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Padres y tutores

La relación padres-tutor en la educación de los hijos1


Javier Aranguren
jaranguren@gazteleuta.com

Recuerda Leonardo Polo2 una definición de educación de ese gran pedagogo que
fue Tomás Alvira: «Ayudar a crecer». No sustituirle en esa tarea (hacer las cosas por
ellos, defenderles en exceso), pero tampoco abandonarles a su suerte. Ayudar. La
educación parte de la condición de menesterosidad del niño (del joven, del adulto),
quien educa se hace cargo de tal condición presentando su apoyo para ayudar.
Los que se dedican a educar tienen como ocupación esa función de ayuda. Su
tarea (tanto en padres como en profesores) es propiamente el hijo. La formación que
ellos reciben, los consejos que buscan, la experiencia acumulada, etc., se orientan hacia
el hijo quien a causa de su nacimiento prematuro, de la indefensión que necesita muchos
años para encontrar armas de autodefensa, nos está pidiendo socorro.
Si lo importante es el hijo debemos sacar dos consecuencias inmediatas. La
primera: el hombre que es hijo no se debe todo a sí mismo. La segunda: nadie puede
hacer las cosas solo, la autonomía radical no funciona. Ambas afirmaciones, como en
general las cuestiones filosóficas, caen en el terreno de lo evidente.
1− Que uno no se lo debe a sí mismo todo parece claro en la medida en que no
hemos escogido ni el momento de nuestro nacimiento, ni nuestra familia,
circunstancias, carácter, sexo, tendencias genéticas, etc. A veces se ha tratado de señalar
esto con la expresión «libertad situada». ¿Es el ser humano libre? Sí, pero en cierta
medida, pues sus condicionamientos (biológicos, culturales) son indudables; porque no
puede no elegir; porque su ser se da en un marco del que no sólo no puede escapar, sino
del que tampoco puede prescindir. Quizás estas determinaciones (el ‘estar situado’)
puedan parecer excesivas para un espíritu con vocación libre (¿mejor decir
desarraigada?) como el de la Modernidad, y tal vez por eso tantos seres humanos se
hayan empeñado en dejar el papel de hijos (desde el ‘superhombre’ de Nietzsche al
‘complejo de Edipo’ de Freud), en matar al padre, en ponerse a sí mismos como figura
paterna que los demás han de reverenciar aunque no les guste, aunque contradiga su
naturaleza (tal vez esto sea lo característico de los totalitarismos de todo cuño tan
propios del Siglo XX, el afán de sustituir al ‘Padre Dios’ por ‘papaíto Stalin’3).

1
Al usar el término tutor en este texto se hace referencia a la figura del ‘asesor personal’ que algunos
colegios ofrecen como una de sus ofertas educativas. La tarea de este asesor (denominado también
preceptor, según los colegios) es establecer una relación con el alumno, y después con los padres, de
manera que pueda ayudarle de manera directa a optimizar su tarea en la escuela, así como centrar otros
aspectos de la educación distintos al plano académico, como son la educación en las virtudes humanas
(generosidad, amistad, laboriosidad, etc.), la actitud en el hogar paterno y en la vida cristiana, en la
medida en que este aspecto sea uno de los característicos del centro en cuestión.
2
Algunas de las ideas que siguen se presentan en L. Polo, Ayudar a crecer, Eunsa, Pamplona 2006, un
libro sin duda desigual pero con algunas sugerencias interesantes.
3
Cf. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Tecnos, Madrid 2003.

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Padres y tutores

Reconocer que uno no se debe todo a sí mismo conlleva la aceptación de una


autoridad que está más allá de mi control (la de aquel que me da lo que yo me he
encontrado). Ante esa autoridad la relación del hijo se dice que es de piedad y de
agradecimiento (el refranero español recuerda que «es de bien nacidos ser agradecidos»,
justamente porque, quien nos ha dado lo que somos, en principio nos lo ha dado como
una gracia, don, regalo).
2− La presencia de esa autoridad conlleva la afirmación de que no se pueden
hacer las cosas solo: si lo que yo soy lo soy en la medida en que he recibido un don (la
vida, la existencia, la sociedad en la que me desarrollo y que funcionaba antes de mi
existencia), ¿de dónde nace la sugerencia del individualismo por la que parece que uno
tiene la necesidad de sacarse sin ayuda las castañas del fuego, de que tiene ante sí la
titánica tarea de dotarse de una tradición, unas normas morales, incluso una naturaleza,
porque está radicalmente abandonado en un mundo que ni le espera, ni le quiere, ni
nada significa? El individualismo (algo así como la ‘suposición antropológica’ de la
Modernidad) olvida la condición de hijo, y convierte a los humanos no tanto en sujetos
que merezcan ser ayudados en su menesterosidad, como en individuos que pueden
sernos un obstáculo para la afirmación de la propia singularidad. Egoísmo, centralidad,
olvido del Tú, olvido del hijo.
Y, sin embargo, esta postura contradice la experiencia natural y la normalidad:
se nace sin haberlo pretendido (uno se ‘encuentra existiendo’), en el seno de una familia
cuya tarea es el cuidado del recién llegado hasta que pueda valerse por sí mismo, esto
es, hasta que sea capaz de tomar cargo de sí. Mientras se espera la llegada de ese
momento todo ser humano precisa de la presencia de otros (padres, en segundo término
educadores) que custodien y preparen esa libertad, que ‘ayuden a crecer’. Además, no
deja de ser curioso, lo más habitual es que una vez que esa capacidad de acción ha
llegado a la madurez no se encierre en una autonomía individualista, sino que encuentre
su plenitud en la realidad de Otro (la persona amada, la esposa o el esposo; la entrega
plena a Dios o al ideal) y se dedique de modo principal a formar una familia, a alentar
nuevas vidas que igualmente acaben tomándole el relevo.

Estas ideas se pueden aplicar a la tarea de los educadores. Si el ser humano es


principalmente hijo, y por lo tanto menesteroso, precisa de ayuda para crecer. En
consecuencia, no sólo el niño sino también los padres necesitan de socorro con la idea
de crecer como padres. No es habitual que las personas reciban formación en este
sentido. Sin duda recuerdan lo que han adoptado en su propia tradición familiar (cuyo
contenido depende de la maña y dedicación que tuvieran sus propios progenitores),
aunque es probable que eso no baste para responder a sus dudas o inseguridades. La
paternidad es el encargo más grande que puede recibir alguien: cuidar de otra persona
cuando se encuentra en una situación de especial insuficiencia. Al mismo tiempo, esos
padres apenas han recibido formación para llevar su tarea a cabo (aunque sean titulados
superiores, unos profesionales competentes, o tengan inquietudes culturales destacadas).
El educador, especialmente si lleva entre manos una función de tutoría o preceptuación,
tiene una tarea de formación clave no solo respecto a sus alumnos sino también, en la
medida en que sea posible, respecto de los padres de estos.
¿Cómo deben ser las relaciones entre los preceptores/tutores y los padres? Un
primer dilema se puede proponer así: ¿debe ser ésa una relación de igualdad o de
autoridad? Cualquiera tiene claro que cuando asiste al médico, al asesor financiero, al
abogado, esa persona (competente en un campo que a nosotros se nos desvela más o

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menos oscuro) la relación que se establece es de autoridad. Si un médico pidiera a sus


pacientes su opinión diagnóstica y entre los dos llegaran a un consenso, que duda cabe
que sólo despertaría dudas sobre su competencia. Una cosa es informar sobre posibles
tratamientos y dejar al paciente la posibilidad de que decida (si seguir con otra
operación o dejarlo estar, etc.) y otra es introducir una igualdad en la que la diferencia
de conocimiento, años de estudio y preparación no sirviera para nada. Y eso aún en el
caso de que quien más interesado por su propia salud (o por el beneficio económico, en
el caso del asesor financiero) sea el paciente que eleva la consulta. Si una persona, en
contra de la opinión del doctor que ha estudiado su caso, insiste en que no es verdad que
tenga cáncer se arriesga a, en pocos meses, pasar a formar parte del pasado. Seguir al
experto quizás no es necesario, e incluso a veces puede conducir a errores, pero desde
luego por regla general parece la actitud más prudente4.
El caso de la educación es análogo. Muchas veces hay padres que se pueden
considerar expertos en educación sencillamente porque quieren a sus hijos. Pero el
amor, más que asegurar la ciencia, lo que invita es a la petición de consejo: si se quiere
de verdad al hijo entonces se tendrán los oídos atentos para aprender de quienes puedan
enseñar, aconsejar, proponer una directriz, etc.
Quien debe tener claro este asunto en primer lugar es el educador, y por eso es
tan importante que se valore a sí mismo. A veces una sesión de tutoría debería
plantearse casi en términos económicos, aunque no se cobre ninguna minuta por ella:
¿cuánto vale una hora de trabajo de un experto? Por lo menos como la de un médico, un
psicólogo o un asesor fiscal.
Ahora bien, la condición para que esta autoestima tenga fundamento en la
realidad pasa necesariamente por el tamiz de la profesionalidad. Si algo puede calificar
la realidad de la vida de un profesor de Primaria o Enseñanza Media es la prisa: se vive
inmerso en la urgencia (muchas clases −18, 20, 25 a la semana−, poco tiempo, presencia
constante de la disciplina o la gestión burocrática, corrección de cuadernos y pruebas,
etc.). Por causa de este atropello no es raro que puedan darse conversaciones poco
preparadas o en las que abunden las lagunas sobre la realidad de un alumno o una
alumna al que apenas se conoce, con el que se ha estado pocas veces y poco tiempo y,
quizás, pensando en otra cosa. El ‘apaga fuegos’ no tiene tiempo para pensar (pararse a
pensar) en sus asesorados, de manera que tampoco podrá ayudarles ni dar una imagen
especialmente alentadora a los ojos del matrimonio que viene a hablar de su hijo o hija5.
Quien tiene que plantearse este problema en primer lugar es el Centro
Educativo. Hablar de ‘tutoría’ o ‘preceptuación’ puede quedar más o menos bien en el
currículo de un colegio, pero es preciso también preguntarse si se dispone de las
condiciones para que tal pretensión sea real, es decir, profesional. Si un profesor
saturado de docencia tiene a su cargo a 30 alumnos −y por lo tanto a otras tantas
familias−, ¿se puede realmente pretender que su tutoría tenga carácter serio, eficaz? ¿Se
puede pretender que la llamada ‘educación individualizada’ supere la condición de mero
eslogan? Hay que tener en cuenta que los padres sólo cuentan hasta uno, su hijo, y que
por tanto a ellos no les sirve de nada escuchar que el docente, tutor o preceptor anda mal
4
Cfr. J de las Heras, «La relación médico-paciente», en AA. VV., Manual de bioética general, Rialp,
Madrid 1997, p. 274. También F. Alonso-Fernández, Psicología médica y social, Paz Montalvo, Madrid
1978.
5
Pararse a pensar es una necesidad en toda tarea humanística. La educación no es tanto una técnica
como una dimensión sobresaliente de las humanidades (en el colegio no se preparan técnicos sino
personas). De modo que pararse es fundamental para educar bien. El problema estructural de la prisa, de
la falta de medios y de tiempo en educación, es una de las grandes causas de la crisis de este campo de la
actividad humana.

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de horario: todo el tiempo es poco en lo que se refiere a la ayuda al crecimiento de su


hijo. En este sentido una mala experiencia (que no se detecte un problema en su origen,
que quede la sensación de que no se ocupan del niño o la niña en cuestión) puede tener
un efecto negativo que dure todo el periplo escolar. ¡Cuántos fallos de atención en
Primaria se saldan con la indiferencia paterna durante la época de Secundaria y
Bachillerato!

¿Cómo crecer en profesionalidad a la hora de la tutoría? Ya se ha señalado el


primer punto: disponiendo de tiempo. En consecuencia, haciendo un reparto de tareas
racional entre los tutores. Esto es responsabilidad de la dirección del Centro Educativo.
También es verdad que cuesta mucho dinero, ahora bien, en ese caso la única cuestión
es la de si se trata de una inversión que merezca o no la pena 6. En ocasiones se puede
traducir en la necesidad de involucrar a más personas en la tarea de la preceptuación; en
otras, descargando a los tutores de algunas horas de clase que ellos deben
responsabilizarse en dedicar a esa otra tarea que desde el punto de vista educativo es
primordial. Quizás no incluya contendidos de matemáticas o lenguaje, pero sí que se
encuentra trufada de objetivos como aprender a estudiar, convivencia en casa, virtudes
humanas (orden, generosidad, alegría), desarrollo espiritual, etc.
Otro camino hacia la profesionalidad aparece tomando conciencia de lo serio de
la tarea, de modo que se adopte la actitud adecuada en las entrevistas con alumnos y
padres. ¿Cuál es la primera virtud en este tipo de encuentros? Como en el caso del
profesional clínico, o del asesor financiero, lo primero es la tarea de escuchar. En la
relación médico-paciente se insiste en que la primera entrevista es fundamental en orden
a establecer lazos de confianza que posibiliten el camino hacia el éxito de la posible
terapia. Si la relación es en una especialidad en la que el contenido humano es
primordial (por ejemplo, psiquiatría, psicología, tratamiento de enfermedades en niños)
el valor de esa entrevista es todavía más patente. ¿Y cómo conducirla hacia el éxito? La
clave está en la capacidad de escuchar, en crear una situación de empatía que haga que
el paciente se sienta escuchado, comprendido, importante, aún en el caso de que se haya
perdido en detalles secundarios, sin importancia, pero que de cara a su propia
percepción son claves7.
Esto, que en la práctica médica es tan evidente, se aplica por completo a la
relación tutor/padres, tutor/alumno. Si se quiere que la entrevista sea un éxito (es decir,
si se quiere que tenga una influencia eficaz en el alumno y, como consecuencia, en su
familia) el espíritu del tutor debe ser de escucha, deseo de aprender, preguntar... y lo
más probable es que los consejos los pueda reservar para otra reunión, para una
conversación telefónica posterior, etc. Los padres, el chico o chica, agradecerán ser
escuchados, viendo en este medio el único camino por el que pueden ser comprendidos.
Ir a una conversación con una receta preestablecida, además de constituir una actitud
poco humilde, implicaría la renuncia a la educación personalizada, cambiada
claramente por un recetario universal y genérico que se aplica con independencia del
6
Si un docente tiene, pongamos por caso, 20 asesorados (tutelados, preceptuados), y les ve una vez cada
quince días, una media de 15 o 20 minutos por conversación, hablamos de 150 a 200 minutos por semana,
es decir, de tres horas y media a parte de conversaciones con padres, y eso en el caso de que todo vaya
bien. A lo largo de un curso de 35 semanas la cifra de horas sería de 122, horas que forman parte del
horario de dedicación de ese profesor si bien no las emplea en dar clase. Si el centro educativo contara
con 20 profesionales que dedicaran un tiempo similar a la tarea de preceptuar (por lo tanto hablaríamos de
400 alumnos) la cifra de horas laborales pero no de aula asciende a 2440 horas. Repetimos entonces: la
tutoría es una opción educativa que, si de verdad se quiere hacer, cuesta mucho dinero.
7
Cf. J. de las Heras, o.c., p. 273.

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caso (del quién) que se tiene delante. Y, como ya se ha dicho, en educación el ideal sería
no contar nunca más allá de uno8.
¿De qué más maneras puede mejorar la profesionalidad? Guardar la autoridad,
preparar las entrevistas (disponer de tiempo), usar del arte de escuchar y de la capacidad
de empatía son los que ya se han dicho. Un último modo es cuidando la formación para
esa tarea. Esta formación se recibe por la experiencia (de modo que a mayor juventud
mayor debe ser la prudencia en un consejo, y siempre −no importa la edad− debería
evitarse la respuesta ‘carismática’ e improvisada que con frecuencia no consigue otra
cosa que el descrédito). Otra vía de formación está en el estudio, en la lectura de
trabajos pedagógicos, sobre relaciones familiares, de psicología. Una importancia
capital sería el conocimiento de principios de antropología filosófica (a fin de cuentas
quien se dedica a educar, a ‘ayudar a crecer’, es alguien empeñado en que los hombres
aprendan a ser quienes son para así poder serlo), especialmente la teoría aristotélica de
la virtud y nociones como persona, libertad, voluntad, sentimiento, etapas de desarrollo
psicológico, etc. Es decir, se pide al tutor la ambiciosa tarea de ser experto en
humanidad.
Es triste cuando se recibe la queja de unos padres porque los profesores de su
hijo, en los tres primeros años de colegio, no han sabido detectar un problema de
hiperactividad, falta de concentración, de integración en el grupo, discriminación, etc.
No se trata de que sea el educador quien diagnostique un posible problema psicológico,
porque él no es médico, pero sí que debe tener las herramientas para aconsejar la
pertinencia de una visita al especialista. A fin de cuentas, si todo efecto tiene su causa, y
se ve que un alumno o alumna no rinde suficientemente, o que su comportamiento
escapa de los parámetros de la normalidad (tristezas, cambios bruscos de humor,
violencia en casa o en la calle, falta de adaptación), ¿no se debería investigar qué es lo
que ocurre? De ese modo se ayuda. Con la indiferencia −en cambio− la profesionalidad
docente brilla por su ausencia9.

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Una salvedad compleja sería el ‘bien del grupo’ en el caso de un alumno con un proceso adolescente
especialmente difícil, unido quizás a la violencia, el consumo de drogas, abandono familiar, etc. ¿Qué
debe prevalecer allí, el conjunto del alumnado o el ideal educativo de sacar adelante a cada persona? Si
aplicamos el principio del bien común debería prevalecer el grupo (la manzana podrida deteriora todo el
cesto, hay una responsabilidad de defender a los más débiles, existe el principio de ‘defensa propia’); si
nos ponemos en la piel de la familia del sujeto problemático (o del propio muchacho o muchacha en su
madurez, una vez pasada la crisis, si se pasa) no hay duda de que habría que tratar de ayudarle a superar
su estado (si uno fuera el padre o la madre de esa persona, ¿qué querría que se hiciera con ella?; ¿y no
sería lo justo actuar del mismo modo con cualquier otro padre o madre?). De nuevo está el problema de
los recursos (¿a cuántos problemáticos se puede atender sin dañar a los normales, sin descuidarles?) si
bien la cuestión de la justicia y del sentido mismo de la tarea educativa se plantean con toda su crudeza:
¿la educación debe pretender sacar adelante a las personas complejas, o por el contrario su función es
buscar la excelencia de la mayoría, dejando fuera a los que ‘no quieren’ cultivarse? El problema puede
tratarse de otro modo: para un profesor es más gratificante y cómoda la normalidad que los casos
‘difíciles’. ¿Es ése un motivo para dejarlos de lado? ¿Hasta qué punto habría que insistir si el rechazo del
joven se mantiene? ¿Acaso los profesores deben terminar por convertirse en una suerte de ‘trabajadores
sociales’ o de vigilantes no armados, y los institutos o colegios en esos ‘centros de reclusión de día’ en
que con frecuencia parece que se han transformado? Son todas preguntas que sólo podrían responderse
aplicando la virtud de la prudencia, que chocan de frente con el problema educativo que se ha
radicalizado con la Logse, y que, qué duda cabe, necesitan de un amor a la profesión de la enseñanza que
sólo puede darse con una motivación del profesor por su tarea que no siempre parece posible. Para una
información pormenorizada sobre la situación de la enseñanza en España, F. López Rupérez, El legado
de la LOGSE, Gota a Gota, Madrid 2006. Cf. los cáusticos comentarios de libros como T. Sala, Crónica
de un profesor de secundaria, 2001 o XXX, La enseñanza fracasada, 2005.

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De este modo se ve claro que una de las tareas del tutor, del preceptor, es la de
tomar la iniciativa (adelantarse) para concertar una cita. Así, además de aprender a
adaptarse a una disciplina de trabajo en la que se incluye la conversación periódica con
alumnos y padres (sin improvisaciones), se consigue tener las conversaciones
preparadas.
San Josemaría Escrivá ofrecía a los educadores un consejo cargado de sabiduría.
Venía a decir que en la tarea docente lo primero son los padres, después los profesores,
en tercer lugar los alumnos. Ante este consejo un educador podría preguntarse si el
orden no debería ser el inverso, si no sería más lógico empezar por los alumnos.
Evidentemente no:
1- porque la educación es en primer lugar tarea de los padres, no del colegio, que
ofrece sólo una ayuda y nunca puede ser una delegación completa. De ese modo
interesa más llegar a la formación de los padres, que son los verdaderos formadores de
los alumnos;
2- porque si los padres no tiran en la misma dirección que lo que se dice en el
colegio se pierde el tiempo (justamente el bien del que más se carece en educación) y se
crearán tensiones en el interior de los alumnos. Dichas tensiones serán mayores en la
medida en que estos sean más pequeños, pues verán que lo que le plantean en un sitio
no coincide con lo que se vive en otro y caerán inevitablemente en una cierta ruptura de
confianza que probablemente se dirigirá contra los dos estamentos, la familia y el
colegio.
Si unos padres no apoyan la educación del hijo, o los valores que recibe en una
educación que han elegido libremente, habrá que hacerles ver lo contradictorio de su
posición al tiempo que deberán ser respetados. ¿Y si su actuación choca con el bien del
hijo, con lo que en justicia se le debe, al menos desde una educación que se funda en la
verdad, el bien y la belleza de la persona? De nuevo se trata de una cuestión
excesivamente difícil, si bien lo más probable es que haya que dejar que pase el tiempo:
formar al alumno según el ideal del centro educativo (pues por eso han optado por ese
modelo), ser paciente y dejar que las cosas sigan su curso.

¿Qué debe hacer un tutor, ir por el camino de la exigencia y de la claridad, o


más bien aplicar a la relación con los padres el principio comercial de que ‘el cliente
tiene siempre la razón’?
Lo segundo convertiría la tarea educativa en una pérdida de tiempo: el escultor
devasta la pieza con la idea precisa de lograr de ella lo mejor, de que supere una
situación de posibilidad para ser una realidad máximamente atractiva (tiene un ideal en
mente, no existen escultores ‘neutrales’, que de partida digan que no tienen nada que
aportar al barro). Educar es algo análogo. Ahora bien, a diferencia del bloque de arcilla
o de mármol, el sujeto que recibe la formación (alumnos o padres) son seres libres,
inteligentes, que requieren por tanto un acercamiento acorde con su realidad. A la vez,

9
A no ser que se tenga una visión de la tarea educativa meramente técnica (el profesor como
transmisor de conocimientos evaluables que no se implica con las personas que tiene delante), o que
se trabaje en un contexto en el que la actitud de padres y alumnos vaya en este sentido: asistir al
colegio porque es obligatorio, indiferencia a las llamadas del tutor, amenazas, prepotencia, etc. He
tratado de plantear el ideal clásico de educación en los trabajos «La idea de formación. Sobre el
binomio motivación y esfuerzo», « Paraísos perdidos, paraísos encontrados. Sobre la Universidad y
la pasión por la verdad» y «¿Cuál es el fin de la educación universitaria?», todos ellos en Javier
Aranguren, Paraísos encontrados, Eiunsa, Madrid 2004.

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Padres y tutores

en el caso de que el ideal educativo se funde en una visión de la persona humana, su


sentido y destino, que se considera verdadera, no puede venderse a las opiniones de los
‘clientes’: la transigencia con las personas no implica necesariamente serlo con los
contenidos, con los ideales. A la vez, se insiste, a padres y alumnos hay que tratarles
teniendo en cuenta su capacidad de pensar, de entender, de querer.
¿Y qué aspectos hay que tener en cuenta en la conversación?, ¿por dónde se
debe exigir y enseñar? Quizás sirva el siguiente elenco de temas:
a) en toda relación docente lo primero es buscar la confianza para poder hablar,
para que la relación, siendo de ‘tú a tú’, permita que las observaciones que se hagan
sean también personales. ¿Cómo se logra esa confianza? Por supuesto con
profesionalidad; también con trato: fomentar la posibilidad de tratarse (sin necesidad de
invadir la intimidad del hogar), organizando actividades con familias por cursos
(especialmente importantes en los años de Primaria), conocer a las familias en su
actuación normal. A veces el almuerzo es un buen medio: «para ser amigos hay que
haber comido juntos mucha sal», dice Aristóteles, y no le falta razón.
b) si se da la confianza será sencillo decir las cosas sin miedo, tanto las referidas
al alumno o alumna como las que tratan sobre el modo en que se le está educando y que,
en consecuencia, pueden afectar a la intimidad del matrimonio, pueden incluso resultar
molestas en la medida en que pongan en cuestión modos de actuación, etc. Para lograr
eficacia en este punto lo que se necesita es hacer ver que el objetivo de los padres es
común con el del educador: el bien del hijo. En conclusión: si se quiere acertar es
necesario tener cariño por el chico o por la chica, que sea una tarea que nos implica, que
en nuestra acción se muestre una inteligencia emocional que no responde a una táctica
(«¡A ver si entran!»), sino a una realidad: uno tiene vocación para educar a condición
de que le importen sus alumnos. No trata con tornillos. Aunque esas personas cambien
cada año no se educa a un ‘grupo’, sino ‘a cada uno’. De nuevo: hay que contar hasta
uno, lo demás es demasiado.
c) el hijo es suyo, como ya se ha indicado, de modo que si los padres no quieren
cambiar, o tienen ese complejo de ‘padres perfectos’, es un problema suyo, al que se
asistirá con comprensión al tiempo que con completo desprendimiento: nunca puede el
educador enfrentarse a los padres, lo que sí puede hacer es cuidar del alumno, pero no
sustituirles.
d) en el caso de los centros educativos que en su ideario defienden principios
cristianos parece importante tratar de vida cristiana. Para esto, es evidente, resulta clave
la confianza que se señalaba en a), pues en estas cuestiones se entra en la intimidad de
las personas (sin confianza hay cuestiones que pueden ser interpretadas como
atropellos). El modo es el de siempre: recordar lo que se dice a los alumnos en el
colegio, invitarles a que sus hijos no encuentren contradicción en sus casas porque de
otro modo toda la tarea acaba siendo ineficaz, invitar a redescubrir la alegría que va
adscrita al trato con Dios y a la vida sacramentaria. Como se puede apreciar, la
confianza, la amistad, es la condición necesaria para que se pueda llegar a lo profundo.
e) entrar al tema de las relaciones familiares, especialmente quizás a la calidad
de la vida en casa. Un punto clave es si el ambiente es frívolo, si hay horario para estar
con los hijos (también por parte del marido) o la dedicación al trabajo se sigue de un
imperio del descanso, de la vida social, que causa un empobrecimiento de la relación
con los pequeños. Muy importante es que el padre intervenga en el juego con los hijos
varones y no delegar la educación en personas de servicio porque los padres se

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Padres y tutores

encuentren demasiado ocupados en vivir ‘su propia vida’10. Recuérdese el carácter


menesteroso del niño. Lo es especialmente en lo que se refiere al equilibrio psicológico:
necesita de modelos de referencia que son especialmente el padre (especialmente en el
niño) y la madre (especialmente en la niña), y su ausencia la puede interpretar como una
señal de que vale poco, de que no merece ese afecto, de que molesta. Con frecuencia
esta experiencia en la infancia se traduce en una huida de casa en la adolescencia, en
una búsqueda de esa referencia en el grupo de amigos, en los que tratará de encontrar el
consejo y apoyo que no haya dentro de los muros de su casa.
f) unido a esto está la importancia de la templanza, casi la única virtud clave a
adquirir en la primera infancia, por medio del control de los caprichos, la invención de
necesidades, la exigencia en el aprovechamiento del tiempo (evidentemente, para esto
necesitarán también del ejemplo de los padres: el consumismo, los caprichos, no son
buenas referencias). A la templanza seguirá en la adolescencia la fortaleza (que adquiera
responsabilidades, desde hacerse la maleta antes de una salida, hasta que cumpla los
castigos que haya merecido por el descontrol de su ira, por ejemplo) y en la juventud la
justicia, es decir, la apertura a ideales que vayan más allá del deseo de ganar dinero, que
tengan que ver con la capacidad de ver en los demás a gente quizás necesitada o que
merece respeto porque siempre se puede aprender algo de cualquier persona. Cuando se
dice eso de que «un hijo cambia la vida» no se señala únicamente que hay una boca más
que alimentar, sino sobre todo que su presencia exige de los padres una mejora como
personas, mejora debida sobre todo a la condición de educadores que han recibido en
esa misión que es el hijo.

¿Cómo tratar a los padres en esas conversaciones? Es importante acertar en el


modo, adaptándose a cada tipo de personas. Del mismo modo que no tiene sentido un
complejo de inferioridad debido tal vez a las diferencias económicas (el experto es el
educador, no los padres), tampoco lo tiene mostrarse superior o distante. La actitud será
siempre acogedora, respetuosa, fomentando el arte de escuchar y de aprender,
aguantando de vez en cuando chaparrones de incomprensión o incapacidad de caer en la
cuenta de los fallos o problemas de su hijo (los padres tienen el lógico derecho a
comportarse siempre como la leona herida que defiende su cachorro, y no siempre serán
objetivos).
Algo importante a cuidar es la presentación externa. Cumplir las normas de
educación. Ceder el paso en la puerta (se encuentran en ‘nuestra casa’), estrechar la
mano al presentarse, sonreír, mirar a los ojos (las miradas huidizas causan malestar e
incomodo), evitar palabras o expresiones soeces. Una breve anécdota en este sentido: en
casa de mis padres se comentó durante años la visita de un profesor de nuestro colegio
que en un momento dado del café en el salón dijo algo así como: «Necesito ir a mear».
No creo que pecáramos de estrechos, pero desde luego la frase nos chocó tanto a mis
padres como a nosotros los hermanos. Lo mismo se aplica a la vestimenta, al olor
corporal, encontrarse peinado, serenidad en gestos y en la velocidad de la palabra, etc.
La caracterización del magnánimo que presenta Aristóteles es un punto de referencia
insustituible en este campo11.
10
En una ocasión me ocurrió lo siguiente: tras muchos esfuerzos subió al colegio la madre de un tutelado
(el padre no tenía tiempo) y, tras una breve conversación distante en la que ella no mostró ninguna
intención de escuchar nada de lo que se le podía decir, aparte de lo molesto que le resultaba su papel de
madre «con todo el tiempo que me lleva», se limitó a comentar al marcharse: «Bueno, creo que por este
año ya he cumplido, ¿no?». La respuesta mía fue que por supuesto que sí, que no se preocupara en volver
más. Por suerte éste es el caso menos habitual, aunque sin duda es posible.
11
Cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro IV, 1124b 1–1125ª 20.

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Del mismo modo se agradece mucho el sentido del humor, tomarles quizás un
poco el pelo (a condición de que haya confianza), y con esa ocasión ir repartiendo
mensajes para cada uno de ellos. Es importante hablar siempre bien del chico o chica en
cuestión, no ser agoreros, destacar lo positivo, más aún en la medida en que el motivo
de la reunión pueda ser algún aspecto negativo o preocupante. El espíritu de enterrador
nunca construye, la negatividad o el nerviosismo no educan, se limitan a desanimar. A
la vez que hay que ser claros (llamar a las cosas por su nombre) es importante tener
pensadas sugerencias: no dejarles solos, no abandonarles en los momentos de necesidad,
aunque en ocasiones ese apoyo se deba limitar a un silencio compartido. Intentar que
hablen entre ellos, aprovechando quizás esos puntos humorísticos de ‘ataque’ («Me han
dicho que ayudas mucho en casa», «¿Es verdad que no eres nada posesiva con tus
hijos?») para que pongan al descubierto las cartas de sus fricciones, unificar así criterios
y plantar cara a los posibles problemas de comunicación en la pareja.

Como conclusión baste recordar algunos de los puntos que se han tocado en
estas páginas.
−El tutor o preceptor es un co-educador.
−El tutor o preceptor es líder en esa tarea: somos los profesionales
−Educamos sobre todo a los padres. Otra opción se acaba revelando como una
pérdida de tiempo. Esto es clave en Primaria: si en ese tiempo los padres no han entrado
al juego es posible que en la ESO y Bachillerato se haya llegado tarde.
−Ser siempre positivo, también en los gestos, modos de vestir, todo de voz:
desvelar la pasión por la educación en el propio modo de ser. Eso es la profesionalidad.
−Ser prudente. No en el sentido de centrarse en el cálculo, sino en el de cuidar
sobre todo el conocimiento de la persona de la que se habla y de sus circunstancias. En
este sentido parece adecuado evitar las grandes teorías y a cambio conocer el caso.
−Pedir ayuda. Un médico, ante determinados datos, se puede reservar un tiempo
de estudio. Es mejor esperar que improvisar un consejo que se convierta en mero lugar
común. A veces la frase que debería surgir de una conversación tendría que ser:
«Necesito estudiarlo un poco. Dejadme pensarlo. Si no os importa me gustaría hacer
alguna consulta sobre esto», siempre con la clara condición de guardar el secreto
natural que acompaña a este tipo de conversaciones, que obliga de forma grave a la
discreción, a evitar absolutamente cualquier tipo de comadreo (todo el prestigio, y fruto,
de una institución como la tutoría depende en parte de que se viva este sigilo, similar al
que tienen los abogados, médicos, sacerdotes). En toda petición de consejo se deben
evitar nombres, datos que pudieran identificar a esas personas, etc. Del mismo modo
nunca se debe comunicar a los padres un asunto que el hijo/hija haya confiado a su
tutor, a no ser que se cuente con el permiso explícito para ello12, y tampoco de los
padres al hijo.

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A menudo se puede invitar a que el muchacho hable de ese tema con sus padres, de manera que así
pueda entrar en juego el tutor, mediar entre ellos, etc. Evidentemente nos referimos a asuntos de fuero
interno. Un problema de disciplina, de notas, no entra en esta categoría, al contrario, un mínimo de lealtad
con los padres lleva a comunicar todo lo que pueda ocurrir en este sentido. A veces es útil para no perder
la confianza del estudiante (teniendo en cuenta que la falta de madurez lleva con frecuencia a no entender
comportamientos evidentes para los adultos, y que pueden interpretar como deslealtad de su ‘persona de
confianza’ el que se haga saber a los padres un asunto disciplinario) que se dividan claramente las tareas
y que sea el Jefe de Estudios el que gestione todos los aspectos de disciplina, ausencias del aula, etc.

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Padres y tutores

Esta apertura al consejo recuerda al tutor o preceptor que tampoco él se


encuentra solo, que también él debe cuidar su mentalidad de hijo (y por lo tanto ser
consciente de su menesterosidad, de su falta de autosuficiencia). De ese modo se cierra
el ciclo educativo: el preceptor sabe que quien más necesita de cuidado es él mismo
pues sólo teniendo será capaz de dar. 15. 07. 2006.

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