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Espíritu Santo

Ven, Espíritu Divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido.

Los Dones del Espíritu Santo

Ven Creador Espíritu De los tuyos la mente a visitar, a encender en


Tu amor los corazones que de la nada te gustó crear

1. El Don de Sabiduría
2. El Don de Inteligencia.
3. El Don de Consejo.
4. El Don De Fortaleza
5. El Don de Ciencia.
6. El Don de Piedad.
7. El Don de Temor de Dios.

Oración

Ven, Espíritu Divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del
pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente
del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro
esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo
que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Entra hasta el fondo
del alma, divina luz y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le
faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que
tuerce el sendero. Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca
salvarse y danos tu gozo eterno. Amén

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LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

Artículo I. - El Don de Sabiduría.

Se define la sabiduría como la ciencia adquirida por los primeros principios: «el nombre de
sabiduría viene de sabor; como el gusto sirve para conocer el sabor de los alimentos – dice
San Isidoro, –lo mismo la sabiduría, es decir, el conocimiento que se tiene de las criaturas
por el primer principio, y de las causas segundas por la causa primera, es una regla segura
para juzgar bien de cada cosa» (1).

El don de sabiduría es un conocimiento sabroso da Dios, de sus atributos y de sus


misterios, como infinitamente adorables y amables. De este conocimiento resulta un sabor
delicioso, del que a veces participa aun el cuerpo, y que es más o menos grande según el
grado de perfección y de pureza en que se encuentre el alma.

San Francisco estaba tan lleno de este gusto de la sabiduría, que cuando pronunciaba el
nombre de Dios o de Jesús, sentía en su boca y en sus labios un sabor mil veces más dulce
que la miel y el azúcar.

Al don de sabiduría pertenecen las dulzuras, los consuelos espirituales y las gracias
sensibles son los efectos de este don, mas cuando no llegan sino a la parte inferior, pueden
venir del demonio, sobre todo en las almas que todavía no están del todo purificadas.

Hay esta diferencia entre la sabiduría y la ciencia. que ésta no produce generalmente el
gusto espiritual que aquélla hace sentir al alma; y la razón es, porque la ciencia no mira más
que a las criaturas, aunque sea con relación a Dios, en cambio a sabiduría mira a Dios, cuyo
conocimiento está lleno de atractivos y de dulzura.

Todo esto proviene de la caridad, cuya perfección, o sea el fervor, es la salud del alma;
pues cuando el alma está de una vez bien curada de sus enfermedades y languidece,
cuando está ya completamente sana, saborear a Dios y las cosas divinas como sus propios
bienes, sin sentir las repugnancias, ni los disgustos, ni la dificultades que sentía antes por
su insuficiente te preparación.

Este gusto de la sabiduría es a veces tan perfecto que una persona que lo tuviese, al oír dos
proposiciones, una formada por la razón y otra inspirada por Dios, podrá discernir entre
ellas al momento, conociendo la que viene de Dios por una como cierta relación natural que
tiene con su objeto: «par quamdam, objecti conneturalitaitem», dice Santo Tomás (2); de la
misma manera, poco más o menos, que uno que come azúcar distingue fácilmente su sabor
del de otras cosas dulces; o como el enfermo conoce los síntomas de su enfermedad por la
experiencia y sentimiento que tiene, tanto o mejor que el médico por su ciencia. Al principio
las cosas divinas son insípidas y cuesta trabajo saborearlas; pero después se nos hacen
dulces y tan sabrosas que se paladean con placer, hasta llegar muchas veces a no sentir
sino desagrado por todo lo demás. Y por el contrario, las cosas de la tierra que halagan los
sentidos, son al principio agradables y deliciosas, pero al final no se halla en ellas más que
amargura.

2
Un alma que por la mortificación se ha curado bien de sus pasiones, y que por la pureza de
corazón consigue una perfecta salud, entra en admirables conocimientos de Dios y descubre
cosas tan grandes que, en esos momentos, ya no puede hacer uso de los sentidos. De aquí
proceden los arrobos y los éxtasis, que revelan, sin embargo, alguna imperfección en las
almas que los experimentan, como no estar completamente purificados o acostumbrados a
estas gracias extraordinarias.

Porque a medida que un alma se va purificando, el espíritu va haciéndose cada vez más
fuerte y más capaz de soportar las operaciones divinas sin emoción ni suspensión de los
sentidos, como hacía Nuestro Señor, la Santísima Virgen, los Apóstoles y algunos otros
santos, que tenían siempre el espíritu ocupado con los conocimientos más sublimes con
transporte a internos maravillosos, pero sin que apareciese nada al exterior por medio de
arrobamientos y éxtasis. Así como se encuentran personas tan malas que parece que no
sienten gusto más que en el mal y hacen el mal con jactancia y por el solo placer de hacer
el mal, lo que es el como de la iniquidad y el verdadero carácter de la locura, según San
Bernardo (l), lo mismo hay almas tan buenas que no encuentran sabor más que en el bien y
no obran en todas cosas por ninguna otra consideración que por hacer el bien. El bien y sólo
el bien es el atractivo que las lleva a hacer el bien.

Este es el efecto propio de la sabiduría, que llena de tal manera el alma del gusto del bien y
del amor a la virtud, que por todo lo demás sólo siente desagrado. El gusto del bien le es
como natural. San Bernardo expone admirablemente esta doctrina en uno de sus sermones
sobre el Cantar de los Cantares: «La sabiduría es el amor a la virtud, no es otra cosa
que el sabor del bien; cuando entra en un alma vence la malicia y destierra al sabor
del mal que ella había introducido, llenando el alma de las delicias que el bien lleva
siempre consigo. Cuando entra en el alma, modera los sentimientos de la carne,
purifica el entendimiento, cura el gusto corrompido del corazón, da al alma la perfecta
salud que la pone en disposición de paladear el sabor del bien y el de la sabiduría
misma, que es de todos los bienes el más excelente y dulce» (3).

El vicio opuesto a la sabiduría es la locura; se forma en el alma proporcionalmente como la


sabiduría, pero por principios contrarías. La sabiduría lo refiere todo al último fin, que en
materia de moral se llama «altissima causa», la suprema y primera causa. Esto es lo que
busca, sigue y gusta en todas las cosas. Lo juzga todo con relación a este elevado fin. La
locura en cambio tiene por fin y por principio, «pro altissima causa», o el placer a algún otro
bien temporal, no encontrando satisfacción más que en esto, refiriéndolo todo a lo mismo,
no buscando ni estimando más que esto y despreciando todo lo demás. Dice San Isidoro,
que «el loco y el sabio son opuestos, en cuanto que éste tiene el gusto y el sentido de la
discreción que le falta de aquél» (4).

Lo que hace –como señala Santo Tomás – que el uno juzgue bien de las cosas en lo que se
refiere a su conducta, porque juzga con relación al primer principio y al último fin, y que el
otro juzgue mal porque no toma esta elevada causa como regla de sus sentimientos y de
sus acciones (5).

El mundo está lleno de esta clase de locura, y el Sabio nos asegura que «el número de los
necios es infinito». En efecto, la mayor parte de los hombres tienen el gusto depravado y
puede llamárseles, con mucha razón, necios, puesto que obran como ellos, poniendo su
último fin por lo menos en la práctica, en la criatura y no en Dios. Cada uno tiene una manía

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por la que se apasiona y a la que todo lo refiere, sin sentir afecto ni pasión más que por esta
idea, lo cual es estar loco de remate. Si queremos conocer si somos del número de los
sabios o de los locos, examinemos nuestros gustos y nuestras repugnancias, ya sea hacia
Dios y las cosas divinas o del lado de las criaturas y las cosas de la tierra. ¿De dónde
brotan nuestras satisfacciones y nuestros contratiempos? y En qué encuentra reposo y
contento nuestro corazón? Esta clase de examen es un medio excelente para adquirir la
pureza de corazón. Debíamos hacérnoslo familiar, examinando con frecuencia durante el día
nuestras inclinaciones y tratando de dirigirlas poco a poco hacia Dios.

Hay tres clases de sabiduría reprobadas por la Sagrada Escritura y que son verdaderas
necedades: Primera, sabiduría terrena: cuando no se saborea más que las riquezas;
segunda, sabiduría animal: cuando se saborean únicamente, los placeres del cuerpo; y
tercera, sabiduría diabólica: cuando no se encuentra gusto más que en la propia excelencia.
Hay solamente una locura que es ante Dios una verdadera sabiduría. Amar la pobreza, los
desprecios, la cruz, las persecuciones. Esto es ser loco según el mundo. Y sin embargo, la
sabiduría, que es un don del Espíritu Santo, no es otra cosa que esta divina locura que no
ama más que lo que nuestro Señor y los santos han amado. Nuestro Señor Jesucristo dejó
en todo lo que tocó durante su vida mortal – la pobreza, la abyección, la cruz – un suave
olor y un gusto delicioso; pero son pocas las almas cuyos sentidos estén suficientemente
limpios como para sentir este olor y paladear este sabor tan sobrenatural. Los santos han
corrido tras el olor de estos perfumes: un San Ignacio, que tenía todas sus delicias cuando
se, burlaban de él; un San Francisco, que amaba con tal pasión el desprecio que hacia
cosas por quedar en ridículo; un Santo Domingo, a quien le gustaba más estar en
Carcassonne, donde generalmente me mofaban de él, que en Toulouse donde era respetado
por todo el mundo. ¿Qué agrado sentirían con los placeres de la vida y con las grandezas
del mundo Nuestro Señor, la Santísima Virgen y los Apóstoles? Dijo Jesucristo: «Mi
alimento es hacer La voluntad del que me ha enviado» (l). «Los Apóstoles salían llenos
de alegría de le asamblea del Consejo porque habían, sido dignos de sufrir oprobios
por el nombre da Jesucristo» (6). Y San Pablo dice: «Estoy lleno de gozo en medio de
mía sufrimientos» (7). Pensar que Nuestro Señor nos podía rescatar sin sufrir y
merecernos todo lo que nos mereció sin morir en una muerte tan infame como la de cruz, y
que, no obstante, escogió la muerte de era para nuestra salvación, es una locura según la
razón humana; pero «lo que en Dios parece locura, es más prudente que la sabidurías
de todos los hombres» (8). Qué diferentes son de los de Dios los juicios de los hombres.
La sabiduría divina es una locura según el parecer del mundo, y la sabiduría humana en una
locura según el juicio de Dios. En nosotros está el ver con cuál de estos dos juicios
queremos conformar el nuestro. Es preciso tomar uno u otro como regla de nuestras
acciones.

Si saboreamos los honores y las alabanzas, somos locos en esta materia, y cuanto más nos
guste la estimación y la fama, mayor será nuestra locura. Así como opuestamente, a mayor
afecto por la humillación y por la cruz, mayor será nuestra sabiduría. Es monstruoso que,
incluso en la Religión, se encuentren personas a las que no les guste nada más que lo que
las eleva a los ojos de los hombres y que todo lo que han hecho durante sus veinte o treinta
años de vida religiosa haya sido únicamente por este fin que ambicionan; pudiendo decirse
que no tienen alegrías ni tristezas que no se relacionen con esto o que, por lo menos, son
más sensibles a ello que a todo lo demás. Todo lo demás que se refiere a Dios o a la
perfección, les parece insípido y no le encuentran gusto.

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Este estado es terrible y merece ser llorado con lágrimas de sangre: pues, ¿de qué
perfección son capaces estos religiosos y qué provecho pueden hacer al prójimo? ¿Qué
confusión sentirán a la hora de la muerte cuando se den cuenta de que durante toda su vida
no han gustado ni buscado más que lo que halaga la vanidad, como hacen los mundanos.
Cuando estas personas están tristes, a una sola palabra de esperanza que se les diga sobre
su engrandecimiento, aunque falso, las veremos cambiar de aspecto y su corazón se
desbordará de alegría como si fuese una noticia muy importante. Por lo demás, como no
tienen el gusto de la devoción, tratan a las prácticas espirituales como bagatelas y cosas
divertidas para espíritus débiles; y no sólo se conducen ellos por estos principios erróneos
de la sabiduría mundana y diabólica, sino que también comunican sus sentimientos a los
demás, enseñándoles máximas del todo contrarías a las de Nuestro Señor y a las del
Evangelio, cuyo rigor tratan de mitigar con interpretaciones forzadas y conformes a las
inclinaciones de la naturaleza corrompida, fundándose en pasajes mal entendidos de la
Sagrada Escritura y sobre los cuales edifican su ruina. Ejemplo: «Curam habe de bono
nomine», tened cuidado de vuestra reputación: «Corporalis exercitatio ad modicum valet»,
los ejercicios del cuerpo valen muy poco; «Ratioeabile obsequiam vestrum», es necesario
que el servicio que prestas a Dios sea razonable, etc. La bienaventuranza que corresponde
al don de sabiduría es la séptima: «Bienaventurados los pacíficos» (9): ya sea porque la
sabiduría todo lo ordena según Dios y porque la paz consiste en este perfecto orden (10), ya
sea porque la sabiduría nos hace como insensibles a todo lo que puede turbar el corazón. Si
a una persona que posea este don, se le dicen injurias, ella no se inquieta, e incluso, ni
siquiera se da por enterada; como los que están locos de locura natural, son insensibles a
las ofensas y a las cosas que más pueden molestar porque les falta el juicio y la razón (11),
lo mismo los que son sabios can la sabiduría sobrenatural, no sienten el mal trato que pueda
dárseles ni se conmueven por ninguna cosa humana; y esto, no por estupidez, sino por una
razón superior: acostumbrados a no gustar más que el soberano bien, no son ya capaces de
saborear ni los bienes oí los males de la tierra. El fruto del Espíritu Santo que corresponde
al don de sabiduría, es el de la fe; porque gustando el alma las cosas divinas, las cree con
mayor firmeza, y teniendo de ellas un conocimiento como experimental, llega a verlas con
una especie de evidencia.

NOTAS (1) Sapiente dictus est sapore, quia sicut gustas est aptus ad disr.retionem scporis ciborum, sic sapiens ad
dignoscen. .tiom rerum atque causarum. Isidor. Etym., IX vº Sapiens. (2) «Stultitia est sapor mali», Ber. Serm., 85 in Cant.
(2) «Sapientio est amor eirtutis... Sapieetia est sopor boni... Vincit malitiam sapientiu in mentibus ad quos in, treeerit,
saporem molí quem illa inwenerit sapore ester nainons meliori. lntrcns scpientia dum sensum carnis inca tuat, purificct
intellectum cordis, palatum, aenat et repe r'. Sano palato jan sapit bonum. Scpit ipsa Sapientia qm in bonis nullum melius».
Idem, ib. (3) aInsipiens est contrarías sapienti eo auod sine separe est discretionis et sensus», Isid. Ktym., I. X. Vº Sapiens.
(4) «Stultus dicitur ex hoc quod perderse judicat circo communem eitae rationem, et ideo opponitur sapientiae quae /acit
recfum judicium, circa unieersalem causam. Fatídicas excludit tontum uwm rationis et est purae nega-tionis: stultitia autem
est quid positivum et praeae dwpo-.sitionis». Estos dos textos, que se encuentran en la edición de 1694, expresan el
pensamiento de Santo Tomás (Ila. Ilae. Q. XLVI), pero no expresan exactamente los términos de la Summa. El P. Lallemant
ha podido resumir así la enseñanza da la Cuestión 46, para apoyar la supa. (5) Cibus meus est ut faciom voluntatem, ejus
qm misit me. Joan., VE, 34. (6) lbant Apostoli gaudentes c conspectu concilii quo-aiom digni habiti su@t pro nomine Jesu
contumeliam pcfi. Act., V, 41. (7) Supenabundo gaudio in ama Cribulafione nostra. '$1 Cor., VII, 4. (8) Quod stultum est Dei
sapientius est hominibus. I Cer., l, 25. (9) Beati pacifici. Math., V, 9. (10 «Pax est tranguillitas ordinisa, S. Aug. De eivit. Dei:
Lib. XIK, eap. XIII, L (11) «Stultus est qui propter stuporem non noveCur», asid. I, Etym.

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Artículo II.- El Don de Inteligencia.

Inteligencia es el conocimiento íntimo de un objeto: «intelligere ese intus legere». El don de


inteligencia es una luz que el Espíritu Santo concede para penetrar las verdades oscuras
que la fe propone. Dice Santo Tomás, que esta penetración debe hacer concebir una idea
verdadera y una justa estimación del fin último y de todo lo que con él se relaciona; ya que
de otro modo no sería un don del Espíritu Santo.

La fe considera tres clases de objetos: primero, Dios y sus misterios; segundo, las criaturas
en lo que con Dios se relaciona; y tercero, nuestras acciones para dirigirlas al servicio de
Dios. Naturalmente somos muy cortos en la proporción en que el Espíritu Santo nos ilumina
por remedio de la fe y de las demás luces que nos comunica. Lo que la fe nos hace creer
simplemente, el don de inteligencia nos lo hace penetrar con más claridad y de una manera
que parece hacer evidente lo que la fe enseña, aunque la oscuridad de la fe permanece
siempre; por eso se extraña uno de que algunos no quieran creer los artículos de nuestra fe
o que puedan dudar de ellos.

Los que tienen el cargo de instruir a los demás – como los predicadores y los directores –
deben estar llenos de este don. Ha resplandecido en los santos Padres y en los Doctores y
es particularmente necesario para comprender el sentido de la Sagrada Escritura, sus
figuras alegóricas y las ceremonias del culto divino.

Es difícil entender la Sagrada Escritura, porque Dios habla allí según sus sentimientos, que
están incalculablemente separados de los nuestros; pero El los modera de tal forma que
podemos entenderlos si nuestro corazón está bien purificado. Por ejemplo, nos dice San
Juan en su primera epístola: «Esta es la última hora» (1); lo que repugna a nuestro sentido
porque no podemos comprender cómo el santo Apóstol ha podido decir, hablando de sus
días, que estaba en la última hora. Y sin embargo, esto es verdadero en el sentir de Dios.

Todos los demás libros espirituales son en parte obra da la gracia y en parte obra de la
naturaleza; pero el medio de recibir al Espíritu Santo y de ser conducidos por el, es leer con
frecuencia la Sagrada Escritura. Es un gran abuso leer tantos libros espirituales y casi nada
la Sagrada Escritura. San Gregorio Nacianceno, que es el único que no tiene en sus obras
ningún error de los condenados por la Iglesia, y San Basilio, cuya doctrina es tan sólida, no
leyeron más que la Sagrada Escritura durante once o doce años. Deberíamos leerla antes
que a los Santos Padres, ya que con pureza de corazón se entra poco a poco en los
diversos sentidos que tiene, y aunque se la haya leído cien veces, aprovechando la pureza
de corazón, se la sigue leyendo y se profundiza cada vez más sus misterios.

El vicio opuesto al don de inteligencia, es la grosería respecto de las cosas espirituales.


Este vicio es natural, y nosotros lo aumentamos todavía más con nuestros pecados y con
nuestras pasiones y afectos desordenados. Se nota esto mucho más en las personas que
están en pecado mortal. David tenía un corazón excelente para amar a Dios. Había recibido
de El hermosos conocimientos y altos sentimientos. Sin embargo, después de su adulterio y
después de que hizo morir a Urias estuvo nueve meses sin reconocer su pecado, y quizá no
hubiera abierto los ojos si Dios no le llega a enviar al profeta Natán para ponerle delante su
situación lamentable.

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A este, don corresponde la sexta bienaventuranza: «Bienaventurados los limpios de
corazón» (1). Dice Santo Tomás que esta pureza se extiende a todas las potencias del
alma, quitando todo le que la puede manchar: las pasiones, los movimientos desordenados
del apetito concupiscible, los afectos viciosos de la voluntad, los errores y las falsas
máximas del entendimiento. Incluso regula de tal manera la imaginación, que no le viene
ningún pensamiento más que en el tiempo y lugar conveniente y con la duración necesaria.
Así San Bernardo, cuando quería rezar, dejaba los pensamientos de las demás ocupaciones
y los recogía una vez terminada la oración. Esto es lo que sucede a las almas que están
muy purificadas. Por su pureza han logrado este perfecto dominio sobre ellas mismas.

El fruto del Espíritu Santo que se relaciona con este don y con todos los demás que ilumina
el entendimiento, es la fe. La fe precede a los dones y es su fundamento; pero los dones a
su vez perfeccionan la fe. Dice San Agustín que es indispensable creer primero y afianzarse
bien en este piadoso afecto tan necesario a la fe. Después vienen los dones del Espíritu
Santo y la hacen más penetrante, más viva y más perfecta (2). (1) Sit primum pietas
credentu, ~rit postes fructua ice. lligentis. San Agustín. (2) Haec est novissimc hora. I Joon..
Il, 18. Beati mundo carde. Mat., V. S.

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Articulo III. - El Don de Consejo.

Consejo es un acto de la prudencia, que prescribe la consideración y la elección de medios


para llegar a un fin (2). Así, pues, el don de consejo atiende a la dirección de las acciones
particulares. Es una luz por la cual el Espíritu Santo muestra lo que se debe hacer en el
lugar y en las circunstancias presentes. Lo que la sabiduría, la fe y la ciencia enseñan en
general, el don de consejo lo aplica en particular. Por lo tanto, es fácil comprender su
necesidad, puesto que no basta saber si una cosa es buena por si misma, sino que es
necesario juzgar si es buena también en las circunstancias presentes, y si es mejor que otra
y más propia para el fin que se pretende. Y todo esto se conoce por el don de consejo.

Sucederá alguna vez que, queriendo deliberar sobre lo que debemos hacer, nos parecerá
una cosa, incluso a la luz sobrenatural, mejor y más perfecta, y puede ser que efectivamente
lo sea por si misma. Pero, no obstante, de su ejecución se seguirán grandes inconvenientes,
peligros o faltas, que no hubiesen sucedido si hubiéramos elegido otra cosa que, aunque
menos perfecta, hubiese sido mejor porque no hubieran resultado Las malas consecuencias
de La otra que nos parecía mejor. La conducta más segura es la que se recibe del Espíritu
Santo por el don de consejo, y no debíamos de seguir ninguna otra.

Primero, porque al seguiría podemos estar seguros de andar por los caminos de Dios y de
su Divina Providencia.

Segundo, porque es el medio de acertar siempre, siendo el Espíritu Santola regia infalible
tanto de nuestras acciones como de nuestros conocimientos.

Tercero, porque esta dependencia del Espíritu Santo hace que vivamos con una gran paz,
sin inquietudes ni cuidados, como los ojos de un príncipe que no se preocupan ni de su
alimento, ni de su modo de vivir, ni de nada de lo que con su bienestar se relacione,
dejándolo todo al cuidado de su padre.

Este don lo comunica el Espíritu Santo más o menos, según la fidelidad con que se
corresponda. AI que le comunique poco, si es fiel en usar bien este poco, puede estar
seguro que recibirá más, hasta que esté lleno en la proporción de su capacidad es decir,
hasta que tenga tanto como le hace falta para cumplir los designios de Dios y llevar a cabo
los deberes de su empleo y de su vocación. Pues se juzga con razón, que una persona está
Llena del Espíritu de Dios cuando realiza suficientemente todas las funciones de su estado.

Nosotros, que hemos sido llamados a una Orden apostólica, en la que la acción y la
contemplación deben ir unidas, podemos aspirar, sin presunción, a un grado más elevado
tanto en la vida activa como en la contemplativa. Pues no puede llamarse vanidad el que
cada uno aspire, a la perfección de su estado y al cumplimiento de los designios de Dios en
toda la amplitud de su vocación.

Para esto, y porque nuestra vida activa es casi continua, necesitamos de un extraordinario
don de consejo: si nos falta este don del Espíritu Santo, no haremos nada que no vaya lleno
de defectos y toda nuestra conducta será puramente humana. No obraremos más que por
principios de una destreza natural o por una prudencia adquirida. No seguiremos sino las
invenciones de nuestro espíritu que, comúnmente, son contrarias al Espíritu de Dios.

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Todas las mañanas debemos pedir al Espíritu Santo su ayuda para todas las acciones del
día, reconociendo humildemente nuestra ignorancia y debilidad y diciéndole que seguiremos
su dirección con entera docilidad de espíritu y de corazón. Además, al principio de cada
acción, le pediremos luz para hacerla bien, y al final, perdón de las faltas que hayamos
cometido. De esta manera estaremos durante todo el día pendientes de Dios, que es el
único que sabe en que situaciones especiales nos podemos encontrar, y puede por
consiguiente guiarnos con certeza en todas las circunstancia por medio de su consejo, mejor
que por todas las luces que podamos tener, bien sean de fe o de otro don cualquiera que no
baja tanto a los casos particulares.

La pureza de corazón es un medio excelente para obtener el don de consejo, al igual que
los demás dones precedentes. Una persona que se dedicase, constantemente a purificar su
corazón y que tuviese un sodio y buen juicio, adquiriría gran prudencia sobrenatural y
destreza divina para manejar toda clase de asuntos; tendría abundancia de luces y de
conocimientos infusos para la dirección de las almas, y encontraría mil santas maneras de
ejecutar las empresas dirigidas a la mayor gloria de Dios. La prudencia humana, a pesar de
todos sus conocimientos y destrezas, tiene en esto muchos fallos y consigue poco resultado.
Por la pureza de corazón y una fiel dependencia de la dirección del Espíritu Santo,
adquirieron San Ignacio y San Francisco Javier un extraordinario don de prudencia, que los
hace admirar tanto.

Los directores de almas y los superiores especialmente deben sacar de la oración las luces
para desempeñar las funciones de su cargo. Es un error creer que los mas sabios son los
que dan mejores resultados y los mas aptos para desempeñar los cargos y para conducir las
almas. Los talentos naturales, la ciencia y la prudencia humana, sirven muy poco en materia
de dirección espiritual, al lado de las luces sobrenaturales que comunica el Espíritu Santo y
cuyos dones están muy por encima de la razón. Las personas mas indicadas para guiar a
los demás y aconsejar en lo que atañe a las cosas de Dios, son las que teniendo la
conciencia pura y el alma exenta de pasión y desprendida de todo interés, y poseyendo
ciencia y talentos naturales suficientes, aunque no, sean en un grado superior, están muy
unidas a Dios por la oración y sometidas a todos los movimientos del Espíritu Santo.

Los directores subalternos tienen mucha necesidad del don de consejo, sobre todo en las
ocasiones relacionadas con la practica de la obediencia; ya que un inferior que no tiene
nadie a quien mandar, no se encuentra, en el ejercicio de esta virtud, con las mismas
dificultades que un inferior que es a la vez superior de algunos; estando obligado a
obedecer por un lado, y a cumplir los deberes de su cargo, por el otro, esta en peligro de
obedecer demasiado a favor o en contra de su cargo o a caer en el otro extremo de no
obedecer bastante. En esos conflictos, los que se dejan guiar por los dones del Espíritu
Santo no pueden equivocarse; pero tenemos la desgracia de no conocer bastante en la
practica estos sublimes dones que son los principios por los que se regían los santos,
porque no nos dedicamos con toda el alma a conseguir la perfección.

Los sabios deben guardarse bien de un cierto espíritu de suficiencia, de confianza en sus
luces y del apego a su manera de pensar. Los que gobiernan con la luz del Espíritu Santo el
Estado, o cualquier otro cuerpo eclesiástico, religioso o civil, no lo harían siempre según el
gusto de los que solamente se guían por la prudencia humana. Estos los critican con
frecuencia, porque su vista no se extiende mas allá de los limites de la razón y del sentido

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común, que son los únicos principios de su manera de proceder: no ven absolutamente nada
de la dirección del Espíritu Santo, que esta infinitamente por encima de todos los
razonamientos humanos y miras políticas. El gobierno de los superiores, o mejor dicho, el
gobierno de Dios por medio de los superiores, precisamente por ser sobrenatural, lleva
consigo el que los fallos que en su desempeño se cometen hayan de ser forzosamente
grandes y de penosas consecuencias. Los superiores no solamente deben tener celo para
castigar las faltas de los inferiores, sino también caridad para prevenir con oportunos avisos
las faltas que podrían cometer: hasta conviene muchas veces que se contenten con una
secreta y paternal reprimenda, obligando así, por la dulzura, a corregirse al que ha faltado y
evitando otras faltas que la aspereza de la penitencia podría hacerle cometer.

Los buenos superiores se alegran de tener en sus manos el poder de la autoridad para
hacer el bien a sus súbditos y para aliviarlos, y no para perjudicarlos y mortificarlos. Una
regla importante para el buen, gobierno, es evitar la multiplicación de ordenes inútiles, que
no sirven mas que para sobrecargar a los inferiores y hacer pesado el yugo de la religión,
que mas bien convendría aligerar. Debe exigirse solamente el exacto cumplimiento de las
reglas y ordenes ya establecidas. Los pecados de los santos son: no seguir ciertas luces del
Espíritu Santo y omitir algunos puntos de perfección, como por ejemplo, si teniendo varias
luces del Espíritu Santo sobre una misma cosa, siguen la mis fácil por dejadez de espíritu o
por irreflexión.

Cuando se ve que no hay ningún mal en hacer o en decir alguna cosa, que no procede uno
movido por ninguna inclinación ni afecto natural, por un motivo de complacencias, por el
ejemplo de los demás o por algún habito o costumbre; y que por otra parte se esta dispuesto
a seguir otra conducta si el Espíritu Santo la inspirase; y esta uno igualmente inclinado a
resolverse en pro o en contra, según el movimiento del Espíritu Santo: cuando concurren
estas tres circunstancias, se puede de ordinario obrar con seguridad v no hay peligro de
sobrepasarse. En diversos lugares de la Sagrada Escritura pueden señalarse rasgos
admirables del don de consejo: El silencio de Nuestro Señor delante de Herodes, las
respuestas que dio para salvar a la mujer adultera y para confundir a los que le preguntaban
si se debería pagar tributo al Cesar; el juicio de Salomón; la empresa de Judit para librar al
pueblo de Dios del ejercito de Holofernes; la conducta de Daniel para justificar a Susana de
la calumnia de los dos ancianos y la de San Pablo cuando convoco a los fariseos y
saduceos y apelo del tribunal de Festo al de Cesar.

El vicio opuesto al don de consejo, es la precipitación a obrar con demasiada prontitud y sin
haber considerado bien antes todas las cosas, siguiendo únicamente el ímpetu de la
actividad natural y sin tomarse el debido tiempo para consultar al Espíritu Santo. Este
defecto, lo mismo que los otros que se oponen a los dones precedentes, a saber: la
necedad, la grosería y la ignorancia, son pecados cuando provienen de falta de diligencia
para disponerse a recibir las inspiraciones del Espíritu Santo; cuando no se toma el tiempo
necesario para pedirle consejo antes de obrar, y cuando al obrar se precipita uno tanto que
no se esta en condiciones de recibir su asistencia, o cuando se deja uno llevar y obscurecer
por la impetuosidad de una pasión. El apresuramiento es muy contrario al don de consejo. El
santo Obispo de Ginebra combate frecuentemente este defecto en sus escritos. Debemos
evitarlo a toda costa, porque llena el espíritu de tinieblas, pone alboroto, amargura e
impaciencia en el corazón, alimenta el amor propio y hace, que nos apoyemos en nosotros
mismos. En cambio el don de consejo, iluminando el espíritu, derrama en el corazón una

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unción y una paz completamente opuestas al apresuramiento y a sus efectos. La temeridad
es también muy contraria a este don. Porque confiando demasiado en uno mismo, no se
presta la debida atención a las luces y a los consejos de la razón y de la gracia. Estamos
muy sujetos a este vicio, tanto mas cuanto que nos falta cordura y madurez de espíritu,
estamos acostumbrados a una conducta pueril y tenemos demasiada buena opinn de
nosotros mismos.

Es también un defecto opuesto al don de consejo la lentitud. En las determinaciones es


indispensable obrar con sensatez; pero una vez tomada la resolución según la luz del
Espíritu Santo, debemos ejecutarla con rapidez, porque si se deja, las circunstancias
cambian y las ocasiones se pierden. La bienaventuranza correspondiente, a este don es la
quinta: «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzaran misericordia»
(1). Y la explicaron que da San Agustín, es que Dios no deja de ayudar con su gracia a los
que con desprendimiento asisten a los demás en sus necesidades. Dice: «Est autem justum
consilium, ut qui se a potentiori adjuvari vult, adjuvet infirmiorem in qua eat ipse potentior.
Itaque beati miseirico,rdes, quia ipsorum miserebitur Dous».

No se señala el fruto del Espíritu Santo que directamente corresponde a este don de
consejo, porque es un conocimiento practico que, no tiene otro fruto, propiamente hablando,
que la operación que dirige y a la que tiende. Sin, embargo, como este don dirige
especialmente las obras de misericordia, puede decirse que los frutos de bondad y
benignidad le pertenecen en cierto modo.

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Articulo IV. – El Don De Fortaleza

La fortaleza es la virtud que nos asegura contra el temor de las dificultades, de los peligros
y de los trabajos que se presentan en la ejecución, de nuestras empresas.

Todo esto lo hace admirablemente el don de fortaleza; pues es una disposición habitual que
el Espíritu Santo pone, en el alma y en el cuerpo para hacer y sufrir cosas extraordinarias,
para acometer las obras más difíciles, para exponerse a los más espantosos peligros y para
soportar los trabajos más rudos y las penas más amargas. Y todo ello constantemente y de
una manera heroica.

Este don es muy necesario en determinadas ocasiones: cuando se es combatido por


grandes tentaciones, para resistir a las cuales es preciso estar dispuesto a perder las
bienes, el honor o la vida. Entonces el Espíritu Santo asiste poderosamente al alma fiel con
el don de, consejo y de fortaleza; porque no fiándose de ella misma y convencida de su
debilidad y de su nada, implora su socorro y pone en El toda su confianza.

No bastan en estas ocasiones las gracias comunes; hacen falta luces y fuerzas
extraordinarias; por eso une el Profeta el don de consejo y el de fortaleza: el uno ilumina el
espíritu y el otro fortalece el corazón. Tenemos mucha necesidad de este don por la
dificultad de ciertos empleos en que la obediencia puede colocarnos. Hay que convencerse
de que por un solo acto de generosidad cristiana, merece uno mucho más delante de Dios
que por todo el resto de su vida aunque sea muy larga. Lo mismo que si una persona, al
entrar en religión, diera de un golpe todos sus bienes a los pobres, merece tanto como si,
permaneciendo en el mundo, hiciera varias limosnas en diversos tiempos. ¿Y qué sabemos
nosotros el tiempo que viviremos después y el estado en que estaremos para morir?; ¿Qué
seria ahora de Origenes y Tertuliano si antes de su caída, permaneciendo fieles a Jesucristo
hubiesen tenido la ocasión de morir por El?

Hay tres clases de buena muerte: primera, morir al servicio de los apestados; segunda,
morir en misiones extranjeras, sea a manos de los infieles, o por el exceso de trabajo o por
cualquier accidente relacionado con el ejercicio de su celo; tercera, dar la vida por su
rebaño, como pueden hacerlo los Obispos, los párrocos y los Superiores. No puede
calcularse la cantidad de gracias que atrae sobre los demás la virtud de los que así se
exponen.

El don de fortaleza, en lo que se refiere a los cuerpos, hace capaces a los que Dios se lo
comunica de una energía milagrosa: como David, Sansón y otros del Antiguo Testamento.
Se observa en la vida de los santos, que algunos, como Santo Domingo, Santa Catalina de
Siena y el P. González Silveira pudieron hacer con este don mortificaciones asombrosas y
que estaban muy por encima de las fuerzas naturales. Pero la función principal del don de
fortaleza se dirige al espíritu, desterrando todos los temores humanos y poniendo en la
voluntad y en el instinto una divina firmeza que hace al alma intrépida.

Por este espíritu de fortaleza, pudo nuestro Señor en Getsemaní, sobreponerse al temor de
su pasión y de su muerte y, abrasado de celo, decir a los Apóstoles al salir de la oración:
«Levantaos y vamos de aquí, que ya llega el que me ha de entregar» (1).

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Este espíritu es el que hace que los santos no teman ningún peligro cuando se trata de
cumplir los designios de Dios y de procurar su gloria. San Juan Crisóstomo no temía más
que al pecado. Un día la Emperatriz Eudosia quiso enterarse de qué era lo que el más
temía, intentando aprovechar ese temor para someterlo a su deseo. Pero se encontró con
que el santo Obispo no temía ni la cárcel ni el destierro ni la muerte: sólo temía ofender a
Dios.

Animado por este espíritu, desafiaba San Francisco Javier a los ejércitos infieles, las
tempestades, los naufragios y la muerte, como se vio principalmente en su viaje al Japón,
que hizo en el pequeño y mal barco de un pirata idólatra, donde el demonio era adorado, y
se le presentaba algunas veces para asustarle, diciéndole que le haría sentir los efectos de
su venganza mas el santo se burlaba de todas sus amenazas y confiaba enteramente en
Dios. En una de sus cartas dice que: «el remedio mas seguro en estas ocasiones es confiar
en Dios y no temer nada; y el mayor mal que nos puede suceder es temer a los enemigos de
Dios cuando luchamos por la causa de Dios».

Para adelantar en la perfección y ser capaces de hacer grandes cosas, debemos ser
espléndidos y valientes en el servicio de Dios

Sin el don de fortaleza, no pueden hacer muchos ni notables progresos en la vida espiritual.
La mortificación y la oración, que son sus principales ejercicios, exigen la generosa
determinación de, pasar por alto todas las dificultades que se encuentran en la vía del
espíritu y que son tan contrarias a nuestras inclinaciones naturales. Decía Santa Teresa que
«el alma que practicaba la oración con firme resolución de no dejarla nunca, había hecho ya
la mitad del camino» (1)

Los mártires están en primera fila entre los héroes del Cristianismo, porque la fuerza se
demuestra más en el sufrimiento, que en la acción. En la acción, la naturaleza encuentra
alivio y es como la dueña; en el sufrimiento todo es contrario a la naturaleza. Por lo tanto, el
sufrimiento es mucho más heroico y difícil que la acción.

A los santos mártires debe la Iglesia su propagación por toda la tierra y la reducción del
Imperio Romano a la fe. Se les pone la palma en la mano como señal de su fortaleza y de
su victoria. Algunos atribuyen a este don la fuerza que algunas veces da Dios a la palabra
de los santos para convencer los entendimientos y mover los corazones; pero se equivocan:
éste es otro don particular, llamado «gratia sermonis», gracia de la palabra; gracia gratuita,
dada por el bien del prójimo y no por la utilidad de los que la reciben. Algunas veces los
obreros evangélicos que, poseen esta gracia, aunque pronuncien discursos sencillos y poco
pulidos, no dejan de hacer maravillosa impresión en las almas. Así lo hacían los apóstoles,
San Vicente Ferrer, San Ignacio, San Francisco Javier. El vicio opuesto al don de fortaleza
es la timidez o temor humano, y una cierta cobardía natural que nace de nuestro amor
propio y de la afición a las comodidades, que son las que nos detienen en nuestras
empresas y hacen que huyamos a la vista de las humillaciones y de la amargura.

Nada es tan perjudicial para la vida del espíritu como el temor que excita el demonio por
medio de mil respetos humanos, que es preciso resistir generosamente. De este modo ha
hecho caer u varios grandes personajes y ha derrumbado, si podemos emplear este término,
algunas columnas de la Iglesia: como al famoso Osio, Obispo de Córdoba, que habiendo

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presidido como delegado papal el Concilio de Nicea y luchado contra los Arrianos durante
mucho tiempo y con tanto celo por la fe, ganando tantas victorias a estos herejes, enemigos
del Hijo de Dios, fue al fin vencido por el temor y firmó la condena de San Atanasio.

No es posible decir todo el mal que hace el respeto humano. A algunos le gustaría hablar de
cosas espirituales, guardar la regla del silencio u otra cualquiera, o hacer algún acto de
mortificación, pero sin embargo, si se encuentran con este o con el otro, no tienen valor
para llevar a la práctica su buena resolución, aunque sepan que después tendrán pena de
no haberla cumplido. Aquí tenemos de, un lado nuestra regla y los intereses de Dios, y del
otro la consideración de otra persona y el temor de desagradarla. Pesadas estas dos
consideraciones, nos quedamos con la ultima, ¡Qué infidelidad y qué dejadez! Y esto es lo
que hacemos todos los días. Puede haber nada que mejor señale nuestra poca virtud y el
gran imperio que el respeto humano ejerce sobre nosotros? Por esto, Dios nos abandona y
retira sus gracias, y después caemos insensiblemente en grandes miserias.

Así como el don de consejo acompaña al de, fortaleza y lo dirige ayudándonos a emprender
grandes cosas, así la prudencia humana y la timidez se hacen compañía y mutuamente se
ayudan insinuando razones para justificarse.

Los que se dejan guiar por la prudencia humana son excesivamente tímidos. Este defecto es
muy frecuente en los Superiores, y hace que por miedo a cometer faltas, no hagan más que
la mitad del bien que deberían hacer. Mil temores nos detienen en todo momento y nos
impiden avanzar en los caminos de Dios, quitándonos la oportunidad de hacer todo el bien
que podríamos si, siguiésemos las luces del don de consejo y tuviésemos todo el valor que
nos da el don de fortaleza; pero tenemos demasiados miramientos humano, y todo nos da
miedo. Tememos que un empleo que la obediencia nos quiere dar, no nos resulte bien, y
este temor hace que lo rehusemos. Por aprensión de gastar nuestra salud, nos limitamos a
un pequeño y cómodo empleo, sin que puedan vencer esas vanas aprensiones ni el celo ni
la obediencia. Somos cobardes para las penitencias corporales y esta cobardía hace, que
las evitemos demasiado. Es imposible calcular de cuántas omisiones es culpable este
apocamiento. Son muy pocas las personas que hagan por Dios y por el prójimo todo lo que
pueden. Hay que imitar a los santos, no temer más que el pecado, como San Juan
Crisóstomo, afrontar los peligros, como San Francisco Javier, y desear las afrentas y las
persecuciones, como San Ignacio. Pertenece al don de fortaleza la cuarta bienaventuranza:
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia» (1). Porque una persona
animada por la fuerza del Espíritu Santo, desea insaciablemente hacer y sufrir grandes
cosas.

La longanimidad y la paciencia son los frutos de este don. La primera, para no aburrirse ni
cansarse en la espera y en la práctica del bien, y la segunda, para no cansarse ni aburrirse
en el sufrimiento del mal.

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Artículo V. - El Don de Ciencia.

La ciencia se define como un conocimiento cierto adquirido por el razonamiento; pero en


Dios está sin razonamiento y por una simple visión de los objetos.

El don de ciencia - que es una participación de la ciencia de Dios- es una luz del Espíritu
Santo que ilumina el alma para hacerla conocer las cosas humanas y dar sobre ellas un
juicio exacto, en relación a Dios y en cuanto son ellas objeto de la fe.

El don de ciencia ayuda al de inteligencia a descubrir las verdades oscuras, y al de


sabiduría a poseerlas.

La sabiduría y la ciencia tienen algo de común. Ambas a dos hacen conocer a Dios y a las
criaturas. Pero cuando se conoce a Dios por las criaturas, elevándose del conocimiento de
las causas segundas a la causa primera y universal, es un acto del don de ciencia. Y
cuando se conocen las causas humanas por el gusto que se tiene de Dios, juzgando a los
seres creados por el conocimiento del primer Ser, es un acto del don de sabiduría.

El discernimiento de espíritus pertenece al uno y al otro: pero la sabiduría lo tiene por la vía
del gusto y de la experiencia - que es una manera de conocer más elevada, y la ciencia por
puro conocimiento.

El don de ciencia nos hace ver pronta y ciertamente todo lo que mira a nuestra conducta y a
la de las criaturas.

Primero, lo que debemos creer o no creer, hacer o no hacer; el término medio que es
imprescindible guardar entre los dos extremos en los que se puede caer en el ejercicio de
las virtudes; el orden que hay que guardar en el estudio que se debe hacer; cuánto tiempo
hay que dar a cada cosa en particular. Mas todo esto en general, ya que en lo que concierne
a casos particulares: ocasiones en que uno se encuentra, o cuando quiere uno determinarse
a obrar, pertenece al don de consejo prescribir lo que debe hacerse.

Segundo, el estado de nuestra alma, nuestros actos interiores y los movimientos secretos de
nuestro corazón, sus cualidades, su bondad, su malicia, sus principios, sus motivos, su fines
y sus intenciones, sus efectos y sus consecuencias, sus méritos y deméritos.

Tercero, el concepto que debemos tener de las criaturas y su uso debido de la vida interior y
sobrenatural; cuán vanas, frágiles y poco duraderas son; incapaces de hacernos felices;
nocivas y peligrosas para la salvación.

Cuarto, la manera de tratar y conversar con el prójimo, en relación al fin sobrenatural de


nuestra creación. Un predicador conoce por este don, lo que debe decir u su auditorio y lo
que puede exigirles; un director de almas se da cuenta del estado de las que tiene bajo su
dirección: sus necesidades espirituales, los remedios para sus defecto, los obstáculos que
ponen a su perfección, el camino más corto y seguro para conducirlas bien; cuánto se las
debe consolar o mortificar; lo que Dios obra en ellas y lo que debe poner de su parte para
cooperar con Dios y llenar sus designios. Un superior conoce cómo debe gobernar a sus
inferiores.

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Los que más participan del don de ciencia, son los más iluminados en todos estos
conocimientos. Ven maravillas en la práctica de la virtud. Descubren grados de perfección
que los demás desconocen. Ven rápidamente las acciones que son inspiradas por Dios y
conformes con sus deseos; enseguida se dan cuenta si se separan un poco de los caminos
de Dios. Señalan imperfecciones donde los otros no alcanzan a ver; no están expuestos a
equivocarse en sus sentimientos ni a dejarse sorprender por las ilusiones que llenan el
mundo. Si un alma escrupulosa se dirige a ellos, sabrán decirle lo necesario para curar sus
escrúpulos. Si tienen que hacer una exhortación a religiosos o a religiosas, tendrán para
ellos ideas conformes a las necesidades espirituales de estos religiosos y al espíritu de su
orden. Si les plantean dificultades de conciencia, las resuelven admirablemente. Si les
preguntáis la razón de sus respuestas, no os contestarán ni una palabra porque las conocen
sin ninguna razón y sólo por una luz superior a toda razón.

Por este don, San Vicente Ferrer predicaba con los éxitos prodigiosos que leemos en su
vida. Se abandonaba completamente al Espíritu Santo, tanto para preparar sus sermones
como para pronunciarlos, y todo el mundo salía conmovido. Era fácil echar de ver que el
Espíritu Santo le animaba y hablaba por su boca. Un día, que tenia que predicar delante de
un príncipe, creyó que debía prepararse con más estudio y diligencia humana; pero a pesar
de aplicarse extraordinariamente ni el príncipe ni el resto de sus oyentes quedaron tan
satisfechos de este sermón estudiado como del que predicó al día siguiente y que lo hizo
como de ordinario según el Espíritu de Dios. Le señalaron la diferencia de estos dos
sermones y el le dijo: «Es que ayer predicó el Hermano Vicente y hoy lo ha hecho el Espíritu
Santo».

Todo predicador debe hacerse extremadamente sumiso al Espíritu de Dios. La principal


preparación para el pulpito es la oración y la pureza de corazón. Dios algunas veces se
hace esperar un poco para probarnos; pero no hay que apurarse por eso. Basta poner de
vuestra parte lo que es vuestro deber y lo demás dejárselo a Dios, El vendrá al fin y no
dejará de derramar en vosotros su luz. Sentiréis sus efectos y veréis algunas veces que con
un solo pensamiento os hará decir cosas grandiosas para el bien de vuestros oyentes.

Un religioso puede padecer escrúpulos o tentaciones contra su vocación. La causa de su


tormento será algún pecado secreto que no trata de corregir; y aunque Dios lo apremia y le
ofrece su gracia, él permanece en su mala costumbre, y su tentación y tormento sigue
durando. Esto se llega a conocer con el don de ciencia.

Por la luz de este don se conoce lo que las criaturas tienen de ellas mismas y lo que tienen
de Dios. A esta luz, no estimaba San Pablo las cosas de la tierra más que como estiércol.
Generalmente los hombres no juzgan así, porque no aprecian más que lo que halaga a los
sentidos. Casi todo el mundo se deja encantar por sus apariencias engañosas,
apresurándose para gozar de esta satisfacción que prometen. Cada cual quiere gozar de
ella y pocas personas reconocen su error antes de la muerte. incluso, la mayor parte de los
santos estuvieron engañados.

Estamos tan llenos de ilusiones y tan poco en guardia contra los encantos de las criaturas,
que sin cesar nos equivocamos. El demonio también nos engaña con frecuencia. Su
habilidad para engañar aun a los más adelantados, estriba en que al escoger los medios de
perfección, les hace tomar los unos por los otros. A los menos perfectos y a los tibios, los

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engaña presentándoles grandes dificultades y mostrándoles los atractivos, del placer y el
falso brillo de los vanos honores. La ciencia del Espíritu Santo enseña a guardarse de estas
seducciones.

Dichosos los que Dios ha favorecido con este extraordinario don como a Jacob, de quien
dice el sabio que: «Dios le dio la ciencia de los santos» (l).

A fin de que el trato con los hombres, en lo que se refiere a nuestra solicitud de ganarlos
para Dios, no pueda sernos perjudicial, es preciso advertir que nuestra vida debe estar de
tal manera mezclada de acción y de contemplación, que ésta sea la que anime, dirija y
ordene a la otra; que en medio de los trabajos de la vida activa, gocemos del reposo interior
de la contemplación; que nuestros cargos, no nos impidan, la unión con Dios, sino que nos
sirvan para unirnos más estrecha y amorosamente con El, y nos le hagan alcanzar en si
mismo, por la contemplación, y en el prójimo, por la acción. Tendremos esta ventaja si
poseemos los dones del Espíritu Santo, de tal manera que estemos por decirlo así, casi
enteramente llenos de ellos. Pero lo mejor para nosotros hasta que podamos llegar a esto y
después de haber cumplido con la obediencia y la caridad, será recogernos y dedicamos a
la oración, a la lectura y demás ejercicios de la vida contemplativa.

Propongámonos como modelo a Jesucristo, que dedicó treinta años de su vida a la


contemplación y tres o cuatro solamente a la que llamamos mixta; y a Dios mismo, cuya
vida, antes del tiempo, fue puramente contemplativa, no ocupándose más que en conocerse
y amarse. En el tiempo obra, en verdad, al exterior; pero de tal modo que su actividad no es
nada al lado de la contemplativa; y después del tiempo, en la eternidad, aún se dedicará
menos a la acción, imaginando que ya no creará nuevas criaturas.

Para adelantar mucho en la perfección son necesarias dos cosas: una de parte del maestro
y la otra de parte del discípulo. El maestro, que esté muy iluminado por el don de ciencia,
como lo estaba San Ignacio; el discípulo, que tenga una vocación plenamente sometida a la
gracia y un ánimo valiente, como lo tenia San Francisco Javier. Para un alma sobre la que
Dios tiene grandes designios, es una gran desgracia caer en las manos de un director que
se rija únicamente por la prudencia humana y que tenga más política que fervor. Un medio
excelente para adquirir el don de ciencia, es dedicarse mucho a la pureza de corazón, velar
cuidadosamente sobre su interior, darse cuenta de todos sus desórdenes y señalar las faltas
más salientes. Este cuidado atraerá las bendiciones de Dios, que no dejará de derramar sus
luces en el alma, dándole poco a poco el conocimiento de ella, que es el que más falta nos
hace después del de su divina Majestad.

Este es el primer estudio de la escuela de la perfección. Cuando un alma se ha aplicado


constantemente y durante algún tiempo a este trabajo, empieza a ver claro en su interior,
haciéndolo sin dificultad por medio de las repentinas luces que, según el estado de su alma
y las disposiciones presentes, Dios le comunica. Eso indica que no está lejos de la
contemplación y tiene como cierta seguridad de los dones que Dios le va a conceder si
corresponde fielmente a sus designios; pues Dios, antes de construir el edificio, pone los
cimientos; y estos cimientos son el conocimiento de nosotros mismos y de nuestras miserias
para evitar que nos enorgullezcamos con sus dones; no basta saber que por nosotros
mismos ni somos nada ni podemos nada. Hasta los más viciosos saben y creen esto. Dios,

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para que tengamos de nosotros mismos un conocimiento sensible y experimental, quiere
hacernos sentir vivamente nuestras miserias.

Alguna vez veréis personas que hacen dicen ellas oración de contemplación o que toman
las perfecciones divinas como tema de sus meditaciones, y que sin embargo, están llenas
de errores y de imperfecciones groseras porque han subido demasiado alto sin haber
purificado antes su corazón; se enfadan si les dices lo que pensáis sobre su caso. porque se
creen muy espirituales y a vosotros os juzgan poco iluminados en las vías místicas. A pesar
de todo, es indispensable hacerlas volver a los principios de la vida espiritual, a la guarda
del corazón, como el primer día, si queréis que hagan algún progreso. Inútilmente se leen
tantos libros para adquirir la ciencia de la vida interior cuando es de lo alto de donde viene
la unción y la luz que enseña. Un alma pura se instruirá más en un mes por la infusión de la
gracia que otras en muchos años por medio del estudio.

En el ejercicio de las virtudes, se aprende incomparablemente más que en todos los libros
espirituales y que en todas las especulaciones del mundo. Para convencernos de esta
verdad, nuestro Señor da a los hombre ejemplos de virtud antes que hacer lecciones y dar
preceptos: «Coepit lesus facere ete docere». David dijo a Dios: «Yo he sido, mas
iluminado que los ancianos porque me, he aplicadlo a guardar vuestros
mandamientos» (1). En este libro estudió San Antonio para adquirir la ciencia de los santos
y sobrepasar la orgullosa doctrina de los filósofos. Y en este libro muchas almas sencillas y
sin estudio obtienen conocimientos que están escondidos a la sabiduría mundana.

Durante toda la vida debemos descubrir nuestra conciencia al Superior y al Padre Espiritual
con gran candor y sencillez, no ocultándoles ningún movimiento de nuestro corazón; de tal
suerte que, a ser posible, quisiéramos tener en las manos nuestro, interior para mostrárselo.
Por el mérito de esta humildad, obtendremos de Dios el don de discernimiento de espíritus,
para poder guiarnos a nosotros mismos y conducir a los demás. El vicio opuesto al don de
ciencia es la ignorancia o falta de conocimientos que podemos y debemos tener para
conocer nuestro comportamiento y el de los demás. Comúnmente pasamos la vida en las
tres clases de ignorancia a las que San Lorenzo Justiniano dice que están sujetas las
personas que hacen profesión de vida espiritual. Han sido explicadas anteriormente.

Pertenece a este don la tercera bienaventuranza: «Bienaventurados los que lloran» (1).
Porque la ciencia que nos da el Espíritu Santo nos enseña a conocer nuestros defectos y la
vanidad de las cosas de la tierra, descubriéndonos que de las criaturas no debemos esperar
más que miserias y llantos.

El fruto del Espíritu Santo que le corresponde a la fe; porque los conocimientos que tenemos
de las acciones humanas y de las criaturas por la luz de la fe, los perfecciona este don.

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Articulo VI. - El Don de Piedad.

La piedad es la amorosa aptitud del corazón que nos lleva a honrar y servir a nuestros
padres y allegados.

El don de piedad es la disposición habitual que el Espíritu Santo pone en el alma para
excitarla a un amor filial hacia Dios.

La religión y la piedad nos conducen ambas al servicio de Dios: la religión lo considera


como Creador y la piedad como Padre, en lo cual esta es mis excelente que aquella. La
piedad tiene una gran extensión en el ejercicio de la justicia cristiana: se prolonga no
solamente hacia Dios, sino a todo lo que se relacione con El, como la Sagrada Escritura que
contiene su palabra, los bienaventurados que lo poseen en la gloria, las almas que sufren en
el purgatorio y los hombres que viven en la tierra.

Dice San Agustín que el don de piedad da a los que lo poseen un respeto amoroso hacia la
Sagrada Escritura, entiendan o no su sentido. Nos da espíritu de hijo para con los
superiores, espíritu de padre para con los inferiores, espíritu de hermano para con los
iguales, entrañas de compasión para con los que tienen necesidades y penas, y una tierna
inclinación para socorrerlos.

Este don se encuentra en la parte superior del alma y en la inferior: a la superior le


comunica una unción y una suavidad espiritual que dimanan de los dones de sabiduría, de
inteligencia; en la inferior excita movimientos de dulzura y devoción sensible. De esta fuente
es de donde brotan las lágrimas de los santos y de las personas piadosas. Este es el
principio del dulce atractivo que la lleva hacia Dios y de la diligencia que ponen en su
servicio. Es también lo que les hace afligirse con los afligidos, llorar con los que lloran,
alegrarse con los que están contentos, soportar sin aspereza las debilidades de los
enfermos y las faltas de los imperfectos; en fin, hacerse todo para todos.

Es preciso señalar que hacerse todo para todos -como hacia el Apóstol-, no es, por ejemplo,
quebrantar el silencio con los que lo quebrantan, ya que es imprescindible ejercitar la virtud
y observar las reglas; sino que es estar grave y comedido con los que lo están, fervorosos
con los espíritus fervorosos y alegre con los alegres, sin salirse nunca de los limites de la
virtud: es tomar la presteza al modo como lo hacen las personas perfectas, que son
naturalmente fervientes y activas; es practicar la virtud con miramiento y condescendencia,
según el humor y el gusto que tengan aquellos con quienes tratan y tanto como lo permita la
prudencia.

Algunos condenan ciertas devociones fundadas en opiniones teológicas que, ellos no


sostienen, pero que otros defienden. No tienen razón, porque en asuntos de devoción, toda
opinión probable es suficiente para servir de fundamento. Por lo tanto, esta critica es
injusta.

El vicio contrario al don de piedad es la dureza de corazón, que nace del desordenado amor
a nosotros mismos: este amor nos obliga a ser insensibles con todo lo que no sea nuestros
propios intereses, a que no vibremos más que, con lo qué con nosotros se relaciona, a que
veamos sin pena las ofensas a Dios y sin compasión las miseria del prójimo, a no

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molestarnos en servir a los demás, a no soportar sus defectos, a enfadarnos con ellos por la
menor cosa y a conservar 'hacia ellos en nuestro corazón sentimientos de amargura de
venganza, de odio y de antipatía.

Opuestamente, cuanta más caridad y amor de Dios tenga un alma, más sensible será a los
intereses de Dios y del prójimo. Esta dureza es extrema en los grandes del mundo, en los
ricos avariciosos, en las personas voluptuosas y en los que no ablandan su corazón con los
ejercicios de piedad y el uso de las cosas espirituales. Esta dureza se encuentra también
frecuentemente entre los sabios que no unen la devoción con la ciencia y que para
justificarse de este defecto lo llaman solidez de espíritu pero los verdaderamente sabios han
sido siempre los mas piadosos, como San Agustín, Buenaventura, Santo Tomás, San
Bernardo y en la Compañía, Lainez, Suárez, Belarmino, Lessius.

Un alma que no puede llorar sus pecados, por lo menos con lágrimas del corazón, tiene o
mucha impiedad o mucha impureza, o de lo uno y lo otro, como ordinariamente sucede a los
que tienen el corazón endurecido. Es una desgracia muy grande cuando en la religión se
estiman más los talentos naturales adquiridos que la piedad. Alguna vez veréis religiosos, y
hasta superiores, que dicen que ellos prefieren tener un espíritu capaz para los negocios,
que no todas esas devociones menudas, que son -dicen ellos- propias de mujeres, pero no
de un espíritu fuerte; llamando fortaleza de espíritu a esta dureza de corazón tan contraria
al don de piedad. Deberían pensar que la devoción es un acto de religión o un fruto de la
religión y de la caridad, y por consecuencia, preferible a todas las otras virtudes morales; ya
que la religión sigue inmediatamente a las virtudes teologales en orden de dignidad.

Cuando un Padre, respetable por su edad y por sus cargos, dice delante de los hermanos
jóvenes que estima los grandes talentos y los empleos brillantes, o que prefiere a los que
destacan en entendimiento y en ciencia más que a otros que se distinguen por su virtud y
piedad, perjudica mucho a esta pobre juventud. Es un veneno que hace corroer el corazón y
del que quizá no se cure, jamás. Una palabra dicha a otro en confianza le puede perjudicar
enormemente.

No se puede imaginar el daño, que hacen a las ordenes religiosas los primeros que
introducen en ellas el amor y la estimación a los talentos y a los empleos brillantes. Es una
leche envenenada que se ofrece a los jóvenes a la salida del noviciado y que tiñe sus almas
de un color que no se borra nunca.

La bienaventuranza perteneciente al don de piedad es la segunda: «Bienaventurados los


mansos». La razón es porque la mansedumbre quita los impedimentos de los actos de
piedad y la ayuda en su ejercicio. Los frutos del Espíritu Santo que corresponden a este don
son la bondad y la benignidad.

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Articulo VII. - El Don de Temor de Dios.

El don de temor de Dios es la disposición común que el Espíritu Santo pone en el alma para
que se porte con respeto delante de la majestad de Dios y para que, sometiéndose a su
voluntad, se aleje de todo lo que pueda desagradarle.

El primer paso en el camino de Dios, es la huida del mal, que es lo que consigue este don y
lo que le hace ser la base y el fundamento de todos los demás. Por el temor se llega al
sublime don de la sabiduría. Se empieza a gustar de Dios cuando se le empieza a temer, y
la sabiduría perfecciona recíprocamente este temor. El gusto de Dios hace que nuestro
temor sea amoroso, puro y libre de todo interés personal.

Este don consigue inspirar al alma los siguientes efectos: primero, una continua moderación,
un santo temor y un profundo anonadamiento delante de Dios;

Segundo un gran horror de todo lo que pueda ofender a Dios y una firme resolución de
evitarlo aun en las cosas más pequeñas;

Tercero, cuándo se cae en una falta, una humilde confusión.

Cuarto una cuidadosa vigilancia sobre las inclinaciones desordenadas, con frecuentes
vueltas sobre nosotros mismos para conocer el estado de nuestro interior y ver lo que allí
sucede contra la fidelidad del perfecto servicio de Dios.

Es una gran ofuscación pensar como algunos que después de hacer una confesión general,
no sea necesario tener tanto escrúpulo de evitar luego los pecados pequeños, las
imperfecciones insignificantes, los menores desórdenes del corazón y sus primeros
movimiento.

Los que por una secreta desesperanza de una mayor perfección hacen esto con ellos
mismos, generalmente inspiran a los demás iguales sentimientos y siguen la misma pauta
floja con las almas que dirigen: en lo cual se equivocan lamentablemente. Debemos tener tal
delicadeza de conciencia, tan gran cuidado y exactitud que no nos perdonemos la menor
falta y combatamos y cercenemos hasta los menores desarreglos de nuestro corazón. Dios
merece que se le sirva con esta perfecta fidelidad; para ello nos ofrece su gracia: a nosotros
nos toca cooperar.

No llegaremos nunca a una perfecta pureza de conciencia, si no vigilamos de tal manera


todos los movimientos de nuestro corazón y todos nuestros pensamientos, que no se nos
escape apenas nada de que no podamos dar cuenta a Dios y que no tienda a conseguir su
gloria; tanto que, tomando por ejemplo un plazo de ocho días, no se nos escapen sino muy
poquitas cosas exteriores o actos internos que no tengan la gracia por principio. Y que si se
nos cuelan algunos, sea sólo por sorpresa y por breves momentos, estando nuestra
voluntad tan íntimamente unida con Dios que los reprima en el momento mismo en que se
da cuenta.

Es raro conseguir la plena victoria sobre nuestros movimientos desordenados: casi nunca
llegamos a dominar uno tan perfectamente que no se nos escape algo o que no nos quede

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aún un poco, ya sea por falta de atención o defecto de una resistencia suficientemente
enérgica. Una de las mayores gracias que Dios nos hace en esta vida y que nosotros
debemos pedir más, es la de vigilar de tal forma nuestro corazón que no se nos infiltre en él
ni el menor movimiento irregular sin que lo percibamos y lo corrijamos prontamente. Todos
los días se nos escapan una infinidad que no conocemos.

Cuando uno se da cuenta de haber cometido un pecado, debe arrepentirse en seguida y


hacer un acto de contrición, para evitar que este pecado impida las gracias siguientes, lo
que sucederá indefectiblemente; si se deja de hacer penitencia.

Algunos no necesitan da hacer examen particular porque no cometen ni la menor falta sin
que sea prontamente apercibida y reprimida, pues caminan siempre bajo la luz del Espíritu
Santo que los conduce. Éstos son raros, y hacen, por así decirlo, un examen particular de
todo.

El espíritu de temor puede también llegar al exceso, y entonces es perjudicial al alma e


impide las comunicaciones y los afectos que el amor divino operaría en ella si no la
encontrase en la estrechura y en la frialdad del temor.

El vicio opuesto al temor de Dios es el espíritu de orgullo, de independencia y de libertinaje:


éste hace que no se quieran seguir sino las propias inclinaciones, sin soportar ninguna
sujeción; se peca sin escrúpulo y no se tienen en cuenta las faltas pequeñas; se está
delante de Dios con poco respeto y se cometen irreverencias en su presencia; se
desprecian sus inspiraciones; se descuidan las ocasiones de practicar la virtud, y se vive en
el relajamiento y en la tibieza.

Se dice que un pensamiento inútil, una palabra dicha sin pensar, una acción hecha sin dirigir
la intención, es poca cosa. Esto sería cierto si estuviésemos en un estado puramente
natural; pero estando como estamos elevados a un estado sobrenatural, conseguido por la
preciosa sangre del Hijo de Dios; considerando que a cada instante de nuestra vida
responde toda una eternidad y que la menor de nuestras acciones merece la posesión o la
privación de la gloria, que siendo eterna en su duración es en cierta manera infinita;
debemos confesar que todos los días tenemos pérdidas inconcebibles por nuestra
negligencia y dejadez, a falta de una perpetua conversión de nuestro corazón a Dios.

Persuadámonos de una vez en las acciones exteriores, a las que damos tanta importancia,
no son más que el cuerpo, y que la intención y el interior, es el alma.

No se sabe hasta que punto es incalculablemente peligroso el camino de la tibieza. Durante


toda nuestra vida debemos recordar que Dios soporta durante algún tiempo los pecados que
se cometen sin escrúpulo: mas si se persiste en ellos, por un justo castigo de Dios, o se cae
en un pecado manifiestamente mortal, o se encuentra uno envuelto en un fastidioso asunto
o se ve infamado por una calumnia que no tenía razón de ser, pero que Dios ha permitido
para corregir alguna otra falta en la que no se pensaba.

San Efrén, en su juventud, encerrado en la cárcel por un crimen supuesto, se quejaba a


Dios, y queriéndole demostrar su inocencia, parecía acusar a la Providencia de haberle
olvidado. Se le apareció un ángel y le dijo: ¿No recordáis el daño que hicisteis tal día a un

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pobre aldeano matándole la vaca a pedradas? ¿Qué penitencia habéis hecho y qué
satisfacción habéis dado? Dios os sacará de aquí, pero no antes de quince días. Además,
que no sois el único a quien Dios trata así, pues algunos de los que aquí están son
inocentes de los crímenes que les atribuyen; mas han hecho otros que la justicia humana
ignora y que la divina quiere castigar: los jueces los castigaron por crímenes que no habían
cometido; y Dios permitirá que sean ejecutados para castigar los crímenes secretos que sólo
Él conoce. Los juicios de Dios son terribles: hemos sido llamados a un grado de perfección,
y si después de habernos esperado tanto tiempo, ve que continuamente le resistimos, nos
priva de las gracias que nos tenía dispuestas, nos quita las que ya nos había dado y
algunas veces hasta la misma vida; adelantándonos la muerte por el temor de que
lleguemos a caer en una desgracia mayor. Esto es lo que sucede con frecuencia a los
religiosos que viven tibia y negligentemente.

A este don de temor pertenece la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres


de espíritu» (1): la desnudez de espíritu que comprende el despego total del afecto a los
honores y a los bienes temporales se sigue necesariamente del perfecto temor de Dios;
siendo éste el mismo espíritu que nos lleva a someternos plenamente Dios y a no estimar
más que a Dios, despreciando todo lo demás, no permite que nos elevemos ni delante de
nosotros mismos buscando nuestra propia excelencia, ni por encima de los demás buscando
las riquezas y las comodidades temporales.

Los frutos del Espíritu Santo que corresponden a esta don son los de modestia, templanza y
castidad. El primero, porque nada ayuda tanto a la modestia como el temeroso respeto a
Dios que el espíritu de temor filial inspira; y los otros dos, porque al quitar o moderar las
comodidades de la vida y las placeres del cuerpo, contribuyen con el don de temor a
refrenar la concupiscencia.

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