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Freud, Sigmund: “Totem y tabú”; en Obras Completas; Madrid, Biblioteca Nueva, 1948; Vol. II, pp
495-499.
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Representémonos ahora la escena de la comida totémica, añadiendo a ella algunos rasgos
verosímiles que no hemos podido tener antes en cuenta. En una ocasión solemne mata el clan
cruelmente a su animal totémico y lo consume crudo -sangre, carne y huesos-. Los miembros del
clan se visten para esta ceremonia de manera a parecerse al totem, cuyos sonidos y movimientos
imitan, como si quisieran hacer resaltar su identidad con él. Saben que llevan a cabo un acto
prohibido individualmente a cada uno, pero que está justificado desde el momento en que todos
toman parte de él, pues, además, nadie tiene derecho a eludirlo. Una vez llevado a cabo el acto
sangriento, es llorado y lamentado el animal muerto. El duelo que esta muerte provoca es dictado e
impuesto por el temor de un castigo, y tiene, sobre todo, por objeto, según la observación de
Robertson Smith referente a una ocasión análoga, sustraer al clan a la responsabilidad contraída.
Pero a este duelo sigue una regocijada fiesta en la que se da libre curso a todos los instintos y
quedan permitidas todas las satisfacciones. Entrevemos aquí sin dificultad la naturaleza y la esencia
misma de la fiesta.
Una fiesta es un exceso permitido y hasta ordenado, una violación solemne de una
prohibición. Pero el exceso no depende del alegre estado de ánimo de los hombres, nacido de una
prescripción determinada, sino que reposa en la naturaleza misma de la fiesta, y la alegría es
producida por la libertad de realizar lo que en tiempos normales se halla rigurosamente prohibido.
Pero ¿qué significa el duelo consecutivo a la muerte del animal totémico y que sirve de
introducción a esta alegre fiesta? Si la tribu se regocija del sacrificio del totem, que es un acto
ordinariamente prohibido, ¿por qué lo llora al mismo tiempo?
Sabemos que la absorción del totem santifica a los miembros de la tribu y refuerza la
identidad de cada uno de ellos con los demás y de todos con el totem mismo. El hecho de haber
absorbido la vida sagrada, encarnada en la sustancia del totem, explica la alegría de los miembros de
la tribu, con todas sus consecuencias.
El psicoanálisis nos ha revelado que el animal totémico es, en realidad, una sustitución del
padre, hecho con el que se armoniza la contradicción de que estando prohibida su muerte en época
normal se celebre como una fiesta su sacrificio y que después de matarlo se lamente y llore su
muerte. La actitud afectiva ambivalente, que aún hoy en día caracteriza el complejo paterno en
nuestros niños y perdura muchas veces en la vida adulta, se extendería, pues, también al animal
totémico considerado como sustitución del padre.
Para hallar verosímiles estas consecuencias haciendo abstracción de sus premisas, basta
admitir que la horda fraterna rebelde abrigaba con respecto al padre aquellos mismos sentimientos
contradictorios que forman el contenido ambivalente del complejo paterno en nuestros niños y en
nuestros enfermos neuróticos. Odiaban al padre que tan violentamente se oponía a su necesidad de
poderío y a sus exigencias sexuales, pero al mismo tiempo le amaban y admiraban. Después de
haberle suprimido y haber satisfecho su odio y su deseo de identificación con él, tenían que
imponerse en ellos los sentimientos cariñosos, antes violentamente dominados por los hostiles. A
consecuencia de este proceso afectivo surgió el remordimiento y nació la consciencia de la
culpabilidad, confundida aquí con él, y el padre muerto adquirió un poder mucho mayor del que
había poseído en vida, circunstancias todas que comprobamos aún hoy en día en los destinos
humanos. Lo que el padre había impedido anteriormente, por el hecho mismo de su existencia, se lo
prohibieron luego los hijos a sí mismos en virtud de aquella «obediencia retrospectiva»
característica de una situación psíquica que el psicoanálisis nos ha hecho familiar. Desautorizaron su
acto, prohibiendo la muerte del totem, sustitución del padre, y renunciaron a recoger los frutos de su
crimen, rehusando el contacto sexual con las mujeres, accesibles ya para ellos. De este modo es
como la consciencia de la culpabilidad del hijo engendró los dos tabúes fundamentales del
totemismo, los cuales tenían que coincidir con los deseos reprimidos del complejo de Edipo. Aquel
que infringía estos tabúes se hacía culpable de los dos únicos crímenes que preocupaban a la
sociedad primitiva.
Los dos tabúes del testimonio, con los cuales se inicia la moral humana, no poseen igual
valor psicológico. Sólo uno de ellos, el respeto al animal totémico, reposa sobre móviles afectivos;
el padre ha sido muerto y no hay ya nada que pueda remediarlo prácticamente. En cambio, el otro
tabú, la prohibición del incesto, presenta también una gran importancia práctica. La necesidad
sexual, lejos de unir a los hombres, los divide. Los hermanos, asociados para suprimir al padre,
tenían que convertirse en rivales al tratarse de la posesión de las mujeres. Cada uno hubiera querido
tenerlas todas para sí, a ejemplo del padre, y la lucha general que de ello hubiese resultado habría
traído consigo el naufragio de la nueva organización. En ella no existía ya ningún individuo superior
a los demás por su poderío que hubiese podido asumir con éxito el papel de padre. Así, pues, si los
hermanos querían vivir juntos, no tenían otra solución que instituir -después de haber dominado
quizá grandes discordias- la prohibición del incesto, con la cual renunciaban todos a la posesión de
las mujeres deseadas, móvil principal del parricidio. De este modo salvaban la organización que los
había hecho fuertes y que reposaba, quizá, sobre sentimientos y prácticas homosexuales, adquiridos
durante la época de su destierro. Quizá de esta situación es de lo que nació el derecho materno
descrito por Bachofen y que existió hasta el día en que fue reemplazado por la organización de la
familia patriarcal.
Al otro tabú, esto es, el destinado a proteger la vida del animal totémico, se enlaza, en
cambio, la aspiración del totemismo a ser considerado como la primera tentativa de una religión. El
animal totem se presentaba al espíritu de los hijos como la sustitución natural y lógica del padre y la
actitud que una necesidad interna les imponía con respecto al mismo expresaba algo más que la
simple necesidad de manifestar su arrepentimiento. Mediante esta actitud con respecto al subrogado
del padre podía intentarse apaciguar el sentimiento de culpabilidad que los atormentaba y llevar a
efecto una especie de reconciliación con su víctima. El sistema totémico era como un contrato
otorgado con el padre y por el que éste prometía todo lo que la imaginación infantil puede esperar de
tal persona -su protección y su cariño-, a cambio del compromiso de respetar su vida; esto es, de no
renovar con él el acto que costó la vida al padre verdadero. En el totemismo había también, sin duda,
un intento de justificación: «Si el padre nos hubiera tratado como nos trata el totem, no habríamos
sentido jamás la tentación de matarle.» De este modo contribuyó el totemismo a mejorar la situación
y a hacer olvidar el suceso al que debía su origen.
Este proceso dio nacimiento a ciertos rasgos que luego hallamos como determinantes del
carácter de la religión. La religión totémica surgió de la consciencia de la culpabilidad de los hijos y
como una tentativa de apaciguar este sentimiento y reconciliarse con el padre por medio de la
obediencia retrospectiva. Todas las religiones ulteriores se demuestran como tentativas de solucionar
el mismo problema, tentativas que varían según el estado de civilización en el que son emprendidas
y los caminos que siguen en su desarrollo, pero que no son sino reacciones idénticamente orientadas
al magno suceso con el que se inicia la civilización y que no ha dejado de atormentar desde entonces
a la Humanidad.
Contrariamente a las concepciones modernas del sistema totémico y de acuerdo con otras
anteriores, nos revela, pues, el psicoanálisis una íntima conexión entre el totemismo y la exogamia,
y asigna a ambos un origen simultáneo.