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El Fungible

I Premio de Relato Joven


2009

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El Fungible
I Premio de Relato Joven
2009
David Voloj
Jorge Martín Mora-Rey

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Título: El Fungible 2009, XVIII Premio de Relato Joven
© 2009, Ayuntamiento de Alcobendas
Patronato Sociocultural
Plaza Mayor, 1. Alcobendas. 28100 Madrid
© De esta edición:
2009, Santillana Ediciones Generales, S.L.
Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España)
Teléfono 91 744 90 60
www.puntodelectura.com

ISBN: 978-84-663-2360-4
Depósito Legal: B-38.224-2009
Impreso en España – Printed in Spain

© Fotografía de cubierta: Getty Images

Primera edición: noviembre 2009

Impreso por Litografía Rosés, S.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicación


no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,
ni registrada en o transmitida por, un sistema de
recuperación de información, en ninguna forma
ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,
electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,
o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito
de la editorial.

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Índice

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Pretexto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Jurado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
Fronteras Latinoamericanas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
David Voloj
La compañía nos persigue. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
Jorge Martín Mora-Rey

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El Fungible

Presentación

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Es un verdadero placer ser puente entre los nuevos es-
critores y su público lector. Acceder al mundo editorial es
una tarea ardua, especialmente para los jóvenes que desean
hacer llegar su voz al ámbito profesional de la literatura.
Ayudar a superar esta barrera, a través de acciones concretas,
es el objetivo que el Patronato Sociocultural se marcó a la
hora de establecer acuerdos de edición con firmas de pres­
tigio en el mundo editorial que posibiliten el acceso de los
autores noveles a las librerías a través de redes de calidad
probada en distribución y difusión.

El Ayuntamiento de Alcobendas apoya con energía


a los jóvenes escritores noveles, desde hace ya dieciocho
años, a través del concurso de relatos El Fungible. Desde el
inicio de su andadura se ha ido mejorando su alcance a
través del incremento de los premios, la participación y la
publicación. El empeño por potenciar la literatura como
vehículo cultural se ha plasmado también en la ampliación
de talleres literarios, el refuerzo de las mediatecas, la crea-
ción de clubes de lectura y otras acciones colectivas centra-
das en la palabra.

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Inmersos en la tarea de responder a las inquietudes
y expresiones culturales de los ciudadanos de Alcobendas,
tenemos el placer de presentar un nuevo volumen del certa-
men literario El Fungible en el que convergen novela corta y
relato, abriendo los cauces de la creatividad literaria a un
espectro más amplio de la población. La futura edición del
certamen consolidará las mejoras conseguidas a lo largo de
estos años e incluirá nuevos incentivos para aquellos que
han encontrado su vocación en la escritura.

Eva Tormo Mairena


Concejal de Cultura, Educación e Infancia

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El Fungible

Pretexto

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«Tú sufres sin motivo, a veces creo que de forma injusta.
No estás conforme con lo que ves, ni con lo que vives, pero en
vez de luchar para transformarlo escribes y sufres. Sin embargo,
sabes contar tus sentimientos, y lo que cuentas nos sirve a los
demás para conocer otra forma de entender el mundo.»
Luis Leante, La luna roja

Relatos El Fungible cumple dieciocho años. Una tra-


yectoria larga que nos ha permitido asistir al anunciado
fin del cuento, lanzado a los cuatro vientos por una varia-
da selección de agoreros, en contraste con su resurgimien-
to actual, el auge del relato corto como género literario en
los últimos años en nuestro país.
Víctor García Antón reflexiona sobre el panorama
actual del cuento: «Están surgiendo, consolidándose, edi-
toriales especializadas en relatos, editoriales minoritarias
que incluso no pierden dinero vendiendo libros de cuen-
tos. No es nada común, por ejemplo, que una editorial
grande con una estupenda distribución, arriesgue por un
libro de relatos de un autor, y menos por una antología de

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cuentistas, por eso tiene aún más valor el apoyo de Punto
de Lectura al premio El Fungible.
Están consolidándose un buen número de Blogs en
Internet dedicados específicamente al relato. Todos ellos
hacen una labor de difusión alternativa muy eficaz, publi-
can reseñas de libros de relatos, hacen foros, entrevistas,
grupos de discusión para hablar del cuento. Y están creando
esa comunidad, que tan necesaria es ente los cuentistas.
También los talleres literarios, los clubes de lectura,
y los concursos están contribuyendo a la expansión del gé-
nero. Cada día se crean más talleres, más clubes de lectura
y son más profesionales. Públicos, privados, en los ayunta-
mientos, en las bibliotecas. Y cada vez son más los lectores
que acuden a ellos.
A este auge está contribuyendo sin duda la participa-
ción de compañeros escritores del otro lado del Atlántico.
Bien porque se hayan establecido en España, bien porque
publiquen desde su país en editoriales a las que tenemos
acceso, bien porque participen en concursos literarios co-
mo El Fungible, los escritores hispanoamericanos están fa-
voreciendo el intercambio, provocando la revolución del
cuento, obligándonos a reinventarnos.
El cuento, salvo muy honrosas excepciones, es un gé-
nero minoritario. El cuento es un género que por su forma-
to corto, por su intensidad, por su marginalidad, favorece
la experimentación literaria. Invita a buscar nuevas formas
de decir, otras formas de mirar la realidad. ¿Y qué es la li-
teratura sino la búsqueda de eso que no es, sino será?
El cuento es exigente. A pesar de lo engañoso de su do-
sificación en pequeñas píldoras, no se puede leer un cuento
ente dos estaciones de metro. Es incómodo, desasosegante.

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Cada cuatro o cinco páginas tienes que cambiar de perso-
najes, de conflicto, de escenario. El relato no permite que
el lector se arrope y se acune en una historia larga. Hay
lectores que prefieren zambullirse en una historia, sumer-
girse en ella. Y hay otros que prefieren que el texto les ele-
ve, les saque de si, les lleve en volandas unos interminables
metros, como en la cresta de una ola, peligrosamente. Este
es el tipo de lector al que le gustan los cuentos.»
El Fungible cumple este año su edición número die-
ciocho con el mismo objetivo y el mismo entusiasmo que
la primera vez. La mayoría de edad facilita volver la vis-
ta atrás y revisar con perspectiva el camino recorrido. Si en
algo hemos contribuido al resurgir del cuento como géne-
ro literario seremos un poco más felices aunque no por
ello cejaremos en nuestro empeño. Queremos fomentar la
creación literaria, queremos ser el destino de muchos re-
latos, y ahora también novelas cortas, escritos por autores
noveles de España y Latinoamérica, queremos ser el canal
para que las narraciones publicadas en este libro puedan
llegar al mayor número de lectores posibles.
Los dos relatos que publicamos en esta edición, Fron-
teras Latinoamericanas y La compañía nos persigue, son dos
historias estupendas narradas con un lenguaje efectivo
que apoya la trama, que va en la misma dirección, y consi-
gue eso que todo buen cuento debe tener, que una vez
leído parezca como la única manera posible de ser contado.
Comparten volumen con dos novelas cortas. Un total de
cuatro autores que aportan su pasión por la palabra, la
búsqueda de esa historia, redonda, que está siempre por
escribirse.

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El Fungible

Jurado

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Luis Mateo Díez

Nació en Villablino, León, en 1942. Su primer libro de


cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Alfaguara
ha publicado sus novelas Las estaciones provinciales (1982),
La Fuente de la Edad (1986), con la que obtuvo el Premio
Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo
del clavel y la espina (1988), Las horas completas (1990), El
expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995),
La mirada del alma (1997), El paraíso de los mortales (1998),
Fantasmas del invierno (2004), El fulgor de la pobreza (2005),
La gloria de los niños (2007), y las reunidas en El diablo meri-
diano (2001) y en El eco de las bodas (2003), así como los libros
de relatos Brasas de agosto (1989), Los males menores (1993)
y Los frutos de la niebla (2008). En un único volumen titula-
do El pasado legendario (Alfaguara, 2000), prologado por el
autor, se han recogido El árbol de los cuentos, Apócrifo del
clavel y la espina, Relato de Babia, Brasas de agosto, Los males
menores y Días del Desván. El libro El reino de Celama (2003)
reúne sus tres novelas ambientadas en ese lugar imagi-
nario y El sol de la nieve (2008) incluye por vez primera las

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aventuras de los niños de Celama. En el 2000 obtuvo el
Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica por
La ruina del cielo.

Luis Mateo Díez es miembro de la Real Academia


Española.

Jorge Benavides

Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) estu-


dió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Garci-
laso de la Vega, en Lima, ciudad en la que trabajó como
periodista radiofónico. Desde 1991 a 2002 vivió en Te-
nerife, donde fundó y dirigió el taller Entrelíneas, y en la
actualidad vive en Madrid, donde imparte y dirige talle-
res literarios y colabora con revistas literarias de prestigio.
Ha publicado dos libros de relatos, Cuentario y otros relatos
(1989), La noche de Morgana (Alfaguara, 2005), y las novelas
Los años inútiles (Alfaguara, 2002), El año que rompí contigo
(Alfaguara, 2003), Un millón de soles (Alfaguara, 2008) y La paz
de los vencidos (Alfaguara, 2009).

En 1988 recibió el Premio de Cuentos José María


Arguedas de la Federación Peruana de Escritores y en el
2003 fue galardonado con el Premio Nuevo Talento
FNAC.

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Fronteras Latinoamericanas
David Voloj

premio al mejor relato

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David Voloj (Córdoba, Argentina, 1980)

Vocacional de la literatura, la vida de David ha estado marcada


por la palabra desde su más tierna infancia: «Leo desde los seis años
y la literatura ha sido mi vehículo para conocer el mundo, en especial
el continente latinoamericano al que pertenezco. Gracias a Bolaño,
Borges, García Márquez, Vargas Llosa, Galeano, Donoso, Carpentier
y Rulfo, entre otros, aprendí las contradicciones que fluyen por nues-
tra sangre y nuestra historia. Gracias a ellos entiendo que la palabra
puede encarnar en la realidad y transformarla.» La pasión por los li-
bros, heredada de su padre y de su abuela, ha determinado los pasos
que David ha ido dando en su biografía. Licenciado en Letras Moder-
nas por la Universidad Nacional de Córdoba, trabaja como profesor
de lengua y literatura en los niveles Primario y Medio. Ha publicado
ensayos, cuentos y poemas en revistas y antologías de Argentina y
México, publicando su primer libro de relatos, Letras modernas (Edi-
ciones Recovecos), en 2008. Galardonado en distintos certámenes li-
terarios, David es un autor con un verbo potente que encandila al lec-
tor en un ejercicio narrativo muy bien planteado y resuelto con
eficacia. El relato que publicamos a continuación está directamente
relacionado con su interés por la cultura de México. Una llama pren-
dida por la obra de David Toscana y que le ha llevado a integrarse en el
equipo de investigación Cartografías Literarias del Cono Sur: 1970-1990
y la Cátedra de Literatura Argentina III en la Facultad de Filosofía y
Humanidades, donde indaga en la problemática de las fronteras.
Fronteras Latinoamericanas, galardonado en la última edición de
nuestro concurso, es un relato realista, escrito con excelente tono verbal,
que lo dota de verosimilitud y expresividad, en el que se cuenta la
aventura de un emigrante argentino que, a través de México, intenta
llegar a Texas.

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A Tomás Linch.

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Si el hombre es polvo
esos que andan por el llano
son hombres.
Octavio Paz

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Esta porquería que me baja por la frente no es sudor,
es grasa. Se parece al sudor por el olor a mugre, porque
me brota de los sobacos, de las piernas, de todos los po-
ros. Pero es grasa nomás. Lo sé porque el sol me fríe la
piel y me arde cada parte descubierta del cuerpo. La ro-
pa se hace pesada, los pasos se vuelven lentos. Siento el
roce de las zapatillas en los tobillos y entonces me doy
cuenta de que la Teresa no hablaba por hablar: debería
haberme puesto medias. Yo no le llevé el apunte, como
de costumbre, y ahora es tarde para lamentos. Ahora hay
que seguir, tratando de mantener el ritmo.
¿Faltará mucho? ¿Faltará poco? Me fijo en el reloj
que me dio mi madrecita antes de venirme para México
y, al ver la hora, me pongo loco. En mi boca cuaja la ené-
sima puteada del día. Qué chingadera... Todavía queda un
montón, un largo trecho para llegar a la posta donde hay
agua. Y sombra, sobre todo, sombra. En el desierto, la som-
bra se extraña como nada. Más que el agua, incluso. Mu-
cho más.
Los que marchan adelante se dan vuelta para mi-
rarme. Argentino, ¿vienes bien?, grita uno, y yo levanto
las manos como diciendo sigan, che, ando un poquito más

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despacio que ustedes pero no hay drama. Se puede decir
mucho con un gesto de manos. Aunque si lo pienso dos
veces, me entran las dudas. ¿De verdad levanto la mano?
Sí, la levanto. Lo sé porque de pronto veo mejor; la palma
en la frente me hace sombra. También lo sé porque, cuan-
do me refriego la cara para desempañarme los ojos, termi-
no con los dedos impregnados de grasa.
Estoy muy gordo. La Teresa lo repetía día y noche,
como si yo fuera idiota y no me hubiese avivado. En cam-
bio, el guía está hecho un escarbadientes; va adelante,
a unos cuarenta metros del resto del grupo, y parece un
camello: no suda una gota, no se cansa, no se pierde, nunca
mira para atrás. Yo soy el último de la comitiva. Los sigo
de cerca y trato de no pensar en nada porque malgastar
energía pensando giladas puede ser fatal. Pero es difícil
controlar la cabeza. Entonces pienso estupideces. Me
digo, por ejemplo, que estos mexicanos no conocen lo
que es un fernet con coca y me da lástima. Dentro de muy
poco el calor va a ser insoportable y, cuando empiecen los
espejismos, ellos van a ver botellas de mezcal o de tequila
desparramadas en el camino. Pobre gente. Ese alcohol no
refresca, es puro fuego. En cambio, un fernet te devuelve
el alma al cuerpo. ¡Qué tequila ni tequila! Como si no tu-
viéramos bastante con este sol insufrible que te achicharra
hasta las pestañas.
Al José le encantaba tomar sus toc-toc. Vamos carnal,
ésta es bebida de machos. Así me decía el José, y se enca-
jaba media rodaja de limón en las encías antes de bajarse la
copita. A mí me sonaba a mariconada eso de llamarme car-
nal. Allá, en Córdoba, esa palabra es de trolos, le decía yo.
Entonces él se reía porque no conocía la palabra trolo y me

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explicaba que lo de carnal era una manera de llamar a los
amigos. Luego se quedaba ahí, esperando a que me tra-
gara de un saque esa porquería que te quema por dentro.
A ustedes les gusta sufrir, sufren hasta cuando se maman,
le decía yo. Y el José, me acuerdo, se ponía cabronazo por-
que dizque él era bien macho y no le mamaba nada a nadie.
Eso decía; entonces yo le contaba qué significaba mamar-
se, andar mamadazo después de haber chupado hasta el
agua del inodoro.
Ahora que me acuerdo del José noto lo pastosa que
se me ha puesto la boca y me pregunto si no estaría bue-
no mamarse acá, en medio de la nada, mamarse la vida.
Sería lindo que el guía apareciera con una heladerita roja,
esas de camping, llena de hielo, un par de cocas y un fer-
net. ¿No José, no estaría joya?

A un costado del camino hay una rama. Parece resis-


tente. Me llama la atención que ninguno se acerque a re-
cogerla para usarla de bastón. Nadie se anima a virar unos
metros; les gana el miedo a retrasarse y prefieren dejarla
en la tierra reseca, hasta que el calor la encienda y se con-
vierta en polvo. Acá en México, un poeta que le gusta a la
Teresa escribió que si el hombre es polvo, los que andan
por el llano son hombres. Algo así escribió el poeta, y a mí
se me quedó grabado a fuego en la memoria.
Pero el desierto es traicionero. Te distraes un mo-
mento y la rama que estabas viendo desaparece como por
arte de magia. Yo me pregunto: ¿había una rama tirada?
A lo mejor sí, a lo mejor no. Ya no puedo darme vuelta
para comprobar si era rama o espejismo. Lo importante
es mirar para adelante, seguir, tratar de caminar rapidito

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para volver a tener al guía en el horizonte. Si lo pierdo, se
me viene la noche.
A veces, en Córdoba, también me perdía. Cuando ma-
nejaba el camión y le pifiaba a la ruta, terminaba en cual-
quier parte. Estaba un día tratando de encontrar un ca-
mino alternativo en ese mapa carretero, todo deshojado
y desactualizado, que nos daba la gente de la cooperati-
va agrícola. Ellos no invertían un peso en los choferes;
te daban mapas de la época de Perón y, si te equivocaste
de camino, a joderse.
Ahí está, lo veo. El guía reaparece en lo alto de la lo-
ma para indicar hacia dónde debemos girar. Usa una
remera amarilla fluorescente y una visera con tachas de
metal que brillan con el sol y sirven para reconocerlo a la
distancia.
Una suerte que haya aparecido. Una suerte.

Cuando decidí cruzar la frontera imaginé que sería


duro, pero no tanto.
En Año Nuevo, después de la medianoche, le pegué
un tubazo al José. Él ya estaba laburando en un rancho
yanqui con un grupo de mexicanos que sabían arriar caba-
llos. Después de brindar por teléfono, le pedí datos: con
quién hablar, cuánto podía costar, cuáles eran los riesgos.
Llama a este güey, dijo el José. Y no chingues en cualquier
parte cuando pases. Nomás vente derecho para Tejas, car-
nal, que conmigo te consigues trabajo bien rentado. Ya
lo tengo arreglado; desde aquí puedes hacerle llegar los
dólares a mi hermana y a las niñas, dijo el cuñado, mien-
tras la Teresa me hacía señas para que colgara el teléfono
porque el llamado era de larga distancia.

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A mí, el tema me gustó. Era tentador, parecía segu-
ro. Tardé un par de días en cobrar valor, pero al final fui
a hablar con el guía. Me metí en un barrio de mala muer-
te, lleno de tugurios donde se vendía merca, con putas en
la puerta de los cabarulos, mendigos en las esquinas y na-
cos con cicatrices en la cara siguiéndome los pasos. Daba
julepe caminar por ahí, con el fajo de billetes en el calzonci-
llo. Para colmo andaba solo, con el cuchillo de la Teresa
cruzado en el cinturón, por si las moscas.
El tipo al que ahora volví a perder de vista no vivía en
este desierto desolado sino en un departamento bien chin-
gón. Tenía un LCD de quinientas pulgadas en medio de la
sala, un estéreo y DVD, cuatro parlantazos, ecualizadores,
mezclador, todos los chiches. Apenas me vio, me relojeó de
arriba abajo y se largó a reír. Yo cruzo hombres, no cerdos,
dijo, y los nacos que lo cuidaban le festejaron el chiste.
De sólo recordar esa risita burlona me sube un calo-
rón bárbaro. La grasa me brota a chorros. Y el sol no la
hace más fácil. Nada ni nadie te la hace fácil en el desierto.
La Teresa me preparó dos cantimploras para el viaje, una
con agua congelada y otra con jugo de naranja y sal. Dijo
que la sal evitaba la deshidratación, algo así. A lo mejor
tenía razón, no sé, pero igualmente yo bebo el último sor-
bo de agua pura que me queda. El jugo sabe horrible.
Delante de mí vienen dos tipos. No parecen de fiar;
cuando escuchan el sonido del agua, miran de reojo. Están
tentados, me doy cuenta. Aunque ellos acaban de tomar-
se un trago, veo que pelan sus botellas y se terminan el
agua. Hacen mal. Un sorbo cada media hora, dijo el guía,
sólo un sorbo. Pero es difícil aguantarse. Cuando alguien
del grupo se detiene a beber, se acaban los jadeos y hasta

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desaparece el insoportable quejido de los buitres que nos
siguen desde la altura.
—Buitres culiados —susurro mirando el cielo.
—Se llaman zopilotes —dice uno de los tipos, para
provocarme—. Y les gusta la grasa caliente.
Yo me hago el sota. No le doy con el gusto de armar
una bronca. Ellos son dos, y bien flacos. ¿Piensan que soy
gil? Tienen demasiada ventaja.

Claro que, con la rama, les hubiera partido el cráneo


a esos pinches maricas. Ahora pienso en eso, pienso que
me hubiera venido bien recoger la rama. No tanto para pe-
learme sino porque estamos entrando en un terreno com-
plicado. Las rocas son más grandes que al principio del
camino, están desparejas, filosas. De la tierra quebrada
brotan cactus secos, tan blancos que el reflejo del sol en el
cardón te deja ciego. Algunos tienen agujeros como de
balazos en lugar de espinas. Y las sombras que proyectan
en el desierto se ven como crucifijos deformes que espe-
ran a sus muertos.
Los ojos me arden. El mundo se vuelve borroso y es
difícil ver bien, incluso de cerca. Trato de limpiarme con
la manga de la remera, pero es peor: la grasa caliente me
abre llagas en la mirada.
Adelante, la manada se detiene. Cuando los alcanzo,
veo cómo un viejo de mil años pierde el equilibro, se des-
morona y cae. Yo no entiendo qué hace alguien de su edad
entre nosotros. Según dicen, por la frontera sólo pasan
hombres; ni viejos, ni niños, ni mujeres. El viejo hace fuer-
za para no chillar de dolor. Y, como es obvio, nadie se acerca
a socorrerlo. Yo tampoco lo ayudo, aunque su cara me

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suene, aunque crea conocerlo de alguna parte y me dé lás-
tima. Pero antes de partir, el guía aclaró que cada uno era
responsable de su pellejo. Si alguien se cae o tiene proble-
mas, yo sigo, dijo. Por eso el viejo trata de levantarse solo.
Sabe que nadie le va a dar una mano.

Cuando le conté a la Teresa lo que costaba el viaje,


me hizo un quilombo bárbaro. Si tú no eres de aquí, dijo,
si tú no eres como los hombres de aquí, ¿para qué quie-
res cruzar? Lloraba la Teresa, moqueaba de lo lindo. Los
que se van dizque van a mandar dólares, pero al llegar se
olvidan. Ya verás, dijo; te meterás con una gringa, te ol-
vidarás de las promesas. Gritaba la Teresa, caminaba cu-
briéndose la cara y cada tanto pegaba unos alaridos que se
escuchaban desde la esquina. Los que no se olvidan, se mue-
ren, continuó diciendo, se mueren en el camino o los fusi-
lan los rancheros.
Afuera, las niñas jugaban con las barbis que les había
traído Papá Noel. No mames, Teresa, no mames, le dije.
A ella le gusta cuando puteo a lo mexicano. Después la
abracé. A ella le gusta que la abrace; se calma, se siente
protegida. Me vine de la otra punta del mundo por vos,
le susurré al oído. Y no te voy a dejar por una gringa.

Ya falta menos, carajo, ya falta menos. El sol parece


estar en el mismo lugar, pero las agujas del reloj avanzan.
Y ahora no soy el último; detrás de mí viene el viejo des-
garbado, maltrecho, que no se da por vencido. Ni aún
vencido, como dice el poema. Sé que es él porque escucho
sus bufidos de caballo cansado. Y aunque debe estar gol-
peado, no voy a darme vuelta; no tiene que importarme su

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dolor, como tampoco tiene que importarme que les mien-
te la madre a los dos malparidos que me pasan al lado y se
mojan la cabeza con la cantimplora que le robaron.
—Sé quién eres, Jesús —grita el viejo—. Se lo conta-
ré a tu padre, pinche cabrón.
Choros hijos de puta hay en todo el mundo. Cuando
vivía en Córdoba era calcado. Siete años estuve transpor-
tando soja y trigo para la Cooperativa Agrícola Argentina
y, el día que me chorearon el camión, los gringos se lavaron
las manos. Como nunca firmé contrato, tampoco recibí la
guita del desempleo. Pero en esa época yo era joven, esta-
ba flaco, así que fue fácil conseguir trabajo en la construc-
ción. De albañil también laburaba en negro, sin contrato;
pero bancando doce horas al rayo del sol, meta mezclar
cemento y poner ladrillo sobre ladrillo, se ganaba bien.
En Córdoba era así: cuando a los gringos les iba bien
con la cosecha, todos comíamos mejor. Ellos eran los que
manejaban la tierra, las cooperativas, las concesionarias
de autos, las constructoras, toda empresa que hubiera dando
vuelta. Ellos me mandaron a México con la promesa de
triplicar el sueldo y ellos me despidieron a los seis meses
porque dizque cayó el dólar y había recesión en el país.
Recesión... ¡Me río de sus mentirotas!
Es gracioso pensar cómo son las cosas. Acá en Méxi-
co, los gringos son los yanquis; allá, la gringada son los
hijos de italianos. En cualquier rincón del planeta, los grin-
gos son los dueños de la tierra y de la plata. Nosotros, los
muertos de hambre, les seguimos el rastro, vamos a oler-
les el culo porque nos parece que cagan la guita y ese aro-
ma es tan fuerte que hipnotiza, te llena de ilusiones que
nunca se hacen realidad.

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Pero basta, basta de puteadas. Me estoy embroncan-
do sin sentido de tanto pensar estupideces. Me caliento
y lo único que gano es ir más atrás.
He quedado solo. Siento la boca reseca; la grasa que
me chorrea por la espalda y la frente me saca de quicio.
¡Ay, Teresa, qué fiero es este jugo salado que preparaste!
Perdoname mamita, pero da asco.
El guía me lo avisó. Estás obeso, cabrón, eres una
bola de grasa, dijo. Se reía con los nacos que lo protegían.
Con esto no le pasas, dijo burlón mientras me apretaba
la panza. Fue la gota que rebalsó el vaso. Porque yo esta-
ba gordo, es verdad, pero el guía no sabía con quién se
metía. Cuando se quiso dar cuenta, lo había tomado del
cuello; le puse la punta del cuchillo en la yugular y ahí se
acabaron las risas. Bajen los chumbos porque lo hago
percha, dije. Los nacos guardaron las pistolas. Y vos, cu-
liao, me tocás de nuevo y se te acaba la joda, ¿estamos? El
guía chivaba miedo; esa noche fría, el miedo le bajaba por
la frente. Después le di los billetes y volví con la Teresa,
sintiendo en la cara una brisa linda y fresquita como diz-
que corre en la posta.
Alguien pega un grito. ¿Es un grito? Sí; lo sé porque
los buitres, los zopilotes, reaparecen en el cielo. Los veo
dar vueltas en círculos, revolotear las alas, ansiosos de co-
mida. En el camino me encuentro con uno de los pendejos
que le chorearon la cantimplora al viejo. Parece desmaya-
do. Voy hacia él y, al verlo de cerca, le noto los ojos abiertos.
Le cuesta respirar. De pronto, me estira la mano; yo trato
de ayudarlo a levantarse pero lo suelto cuando veo que
tiene un viborón prendido a la pantorrilla.
Por primera vez en todo el camino, salgo corriendo.

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Aunque correr es una manera de decir. Vamos, Tere-
sa, ¿cuándo me viste correr más de una cuadra? Estoy
agitado, se me doblan las piernas, tengo una sed bárbara.
¡Ay, Teresa, el jugo que hiciste es ácido puro! ¿Por qué no
me preparaste un fernet? ¿Sabés cómo correría con un
fernet con coca en la sangre? Y no me fijé si el infeliz este,
al que lo mordió la víbora, llevaba una cantimplora. Pero
bueno, a lo mejor hice bien y el viejo, si todavía sigue en
pie, recupera el agua que le robaron.
Qué cansancio, che, qué cansancio. Perdí el rastro
de la comitiva y no me ubico. Me siento en una piedra
para analizar la situación, pero en vez de pensar para dón-
de agarrar, me doy cuenta de que hace rato vengo insul-
tando a Dios y María santísima. Ya no puteo para diver-
tir a la Teresa; ya me salen de adentro todos los insultos
que aprendí en estos cuarenta años. Y aunque quiero de-
jarme de pelotudeces y encontrar una pista que me diga
para qué lugar debo seguir marchando, es imposible.
No puedo, Teresa, es imposible pensar más. Quizás
tenías razón, quizás vos tenías razón y no debía cruzar al
otro lado. El José es el José, dijiste, y yo sabía que tenías
razón, pero acá los hombres están obligados a intentarlo.
Quienes arrugan son nada y merecen nada. Si no me ve-
nía al norte a buscar unos dólares, no te merecía, Teresa, ni
a vos ni a las nenas.
Lloro, Teresa, estoy llorando como un chico. Lo sé
por el sabor de la sal concentrada en las lágrimas; la grasa
y el chivo saben distinto. Y también sé que ya no quedan
esperanzas. Lo sé porque de pronto te veo a vos, Teresa,
bajando de la loma con las nenas de la mano. Venís junto

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al José, que dice quihubo carnal, y hasta ahí puede ser ver-
dad. El problema es que detrás están mi vieja y mis cinco
hermanos. Entonces caigo: estoy delirando. ¡Qué lástima
que sea espejismo! Es una lástima porque traés, Teresa,
la heladerita roja que yo usaba cuando acampaba en las
sierras, y de adentro sacás el fernet, las cocas, el hielo. Mi
hermano, el que se nos murió a los quince de hepatitis,
pone un casete de la Mona Jiménez. Es un Grandes Éxitos.
¡Qué triste que sea puro delirio! Todos se ponen a bailar
un cuartetazo y vos, Teresa, me pedís que te enseñe. Bai-
lar es fácil, digo al aire, y pienso que si alguien me viera en
este desierto puto, desierto cabrón, le parecería ridículo.
Ridículo, Teresa, triste debe ser la imagen de un gordo
hablando solo en medio de la nada y degustando ese elixir
mágico, lamentablemente invisible, que se llama fernet.

Me despierta el sonido de un disparo.


—Lo cargas hasta la entrada del pueblo —le escucho
decir al viejo, que apunta al guía con una pistola—. Le pro-
metí a mi niña que no quedaría viuda, y no voy a fallarle.
Ahora entiendo por qué el viejo me resultaba conoci-
do. Es algo, el padrino o el tío, de la Teresa. Mirá si seré gil.
¿Cómo no me di cuenta? Lo vuelvo a mirar y me pregun-
to si no estaba muerto este cabrón, pero no sé la respuesta.
No sé absolutamente nada y estoy demasiado cansado co-
mo para volver a pensar. Sólo quiero llegar a casa. Eso
quiero. Ya no me importa la frontera; que los que están del
otro lado tengan suerte y vivan para contarla. O que chin-
guen la madre. A esta altura, da igual.

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La compañía nos persigue
Jorge Martín Mora-Rey

finalista

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Jorge Martín Mora-Rey (Madrid, 1985)

Dicen que la ciencia no tiene corazón, una frase hecha que dis-
tintas personalidades –algunos escritores renombrados entre ellos– se
han encargado de desmentir. Jorge viene a sumarse a este nutrido gru-
po que no tiene ningún problema en mantener el equilibrio entre ra-
zón y emoción. Él mismo nos lo cuenta: «Tengo veintitrés años, he
estudiado física, un master en finanzas cuantitativas y trabajo en un
banco. Creo, y me cuesta mucho creer, en los libros (Borges, Bolaño,
Cortázar, Onetti, Carver, Flaubert, Kafka, Proust, Joyce, Cervantes,
Woolf), en mis amigos (incluida parte de mi familia y mujeres estu-
pendas que he querido y me han querido), en las películas y en algunas
canciones. Me gustan las tardes en los museos, jugar al ajedrez los do-
mingos por la mañana, viajar a países fríos, ver fútbol y cocinar. Escri-
bo mientras viajo en metro, en autobús, cuando camino por la calle;
escribo sin papel repitiendo mentalmente las frases que aparecen de
repente, escribo de noche delante de un ordenador descifrando mi
mala letra en cuadernos destrozados y mientras saltan ventanas de
conversaciones en chats, escribo justo después de terminar mis libros
favoritos y cuando estoy triste y quisiera llorar. Es posible que termine
siendo escritor.» Desde aquí afirmamos que esta posibilidad es ya una
realidad, a juzgar por su trayectoria literaria y por el relato que presen-
tó a nuestro concurso.
El relato que publicamos a continuación, La compañía nos persi-
gue, es una historia kafkiana en el sentido más literal del término. Un
cuento netamente urbano protagonizado por una obsesión con la que
se sentirá identificado más de un sufrido viajero del metro. En un
mundo ordenado y sistemático, el azar parece no tener lugar. Todo se
rige por unas reglas sobreentendidas en las que cuesta encajar cual-
quier elemento que surja por casualidad. Sin embargo, estrechar los
límites de la realidad a nuestra propia Visión del mundo puede tener
consecuencias insospechadas. Inquietante y sutilmente irónico, el re-
lato avanza inexorable con un lenguaje que define casi gráficamente
cómo lo más nimio puede devenir en paranoia.

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1

A principio de verano, las paredes de los vagones del


metro se llenaron de textos de Kafka. Creo que es el cen-
tésimo aniversario de su única visita a la ciudad. Ha sido
un gesto verdaderamente extraño por parte de la compa-
ñía de transporte, nunca antes se había preocupado por los
escritores o los aniversarios, ni siquiera por las personas
y el tiempo.

Cada mañana cuando voy a trabajar, leo los cuentos


y las parábolas de Kafka que hay en mi vagón; hoy he em-
pezado a leer algunos que ya conocía, así que un par de pa-
radas antes de llegar a mi destino he cambiado de vagón.
Me he dado cuenta de que de un vagón contiguo a otro, só-
lo cambian dos textos; como hay seis por vagón he pensa-
do que sólo tengo que saltar tres para leer otros comple-
tamente distintos.

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3

¡Qué engañado estaba en el párrafo anterior! Es ver-


dad que de un vagón a otro siempre cambian dos textos,
pero pueden ser dos cualquiera; incluso llega a darse el ca-
so de que el tercer vagón sea igual que el primero o el oc-
tavo igual que el segundo. Esta mañana he recorrido todo
el tren, sus diez vagones, he contado dieciséis textos pe-
ro puede ser que con las prisas por ir a trabajar me haya
equivocado. También puede ser que cada tren contenga to-
dos los textos que ha dispuesto en sus paredes la compañía.

He dicho a Ramírez que no hace falta que me siga


llevando a casa por la tarde, que como es agosto, no hay
mucha gente en el metro y no me cuesta nada volver en él.
No le he dicho nada sobre Kafka. Los trenes de la tarde
son más cortos, sólo tienen seis vagones. En el que he co-
gido hoy había sólo diez textos diferentes, pero uno no lo
había leído nunca por la mañana. Estoy pensando en ir
a trabajar un poco más tarde por si los textos de Kafka cam-
bian con los horarios de los trenes.

Definitivamente los trenes de la mañana de la línea azul


sólo tienen dieciséis textos diferentes, en los de la tarde he
contado once, pero seguramente, pronto descubra algún

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otro. He llamado a mi hermana y le he preguntado si ha-
bía visto los textos de Kafka en el metro, ella también se
ha fijado; pero me ha dicho que en la línea que pasa por su
casa todos los textos son extractos de novela. Hemos co-
mentado que quizá cada color tenga un tipo diferente de
texto. Mañana haré un pequeño rodeo para volver a casa
haciendo trasbordo en la línea roja.

¡Es verdad! ¡Cada línea tiene un tipo de texto diferen-


te! La mía (azul) tiene parábolas, paradojas y microrre-
latos, la de mi hermana (amarilla) tiene extractos de novelas
y la roja tiene textos autobiográficos y cartas. No veo el
momento de hacer una escapada a la línea verde. Qui-
zá una mañana pueda salir antes de casa e ir a mi trabajo
por una nueva ruta, voy a analizarlo en el mapa.

He llegado tarde al trabajo, ha habido un suicida en


la línea verde y me he quedado bloqueado en medio de mi
nueva ruta. Ha sido imposible poder llegar a la línea azul
en toda una hora. A cambio, me he podido fijar cuidadosa-
mente en los textos que ha dispuesto la compañía en los
vagones de la línea verde. Son cuentos incompletos, han
dejado sólo el primer y el último párrafo y entre medias
han puesto puntos suspensivos. Creo que es la línea que
menos me gusta. El lunes volveré a mis textos de siempre.

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8

Mi hermana es una mentirosa, hoy he ido a comer


a su casa y me he fijado atentamente en los textos de la lí-
nea amarilla, no sólo hay extractos de novela, también hay
cartas y algún cuento. De hecho, en un vagón no había ni
un solo extracto de novela. Creo que las mujeres dicen las
cosas demasiado a la ligera, hay que ser más minucioso,
hay que tener más cuidado con las cosas importantes. Por
ahora, lo único seguro de los mecanismos con los que la
compañía ha dispuesto los textos de Kafka es que de un
vagón a otro cambian exactamente dos. ¿Por qué dos? Qui-
zá tenga algo que ver con los números mágicos o con las
diferencias necesarias entre lugares distintos y cercanos.

Increíble, dos textos nuevos en la línea azul. Deben


de cambiarlos los fines de semana. Dos nuevas parado-
jas, las dos en el primer vagón, las dos en el resto; como
si la compañía estuviera diciendo: «Las cosas no son co-
mo crees, sino como nosotros decidimos». Es una suerte
no trabajar en la compañía. He estado un poco confuso el
resto del día, creo que mañana volveré haciendo trasbordo
en la línea roja, seguro que han puesto nuevas entradas de
sus diarios. Por cierto, ya he constatado que sólo hay on-
ce textos en los trenes cortos de la tarde y sólo uno es di-
ferente a los de la mañana. Todavía no han añadido ningu-
no distinto de los de la semana pasada.

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10

La línea roja está completamente igual que siempre,


aunque unos gamberros han firmado con rotulador inde-
leble la entrada del veintitrés de diciembre de 1911. Al
salir de la estación he advertido al vigilante sobre el hecho,
pero no ha parecido tomárselo muy en serio. No debe de
pertenecer a la compañía, seguro que está subcontratado.
Me imagino que incorporarán los textos poco a poco, ca-
da semana en una línea, he tenido la suerte de que ésta
fuera la mía. Me he dado cuenta de que, aunque todas las
mañanas lea los mismos textos, no puedo dejar de hacerlo;
siempre descubro nuevos matices como si alguien los co-
rrigiera por las noches.

11

He pensado llamar a la compañía por si por casua-


lidad fueran a publicar un libro conmemorativo de la vi-
sita de Kafka a la ciudad. Luego he pensado que mejor no,
que seguro que si lo hacen lo anuncian en la radio o po-
nen carteles en los vagones. Sigo creyendo que cada ma-
ñana hay ligeros cambios en los textos de mi vagón, pero
me he convencido de que ése debe ser parte del genio de
Kafka, capaz de ofrecer nuevas interpretaciones en cada
lectura. Debería comprarme sus obras completas.
Mejor no, prefiero que esto no pase de una afición ac-
cidental para matar el tiempo en el metro mientras voy al
trabajo.

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12

Esta noche he tenido unas extrañas pesadillas con


ratones y mujeres que luego eran ratones. Así que, como
una vez despierto no he podido volver a dormirme, he
ido un poco antes al trabajo siguiendo la ruta por la línea
verde que preparé la semana pasada. Esta vez me han gus-
tado más los cuentos incompletos y me ha parecido leer
dos diferentes a la semana pasada, debería hacer más a me-
nudo este camino para familiarizarme con los textos. Me
ha llamado mi hermana, la conversación ha sido un poco
fría. Ella sigue insistiendo en que en su línea no hay otra
cosa que extractos de novelas. ¡Es tan orgullosa!

13

Esta mañana estaba seguro de que había minúsculos


cambios en los textos de mi tren. Para asegurarme de que
no es mi imaginación he ido haciendo fotos con mi móvil
a los textos pegados en la pared de cada vagón. Si lo vuel-
ven a cambiar, los pillaré irremisiblemente. El asunto de
las fotografías me ha hecho perder el sentido del tiempo
y he llegado un poco tarde al trabajo. Ramírez me ha di-
cho que era el segundo viernes del mes que llegaba tarde,
que dejara a mi querida para los días libres, que la empresa
no tenía por qué verse afectada por mi corazón loco. No
sé de donde ha podido sacar que tengo una amante, de
todas maneras he preferido no importunarle con la ver-
dad. Mejor mujeriego que literario.

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14

He salido de casa dispuesto a demostrar que todas las


noches cuando los trenes están en las cocheras la compa-
ñía modifica los textos de Kafka. Las fotografías son de-
masiado malas para poder compararlas, sólo he podido
apreciar la variación de dos comas en una de las parábolas
del tercer vagón. Pero, como he escrito antes, la calidad de
la imagen es tan mala que mis conclusiones son insignifi-
cantes. Además, no podía volver a llegar tarde al trabajo.
Mañana aprovecharé mi día libre para recorrer tranquila-
mente el metro equipado con mi cámara réflex, consta-
tando con precisión la forma de los textos. Creo que voy
a tratar de eludir el almuerzo dominical con mi hermana.

15

¡Menuda diferencia entre las imágenes del móvil y las


de la cámara réflex! Lástima que los domingos todos los
trenes sean cortos, los que, a mi parecer, menos cambian de
un día a otro; de todas maneras imprimiré bien grandes las
fotos y las llevaré en mi maletín para comprobar los tex-
tos mañana por la tarde. No he tenido valor para no al-
morzar con mi hermana, así que, he recorrido menos zo-
nas del metro de las que me hubieran gustado. He hecho
reconocer a mi hermana que cuando va en metro sólo mira
los textos de un vagón y que por tanto difícilmente se ha-
ce una idea del tren en general. Está empezando a dar su
brazo a torcer respecto a la exclusividad de los extractos
de novela en la línea amarilla.

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16

¡Me cuesta tanto dormir! He vuelto a la línea verde.


Se ha vuelto a bloquear el metro. Otra vez una hora tar-
de. Otro suicida, pero esta vez me ha parecido que el sui-
cida era yo. Luego me he dado cuenta de que eso era im-
posible, que estaba en el vagón, de pie, releyendo otro
cuento incompleto de Kafka.
Ramírez se ha puesto hecho una furia. No está bien
que estés más pendiente de una putita cualquiera que del
trabajo que te da de comer, repetía una y otra vez. He te-
nido que darle la razón, le he dicho que entendía que no
estaba bien llegar tarde pero que ella era tan especial…
Unas putas son todas, gritaba todo colorado Ramírez.
Tanto como putas, superficiales sí, pero tanto como putas;
intentaba rebajar la tensión. Hijo, si yo te digo que son
unas putas es que son unas putas; no es bastante que lle-
gues tarde sino que también quieres llevarte la perra gor-
da, gritaba cada vez más alto Ramírez. Usted lo sabrá me-
jor, balbuceaba mientras me temblaba una pierna. ¿Estás
queriendo decir que soy de esos que le gustan las putas?
Nada de eso mi hijito, ¡me gustan las mujeres decentes!
Pero si usted dice que todas las mujeres son unas putas
también lo serán las que le gustan, efectivamente el suici-
da era yo. Es intolerable, esto es intolerable; decir que las
mujeres de mi vida son putas, estás despedido hijito, re-
coge las cuatro mierdas que tienes en tu despacho y vete
a llevárselas a la única mujer que es puta: tu madre. Atur-
dido por la fatalidad, olvidé recoger las cosas de mi despa-
cho, después huí, sin saber muy bien por qué, hacia la línea
verde de metro.

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17

Hoy me he pasado el día en el metro, ha sido terrible;


todas mis teorías sobre los textos de Kafka eran falsas. Só-
lo se mantiene el cambio de dos en dos de un vagón a otro.
Nada más. Mi querida línea azul es la más cruel. A partir
de las tres de la tarde, los trenes vienen cargados de ex-
tractos de novela, de hecho, a las tres y media, ya sólo tie-
nen extractos de novelas como la soñada línea amarilla de
mi hermana. Además, se mezclan trenes largos y cortos
como si diera igual ir o volver. Parece que mis leyes sólo
tienen validez para las horas precisas de mi antiguo traba-
jo. La compañía nos engaña creando rutinas individuales,
obligándonos a releer determinados textos o a preferir un
género entre el resto. Desecho, he tomado trasbordos al
azar hasta acabar al lado de la casa de mi hermana. No me
he atrevido a subir y decirle que estoy despedido, que no
tengo razón sobre Kafka, que la compañía se comporta de
forma ilógica o cruel, que ya no pertenezco a ningún lu-
gar. De todo, sólo sobreviven las pequeñas diferencias
entre la nueva lectura y el recuerdo de las anteriores.

18

Miro con envidia a los músicos ambulantes del me-


tro, su trabajo les permite eludir el estrecho control de la
compañía. Por eso los persiguen los vigilantes. Por eso
parecen libres y felices. Me gustaría tener un acordeón
y hacerlo sonar, aunque fuera para producir sonidos atro-
ces. Ya no encuentro nuevos textos de Kafka, creo que he

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leído todos; pero no sé decir cuántos son. Línea verde, lí-
nea azul, línea roja, otra vez línea verde, línea amarilla,
línea azul, la parada de mi casa, la parada de mi trabajo.
Debería llamar a la compañía y preguntarles por la colec-
ción de textos de Kafka, debería hablar con mi hermana.
Línea roja, línea verde, línea roja, ¡un nuevo texto! ¡Un
cuento incompleto a la inversa! Faltan el principio y el fi-
nal, pero está el resto. Todavía hay esperanza en la com-
pañía. Quizá van apareciendo textos según se acerca la
noche. Tengo tanta hambre, necesito ir a casa y conseguir
dinero.

19

Me he quedado dormido. ¿Cómo he podido quedar-


me dormido? He perdido el tren de la mañana. He perdido
el control del único tren que conocía seguro. Sus dieciséis
textos idénticos, o casi, que puedo escribir de memoria. Al
menos estoy en casa y puedo llamar a la compañía.
Su teléfono es una máquina, no existe la posibilidad
de preguntar por los textos de Kafka. He dejado un men-
saje con mi nombre y dirección, a lo mejor debería acercar-
me a las oficinas, pero hoy ya no. Tengo que buscar nuevos
textos en otras zonas. Tal vez en la periferia, debería am-
pliar mi abono, conseguir un abono total. Eso es. Voy
a mirar mi mapa de metro y a diseñar los trayectos más efi-
cientes, cuantos menos trasbordos más tiempo en los tre-
nes, pero menos trenes distintos, menos posibilidades de
otros textos. Hablo por teléfono con mi hermana, quie-
re verme; tiene un regalo para mí. Seguro que calcetines,

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siempre calcetines. Quiere traérmelo ahora. No, por fa-
vor, quiero coger el metro. No sé decirle que no. La suerte
es que ella viene en metro, me podrá contar; mientras tan-
to sigo diseñando viajes.
¡Maravilloso! ¡La obra completa de Kafka! ¡Mi her-
mana es maravillosa! Seis tomos, la llevaré en el metro
e iré subrayando los fragmentos de las paredes, así podré
comprobar lo que lleva la compañía y lo que le falta. Se-
gún sale de mi casa, voy corriendo al metro, sólo quedan
cuatro horas para que cierren.

20

Sigo los trayectos que diseñé ayer, pero algo falla. Me


acerco a preguntar a un vigilante y me hace notar que mi
mapa es en verdad un plano y que además es antiguo. Me
regala la última versión y mientras la observo empiezo
a llorar. Algunos pasajeros murmuran detrás de mí, pe-
ro no me importa; he descubierto una nueva línea. Sólo
tiene dos estaciones, es gris. Tiemblo de la emoción al es-
cribir en esta libreta, una línea nueva; nuevos textos. Según
me voy acercando, me da miedo gastar hoy todas las no-
vedades, prefiero seguir ordenando los textos que ya conoz-
co en la obra completa. Mañana iré a la línea gris. Llevo casi
doce horas en el metro y siento un hambre terrible, tengo
que volver a casa. Mañana me prepararé sándwiches de
cangrejo y zumo de pomelo. ¡Mañana iré a la línea gris! Al
llegar a casa tengo el contestador lleno de mensajes de mi
hermana, está preocupada por mí, no entiende la gran la-
bor que tengo entre manos y me interrumpe sin cesar, sin

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embargo, sé que lo hace con la mejor voluntad, pero como
mujer no entiende las cosas importantes.

21

Me he desmayado, he llegado a la línea gris y me he


desmayado. Ha bajado el personal de una ambulancia para
intentarme llevar al hospital, pero me he resistido. Les he
dicho que era narcoléptico, no sé si me han creído pero
me han dejado en paz. Y entonces he entrado en el vagón.
Seis textos completamente nuevos. He pasado más de me-
dia hora pegado a cada uno, sin poder leer más que el títu-
lo, sin capacidad para poder creer lo que veía. He tardado
más de cuatro horas en salir del vagón. El vigilante me
desprecia, me considera un loco. Pero muy pocos hom-
bres entienden lo que está pasando bajo sus pies, frente a
sus ojos, en el mundo. He pasado al siguiente vagón y he
tenido la mayor sensación de irrealidad de toda mi vida,
más que en los sueños, más que en las drogas. Seis textos
completamente nuevos y completamente distintos a los
del vagón anterior. Fin de la única norma fija. Infinita y
terrible felicidad frente al abismo. No he conseguido ter-
minar de ver los vagones, han cerrado antes el metro. Sólo
veinte horas. Vuelvo a mi casa a rastras, una siesta y otra
vez a buscar lo que me falta.

22

Sólo sé el día que es por la frecuencia de los trenes.


Hoy es domingo, demasiados pocos, estoy sin fuerzas para

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terminar de clasificar los textos antiguos, sólo tengo ganas
de volver a la línea gris. El trayecto es interminable y, una
vez allí, otra sorpresa. Los textos de ayer han desapareci-
do, ni siquiera fui capaz de clasificarlos. Hoy hay otra co-
lección completamente nueva. Consigo llegar al tercer
vagón, aunque supongo que un tercer vagón completa-
mente distinto al de ayer y al de mañana, y me doy cuenta
de que uno de los textos no aparece en mis obras comple-
tas. Pienso que será por la traducción, distintas versiones,
¡cómo me gustaría saber alemán! Luego pienso que quizá
mi edición sea antigua y éstos sean textos recién descu-
biertos en algún apartamento desordenado. Pero mi edi-
ción es de principios de año, no mencionan nuevos textos,
las notas a las obras completas son siempre tan deficien-
tes. Hoy me quedo a dos vagones del último antes de que
cierren. El vigilante empieza a ser manifiestamente hostil.

23

La distinción de días es ahora totalmente irrelevan-


te, pero cuando llego desde la línea gris a mi casa, me
encuentro a mi hermana. Ha bebido mucho café y la re-
crimino porque los tiempos no están para derrochar. Ella
me dice que no he ido a comer con ella. Le digo que estoy
ocupado en asuntos trascendentales y que su comida es
lo menos importante. Se pone a llorar y dice que me estoy
volviendo loco. Le digo que no se ponga celosa de Kaf-
ka, que no sea egoísta. ¿Kafka?, pregunta como si no lo
supiera. Sí. Pero no estoy celosa de Kafka, ni de nadie;
pero seguro que tienes una novia y no me lo quieres decir.

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Se llama Kafka, ¿pasa algo? Estás completamente loco
y ella y Kafka, no entiendo nada, tendrías que ir a que te
ayudaran. Nadie querría ayudarme, la gente no valora lo
que estoy haciendo, quizá en otra época. ¡Dios mío! ¿Qué
dices? ¿Qué digo? Me marcho y se marchó y sólo pude dor-
mir un cuarto de hora. Creo que me he dormido en el me-
tro y me he pasado la línea gris, es una señal. Una mujer
me da dinero, me parece que es porque sabe que hoy me
he olvidado los sándwiches de cangrejo en casa. Creo
que voy a terminar de clasificar los textos antiguos antes
de volver a la línea gris.

24

Se puede decir que he terminado la magna labor,


ahora sólo me queda la parte gris. Creo que hoy voy a pe-
dir directamente dinero para la comida porque se me han
vuelto a olvidar los sándwiches. Puede que la gente em-
piece a entender lo que estoy haciendo, incluso puede que
la compañía se dé cuenta, si esos malditos vigilantes no
estuvieran subcontratados seguro que lo entenderían o si
alguna vez hubieran aprendido a leer. Consigo llegar al
final de la línea gris, encuentro otro texto que no aparece
en las obras completas y pienso que quizá la compañía ten-
ga los derechos de alguna novela de Kafka que nunca se
llegó a publicar o de cartas de amor inconfesables. Tam-
bién me he dado cuenta de que en el último vagón de la
línea gris es en el único que se cumple la ley de los dos tex-
tos diferentes, pero sólo respecto al primero. Los pasajeros
que van entre las dos paradas me empiezan a conocer.

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25

El mundo es injusto, hoy no he podido llegar a la lí-


nea gris. Según me desplazaba por la línea azul en el pri-
mer metro del día, me he dado cuenta de cómo un joven
jugueteaba con una de las esquinas del papel donde estaba
impresa una paradoja de Kafka. Al principio, aunque he
percibido claramente su cara de maniaco, no he dicho na-
da y he dejado que fuera doblando el papel y debilitando el
pegamento que lo une con la pared. Después, ha llamado
a uno de sus amigos que estaba en la otra punta del vagón
escuchando música a un volumen escandaloso y le ha inci-
tado a repetir el proceso con otra de las esquinas de la pa-
radoja. No podía contenerme más y les he llamado la aten-
ción. El más alto se ha reído de mí, me ha llamado loco
maloliente y ha dado un fuerte tirón al texto, llevándo-
se más de la mitad. Entonces, me he abalanzado sobre él,
le he clavado las uñas, que por cierto tengo extrañamen-
te largas, en los ojos. No me acuerdo de nada más. He apa-
recido en comisaría, con mi hermana llorando y el cuerpo
tremendamente dolorido. Ahora estoy en casa de mi her-
mana. Me ha atado a la cama, dice que es por mi bien.

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Mi hermana ha hablado con el señor Ramírez y se ha


enterado de mi vergonzoso despido. Me ha dicho que có-
mo podía haber llamado putas tanto a la mujer como a la
amante del señor Ramírez. Me he intentado explicar, pero
tenía la garganta como llena de adobe. Mi hermana se ha

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puesto a llorar, me ha lavado la cara y me ha cortado las
uñas; luego ha traído a un médico. Me ha dado unas pasti-
llas y me ha hecho hablar con él. El doctor me ha pregun-
tado muchas cosas, ninguna sobre Kafka. Parece que toda-
vía puedo mantener el secreto y que nadie se aproveche de
mi investigación. He dormido profundamente.

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Mi hermana me ha desatado, el médico dice que es


normal lo que me pasa después de una gran crisis laboral.
¡Menudo gilipollas! Perdón. He intentado salir rápida-
mente de la cama, pero las piernas no me han respondido.
Me he caído al suelo. Me he arrastrado unos metros y he
llegado a mi maletín, la obra completa seguía intacta. Mi
hermana ha oído el estruendo. Se ha cogido vacaciones en
la agencia para cuidarme. Por la tarde me ha llevado a dar
un paseo, no quería dar un paseo, quería ir en metro. Dice
que no puede ser, que se acabó lo de ir en metro y com-
probar si la línea amarilla tiene sólo extractos de novela
o no. Su ingenuidad me conmueve, mañana tendré fuer-
zas para seguir.

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He aprovechado la ducha de mi hermana para huir,


cuando llegaba a la puerta me he dado cuenta de que olvi-
daba mi maletín con la obra completa. Entonces, he cho-
cado con la obstinación de mi hermana; ella también
quiere quedarse con mi trabajo. Le he dicho que la odiaba
y que era una puta como la mujer y la amante de Ramírez.

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Quizá le haya dicho que era a la vez la mujer y la amante
de Ramírez. Ha terminado todo, me ha tirado un cenicero
recuerdo de vacaciones y me ha dicho que no volviera
nunca. Ha vuelto a llorar, quizá cuando termine mi pro-
yecto llegue a perdonarla. He vuelto a la línea gris, los
anuncios me recuerdan con espanto que queda poco para
que termine el mes y que entonces ya no tendré el abono
de la compañía para entrar libremente en el metro. Pien-
so con horror la posibilidad de tener que colarme, de dar
a la envidia de los vigilantes una excusa para echarme. La
tensión ralentiza mi clasificación de los textos grises en las
obras completas. Llego al último vagón, justo cuando es-
tán cerrando, intuyo que los textos son los del otro día,
pero me extraña que no hayan cambiado ninguno.

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La compañía quiere volverme loco, me quedaba tan


poco para terminar con las obras completas y justo parali-
zan la renovación de textos en la línea gris. Deambulo
frenéticamente por las otras líneas buscando novedades.
En la línea verde encuentro tres cartas nuevas, también
son nuevas para mis obras completas. Me quedo las tres
últimas horas de metro leyendo una que parece escrita
para mí, parece decirme que mi tarea es imprescindible
e imposible, que la compañía siempre encontrará nuevos
textos de Kafka en apartamentos desordenados, que la
compañía es Kafka y que tengo muchas menos horas a mi
disposición que ellos.

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Vuelvo a dormir en mi apartamento, no me había


dado cuenta de lo desordenado y sucio que está. Este tra-
bajo me está llevando muchos más papeles escritos de los
que creía, incluso parezco un escritor. Revolviendo to-
dos los papeles y, justo antes de salir para coger el primer
metro, descubro una carta de la compañía. Han escucha-
do la máquina que guardaba mi mensaje y me informan de
que desde el quince de julio la compañía, aprovechando la
oportunidad única de la celebración del centésimo aniver-
sario de la visita de Franz Kafka a nuestra ciudad, ha deci-
dido crear un verano literario en sus trenes, además la
compañía gracias a una feliz coincidencia está en disponi-
bilidad de ofrecer en próximas fechas a sus usuarios, me-
diante los paneles de lectura de los vagones, un pequeño
cuento inédito del Maestro sobre los trenes subterráneos
y el tipo de compañía que debía gestionarlos. Entonces he
empezado a llorar. Me siento terriblemente pequeño fren-
te a la inmensidad de la compañía.

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Hoy se acaba agosto, el contrato de mi apartamen-


to y mi abono transporte. Pensaba con los ojos cerrados
mientras iba hacia la línea gris. No han cambiado los tex-
tos, no hay cuento inédito. Parece que se ha acabado la
preferencia de la línea gris. Incluso, volví a creer en mi
antigua idea sobre las ligeras modificaciones de los textos
y fotografié cada rincón de los vagones. Bastante triste por

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no haber podido terminar mi proyecto mientras las co-
sas iban bien, decidí volver a mi apartamento para reco-
ger mis cosas y esperar a que me echaran. Pensaba que
todo se había acabado que quizá debería buscar otro tra-
bajo y abandonar todo esto. Miraba por las ventanas del
metro, que a veces son espejos, como antes, como hace tan-
to tiempo. Me sentía tan indiferente a los textos de las pa-
redes como el resto de viajeros. Entonces, pensé en leer
por última vez todos los textos de mi vagón, los que po-
día repetir palabra por palabra. Ninguna era igual, todos
los textos eran distintos, la línea gris se había extendido
por todo el metro. Todos los textos eran nuevos, todos los
textos eran inéditos. Leía, como poseído, fragmentos al
azar de las obras completas, ninguno estaba en este vagón,
iba y volvía por él como si nunca fueran a cerrar, escapé
del vigilante para luego poder volver al mismo lugar, pa-
sé la noche apoyado en las paredes, palpando el papel
cuando ya no lo podía leer, cuando estaba demasiado oscu-
ro. Luego, volví a formar parte del primer tren, observé có-
mo la gente se mantiene indiferente aunque todo a su al-
rededor haya cambiado.
Kafka ha regresado, es la compañía y nos persigue.

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