Sunteți pe pagina 1din 5

Sentidos clásico y moderno de ‘inmanencia’

Con el pensamiento moderno se opera una nueva inversión del concepto de inmanencia, que pretende ser
síntesis y superación de la inmanencia tanto del pensamiento clásico como del dogma cristiano: es la que
puede llamarse la inmanencia constitutiva. En contraste con el principio de Parménides según el cual «sin ser
no hay pensar», algunos filósofos modernos reducen el ser a la presencia en el pensamiento (como asimismo
todas las formas de conciencia y la misma voluntad a pensamiento) (y el pensamiento a voluntad): sin
pensamiento no hay ser, ser es pensar (como representar, juzgar, querer, hacer...).

Por Cornelio Fabro (*)

1. La inmanencia clásica y cristiana

Es, en primer lugar, la propiedad que los procesos vitales poseen de actualizar al viviente, y, por tanto, de
permanecer interiores a su organismo y a su vida como consecuencia, es decir, «actos segundos» de la
actividad del alma, que es el «acto primero de un cuerpo físico orgánico que tiene la vida en potencia»
(Aristóteles, De anima, II, 1, 412 a). En particular, el conocimiento realiza la inmanencia más alta, gracias a la
identidad que en él se da entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido, mediante la asimilación de la forma
del objeto por parte del sujeto, de modo que, según Aristóteles, conocer y pensar es un «incremento del sujeto
en sí mismo» (De anima, II, 4, 417b7). Ésta puede llamarse inmanencia perfectiva, pues se fundamenta en la
perfección del ser del ente, y crece a medida que lo hace el grado de esta perfección, es decir, según el
ascenso mismo de la vida: desde las formas biológicas más imperfectas hasta la complejidad de la vida animal
y hasta las alturas de la vida espiritual de la inteligencia y la libertad del hombre y de los espíritus puros.

En su significado metafísico absoluto, la inmanencia es la propiedad misma de la divinidad, en cuanto que


Dios es el esse subsistens por esencia (ser subsistente por esencia), y, por tanto, plenitud de vida, acto perfecto
y primer principio, como ya Aristóteles llegó a entrever (Metaphys., XII, 6,1072a4). Aristóteles concibió el
primer Principio como pensamiento puro (o. c. 7,1072a30), motor inmóvil y «separado» del mundo, que vive
la plenitud de su vida admirable; actividad de inteligencia pura, que en el conocer posee su perfección
suprema y en él expresa la vida eterna de Dios (o. c. , 1072b28-30). El pensamiento estoico invirtió la
situación: Dios no es «separado» sino inmanente al mundo, como logos-fuego-espíritu, que actúa y vivifica la
materia; y así llegó a considerarse el mundo como organum Dei (Censorinus, De die natali, c. 13; Jahn
32,20).

El cristianismo volvió a invertir de nuevo la perspectiva, gracias al principio de la absoluta espiritualidad y


libertad de Dios, que es el fundamento de la creación como producción ex nihilo sui et subiecti (cfr. Conc.
Lateranense IV, c. l; Denz.Sch. 800): con la creación, las criaturas han salido de Dios, y con sus propias
operaciones retornan a él. Por tanto, las criaturas no constituyen (p. ej., por medio de una materia eterna...) lo
absolutamente «otro» que Dios, y tampoco se trata de que Dios despliegue su actividad necesariamente en el
mundo. Por eso -si se permite la expresión-, no se trata tanto de la inmanencia de Dios en el mundo, cuanto de
la inmanencia del mundo en Dios; porque es Dios el que -como primer principio creador, conservador y
motor- precede, abraza y contiene el mundo y cada cosa creada.

S. Tomás, a este propósito, prefiere usar, en lugar de inmanencia, la expresión «presencia» de Dios en las
cosas (Sum. Th. I q8 a1-4): la omnipresencia de Dios es una consecuencia de su causalidad universal. Dios es
causa del ser en cuanto tal, y como el agente -para actuar- debe estar presente en el efecto, «síguese que
(Dios) ha de estar presente en lo que existe mientras tenga ser y según el modo como participe del ser» (ib.
a1); es una presencia integral, según la atrevida fórmula del Santo Doctor: «lo mismo que el alma está toda en
cada parte del cuerpo, así Dios está por entero en todos y cada uno de los seres» (ib. a2 ad3). La inmanencia
de Dios en las criaturas puede considerarse, en el ámbito natural, según tres modos: «... por potencia porque
todo está sometido a su poder... por presencia porque todo está patente y como desnudo a sus ojos... por
esencia porque actúa en todos como causa de su ser» (ib. a3). Es sabido cómo esta doctrina alimentó la vida
mística de Santa Teresa, que la tomó de «un doctísimo religioso de la Orden de Santo Domingo» (cfr. Vida,
cap. 18, 15; y también Castillo interior, mansión 5ª, cap. 1, 10).

1
En este ámbito se distingue una doble inmanencia, natural y sobrenatural. Mediante la inmanencia natural,
Dios está presente como primer Principio creador, conservador y motor de las criaturas (Sum. Th. 1 q44;
q104-105); en las criaturas racionales puede haber también una presencia intencional de Dios, en cuanto lo
pueden conocer y amar a través del espejo de lo creado, pero esto permanece aún en el plano de la inmanencia
natural. Una inmanencia nueva, y no derivable de ningún principio natural, se realiza cuando la criatura es
admitida a participar de la vida íntima de Dios por la gracia sobrenatural: «Por lo cual sólo la gracia crea un
modo especial de estar Dios en las cosas» (Sum. Th. 1 q8 a3 ad4). La suprema forma de inmanencia es la del
Verbo divino en Cristo, mediante la unión hipostática, a la que sigue la de los bienaventurados en Dios, en la
vida eterna.

2. La inmanencia moderna

Con el pensamiento moderno se opera una nueva inversión del concepto de inmanencia, que pretende ser
síntesis y superación de la inmanencia tanto del pensamiento clásico como del dogma cristiano: es la que
puede llamarse la inmanencia constitutiva. En contraste con el principio de Parménides según el cual «sin ser
no hay pensar» (Frag. 28B8, 34s.), algunos filósofos modernos reducen el ser a la presencia en el
pensamiento (como asimismo todas las formas de conciencia y la misma voluntad a pensamiento) (y el
pensamiento a voluntad): sin pensamiento no hay ser, ser es pensar (como representar, juzgar, querer, hacer...).
Con una fórmula más técnica, puede decirse que la esencia del principio moderno, en cuanto afirmación de
posición de la inmanencia en relación al ser, no puede consistir más que en la negación de la trascendencia en
el conocer (trascendencia que constituye al mismo tiempo la primera valencia de la libertad y el primer paso
del teísmo en su significado fundamental).

Así, el principio moderno de inmanencia coincide con la promoción de la subjetividad humana a fundamento
de la verdad y de los valores, y esto según toda la amplitud de la pertenencia del ser al pensamiento. Así, el
cogito ergo sum de Descartes, en cuanto sigue a la duda radical, subordina el ser al pensamiento humano y
termina por disolver la verdad en el simple devenir de la naturaleza y de la historia. Con una fórmula radical
puede decirse que mientras en el realismo es el ser, su darse y presentarse a la conciencia, lo que fundamenta
y actualiza a la misma conciencia -que es por eso conciencia del ser, y configura la verdad como conformidad
al ser del que depende-, en el pensamiento moderno -gracias a la duda radical- la conciencia comienza
consigo misma y desde sí misma, a partir del propio acto de cogitare, de modo que el ser significa el ser-en-
acto de la conciencia, depende de la conciencia y se identifica con su actualización, y se configura según el
modo en que se conciba esa actualización: las ideas claras y dintintas (V. DESCARTES; SPINOZA;
RACIONALISMO), la visión de Dios (V. MALEBRANCHE), las mónadas como centros activos del Todo (v.
LEIBNIZ), las categorías como actualizaciones y las Ideas como proyecciones totalizantes del Yo pienso
trascendental (v. KANT; IDEALISMO). Otro tanto puede decirse de la línea empirista, en la que el principio
de inmanencia, precisamente por una más adecuada interpretación del cogito como «acto» de la percepción,
ha llegado más radical y rápidamente a la eliminación de la metafísica del Absoluto (V. EMPIRISMO).

3. Desarrollo teorético del principio de inmanencia

El principio moderno de inmanencia presenta tres momentos teoréticos:

1) En primer lugar, la posición de la conciencia como fundamento mediante la experiencia radical de la duda,
o duda radical, que es la fórmula teorético-negativa del principio de inmanencia La duda, en efecto, no se
refiere al aparecer, sino al ser y a la verdad del ser; es más, el aparecer se afirma como estímulo y razón de la
duda para alcanzar la verdad; pero aquí la duda no es tanto la exigencia de esa verdad -como sucede, en
cambio, para cualquier conocimiento reflejo y para la Filosofía como tal-, sino su mismo fundamento. Esto
significa, téngase bien en cuenta, que el conocimiento es concebido como negatividad activa: es decir, que el
momento constitutivo de la afirmación es la negación; la mediación del no-ser es la que hace posible la
afirmación del ser. El no-ser (o duda radical) puede tener varias referencias, es decir, puede referirse al objeto
según diversos aspectos: Descartes comenzó a dudar de la experiencia inmediata y de las ciencias físicas,
después pasó a dudar de la misma matemática y de cualquier conocimiento adquirido, para alcanzar la
absoluta «disponibilidad del acto simple de la conciencia», pero recuperó todo eso con la confianza en la
razón teológica a la que, si bien por motivos diversos, permanecieron fieles los grandes representantes del

2
racionalismo, como Spinoza, Malebranche, Leibniz, Wolff... El no-ser, que era la sustancia de la duda en el
racionalismo y que corroboraba en proporción directa, mediante la oposición, la verdad de su contrario, estaba
referido a la experiencia inmediata, al «dato», a la finitud empírica, al momento transeúnte.

2) Después, viene la resolución en la inmediatez del contenido. En efecto, la filosofía moderna se ha


desarrollado como un grandioso «concierto teológico», como una serie de variaciones sobre el tema del
«argumento ontológico» (v. ONTOLOGISMO), y eso con una precisa y firme conciencia de ello,
comenzando por Descartes, y con Malebranche, Spinoza, Leibniz, al menos hasta Hegel, que constituye el
vértice de la ambigüedad, es decir, del salir de sí teológico del hombre y del entrañamiento antropocéntrico de
Dios: aquí lo Verdadero es solamente lo Absoluto , lo Necesario (racionalismo), el Todo (Kant, idealismo...), y
el acto se «verifica» en el interior de ese Necesario, del Todo, como un presentarse y como presencialización
del mismo.

Esto no quita la diferencia existente entre el olímpico mundo del racionalismo y el agitado mar del criticismo
y del idealismo; la diferencia que aquí interesa se refiere únicamente al modo y al método de alcanzar y
afirmar el Absoluto, no a su «función de fundamento» noético-óntico para el paso desde la experiencia a la
Metafísica. Por eso, no debe sorprender que esta línea clásica del pensamiento moderno en «tono mayor» se
haya presentado precisamene con Descartes en función explícitamente polémica contra el ateísmo y el
materialismo (cfr. Descartes, Meditationes de prima philosophia, ed. Adam-Tannery, t. VII, p. 9), para
fundamentar la certeza de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma, y que el mismo Hegel rechace
con indignación la acusación de ateísmo -casi general- lanzada desde todas partes contra Spinoza e,
indirectamente, también contra él mismo, que había afirmado que «ser spinoziano es el primer paso hacia la
filosofía» (cfr. Geschichte der Philosophie, Berlín 1844, Obras completas, vol. XV, p. 337). La defensa de
Hegel es extraordinariamente enérgica e iluminadora: han podido acusar a Spinoza de panteísmo y de ateísmo
sólo aquellos que atribuyen al mundo finito «una verdadera realidad», una realidad afirmativa. Quienes así
piensan, pueden ciertamente lanzar esa acusación a Spinoza porque se mueven en el «mundo de las
representaciones finitas», pero es eso lo que niega Spinoza (¡y Hegel con él!): el mundo en sus aspectos
fundamentales, la extensión y el pensamiento, se resuelve en Dios, de modo que, en realidad y en verdad
«sólo Dios es» («nur Gott ist»: Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften, § 50, ed. Hoffmeister,
Leipzig 1949, p. 76). Sin embargo, esta acusación de ateísmo hecha al spinozismo -y a la filosofía como tal-
le parece a Hegel, al fin, más obvia, si no más fundada, que las de acosmismo y panteísmo, ya que el modo en
que Spinoza (y Hegel) y la filosofía (según Hegel) debe representarse el Absoluto está en los antípodas de la
representación del hombre común y de las filosofías que se basan en el intelecto (Verstand), para el que
también lo finito es verdadero y real y se distingue, por tanto, del Infinito (ib., § 573, p. 477 ss.). Se
comprende entonces que, una vez eliminada por la izquierda hegeliana (Feuerbach, Strauss, Marx...) toda
posible referencia al Absoluto, no queda sino lo finito como devenir de simples sucesos humanos.

3) Por último, la resolución en la inmediatez del acto. El principio moderno de inmanencia, en su desarrollo
histórico que tiene sus vértices en el racionalismo, empirismo, criticismo, idealismo, positivismo,
materialismo dialéctico, hasta las varias formas de antropología trascendental del pensamiento
contemporáneo, ha buscado su desarrollo y su autentificación como «principio -de la conciencia» en virtud de
una exigencia igualmente esencial y originaria: la de la verdad como inmediatez del acto. La duda, que en el
cogito cartesiano corre a refugiarse en el Absoluto, corre demasiado rápido: si la certeza atestiguada por la
duda es la presencia del acto de dudar que es el cogito, la afirmación del cogito no puede trascender al acto
mismo, y la certeza misma del cogito está en proporción a la duda, es decir, a la exclusión y a la negación de
todo aquello que «trasciende» al acto del momento, o sea, de todo contenido que no sea el acto mismo en su
momentánea presencialidad. La verdad del cogito, si excluye inicialmente el contenido (lo otro y el Absoluto),
lo debe excluir para siempre, si quiere mantener la verdad de la propia presencia.

Parece, en consecuencia, que la inmanencia no puede abarcar y fundamentar simultáneamente el acto y el


objeto, y que debe realizar una elección: la historia de la filosofía moderna es la tensión de esta elección que
continuamente se renueva. La lucha que se realiza en esa tensión puede llamarse una «controversia de
familia», ya que ambas direcciones -el empirismo y el idealismo- afirman que parten del mismo principio de
conciencia o de inmanencia del ser; pero, en realidad, es la lucha que el mismo principio de inmanencia
sostiene con y contra sí mismo, en cuanto que siempre que intenta y tiende a radicalizarse, es decir, a
reducirse al fundamento, se ve obligado a perder, y a reconocer la pérdida, del otro polo de la dialéctica : si va

3
hacia el Absoluto, escogiendo el contenido, pierde el acto y con él la presencia como inmediatez fundada-
fundante; si, por el contrario, va hacia el acto, eligiendo la inmediatez de la presencia, pierde el contenido y
con él el fundamento de estructura y de significado.

4. El principio moderno de inmanencia y el ateísmo

La incidencia atea del principio de inmanencia se manifestó enseguida, con la primera aparición del cogito
cartesiano, y no ha habido filósofo «moderno» de cierto relieve que no haya sido acusado de ateísmo. Este
hecho es significativo, pero no constituye el aspecto más profundo y actual del problema. Lo que importa
principalmente, para no errar el blanco, es reconocer que la filosofía «moderna» ha hecho de la conciencia un
nuevo inicio, invirtiendo así la perspectiva del ser, y realizando el más audaz y fascinante intento del espíritu
humano: el de la autofundamentación radical del pensamiento en sí mismo. El «punto cero» en el que el
cogito se ha resuelto en muchas filosofías contemporáneas, constituye su «verificación esencial», que es, a la
vez, el reconocimiento definitivo del no-ser o nada del hombre, precisamente sobre el fundamento del
proclamado no-ser constitutivo de la conciencia. De ahí -y no es causal- que el no-ser de Dios sea afirmado,
ahora ya sin remordimientos, como solidario del no-ser del hombre: el camino de esta «verificación» o
resolución ha sido largo y laborioso, pero no incierto ni siquiera inútil en la economía del espíritu.
Entendemos, por tanto, la «resolución» del cogito al punto cero, como inevitable y constitutiva: los renovados
intentos por retardar la «cadencia» atea, que cada vez son más raros y débiles, no son, pues, más que modos
de pararla y, por tanto, constituyen una incomprensión del principio mismo o, si se quiere, se trata de
interferencias de la actitud personal del filósofo impuestas y sobreañadidas a una coherencia, que es
arbitrariamente interrumpida en el momento decisivo.

Por eso, consideramos inauténticas e intrusas todas las formas de teísmo aparecidas en el pensamiento
«moderno» o, diciéndolo de modo positivo, afirmamos que el pensamiento no puede trascender el horizonte
humano que se ha dado a sí mismo con el cogito. Entiéndase bien, para evitar equívocos: desde Descartes
hasta las más recientes pretensiones del marxismo y del neopositivismo, las relaciones entre dicho
pensamiento moderno y la aparición de la moderna ciencia han sido muy acentuadas; pero se trata, también
aquí, de un equívoco que la ciencia contemporánea ha disipado generosamente. La ciencia tiene un propio
ámbito intencional bien definido, con métodos, principios y conceptos propios, y no depende de la Filosofía
más que en ese poco en que toda actividad humana estructurada puede depender. En cualquier caso, una
filosofía, como la de la inmanencia, que reduce el contenido de la experiencia y, por tanto, también de la
ciencia a la experiencia de conciencia, no presenta ningún sentido y, por tanto, ningún interés para la ciencia.
Éste es un punto importante.

Distinto, y mucho más importante desde el punto de vista especulativo, es el «polimorfismo» que el principio
de inmanencia ha desplegado en el arco de los tres siglos de su desarrollo, fraccionándose sucesivamente en
grupos opuestos: racionalismo y empirismo, fenomenismo e idealismo, neoidealismo y neopositivismo,
fenomenología y existencialismo ... Aquí se hace patente la advertencia y la insatisfacción del cogito, es decir,
del «comienzo absoluto», que no puede ser satisfecho ni por lo puramente inmediato ni por lo puramente
mediato. Sino que, a causa del carácter absoluto del principio del cogito, es decir, de la conciencia, como
debía aparecer igualmente fundamentada la elección de una de las posiciones alternativas, así era igualmente
evidente la arbitrariedad de excluir la otra; pero esto debía hacerse para responder a la exigencia del cogito en
su «punto cero». En esta antítesis de ambivalencia o equivocidad -ya que se puede hablar de equivocidad en
sentido estricto-, se manifiesta también que la esencia del cogito no es propiamente la reducción de la realidad
a «representación», que se limita a alguna forma de empirismo (p. ej., Berkeley), y tampoco la reducción de la
conciencia a representación (p. ej., Descartes, Malebranche, Locke, Berkeley, Hume, Husserl...), si bien ésta
es la forma más común de presentar e interpretar la inmanencia moderna.

5. El método de inmanencia y la teología cristiana

Los teólogos protestantes contemporáneos, aun reconociendo la «positividad» del ateísmo moderno, hablan
de un proceso continuo de «secularización» , que tiene su culpa original en la pretensión de hacer una
«teología natural» o teodicea y ha tenido su incentivo en la especulación de la escolástica : pero Lutero
rechazó con horror la «prostituta razón» (die hure Vernunft). Según estos teólogos, el efecto responde a la
causa, y el nihilismo en que se actúa y al que se dice que conduce el ateísmo moderno constituye la esencia y

4
la consecuencia del proceso de secularización del mundo: «La secularización puede ser simplemente
caracterizada así: el mundo es representado por el hombre como objeto, y, por tanto, se hace objeto de la
técnica. En todos los campos de la vida se realiza esta secularización: en la ética, en el derecho, en la política»
(R. Bultmann, Der Gottesgedanke und der moderne Mensch, 1963, ahora en Glauben und Verstehen, vol. 4,
Tubinga 1965, p. 115 s.). Pero observemos que la esfera de lo Sacro no puede ir separada de la del Absoluto:
aquélla da el sentido del valor; ésta el fundamento y la clave de interpretación.

La religiosidad protestante se ha comprometido hasta la raíz con el principio moderno de inmanencia desde
que (primero, por obra del pietismo, y luego con la nueva teología que, con Haman-Kant-Jacobi, ha acogido
el principio de autonomía y de libertad) ha abandonado las formas escolásticas de la teología protestante del s.
XVIll, para redescubrir y volver a proponer el principio de interioridad como «libertad constitutiva», afirmado
por Lutero, según la afirmación de Hegel (cfr. Grundlinien der Philosophie des Rechts, Vorrede, ed.
Hoffmeister, Hamburgo 1955, 17; Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichte, ed. Lasson, Leipzig
1930, 878; Vorlesungen über die Geschichte der Philos. , vol. 3, 2 ed. Berlín 1844, 230). Ahí está todo el
drama del ateísmo resolutivo del s. XX: en el ir consigo misma de la libertad como estructura última
trascendental de la conciencia.

En el campo católico, el episodio más grave de la aplicación del principio y método de inmanencia a la
Teología lo ha constituido la herejía del modernismo(Modernismo teológico
). En cambio, el método de inmanencia tal y como fue desarrollado por Blondel ha de entenderse más bien en
la línea de la distinción entre conocer y querer, para la fundamentación del acto de fe.

BIBL.: J. DE TONQUEDECQ, Immanence (Méthode de L") , en DAFC II, 579-612; TH. STEINM.ANN,
Immanenz und Transzendenz, en RGG, III (1929), 189-194; C. FABRO, Immanenza, en Enc. Cattolica, VI
(1951) 1673-1680; M. BORN, Physik im Wandel meiner Zeit, en G. NOLL, Sein una Erkennen, Munich 1962;
C. CARDONA, Metafísica de la opción intelectual, Madrid 1969; T. ERISMAN, Denken und Sein, Viena-
Colonia 1950; R. ETTINGER-REICHMANN, Die Immanenzphilosophie, Gotinga 1916; C. FABRO,
L"anima, Roma 1955; íD, Percezione e pensiero, 2 ed. Brescia 1962; íD, Introduzione all"ateismo moderno, 2
ed. Roma 1969; É. GILSON, El realismo metódico, 3 ed. Madrid 1963; L. GOLDMANN, Recherches
dialectiques, París 1959; N. HARTMANN, Diesseits von Realismus und Idealismus, en Kleiner Schriften,
Berlín 1957, vol. 2, 278-322; L. LANDGREBE, Pkdnomenologie und Metaphysik, Hamburgo 1948; R.
LAUTH, Zur Idee der Transzendentalphilosophie, Munich-Salzburgo 1965; T. LITT, Denken und Sein,
Zurich 1948; H. MAIER, Philosophie der Wirklichkeit, Tubinga 1926; OTTO MUCK, Die transzendentale
Methode, Innsbruck 1964; L. NELSON, Ober das sogenannte Erkenntnisproblem, Gotinga 1908; H.
RICKERT, Der Gegenstand der Erkenntnis, Tubinga 1921; M. SCHELER, Die Transzendentale und die
psychologische Methode, Leipzig 1900; W. SCHUPPE, Grundriss der Erkenntnistheorie und Logik, Berlín
1894; 1. DE TONQUEDECQ, Immanence, París 1933.

S-ar putea să vă placă și