo consigue un contenido particular desplazar otro contenido
hasta ocupar la posición de lo universal? En el post-socialismo, la "honestidad", esto es, el término
que señala lo ausente -la plenitud de la sociedad- será hegemonizada por aquel significado
específico que proporcione mayor y más certera "legibilidad" a la hora de entender la experiencia
cotidiana, es decir, el significado que permita a los individuos plasmar en un discurso coherente sus
propias experiencias de vida. La "legibilidad", claro está, no es un criterio neutro sino que es el
resultado del choque ideológico. En Alemania, a principios de los años treinta, cuando, ante su
incapacidad de dar cuenta de la crisis, el discurso convencional de la burguesía perdió vigencia, se
acabó imponiendo, frente al discurso socialista-revolucionario, el discurso antisemita nazi como el
que permitía "leer con más claridad" la crisis: esto fue el resultado contingente de una serie de
factores sobredeterminados. Dicho de otro modo, la "legibilidad" no implica tan sólo una relación
entre una infinidad de narraciones y/o descripciones en conflicto con una realidad extra-discursiva,
relación en la que se acaba imponiendo la narración que mejor "se ajuste" a la realidad, sino que la
relación es circular y autoreferencial: la narración pre-determina nuestra percepción de la
"realidad".
C ualquier universalidad que pretenda ser hegemónica debe incorporar al menos dos componentes
específicos: el contenido popular "auténtico" y la "deformación" que del mismo producen las relaciones de
dominación y explotación.' Sin duda, la ideología fascista "manipula" el auténtico anhelo popular por un
retomo a la comunidad verdadera y a la solidaridad social que contrarreste las desbocadas competición y
explotación; sin duda, "distorsiona" la expresión de ese anhelo con el propósito de legitimar y preservar las
relaciones sociales de dominación y explotación. Sin embargo, para poder alcanzar ese objetivo, debe
incorporar en su discurso ese anhelo popular auténtico. La hegemonía ideológica, por consiguiente, no es
tanto el que un contenido particular venga a colmar el vacío del universal, como que la forma misma de la
universalidad ideológica recoj a el conflicto entre (al menos) dos contenidos particulares: el "popular", que
expresa los anhelos íntimos de la mayoría dominada, y el específico, que expresa los intereses de las fuerzas
dominantes.
Cabe recordar aquí esa distinción propuesta por Freud entre el pensamiento onírico latente y el deseo
inconsciente expresado en el sueño. No son lo mismo, porque el deseo inconsciente se articula, se inscribe, a
través de la "elaboración", de la traducción del pensamiento onírico latente en el texto explícito del sueño.
Así, de modo parecido, no hay nada "fascista" ("reaccionario", etc.) en el "pensamiento onírico latente" de la
ideología fascista (la aspiración a una comunidad auténtica, a la solidaridad social y demás); lo que confiere
un carácter propiamente fascista a la ideología fascista es el modo en el que ese "pensamiento onírico
latente" es transformado/elaborado, a través del trabajo onírico-ideológico, en un texto ideológico explícito
que legitima las relaciones sociales de explotación y de dominación. Y, ¿no cabe decir lo mismo del actual
populismo de derechas? ¿No se apresuran en exceso los críticos liberales cuando despachan los valores a los
que se remite el populismo, tachándolos de intrínsecamente "fundamentalistas" y "protofascistas"? La no-
ideología. (aquello que Fredric Jameson llama el "momento utópico" presente incluso en la ideología más
atroz) es, por tanto, absolutamente indispensable; en cierto sentido, la ideología no es otra cosa que la forma
aparente de la no-ideología, su deformación o desplazamiento formal.
Tomemos un ejemplo extremo, el antisemitismo de los nazis: ¿no se basaba acaso en la nostalgia utópica de
la auténtica vida comunitaria, en el rechazo plenamente justificable de la irracionalidad de la explotación
capitalista, etc.?
Lo que aquí sostengo es que constituye un error, tanto teórico como político, condenar ese anhelo por la
comunidad verdadera tildándolo de "protofascista", acusándolo de "fantasía totalitaria", es decir,
identificando las raíces del fascismo con esas aspiraciones (error en el que suele incurrir la crítica liberal-
individualista del fascismo): ese anhelo debe entenderse desde su naturaleza no-ideológica y utópica. Lo que
lo convierte en ideológico es su articulación, la manera en que la aspiración es instrumentalizada para
conferir legitimidad a una idea muy específica de la explotación capitalista (aquélla que la atribuye a la
influencia judía, al predominio del capital financiero frente a un capital "productivo" que, supuestamente,
fomenta la "colaboración" armónica con los trabajadores...) y de los medios para ponerle fin
(desembarazándose de los judíos, claro). Para que una ideología se imponga resulta decisiva la tensión,
en el interior mismo de su contenido específico, entre los temas y motivos de los "oprimidos" y los de los
"opresores".
Las ideas dominantes no son NUNCA directamente las ideas de la clase dominante. Tomemos el ejemplo
quizá más claro: el Cristianismo, ¿cómo llegó a convertirse en la ideología dominante?
Incorporando una serie de motivos y aspiraciones de los oprimidos (la Verdad está con los que sufren y con
los humillados, el poder corrompe...) para re-articularlos de modo que fueran compatibles con las relaciones
de poder existentes.
Lo mismo hizo el fascismo. La contradicción ideológica de fondo del fascismo es la que existe entre su
organicismo y su mecanicismo: entre la visión orgánica y estetizante del cuerpo social y la extrema
"tecnologización", movilización, destrucción, disolución de los últimos vestigios de las comunidades
"orgánicas" (familias, universidades, tradiciones locales de autogobierno) en cuanto "microprácticas" reales
de ejercicio del poder. En el fascismo, la ideología estetizante, corporativa y organicista viene a ser la forma
con la que acaba revistiéndose la inaudita movilización tecnológica de la sociedad, una movilización que
trunca los viejos vínculos "orgánicos" ...
Si tenemos presente esta paradoja, podremos evitar esa trampa del liberalismo multiculturalista que consiste
en condenar como "protofascista" cualquier idea de retorno a unos vínculos orgánicos (étnicos o de otro
tipo). Lo que caracteriza al fascismo es más bien una combinación específica de corporativismo organicista y
de pulsión hacia una modernización desenfrenada. Dicho de otro modo: en todo verdadero fascismo
encontramos indefectiblemente elementos que nos hacen decir: "Esto no es puro fascismo: aún hay
elementos ambivalentes propios de las tradiciones de izquierda o del liberalismo".
Esta remoción, este distanciarse del fantasma del fascismo "puro", es el fascismo tout court . En su ideología
y en su praxis, el "fascismo" no es sino un determinado principio formal de deformación del antagonismo
social, una determinada lógica de desplazamiento mediante disociación y condensación de comportamientos
contradictorios.
La misma deformación se percibe hoy en la única clase que, en su autopercepción "subjetiva", se concibe y
representa explícitamente como tal: es la recurrente "clase media", precisamente, esa "no-clase" de los
estratos intermedios de la sociedad; aquéllos que presumen de laboriosos y que se identifican no sólo por su
respeto a sólidos principios morales y religiosos, sino por diferenciarse de, y oponerse a, los dos "extremos"
del espacio social: las grandes corporaciones, sin patria ni raíces, de un lado, y los excluidos y empobrecidos
inmigrantes y habitantes de los guetos, por otro.
La "clase media" basa su identidad en el rechazo a estos dos extremos que, de contraponerse directamente,
representarían "el antagonismo de clase" en su forma pura. La falsedad constitutiva de esta idea de la "clase
media" es, por tanto, semejante a aquella de la "justa línea de Partido" que el estalinismo trazaba entre las
"desviaciones de izquierda" y las "desviaciones de derecha": la "clase media", en su existencia "real", es la
falsedad encamada, el rechazo del antagonismo. En términos psicoanalíticos, es un fetiche: la imposible
intersección de la derecha y de la izquierda que, al rechazar los dos polos del antagonismo, en cuanto
posiciones "extremas" y antisociales (empresas multinacionales e inmigrantes intrusos) que perturban la
salud del cuerpo social, se auto-representa como el terreno común y neutral de la Sociedad. La izquierda se
suele lamentar del hecho de que la línea de demarcación de la lucha de clases haya quedado desdibujada,
desplazada, falsificada, especialmente, por parte del populismo de derechas que dice hablar en nombre del
pueblo cuando en realidad promueve los intereses del poder. Este continuo desplazamiento, esta continua
"falsificación" de la línea de división (entre las clases), sin embargo, ES la "lucha de clases": una sociedad
clasista en la que la percepción ideológica de la división de clases fuese pura y directa, sería una sociedad
armónica y sin lucha; por decirlo con Laclau: el antagonismo de clase estaría completamente simbolizado, no
sería imposible/real, sino simplemente un rasgo estructural de diferenciación.
El marco metafórico que usemos para comprender el proceso político no es, ,por tanto" nunca inocente o
neutral: "esquematiza" el significado concreto de la política. La ultra-política recurre al modelo bélico: la
política es entonces una forma de guerra social, una relación con el enemigo, con "ellos". La ercbi-politicu
opta por el modelo médico: la sociedad es entonces un cuerpo compuesto, un organismo, y las divisiones
sociales son las enfermedades de ese organismo, aquello contra lo que hay que luchar; nuestro enemigo es
una intrusión cancerígena, un parásito pestilente, que debe ser exterminado para recuperar la salud del cuerpo
social. La para-política usa el modelo de la competición agonística, que, como en unamanifestación
deportiva, se rige por determinadas normas aceptadas por todos. La meta-política recurre al modelo del
procedimiemoinstrumental técnico-científico, mientras que la post-política acude al modelo de la
negociación empresarial y del compromiso estratégico.
La post-política...
L a "filosofía política", en todas sus versiones, es, por tanto, una suerte de "formación defensiva"
(hasta se podría construir su tipología retomando las distintas modalidades de defensa frente a las
experiencias traumáticas estudiadas por el psicoanálisis).
Hoy en día, sin embargo, asistimos a una nueva forma de negación de lo político: la postrnoderna post-
política, que no ya sólo "reprime" lo político, intentando contenerlo y pacificar la "reemergencia de lo
reprimido", sino que, con mayor eficacia, lo "excluye", de modo que las formas postmodernas de la
violencia étnica, con su desmedido carácter "irracional", no son ya simples "retornos de lo reprimido",
sino que suponen una exclusión (de lo Simbólico) que, como sabemos desde Lacan, acaba regresando a
lo Real. En la postpolítica el conflicto entre las visiones ideológicas globales, encamadas por los
distintos partidos que compiten por el poder, queda sustituido por la colaboración entre los tecnócratas
ilustrados (economistas, expertos en opinión pública...) y los liberales multiculturalistas: mediante la
negociación de los intereses se alcanza un acuerdo que adquiere la forma del consenso más o menos
universal. De esta manera, la post-política subraya la necesidad de abandonar las viejas divisiones
ideológicas y de resolver las nuevas problemáticas con ayuda de la necesaria competencia del
experto y deliberando libremente tomando en cuenta las peticiones y exigencias puntuales de la
gente. Quizás, la fórmula que mejor exprese esta paradoja de la post-política es la que usó Tony
Blair para definir el New Labour como el "centro radical" (radical centre): en los viejos tiempos de
las divisiones políticas "ideológicas", el término "radical" estaba reservado o a la extrema izquierda
o a la extrema derecha. El centro era, por definición, moderado: conforme a los viejos criterios, el
concepto de Radical Centre es tan absurdo como el de "radical moderación”. Lo que el New Labour
(o, en su día, la política de Clinton) tiene de radical, es su radical abandono de las "viejas divisiones
ideológicas"; abandono a menudo expresado con una paráfrasis del conocido lema de Deng Xiaoping de los
años sesenta: "Poco importa si el gato es blanco o pardo, con tal de que cace ratones". En este sentido, los
promotores del New Labour suelen subrayar la pertinencia de prescindir de los prejuicios y aplicar las
buenas ideas, vengan de donde vengan (ideológicamente). Pero, ¿cuáles son esas "buenas ideas"? La
respuesta es obvia: las que funcionan. Estamos ante el foso que separa el verdadero acto político de la
"gestión de las cuestiones sociales dentro del marco de las actuales relaciones socio-políticas": el verdadero
acto político (la intervención) no es simplemente cualquier cosa que funcione en el contexto de las relaciones
existentes, sino recisamente aquello que modifica el contexto que determine el funcionamiento de las cosas.
Sostener que las buenas ideas son "las que funcionan" significa aceptar de antemano la constelación (el
capitalismo global) que establece qué puede funcionar (por ejemplo, gastar demasiado en educación o
sanidad "no funciona", porque se entorpecen las condiciones de la ganancia capitalista). Todo esto puede
expresarse recurriendo a la conocida definición de la política como "arte de lo posible": la verdadera política
es exactamente lo contrario: es el arte de 10imposible, es cambiar los parámetros de lo que se considera
"posible" en la constelación existente en el momento. En este sentido, la visita de Nixon a China y el
consiguiente establecimiento de relaciones diplomáticas entre los EE.UU. y China fue un tipo de acto
político, en cuanto modificó de hecho los parámetros de lo que se consideraba "posible" ("factible") en el
ámbito de las relaciones internacionales. Sí: se puede hacer lo impensable y hablar normalmente con el
enemigo más acérrimo. Según una de las tesis hoy en día más en boga estaríamos ante el umbral de una
nueva sociedad medieval, escondida tras un Nuevo Orden Mundial. El atisbo de verdad de esta comparación
está en el hecho de que el nuevo orden mundial es, como el Medioevo, global pero no es universal, en la
medida en que este nuevo ORDEN planetario pretende que cada parte ocupe el lugar que se le asigne. El
típico defensor del actual liberalismo mete en un mismo saco las protestas de los trabajadores que luchan
contra la limitación de sus derechos y el persistente apego de la derecha con la herencia cultural de
Occidente: percibe ambos como penosos residuos de la "edad de la ideología", sin vigencia alguna en el
actual universo post-ideo-lógico. Esas dos formas de resistencia frente a la globalización siguen, sin
embargo. dos lógicas absolutamente incompatibles: la derecha señala la amenaza que, para la
PARTICULAR identidad comunitaria (ethnos o hábitat), supone la embestida de la globalización, mientras
que para la izquierda la dimensión amenazada es la de la politización, la articulación de exigencias
UNIVERSALES "imposibles" ("imposibles" desde la lógica del actual orden mundial). Conviene aquí
contraponer globalización a universalización. La "globalización" (entendida no sólo como capitalismo global
o ,mercado planetario, sino también como afirmación de la humanidad en cuanto referente global de los
derechos humanos en nombre del cual se legitiman violaciones de la soberanía estatal, intervenciones
policiales, restricciones comerciales o agresiones militares directas ahí donde no se respetan los derechos
humanos globales) es, precisamente, la palabra que define esa emergente lógica post-política que poco a
poco elimina
I.a dimensión de universalidad que aparece con la verdadera politización. La paradoja está en que no existe
ningún verdadero universal sin conflicto político, sin una "parte sin parte , sin una entidad desconectada,
desubicada, que se presente y/o se manifieste como representante del universal.
2.
Joseph Stiglitz, el economista Premio Nobel más
crítico con las recetas neoliberales hace una autopsia
Washington, del Consenso de Washington y explica su visión
neoliberalismo y sobre cómo y por qué salir de ese modelo para crear
un nuevo Consenso más justo y eficaz con los países
estupidez. del Sur.
Los siguientes tres breves textos son un aporte para argumentar la crisis del
modelo económico.
S i existe un consenso en la actualidad sobre cuáles son las estrategias con más probabilidades de
promover el desarrollo de los países más pobres del mundo, es el siguiente: sólo hay consenso respecto de
que el Consenso de Washington no brindó respuestas. Sus recetas no eran necesarias ni suficientes para un
crecimiento exitoso, si bien cada una de sus políticas tuvo sentido para determinados países en determinados
momentos. Al referirme al Consenso de Washington, por supuesto me refiero a la presentación
excesivamente simplificada de las recomendaciones de los organismos financieros internacionales y del
Tesoro de los Estados Unidos, especialmente durante el período de la década de los ochenta y principios de
los noventa.
Sean cuales fueren su contenido e intención originales, alrededor del mundo y en la mente de la mayoría de
las personas, el término ha pasado a ser tomado como referencia de las estrategias de desarrollo centradas en
las privatizaciones, la liberalización y la macroestabilidad (principalmente la estabilidad de precios); un
conjunto de políticas predicadas en base a una gran fe (más fuerte de lo justificable) en los mercados libres
de restricciones y encaminadas a reducir, incluso al mínimo, el rol del gobierno. Esa estrategia de desarrollo
contrasta marcadamente con las exitosas estrategias implementadas en el este de Asia, en donde el Estado
desarrollista asumió un papel activo.
Si el Consenso de Washington tuvo sus frutos, aún no se ha gozado de ellos o por lo menos los ciudadanos
promedio de muchos de los países aún no lo han hecho. Países como Bolivia, que se encontraron entre sus
primeros seguidores, todavía preguntan: “Sentimos el dolor, ¿cuándo nos toca la recompensa?”. Si las
reformas expusieron a los países a un mayor riesgo, evidentemente no les dieron las fortalezas para una
recuperación rápida; en América latina en su conjunto siguió casi media década de caída en el ingreso per
cápita. Como los fracasos –especialmente las crisis, primero la mexicana, luego las del este asiático, la de
Rusia y luego la argentina– pusieron de manifiesto que no todo iba bien, los defensores del Consenso de
Washington sucesivamente trataron de cambiar la receta, proponiendo distintas versiones de un Consenso de
Washington “plus”. México demostró que aun cuando un país tuviera su edificio fiscal en orden y
mantuviera la inflación bajo control, podía sufrir una crisis. El problema, supuestamente, era la falta de
ahorro interno. Pero cuando los países del Este asiático afrontaron sus crisis –países con los niveles de ahorro
más altos del mundo– se buscó una nueva explicación. Esta vez se trataba de una falta de transparencia
(aparentemente olvidando que la última serie de crisis se había producido en los países nórdicos, que se
encontraban entre los más transparentes del mundo).
La culpa la tenían las instituciones financieras débiles, pero si esas instituciones financieras débiles se
encontraban en los Estados Unidos y en otros países industriales avanzados, ¿qué esperanza quedaba para los
países en desarrollo? Para entonces, los consejos del Consenso de Washington, del FMI y del Tesoro de los
Estados Unidos sonaban huecos: ex post, siempre podían encontrar algún fallo y agregar algo a la lista cada
vez más extensa de cosas que debían hacer los países. Si bien los puntos eran atendibles –mejoras en la
gobernanza corporativa y la transparencia serían beneficiosas–, en los años siguientes se ha vuelto cada vez
más evidente que la política, más que el análisis económico, era lo que estaba detrás del entramado de la
agenda. A modo de ejemplo: mientras impulsaban un organismo encargado de velar por la transparencia, el
FMI y el Tesoro de los Estados Unidos seguían entre las instituciones públicas menos transparentes. Con
frecuencia, el tema de la equidad fue rechazado de plano. Una sociedad en la que la gran mayoría de los
ciudadanos se empobrece –pero en la que a unos pocos en el nivel superior les va tan bien que aumentan los
ingresos promedio–, ¿está mejor que una en la que a la gran mayoría le va mejor? Si bien pueden existir
desacuerdos –y quienes están en los niveles muy superiores bien pueden resaltar que el ingreso promedio es
el parámetro adecuado de medición–, la posibilidad de que los aumentos del PIB quizá no beneficien a la
mayoría de las personas significa que no podemos simplemente ignorar las cuestiones relativas a la
distribución.
Algunos economistas argumentaban que las preocupaciones de índole distributiva podían ignorarse, ya que
creían en la economía del goteo; de alguna manera todos se beneficiarían: una marea creciente levantaría a
todas las embarcaciones. Pero las pruebas en contra de este tipo de economía se han vuelto abrumadoras, por
lo menos en el sentido de que un aumento en los ingresos promedio no alcanza para elevar los ingresos de
los pobres durante períodos bastante prolongados. El Consenso de Washington representó un avance en
cierto sentido respecto de los anteriores planteamientos sobre el desarrollo que veían una gran diferencia de
recursos entre los países desarrollados y menos desarrollados.
Fue por eso por lo que se puso un “Banco” en el centro de los esfuerzos del mundo por promocionar el
desarrollo; así se permitiría que hubiera más recursos disponibles. Un punto interesante es que la creación del
Banco Mundial (y del FMI) reflejó un reconocimiento de la importancia de los fallos del mercado. Si el
modelo neoclásico fuera correcto, la escasez de capital se vería reflejada en mayores retornos sobre el capital
y los mercados privados garantizarían el flujo de capitales desde los países industrializados avanzados y ricos
en capital al mundo en desarrollo y pobre en capital. Pero especialmente en el momento de la fundación del
Banco Mundial esos flujos eran limitados; e incluso en la época dorada temporal de los flujos de capital, a
mediados de la década de los noventa, antes de la crisis financiera global de finales, los fondos iban
principalmente hacia un número limitado de países y para unos tipos limitados de inversiones.
Aparentemente muchos países se enfrentaban a restricciones crediticias. (En este sentido, fue irónico que los
organismos internacionales basados en el reconocimiento de un fallo del mercado basaran tanto su análisis en
modelos que no les prestaban suficiente atención a esos fallos.). Sin embargo, para principios de la década
del ochenta se reconocía que los proyectos no alcanzaban sus objetivos. De ahí que el Consenso de
Washington se centrara en las políticas. Cuando fallaron las políticas de Washington, se argumentó, tal como
ya destacamos, que estas políticas debían complementarse con políticas adicionales, el Consenso de
Washington Plus. Lo que se agregaba dependía de la crítica que se formulara, de la naturaleza del fallo que
se reconocía. Cuando no se producía el crecimiento, se agregaban “reformas de segunda generación,
incluyendo políticas de competencia para acompañar la privatización de los monopolios naturales”. Cuando
se señalaban problemas de equidad, el plus incluía la educación femenina o mejores redes de seguridad.
Cuando todas estas versiones del Consenso de Washington tampoco lograron el objetivo, se agregó un nuevo
nivel de reformas: era necesario ir más allá de los proyectos y políticas, para llegar a las instituciones,
incluyendo las instituciones públicas y su gobierno. En cierto modo, esto representaba un nuevo cambio
fundamental de perspectiva, pero desde otro lado era la continuación de la misma mentalidad. El Estado
había sido largamente considerado como el problema y los mercados como la solución. Las preguntas
deberían haber sido: ¿qué podemos hacer para mejorar la eficiencia de los mercados y del Estado y cómo
debería cambiar ese equilibrio a lo largo del tiempo, a medida que mejoran los mercados y las competencias
de los gobiernos? En lugar de hacer esas preguntas, el Consenso de Washington había ignorado los fallos del
mercado, viendo al gobierno como el problema y proponiendo repliegues de gran escala en la participación
del Estado.
Tardíamente, se reconoció la necesidad de mejorar el Estado y el hecho de que muchos de los Estados en los
que no se estaba logrando el desarrollo no padecían de demasiado gobierno sino de demasiado poco
gobierno. Pero subsistía una falta de equilibrio. Por ejemplo, en lugar de preguntar si podían fortalecer los
sistemas de jubilaciones estatales, se siguió prestando atención a las privatizaciones; cuando se notaron las
falencias de las jubilaciones privadas (sus altos costos administrativos, problemas de selección adversa, la
falta de protección para los jubilados contra los riesgos de la volatilidad del mercado o de inflación, las
dificultades para impedir el fraude), los problemas fueron ignorados, o bien se intentó abordar las fallas del
mercado, simplemente dando por sentado que sería más fácil hacer funcionar a los mercados que a las
instituciones públicas. Tampoco se reconoció suficientemente el vínculo entre las políticas y las instituciones
(o las instituciones y la sociedad). Se les decía a los países que debían tener buenas instituciones y se
exhibían ejemplos de buenas instituciones, pero no había mucho para decir sobre cómo crear esas
instituciones.
Era fácil instruir a los países sobre buenas políticas: simplemente que redujeran el déficit presupuestario.
Pero un llamamiento para que tuvieran instituciones honestas no permitía ir demasiado lejos. Del mismo
modo que había controversia sobre lo que se quería decir con “buenas políticas”, también había controversia
respecto del significado de “buenas instituciones”. Se les decía a los países que fueran democráticos, pero no
hay tema más importante para los ciudadanos de la mayoría de los países en desarrollo que su desempeño
económico y se les decía que un ingrediente central, la política monetaria, era demasiado importante como
para confiarla a los procesos democráticos.
Como parte de las condiciones impuestas para recibir préstamos, se les daba a los países plazos acotados
para reformar sus programas de seguridad social o para privatizar o modificar los estatutos de sus bancos
centrales, para realizar reformas que las democracias de muchos países industriales avanzados habían
rechazado. No se reconoció que al plantear tales exigencias se ponía a las instituciones públicas en una
situación de resolución imposible: si no cumplían, perdían credibilidad, ya que se las acusaba de no hacer lo
correcto para su país; si accedían a las exigencias, perdían credibilidad, ya que parecía que simplemente
seguían las órdenes de los nuevos amos coloniales. Cuando las reformas fracasaron en el cumplimiento de lo
prometido, tal como sucedió en un país tras otro, los gobiernos volvieron a perder credibilidad. Así, las
debilidades de las instituciones públicas fueron causadas en parte por las instituciones de Washington. Así,
aun cuando el Consenso de Washington comenzó a ampliar la lista de lo que había que hacer, sus
perspectivas continuaron siendo demasiado estrechas. Se necesitaban metas más amplias y aun más
instrumentos. Se hacía necesario un cambio más fundamental de mentalidad. El problema también lo
ilustraron las confusiones entre fines y medios. Muchas veces, las privatizaciones y la liberalización se
tomaron como fines en sí mismos y no como medios.
Hasta ahora he descrito varios elementos de un consenso emergente, o por lo menos de una perspectiva de
amplia aceptación, sobre las insuficiencias del Consenso de Washington. Llevando el análisis un paso más
allá, también existe un consenso sobre dos de los problemas subyacentes: una creencia excesiva en el
fundamentalismo de mercado y en las instituciones económicas internacionales que crearon reglas de juego
injustas e impusieron políticas fallidas, especialmente a los países en desarrollo que dependen de ellas y de
los donantes para recibir asistencia. Si bien muchas de las políticas de los países en desarrollo han
contribuido pro sí mismas a su propio fracaso, se hace necesario reconocer las dificultades del desarrollo.
En otro trabajo ya analicé en profundidad las causas de estos fracasos, el rol de las diferencias honestas en el
análisis económico, en la interpretación de la evidencia estadística y las experiencias históricas, contra el rol
de la ideología y los intereses creados. En los últimos años, la disciplina de la economía ha prestado más
atención a las instituciones, a los incentivos de las instituciones y dentro de ellas a las relaciones entre
gobernanza, diseño organizativo y comportamiento organizativo. Dichos análisis arrojan luz sobre el
comportamiento del FMI y la OMC. Un aspecto preocupante no es solamente lo que se hizo sino lo que no se
hizo, por ejemplo no hacer frente a los problemas planteados por el sistema internacional de reservas, los
defaults soberanos y la insuficiencia del sistema mediante el que se comparten los riesgos de la tasa de
interés y de fluctuaciones del tipo de cambio entre los países desarrollados y los menos desarrollados. Hay
varios elementos más para un Consenso post-Washington. El primero es que no se puede llegar a una
estrategia de desarrollo exitosa simplemente dentro de los confines de Washington, sino que ésta tendrá que
asegurar la participación del mundo en desarrollo de manera importante y significativa.
El segundo elemento es que las políticas que aplican una misma solución para todo están condenadas al
fracaso. Las políticas que funcionan en un determinado país quizá no funcionen en otro. En efecto, incluso
cuando el contraste entre el éxito de las economías del Este asiático –que no siguieron el Consenso de
Washington– y las que sí lo hicieron se vuelve cada vez más claro, siempre queda la pregunta de hasta qué
punto las políticas que funcionaron tan bien allí pueden transferirse a otros países. Un tercer elemento es que
hay determinadas áreas en las que las ciencias económicas aún no han brindado teorías lo suficientemente
sólidas o comprobaciones empíricas que hyan dado lugar a una amplia aceptación respecto de lo que deben
hacer los países.
Puede haber un amplio consenso en contra del “proteccionismo excesivo” que únicamente atiende a los
intereses de ciertos grupos de interés, pero no hay consenso respecto de que una liberalización rápida,
especialmente en un país con alta desocupación, permitiría un crecimiento económico más rápido; quizá
solamente genere mayor desocupación. El argumento habitual de que la liberalización libera recursos para
que éstos vayan desde sectores protegidos e improductivos a sectores de exportación más productivos no
convence, cuando ya hay vastos recursos no utilizados disponibles.En estos casos, existe un consenso
emergente: se debe dar a los países un margen para experimentar, para utilizar su propio criterio, para
explorar qué puede funcionar mejor para ellos. Aunque quizá no sea posible formular recetas simples
aplicables a todos los países, puede haber determinados principios y un conjunto de instrumentos que puedan
adaptarse a las circunstancias de cada país. Esta Conferencia nos brinda una oportunidad de explorar algunos
de los principios posibles, algunas de las reformas posibles, tanto en las políticas implementadas por países
individuales como por la comunidad global.
Al abordar cada una de estas cuestiones, espero que podamos hacerlo sin recurrir a los estereotipos y al saber
convencional que tan a menudo carecen de adecuado fundamento teórico o demostrado y que han dominado
el debate en estas áreas durante tanto tiempo. Nos ocuparemos de dos conjuntos de cuestiones: En primer
lugar, ¿qué puede hacer cada país, por sí mismo, para profundizar un desarrollo sustentable, estable,
equitativo y democrático? Al abordar esta problemática, los países en desarrollo deben encarar el mundo tal
como es, con las desigualdades del sistema global de comercio y las inestabilidades del sistema financiero
global. Pero eso nos lleva a la segunda pregunta: ¿cómo debería rediseñarse la arquitectura económica
global, para hacer que la economía global sea más estable, para promover la equidad entre los países y para
aumentar la capacidad de los países en desarrollo de ir en pos de sus objetivos y especialmente los de
desarrollo sustentable, estable, equitativo y democrático? Si bien en el corto espacio de esta Conferencia ni
siquiera podremos abordar todas las facetas de esta pregunta, sí podemos tratar, o por lo menos referirnos
someramente, a algunas de las reformas centrales, incluidas (o especialmente) las reformas en el gobierno
global.-
El bumerán neoliberal
E l mundo no ha sido piadoso con el neoliberalismo, ese revoltijo de ideas basadas en la concepción
fundamentalista de que los mercados se corrigen a sí mismos, asignan los recursos eficientemente y sirven
bien al interés público. Ese fundamentalismo del mercado era subyacente al thatcherismo, a la reaganomía y
al llamado "Consenso de Washington" en pro de la privatización y la liberalización y de que los bancos
centrales independientes se centraran exclusivamente en la inflación.
Durante un cuarto de siglo ha habido una pugna entre los países en desarrollo y está claro quiénes han sido
los perdedores: los países que aplicaron políticas neoliberales no sólo perdieron la apuesta del crecimiento
sino que, además, cuando sí crecieron, los beneficios fueron a parar desproporcionadamente a quienes se
encuentran en la cumbre de la sociedad.
Aunque los neoliberales no quieren reconocerlo, su ideología salió reprobada también en otro examen. Nadie
puede afirmar que la labor de asignación de recursos por parte de los mercados financieros a finales del
decenio de 1990 fuera estelar, en vista de que el 97% de los inversores en fibra óptica tardaron años en ver la
salida del túnel; pero al menos ese error tuvo un beneficio no buscado: como se redujeron los costos de la
comunicación, la India y China pasaron a estar más integradas en la economía mundial.
Pero resulta difícil ver beneficios semejantes en la errónea asignación en masa de recursos a la vivienda. Las
casas recién construidas para familias que no podían pagarlas se deterioran y se destruyen, a medida que
millones de familias se ven obligadas a abandonar sus hogares en algunas comunidades y el gobierno ha
tenido que intervenir por fin... para retirar las ruinas.
En otras, se extiende la plaga. De modo que incluso los que han sido ciudadanos modélicos, han contraído
préstamos prudenciales y han mantenido sus hogares, ahora se encuentran con que los mercados han
disminuido el valor de sus hogares más de lo que habrían podido temer en sus peores pesadillas. Desde
luego, hubo algunos beneficios a corto plazo del exceso de inversión en el sector inmobiliario: algunos
americanos (tal vez sólo durante algunos meses) gozaron de los placeres de la propiedad de una vivienda y
de la vida en una casa mayor de aquella a la que, de lo contrario, habrían podido aspirar, pero, ¡con qué costo
para sí mismos y para la economía mundial!
Millones de personas van a perder sus ahorros de toda la vida, al perder sus hogares, y las ejecuciones de las
hipotecas han precipitado una desaceleración mundial. Existe un consenso cada vez mayor sobre el
pronóstico: la contracción será prolongada y generalizada.
Tampoco los mercados nos prepararon bien para unos precios desorbitados del petróleo y de los alimentos.
Naturalmente, ninguno de esos dos sectores es un ejemplo de economía de libre mercado, pero de eso se trata
en parte: se ha utilizado selectivamente la retórica sobre el libre mercado... aceptada cuando servía a
intereses especiales y desechada cuando no.
Tal vez una de las pocas virtudes del gobierno de George W. Bush es la de que el desfase entre la retórica y
la realidad es menor de lo que fue durante la presidencia de Ronald Reagan. Pese a su retórica sobre el libre
comercio, Reagan impuso restricciones comerciales, incluidas las tristemente famosas restricciones
"voluntarias" a la exportación de automóviles.
Las políticas de Bush han sido peores, pero el grado en que ha servido abiertamente al complejo militar-
industrial de los Estados Unidos ha estado más a la vista. La única vez en que el gobierno de Bush se volvió
verde fue cuando recurrió a las subvenciones del etanol, cuyos beneficios medioambientales son dudosos.
Las distorsiones del mercado de la energía (en particular mediante el sistema tributario) continúan y, si Bush
hubiera podido salirse con la suya, la situación habría sido peor.
Esa mezcla de retórica sobre el libre comercio e intervención estatal ha funcionado particularmente mal para
los países en desarrollo. Se les dijo que dejaran de intervenir en la agricultura, con lo que expusieron a sus
agricultores a una competencia devastadora de los Estados Unidos y Europa. Sus agricultores habrían podido
competir con sus colegas americanos y europeos, pero no podían hacerlo con las subvenciones de los
EE.UU. y de la Unión Europea.
Como no era de extrañar, las inversiones en la agricultura en los países en desarrollo fueron disminuyendo y
el desfase en materia de alimentos aumentó. Quienes propagaron ese consejo equivocado no tienen que
preocuparse por las consecuencias de su negligencia profesional. Los costos habrán de sufragarlos los de los
países en desarrollo, en particular los pobres.
Este año vamos a ver un gran aumento de la pobreza, en particular si la calibramos correctamente. Dicho de
forma sencilla, en un mundo de abundancia, millones de personas del mundo en desarrollo siguen sin poder
satisfacer las necesidades nutricionales mínimas.
En muchos países, los aumentos de los precios de los alimentos y de la energía tendrán un efecto
particularmente devastador para los pobres, porque esos artículos constituyen una mayor proporción de sus
gastos. La indignación en todo el mundo es palpable. No es de extrañar que los especuladores hayan sido en
gran medida objeto de esa ira. Los especuladores afirman no ser los causantes del problema, sino que se
limitan a practicar el "descubrimiento de precios" o, dicho de otro modo, el descubrimiento --un poco tarde
para poder hacer gran cosa sobre ese problema este año-- de que hay escasez.
Pero esa respuesta es falsa. Las perspectivas de precios en aumento y volátiles animan a centenares de
millones de agricultores a adoptar precauciones. Podrían ganar más dinero, si acaparan un poco de su grano
hoy y lo venden más adelante y, si no lo hacen, no podrán sufragarlo, en caso de que la cosecha del año
siguiente sea menor de lo esperado.
Un poco de grano retirado del mercado por centenares de millones de agricultores en todo el mundo
contribuye a formar grandes cantidades. Los defensores del fundamentalismo del mercado quieren atribuir la
culpa del fracaso del mercado a un fracaso del gobierno. Se ha citado a un alto funcionario chino, quien ha
dicho que el problema radicaba en que el gobierno de los EE.UU. debería haber hecho más para ayudar a los
americanos de pocos ingresos con su problema de la vivienda.
Estoy de acuerdo, pero eso no cambia los datos: la mala gestión del riesgo por parte de los bancos de los
EE.UU. fue de proporciones colosales y con consecuencias mundiales, mientras que los que gestionaban esas
entidades se han marchado con miles de millones de dólares de indemnización. Hoy hay una desigualdad
entre los rendimientos privados y los sociales.
Si no están bien a la par, el sistema de mercado no puede funcionar bien. El fundamentalismo neoliberal del
mercado ha sido siempre una doctrina política al servicio de ciertos intereses. Nunca ha recibido una
corroboración de la teoría económica, como tampoco --ahora ha de quedar claro-- de la experiencia histórica.
Aprender esta lección puede ser el lado bueno de la nube que ahora se cierne sobre la economía mundial.
Capitalistas estúpidos
A lgún día se habrán calmado las amenazas más urgentes posadas por la crisis crediticia y nos veremos
ante la tarea principal de elaborar una dirección para los pasos económicos del futuro. Será un momento
peligroso. Detrás de los debates sobre la política futura hay un debate sobre la historia: un debate sobre las
causas de nuestra situación actual. La batalla por el pasado determinará la batalla por el presente. Por lo tanto
es crucial entender bien la historia.
¿Cuáles fueron las decisiones críticas que llevaron a la crisis? Se cometieron errores en cada encrucijada –
tuvimos lo que los ingenieros llaman una “falla del sistema:” cuando no una sola decisión sino una cascada
de decisiones producen un resultado trágico. Consideremos cinco momentos cruciales:
En 1987 el gobierno de Reagan decidió remover a Paul Volcker de su puesto de presidente del Consejo de la
Reserva Federal y nombrar en su lugar a Alan Greenspan. Volcker había hecho lo que supuestamente es la
tarea de los banqueros centrales. Bajo su control, la inflación fue reducida de más de un 11% a bajo de un
4%. En el mundo de la banca central, eso le habría significado un grado de A+++ y asegurado su
renombramiento. Pero Volcker también entendió que los mercados financieros deben ser regulados. Reagan
quería a alguien que no creyera algo semejante, y lo encontró en un devoto de la filósofa objetivista y
fanática del libre mercado, Ayn Rand.
Greenspan tuvo un doble papel. La Reserva Federal controla el grifo del dinero, y en los primeros años de
esta década, lo abrió a todo dar. Pero la Fed también es un regulador. Si se nombra a un anti-regulador como
brazo ejecutor, se sabe el tipo de ejecución que se tendrá. Un torrente de liquidez combinado con diques
reguladores defectuosos resultaron ser desastrosos.
Greenspan presidió sobre no una, sino sobre dos burbujas financieras. Después de que reventó la burbuja de
la alta tecnología, en 2000 – 2001, ayudó a inflar la burbuja de la vivienda. La primera responsabilidad de un
banco central debería ser el mantenimiento de la estabilidad del sistema financiero. Si los bancos prestan
sobre la base de valores artificialmente altos de los activos, el resultado puede ser una catástrofe como la que
estamos viendo, y Greenspan lo debiera haber sabido. Tenía muchos de los instrumentos necesarios para
hacer frente a la situación. Para encarar a la burbuja de la alta tecnología, podría haber aumentado los
requerimientos marginales (la cantidad de dinero que deben financiar los compradores con sus propios
medios para adquirir acciones). Para deflacionar la burbuja de la vivienda, podría haber limitado los
préstamos depredadores a hogares de bajos ingresos y prohibido otras prácticas insidiosas (los préstamos sin
documentación o “mentirosos”, los préstamos sólo con intereses, etc.). Esto habría ido bastante lejos para
protegernos. Si no tenía los instrumentos, podría haber ido al Congreso y haberlos solicitado.
Desde luego, los actuales problemas con nuestro sistema financiera no son sólo el resultado de préstamos
incobrables. Los bancos han hecho mega-apuestas mutuas mediante instrumentos complicados como los
derivados, “credit-default swaps” (CDS), etc. Con estos, una parte paga a la otra si ocurren ciertos eventos;
por ejemplo, si quiebra Bear Stearns, o si el dólar aumenta. Estos instrumentos fueron originalmente creados
para ayudar a gestionar el riesgo, pero pueden también ser utilizados para jugar por dinero. Por lo tanto, si
uno se siente seguro de que el dólar va a caer, podría hacer una gran apuesta correspondiente, y si el dólar
verdaderamente cayera, sus ganancias aumentarían considerablemente. El problema es que, con este
complicado entrelazado de apuestas de gran magnitud, nadie podía estar seguro de la posición financiera de
otro, o incluso de la propia. No es sorprendente que los mercados crediticios se hayan paralizado.
Greenspan también jugó un papel en esto. Cuando yo era presidente del Consejo de Asesores Económicos,
durante el gobierno de Clinton, participé en un comité de todos los principales reguladores financieros
federales, un grupo que incluía a Greenspan y al Secretario del Tesoro Robert Rubin. Incluso entonces, era
obvio que los derivados planteaban un peligro. No lo señalé de un modo tan memorable como Warren
Buffett – quien vio en los derivados “armas financieras de destrucción masiva” – pero comprendimos lo que
quería decir. Y sin embargo, con todo ese riesgo, los desreguladores a cargo del sistema financiero – en la
Fed, en la Comisión de Mercados e Inversores de Estados Unidos, (SEC), y en otros sitios – decidieron no
hacer nada, preocupados de que cualquier acción podría interferir con la “innovación” del sistema financiero.
Pero la innovación, como el “cambio,” no tiene un valor inherente. Puede ser mala (los préstamos
“mentirosos” son un buen ejemplo) así como buena.
La consecuencia más importante de la revocación de Glass-Steagall fue indirecta – fue cómo la revocación
cambió toda una cultura. No se supone que los bancos comerciales sean empresas de alto riesgo; se supone
que administren el dinero de otros de un modo muy conservador. Basado en este entendimiento el gobierno
acepta pagar la cuenta si llegan a quebrar. Los bancos de inversión, por otra parte, han administrado
tradicionalmente el dinero de gente acaudalada – gente que puede tomar riesgos mayores para obtener
mayores ganancias. Cuando la revocación de Glass-Steagall juntó a los bancos de inversiones y comerciales,
la cultura de la banca de inversiones salió ganando. Existía una demanda para el tipo de altas ganancias que
sólo podían ser obtenidas mediante un alto apalancamiento y la aceptación de grandes riesgos.
Hubo otros pasos importantes por el camino desregulador. Uno fue la decisión en abril de 2004 de la
Comisión de Mercados e Inversores de Estados Unidos, (SEC), tomada en una reunión a la que no asistió
casi nadie y que fue pasada por alto en gran parte, de permitir que los grandes bancos de inversiones
aumentaran su ratio de deuda a capital (de 12:1 a 30:1, o más) para poder comprar más valores respaldados
por hipotecas, inflando al hacerlo la burbuja de la vivienda. Al aceptar esa medida, la SEC argumentó a favor
de las virtudes de la autorregulación: la noción peculiar de que los bancos pueden controlarse efectivamente
a sí mismos. La autorregulación es disparatada, como reconoce ahora hasta Alan Greenspan, y como asunto
práctico no puede, en todo caso, identificar riesgos sistémicos – los tipos de riesgos que aparecen cuando,
por ejemplo, los modelos utilizados por cada uno de los bancos para administrar sus carteras de inversiones
indican a todos los bancos que vendan de golpe algunos valores.
Cuando echamos por tierra las antiguas regulaciones, no hicimos nada por encarar los nuevos desafíos
planteados por los mercados del Siglo XXI. El desafío más importante fue el planteado por los derivados. En
1998, la jefa de la Comisión del Comercio en Futuros sobre Mercancías de EE.UU., Brooksley Born, había
llamado a que hubiera una tal regulación – una preocupación que ganó en urgencia después que la Fed, en
ese mismo año, organizó el rescate de Long-Term Capital Management, un hedge fund cuya quiebra de más
de un billón de dólares amenazó los mercados financieros globales. Pero el Secretario del Tesoro, Robert
Rubin, su Secretario-Adjunto, Larry Summers, y Greenspan, fueron inflexibles y exitosos en su oposición.
No se hizo nada.
No. 3: Aplicando sanguijuelas
Luego vinieron los recortes tributarios de Bush, impuestos primero el 7 de junio de 2001, con una nueva
entrega dos años después. El presidente y sus asesores parecían creer que recortes tributarios, especialmente
para estadounidenses de altos ingresos, constituían un cura-lo-todo para cualquier enfermedad económica –
el equivalente moderno de sanguijuelas. Las reducciones de impuestos jugaron un papel fundamental en la
conformación de las condiciones que crearon el trasfondo de la actual crisis. Como su contribución al
estímulo de la economía fue mínima, el verdadero impulso quedó en manos de la Fed, que emprendió la
tarea con tasas bajas y liquidez sin precedentes. La guerra en Iraq empeoró las cosas, porque llevó a un
aumento brutal de los precios del petróleo. Ante la dependencia de EE.UU. de las importaciones de petróleo,
tuvimos que gastar varios cientos de millones de dólares más para comprar petróleo – dinero que de otra
manera habría sido gastado en bienes estadounidenses. Normalmente eso hubiera llevado a una ralentización
económica, como lo hizo en los años setenta. Pero la Fed enfrentó el desafío del modo más miope que se
pueda imaginar. El diluvio de liquidez hizo que el dinero fuera fácilmente disponible en los mercados
hipotecarios, incluso para los que normalmente no estarían en condiciones de pedir prestado. Y, sí, eso logró
impedir una desaceleración económica: la tasa de ahorro doméstica de EE.UU. cayó a cero. Pero debiera
haber sido obvio que estábamos viviendo de dinero prestado, y de tiempo prestado.
La reducción de la tasa de impuestos sobre ganancias del capital contribuyó de otra manera a la crisis. Fue
una decisión que enfocaba los valores: los que especulaban (léase: jugaban con dinero) y ganaban eran
gravados menos que los que ganaban un salario, los que simplemente trabajaban duro. Pero más que eso, la
decisión alentaba el apalancamiento, porque los intereses eran deducibles de los impuestos. Si, por ejemplo,
se pedía prestado un millón para comprar una casa o se tomaba un préstamo sobre la apreciación inmobiliaria
por 100.000 dólares para comprar acciones, los intereses serían totalmente deducibles cada año. Cualquier
ganancia de capital que se hacía era levemente gravada – en algún día posiblemente remoto en el futuro. El
gobierno de Bush hacía una invitación abierta a los excesos al pedir prestado y prestar – pero los
consumidores estadounidenses no necesitaban que los estimularan para hacerlo.
Mientras tanto, el 30 de junio de 2002, después de una serie de grandes escándalos – notablemente el colapso
de WorldCom y Enron – el Congreso aprobó la Ley Sarbanes-Oxley. Los escándalos habían involucrado a
cada firma contable estadounidense, a la mayoría de nuestros bancos, y a algunas de nuestras principales
compañías, y dejaron en claro que teníamos serios problemas con nuestro sistema de contabilidad. La
contabilidad es un tópico que causa sueño a la mayoría de la gente, pero si no se puede confiar en las cifras
de una compañía, no se puede confiar en nada respecto a una compañía. Por desgracia, en las negociaciones
sobre lo que llegó a ser Sarbanes-Oxley, se tomó la decisión de no encarar lo que muchos, incluyendo el
respetado anterior jefe de la SEC, Arthur Levitt, consideraban un problema subyacente fundamental: las
opciones de compra de acciones. Las opciones de compra de acciones habían sido defendidas como la
contribución de saludables incentivos para una buena administración, pero en realidad eran sólo tenían el
nombre de “pagos de incentivos”. Si a una compañía le va bien, su jefe ejecutivo obtiene grandes
compensaciones en la forma de opciones de compra de acciones; si a una compañía le va mal, la
compensación es casi del mismo tamaño, pero otorgada de otras maneras. Es bastante malo. Pero un
problema colateral con las opciones de compra de acciones es que ofrecen incentivos para llevar una mala
contabilidad: el personal directivo superior tiene todos los incentivos para suministrar información
distorsionada a fin de elevar los precios de las acciones.
La estructura de incentivos en las agencias de calificación también resultó ser perversa. Agencias como
Moody's y Standard & Poor's son pagadas por los mismos a los que supuestamente deben calificar. Como
resultado, tienen todos los motivos del mundo para dar buenas calificaciones a las compañías, en una versión
financiera de lo que los profesores universitarios conocen como inflación de notas. Las agencias de
calificación de riesgos, como los bancos de inversión que les pagaban, creían en la alquimia financiero – que
hipotecas tóxicas de grado F podían ser convertidas en productos suficientemente seguros para estar en poder
de bancos comerciales y fondos de pensión. Habíamos visto el mismo fracaso de las agencias de calificación
durante la crisis del Este Asiático durante los años noventa: altas calificaciones facilitaron una fuerte
corriente de dinero hacia la región, y luego una repentina inversión de las calificaciones produjo la ruina.
Pero los supervisores financieros no se interesaron.
El momento decisivo final vino con la aprobación de un paquete de rescate el 3 de octubre de 2008 – es
decir, con la reacción del gobierno a la crisis en sí. Sentiremos las consecuencias durante años. Tanto el
gobierno como la Fed habían sido impulsados desde hace tiempo por ilusiones, esperando que las malas
noticias fueran sólo un accidente pasajero, y que un retorno al crecimiento estuviera a la vuelta de la esquina.
Mientras los bancos de EE.UU. enfrentaban el colapso, el gobierno viraba de un modo de actuar a otro.
Algunas instituciones (Bear Stearns, A.I.G., Fannie Mae, Freddie Mac) fueron rescatadas. Lehman Brothers
no. Algunos accionistas recuperaron algo. Otros no.
La propuesta original del Secretario del Tesoro, Henry Paulson, un documento de tres páginas que habría
proporcionado 700.000 millones de dólares al secretario para gastar a su sola discreción, sin supervisión o
revisión judicial, fue un acto de extraordinaria arrogancia. Vendió el programa como necesario para restaurar
confianza. Pero no encaró las razones subyacentes de la pérdida de confianza. Los bancos habían otorgado
demasiados préstamos incobrables. Tenían grandes agujeros en sus balances. Nadie sabía lo que era verdad y
lo que era ficción. El paquete de rescate fue como una masiva transfusión a un paciente con hemorragia
interna – y no se hizo nada en cuanto a la fuente del problema, es decir todas esas ejecuciones hipotecarias.
Se desperdició un tiempo valioso mientras Paulson presionaba por su propio plan: “efectivo por basura,”
comprando activos malos y trasfiriendo el riesgo a los contribuyentes estadounidenses. Cuando terminó por
abandonarlo, suministrando a los bancos el dinero que necesitaban, lo hizo de una manera que no sólo estafó
a los contribuyentes estadounidenses sino no logró asegurar que los bancos utilizaran el dinero para reiniciar
los préstamos. Incluso permitió a los bancos que entregaran dinero a sus accionistas mientras los
contribuyentes depositaban su dinero en los bancos.
El otro problema que no fue encarado tenía que ver con las amenazantes debilidades en la economía. La
economía había sido sostenida con préstamos excesivos. Ese juego se había acabado. Al contraerse el
consumo, las exportaciones mantuvieron en funcionamiento la economía, pero con el fortalecimiento del
dólar y la debilidad en Europa y en el resto del mundo, era difícil ver cómo eso podría continuar. Mientras
tanto, los Estados enfrentaban masivas caídas de los ingresos – tendrían que reducir sus gastos. Sin una
acción rápida del gobierno, la economía enfrentaba un receso. E incluso si los bancos hubieran prestado
sabiamente – lo que no habían hecho – era seguro que el receso significaría un aumento en las deudas
perdidas, debilitando aún más al sector financiero en dificultades.
El gobierno habló de desarrollo de confianza, pero lo que presentó fue en realidad un timo. Si el gobierno
hubiera querido realmente restaurar confianza en el sistema financiero, habría comenzado por encarar los
problemas subyacentes – las estructuras deficientes de incentivos y el sistema regulador inadecuado.
¿Hubo una sola decisión aislada que, si hubiera sido revertida, habría cambiado el curso de la historia? Todas
las decisiones, incluidas las de no hacer algo, como han sido muchas de nuestras malas decisiones
económicas, son consecuencia de decisiones anteriores, una red interrelacionada que va desde el pasado
lejano hasta el futuro. Se escuchará a algunos de la derecha apuntar a ciertas acciones del propio gobierno –
como ser la Ley de Reinversión Comunitaria (CRA), que requiere que los bancos pongan a disposición
dinero para hipotecas en vecindarios de bajos ingresos. (En los hechos los incumplimientos de pagos en los
préstamos basados en la CRA fueron efectivamente mucho menores que en otros préstamos.) Muchos han
culpado a Fannie Mae y Freddie Mac, los dos inmensos prestamistas hipotecarios, que originalmente eran de
propiedad gubernamental. Pero en los hechos llegaron tarde al juego de las hipotecas de alto riesgo, y su
problema fue similar a los del sector privado: Sus jefes ejecutivos tuvieron el mismo perverso incentivo para
lanzarse al juego.
La verdad es que la mayoría de los errores individuales se reducen a sólo uno: la creencia en que los
mercados se ajustan solos y que el papel del gobierno debiera ser mínimo. Al mirar retrospectivamente a esa
creencia durante audiencias en otoño de este año en el Congreso, Alan Greenspan dijo en voz alta: “He
encontrado un defecto.” El congresista Henry Waxman lo presionó, respondiendo: “En otras palabras, usted
ha descubierto que su visión del mundo, su ideología, no era correcta; no funcionaba.” Ciertamente,
precisamente,” dijo Greenspan. La adopción por EE.UU. – y por gran parte del resto del mundo – de esa
filosofía económica defectuosa hizo inevitable que hayamos llegado al lugar en el que nos encontramos
actualmente.
3.
Marta Lamas, antropóloga con formación
psicoanalítica, participa desde 1971 en el
La perspectiva de movimiento feminista. Actualmente es directora del
Grupo de Información en Reproducción Elegida.
género Su texto es una muy buena introducción a la
perspectiva de género.
5. El aprendizaje y el género
Una perspectiva de género desde la educación abarca varios ámbitos, desde el diseño de libros de texto y
programas no sexistas hasta desarrollo de políticas de igualdad de trato y oportunidades entre maestros y
maestras. Así como en el ámbito laboral es importante suprimir la discriminación que afecta a la población
femenina, en el terreno educativo es crucial eliminar las representaciones, imágenes y discursos que
reafirman los estereotipos de género.
Hace años, en los setenta, los libros de texto de primaria eran el ejemplo clásico de representaciones
sexistas, aún hoy lo son. Las figuras femeninas aparecían realizando las tareas domésticas tradicionales y las
masculinas todas las demás actividades. Una escena, que hacía referencia al paso de la infancia a la edad
adulta, era especialmente elocuente. Se veía a un niño y una niña, ambos jugando, él con un carrito, ella a la
cocinita, haciendo tortillitas; después lo mostraban en la juventud, él con libros bajo el brazo y ella en una
cocina, arreglando la comida; la última escena era el hombre adulto manejando un camión y la mujer,
¿adivinan?: cocinando. No es difícil comprender qué mensaje recibían y aún reciben niñas y niños con esas
imágenes.
Si en todos los países las mujeres están en una posición de desventaja en el mercado de trabajo, México no
es una excepción. Hay quienes piensan que el problema se resuelve si se les ofrece puestos iguales que a los
hombres. Considerar que se puede eliminar la discriminación sexista si se trata igual a hombres y mujeres es
desconocer el peso del género.
Lo primero que aparece es que la formación cultural de las mujeres, la educación de género para volver
"femeninas" a niñas y jovencitas, es también un entrenamiento laboral que las capacita para ciertos trabajos.
En el mercado de trabajo hay una demanda real para muchos puestos tipificados como "femeninos", que son
una prolongación del trabajo doméstico y de la atención y cuidado que las mujeres dan a niños y varones.
También hay características consideradas "femeninas" que se valoran laboralmente, como la minuciosidad y
la sumisión. Aunque en algunos países muy desarrollados esa tipificación "masculino/femenino" se está
borrando, y ya son muchas las mujeres que realizan trabajos no tradicionales de carpinteras, electricistas,
mecánicas, etc., en los países europeos de cultura mediterránea (España, Italia, Grecia) todavía no existe una
oferta masiva y sostenida de mujeres que deseen puestos masculinos. ¡Qué decir de los países
latinoamericanos como el nuestro! Sin embargo, la tendencia va en aumento, ya que es más fácil que las
mujeres traten de ingresar a trabajos "masculinos" a que los hombres busquen desempeñarse en trabajos
"femeninos", fundamentalmente por razones económicas (suelen estar peor pagados), aunque también pesan
las razones culturales de género.
La desigualdad tiene su correlato salarial: las mujeres ganan mucho menos que los hombres. La división
existente entre los trabajos "femeninos" y los "masculinos" no permite defender el principio de "igual salario
por igual trabajo". La segregación de la fuerza de trabajo excluye a las mujeres de los empleos mejor
pagados y prestigiosos. En todo tipo de organizaciones, las mujeres están en una situación de inequidad, y
rara vez se encuentran en las posiciones de alta gerencia y de dirección. El hostigamiento y el chantaje sexual
son una lamentable realidad laboral. Aunque cada vez más mujeres ocupan altos puestos técnicos y
científicos, e importantes cargos políticos y de la administración pública, todavía representan un porcentaje
pequeño de éstos. No se reconoce la sutil discriminación en altos niveles y tampoco se comprenden las
barreras invisibles del fenómeno llamado "techo de vidrio", que consiste en que las propias mujeres se fijan
internamente un límite, un "techo", a sus aspiraciones.
La desvalorización del trabajo asalariado femenino está vinculada con la invisibilidad del trabajo
doméstico y de la atención y cuidado humanos. El trabajo no asalariado de las mujeres está estrechamente
entretejido con su trabajo asalariado. Las condiciones en que las mujeres entran al mercado formal e informal
de trabajo están ligadas a las condiciones en que realizan o resuelven su trabajo doméstico. Las
consecuencias del entrecruzamiento que se da entre el trabajo doméstico y el trabajo remunerado van desde
la carga física y emocional de la doble jornada, pasando por una restricción brutal de sus posibilidades de
desarrollo personal, de sus vidas afectivas y sociales, y de su participación política como ciudadanas, hasta
llegar a la vulnerabilidad laboral; así, son ellas, y no ellos, quienes faltarán al trabajo para resolver cualquier
problema doméstico o familiar.
Históricamente, el trabajo doméstico no ha sido reconocido como un verdadero trabajo, básicamente por
las concepciones de género, que adjudican las labores de atención y cuidado humano en la esfera privada a
las mujeres como su función "natural" y como "expresiones de amor". También por el género el trabajo se
define tradicionalmente como una actividad masculina y económica. El trabajo doméstico de las mujeres en
la familia y el confinamiento de las mujeres trabajadoras a un ghetto femenino de bajos salarios son aspectos
complementarios del mismo problema, tal como lo son el hostigamiento sexual, los bajos salarios femeninos
y la desvalorización de las habilidades mercadeables de las mujeres. De hecho, todos los aspectos de la
situación laboral de las mujeres están interrelacionados: la segregación ocupacional, la discriminación
salarial, el hostigamiento sexual, la sobrecarga por las exigencias de las necesidades familiares –sólo a ellas–
y por la ausencia de apoyos sociales –no sólo para ellas.
Además, debido a que también las mujeres están convencidas de las valoraciones en las que se origina su
discriminación, cuando pretenden desempeñarse en otros ámbitos, reproducen actitudes que refuerzan su
imagen tradicional como personas "ineptas" para ciertos trabajos. Esto, sumado a la carencia de apoyos que
aligeren las labores domésticas y familiares que se consideran "responsabilidad de las mujeres", transforma
el hecho de trabajar fuera de la casa en una situación que acarrea altos costos personales. No es de extrañar
que muchas mujeres trabajadoras acaben expresando que añoran el papel tradicional idealizado de ama de
casa protegida y mantenida, aunque dicho papel también tenga sus costos. Este conflicto se utiliza, una vez
más, para confirmar que las mujeres "prefieren" estar en casa que trabajar.
La perspectiva de género reconoce este contexto cultural y diseña acciones para garantizar la inserción de
las mujeres en el mundo del trabajo y para promover su desarrollo profesional y político.
Un lugar privilegiado, tanto para la modificación de pautas sexistas como para su reforzamiento, es la
educación. Tanto la educación formal (en la escuela) como la informal (en la casa y la calle) reproducen los
estereotipos de género: el mensaje de que hay cuestiones "propias" para niños y otras para niñas cobra forma
en las actividades diferenciadas que todavía se dan en muchos planteles escolares: taller de mecánica para
varones, de costura para muchachas. Respecto al deporte se llega incluso a plantear que, a la hora del recreo,
el patio es territorio masculino.
Como se ve, la perspectiva de género supone revisar todo, desde cómo organizamos los tiempos y los
espacios, hasta las creencias más enraizadas. En el caso de las demandas ciudadanas, por ejemplo, nadie
critica la forma en que los servicios públicos están organizados bajo el supuesto de que hay una mujer en
casa. Se habla mucho de que las mujeres –como ciudadanas– deben incorporarse plenamente a la vida
nacional. Pero, ¿a qué horas y cómo? ¿Encargándole a quién "sus" niños y el mandado? ¿Cómo salir a una
reunión si no ha pasado el camión de la basura, si no ha llegado la pipa del agua, si se piensa que sólo a ellas
corresponde solucionar estos problemas ? Gran cantidad de mujeres no pueden actuar pues la organización
de los servicios públicos presupone que cuentan con la existencia de un "ama de casa" o una "empleada
doméstica" disponible en casa.