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El siglo XXI, que iniciamos, trae consigo una de las crisis más singulares en la historia de la
humanidad, singular, entre otros hechos, porque por vez primera podemos decir que la gran mayoría
de los seres humanos estamos vinculados, de una u otra manera, a problemáticas y preocupaciones
generalizadas, llámense detrimento de nuestros hábitats, contaminaciones, descontrolados
crecimientos demográficos, pandemias, pobreza, etc.
Para muchos investigadores de las ciencias sociales, estos fenómenos traen consigo nuevas
lecturas, nuevas concepciones y nuevas teorías; porque como muy pocas veces, se han puesto en
vilo a esas identidades marginadas de la toma de decisiones del mundo contemporáneo,
principalmente, en aquellos países que hemos guardado en nuestros territorios resabios, grandes o
pequeños, de culturas que aún conservan sus cosmovisiones y cosmogonías, pero que hoy ven en
peligro su propia sobrevivencia, ante una desventaja simple pero certera, ÷
÷ , y esto se comprueba con mayor fuerza en aquellos conglomerados ágrafos y
dueños de la tradición oral.
Este fenómeno se da, porque el principio básico del respeto de la otredad esta siendo vulnerado por
las estrategias discursivas, que han sobrevaluado a la imagen respecto a los recursos escriturales y
orales. Preocupación sólida en el entendido que la fuerte sobrecarga de la masa simbólica en la
construcciónsocietal, y la creciente industria de lo simbólico de los países centrales, estarían
reconfigurando los saberes, y quizá llevando hacia una hibridación de los propios, opacando cualquier
posibilidad autonomista de las culturas que son las directas afectadas, más aún si hacemos
referencia a la convergencia tecnológica y planes de su mayor socialización, que llegan a sectores
tan sensibles como son los niños y jóvenes.
Desde luego que la discusión se centrará, sobre el "desarrollo y el desarrollismo", de esos inmensos
grupos humanos, que somos parte del proyecto de la globalización de forma inconsulta, pero,
además, aún siendo mayoría, estigmatizados respecto a nuestros saberes, nuestras étnias, nuestras
expresiones, etc., excepto si pueden ser incorporados al mercado, para su uso, usufructúo o su
utilización eventual.
Por lo tanto, nuestra desventaja es mayor no solamente en términos económicos, que ya son
distantes de los países centrales con relación a los periféricos o en desarrollo, sino que la £
, está abriendo una brecha mayor entre los privilegiados de clases aventajadas, al
ser poseedores de nuevas herramientas que les permita mantener sus prerrogativas, con la
telemática, y los recursos interactivos, mientras los otros difícilmente acceden y usan su derecho a la
palabra y la escritura, marcando así diferencias internas y externas, sin dejar de sostenerse que
niveles extremos de pobreza son causales de la deprivación cuyo atentado es directo sobre la salud
mental y física de centenares de miles de personas.
Obviamente, acá habrá de surgir la vieja discusión sobre la carga ideológica que entrañan o no las
tecnologías, su "satizanización" cuya analogía se puede aplicar en la predestinación de algunos
contrarios cuando comenzaba a masificarse el automóvil, empero, el proyecto global, tal como
podemos comprender en su significación, va más allá de lo tangible, está delineando una nueva
sociedad, de la cual todos somos parte, buscando una hegemonía manifestada en una "cultura
única", y son más bien esas tecnologías instrumentos para su consolidación.
Tampoco significa ingresar a la lógica del aislamiento, como propusieran los socialistas utópicos en
su momento, puesto que así como el sincretismo ha posibilitado la introducción de nuevos elementos,
la interculturalidad es afín a nuestras sociedades, o podemos comunicarnos a través de lenguas
francas, debemos hacer esfuerzos para poner en la palestra nuestra palabra, revitalizarla y utilizar
esas tecnologías a favor, revestiendo al imaginario colectivo, aquel que se ha mantenido durante los
últimos siglos, en muchos casos incólume.
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Hasta hace poco, los particularismos, determinismos y el propio darwinismo social, aparentemente
habían sido erradicados, empero el determinismo tecnológico y económico, se ha solidificado en la
sociedad posmoderna, trayendo consigo todos los prejuicios propios de sociedades sesgadas,
buscándose, por lo tanto, estrategias inmediatas que conlleven en sí mismas la resolución de
conflictos en forma consensuada y sobre todo pacífica.
Está en la necesidad de ser actores del propio desarrollo, con autonomía, en la posibilidad de hacer
que ÷ ÷
El reto está en la construcción de nuevos Estados, que no es ni será una tarea fácil, en la perspectiva
que "en la historia no hay casualidades" y sobre la base que la coyuntura descrita se presenta como
adversa ante nuevos rumbos. Esa coyuntura de la lidia política y social de las identidades, encarna la
antítesis a la globalización, su permanente oposición al etnocentrismo ante la arrogante posición
occidental, pero es la cortapisa para evitar mayores daños y la defensa de la identidad y los diversos
ecosistemas que los sustentan.
Dejar de lado aquella idea que la imaginación y la memoria, como "armas de difícil derrota", el
proyecto globalizador está haciendo mella justamente sobre éstos elementos, por lo tanto la
recuperación de nosotros mismos y el porvenir, depende única y exclusivamente de catalizarlo. En
otras palabras sabernos ayer, hoy y proyectarnos en el mañana libremente; momento en el cual
sepamos como enfrentar aquello que es perceptible e imperceptible; en la comprensión que a este
paso estamos cada vez más alejados de esa memoria histórica, del imaginario, de los saberes
heredados.
Habrá que estar seguro, así como el modernismo fuera sobrepasado por la posmodernidad, decenios
más adelante ya no estaremos discutiendo sobre las nuevas tecnologías de la comunicación e
información, se habrá consolidado el cambio cualitativo, germinando otra realidad y quizá, aún más
inconmensurable que su precedente; se abrirá a la sapiencia humana, la ética y validaciones
sociales, a la "sociedad de la información genética", para ese entonces habrá que estar más
preparado, especialmente para no admitir más equívocos, ni planes trasnochados.
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es el nombre con el que se
designa el periodo histórico comprendido entre la
Revolución francesa y la actualidad. Comprende un total
de 222 años, entre 1789 y el presente. La humanidad
experimentó una transición demográfica, concluida para
las sociedades más avanzadas (el llamado primer
mundo) y aún en curso para la mayor parte (los países
subdesarrollados y los países recientemente
industrializados), que ha llevado su crecimiento más allá
de los límites que le imponía históricamente la
naturaleza, consiguiendo la generalización del consumo
de todo tipo de productos, servicios y recursos naturales
que han elevado para una gran parte de los seres
humanos su nivel de vida de una forma antes insospechada, pero que han agudizado las
desigualdades sociales y espaciales y dejan planteandas para el futuro próximo graves
incertidumbres medioambientales.1
Los acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones aceleradas en la
economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre de Revolución industrial, al tiempo
que se destruía la sociedad preindustrial y se construía una sociedad de clases presidida por una
burguesía que contempló el declive de sus antagonistas tradicionales (los privilegiados) y el
nacimiento y desarrollo de uno nuevo (el movimiento obrero), en nombre del cual se plantearon
distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las transformaciones políticas
e ideológicas (Revolución liberal, nacionalismo, totalitarismos); así como las mutaciones del mapa
político mundial y las mayores guerras conocidas por la humanidad.
En cada uno de los planos principales del devenir histórico (económico, social y político),3 puede
cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las fuerzas rectoras de la modernidad
o más bien significa el periodo en que triunfan y alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas
económicas y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la
burguesía; y las entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado.
En el siglo XIX, estos elementos confluyeron para conformar la formación social histórica del estado
liberal europeo clásico, surgido tras crisis del Antiguo Régimen. El Antiguo Régimen había sido
socavado ideológicamente por el ataque intelectual de la Ilustración (^ , 1751) a todo lo
que no se justifique a las ÷ por mucho que se sustente en la , como los
privilegios contrarios a la igualdad (la de condiciones jurídicas, no la económico-social) o la
4 contraria a la libertad (la de mercado, la propugnada por Adam Smith -^ ÷
÷, 1776). Pero, a pesar de lo espectacular de las revoluciones y de lo inspirador de sus
ideales de
(con la muy significativa adición del término ), un
observador perspicaz como Lampedusa pudo entenderlas como la necesidad de
÷ : el fue regido por una clase dirigente (no homogénea, sino
de composición muy variada) que, junto con la vieja aristocracia incluyó por primera vez a la pujante
burguesía responsable de la acumulación de capital. Ésta, tras su acceso al poder, pasó de
revolucionaria a conservadora,5 consciente de la precariedad de su situación en la cúspide de una
pirámide cuya base era la gran masa de proletarios, compartimentada por las fronteras de unos
estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados nacionales que a su vez controlaban
un espacio exterior disponible para su expansión colonial.
En cuanto a los estados nacionales, tras la ÷
÷ (denominación que se dio a la
revolución de 1848) y el periodo presidido por la unificación alemana e italiana (1848-1871), pasaron
a ser el actor predominante en las relaciones internacionales, en un proceso que se generalizó con la
caída de los grandes imperios multinacionales (español desde 1808 hasta 1898; ruso, austrohúngaro
y turco en 1918, tras su hundimiento en la Primera Guerra Mundial) y la de los imperios coloniales
(británico, francés, holandés, belga tras la Segunda). Si bien numerosas naciones accedieron a la
independencia durante los siglos XIX y XX, no siempre resultaron viables, y muchos se sumieron en
terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, a veces provocados por la arbitraria fijación de las
fronteras, que reprodujeron las de los anteriores imperios coloniales. En cualquier caso, los estados
nacionales, después de la Segunda Guerra Mundial, devinieron en actores cada vez menos
relevantes en el mapa político, sustituidos por la política de bloques encabezados por los Estados
Unidos y la Unión Soviética. La integración supranacional de Europa (Unión Europea) no se ha
reproducido con éxito en otras zonas del mundo, mientras que las organizaciones internacionales,
especialmente la ONU, dependen para su funcionamiento de la poco constante voluntad de sus
componentes.
La desaparición del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del siglo XXI, en que las fuerzas
rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen tanto la tendencia a la globalización
como el surgimiento o resurgimiento de todo tipo de identidades,7 personales o
individuales,8colectivas o grupales,9 muchas veces competitivas entre sí (religiosas, sexuales, de
edad, nacionales, estéticas,10culturales, deportivas, o generadas por una actitud -pacifismo,
ecologismo, altermundialismo- o por cualquier tipo de condición, incluso las problemáticas -
minusvalías, disfunciones, pautas de consumo-). Particularmente, el consumo define de una forma
tan importante la imagen que de sí mismos se hacen individuos y grupos que el término sociedad de
consumo ha pasado a ser sinónimo de sociedad contemporánea.11