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Alberto Simons Camino, S.J.

Introducción

Desde hace 20 años soy asesor de una comunidad cristiana (“Siempre”),


actualmente coordino la formación de los laicos de parte de la Compañía de Jesús y soy
también director del Instituto de Fe y Cultura de la Universidad Antonio Ruiz Montoya
cuyo objetivo es también la formación de los laicos. Todo ello, sobre todo lo primero,
me hace tener una gran sintonía y aprecio por la vocación laical. Amo enormemente mi
vocación de jesuita pero creo que los laicos y laicas realizan una misión en la Iglesia tan
importante o mayor que nosotros los religiosos. Es más creo que hay una gran
complementariedad en ambas vocaciones y que en la cooperación mutua en la misión se
pueden enriquecer y dinamizar una a la otra.

Por ello, quisiera escribir esto que se me ha pedido más con el corazón que con
la cabeza. Pero justamente la experiencia que tengo y el aprecio por la vocación laical,
me hacen ser consciente de que está infravalorada en la Iglesia y que ello significa un
gran empobrecimiento de la misma Iglesia y de su misión en el mundo. No se puede
olvidar que los laicos son amplia mayoría en la Iglesia y no sólo en el aspecto
cuantitativo. Desgraciadamente hasta ahora cumplen un papel mayormente subalterno y
pasivo cuando no debería ser así.

La Iglesia y los cristianos(as)

En consecuencia con lo anterior, lo que desearía a los laicos es que, para


comenzar, no se les llame laicos sino simplemente cristianos, pues el término “laico” es
muy clerical y fuera del ámbito eclesial no se entiende o se mal entiende. Además en su
mejor significado “laico” (de la palabra“laos” en latín) significa “pueblo” y en ese
sentido es el concepto privilegiado, sobre todo después del Vaticano II, para entenderse
la misma Iglesia entera como “pueblo de Dios”. Así, pues, a mi parecer, los cristianos
comunes constituyen la parte más importante de la Iglesia y nosotros los clérigos y
religiosos los complementamos a través de vocaciones que son más bien especiales. En
la Iglesia debería ser paradigmático lo señalado por Jesús: “Jesús los llamó y les dijo:
«Ustedes saben que los gobernantes de las naciones actúan como dictadores y los que
ocupan cargos abusan de su autoridad. Pero no será así entre ustedes. Al contrario,
el de ustedes que quiera ser grande, que se haga el servidor de ustedes, y si alguno de
ustedes quiere ser el primero entre ustedes, que se haga el esclavo de todos; hagan
como el Hijo del Hombre , que no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida como
rescate por una muchedumbre.”(Mt, 20, 25 -28).

En cuanto a la misión fundamental de la Iglesia que es anunciar la buena nueva


del Reinado de Dios en el mundo, creo que, actualmente, el papel protagónico lo deben
tener los cristianos que viviendo en este mundo están llamados a evangelizarlo en sus
aspectos económico, social, político y cultural, tarea cuya urgencia e importancia resulta
evidente. Además, así la Iglesia saldrá de los estrechos ámbitos clericales y eclesiásticos
que tanto daño le han hecho, como de aquello en que se sustentaba esto que era el
dualismo que separaba lo sagrado de lo profano, lo natural de lo sobrenatural, el mundo
y la Iglesia; olvidando que según la mejor teología bíblica todo es gracia, todo es
creación gratuita de Dios. Por ello, según San Ignacio, a Dios lo podemos encontrar en

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todas las cosas y a todas las cosas en Dios para en todo poder amar y servir. En el plano
humano, según San Pablo: “Todos ustedes, al ser bautizados en Cristo se revistieron de
Cristo. Ya no hay diferencia entre quien es judío y quien es griego; entre quien es
esclavo y quien libre; no se hace diferencia entre hombre y mujer, ya que todos somos
uno en Cristo”. (Gal. 3,28). Lo cual deberíamos recordar continuamente en la Iglesia.

Los cristianos comunes deben jugar, pues, un papel primordial tanto dentro
como fuera de la Iglesia y estas dos tareas se complementan pues en cuanto tenga
vigencia real y efectiva su presencia en la sociedad y, si tienen esa misma presencia en
la Iglesia, harán que se abran las puertas y ventanas de la Iglesia, como quería Juan
XXIII con el Vaticano II, entre en ella el aire fresco que tanta falta le hace, y cumpla su
misión de evangelizar el mundo en lugar de estar mirándose a ella misma y entrampada
en problemas internos que no tienen mayor trascendía. La Congregación General 31 de
los Jesuitas, por ejemplo, declaraba que los laicos “serán siempre para nosotros los
intérpretes naturales del mundo moderno” (dec. 28, 540).

Hombres y mujeres de fe

De forma más personal desearía que ustedes sean hombres y mujeres de fe. En
primer lugar me refiero a la fe en un sentido amplio, a esa fe que necesitamos todos para
vivir; esa fe humana que es la manera que tiene una persona de verse a sí misma en
relación a los demás a la luz de un trasfondo compartido de sentido y finalidad en la
vida y que constituye nuestra manera concreta de elegir y comprometernos con
determinados valores que ejercen una fuerza integradora en nuestras vidas. Es la
respuesta personal a las preguntas: ¿por qué vivo?, ¿para qué vivo?, ¿quién soy y quién
quiero, puedo y debo ser? Gracias a esa fe una persona puede decirse a sí misma y a los
demás que su vida tiene sentido y merece la pena ser vivida.

De lo que se trata, en primer lugar, es de la fe en uno mismo que significa


aceptarse y quererse como se es, lo cual significa implícitamente la fe en Dios que nos
ha hecho y nos quiere como somos, pero que no significa, de ninguna manera, ni
conformismo ni resignación pues el Señor nos ha abierto posibilidades insospechadas
para la propia realización personal y comunitaria. Fe también en los otros seres
humanos y por los mismos motivos que tenemos o debemos tener fe en nosotros
mismos; sin esa fe que es indispensable en toda relación, la vida humana que es
convivencia, diálogo, y solidaridad, se vuelve difícil o insoportable. En tercer lugar, fe
en la humanidad en cuanto tal, en nuestro pueblo, que es pueblo de Dios, y en sus
posibilidades.

Esta fe humana es también profundamente cristiana, pues ser cristiano no sólo


significa creer en Dios sino tener fe en el ser humano porque en Jesucristo se da el
misterio de la encarnación por el cual Dios se ha unido al ser humano, a la humanidad,
para siempre. Justamente, el pecado religioso por excelencia es suponer que se puede
creer en Dios y estar bien con El a través de las “prácticas religiosas”, y no creer en el
ser humano y aun despreciarlo o menospreciarlo.

Albert Nolan señala muy bien que lo contrario a la fe no es el ateismo sino el


fatalismo: El fatalismo no es una filosofía peculiar de la vida que surgiera en un
momento dado en algún remoto rincón del mundo. El fatalismo es la actitud
predominante de la mayor parte de la gente en la mayoría de las ocasiones. Se expresa
en afirmaciones como: «No hay nada que hacer»; «no se puede cambiar el mundo»;

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«hay que ser práctico y realista»; «no hay esperanza»: «nada hay nuevo bajo el sol»;
«hay que aceptar la realidad»... Estas son las formas de expresarse de la gente que no
cree realmente en el poder de Dios, la gente que no espera realmente lo que Dios ha
prometido.1

Ciertamente no se trata de una fe ingenua, de ser crédulos, de pasar por encima


de las limitaciones humanas sino de una fe inteligente, crítica y madura, pero que sabe,
como dice Jesús “que lo imposible para el hombre es posible para Dios”; lo cual no
significa tener una fe milagrera que cree que Dios va a solucionar los problemas
prescindiendo de nosotros sino, justamente, creer que el Señor nos potencia para que
juntos afrontemos los problemas que se nos presentan.

Esta fe en el ser humano está basada y fundamentada en la fe que Dios tiene en


nosotros. Esta es la otra peculiaridad asombrosa del cristianismo, que no consiste
solamente en la fe que nosotros depositamos en Dios, sino, y yo diría sobre todo, en la
fe que Dios tiene en nosotros como se demostró en Jesucristo; en él, Dios se vinculó y
unió su condición con la nuestra para siempre. Diríamos que Dios se jugó por nosotros.

La fe que Dios pone en nosotros es sustento de la fe en El que debe iluminar la


vida de todo cristiano hombre o mujer. No basta afirmar las grandes verdades de la fe
cristiana o realizar unas determinadas prácticas como ir a misa o rezar. Esto quiere decir
someter a juicio críticamente esas verdades, confrontarlas con la propia vida, con
nuestro vivir diario y concreto, a nuestra propia experiencia vital aunque esto resulte
costoso y penoso por momentos. Tenemos que preguntarnos que representan esas
verdades en nuestra vida y hasta qué punto la guían y conducen realmente.

Integridad y credibilidad

Se trata en el fondo de ser fieles y honestos con la profundidad de lo real; no


vivir vidas paralelas separando, por ejemplo, nuestra vida íntima y nuestra vida en
sociedad, o nuestra vida ordinaria de nuestra fe. Confiar en la vida, viviendo con
integridad, es confiar en Dios. Donde no haya una persona que confíe en la vida y se
implique a fondo en ella, la ética y la espiritualidad se constituyen en un mundo aparte y
terminan siendo un juego de artificio que lo único que hace es contentar falsamente a
nuestra conciencia. La verdad de la ética y espiritualidad se dan en la capacidad de
incorporar todos los elementos de la realidad en nuestra vida siendo honestos con ella y
no ocultando alguno de sus aspectos que nos resulten incómodos.

La misma Christifideles Laici refiriéndose a la formación integral de los laicos


dice: “En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la
denominada vida ‘espiritual’, por otra la denominada vida ‘secular’, es decir, la vida
de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la
cultura.” Y recuerda que el Concilio Vaticano II señala que “La separación entre la fe y
la vida diaria de muchos debe ser considerado - dice el Papa - como uno de los más
graves errores de nuestra época” y añade: “Por eso he afirmado que una fe que no se
hace cultura, es una fe ‘no plenamente acogida, no enteramente pensada, no fielmente
vivida.’”

1
Albert Nolan, ¿Quién es este hombre?, Sal Terrae, Santander, 1981, p. 56.

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Se presenta pues un gran reto a la Iglesia y, por tanto a todos los cristianos(as),
respecto a cómo hacer creíble y válido en la actualidad nuestro mensaje, de tal manera
que sea una respuesta real desde el Evangelio a aquello que está buscando nuestro
pueblo y que constituye una llamada y exigencia de Dios a la Iglesia. Nos hace falta dar
testimonio de una Iglesia cercana, en sintonía con el mundo, con la gente y sus
problemas. Es necesario aceptar, que la falta de fe en nosotros mismos como país, se
debe a que, sobre todo en el nivel público, hemos perdido confianza los unos en los
otros, lo cual ha generado un estado de inseguridad y falta de credibilidad. Frente a ello
creo que lo mejor que podemos hacer a nivel ético es ser dignos de confianza, de tal
manera que la gente se pueda fiar de nosotros. Pero esto lo tenemos que hacer siendo
nosotros mismo creíbles, dignos de confianza en nuestra profesión y trabajo y haciendo
que nuestras instituciones, comenzando por las más cercanas, familia, universidades,
colegios profesionales, etc., sean creíbles.

Los cristianos(as) y Jesús

Una fe viva significa no sólo la creencia en la existencia de Dios sino la


experiencia de la presencia de Dios en la propia vida y en la vida e historia en general.
Como lo hicieron los profetas, es necesario compartir con El sus actitudes, sentimientos
y valores, de tal manera que se pueda lograr tener una empatía con El que nos permita
sintonizar con su forma de ver y comprender el mundo y así entenderemos, como dice
San Juan “que Dios amó tanto el mundo que le entregó a su Hijo Unigénito”. De
manera aun más cercana a nosotros, Pablo nos habla de tener la mente, los sentimientos,
las entrañas y actitudes de Jesucristo (I Cor. 2, 16; Fil. 1,8; 2, 1- 5) para que nos
revistamos de Cristo (Rom. 13,14) y poder llegar a decir “vivo yo, ya no yo, es Cristo el
que vive en mi” (Gal. 2,20).

La vocación y misión del cristiano(a) se arraigan y tienen su origen en la misma


vocación y misión de Jesús que vivió como laico. En la escena del bautismo de Jesús, a
partir de la cual se inicia su misión pública, se nos revela lo que fue su experiencia
fundante y fundamental, su vocación, que se fue gestando en sus primeros treinta años
de vida; la experiencia de ser amado apasionada e incondicionalmente por el Padre: “Tu
eres mi Hijo, el amado, tu eres mi elegido” (Mc. 1, 11). Jesús siente que su misión es
comunicar esa experiencia a sus discípulos y a la humanidad entera: que ellos también
son hijos amados y elegidos por el Padre. Como dice Pablo: “Han recibido, no un
espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que
nos hace gritar: ¡Abba¡(papá). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio
concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos, herederos de
Dios y coherederos con Cristo…” (Rom. 8, 15 – 17). Es, pues, vocación de filiación
respecto a Dios y en consecuencia de fraternidad entre todos los seres humanos.

Esta identificación con Jesucristo puede ser plena pues Jesús dentro del judaísmo
no tuvo ningún cargo o título eclesiástico, fue un seglar y su sacerdocio, que es único
consistió, según la carta a los Hebreos, no en hacer ofrendas o sacrificios sino en
entregarse él mismo como ofrenda y sacrificio una vez para siempre. Pues bien,
estamos llamados todos los cristianos y cristianas a participar de este sacerdocio único.
Así, la Lumen Gentium del Vaticano II dice: “Con el nombre de laicos se designan aquí
todos los fieles cristianos a excepción de los miembros del orden sagrado y los del
estado religioso sancionado por la Iglesia; es decir, los fieles que, en cuanto
incorporados a Cristo por el Bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos
partícipes a su modo del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, ejercen en la

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Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les
corresponde” (LG 31). De hecho, a nosotros a quienes se nos llama sacerdotes, sólo
somos ministros, es decir servidores del pueblo de Dios, como lo atestigua todo el
Nuevo Testamento, el cual sólo se refiere al sacerdocio de Jesucristo y al de todo
cristiano y cristiana como pueblo de Dios.

Misión y creatividad

Esta empatía con Dios y con Jesús es absolutamente necesaria para que los
cristianos y cristianas realicen su misión de ser sal de la tierra y luz del mundo, de ser
levadura en la masa de nuestra realidad; es la base para que puedan interpretar los
signos de los tiempos y discernir su quehacer de forma creativa, libre, sin repetir
esquemas y roles que ya no tienen significación y se convierten en estorbo más que en
ayuda. Para ello tienen que romper con los paradigmas establecidos, lo cual no es fácil
porque, en general, los tenemos interiorizados y requiere, sobre todo, creatividad para ir
moldeando nuevas formas de ser y actuar que se vayan imponiendo por su propio peso.
Por ello, a los cristianos(as) les deseo sobre todo afrontar el reto de redescubrir su
vocación y misión desligándose del papel, más bien pasivo que han tenido en la Iglesia,
para lograr el rol protagónico dentro y fuera de ella.

La misión apostólica nos viene a nosotros como la respuesta desde el Evangelio


a las necesidades del mundo y de los hombres en la actualidad. El Señor, pues, nos
interpela de una manera doble: desde el Evangelio y desde nuestra realidad. Las
necesidades del mundo y de los hombres actualizan el evangelio y nos ayudan a
encarnarlo adecuada y oportunamente; a vivirlo dinámicamente y, al mismo tiempo el
evangelio fecunda y cuestiona nuestra realidad. Así se da la inculturación del evangelio
pero también sus aspectos necesariamente contraculturales y críticos de nuestra
realidad. Esto implica ser consciente y sentir la sociedad, el mundo en el que se vive, las
personas con las que nos encontramos en la vida y no refugiarnos en una supuesta
relación con Dios que nos evita enfrentarnos con la realidad. Tener una espiritualidad
auténtica implica hacerse cargo de la realidad, y en ella, de la propia vida, del propio
conocer (ser críticos), del propio obrar y del propio ser.

De lo dicho, se desprende la necesidad de un serio análisis social, cultural,


religioso y político permanente de nuestra realidad que sirva de base para el
discernimiento de nuestra actividad apostólica. En este sentido la Exhortación
Apostólica Iglesia en América señala muy claramente que:

“convertirse al Evangelio para el Pueblo cristiano que vive en América significa


revisar ‘todos los ambientes y dimensiones de su vida, especialmente todo lo que
pertenece al orden social y a la obtención del bien común’. De modo particular
convendría ‘atender a la creciente conciencia social de la dignidad de la persona y, por
ello, hay que fomentar en la comunidad la solicitud por la obligación en la acción
política según el evangelio’. No obstante, será necesario tener presente que la actividad
en el ámbito político forma parte de la vocación y acción de los fieles laicos”. (n° 27)

Todos sabemos que vivimos en una crisis epocal y pienso que los cristianos
debemos verla como un “kairos”, un tiempo oportuno que nos ofrece el Señor para
redescubrir el valor y significado de instituciones como son las de pareja, familia,
trabajo, profesión, ciudadanía y política. Tenemos que aceptar que así como la vida
religiosa requiere una renovación profunda, también las instituciones que he

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mencionado que, constituyen el mundo del cristiano común, no dan más de sí y
requieren ser realmente recreadas para que respondan a las necesidades y aspiraciones
que conllevan. Por eso desearía a cristianos y cristianas que no esperen la iniciativa de
la jerarquía de la Iglesia para saber lo que hay que hacer en este ámbito sino que ustedes
tomen la iniciativa pues es tarea suya y suyo el conocimiento en estas materias.

La Christifideles Laici dice a la letra: “El significado fundamental de este


Sínodo, y por tanto el fruto más valioso deseado por él, es la acogida por parte de los
fieles laicos del llamamiento de Cristo a trabajar en su viña, a tomar parte activa,
consciente y responsable en la misión de la Iglesia en esta magnífica y dramática hora
de la historia, ante la llegada inminente del tercer milenio.” (n° 3). Por su parte la
Congregación General 34 de nosotros los jesuitas en su decreto 13 que lleva el
significativo título “Colaboración con los laicos en su misión” dice: “Una lectura de los
signos de los tiempos a partir del Concilio Vaticano II muestra sin lugar a dudas que la
Iglesia del siguiente milenio será la ‘Iglesia del Laicado”.

Es más, desearía trasmitirles aquello que expresa David Lonsdale: “Es voluntad
de Dios que ejerzamos nuestra libertad de forma responsable, eligiendo lo que
honestamente nos parece la mejor vía de acción en un marco de circunstancias
diferenciado y utilizando todas las ayudas eficaces con que contamos para ese objetivo.
En cierto sentido, nosotros forjamos, mediante la acción concreta en las circunstancias,
la voluntad de Dios en este ejercicio de libertad. No hay ningún programa en la mente
de Dios que nosotros hayamos de llevar a la práctica. El discernimiento de espíritus,
dentro de una relación viva con Dios, es uno de los dones que se nos han dado para
ayudarnos a ejercer la libertad en nuestras elecciones y llegar así a “encontrar la
voluntad de Dios” para nosotros.”2

Vocación y discernimiento

De lo que se trata es de hacer realidad la verdad que conocemos por la fe en las


formas que adopta nuestra vida, en todas las circunstancias en que nos encontremos.
Como las circunstancias cambian constantemente y el evangelio es una realidad viva y
no una letra muerta, el espíritu y la verdad cristiana deben tomar cuerpo constantemente
y expresarse en distintas formas. Debemos buscar nuestra propia manera de ser
cristianos, intentando vivir conforme al evangelio de Jesús; y el discernimiento
rectamente entendido es la base de esa búsqueda de una vida cristiana auténtica.

El discernimiento es el arte de descubrir la propia vocación y misión que hemos


recibido de Dios y descubrir el modo de responder mejor a ese llamado en la vida diaria.
Es un proceso de búsqueda de nuestro propio camino como cristianos en unas
circunstancias concretas y en aquellas situaciones en las que suele haber intereses y
valores encontrados y en las que tenemos que elegir. Es el don de observar y valorar los
distintos factores en una situación concreta, y de elegir la vía de acción que mejor
responda a nuestro deseo de vivir según el evangelio. San Pablo en este sentido dice:
“Lo que pido en mi oración es que su amor siga creciendo cada vez más en
conocimiento perfecto y todo discernimiento con que puedan aquilatar lo mejor” (Fil.
1, 9-10)

2
David Lonsdale, S.J.. Ojos para ver y oídos para oír.

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De la vocación de filiación y fraternidad que se obtiene en Jesucristo, surgirá la
misión de anunciar la buena nueva del reinado de Dios que por tener su base en esta
filiación y fraternidad tendrá que ser un reinado de verdad y libertad, de vida, justicia y
paz. En coherencia con esto, Juan, en su primera carta se referirá a los cristianos como
aquellos que “hemos conocido (en Jesucristo) el amor que Dios nos tiene y hemos
creído en él” definiendo así lo que constituye, a mi parecer, la identidad del cristiano.

La palabra vocación viene del latín “vocare” que significa “llamar”. La


vocación es, pues, aquello a lo que nos sentimos llamados en la vida y, cristianamente
es el llamado que nos hace el Señor a participar en la vida comunicada en su Hijo,
Jesucristo en la comunidad que es la Iglesia. En la Biblia el llamado es siempre a una
misión como se ve en el caso de Abraham, Moisés, los profetas y, sobre todo, en Jesús.
Es importante que comprendamos que lo que somos, nuestro propio ser, y la vocación
no son dos cosas separadas, como si la vocación fuera una especie de exigencia que nos
viene de fuera. La vocación nos viene dada con nuestro propio ser, con lo que somos,
con nuestra propia identidad. Por ellos es necesario también entender toda la vida (y por
tanto lo que somos y todas nuestras actividades) como misión; es lo que señala San
Ignacio en la meditación de “el llamamiento del Rey”: “ofrecerán todas sus personas al
trabajo”.

Comunidad y solidaridad

Finalmente les desearía ser hombre y mujeres de fe con y para los demás seres
humanos porque debemos comprender que estamos llamados por el Señor, como nos
señala Pablo cuando nos dice que formamos un solo cuerpo en Cristo, a sabernos
solidarios y a trabajar juntos. Si hay un tiempo en el que se necesita ser y sentirse
Iglesia, comunidad, ese es el nuestro. Tenemos que sentir que nos pertenecemos los
unos a los otros en la fe; que la fe no se puede vivir en solitario, que es siempre algo
compartido, que se recibe y se transmite. En ese sentido todo lo que signifique fomentar
el sentimiento de pertenencia común y comunitaria tendrá repercusiones muy
importantes a nivel eclesial y social. Se hace necesario promover vitalmente la toma de
conciencia y el compromiso por la solidaridad con y de todos los hombres y los pueblos
que es el nuevo nombre que tiene la justicia en nuestra realidad globalizada frente al
individualismo y espíritu de competitividad y violencia en que se vive hoy. De nuestra
fe en el evangelio, como nos lo hacen ver también las tres últimas conferencias
episcopales latinoamericanas, se desprende el compromiso con la justicia que lleva de
forma particular al compromiso con los pobres y marginados de nuestra sociedad.

Esto es lo contrario a ser autosuficientes, a vivir encerrados en nosotros mismos.


De alguna manera somos hombres puente, colocados entre Dios y los demás; hombres
de diálogo y comunicación; no perfeccionistas ni individualistas, sino vulnerables y
expuestos. Tenemos que ayudar a nuestra gente a descubrir la presencia de Dios en sus
vidas y en su realidad, y esto a través de nuestro propio ser, nuestra aceptación y
acogida sincera, nuestra fe, nuestra confianza y cariño. Se trata de ayudarles a descubrir
esa dimensión diferente, que es la de Dios, que da sentido y significado a sus vidas.

Conclusión

Todo lo anterior se lo deseo a los cristianos(as) comunes porque si ustedes


realmente se constituyen como auténtico “pueblo elegido” de Dios, “nación
consagrada”, “sacerdocio real” como lo quería el Vaticano II, realizando con

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coherencia y radicalidad la vocación y misión que les corresponde en la Iglesia, nos
exigirán a nosotros los jesuitas y demás religiosos, realizar de la misma manera nuestra
vocación y misión, dejando de lado todo clericalismo y así podremos ser
corresponsables en un mismo cuerpo apostólico3 en la única misión del Reino de Dios
en nuestro país y nuestro mundo.

3
De esto trata Jairo Rivas en otro artículo de esta misma revista.

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