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Silencio sobre lo esencial Dezcalzo

Jean Guitton ha publicado un pequeño librito cuyo título es el de este artículo y en el que sostiene que, en este mundo nuestro, se habla de
todo menos de lo esencial. Nos inundan los noticiarios, las voces de la gente, los anuncios que tiran de nuestros ojos desde las paredes de
las calles, pero nadie habla de lo verdaderamente importante, de aquellas cosas que cree, de las que en realidad alimentan y sostienen su
alma. Se habla, por ejemplo, muy poco de Dios. Hasta los mismos creyentes parecen experimentar una especie de pudor y discuten sobre
los obispos o el modo de celebrar la liturgia, pero rara, rarísima vez, hablan de Dios, o de la oración. Se piensa que esas cosas son
demasiado íntimas. Se encierran en el interior del alma y jamás se habla de ellas.
Pero esto ocurre en todos los campos. ¿Quién ha oído a un marido hablar de lo que quiere a su mujer, o de lo que estaría dispuesto a hacer
por sus hijos? Tienen que ocurrir grandes tragedias para que estos temas suban a la boca. Y lo mismo ocurre con los jóvenes, que nunca
cuentan qué es lo que verdaderamente sostiene sus vidas, cuáles son sus ilusiones o ideales. Se habla de la última película que se ha visto,
pero no de lo que ilumina nuestra existencia.
Menos se habla aún de temas como la muerte, el sentido profundo del dolor. Los mismos cristianos, incluso los predicadores en los
púlpitos, no hablan ya casi nunca del juicio final y a algunos hasta les cuesta confesar que creen en la vida eterna.
Ha surgido una especie de respeto humano, de pudor, una idea de que se es más caritativo no tocando ciertos temas, de que, en bien de 1
paz y del respeto de las opiniones de los demás, es mejor que no afloren cuestiones en las que podríamos no estar de acuerdo. Y el
resultado final es el silencio sobre aquellas cosas que todos reconocemos que son las verdaderamente importantes.
¿Y por qué ocurre todo esto? Guitton opina que la causa está en «el peso de ese monstruo anónimo que se llama la opinión. Monstruo
más insoportable que el miedo a un Nerón, a un Hitler. Cuando el adversario se resumía en un solo personaje, visible, grotesco o feroz,
era posible desafiarlo. Pero ya no tenemos que luchar contra un tirano, sino contra una multitud confusa, cuya arma disuasiva no es un
suplicio, sino el silencio».
Es cierto: el gran monstruo que hoy pesa y gravita sobre muchas conciencias es precisamente el «que dirán». Hay en el hombre
contemporáneo - salvo excepciones, claro - una especie de obsesión por «ser como todos», por no ser considerado un «bicho raro»,
espanto a que nos señalen y nos estigmaticen con estos o aquellos calificativos: «Es un carca», o, al contrarío, «es un rebelde». No, todos
queremos ser rebaño. Si nos preguntan: «¿Tú eres creyente?» contestamos: «Sí, pero no un beato». Es decir: lo afirmamos, pero
señalando enseguida la rebaja, no nos vayan a considerar «demasiado creyentes». Y lo mismo ocurre a la inversa: hoy a los ateos les
encanta llamarse agnósticos, porque eso les permite vivir como si Dios no existiera, pero sin pronunciarse demasiado sobre el asunto.
Y lo mismo ocurre en mil problemas de la vida: creemos en el amor, pero no demasiado; y en el trabajo, pero no mucho; y en la política,
pero poco. Y, entonces, se procura hablar de todo sin hablar de nada. Como decía aquella niña que, tras escuchar muchas conversaciones
de adultos, comentaba: «Se pasan el día hablando, pero no dicen nada».
Y el gran problema es que todas aquellas cosas que no se conviven, no se comparten, se van muriendo y desapareciendo también en el
interior de las personas. Y, primero, se frivolizan las conversaciones, luego se vulgariza el mundo y, finalmente, se queda vacía el alma y
el corazón.
Es asombrosa esta gran cobardía ante el qué dirán. Recuerdo muy bien aquel personaje de una novela de Stendhal, de quien el novelista
decía que «no era valiente más que en la guerra». ¿Quién no ha conocido personas que en las guerras o en circunstancias terribles no han
tenido miedo a las balas o a la muerte, y que, en cambio, vacilan ante el temor de que los demás reciban con una sonrisa sus opiniones?
Lo que no pudo el ejército enemigo lo consigue esa chavalita que te mira como diciendo: «¡Pero qué carroza se ha vuelto usted, señor!».
Y, sin embargo, parece que ha llegado la hora de perder esos miedos, de hablar con descaro de lo que uno cree, de lo que ama, de lo que
sostiene nuestras almas. Y habrá que empezar a hacerlo pronto. Antes de que se nos deseque el corazón.

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