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EL GRANO DE TRIGO QUE MUERE

DA FRUTO EN ABUNDANCIA

Alberto Hurtado SJ

La presencia de la Cruz en la vida de Cristo

Desde el comienzo de su vida Jesús había mirado su Cruz y caminado hacia ella con paso firme: siempre
presente en su espíritu. Con frecuencia hablaba de ella a su Padre, a sí mismo, a sus enemigos, a sus discípulos,
aún en el éxtasis de la transfiguración: “Eran Moisés y Elías, que resplandecientes de gloria, hablaban del éxodo
que Jesús iba a cumplir en Jerusalén” (Lucas 9, 31).

En su predicación: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que… cargue con su cruz, y me siga” (Mt
16,24; Mc 8,34; Lc 9,23); para los que lo oían era una metáfora, sin mayor sentido, para Él era algo que se
levantaba en el Calvario y lo esperaba. A Nicodemo: “Así como Moisés levantó la serpiente de bronce en el
desierto, así ha de ser levantado el Hijo del Hombre” (Juan 3,14).

Los nazarenos quisieron matarlo, pero no era así, ni allí que debía morir (Lc 4,28-30). Herodes
complotaba contra Él: pero sabía que no había de morir a sus manos (Lc 13,31). Jerusalén quiso apedrearlo:
¡pero no era esa su muerte! (Lc 13,33-34) Siempre la Cruz en el horizonte, mostrándole la meta a que debía
llegar: su derrota y su triunfo.

Esto se ve en todas las señales que da: “¡Destruyan este templo y en tres días yo lo levantaré de nuevo!”
(Juan 2,19). Habla del Buen Pastor, pero la característica es una que nadie habría esperado: “El buen pastor da
la vida por sus ovejas” (Juan 10,11). En medio de la persecución, como para alentarse a sí, dice: “Cuando sea
levantado de la tierra... todo lo atraeré a mí”. Y como agrega San Juan: “Lo dijo para dar a entender la forma en
que iba a morir” (Jn 12,32-33).

¿Quién podría describir su muerte? San Pablo lo intentó y comprendió al punto que lo que dice de su
Señor Crucificado va a parecer locura para muchos, pero no puede decir más: “Porque la palabra de la Cruz es
locura para los que perecen, pero para los que se salvan, esto es, para nosotros, es poder de Dios… ?

Esforcémonos por llegar hasta el grupito que, separado del resto, mira a Jesús... y mientras la turba grita
a su alrededor, ellos están sin palabras y tranquilos. Si podemos juntarnos a ellos veremos más en ese Cuerpo
sangriento, pero sin poderlo expresar. Podrá ver cómo vio Jesús: a través de la sangre un infinito más allá... a
través de la humillación una gloria infinita, en el sufrimiento una alegría indecible, que nadie sino Jesús puede
entender, pero que podemos discernir en sus ojos. Cruz y Trono se confunden, la muerte se convierte en vida, la
muerte ha sido absorbida por la victoria, por el camino del amor.

Las siete palabras en la cruz

Padre, perdónalos

El mundo no conocía y aún ahora no conoce un perdón sin límites. Los judíos pedían ojo por ojo, diente
por diente. Jesús fue el primero en predicar perdón sin límites. En su vida nada fue tan constante como su
continuo perdonar en este “amigo de los pecadores”. Al paralítico de Cafarnaún, a la mujer pecadora, a la
adúltera de Jericó; a la Samaritana, a Zaqueo, a sus enemigos tantas veces. Estas escenas parecían escandalizar a
los que lo rodeaban: les parecía a ellos que sacrificaba la justicia por la misericordia; la dignidad por la
mansedumbre, la fuerza por la paz, casi la verdad misma para que el pecado pueda ser perdonado y el pecador
pueda ir libre.

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Durante su vida había debido reprender, amenazar. Había pronunciado palabras fuertes sobre Corazaín y
Betzaida; sobre Cafarnaún por no haberlo recibido; sobre Jerusalén había llorado, y debería perecer por no
haberlo querido recibir. Anunció su ruina y predijo su vuelta en gloria y majestad.

¿No sería esta la hora de la justicia? ¿Podría la santidad morir sin ser vengada? ¿No sería conquistado el
mundo por un acto supremo de justicia? Quizás el mundo habría aplaudido... pero no era este el camino de
Jesús. Los profetas habían dicho de Él que no quebraría la caña trizada, ni apagaría la mecha que humea... Él
había dicho que si le herían en una mejilla pusiera la otra; que la venganza no pertenece a los hombres, ni aun a
Él, sino al Padre, a Él solo...

Por eso, su suprema prueba al mundo, sería el perdón; desde el trono en que está clavado, dará un perdón,
más allá del cual sea imposible perdonar.

Miró no a los hombres y a sus juicios, no a sus enemigos y a sus desconfianzas, sino a su Padre en lo alto.
Habló no como el juez, sino como el Redentor. Buscó una razón para perdonar, y aun en ese océano de maldad
su infinito amor encontró una... Porque el amor cuando busca siempre encuentra.

Se recoge en plegaria, en una plegaria que tenemos que recordar siempre, la plegaria de Jesús crucificado,
por los que lo condenan y se burlan de su muerte: Y Jesús dijo: ¡Padre, perdónalos... porque no saben lo que
hacen!

¡Hoy estarás conmigo en el paraíso!

¿Qué pasa al pie de la Cruz? Los soldados hacen cuatro lotes de su ropa... y sortean su túnica.
Encallecidos no se cuidan del dolor de su víctima: tranquilamente se distribuyen sus vestidos. La turba que ha
seguido la procesión... han visto la escena: el drama ha terminado ¡se van simplemente! La gente de negocios
interesados sólo en vender: se acerca la pascua, hay mucho dinero que hacer ¿qué les importa la víctima y ese
letrero de Rey de los judíos? Pero, son judíos y con desprecio meneando su cabeza le dicen: “Tú, que destruyes
el templo, ¡bájate!”. Los Sumos sacerdotes, los escribas, los fariseos. Ellos sí se estacionan al pie de la Cruz; lo
muestran a todos, vencido. Allí lo tienen vencido y refriegan su herida, se vengan sin piedad, para arrancar el
último vestigio de fe y amor en Él.

Pero en respuesta a sus gritos el Rey de Israel, el Hijo de Dios, no hace nada, ni dice nada. ¿No nos
muestra que un hombre está en la cumbre cuando vencido está en lo más bajo? No bajando de la Cruz, sino
permaneciendo en ella hasta dar su última gota de sangre, no aceptando el desafío de honor, sino cumpliendo la
voluntad de su Padre, no como vengador, sino como Amor crucificado será Jesús la gloria de sus santos y el
poder que transformará el mundo.

Luego, los soldados Romanos, los verdugos, la guardia siguen el mal ejemplo. Ya habían abusado de Él
azotándolo y la noche de prisión haciéndolo objeto de sus burlas... Ahora vuelven también a ellas: ¡Rey de los
judíos, sálvate!

Pero tal vez el insulto que llegó más hondo al Corazón de Jesús fue el que vino de ambas cruces a su lado.
Había una clase de hombres para los que nunca tuvo una palabra de reproche, parecía fascinado por ellos, había
llegado a ser llamado “el amigo de los publícanos y pecadores”, había jugado su reputación por su causa y ellos
también se burlaban de Él, blasfeman y le dicen: Si eres Cristo, sálvate tú y sálvanos.

Pero de los pecadores había de venir también el consuelo a Jesús. A ellos les había dado con suprema
abundancia en su vida y en su muerte; de nosotros los pecadores recibió el mayor consuelo en el Calvario. Uno
de los ladrones dejó de burlarse. Haría lo posible por enfrentar a su compañero, volviéndose a él de dice: “¿No
temes tú a Dios, tú que estás condenado como Él?”

En la vida de Jesús siempre una gracia aceptada es el camino para otra. El pobre pecador había sentido
compasión por Él y lo había defendido. Al momento recibió su recompensa, comprendió su propia culpa y la
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gracia de la contrición, y con ella fueron abiertos los ojos de su alma. Comprendió por gracia del Padre, que
Jesús no sólo era inocente, era Rey; Rey de un reino no de este mundo, al que entraría, aun por las puertas de la
muerte. Otros habían pedido sentarse uno a cada lado en ese Reino; el ladrón no era tan ambicioso: si el Señor
tenía un recuerdo para él, su compañero de muerte, ¡podía morir feliz! La pureza de su alma lo hizo comprender
que podía fiarse de Él... Y Él como siempre recordó que había sido enviado para salvar lo que estaba muerto.

Esta es la Pasión de Cristo, no castigar, perdonar, premiar. Antes había rogado, ahora le habló a uno.
Muchos otros en la turba oyeron esas palabras y comprendieron que iban dirigidas a ellos si querían hacerlas
suyas. Y muchos volvieron a su casa golpeándose el pecho: unos con remordimiento como Judas, otros en
contrición como Pedro, otros en súplica piadosa como el Buen Ladrón.

Mujer, ahí tienes... He ahí tu Madre

La muchedumbre se va sintiendo fastidiada de su brutalidad. Se había producido ese sentido de saciedad,


de disgusto, de vergüenza propia que es la consecuencia del crimen una vez realizado. Despertaban de su delirio
de odio. Jesús de Nazaret había sido expuesto a la vergüenza pública, pero bien veían ellos quienes sufrían la
vergüenza... Se van alejando para distraerse con otras cosas del espectro sangriento que ahora los apesadumbra
y avergüenza.

Entonces gradualmente se acerca un grupo: Su Madre, María Cleofás, María Magdalena y Juan. Que su
Madre esté allí no nos sorprende, aunque cómo no asombrarnos de su valor. Una Madre, ¡tal Madre!, viendo la
muerte de su hijo, y sin poder hacer nada.

¡El fin había llegado ya! Durante los 33 años tenía en el alma el presentimiento que sería algo terrible.
Desde que nació su guagua en la cueva de Belén, y puso su cuerpecito en la pesebrera sabía que con muchas
tribulaciones habría su Hijo de ganar el trono de David su Padre. Nunca había olvidado lo que le dijo el
Anciano: He aquí que este Niño... será signo de contradicción y a ti misma una espada te atravesará el corazón;
así quedaran al descubiertos los sentimientos de muchos corazones.

Había huido con Él a una tierra extranjera, mientras un reguero de sangre se derramaba por odio a su Hijo.
Volvió con Él del destierro y no pudo vivir en Belén, la casa de David, y se escondió en Nazareth, la tierra sin
reputación para que no fuera alguien a descubrirlo y quitarle la vida.

En su vida pública dos veces se preguntó si el fin había llegado. En Nazaret sus compañeros de juventud,
los testigos de su vida santa quisieron despeñarlo y acabar con Él. En Cafarnaún cuando lo acusan de expulsar
los demonios por poder de Beelzebul y se amontonan en su contra... y ella llegó apresuradamente llena de temor.

Desde entonces lo ve buscando asilo fuera de Galilea, porque se tramaba su muerte. Se esconde en Perea,
en Efraín o en la soledad... cuando vino a Jerusalén no pudo dormir una noche dentro de sus murallas. Su propio
Hijo odiado por su propio pueblo. Él había llorado y ella había sangrado por Él. Ella no dijo a nadie una palabra
de su dolor, como no había dicho una palabra a José de sus goces primeros: María guardaba estas cosas,
ponderándolos en su corazón.

Silenciosamente ella lo había seguido por donde Él se había encaminado, atravesada de dolor por cada
rechazo de que Él era objeto. Lo había seguido a Jerusalén; y ahora hasta el Calvario. Y el fin había llegado y
ella la madre que lo había alimentado, que lo había vestido, no podía sino estar allí de pié, mirarlo... ¡sin poder
hacer más!

No habría sido posible para el Corazón de Cristo ignorar este grupo de seres que le eran tan leales.
Aunque la sangre corría sobre sus ojos y casi lo cegaba, abrió sus ojos y los miró... Él que tanto había predicado
el amor. Vio a su Madre, de pié, sin susto, sin una lágrima... Hay dolores demasiado profundos para las
lágrimas, y el corazón roto de dolor de una madre, es uno de estos dolores. Ella le había dado la vida, no había
vivido más que para Él, “la esclava del Señor”. Feliz moriría con Él. Con su muerte, la vida de la madre
terminaba también.
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Pero no sucedería así. Si Jesús moría por los hombres, ella debería vivir para ellos, y Él se la dio a ellos.
Era la última voluntad, el testamento de Jesús. Nos daba lo más precioso que poseía en la tierra. A ella le daba
el objeto de su amor, aquello por lo cual Él moría.

Le ruega a ella que nos ame como a Él, y a nosotros cuidarla como Madre. Era el reconocimiento de la
devoción a Nuestra Señora, la última corona de Su Amor para con los pecadores: nos había dado a su Padre,
como nuestro Padre, ahora nos da a su Madre, Madre de dolores, abogada y refugio: ¡Dios te Salve, Reina y
Madre! María es hecha la segunda Eva, madre de los hombres: primer fruto de su redención.

¿Por qué me has desamparado?

Una extraña oscuridad cae sobre la tierra; el sol se obscurece. La naturaleza parece esconderse
avergonzada de lo que sucede en la tierra... La multitud sobrecogida de terror volvía a sus casas golpeándose el
pecho.

Jesús está cerca de su fin. Ha dicho una palabra a los pecadores, otra a los penitentes, una tercera a los
santos. Ahora puede concentrarse en Él. Se reconcentra en la plegaria, vienen a sus labios las plegarias que le
son más familiares, los salmos.

Comenzó su vida pública con 40 días de desolación y tentación, aunque el tentador “lo dejó por un
tiempo”. Con frecuencia desde entonces el sentido del fracaso, el rechazo de los hombres, le habían llevado a
decir en Nazareth, en Cafarnaún, en Judea, en el Templo: “Mi alma está turbada...” ¿Y que diré? “Padre,
¡sálvame en esta hora!”. No se puede decir que Jesús no experimentara la soledad que sentimos todos. Como
nosotros Él era herido por la deserción, por la ingratitud, por la traición, por el fracaso... Rara vez se quejaba,
pero a veces lo oímos decir: ¿También ustedes quieren irse? He aquí que ustedes huirán y me dejarán solo...

Padre si es posible que pase de mí... Durante toda la historia de su vida lo vemos acudiendo al Padre.
Pero ahora, por un momento al menos, este apoyo le es quitado, y vemos las heces más amargas del cáliz.

Ha sufrido los dolores físicos sin una palabra de queja, despedazado de pies a cabeza y ni un quejido; pero
ahora su Padre permite que pase las peores agonías. Ya no es “¡Padre, si es posible!”. “Padre ¿por qué me has
abandonado?” La identificación con el pecador lo hace sentir por un instante “la agonía del infierno”; el sentido
de separación, de abandono del Padre. Por experiencia ha conocido “esa noche obscura del alma” de los
hombres de plegaria, que en sus grados más desgarradores sólo experimentan las almas de muy íntima unión con
Dios.

¿Qué experimentó Jesús entonces? La agonía de Adán cuando conoció su culpa; la de Caín, cuando fue
condenado; la de Jacob, cuando perdió a José; la de Moisés cuando vio a su pueblo en la idolatría; la agonía de
Pedro llorando su crimen... la de cada santo que ha sido condenado, la de cada pecador que conoce su culpa...

Tengo sed

El cuerpo de Jesús tenía sus necesidades como cualquier otro. Al comienzo de su vida pública leemos
que tuvo hambre. En su viaje a Galilea estuvo cansado y pidió de beber.

La comparación de la bebida está con frecuencia en sus labios. Su sangre nos será ¡bebida! Si alguien
tiene sed “venga a Mí y beba”, dijo en Jerusalén. En el camino de Perea preguntó a los hijos del Zebedeo, si
podían beber su cáliz... En el huerto “Padre si es posible, que pase de mí este cáliz...” y luego: El cáliz que me
dio mi Padre ¿no lo he de beber? Y ahora al beber el cáliz exclama: Tengo sed. Lo hace para que se cumpla la
profecía; y lo hace porque en verdad está sufriendo la horrible agonía de morir de sed, y quiere que el mundo lo
sepa.

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La sed de Cristo. Tiene sed de salvar a su pueblo del pecado. Sed de que vengan a Él para refrescarlos y
aliviarlos. Sed de ir a ellos... pero no lo reciben. Sed de que donde Él va, ellos también vayan. Sed de que
bebamos el cáliz con ÉL, el cáliz que Él bebió por nosotros;

Hay en toda la vida de Cristo una perpetua “hambre y sed”... ¿la tenemos nosotros? Prometió a los otros
que saciaría su sed. ¿Saciaré yo su sed?

Todo está consumado

Jesús puede morir. Todas las profecías están cumplidas. He terminado, Padre, la obra que me
encomendaste. Tu voluntad ha sido realizada, el Reino ha sido fundado. He bebido el cáliz: en pago he sido
traicionado, condenado, declarado malhechor... blasfemo, enemigo de Dios y del hombre.

He vivido una vida perfecta, sin pecado, desinteresada, de perfecto amor, de perfecto servicio, de perfecta
obediencia hasta la muerte y muerte de cruz. En retorno, Padre, que donde yo esté, estén los míos.

Todo está consumado. Lo que debí hacer está hecho, y no puede dejar de estar, y gracias a Dios, no
puede dejar de estar hecho.

En tus manos encomiendo…

Puede entregar su alma a su Padre... en pocos días más, en un orden nuevo, la volverá a tomar.

La ha poseído en un mundo no redimido; la recobrará en un mundo redimido, de hijos de Dios


engendrados al precio de su sangre. Padre, en tus manos... que mi humanidad esté perpetuamente ante Ti para
interceder, que el hombre aparezca ante Ti, a través mío. Que mi presencia sea para el hombre, un perpetuo
perdón, un canal de tu amor.

Algunos sufren, son humillados pero esperan que la hora de la justicia suene antes de su muerte.

Para otros: Tomás Moro, San Francisco Javier, Santa Teresita, desgracia hasta el fin, fracaso hasta la
muerte, agonía de cuerpo y alma hasta el último instante.

Para Jesús vergüenza, derrota... no sólo aceptada, sino escogida de antemano. Al hacerlo así, nos facilitó
el aceptar nuestra suprema humillación

¿No queremos elevarnos a aceptar el camino de la cruz antes que el de la alegría por amor a Él?

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