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Psiquiatría y derechos humanos

Prof. Jorge Casas

Una manera de entender de qué hablamos cuando hablamos de moral, de ética y de derecho
—comprendiendo a la vez la razón de que hablemos de ello como si se tratara de una serie
— consiste en decir que nos referimos a tres tecnologías para diseñar el sentido de la acción
voluntaria. La acción voluntaria es un atributo distintivo de nuestra especie, una especie
que se caracteriza por abstenerse de la reacción impuesta por el instinto para configurar
reflexivamente un modo elegido de vivir, un modo voluntario. En este marco, la moral está
constituida por los diseños del sentido de la acción que se han hecho habituales y que
incorporamos irreflexivamente en la socialización primaria: es el conjunto de las acciones
voluntarias que aprobaron nuestros mayores. Por ello, por ejemplo, no necesito pensar
cómo comportarme respecto de los ancianos en el transporte público: he heredado un
patrón para diseñar mi acción y simplemente lo sigo, casi inconscientemente, seguro de que
funcionará entre los míos. He aquí por qué la moral resulta una tecnología tan confortable:
no hay que pensar qué hacer con los otros y con las cosas, en ella estamos como en casa.
La ética, en cambio, es contemporánea de cierta incomodidad. La aparición en escena de
nuevos actores sociales o la inquietud movilizada por una nueva generación sobre la base
de la transformación material de los medios y modos de vida, vuelve inviables los viejos
guiones morales. Las acciones prescriptas por la moral apuntan hacia un mundo que ya no
resulta posible, o que ya no queremos habitar, y que, en tanto iguales, tenemos igual
derecho de sancionar o contradecir con nuestro comportamiento. La ética supone el deseo
de disolver los patrones de conducta admitidos y de introducir nuevos diseños para
reconfigurar el escenario moral: es una tecnología reflexiva para diseñar la acción
voluntaria, cuyo punto de referencia no es ya la tradición sino su contrario, el futuro. Pero
el único referente de la crítica a la que la ética somete al mundo moral es imaginario: otro
mundo, pero esta vez hecho de deseos y aspiraciones y, como dice el español, en el teatro
del viento armado. Un mundo imaginado cooperativamente entre miembros iguales de una
comunidad, que no queda disuelta sino fortalecida por la reflexión ética, y que para ser
afirmado requiere de acciones afirmativas, diseñadas especialmente para alcanzarlo.
El derecho en cambio, no es una tecnología afirmativa: apunta a restringir la acción. Sus
nacimientos ocurren junto con la voluntad de coordinar varias comunidades, varios diseños
incompatibles de la acción voluntaria, a través de la imposición coactiva de límites para el
diseño de las acciones: es una tecnología que implica cierta desigualdad, al menos en la
disposición de los medios coactivos de limitación. Como su forma final siempre es una
media entre los deseos de quienes disponen del poder de imponerlo y los deseos a veces
contrapuestos entre sí de las comunidades morales que han de aceptarlo, todos lo viven
como algo ajeno, negativo. He ahí la causa del fracaso de las religiones cívicas: el derecho
no nos dice ni quienes somos, como la moral, ni quienes deseamos ser, como la ética, sino
lo que no podemos ser —por ejemplo bígamos o dañinos o estafadores.
En las sociedades complejas que habitamos la moral lleva una existencia frágil, indigente.
La multiplicación de las esferas de la acción por la especialización —y la mutua
inconmensurabilidad que alcanzan éstas esferas— relegan lo moral al ámbito privado y
asilan el sentimiento de comunidad, la identificación mutua de muchos en una unidad, a los
dominios regionales constituido por conjuntos sistemáticos de acciones, como las acciones
sexuales, los actos profesionales o las luchas por el reconocimiento. Pero estas
comunidades navegan en el maremagnum de la vida contemporánea y desconocen la
estabilidad de la comunidad moral: requieren permanentemente de una reflexión ética que
se pregunte hacia dónde apunta la transformación del paisaje social que imponen sus
acciones ¿Qué efectos deben ocasionar en el mundo los filósofos, los horticultores, los
psiquiatras, los travestis? ¿Por qué y para qué? Esta pregunta es tanto más importante en
cuanto responderla significa también decir quiénes somos nosotros, con qué nos
identificamos.
Como rápidamente se observa, las tecnologías de que disponemos para el diseño de la
acción voluntaria conviven hostilmente en nuestro mundo. Aquello con lo que nos
identificamos no siempre cabe dentro del derecho y a menudo nos encontramos con que no
estamos legalmente habilitados para hacer lo que debiéramos, con el agravante de que
nuestra ética apoya el respeto de la ley como modo de regular las acciones, es decir, como
metodología adecuada para realizar nuestros ideales éticos. Y de nada nos sirve entregarnos
a los engranajes de la maquinaria social actuando sólo conforme a derecho: el espacio legal
de la acción también incluye matices y resulta ambiguo, y aunque no lo queramos las
acciones que elegimos hacer van diseñando algún mundo. No pensar en ello conduce a
engendrar maquinalmente monstruos, como aquella “sociedad” descripta en el “mundo
feliz” de Aldous Huxley: un llamado de advertencia para pensar el sentido, el futuro de
nuestras acciones.
Claro que la ética no es mero capricho. No es sólo mi deseo, sino el deseo de cada uno de
los que tienen la responsabilidad social sobre cierto tipo de acciones —como curar, litigar,
educar o edificar— que yo también realizo, el deseo de aquellos con los cuales me
identifico: mi comunidad. Todos nosotros esperamos algo de las acciones que nos han sido
confiadas, y es entre todos, como comunidad unida por una misma profesión, que podemos
proponer un sentido para nuestros actos, nuestras intervenciones.
Pero también mucho más que eso. Hay una acción que en este mundo mundializado tengo
en común con todos los otros: todos vivimos juntos. Esto implica que todos somos
coautores del mundo en el que vivimos y de lo que llamamos “nosotros mismos” y, por
ende, la discusión del sentido de la acción de las comunidades profesionales debe dialogar
también con el deseo de todos ellos: un mundo psiquiatrizado, medicalizado o judicializado
es una afrenta a la ética, una jerarquización de la relevancia de las acciones que atenta
contra la igualdad de todos sus miembros.
Este ámbito universal de comunidad ética dado por el hecho de vivir todos juntos es tal vez
el que se encarna en la Declaración de los Derechos del Hombre. Y por ello no es casual
que ésta sea contemporánea de la mundialización del mundo y de las guerras mundiales.
Tales derechos no constituyen una legislación restrictiva sino una aspiración afirmativa:
que los niños coman, que las personas habiten una vivienda digna y así sucesivamente. Eso
dice quiénes somos nosotros, en relación con qué mundo imaginado constituimos nuestra
responsabilidad. Pero los derechos humanos comparten con el derecho la propiedad de
consistir en una media obtenida entre comunidades distintas, y de depender para su
existencia de un poder de coacción externo, como la sociedad de las naciones, que, por
definición, resulta externa a las sociedades nacionales mismas. Así los derechos del hombre
desarraigan los conflictos de actuación de sus contextos locales de acción y los refiere a una
concepción genérica de la vida siempre más cercana a la moralidad de los que pueden
exigir coactivamente el imperio de sus diseños en cuanto diseño del “hombre universal”.
Por ello los derechos del Hombre, en singular, no son los derechos de la pluralidad de los
hombres en cuanto sujetos que desean, sino los derechos de un ser imaginario cuya figura
contribuyen a esbozar con más fuerza aquellos que detentan el poder sobre los medios de
producción en general, y sobre los medios de producción simbólica en particular. Tal vez el
conflicto con Cuba en torno a la libertad de expresión, por ejemplo, pase por una definición
diferente de los “derechos humanos” y por una concepción contrastante de las relaciones
entre sujeto social y sujeto individual: un diálogo entre ambas maneras de imaginar al
hombre tal vez contribuiría a ampliar el patrimonio moral de la humanidad en cuanto
humanidad.
Es en este contexto de exigencias de diseño contrapuestas que se desarrolla la intervención
profesional. Pero, paradójicamente, sólo la coherencia en el accionar de la comunidad de
profesionales asegura que este género de acciones contribuyan a mover el mundo en un
sentido y no en otro. De allí el imperativo de reflexionar en el seno de las profesiones sobre
los principios que regirán el diseño de las acciones o sobre las consecuencias que deberían
acarrear. Estos diseños, sin embargo, no pueden pensarse sin atender al interés de aquellos
que son afectados por dichas acciones en cuanto individuos, en cuanto comunidades y en
cuanto hombres y mujeres. Por eso la ética no es la plasmación de los buenos deseos de
personas que piensan en lo que querrían ser, sino la investigación activa del deseo de los
otros.
Esto coloca a la psiquiatría (tanto como a la docencia o a la urbanística) en una posición
embarazosa, porque los otros son “pacientes” u “objetos” para la intervención. La ética
profesional, en cambio, implica indagar el deseo del paciente en cuanto coautor de las
acciones que sobre él se ejercen. Y también de indagar la voluntad de la comunidad local y
universal en relación con el sentido de tales acciones: la definición de que disponemos de
“nosotros mismos”. El monopolio social que la comunidad nos confiere sobre ciertas
actuaciones profesionales nos obliga a contribuir en esta discusión con el conocimiento
específico del escenario moral que constituyen.
La obligación del psiquiatra con su paciente, que se hace objeto de las acciones
profesionales, no pasa por convertirlo en un mero objeto, sino por contribuir a que aquello
de lo que se hace objeto sea también parte de sus aspiraciones. De lo contrario, además,
suceden cosas como los atentados de diverso tipo inflingido a las escuelas, precisamente
por parte de aquellos que son objeto de una educación que sanciona la exclusión de sus
aspiraciones.
En definitiva: la ética profesional consiste en realizar una comunidad junto con aquellos
sobre quienes actuamos y en utilizar nuestro peso profesional para redefinir las normas de
derecho que limitan nuestro accionar conforme a los deseos de esta comunidad. En este
marco los derechos humanos nos permiten movilizar fuerzas coactivas en la prosecución de
ese fin. Y sumar solidaridades. Aunque fueran una ficción, aunque fuera una ficción decir
que existe algo igual a sí mismo —“el hombre”— que debemos realizar, al menos
constituyen una ficción eficiente, operante y éticamente valiosa. Una ficción que podemos
ampliar con el ejercicio reflexivo de nuestra profesionalidad, ya que nuestras acciones
también redefinen aquello que es ser un hombre y, por lo tanto, el contenido de los
“derechos humanos”.

[27-04-2001]
Jorge Manuel Casas
Profesor de Filosofía UBA
Investigador UBACyT
Ex-becario UBA
Ex-Becario Academia de Ciencias de Buenos Aires
Prof. Universidad de Buenos Aires
Prof. Universidad del Museo Social Argentino – Maestría de Diseño y gestión Cultural
Prof. Ministerio de Justicia de la Nación
Asociación Argentina de Investigaciones Éticas

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