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Deleuze contra la tontería

OSWALDO MUÑOZ

UNA FILÓSOFA española, Maite Larrauri, con el dibujante Max, definía el


estilo de Deleuze como vitalista, del hombre que ama la vida, y cuyo interés por
ella le hace interesarse a los cambios, la corriente, el perpetuo movimiento: 'El
vitalista no ha domesticado la vida con sus hábitos porque
sabe que la vida es algo mucho más fuerte que uno mismo'.
Quizá por eso, porque el eterno retorno del conocimiento es siempre
intempestivo, uno de los filósofos importantes de este siglo vuelve a las librerías
levantando un huracán. Gilles Deleuze continúa siendo, seis años después de su
muerte, un útil eficaz contra el debilitamiento que amenaza la cultura.

Minuit acaba de publicar La isla desierta, el primero de dos volúmenes que


reúnen la totalidad de los artículos y conferencias del filósofo. En una sociedad
especulativa, abocada a disimular el problema del ser en un agujero sin fondo de
números, Deleuze, fiel a la tradición filosófica desde Platón hasta Nietzsche,
defiende una concepción de la verdad puramente ontológica. Si Musil explicaba
la estupidez a partir del momento en que los criterios comerciales suplantan los
criterios artísticos, Deleuze, para quien era imposible pensar la verdad sin su
contrario, el cual, agregaba enseguida, sin embargo 'no es el error, sino la
tontería', sitúa el aporte decisivo del conocimiento en nuestra capacidad creativa
para liberar un pensamiento o una obra de su interioridad transcendental.

David Lapoujade, responsable de esta edición, ha reagrupado cientos de escritos


y notas confidenciales. Los textos arrancan cronológicamente con prefacios de
1953 hasta entrevistas de 1974. Muchos artículos son inéditos, o poco accesibles,
dispersos en revistas, periódicos (El método de la dramatización, coloquio con
Alquié, Merleau-Ponty y Jean Wahl; Instintos e instituciones, introducción a
una antología dirigida en Documentos por G. Canguihem,...). Para Deleuze, la
filosofía, inseparable del campo no-filosófico de la experiencia, nunca fue un
asunto de especialistas. Tampoco de erudición, ni de masa bibliográfica. Su obra
sacó la metafísica de las aulas sin simplificarla o divulgarla. Como Foucault, que
cuestionaba la ambigüedad del poder en la voluntad de saber, Deleuze cuestiona
los principios de toda objetivación, su abstracción o su repetición, a partir de su
exterioridad inconsciente. Por contrastes, casi a contratiempo (tomando el
medio) de sus diferencias y singularidades concretas sobre aquello 'que nos hace
pensar' y no lo que, hipócritamente, decimos nunca estar pensando.

En Le Magazine Litteraire, número especial con el título El efecto Deleuze,


David Rabouin analiza las maneras en que podemos concebir la articulación del
discurso filosófico con el pensamiento político.

En La isla desierta Deleuze se opone a reducir el pensamiento a una impotencia


trágica, a la panacea del cinismo, y a la martirología contemporánea, eslogan
publicitario o comedias autocomplaciente de nuestros hábitos. A cambio,
propone el autómata espiritual, y resistir a la moral del esclavo moderno, la
conducta de la finitud y esa falsa inocencia inherente a toda resignación. Para el
autor de Lógica del sentido, el fin de la metafísica, el fin de las ideologías, todos
los fines negativos no son más que una forma velada de las pasiones tristes por
la inercia consentida de nuestra alienación. Deleuze deseaba encontrar
públicamente 'aforismos vitales que fuesen a la vez anécdotas del pensamiento'.
Como subraya Alain Badiou, La síntesis disyuntiva inventada por Deleuze es la
única verdadera operación de aquel que está forzado a pensar. ¿Cómo?
Agotando la dialéctica, y levantándose contra lo negativo. Pero escribiendo
sobre otra cosa. Con otro estilo. La isla desierta viene a recordarlo.
Puntualmente. Felizmente. El segundo libro se llama Dos regímenes de locos.

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