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Jean-Marie Gustave Le Clézio, “El éxtasis material”, traducción de Juana Bignozzi;

Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2010, 338 páginas.

Al igual que la materia, también las ideas se agrupan o se repelen. Cuando en su


conferencia por la recepción del Premio Nobel en 2008, Le Clézio afirmó: “Si l’on écrit,
cela veut dire que l’on n’agit pas” (“Si uno escribe, eso quiere decir que uno no actúa”),
ni bien expresada, esta idea formó conjunto con aquellas posiciones existencialistas, de
larga tradición en Francia (Segalen, Sartre, Merleau-Ponty, también Lévinas y
Semprún), a las que pensadores como Foucault, Barthes, Rancière o Badiou se
opondrían más tarde con vigor. Para estos últimos, la escritura sería ya una “práctica”,
algo que caería por propia naturaleza en el dominio del acto -un acto no menos puro que
aquellos que la vocación existencial venía consagrando como parte exclusiva de la
“vida”. “El éxtasis material” (original de 1993) lleva la convicción básica de la escuela
de pensamiento a la que pertenece (y que sostiene que vida y escritura no se confunden)
a su apoteosis ideológica. Sin embargo, dado que la prueba de la escritura es ella
misma, poco importa, al cabo, que un escritor componga literatura extraordinariamente
bien (como Le Clézio lo hace) y que profese, por otro lado, una concepción de la
escritura como modo secundario de la existencia e incluso como negación lisa y llana de
toda acción. El escritor no será recordado por sus ideas sino por su escritura (el ebanista,
por sus muebles, no por sus accidentes políticos). Rescatado de sus propios desacuerdos
por obra de unas intervenciones literarias notables -sostenidas durante medio siglo-, el
destino glorioso de Le Clézio parece hoy enteramente sellado.

¿Qué expresa, desde su constitución ideológica un poco ilusoria, un poco inocente, “El
éxtasis material”? Organizado en tres partes (“El éxtasis material”, “Lo infinitamente
medio”, “El silencio”), el libro propone que la existencia (la de la humanidad toda, la
del individuo que la observa) está reducida a un acontecimiento inmedible para ella: la
presencia de la materia, límite absoluto de la fragilidad que somos. Es allí, en el
interior/exterior de esa totalidad, que la existencia, con sus furores y sus miedos, sus
errores y sus glorias, tiene lugar. La materia, para este libro -para este autor-, es por
tanto lo impolítico por antonomasia y también lo único trascendente. Ahora bien,
sostener esto es postular una dimensión ajena a la intervención humana (cosa que la
ciencia discute hoy); es oponer los sueños vacíos del hombre (¿pero qué hombre sueña
aquí su vacío?) a la solidez inexpugnable de dicha totalidad. Este exterior/interior, esta
dimensión que es un borde y que carece de bordes, es el lugar en el que lo concreto se
confunde con lo posible y con lo imaginable -es el torrente apenas descriptible y sólo
parcialmente visible que nos atraviesa pero que también nos constituye. El hombre,
arrojado allí y parte también -apenas una brizna- de ese allí, juega con su consciencia el
juego de la Humanidad (¿pero qué hombre es el que aquí juega?). La materia supersutil
que ha devenido consciencia corretea al borde de ese abismo, y es sólo porque ese borde
es al mismo tiempo toda la materia concebible, que el hombre (su consciencia) no cae.
No cae porque el abismo -el tablero- es también la materia -las piezas- y porque caer
sólo significaría para él continuar siendo de otro modo (una vez más, ¿qué hombre
dejaría de ser aquí?, ¿a quién le correspondería el vértigo y el prodigio de esta
aventura?).

A fuerza de escribir, es imposible no totalizar (no suponer que, positivamente, se está


totalizando). Pero la totalidad no existe, sostuvo Badiou. Totalizar es una operación
cultural, es decir relativa, no absoluta; su rédito, su verdad, sólo tendrá valor para la
cultura que emita esa intención. No hay voz humana, por lúcida que sea (y la lucidez,
dicho sea de paso, es otro mito cultural, occidental), que logre acceder a una verdad sin
ubicación y sin momento -por la sencilla razón de que tal tipo de verdad no existe. Le
Clézio, aquí, procura totalizar la materia, y la fertilidad de su operación depende, como
siempre acontece, de la hospitalidad de los suelos mentales. Pero ocurre que la escritura,
a través de la marea de su léxico, era ya una analogía perfecta y sintética de la materia
misma; el vocabulario riquísimo de Le Clézio (que la traductora refunde con maestría)
podría haber valido, para su mismo autor, por toda esa multiplicidad inabarcable en la
que el completo universo -ese infinito tesoro de seres y de cosas- se abre ante el estupor
o la falibilidad de nuestros sentidos. El libro incurre, entonces, en una productiva
contradicción: el régimen de su devenir formal (su formidable vocabulario, su rica
sintaxis) se comporta como esa materia que ha sido elevada a la condición de entidad
total e infinitamente variada, pero el régimen de su ideología (la excepcionalidad del
hombre en contraposición al “apeiron” en el que todo se inscribe) pretende estar
haciendo, desde las orillas tristes de la negatividad humana, el elogio de un bello y
angustiante caos. Esta contradicción es curiosa y es también compleja. De más está
decir que su resultado, en cambio, es sólo magnífico.

David Fiel

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