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EL CONSENSO ENTRE LOS ECONOMISTAS:

UNA APLICACIÓN A PANAMÁ1


Oscar García Cardoze
Economista

Aunque no es algo privativo de la profesión de economista, se comenta, en broma y en serio, que


cuando se le pregunta a dos economistas sobre un tema específico se obtienen tres respuestas…
distintas!. Intentando salvar lo que se pueda, podría argumentar que lo anterior no es más que
una demostración que la economía es una ciencia social y como tal difícilmente ostenta verdades
absolutas como ocurre en las ciencias exactas (v. gr. el cero absoluto de Lord Kelvin). Sin
embargo, mi objetivo ahora no es defender la pluralidad de interpretaciones sino presentar un
puñado de ideas-fuerza sobre las cuales generalmente los economistas estamos básicamente de
acuerdo. Aunque para algunos esto podrá ser la recitación de algún credo económico, pienso
que más que argumentos que deban aceptarse a pie juntillas por asunto de alguna idolatración
particular, son ideas que a pesar de innumerables intentos no han podido ser refutadas.
Para esto nos apoyaremos en algunas encuestas a colegas que, separadamente, han sido
reseñadas por dos economistas bien reconocidos. Uno de ellos, Joseph Stiglitz es el economista
jefe del Banco Mundial, mientras que el otro, Antonio Pulido, es uno de los profesores de
economía más conocidos, y de los más prolíficos, en España. Ambos, en su propio estilo, distan
mucho de ser “etiquetados” como liberales ingenuos, que en el decir del propio Pulido son
aquellos quienes confían en la bondad intrínseca del mercado y de la libertad de empresa como
principios rectores de la economía, sin entrar en más consideraciones o matices. Por el contrario,
ambos reconocen las fallas del mercado, pero también las del gobierno. Es más, Stiglitz incluso
está proponiendo la conveniencia de imponer algunas restricciones a los movimientos de capital
para evitar, o al menos atemperar, crisis económicas que tienen una génesis financiera como ha
sido la última crisis asiática que comenzó con la devaluación del baht tailandés en julio de 1997.
Entrando en detalle, la primera idea es que los aranceles y las restricciones no
arancelarias, específicamente los contingentes o cuotas, disminuyen el bienestar general de los
países que intervienen en las distintos flujos del comercio, aunque puedan incrementar el
beneficio de algunos países que tengan, por su dimensión económica, la capacidad de afectar sus
términos de intercambio (relación entre precios de las exportaciones y de las importaciones). Es
lo que se dio en llamar política comercial estratégica. En el caso de Panamá, aunque en un
primer momento se pudiera pensar que este consenso no se observa en nuestro país, si
escudriñamos en los argumentos que han esgrimido economistas académicos, asesores de
gremios empresariales y hasta algunos funcionarios públicos, se observa que plantean que
cualquier elevación de aranceles debe darse sobre una base objetiva y selectiva (rubro por rubro),
y que estos incrementos temporales en el arancel deben ir reduciéndose gradualmente hasta
volver a los niveles actuales. En suma, el desarrollo de la polémica actual sobre el tema sugiere
que ésta es la excepción que confirma le regla. El reconocimiento de este consenso, aunque
implícito, evita que alguien proponga festivamente la elevación generalizada de los aranceles.
Otra idea es que los controles de precios y salarios (Panamá ha contado esencialmente
con el primer tipo) no se constituyen en mecanismos adecuados para el control de la inflación.

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Versión completa de un artículo aparecido en la sección de Economía y Empresa de El Universal, lunes 20 de
Septiembre de 1999.
En el caso de nuestro país, por razón del peculiar sistema monetario que adoptó desde sus
albores como República, el crecimiento del nivel general de precios ha sido de los más bajos en
el mundo por lo que la supuesta necesidad de la regulación de precios no se justificaba por los
mecanismos de propagación de la inflación, sino para atemperar las ganancias monopólicas de
empresas nacionales que construían su rentabilidad basadas en un sistema proteccionista que
imponía elevados aranceles a los bienes finales importados, mientras que se les exoneraba, entre
otras cosas, de los impuestos a las materias primas procedentes del exterior. Quienes en este
momento hablan de volver a la regulación de precios, son también quienes proponen que Panamá
tenga una banca central que “financie el desarrollo”. Convencerlos con argumentos, dada su
pasión, parece tarea imposible. Quizá los testimonios de amas de casa bolivianas, brasileñas o
argentinas, les demuestre que incluso ellas aceptan el consenso económico en estos temas.
La última idea, por razones de espacio, que trataremos aquí es que para reducir el poder
de los monopolios, y que los mercados funcionen realmente libres, deben imponerse
rigurosamente leyes antimonopolio. En el caso de Panamá, la Ley 29 de 1996 que crea en el
ámbito administrativo a la Comisión de Libre Competencia y Asuntos del Consumidor
(CLICAC), y en la esfera judicial varios juzgados de circuito y tribunales superiores, viene a
cumplir ese papel. En Panamá, al igual que en el resto de los países donde la iniciativa privada
es el dínamo de la economía, casi no hay quien no reconozca las virtudes de la competencia y los
riesgos potenciales para el bienestar del consumidor de estructuras de mercados oligopólicas y
monopólicas. Aunque estas configuraciones de mercado se sustentan en el reducido tamaño del
mercado doméstico, tanto por su escasa población como por la cuestionable distribución de la
riqueza y los ingresos, esto no implica en forma alguna que se validen institucionalmente
acuerdos empresariales colusorios (v. gr. fijación de precios y repartición de mercados). La
estructura es algo que, en nuestro país, está dado; sin embargo, desalentar y castigar, civil y
penalmente, conductas anticompetitivas es una tarea que seguramente producirá un desempeño
superior de los mercados, para que prevalezca el interés superior del consumidor, o sea,
apreciados lectores, el de todos nosotros.

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