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Compartiré contigo lo que yo entiendo por PAZ. Para esto me auxiliare de un texto de 1940
llamado JESÚS, hoy todo un clásico, el de Luis M. Martínez.
Los ángeles, cuando anunciaron al mundo el gozo incomparable y único del nacimiento de
Jesús, hicieron dos promesas: una para el cielo, la otra para la tierra. Para el cielo, la gloria
de Dios, es decir, la experiencia, la vivencia del Amor de Dios; para la tierra, la paz a los
hombres de buena voluntad. Esas dos promesas encierran y sintetizan toda la obra de
Jesucristo en este mundo: a eso vino, a dar gloria a Dios, y a dar a los hombres paz; esa fue
su obra: la gloria de Dios y la paz a las almas.
Fue lo que Jesucristo nos trajo del cielo, es su don, el don de Dios; un don tan hermoso, tan
profundo, tan comprensivo, tan eficaz, que nunca acertaremos a comprender. De la PAZ
divina ojalá pudiéramos decir lo que de SÍ mismo dijo Nuestro Señor a la samaritana en el
brocal del pozo de Jacob: “Si conocieras el don de Dios”.
¡Si conociéramos el don de Dios! ¡Si supiéramos lo que es la paz! ¡Si comprendiéramos
todos los tesoros que en ella puso Jesús! ¡Si entendiéramos que es el coronamiento y la
síntesis de todas las gracias y de todas las bendiciones celestiales que hemos recibido en
Cristo Jesús!
La PAZ es como el sello de Cristo. No es uno de tantos dones que nos trajo, es en cierta
manera, SU DON. Cuando apareció en el mundo, en la noche inolvidable de Belén, los
ángeles anunciaron la paz. En aquella otra noche, la última que pasó en la tierra, inolvidable
también y dulcísima, la noche del Cenáculo y la Eucaristía, Jesús dejó a sus amados como
testamento de su amor, la paz: “Mi paz les dejo... mi paz les doy”.
Y cuando resucitó, el saludo que daba siempre a sus apóstoles era éste: “¡La paz sea con
ustedes!”.
Más aún, les recomendó que cuando fueran a ejercer su misión apostólica, al llegar a una
casa cualquiera, siempre dijeran estas mismas palabras: “La paz sea con ustedes”, y si ahí
estaba el hijo de la paz, recibirían la paz, si no, “su paz”, decía, “volverá a ustedes”.
La Iglesia, en su liturgia, recogida de las palabras de Jesús, pide para sus hijos la paz, y nos
la da y hace que unos a los otros nos la demos. “La paz sea contigo”, decimos siempre en
misa, “y con tu Espíritu”, nos responden. En este simple gesto estamos deseando la
verdadera y real paz de corazón, que el otro pueda experimentar también la paz que viene
del Señor. Y así casi todos los sacramentos se consuman en la paz: “La paz sea contigo",
dice el sacerdote al bautizado para despedirlo, e igualmente al confirmado y al que se ha
purificado de sus pecados en el sacramento de la Reconciliación: “Andá en paz". Esta PAZ
tiene su característica. Es divina. El mundo que todo lo falsifica, no puede falsificar la paz.
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Falsifica la alegría, aunque sea sólo superficial, y en ocasiones hasta un sarcasmo. Falsifica
la sabiduría, deslumbrando a los crédulos con una ciencia aparatosa pero vana, y falsifica el
amor, dando este nombre sagrado a la pasión brutal o al egoísmo vil. El mundo no puede
dar por sí mismo la paz, ya que ésta es algo divino, es el sello de Jesús. Es profunda. No es
superficial ni puramente exterior, como la paz de un bello paisaje del desierto, que si bien
éste es creación divina, es sólo reflejo de su creador. La PAZ de Dios llega hasta lo más
profundo de nuestros corazones, es algo que nos invade como un perfume exquisito que
penetra hasta la división del alma y el espíritu. Es plenitud, es vida. Es indestructible. Nada
ni nadie puede arrancarla de un alma que ha recibido de Dios este don, la paz del cielo: ni
las persecuciones, ni las acechanzas, ni todas las vicisitudes de la tierra. Nos pueden quitar
todas nuestra posesiones materiales, nuestra "libertad", y hasta nuestra vida, y en cierta
manera, nuestra alegría. La PAZ está llena de dulzura y suavidad. Dice San Pablo: "La paz
de Cristo supera todos los goces de los sentidos". Esta PAZ es la única forma de felicidad
en la tierra. Es la sustancia del cielo, de la felicidad que hemos de disfrutar en el Reino, que
como dice también San Pablo: "El Reino es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo".
La paz parece faltar a pesar que Jesús la renueva en cada navidad, en cada pascua.
Entonces, ¿dónde estamos cuando esto sucede? Repito, no nos referimos a la paz exterior,
menos aún a la ausencia de guerras. Comprendo que en el mundo haya luchas y dolor, pero
parece difícil de comprender que en el alma de un creyente falte la paz. Tenemos los
cristianos el derecho de ser perseguidos, a sufrir, a luchar, pero no a perder la paz. La paz
debe ser el ambiente propio y natural del seguidor de Cristo, pues donde está Dios ahí está
la paz, y nosotros llevamos a Dios en nuestros corazones, y nada ni nadie en este universo
nos lo puede arrebatar.
Dice la Sagrada Escritura: "Busca la paz y persíguela". Significa que debe buscarse con
tibieza, sino con ardor, siempre, constantemente. ¿Es posible conservar siempre la paz en el
alma? ¿Hay medios eficaces para realizar este ideal?
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“Que el Señor los bendiga hermanos, que el Señor los guarde
y los llene de su paz.”