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JACQUES AUDIBERTI
1
ACTO P R I M E R O
Época Luis XV. Una alcoba, en una residencia situada en el territorio del elector de Sajonia,
próximo a la frontera de Occidente. Dos camas. En una cama, la Princesa ALARICA, hija del rey
de Curtelandia. En la otra, TOLOSA, aya de la princesa.
ALARICA. — ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
AYA. — Duerme. Yo querría dormir.
ALARICA. — ¿Dormir?... ¿Dormir?
AYA. — Sí, querida... Dormir. Las camas se han hecho para dormir.
ALARICA. — La mía, mal hecha.
AYA. — Así son las camas de Alemania.
ALARICA. — Me haría falta yo no sé qué.
AYA. — Para dormir, te bastas tú sola. Es contigo con quien duermes. Para coser necesitas
hilo. Para galopar, tu caballo. Para dormir, nada, Es contigo con quien duermes.
ALARICA. — Creo que necesito un poco de azahar.
AYA. — Si ahora tomas drogas, mañana te dormirás de pie.
ALARICA. — ¿Mañana? Ya estamos en mañana. Mañana ha llegado.
AYA. — Mañana no llega más que en los cuentos. Cierra los ojos. Cuenta corderos. Un
cordero, dos corderos, tres corderos. ¿Los ves hundirse tras la barrera blanca? Cuatro corderos,
cinco, seis, siete, ocho. Catorce. Quince. Cuéntalos uno a uno y no te equivoques. ¿Los ves?
ALARICA. — Muy bien. Son rizados. Sus patas, color rosa vivo. Algunos tienen bigotes
negros. Otros van con muletas.
AYA. — ¿Bigotes? ¿Muletas? Esos no son corderos.
ALARICA. — ¿Corderos? ¡Ah, no!... Veteranos, sí. Veteranos. Capitanes. Infantes.
AYA. — ¿Qué? ¡Hombres! Bueno, ya sean corderos, ya sean hombres, cuéntalos bien. No
dejes que se escape ni uno solo. Si no, habría que volver a empezar.
ALARICA. — Cincuenta y tres, cincuenta y cuatro, cincuenta y seis, siete, ocho, nueve, sesenta.
Sesenta y uno. ¡Oh!
AYA. — ¿Qué?... ¿Qué pasa ahora? Ya me adormecía.
ALARICA. — Entre los hombres hay un animal.
AYA. — ¿Qué animal? ¿Un cordero de los de antes?
ALARICA. — No. Un búfalo todo rojo, con los cuernos verdes. Tres cuernos. ¡Qué búfalo raro!
Tiene grandes ojos negros. ¡Mi Dios! ¡Qué triste parece! Es un animal que se ha metido entre los
hombres, pero a su vez hay hombres en él, hombres que quieren salir. Los veo a través de los
ojos negros. Quieren salir. Me llaman. ¿Qué puedo hacer? Y además, mientras tanto, los otros se
apresuran. Ya no sé por qué número iba. Tendría que haber puesto alguien en la barrera, un
control. Estoy muy fastidiada.
AYA. — Bueno. Se terminó. Listo. Ya no dormiré más. La noche murió. Encendamos.
ALARICA. — Me has dado con la luz justo en los ojos. Siempre igual. Yo creo que en el fondo
tú no me quieres ni tanto así.
AYA. — Mi junquillo, perdóname. Esta luz, sin embargo, es bien débil. Apenas si veo la hora.
Son las... Son las cinco y veinte. Las cinco y veinte del seis de diciembre de mil setecientos
sesenta y dos. Afuera, la nieve, la noche. Si nadie se interpone, la rueda de esta jornada no se
desviará un punto. ¿Te das cuenta?
ALARICA. — ¿Y si jugáramos a las damas?
AYA. — Mil gracias. No podría distinguir las blancas de las negras. Tienes diez y nueve años,
mi ranita. No eres ni lo bastante joven, ni lo bastante vieja para esas aburridas diversiones.
Apenas si hemos ganado un minuto. Sin embargo, la rueda de esta jornada histórica deberá...
ALARICA. — He oído la rueda de una carreta. Me ha hecho rechinar hasta los dientes.
AYA. — Tienes una sensibilidad realmente diabólica. Todo te hiere, y sin embargo no dejas
pasar nada. El matrimonio te hará bien.
ALARICA. — ¿Esperas que el matrimonio me vuelva sorda?
AYA. — El matrimonio te tranquilizará, te aflojará. No ya de un poco de azahar, sino de un
naranjo entero, tu cuerpo estará colmado, satisfecho, apaciguado. El matrimonio es el estado, es
el trono de la mujer.
ALARICA. — Una mujer, yo no soy.
AYA. — El matrimonio sabrá hacer de ti una mujer.
ALARICA. — ¿Hará un hombre de mi esposo?
AYA. — Aún doncel, un hombre es un hombre; aún doncel, aún completamente solo. Pero una
mujer no está completa hasta que no forma una mitad. Me caigo de sueño.
ALARICA. — Explícame. Cuéntame.
AYA. — ¡Ah, no! Yo no quiero hacer lo que le toca a tu esposo. Él te moldeará, mi linda
tontita, mi tortolita. En el fondo, si no duermes, ya es por culpa de él. Pero no hace falta que el
presente sea consumido por el futuro.
ALARICA. — ¿Crees tú que ha de ser muy grande mi futuro? ¡Con tal de que sea más grande
que yo! ¿Y sus ojos? Sus ojos, exactamente, ¿cómo son?
AYA. — Consulta la miniatura que te hizo llegar.
ALARICA. — ¿Dónde la metí?
AYA. — La tenías en tu cama. Todo lo pierdes.
ALARICA. — Ya la tengo... acerca la lámpara, ¿quieres? Sí... No hay nada que decir. Es lindo.
Pero esa sombra, allí, cerca del labio, esa sombra me inquieta. Se diría que no está contento. Que
ha llorado. ¿Qué puede pasarle?
AYA. — Los reyes no están exentos de disgustos.
ALARICA. — No irá a gemir todo el día.
AYA. — No... de vez en cuando... como todo el mundo.
ALARICA. — Entonces... cuando no gime... ¿Qué hace, cuando no gime?
AYA. — Estudia, supongo. Digiere. ¡Duerme, el bienaventurado!
ALARICA. — Y yo, ¿cuáles serán mis ocupaciones?
AYA. — Tú darás felicidad a tu esposo.
ALARICA. — ¿Todo el día?
AYA. — Todo el día, sí. Y toda la noche.
ALARICA. — Esa felicidad que yo daré, dime, To-losa, ¿de dónde la sacaré?
AYA. — La tomarás de tu esposo.
ALARICA. — La felicidad que yo tomaré de mi esposo, será la que yo le habré dado. Entonces,
¿no beberé más que mi propio bien?
AYA. — Me partes el cerebro. Si no quieres dormir, por lo menos cállate. Pobre perita verde,
no pienses más. Reposa. Escucha.
ALARICA. — No oigo nada.
AYA. — Justamente. Ya ni tú oyes nada. La carreta se ha alejado. Una nueva noche comienza.
Descansad, mi madreselva. Una nueva noche comienza. Todos se han ido. (Golpean
violentamente la puerta.)
ALARICA. — Han golpeado a la puerta.
AYA. — Sí. Han golpeado a la puerta. ¿Sois vos, señor Mariscal? (Golpean de nuevo.)
AYA. — Es raro. ¿Qué significa esto? Será el teniente. ¿Quién va?
ALARICA. — ¿Qué puede venir a hacer el teniente a la puerta de nuestra alcoba?
AYA. — Razones no faltan, que puedan ponernos por delante los tenientes, para introducirse
en los cuartos de las mujeres. Es cierto que el nuestro no reverdece ya mucho. (Golpean de
nuevo.)
ALARICA. — Tengo miedo.
AYA. — No tengas miedo. Tu miedo da coraje al que te amedrenta.
ALARICA. — ¿Y si llamáramos? ¿Por la ventana?
AYA. — ¡Silencio! Hablan.
Voz (detrás de la puerta). — ¡Abrid!
ALARICA. — Han dicho: "¡Abrid!".
AYA. — ¡Abrid! ¡Qué tupé! ¿Quién está ahí? ¿Quién es?
Voz. — Es el rey.
AYA. — ¿El rey?
Voz. — Yo soy el rey. Soy Perfecto Decimoséptimo rey de Occidente, de Burgondía y de los
Vascones. Alarica, soy vuestro futuro. Soy el prometido de Ja princesa Alarica de Curtelandia.
que esta misma noche he de desposar.
ALARICA. — ¡Cielos!
AYA. — ¡Canastos!... Quienquiera que seáis, señor, debéis saber que nosotros llegaremos
hoy a las tres de la tarde a la frontera de Occidente y que, en este momento, nos encontramos en
los cantones del elector de Sajonia, a cuatro leguas de aquella augusta frontera. ¿Cómo
podríamos admitir que, transgrediendo el protocolo, nuestro real prometido se llegue ante
nosotras con tanta prisa como para que nos sea permitido saludarlo aun antes de haber puesto el
pie sobre sus Estados?
Voz. — ¡Abrid! El rey no espera, vos lo sabéis.
AYA. — Señor, aun siendo vos el rey, no debemos, ¡cuernos!, recibiros, aunque más no sea
porque vuestra visita nos toma de sorpresa, y no estamos vestidas. Pero ¿cómo nos probaréis...
que sois quien sois, que sois vos el rey?
Voz. — La prueba saltará a la vista si se abre la puerta.
AYA. — ¡Qué terrible confusión! Que el rey se digne comprendernos, si es él quien está detrás
de la puerta.
Voz. — No estoy detrás, estoy delante.
AYA. — Debo velar por la princesa.
Voz. — La princesa no podría encontrar mejor guía ni más firme tutor que yo, para el trecho
del camino que le queda por cubrir antes de que esté a sus pies el reino de los iris. ¿No es así,
Alarica querida?
AYA. — De acuerdo, señor. De acuerdo, si sois el rey, pero si no sois el rey, y yo llegara a
abriros, ¿cómo podríais perdonarme jamás mi ligereza? Mejor dicho, ¿cómo podría el rey
perdonármela jamás, si fuese verdaderamente el rey? Voy a llamar.
Voz. — Os lo prohíbo. Yo soy el rey. Si me desobedecéis, señora aya, os haré cortar la
cabeza.
AYA. — Estamos a cuatro leguas de Occidente. ¿Debemos reconocer vuestra autoridad fuera
de los límites de vuestro dominio? Estamos en las tierras del elector de Sajonia y esta casa es
de él.
Voz. — ¡Cómo! He venido a caballo, solo y ardiente, dejando allá, en Sistreburgo
empavesado, al arzobispo, los orfeones, los coraceros. Llego al morir la noche, ardiente como el
fuego. Burlo a la guardia. Devoro las escaleras. Toco esta puerta. Es de madera. ¿Y esta es, pues,
toda mi recompensa? ¿Debo volver a partir, en seguida, extenuado, decepcionado, llevando, por
toda provisión, bajo mi capa, la voz de una aguafiestas? La prudencia, mi buena señora, no es
siempre prudente. Pero vos, Alarica, vos, carne de mi vida, pensamiento de mi carne, vos que yo
sé, vos que yo siento que me escucháis con todas vuestras bocas, que me amarráis con todos
vuestros bucles, vos, cuyo corazón palpita de amor y de dolor, ¿con qué ojos osaréis mirarme
cuando, hoy mismo, esta tarde, no lejos del río, ante la catedral, volvamos a encontrarnos, en
presencia de nuestros ministros y escribanos? Siempre estará, entre nosotros, esta mugre de
puerta. (Golpea con violencia.)
ALARICA. — Señor, voy a abriros.
AYA. — ¡Estáis loca! ¡Y si fuera un bandido! Voz. — Daos prisa. Van a terminar por
descubrirme en este apestoso corredor.
ALARICA. — Abro. (Entra un joven, alto y jovial, F..., chaqueta de cuero. Tricornio. Capa. Se
precipita sobre Alarica.)
F.... — ¡Querida! ¡Mi amor! Os veo. Os tengo. ¡Ruta de caravanas! ¡Reclinatorio de profetas!
Luz sin igual... Mi flor... (Al Aya.) Vos habéis estado a punto de hacerme subir la mostaza. Pero
no os reprocho vuestro celo, para que sepáis cómo lo aprecio. Sois una buena mujer. Tocadme.
(Él le tiende la mano.)
AYA. — Mi señor...
F…. —Llámame Señoría, es más sencillo.
AYA. — No estoy muy convencida.
F.... — ¿Qué queréis ahora? ¿Sostendríais aún que yo no soy yo?
AYA. — Todos somos yo. Cada cual se llama yo. Vos sois yo, naturalmente, como ella, como
yo. Pero el rey, es otro asunto muy distinto. Vos no sois el rey.
F.... — Os haré colgar.
AYA. — El que cuelgue último, colgará mejor.
F... — ¡Pero demonio! ¿Qué mejor prueba podrían dar los reyes de su realeza que la grandeza
de sus victorias? Traspongo la puerta. Tengo mi conquista. Me río en vuestras narices. ¿Qué más
queréis ahora? Mire el aire, los ojos de ella. ¿No proclaman que está absolutamente
persuadida?... Es una princesa. Ella entiende de esto mucho más. Pequeña, ¿me esperabais?
AYA. — En fin, señor, ¿qué pretendéis?
F.... —Cuando penetré en esta alcoba, fue para encontrar en ella a la más fascinante, a la más
noble de las criaturas; esta princesa que no deseo que reine sobre mi pueblo, sino después de
haber reinado, a solas, y sin la intervención de los óleos, sobre mi corazón. Por otra parte, desde
que estoy entre estas cuatro paredes, no existo más que para vos. ¿Qué exigís que os muestre?
¿Un pasaporte? ¿Mi cetro de oro?
AYA. — Vuestras espaldas, mi amigo. Se acerca la hora de nuestro chocolate.
ALARICA (al Aya). — No te inquietes. Yo me hago responsable.
F.... — Vuestro chocolate no me asusta. Me gustan, ¡ah!, como me gustan estos equívocos
instantes, en los cuales ya no soy más que un hombre, en cuanto dejo de ser rey.
AYA. — Yo me planto en la ventana. Si alarmáis los pudores de la princesa, llamo, grito.
Quedáis prevenido.
F... (a Alarica). — Sois bella. Sois la esmeralda y el manantial del mundo. Sois la juventud,
la alegría. Sois demasiado bella. Las reinas no son tan bellas. El sol virginal de vuestra boca me
deslumbra, me da sed. Pero en él es necesario que me sacie. Arderé, arderé de dicha, y no habrá
en mi reino bastantes tambores, bastantes campanarios, os aseguro, para celebrar
suficientemente mi alegría. Ordenaré que hasta en los ríos, las truchas se pongan a cantar.
AYA. — Los reyes no son tan charlatanes. Voy a llamar.
F…. — Sí, comprendo bien; los reyes, según vos, deben ser todos idiotas. Lo que ocurre, es
que ellos no tienen la práctica de la vida plena, como los otros seres. Son, como si dijéramos,
maniquíes. Yo estoy en este momento como si acabara de nacer: inocente, confiado, pero
¡atención!, con la cabeza de un filósofo, las manos de un guerrero, el alma de un cantor. Nazco.
Estoy naciendo. (A la Princesa.) ¡Querida! ¡Pequeño monigote, bichito! Venga lo que viniere, el
instante en que me ha sido dado llegar, con mi pobre carne, a la gracia en persona y contemplarla
tan de cerca como para perderme en ella y quizá perderla conmigo, ese inefable instante se eleva
dilatándose en el espacio, bien en lo alto, mucho más allá del matemático punto donde se
confunden nuestros alientos. (Besa a la Princesa. El Aya abre la ventana.)
AYA. — ¡Teniente! ¡A las armas! ¡Gentes! ¡Socorro!
F.... (al Aya). — Tú te gastas. Te afanas demasiado. (El Aya corre de la ventana a la puerta,
que abre.)
AYA. — ¡Daos prisa! ¡Rápido! En nombre del Cielo, mi pequeña rosa, sepárate de ese
hombre. Y vos, si tenéis por ella la menor pizca de... de... soltadla, os lo ruego. Dejad a la
princesa. (Se esfuerza por desunir a la pareja.)
F.... (a la Princesa). — Señorita, no temáis nada. Vuestra aya está tocada. Ve el mal en todo.
El mal, ¿está en mí? ¿Soy yo el mal? ¿Soy yo el malo?
ALARICA. — Todo mi ser va hacia vos. Pero mi aya fue siempre mi tutela y mi mejor consejo.
(Lo rechaza dulcemente. Entra el Teniente. Pertenece al Ejército Curtelandés y del cual lleva el
uniforme. Su presente función es la de escoltar a la Princesa entre Curtelandia y Occidente.
Tiene cerca de cincuenta años.)
F.... (al Teniente). — Soy el Marqués del Bastón de la Dornerí, y no preguntéis más.
TENIENTE. — ¿Ignoráis la calidad de esta persona? ¿Es necesario informaros que es la hija del
príncipe Celestincic, monarca soberano del gran ducado de Curtelandia, y que se dirige a
Occidente con el fin de contraer matrimonio con el rey Perfecto Decimoséptimo? De ciudad en
ciudad, tanto en las tierras de su padre, como en la travesía de reinos y repúblicas del Imperio,
Su Alteza fue objeto de los más conmovedores e ilustres agasajos, tanto de parte del pueblo
como de las autoridades. ¿Sostendríais que en ninguna parte, ni siquiera de lejos, habéis
reparado en el rostro de Su Alteza, y que os habéis introducido en esta morada sin saber a
quien...
F.... — Amigo mío, basta. Vos sois algo así como teniente, presumo. Tenéis buena planta. Yo
no soy el Marqués del Bastón.
TENIENTE. — Siendo así...
F.... — ¡Esperad! Yo soy Perfecto, Perfecto Decimoséptimo, Rey de Occidente, de Burgondía
y de los Vascones. Vos tenéis el honor y el privilegio de sorprenderme en compañía de mi
prometida. Naturalmente, os asciendo a capitán.
TENIENTE. — El asunto es embrollado. (Golpean.)
AYA. — Todo se va a aclarar. Nuestro Mariscal de la nobleza, general Silvestrius, que es, al
mismo tiempo, ministro de Curtelandia para los asuntos extranjeros, viaja con nosotros. Él ha
tenido ocasión de ver repetidas veces al rey de Occidente. (Ella abre.) Pasad, señor. (Entra el
Mariscal de la nobleza. Robe de chambre. Calvo. Trae la peluca en la mano.)
MARISCAL. — ¿Qué ocurre? ¿Qué feria es ésta? ¿Qué pasa?
AYA (al Mariscal). — Señor Mariscal, ¿conocéis a ese hombre?
MARISCAL. — ¿Ese hombre? ¿Cuál? ¿El oficial que os escolta?
TENIENTE. — No... Este hombre. .. Este. ..
MARISCAL. — Recuerdo que en el noventa y cuatro... ¿Noventa y cuatro o noventa y cinco?
Me encontraba viajando por Flandes, durante toda una jornada, en diligencia, sentado frente a
una mujer de pueblo, que me pareció flaca como una flauta en la breve mirada que le concedí.
Sólo cuando estábamos a dos o tres tiros de arcabuz de Louvain... ¿Louvain o Dinant? reparé en
sus uñas. Su mugre, una mugre particular, tirando a espinaca, me trajo de golpe una
reminiscencia precisa. Fijé los ojos en mi vecina y de pronto la reconocí. Era una tal Brígida...
¿Brígida o Gertrudis? En todo caso una verdadera marrana, que yo había practicado diez o
quince años atrás, en Magdeburgo, Magdeburgo, digo bien, cuando ella pesaba no menos de
ciento sesenta libras. Y ¡cómo no!
TENIENTE (mostrando a F...). — Vuestra excelencia, ¿es este hombre el rey de Occidente?
MARISCAL. — ¿Decíais?
TENIENTE. — Tengo el honor de preguntar a vuestra excelencia si reconocéis en este hombre al
rey de Occidente.
MARISCAL. — Gertrudis... La reconocí por sus uñas. ¿Gertrudis o Brígida? Hay tantos hombres
sobre la tierra, tantos hombres, tantas mujeres, cada uno con diez dedos, sin contar los de los
pies, y la naturaleza, en su minuciosa prodigalidad, la naturaleza, asimismo, encuentra el medio
de impartir a las uñas de cada cual un aspecto, una fisonomía propias. Amigos míos, buenas
noches. Voy a echarme otro cuarto de hora.
TENIENTE (a F...). — No ha dicho que seáis el rey. Yo os arresto.
F.... — Tampoco ha dicho que no lo sea. Pero no me debatiré más contra una conjuración de
chambelanes y nodrizas. Cuando lo arrestan es cuando el hombre que tiene piernas debe
saber demostrarlo. (A la Princesa.) Amor mío, te llevo en mí. Guárdame en ti. (F... salta por la
ventana.)
TENIENTE (pistola en mano). — ¡Deteneos! ¡Deteneos! (Hace fuego por la ventana.)
AYA. — ¡Desdichado! ¡Estáis loco!
TENIENTE. — Yo soy responsable de la seguridad de la Princesa.
AYA. — ¡Dios mío! ¡Qué desgracia! Vayamos a ver qué tiene. (El Teniente y el Aya salen.)
MARISCAL. — Con esta ventana de par en par, uno se hiela.
ALARICA. — ¿La bala lo alcanzó?
MARISCAL. — Me da esa impresión. El muchacho está tirado en la nieve. Ya lo levantan.
(Cierra la ven-tana.)
ALARICA. — ¿Qué vamos a hacer con él?
MARISCAL. — La prisión lo espera. Las prisiones se han hecho para contener las alas
demasiado largas.
ALARICA. — Le llevaré confituras y aguardiente.
MARISCAL. — Si me escucharais, hija mía, no haríais nada de eso. El universo, consideradlo,
os acecha. Los escándalos se alimentan de confites.
ALARICA. — Señor Mariscal...
MARISCAL. — ¿Qué?
ALARICA. — Nada.
MARISCAL. — Bueno. .. Bueno... (Va hacia la ventana y vuelve.) El bribón no es del todo torpe.
Lo hizo con brío, ¡eh, eh!, ¡con nervio, con chrrrt! y ha sabido tocar el corazón de una reina.
Aunque esto le costara un brazo, sale ganando.
ALARICA. — ¿El corazón de una reina?
MARISCAL. — ¡Claro!... El vuestro.
ALARICA. — El corazón de una reina... Mi corazón... Las anémonas, los alelíes, las margaritas,
las flores, todas las flores están mezcladas, en una cesta, como en la tierra. Por estas flores, por
esta tierra, se cruzan galerías. Las galerías de los hombres cortan las de las mujeres. Para cada
galería no hay más que un cruce. El hombre y la mujer no se encuentran más que una vez.
MARISCAL. — Son las seis menos cinco. Partimos a las diez. Yo no estaré tranquilo, lo
confieso, hasta que vea los iris azules, sobre las blancas banderas de Occidente, y las verrugas
del Cardenal de la Rosette. Tranquilo es una manera de decir. El Cardenal, primer ministro de
Occidente, a quien he osado presentarme como primer ministro también... Cuando comparo la
grandeza de su cargo, con la pequeñez de la mía, me hace el efecto de un ratón disponiéndose a
tratar de compadre al buey. (El Teniente y el Aya traen a F... inerte.) ¡Estáis loca, señora! ¡Estáis
loca! ¡No tendréis la intención de meter a ese individuo en la alcoba de la princesa!
AYA. — Es la mejor de toda la casa. Estamos a punto de partir. Y en el estado en que está,
pobre muchacho, ¿qué se puede temer de él?
MARISCAL. — ¿Está muerto?
AYA. — ¡Sujetadlo fuerte, teniente! ¡Qué desgracia!
TENIENTE. — La bala se ha incrustado en la coleta de la peluca. Si las balas tuvieran punta
estos accidentes no ocurrirían. Las balas entrarían bien derecho.
AYA. — ¡Salvaje carnicero! Sacadle las botas... Despacio... despacio. Mariscal, os lo
suplico, ¿queréis extender el biombo, para que acomodemos al herido?
MARISCAL. — De qué sirve haber estudiado todo, todo; saber cuatro o cinco idiomas; ser el
primer ministro de un reino, donde, estoy de acuerdo, hay más abedules y pantanos que
candelabros y monumentos, para encontrarme ahora empujando el biombo, y muy pronto,
alcanzando el orinal a un mequetrefe... ¡Si el cardenal de la Rosette me viera! Sabréis que en
Occidente han adoptado la bayoneta triangular. ¡Qué cerebros!
ALARICA. — Es joven. No ansiaba más que vivir.
AYA. — ¡La palangana! ¡Pasadme la palangana!
MARISCAL. — Ansiaba tal vez demasiado. Para mí, el hecho de estar aquí, llevando esta
palangana como si fuese el ordenanza de este farsante, sucede sin duda, para que yo me dé
cuenta, bien a fondo, de que a nosotros, los grandes personajes, nos cuesta mantenernos fuera
del rubro común, y de que la mano más ilustre se adapta, tanto como la más rústica, a la solidez
de los objetos.
TENIENTE. — La bala ha caído por detrás, en la abertura de la chaqueta. ¡La tengo!
AYA. — ¡No gritéis así! Vais a fatigarlo.
TENIENTE. — Podrá utilizarse de nuevo.
AYA. — Sus párpados... sus párpados se agitan...
TENIENTE. — Seguro que no ha sido más que un desmayo. No tardará en volver en sí. El muy
bribón tiene suerte.
MARISCAL. — En suma, no se muere. Esto es un fastidio. Un hombre muerto ya no es un
hombre. Pero un hombre vivo, con los párpados en movimiento, en la alcoba de la princesa, el
día que ella se casa.. .
F.... —Tengo sueño. Alguien me ha dado un porrazo en la nuca. He visto miles de soles y
tengo sueño. Sueño, sueño.
MARISCAL. — ¿Qué está contando?
F.... — ¡Ah! Era hermoso. Violines volaban alrededor del sol. Los soles fluían como arena,
en una gran... en una... Caminos se cruzaban por esa arena, entre esos soles... Y había, en cada
camino, una dama o un caballero. Quiero dormir.
AYA. — Se adormece apaciblemente, con la sonrisa en los labios.
ALARICA. — Si ya está fuera de peligro, nada justifica que siga en mi alcoba.
AYA. — ¡Alarica!
ALARICA. — Si lo hubieran matado, tal vez me hubiera yo matado. Pero las leyes de la vida
no son las leyes de la muerte. Si vive, que parta. ¡Señor Mariscal!
AYA. — Alarica... ¿Qué te pasa?
ALARICA. — Señor Mariscal, ¿calláis?
MARISCAL. — No callo. Me consulto.
ALARICA. — Soy princesa heredera de Curtelandia, con doscientos mil habitantes, y desde esta
noche, seré reina de Occidente, con diez veces más...
MARISCAL. — Sin contar los rojos, los negros...
ALARICA. —... y no tengo poder, ni siquiera tengo el poder de hacer echar de mi alcoba, a
alguien que me disgusta ver.
AYA. — Chssst... Duerme... Un ángel.
MARISCAL. — Se difundirá lo sucedido, nos caerán encima el burgomaestre, el tribunal, el
elector. No es el momento de arriesgarse a que se corte la mayonesa. (Hacia el Teniente.) En el
punto en que estamos, si ese matrimonio nos explota en las manos, seríamos criaturas, querido,
criaturas. Haced preparar el carruaje. (El Teniente sale.) El corazón se me encoje y el vientre se
me hiela, sólo de pensar en Monseñor de la Rosette. Los príncipes se casan entre ellos, de un
sexo al otro. Yo también voy a casarme. Pero lo que me espera, franqueado el río, son las
verrugas del cardenal, y me siento agitado, inquieto... (Sale.)
AYA (a la princesa). — Metámonos en la cama un instante todavía antes de prepararnos.
Alarica, hace unos momentos, me has sorprendido, ¿sabes? Mala nunca fuiste. ¿Hubieras hecho
volver a ese pobre muchacho, entre la nieve, con el cuello casi roto, y las piernas temblorosas?
¿Es culpa mía, si las balas no son puntiagudas?
ALARICA. — Mala no soy, pero la injusticia me subleva. Un hombre debe obrar y conquistar
de pie. Temo una perfidia de aquél que actúa con los pies al nivel de la cabeza.
AYA. — Sin embargo, tal es la postura que dicta la más grande alegría del amor.
ALARICA. — Y si este hombre no es el rey, si él ha ocupado en mi corazón durante un
instante, y tal vez para siempre, el lugar del rey, le ha robado al rey, y tú sabes que yo quiero,
que yo hubiera querido ser la esposa más límpida, la más recta.
AYA. — Tu casamiento no ha sido todavía consumado. No te rompas la cabeza. Entretanto,
recapitulemos. En la frontera occidantesa se te hace entrega de tus damas de honor, Lucía de
Boissangel, Herminia de Pompelane, Francisca de Chazaouran, Roberta de Iffimeur. En seguida,
el Marqués de Brissac con sus coraceros, te escolta hasta Sistreburgo, donde te encontrarás en
presencia del rey de Occidente. Queridita mía... el encuentro tendrá lugar en la residencia
militar. "Señora, te dirá el rey, bendito sea el día en que me es otorgada la gloriosa dicha de
ofrecer, a la más bella como a la más digna de las princesas, el tributo de mi mirada, antes de
concederle el apoyo de mi brazo y que con ella comparta la grandeza de mi situación y las
ternuras de la familia". A ti. Te toca a ti. Responde.
ALARICA. — "Señoría, ningún favor podría serme tan precioso..." ¡Uf! ¡Uf! Me lo has hecho
repetir diez mil veces. Ya comienza a salirme por los ojos. Recitar, en principio, es mentir.
Mentir me irrita de veras.
AYA. — Sobre todo, mi conejo azul, no arrastres las erres. Ellos te juzgarán por tu acento.
ALARICA. — Yo los juzgaré por el de ellos.
AYA. — Los respectivos ministros de uno y otro reino rubricarán el contrato. El casamiento
tendrá lugar a medianoche, en la catedral. Y, desde el día siguiente, es decir mañana, partes para
Montrouge, tu capital de Occidente. Allá, toda una semana, las fiestas se sucederán; toda una
semana, toda la vida. A tu padre, que nos sigue a un día de camino, y que se reunirá allí contigo,
te le aparecerás en toda la gloria de tu cumplida femineidad, de tu reciente realeza.
ALARICA. — Mi padre... me preocupan, por él, todos esos andurriales, toda esa nieve. Espero
que venga sin su muleta.
AYA. — La necesita.
ALARICA. — No estoy tan segura. Un bastón le bastaría. Entre mi padre y yo, no ha habido más
cosa molesta, ni torcida, que esa muleta. Quisiera que prescindiera de ella. Podría hacerlo.
AYA. — Se apoya en ella.
ALARICA. — Se vale de ella. Imprescindible no es.
AYA. — Tu padre en su juventud era gallardo. Si tenía una muleta, era de fuego. Ahora se ha
vuelto prudente.
ALARICA. — ¿Se vuelve uno prudente al hacerse viejo, o se envejece a fuerza de prudencia?
¿Se muere de no tener nada más que hacer o es que uno no tiene nada más que hacer por el
hecho de estar muerto?
AYA. — Me parece que se muere en el instante en que uno ya no tiene nada que hacer. El
morir prueba, en efecto, que uno ya no tenía nada que hacer.
ALARICA. — Puesto que no es el rey el que me besó, ¿por qué no está muerto? Yo lo amo, sin
duda, para siempre. Pero no lo veré más. Seré una esposa recta, una reina límpida. ¿Por qué,
¿Por qué no está muerto el que me besó, el que horadó nuestra puerta?
AYA. — Durante ocho años, ni de día ni de noche, te he dejado un instante. Puedo pretender
que te conozco. Una niña, una niñita, pero cuando se escarba bajo los juguetes, bajo los
caprichos, ¿qué se encontrará? El diamante. Tu corazón es duro.
ALARICA. — ¿Duro? No, puro. Yo quiero que sea puro.
AYA. — Reposa, cereza. Tu vestido, hoy, va a pesar como el diablo. (Silencio.)
ALARICA. — Estoy reflexionando. Este hombre... primero lo echas. Luego, lo mimas. Tu hijo,
si fuera tu hijo, no te agitarías tanto.
AYA. — ¿Mi hijo? Lo es.
ALARICA. — ¿Cómo?
AYA. — Los hombres son los hijos de las mujeres.
ALARICA. — ¿Y de las jóvenes, entonces, los jóvenes son los amantes, aún a distancia y sin
que se los haya presentado?
AYA. — Me temo que sea así. Se es la madre de un hombre entre todos, pero mucho más la
amante si nos estrecha entre sus brazos.
ALARICA. — ¿Me estrechará entre sus brazos?
AYA. — ¿Quién?
ALARICA. — El rey, mi esposo.
AYA. — Lo principal es que los tenga. Tranquilízate. Sólo nos quedan algunos minutos.
(Golpean a la puerta.)
AYA. — ¿Quién es?
UNA VOZ (detrás de la puerta). — Es el rey.
ACTO SEGUNDO
El mismo lugar. Los mismos personajes. Este acto se encadena con el acto precedente.
ACTO T E R C E R O
El mismo decorado. Alarica y Fernando están sobre el lecho de Alarica. Se terminan de vestir.
ALARICA. — Todavía no estás listo. Van a ser las ocho ya. ¿Me oyes? ¡Las ocho, ya!
F.... — ¿Qué?
ALARICA. — ¿Es necesario que te sacuda?
F.... — Generalmente no me levanto mucho antes del mediodía. ¡Beber vino! ¡Jugar a las
cartas!
ALARICA. — ¡Libertino! ¡Haragán! Yo soy diferente. A la mañana, galopo, tiro con la
carabina.
F.... — ¿Regresáis hoy?
ALARICA. — Naturalmente... Va a ser necesario volver a pasar, una a una, todas esas aldeas,
todos esos ríos, y los puentes y los tejados. De antemano se me revuelve el corazón. Y él, el
rey... lo he trastornado. Le he hecho mirar el espejo... Yo hablaba, ¡qué se yo! como una
necia... Era una necia... Yo sé que él está triste. Comprendedme. He hecho todo lo que he
podido para que él me crea una mujerzuela, e incluso, para ser mala de verdad, pero me temo
que no he sabido lograrlo.
F.... — No os atormentéis por el rey. ¡Ya las tendrá! Las mujercitas, la viruela. No es difícil
adivinar. La suerte del hombre es bien conocida. Las mujercitas, la viruela... Ahora, conviene
que yo vaya pensando en volver.
ALARICA. — Tú has estado a mi lado en un mal momento. Me he servido de ti. Te he hecho
interpretar un papel. Pero yo quería que la realidad llegara lo antes posible a alimentar la
comedia, a alimentarla, a desmentirla. No lamento nada. He perdido contigo mi honor de
doncella. Digamos, que tú me has dado mi honor de mujer, si es que es un honor estar de
acuerdo con la propia naturaleza física. No, mi amigo, no lamento nada. Yo hubiera preferido, lo
sabéis, tener el destino de una esposa límpida. Hubiera sido leal al rey, fiel a Dios. Pero ya que el
rey no ha podido, y sus razones no son ni ambiguas ni mezquinas, ya que él no ha podido subir
conmigo todos los peldaños del altar, juzgo equitativo haberle dado la alegría de mi cuerpo, a ti,
el primero que no sin valor, vino hasta mí para besarme en los labios. Sólo pienso bien de vos.
No penséis vos mal de mí. Me besasteis. Siempre he estado por la rectitud, por la verdad. Me
besasteis. Me abrazasteis. Yo era ya vuestra querida. El crimen hubiera sido que el rey de
Occidente, pese a todo, me hubiera desposado. Es necesario que el mundo sea claro. Si los
corazones fuesen claros, el mundo sería claro. Pero ¿qué hace mi aya? Le dije que estuviera
aquí, como siempre a las siete. ¡Pobre Tolosa! Puede ser que no se atreva a venir ante mí, y
mirarme. Que yo tenga un amante... No ha debido pegar los ojos. Ha encontrado un cuarto, me
ha dicho, en los altillos, no se dónde. Debe haberse muerto de frío.
F.... —Me hacéis reír. ¿Dónde queréis que haya dormido, sino con el Mariscal?
ALARICA. — ¿Cómo?
F.... — Vos no sois ni una mujer, ni una niña. Sois una criatura de pecho. Vuestros ojos, son
espejos, no ojos. Reflejar, de acuerdo. Pero ver, calar, nada de eso.
ALARICA. — ¿Qué es lo que me contáis? ¿La aya y el mariscal? ¿Tolosa y Silvestrius? ¡Pero
si él tiene setenta años! Vos sabéis hacer el amor, de acuerdo, ¡pero no sabéis nada de la vida!...
¡Mi buena Tolosa, con su botella de agua caliente! Y ese pobre mariscal que no mastica más
que puré.
F.... —Me fastidiáis, me estáis calentando la mano que sirve para dar los bollos. ¡Yo no
entiendo nada de la vida! ¡Qué desgracia! Yo que... mereceríais que os dejara chapotear en
vuestras ideas como un peine en la sopa, pero, en cierta forma, estáis comprometida conmigo,
me has dado tu flor, aunque mujeres no es lo que falta. Son como el berro, donde hay humedad
brotan. En Madrid, recuerdo cómo me divertí cuando el asunto de las exequias del gran
almirante...
ALARICA. — Bien. Puede ser que yo no sea todavía muy instruida. Me repugna, sin embargo,
pensar que el aya y el mariscal...
F.... — Lo de ellos, no es nada. Es el abecé.
ALARICA. — El mundo es claro, más claro de lo que vos creéis. Cuidémosnos de enturbiarlo
con sospechas y chismes. No seamos indiscretos. Pensaré siempre en vos.
F.... — ¡Oh! No hay por qué.
ALARICA. — Pero, en fin. .. Sois extraño. No parecéis el mismo. ¿Os he disgustado? ¿Os he
perturbado?
F....— Me fastidiáis. Me fastidias cada vez más. María mejor cerrando el pico, pero hay
momentos en que hasta los santos no pueden contenerse, y yo no soy un santo, lo sabéis mejor
que nadie, y cuando os veo empeñada en timonear vos misma el barco, cuando os veo, con
vuestra mirada, ¿cómo decís vos? límpida, con vuestro corazón relleno de justicia, cuando os
veo hundiros en la mentira, en la maraña, —no es que vos mintáis, ¡alto ahí! no he dicho eso,
pero ya que no paráis de tomar lo falso por lo verdadero, de elegir lo falso, de preferir lo falso,
tengo ganas de agarrar vuestra cabeza, vuestra campanita de lirio, vuestro melón de crema de
leche y ponerlo, crac, delante de la verdad, la verdadera verdad. Sin embargo, puede que
también, a pesar de vuestra simpleza, yo tenga por vos un poco de... ¡Uff! (Gesto con la mano.)
ALARICA. — La verdad... La verdadera verdad... Pero me parece que esta noche...
F.... — ¿Esta noche? ¿Qué ha pasado esta noche? Vos habéis recibido al hombre. ¿Y qué?
Todas las muchachas, un día u otro, reciben al hombre. La inteligencia no entra forzosamente
con la flauta. Miradme. Me habéis dicho: "Pensaré siempre en vos".
ALARICA. — ¿Y vos no me habéis dicho: "El sol virginal de vuestra boca me deslumbra. Ese
sol virginal me da sed, sed que me da aún más sed. Cuando yo en él me haya saciado, arderé de
dicha, y no habrá, en mi reino, bastantes clarines, bastantes campanarios, para celebrar
suficientemente mi alegría. Ordenaré que en los ríos hasta los salmones se pongan a cantar..."
Así me habéis hablado en los primeros instantes.
F.... — ¡Ni clarines, ni salmones!
ALARICA. — ¿Cómo?
F.... — Ni clarines. Ni salmones. Tambores. Truchas. Truchas, Sí tambores en lugar de
clarines. Y truchas, acordaos, truchas no salmones. Por otra parte, el texto está aquí. (Saca de
su bolsillo un manuscrito que hojea.) ¡Está anotado truchas! ¡Ridículo, de acuerdo! Pero yo
no tengo nada que ver.
ALARICA. — ¿Qué sentido tiene todo eso?
F.... — Pero miradme. Miradme bien. No con los ojos de afuera, sino con los ojos de
adentro. ¿No veis nada? ¿No sentís nada?
ALARICA. — ¿Queréis decir que me recitasteis un texto que se os preparó?
F.... — Un escritor es el autor, un filósofo. Uno llamado... ya ni me acuerdo...
ALARICA. — Estabais a sueldo. ¿Por cuenta de quién?
F.... — Podéis alabaros de que es necesario poneros los puntos, no solamente sobre la
íes, sino debajo y alrededor. Yo me llamo Rogelio La Vaque. A propósito... Fernando... ¿De
dónde sacasteis encajarme Fernando? Soy de la policía. ¡Ah! ¡Y nada de desprecios!
Occidente es un gran pueblo. Necesita una policía refinada.
ALARICA. — La policía... ¿Pero que tiene la policía que...?
F.... — Querían estar seguros, en Occidente, de que eso fuera en firme, que la ruptura fuera
en firme. El Cardenal... (Se levanta el sombrero) quería que un escándalo mayúsculo
desbaratara, de cualquier forma, vuestro casamiento, en el caso de que os hubierais obstinado.
Yo fui enviado aquí, en misión, a fin de comprometeros. Reparad en que si mi número hubiese
fallado, vos de todos modos habríais sonado. Las ruedas de vuestra carroza, en efecto, habían
sido preparadas. Jamás hubierais cruzado el río. Jamás. O, en el mejor de los casos, a la deriva.
Pero esto no podía fallar. No podía. Estaba planeado como las maniobras de una fragata. Está
bien organizada la policía. A los que os digan que el azar entra en juego, pedidles que vayan a
ver qué es lo que ocurre cuando, por ejemplo, se sigue la pista a los impresores de panfletos y en
cada imprenta hay un policía que nos trae a la oficina las pruebas en cuanto salen.
ALARICA. — ¡Esperad!... ¡Esperad!... ¿Vos fuisteis enviado para seducirme?
F.... — Vos lo habéis dicho. Por fin habéis dicho las palabras justas...
ALARICA. — ¿Vos no me amabais? ¿No me habíais visto jamás?
F.... — ¿Cómo queréis que os viera?... De antemano sentía aversión contra vos. Toda esa
serenata libertina y filosófica que me tuve que tragar. ¡Esas frases que comienzan por el fin!
ALARICA. — Así que en todas partes se hacen trampas. En todas partes se hace como si... es
insoportable. Es horrible.
F.... — Vos misma, ¿no trampeabais, cuando os hacíais la loca levantando los brazos al aire
con vuestros dedos del pie, llamando a Gorgino?
ALARICA. — Mi trampa era para el bien, para el amor.
F.... — Todos los que trampean, lo hacen por el bien, por el amor. Por el amor de su
monedero, por ejemplo.
ALARICA. — ¿Así que, así que nada era sincero? El rey mentía.
F.... — ¡Ah, perdón! El rey de Occidente, ¡pobre bobito! es un círculo cerrado. Un círculo
cerrado no puede mentir, aún cuando adentro tenga todo lo que querréis, verrugas, botones.
ALARICA. — Vos mentíais. F.... — Yo trabajaba. Trabajaba en mi oficio.
ALARICA. — Vuestro corazón era falso.
F.... — Mis miembros, queridita, no eran falsos.
ALARICA. — El mundo es innoble.
F.... — No lo arreglaréis con lágrimas, ni lamentos. (Entra el Aya.)
ALARICA. — ¡Tolosa! ¡Tolosa! ¡Mi amiga! ¡Mi mejor amiga!
AYA. — ¿Sientes escalofríos, mi pimpinela? ¿Te han hecho mal? Pero ya estoy aquí. Mi
pimpinela... Mi salchichita... Escucha. Vamos a volver enseguida a tu país, que me adoptó. Nos
volveremos a encontrar con la comitiva de tu padre. Todos juntos volveremos. ¡Qué picnic!
ALARICA. — ¡Mi padre... Estaba tan contento, estaba tan orgulloso de que en Occidente me
convirtiera en reina, Majestad... Su propio reino, de golpe, cobraba un esplendor... Hay en su
triste reino, tantos abedules y pantanos! Tú te acuerdas, el año pasado, cuando las lluvias fueron
tan largas, cómo iba mi padre empujando fuera de la caballeriza inundada los sementales de la
granja. Hasta olvidó su muleta, ¡por fin! y cuando lo vimos enseñar él mismo a sus súbditos a
servirse de un arado de hierro... Él es digno del reinado, de honores.
AYA. — Tú vas a volver a encontrar a ese padre tan bueno. ¡Mi arrulladora! ¡Mi codorniz!
ALARICA. —
Yo soy la reina de Saba.
Estoy sobre la alta montaña.
Me escolta mi ejército en bloque
Hacia Dios, para que él me corone
Yo soy la reina de Saba.
Desde mi oreja hasta mi tobillo
La joya titila sobre la doncella
Pero se derrumba la montaña.
Yo soy la reina de Saba.
Estoy en la fosa, en el fango.
La serpiente me come. Me come.
Yo soy la serpiente...
AYA. — ¡Oh! que fea canción.
ALARICA. — Es la canción que ellas me han enseñado.
AYA. — ¿Quién, mi polla?
ALARICA. — Las horas... las horas que han transcurrido desde los corderos, ayer, en nuestro
despertar. Y además, ¡no! ¡Jamás! ¡Jamás me acostumbraré a eso! ¡Jamás! ¡Reventaré antes de
acostumbrarme!
AYA. — ¿Qué mosca te pica? ¿Es digno de ti, amiguita, demostrar tal despecho por ese viejo
trono que te pasa bajo la nariz? Otros príncipes existen, el válaco, el búlgaro...
ALARICA. — No se trata del trono, ni del búlgaro, ni del válaco. Es de la mentira, es del mal al
que jamás me acostumbraré. Nada importa, nada vale. Cada boca es una trampa. Todos los
brazos se quiebran en dos apenas se los toca. (Al Aya.) ¡Hasta las ruedas de mi carruaje habían
preparado!
AYA. — ¿Habéis hablado? ¡Cerdo!
F.... — ¡Carroña!
AYA. — Os denunciaré.
F.... — Te escupiré las nalgas.
AYA. — ¡Desgraciado!
F.... — ¡Alcahueta!
AYA. — ¡La coima, sabéis eso lo que cuesta! ¿No tenías más que desaparecer. Para qué os
habéis quedado? ¿Para torturarla? ¿Para destruir todo?
F.... — Es ella quien me ha retenido. Y vos no habéis hecho nada para que yo parta.
AYA. — ¿Qué podía hacer yo? Ella entraba en el juego hasta el cuello, y más aún. No tiene
más que diez y nueve años. Es una niña. Sus pechos son duros como el mármol, pero su
cerebro, ¡de pichón, de lavanda! Yo habría intentado impedirle que se... en fin, con vos, allí...
pero ella habría sospechado...
F.... — Y durante ese tiempo no teníais empacho, vos, en ir a haceros arreglar por ese
polichinela.
AYA. — Yo tengo la culpa por hablaros. Sois una porquería.
F.... — Y vos, mi comadre, ¿qué es lo que sois? Yo, a esa nena, no la había visto jamás. (El
Aya alza los hombros, hace ademán de retirarse. Él la detiene, la sujeta.) ¡No! ¡No! tú me
escucharás. Es inútil darse aires. De ella, yo me reía. Pero tú, pedazo de gusano, tú, durante
años...
AYA. — No lo escuchéis... Es un bandido...
F.... — Años y años tú la has cuidado, tú la has acunado, y mientras no se trataba más que de
enviar a Occidente informes sobre la política, sobre la caballería, sobre la agricultura, estoy de
acuerdo, que no había nada que decir, era asunto tuyo, cada uno en lo suyo, pero cuando te has
venido a acompañarla hasta aquí sabiendo lo que la esperaba, a la paloma, y cuando yo pienso
que la bala que no entra, es tuya, es una idea tuya, la bala, el biombo... ¡qué v i c i o ! . . . me
ruborizo, ¡claro que sí, señorita! ¡me ruborizo en nombre de la corporación policial. ¡Agg!
AYA. — Me habéis quemado. Seréis fusilado.
F.... — Ya sé... estoy frito.
ALARICA (a F...). — ¿El teniente estaba en el complot?
AYA (a F...). — Responded. No tengáis reparo... Tomo nota.
F... —Estaba y no estaba. Él creía, naturalmente, que se trataba de amor y que yo era sincero.
Le dieron cuarenta francos. (Al Aya.) A propósito, ese gastito, ¿lo cargaremos a vuestra cuenta o
a la mía? Aunque en realidad ya...
AYA (a Alarica). — Yo estoy al servicio del rey de Occidente. Sin embargo, os he amado
tiernamente. (El Aya, a punto de salir, se vuelve.) Sí, he bendecido a mi rey. Sí, os he querido.
Está el amor. Están los amores. Los amores, ¡ah! ¡Los sucios pájaros! Los amores van
guerreando el uno contra el otro dentro del amor, dentro de mi corazón. A fuerza de batirse
juntos ellos destruyen este miserable corazón. Pero otros corazones florecen por todos lados. El
amor va bien. (Sale.)
F.... — Estoy frito. Esta chinche me va a reventar. He aquí a lo que conduce el sentimiento.
(Alarica y F... permanecen largamente inmóviles. De pronto golpean a la puerta. Siguen
callados.)
UNA voz (detrás de la puerta). — ¡Es el rey!
ALARICA. — ¡Es mi padre!
LA voz. — Alarica, soy yo. El rey. (Entra Celestincic de Curtelandia: muleta, manguito,
mostachos, cincuenta años. Patillas.)
CELESTINCIC. — ¡Alarica! ¡Mi nena! ¡Mi nenita! ¡Ah! Estoy contento de verte.
ALARICA. — El rey de Occidente no me ha querido.
CELESTINCIC. — Ya sé. Ya sé. He visto al mariscal, abajo, en el portal. Comenzó a contarme,
pero yo estaba demasiado contento por verte, demasiado impaciente. Ante todo, no te
atormentes. Ese matrimonio, en el fondo, era demasiado bello. Y demasiada belleza, ¿tú sabes
qué quiere decir? Quiere decir un poco de fealdad. No te atormentes. Tenemos una capa de
nieve de tres metros. El mes de abril, por consiguiente, será magnífico. Magnífico. Un baile de
flores y de mariposas.
ALARICA. — La nieve es profunda como una tumba y el mes de abril todavía no llegó.
CELESTINCIC. — Estás nerviosa, Alarica. ¡Oh! Comprendo. Comprendo. Pero, una vez más, yo
te conjuro, no insistas sobre un pasado malsano. En todo caso, lo preferible, lo mejor, es lo que
llega, lo que pasa. Créeme, te hubieran decepcionado los occidentistas. ¡Oh! Gentiles, eso sí, lo
son, gentiles, corteses, todo lo que tú quieras, pero bajo sus puntillas, bajo sus operetas, algo
hormiguea. Y, además, nosotros no perdemos todo. Los dos castillos. Los trescientos mil
florines...
ALARICA. — ¿Estáis al corriente? ¿Ya?
CELESTINCIC. — Ese buen mariscal me informó. Con esos trescientos mil florines, quinientos
mil si vendemos los dos castillos, yo compro polainas para todo el ejército, y contrato una
orquesta para que nos toque a Mozart. La la li li la la. Yo había soñado mucho en dedicar esta
fortuna para lograr el desecamiento de los pantanos, pero, con sus espumaderas, sus
cantimploras, sus carretas, sus barriles, nuestros pobres diablos de siervos y peones tendrían
hasta el fin del mundo. ¡La orquesta, mejor! Nuestro teatro necesita de una orquesta. ¡Eso,
pequeñita, alegría! Vamos a viajar los dos juntos, los dos.
F.... — Bueno, yo me voy. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Viena... Bruselas… Pero ellos me
alcanzarán como quieran.
ALARICA. — Esperad... ¿Y si vinierais con nosotros?
CELESTINCIC. — ¿Quién es este hombre? ¿Qué hace en tu alcoba?
ALARICA. — Venid con nosotros.
CELESTINCIC. — Te he preguntado quién es este hombre y, en tu alcoba, qué hace.
ALARICA (a F...). — Aquello no es tan malo como parece, ya veréis. Allá, para un muchacho
como vos, joven, fuerte y en el fondo distinguido, hay en qué pasar el tiempo, os lo aseguro.
Tenemos los más bellos corceles del continente. (A su padre.) Es una especie de diputado del
monarca del Occidente. Él está en la poli, en la política. (A F...). El espacio... El horizonte...
F.... — Todo es chato...
ALARICA. — Las ciudades a edificar... Las carreteras a concebir... La primavera es un baile de
flores y de mariposas.
F.... —Y sigue. Siempre el sentimiento, las fábulas...
CELESTINCIC. — Alarica, yo preferiría que nos explayáramos sin testigos.
ALARICA. — Él me ayudó en el infortunio. Yo, a mi vez, lo sostendré.
F... —Pero, una vez más, ¿en calidad de qué me llevaríais?
ALARICA. — Nuestro reino necesita oficiales, físicos. (A su padre.) Nosotros hemos ganado
un montón de florines. Se le puede abrir una pequeña cuenta.
F.... — Yo no soy noble. Mi padre murió en las galeras. Mi madre era planchadora.
Planchadora fina, es cierto.
ALARICA. — La nobleza tiene su fuente en la ambición y la energía.
F.... — Sé leer, eso sí, pero despacio. Ahora, ideas, si eso es lo que os entusiasma, yo las
tengo. Los gendarmes, por ejemplo. El público, a veces, nos confunde con ellos. ¡Los
gendarmes son rústicos! Antes de llevar galones blancos ellos nunca habían visto en casa de su
padre el pan blanco. Esos bolsudos hacen los interrogatorios sin quitarse el casco y el plumero
carmesí.
ALARICA. — Vos les enseñaréis la astucia.
CELESTINCIC. — Me es difícil, Alarica, darte una reprimenda, tanto más cuando pocas veces
me has dado pretexto para ser severo. Pero no toleraré que te lisonjees con una prerrogativa de
la cual dispongo sólo yo. No vendrán a mi casa más que mis propios invitados, Sdourndo zak
provoudnié negativa de obediencia pachimlaro stom!
ALARICA. — Abousisma zdanavor mayoría legal abrassounié za fardomi!
F.... — Ya lo decía yo. Estoy frito.
ALARICA. — Te llevo.
F.... —Pero, ¿en calidad de qué, finalmente?
ALARICA. — Serás mi querida.
F... — ¿Qué?
CELESTINCIC. — ¿Cómo se entiende?
ALARICA. — Mi querida. Mi favorito. Mi proveedor musculoso. Lo que necesito de carne
viril para ser un hombre completo.
CELESTINCIC. — Alarica, esto ya es demasiado. En Stettin volverás al convento de tu infancia.
Allí rezarás el rosario hasta que te duela la muñeca.
ALARICA (a F...) — Eres alto. Acaricias bien.
F.... — No tengo ningún deseo de convertirme en vuestro esclavo. En Montrouge, las
mujeres las tengo, ¿cómo deciros? Las tengo por furgones enteros. Vos, cuando me tengáis, ya
me lo veo, no me largaréis más. Ni siquiera alguna vez me permitiréis acercarme a una mujer, a
otra, para distraerme un rato, ¡oh!, sin mala intención...
ALARICA. — Mi pueblo cuenta, por lo menos, con cien mil mujeres.
F.... —Tienen la nariz chata.
ALARICA. — Tú se la estirarás.
F.... —Sus ojos parecen ranuras de alcancía.
ALARICA. — Cuando ellas te vean, los abrirán como cañones llenos de avidez.
CELESTINCIC (se pone de pie). — Señor, os ordeno alejaros de mi hija. Si no me obedecéis, os
haré arrestar. A ti, tu aya te conducirá hasta el convento. ¡Pero, demonios! ¿Dónde está, en
definitiva, ese aya del diablo? Por lo común, es imposible sacársela de encima.
ALARICA. — Mi aya prepara las ruedas. Mi aya teje las balas. Ante todo, lo que hace falta es
que corra el mal. El mal corre. ¿Vos lo veis? ¡Qué bien corre! ¡Fuit! Es un placer. El crimen...
CELESTINCIC. — ¿Qué crimen? ¿Qué más aún?
ALARICA. — El crimen sería quererlo detener.
CELESTINCIC. — ¿Detener a quién?
ALARICA. — Al mal. Detener al mal, cuando corre. Yo no cometería ese crimen, ¡seguro que
no!
CELESTINCIC. — Tú deliras.
F.... —Yo, comprendo bien lo que dice.
CELESTINCIC. — Ese rey de Occidente es un canalla. Cuando veo lo que ha hecho de ti, su
felonía...
ALARICA. — El rey de Occidente es un gran rey. Vos no sois más que un pequeño rey de
gansos. Reináis sobre gansos, amigo mío. Pero paciencia... Paciencia...
CELESTINCIC. — Esta comadreja de aya, el mariscal, mis postillones, los oficiales, las
autoridades de Sajonia deben comprobar la locura de la princesa de Curtelandia. (Va hacia la
puerta.)
ALARICA. — El mal corre. ¡Fuit! ¡Fuit! ¡Ante todo, que corra! Si se detiene aunque sea un
instante, es para espesarse como la lluvia. Si debe, algún día, detenerse, que sea en el máximo
definitivo de su velocidad, de su fuerza!
CELESTINCIC (llamando en el corredor). — Señores. (Entran el Mariscal y el Teniente.)
Señores, me encontráis sumido en una gran pena.
MARISCAL. — Lo sucedido es duro. Han preferido a España. La grandeza les obsesiona.
CELESTINCIC. — No... No es eso... No es sólo eso. .. Mi hija... Mi pobre hija... Vosotros cono-
céis a la princesa. Desde su más tierna infancia, ella manifestó, por una exuberancia de la mejor
ley, la generosidad de su temperamento. Más tarde, su alegría, su ternura, la franqueza de su
corazón, la presteza de sus movimientos, hicieron mi delicia. Jamás una bajeza, una perfidia,
jamás de la sombra de una mentira se la pudo acusar. Hoy, esta criatura admirable, la cabeza
trastornada por el infortunio, me insulta. Me insulta en presencia de este hombre que os pido
arrestar, teniente... Señores, tengo el pesar de anunciaros que, por algún tiempo, la princesa
permanecerá encerrada. (¡Sería necesario, por lo menos, que esa aya estuviera aquí!)
ALARICA. — Os engañáis...
CELESTINCIC. — No quiero escucharos, mariscal, haced traer, por los postillones, un médico,
dos o tres doncellas. Tenemos dinero. Haced venir gente. La mayor cantidad de gente posible.
ALARICA (a F...). — Tu puesto te espera en un marco importante.
F…. —Preparado, mi voraz. (Va a ponerse delante de la puerta con la mano en la espada.)
CELESTINCIC. — Vos estáis detenido.
F.... —De acuerdo. Estoy detenido. No me muevo. Vos tampoco.
ALARICA (a Celestincic). — Os engañáis. Ponéis aceite de cáñamo en lugar de aceite de oliva,
hasta en la ensalada que vos mismo os servís. Os engañáis, poíno ver que yo os engaño. No he
hecho más que mentir desde mi primer buen día.
CELESTINCIC. — Está loca. ¡Terminemos!
MARISCAL. — Lo que dice parece interesante.
ALARICA. — No habiendo jamás mentido, sin" tregua he mentido. He respirado la mentira,
sudado la mentira, caminado, comido, cantado la mentira. Toda mi vida no fue más que una
farsa. Señor de la Muleta, os lo voy a probar.
CELESTINCIC. — Alarica, mi pequeña, mi criatura, me das miedo. Teniente, es necesario atar a
la princesa.
TENIENTE. — Yo me pregunto a donde quiere ir.
MARISCAL. — Los signos van precisándose. Cuando la emperatriz Catalina escamoteó a su
marido para deponerlo, había alrededor de los actores de ese drama histórico como un olor de
fósforo y de violeta. Mi amigo Mogroutoff — ¿Mogroutoff o Susanoff?— me lo ha repetido
frecuentemente. Me parece percibir un átomo de fósforo.
TENIENTE. — ¿Qué me aconsejáis vos?
MARISCAL. — La tortuga.
TENIENTE. — ¿La tortura?
MARISCAL. — No... No... La tortuga... Mucha lentitud.
TENIENTE. — ¿Ra?
MARISCAL. — Ga.
ALARICA. — Hasta aquí, a fin de cuentas, no habrá servido mi vida, mi tan pura, mi tan recta
vida, más que para enmascarar el presente huracán de mi ferocidad. Mi ferocidad se
desenmascara. Todo el mal que yo no he hecho lo hago de un solo golpe. El llano se abre. ¡Que
brote la montaña de aguas negras! ¡Fernando!
F.... —Yo estaba idiota, entre mis gendarmes. Mis amigos, hay algo mejor que hacer, mil
veces mejor. Mirad. Estáis llenos de pantanos, ¿no es así?
CELESTINCIC. — Yo os prohíbo...
ALARICA (hacia Celestincic). — ¡Silencio!
MARISCAL. — Dejadlo explicarse. Es un occidentista. Ellos han inventado la bayoneta
triangular.
F.... — ¡Vuestros pantanos, y bien, quién nos impide plantar en su interior enormes tubos de
hojalata, digo bien, hojalata, como la hojalata de las canaletas, a fin de reunir toda el agua en un
valle para que desde allí se vuelque en ríos!
MARISCAL. — Es, punto por punto, lo que yo me he deslomado preconizando desde que
tenemos este reino...
CELESTINCIC. — ¿Tenéis la audacia de aprobar a ese embrollón?
MARISCAL. — Yo apruebo el buen sentido. Y pruebo el viento.
F.... —Sobre los pantanos, el trigo brotará. Inglaterra no produce gran cosa. Yo he estado allí.
Nos tomará quince barcos por año. Nos haría falta un puerto. (Hacia Alarica.) ¿Está bien
dicho?
ALARICA. — Yo te levanto, yo te inspiro. Haz resonar tu fuerte voz. ¡Mi hombre, anda!
F.... —Los barcos ingleses vendrán a cargar el trigo en el puerto moscovita más cercano a
nosotros. La emperatriz Catalina nos arrendará uno.
MARISCAL. — ¡Prodigioso! ¡Totalmente prodigioso!
F.... — Nos arrendará uno. De cajón. Primero embolsa la plata. Pero luego, a medida que nos
inflamos de dinero y de crédito, la buena Catalina empieza a vendernos cueros, pieles, té. A
nuestro turno, con el dinero de nuestro trigo, compramos en Inglaterra máquinas...
CELESTINCIC. — Señores, el rey de Curtelandia os ordena a ayudarle a poner fin a estas
extravagancias.
MARISCAL. — Atención. La violeta se reúne con el fósforo...
ALARICA. — Señores, la reina de Curtelandia os desliga del juramento prestado a ese muletero
pastilloso. La reina de Curtelandia os aconseja jurar fidelidad a mí misma y, de paso, a este buen
mozo, que, de ahora en adelante, yo proclamo mi caballo, mi bailarín, mi tutor, mi ahijado y mi
caballero. Los trigos serán altos, de ahora en adelante, allá en nuestra comarca mal vista.
Tendremos hospitales, cuarteles, Institutos. Yo me río de todo eso. Yo no busco el poder por el
poder, pero justamente se trata de que soy la hija de un soberano y de que el trastorno de mi
alma a causa del mal que es el bien, del mal que es el rey, no podría cumplirse de manera más
memorable, más ejemplar, que reivindicando el poder por el asesinato si es necesario.
TENIENTE. — ¿Qué es lo que hay que hacer?
MARISCAL. — No hay nada que hacer. La muleta ha sido herida en el ala. Habrá que cambiar
la gran inicial en el frente del teatro. Apesta el fósforo y la violeta, la agonía y el comienzo.
ALARICA. — Engendrar significa que uno duda de sí para cumplir su vida. El hijo destruye al
padre.
CELESTINCIC. — Yo no consiento que se me destruya. Yo no me dejaré despojar. Yo sé
batirme. Ya me he batido.
MARISCAL. — Él ya está batido. (Al Teniente.) Un consejo. No os mováis.
CELESTINCIC. — ¡Mariscal! ¡Teniente! ¡Mis postillones! ¡Mis soldados!
ALARICA. — Las granjas reventarán de trigo. Tendremos cañones, aduaneros, sacerdotes.
MARISCAL. — ¡Viva su Majestad la Reina! (Al Teniente.) Vamos.
TENIENTE. — Viva su Majestad la Reina. Y a él, ¿bajo qué título hay que aclamarlo?
MARISCAL. — ¡Bravo, Monseñor! ¡Bravo, el gran maestro del secado!
TENIENTE. — ¡Bravo! ¡Monseñor! ¡Hurra, por el gran secador!
CELESTINCIC. — Os haré colgar por mis soldados. Protestaré ante las grandes potencias. (A
F...). Canalla, te voy a romper la cabeza.
MARISCAL (a Celestincic). — Quedaos tranquilo. Él os empalará como a un pollo.
CELESTINCIC. — ¿Qué va a ser de mí?
MARISCAL. — Tenéis siempre vuestro equipo para la ensalada, ¿no es cierto?
CELESTINCIC. — Mi pequeña hija. Mi hijita. Cuando ella caminó por primera vez, yo temblaba,
detrás de ella... Ella iba del sillón a la mesa. Mis ojos, creo, la sostenían como si fueran brazos.
Más tarde... cuando terminaba de tomar la sopa, volvía el plato y le daba un beso. Mi pequeña
hija... Mi hijita. Tenía una muñeca azul. Cómo, cómo ha podido... Mi hijita...
ALARICA. — El mal corre.
FIN