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COLOQUIO CON EL SEÑOR

Pedro Arrupe SJ
18 de Junio de 1975

Señor, estamos aquí en tu presencia, a tu alrededor, como tus discípulos, para escuchar tus enseñanzas y
tus consejos, para una charla íntima contigo, como los apóstoles, cuando con toda confianza te decían: “Señor,
enséñanos a orar” (Lc 11, 1); “Señor, explícanos la parábola” (Mt 13,36).

Con la confianza que nos inspiran tus palabras: “Ustedes son mis amigos”; “No los llamo ya siervos..., a
ustedes los he llamado amigos”, tenemos tantas cosas que decirte, tenemos necesidad de escuchar tantas cosas de
ti: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. “Porque hablas como jamás un hombre ha hablado”. “Señor, ¿a quien
vamos a ir? Tu tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 69).

Estamos ciertos, Señor, de que tus promesas son sinceras y no engañan: “Pidan y se les dará..., llamen y
se les abrirá” (Mt 7, 7). Animados con estas palabras, queremos hoy pedirte muchas cosas, que en definitiva se
reducen a una sola: “Venga tu Reino. Hágase tu voluntad”. En esto se resume todo lo que te pedimos; sin
embargo, aunque no sea más que por desahogo del corazón, queremos hacerte una serie de peticiones, como lo
hacían los que te rodeaban en el tiempo del Evangelio. Tú que eres el Sí a disposición del Padre: “El Hijo de
Dios no fue ‘si’ y ‘no’, en El no hubo más que Sí” (2 Cor 1, 19), responde con un sí a nuestros pedidos.

Señor, cuando me siento ciego y sin luz para comprender lo que debo hacer yo, o sugerir a los otros,
vienen a mis labios las palabras del ciego del evangelio: “Señor, que vea” (Lc 18, 41). Da luz a mis ojos para
que puedan ver siempre la realidad verdadera y no me deje engañar por la falsa apariencia del mundo.

Cuántas veces me cuesta dar oídos a tus palabras, cuántas veces permanezco sordo a tus llamadas, a tus
órdenes, a tu misión. Repíteme, Señor, también a mí lo que dijiste al sordomudo: “Effeta”, que quiere decir
“Ábrete” (Mc 7,34), y mis oídos se abrirán y escucharé aquella tu voz tan profunda y sutil, que no llego a
distinguir en el estruendo del mundo. Dame, sobre todo, sensibilidad y prontitud para escuchar, para que pueda
oír cuando llamas a mi puerta: “Mira que estoy a la puerta y llamo” (Ap 3, 20).

A veces, Señor, me encuentro interiormente tan pobre, tan sucio, tan lleno de heridas, peor que las de la
lepra, casi todo “una llaga” y una “úlcera” (EE 58): extiéndeme tu mano, como hiciste con el leproso del
evangelio: “Si quieres, puedes limpiarme” (Mt 8, 2), te pido que pronuncies la palabra todopoderosa: “Quiero,
queda limpio”; y mi cuerpo quedará limpio como la carne de Naamán, después de haberse lavado en las aguas
del Jordán.

La debilidad de mi alma me da a veces la sensación de decaimiento, como de morir. Por eso te pido, desde
lo más profundo de mi ser, como el Centurión: “Di una sola palabra y mi criado quedará sano” (Mt 8, 8); que
también yo pueda decirte con la misma fe: “y tu criado, es decir, mi alma, quedará sana”. Me queda un
consuelo, el de que mi enfermedad, como la de Lázaro, no sea “de muerte, antes sea para la gloria de Dios, para
que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn 11,4). Enfermo como estoy, quiero decirte con las hermanas de
Lázaro: “Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo”; quiero escuchar de tus labios las palabras que dijiste a
Marta: “Yo soy la resurrección y la vida”; y si me preguntaras como a Marta: “¿Crees esto?”, quisiera poder
responder como ella. “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el que va a venir al mundo”.

Y si mi debilidad fuese tal que deba decirse de mí, como de Lázaro: “Ya huele mal”, tengo sin embargo, la
confianza de que tú mandarás con voz imperiosa: “Sal fuera” y yo volveré de nuevo al mundo con una vida
nueva, mientras se caen todas mis ataduras por orden tuya: “Desátenlo y déjenlo andar” (Jn 11, 44). Así podré
seguir sin tardanzas el camino de tu voluntad.

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Señor, otras veces, el peso de mi responsabilidad sacerdotal me aplasta, viéndome tan poca cosa delante
de mi vocación, tan superior a mis propias fuerzas que me veo tentado a decirte como Moisés: “¿Por qué tratas
tan mal a tu siervo? ¿Por qué no he hallado gracia a tus ojos?... no puedo cargar yo solo con todo este pueblo, es
demasiado pesado para mí. Si vas a tratarme así, mátame, por favor, si he hallado gracia a tus ojos, para que no
vea más mi desventura” (Nm 11). Pero, apresúrate a darme la misma respuesta que diste a Moisés: “¿Es acaso
corta la mano de Yahvéh? Ahora vas a ver si vale mi palabra o no” (Nm 11, 23).

Si en ciertos momentos de desaliento y de abatimiento me parece, como a los apóstoles, sumergirme y


casi ahogarme, vuelvan a resonar en mi alma las palabras de ánimo y de dulce reproche que dijiste a Pedro:
“Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” (Mt 14, 31). “Aumenta, Señor, nuestra fe” (Lc 17, 5). Tenemos sed,
como la Samaritana, y sentimos la necesidad de esa agua viva que sólo tú nos puedes dar: “Dame de esa agua,
para que no tenga más sed” (Jn 4, 15).

Señor, se está aquí tan bien en tu presencia que, como Pedro, querríamos hacer tres tiendas para
quedarnos contigo: pero sabemos que este estar aquí contigo, en estas horas serenas, no puede ser sino por poco
tiempo, porque “la mies es mucha y los obreros pocos” (Mt 9, 37), y tú nos mandas a trabajar por ti en el mundo:
“Vayan también ustedes a mi viña” (Mt 20,4); “Vayan por todo el mundo, y proclamen la Buena Nueva a toda la
creación” (Mc 16, 15). Sí, nosotros iremos a trabajar por ti sin separarnos de ti, a ser contemplativos en la
acción, a experimentar en nuestro corazón tu presencia de “dulce huésped de alma”.

Conscientes de que las necesidades del apostolado son innumerables, estamos aquí a tu disposición:
danos la Misión que quieras, mándanos a donde quieras, porque: “Por Yahvéh y por tu vida, Rey mi Señor, que
donde el Rey mi Señor esté, muerto o vivo, allí estará tu siervo” (2 San 15, 21).

Danos tu fuerza para cumplir nuestra misión, la misma fuerza que diste a los apóstoles, cuando los
llamaste para seguirte, la que diste a Mateo, cuando le dijiste: “Sígueme. El se levantó y le siguió” (Mt 9, 9).
Para que se renueve nuestro fervor, repítenos, Señor, aquellas tus palabras que son una invitación y una promesa
al mismo tiempo: “Vénganse conmigo y los haré pescadores de hombres”. Y danos valor para que nos hagamos
“sal de la tierra y luz del mundo” (Mt 5, 13-14).

Dinos lo que hemos de hacer. Siguiendo el consejo de tu Madre en Caná: “Hagan lo que él les diga” (Jn
2,5), estamos ciertos de que, si acogemos tus palabras, tu fuerza todopoderosa no sólo cambiará el agua en vino,
sino que hará de nuestros corazones de piedra corazones de carne. Por eso te pedimos: “ayuda a mi falta de fe”
(Mc 9,23).

Contemplando esta hostia a la luz de la fe, reconocemos en ella a Aquel que dijo de sí mismo antes de
venir al mundo: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad” (Hb 10,9); a Aquel que vuelto al seno de la Trinidad,
de donde había salido, está sentado en el trono; y unidos a los veinticuatro ancianos del Apocalipsis queremos
repetir: “Santo, Santo, Santo, Señor, Dios Todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir... Eres digno,
Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo, por tu voluntad
fue creado lo que no existía” (Ap 4, 8.11).

“Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios Todopoderoso; juntos y verdaderos tus caminos, !oh,
Rey de las naciones! ¿Quién no temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque sólo tú eres santo, y todas las
naciones vendrán y se prosternarán ante ti” (Ap 15, 3-4).

Sentimos que desde esta hostia, trono humilde y escondido, nos dices: “Yo soy la vid y ustedes los
sarmientos” (Jn 15, 5); “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6); “Ustedes me llaman el Maestro y el
Señor y dicen bien, porque lo soy” (Jn. 13,13). Por eso no podemos sino repetir como en el Apocalipsis: “Ven”
(Ap 22, 17). Que podamos también nosotros ser dignos de escuchar tu respuesta: “El que tenga sed, que se
acerque, y el que quiera, reciba gratuitamente agua de vida”, y tu infalible promesa “Sí, pronto vendré” (Ap 22,
20). “Amén, Ven, Señor Jesús”.

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