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LAS LIMITACIONES DEL CONOCIMIENTO JURÍDICO


Alejandro Nieto
(Lección jubilar pronunciada en la Facultad de Derecho de la Universidad
Complutense el 12 de marzo de 2001)
SUMARIO: I. Introducción. II. El conocimiento jurídico. 1. Deliberada
ambigüedad y pluralidad de sus contenidos y técnicas 2. El método conceptual. 3. El
conocimiento teórico sistemático. 4. El conocimiento teórico interpretativo. 5. El
conocimiento práctico. III. Limitaciones epistemológicas. 1. Por indefinición del
objeto. 2. Por contaminación subjetiva. 3. Por la precomprensión hermenéutica. 4.Hacia
un moderado intersubjetivismo. IV. Limitaciones históricas. V. Limitaciones de
comunicación. 1. El profesor y el abogado. 2. Aceptación del mensaje: la autoridad. 3.
Comprensión del mensaje. VI. Conciencia de las limitaciones. VII. Consideración final:
de la función social al conocimiento mágico.
I. Introducción
El conocimiento jurídico es una cuestión a la que los juristas nunca dedicamos
la atención que se merece. Los profesores, inmersos por vocación y profesión en la
adquisición y comunicación del conocimiento jurídico, no solemos detenernos a pensar
lo que el mismo significa, al igual que nos sucede con la respiración o el lenguaje,
confundiendo casi lo habitual con lo trivial. Y, sin embargo, nada hay tan importante en
la Universidad como el conocimiento científico y, en nuestro caso, el conocimiento
jurídico. Permitámonos, pues, el lujo, siquiera sea un día, de distraer la vista del
Derecho Administrativo positivo para examinar –con permiso de los filósofos del
Derecho y de los filósofos en general- la epistemología del Derecho o, en palabras más
llanas, el contenido de lo que estamos haciendo y el límite de nuestros afanes.
Confieso que a mí personalmente este ha sido un punto que en mi juventud me
tenía muy intrigado cuando en las aulas de la Facultad vallisoletana en 1950 Antonio
Martín Descalzo, con el manual de Royo-Villanova en la mano, articulaba
indefectiblemente sus explicaciones sobre una teoría A, contrapuesta frontalmente a
una teoría B, que “la cátedra “ superaba dialécticamente con una teoría ecléctica, tan
ininteligible como las otras dos. Lo grotesco de este método docente me divertía
ciertamente; pero en el fondo me desazonaba porque yo creía entonces no sólo en la
verdad sino en la posibilidad de llegar a ella con ayuda de la razón. En el Bachillerato
me habían enseñado muy bien a Descartes y había interiorizado su racionalismo
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epistemológico: “ si dos interlocutores tienen opiniones distintas, en la discusión uno


tendrá que ceder a las razones del otro, pues el que posea la verdad podrá demostrarlo
si procede con método adecuado”. Pues si esto era así, no podía yo entender que el
docto profesor B no pudiera apear del burro a su sabio contrincante el profesor A y que
la burda componenda de la teoría ecléctica no convenciera a nadie.
En mis tiempos de estudiante motivos sobrados había para dudar de la razón y
de los poderes humanos de convicción. Por aquellos años ardía la guerra de Corea y yo
ya había pasado otras dos: la civil de España y la segunda mundial. Prácticamente toda
mi vida había sido escenario de luchas físicas que se sucedían las unas a las otras, sin
contar las persecuciones sangrientas de los hombres y de las ideologías. Mi experiencia
vital era, por tanto, que no hay otro poder de convicción que el de la fuerza y que las
palabras y los discursos no son sino recursos propagandísticos de la violencia
descarnada. ¿Había de ser otra, no obstante, la situación en la Universidad? Allí todos
éramos intelectuales pacíficos que buscábamos la verdad que poseían los profesores,
quienes nos la transmitían con elocuencia y nosotros recogíamos piadosamente en
cuadernos de apuntes. Así se planteaba entonces la cuestión del conocimiento jurídico:
creía que era posible sin particulares dificultades y que estaba abierto a todos los que se
acercaran a él con esfuerzo y razón. Una ingenua creencia muy propia de la época.
Las cosas, sin embargo, han resultado muy diferentes. Andando los años he
contemplado desde la primera fila las luchas homéricas de dos gigantes –García de
Enterría y Garrido Falla- que se han jubilado sin ceder un palmo de sus opiniones. He
seguido día a día los desencuentros entre la jurisprudencia de la sala primera y la de la
sala tercera del Tribunal Supremo, las polémicas entre subjetivistas y objetivistas, entre
iusnaturalistas y positivistas, entre autonomistas y centralistas. En verdad que en el
planeta jurídico no hay un solo metro cuadrado de paz y concordia, en el que podamos
detenernos un momento a descansar. No hay lugar para la razón convincente de
Descartes. El ruido no deja oír las razones o, más precisamente todavía, son las razones
las que producen el ruido que nos aturde.
Cuarenta años de profesor y no he conseguido nunca convencer a nadie que no
estuviese convencido ya de antemano. Por lo mismo, hoy no pretendo convencerles a
Vds. sino simplemente desazonarles durante una hora de inquietud epidérmica. Tal es
el destino universitario.
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Mi vida académica puede dividirse, quizás, en dos tramos. En la edad del


ímpetu he procurado adquirir un máximo de conocimiento jurídico; mientras que en la
edad de la reflexión, que vino después, he vivido obsesionado por la certidumbre de no
haber podido llegar nunca al corazón de tal conocimiento y, más todavía, por la
constatación de la imposibilidad de transmitir convincentemente mi pretendido saber y,
simétricamente, la de entender y aceptar lo que los demás han querido comunicarme.
¿Cómo hablar entonces de ciencia cuando ni siquiera estamos seguros de tener acceso a
ella? Con estas constataciones me convierto en heredero –y asumo con orgullo esta
herencia- del pensamiento más amargo e inteligente del escepticismo renancentista
coronado por el inolvidable Agrippa von Nettesheim en una obra de título tan
significativo como De incertitudine et varietate scientiaron declamatio invectiva
(“Discurso apasionado sobre la incertidumbre y variedad de las ciencias”) donde puede
leerse esta terrorífica proposición: nihil homine pestilentibus contingere potest quam
scientia ( “nada peor puede infectar al hombre que la ciencia”): un aviso muy cuerdo
para prevenir al hombre contra la vanidad de las ciencias y la arrogancia de pretender
dominarlas.
Los estudiantes vienen a la Universidad buscando el saber, cuando la verdadera
sabiduría se encuentra en la lección socrática del no-saber, retomada por Nicolás de
Cusa en la teoría de la docta ignorantia, que llega al siglo XX de la mano de Ernst
Mach y que Fayerabend ha teorizado concienzudamente. No hay ciertamente ninguna
razón para que se fíen de mí –un profesor jubilado- pero les recomiendo que no
desdeñen las clásicas palabras de Luis Vives que he hecho mías: “mi único deseo es
olvidar lo que otros con tanto empeño se esfuerzan en aprender”. Si no hoy, algún día
las entenderán y se darán cuenta de que para aprender hay que empezar por el final y no
por el principio.
Como quiera que sea, al cerrarse un ciclo universitario burocrático, voy a hacer
un balance de mis preocupaciones explicando – o volviendo a explicar porque, como
pronto descubrirán a costa de su paciencia los que me conocen, se trata de la misma
letra de mis últimos libros transcrita en una partitura distinta- lo que parece el nudo de
esta revuelta madeja , o sea, las limitaciones del conocimiento jurídico en su cuádruple
dimensión epistemológica, histórica, lógica y comunicativa. A cuyo efecto no he
tenido más trabajo que escuchar la voz de mi experiencia y estudiar a los filósofos
(empezando por Ezquiaga, cuya cita en este lugar es inexcusable), y muy
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particularmente a los de la ciencia puesto que, al fin y al cabo, el conocimiento jurídico


–del que tan poco sabemos- no es sino una manifestación del conocimiento científico,
que otros tan magistralmente han analizado; y sin olvidar, claro es, a grandes profesores
de esta Casa , como Hernández Gil y Sánchez de la Torre.
Desarrollaré, pues, (aunque con la brevedad que exige el marco de una lección
académica) los cuatro tipos de limitaciones que acabo de enumerar y que convierten el
esfuerzo universitario en un trabajo de Sísifo. Cuando creemos haber llegado a la cima
del conocimiento, la pesado roca que estamos llevando se nos despeña y rueda hasta al
fondo. Nada se ha conseguido del todo y hay que volver a empezar. 1
II. El conocimiento jurídico
1.- Deliberada ambigüedad y pluralidad de sus contenidos y técnicas
El objetivo de las Facultades de Derecho es, en España, el cultivo y transmisión
del conocimiento jurídico -con perceptible marginación, por cierto, de sus técnicas
aplicativas- ya que, en definitiva, el conocimiento es el capital intelectual más valioso
de los juristas.
Pero antes que todo resulta forzoso aclarar (recte: intentar aclarar) qué es ese
conocimiento jurídico del que estamos hablando. A cuyo propósito urge advertir que
hay variedades muy distintas del mismo que importa precisar dado que no pocas de las
confusiones en que vivimos son el resultado de barajar indistintamente conceptos
distintos.
En la Metafísica de las costumbres acertó Kant a distinguir dos niveles del
conocimiento jurídico que todavía siguen siendo válidas. En una frase bien conocida
observó que “el jurista puede saber y declarar lo que es Derecho –quid (sit) iuris- es
decir, lo que las leyes prescriben en un determinado lugar y tiempo”; pero para saber lo
que es iustum et injustum –quid (sit) ius- ha de acudirse a “los juicios de la razón pura”,
es decir, a la filosofía.
No se alarmen, con todo, porque en esta lección no voy a llegar tan lejos ya que
mi única ambición –en términos menos radicales- es la de plantear sin dramatismo
alguno ciertas dudas, reparos y limitaciones al conocimiento jurídico.
Además, para no recargar la exposición se renuncia aquí a precisar el contenido
del conocimiento jurídico, cuya ambigüedad se mantiene de forma deliberada para que

1
Ver la glosa 1, “Introducción.”
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pueda extenderse a todas sus manifestaciones y ámbitos a los que más adelante se hará
referencia detallada.
El Derecho no es una realidad objetiva dada, preexistente, que se domina mejor
o peor según sea la agudeza del conocimiento sino que se va formando maleablemente
por el propio conocimiento. El Derecho no está condicionado por el conocimiento sino
a la inversa, como sucede con el paisaje cuyo horizonte se va conformando por la vista
del viajero. Se ve lo que se puede ver o, más exactamente todavía, lo que se quiere ver
según la perspectiva que el observador adopte en cada caso concreto; siendo de
destacar a tal propósito: la metodología ( es decir, la indagación del Derecho vigente ,
el análisis de su contenido y las técnicas de su aplicación), la dogmática (es decir, la
reflexión sobre su contenido a efectos de su correcta inteligencia) y la política ( es
decir, la proposición de rectificaciones para mejorar su eficacia social). En cualquier
caso, a los efectos de esta lección es importante subrayar que lo esencial del
conocimiento jurídico –considerado en su doble vertiente de actividad y resultado- es
su naturaleza artificial, técnica, puesto que el Derecho se “conoce” a través de una
operación intelectual independientemente de que pueda “percibirse” por intuición.
Hablar de conocimiento jurídico es, por tanto y en último extremo, hablar de sus
técnicas.
En un orden más sencillo y habitual de consideraciones , la división capital –de
origen aristotélico- pasa por la identificación de dos variantes matrices: el conocimiento
teórico y el conocimiento práctico. El conocimiento teórico es una actividad (y un
resultado) puramente intelectual. Con el conocimiento teórico se pretende “entender”
las cosas: nada más. El conocimiento práctico, por el contrario, sirve para tomar una
decisión concreta singular: realizar un negocio jurídico determinado, exigir o rechazar
una deuda, interponer una demanda, dictar una sentencia; en definitiva, escoger una
opción entre varias posibles. La decisión concreta se adopta de ordinario –si se es
congruente- como consecuencia de un conocimiento teórico previo; pero no
necesariamente ya que pueden tenerse en cuenta, e incluso primar, razones no
jurídicas, por ej. facilidad de eludir impuestos, presión de la competencia económica,
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publicidad o moda. La identificación analítica de estas dos variantes afirma su
diferenciación mas no, desde luego, su independencia, puesto que sus relaciones

2
Ver la glosa número 2, “Las razones no jurídicas del derecho.”
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recíprocas son profundas y bidireccionales y, en cualquier caso, intellectus


speculativum fit per extensionem practicum. Y aún se puede llegar más lejos todavía si
se piensa que el conocimiento jurídico, tanto el teórico como el práctico, está empañado
por sentimientos como acertadamente puso de relieve von Kirchmann en 1847: “el
Derecho no se halla sólo en el saber sino en el sentimiento puesto que su objeto no
reside sólo en la cabeza sino también en el corazón del hombre (hasta tal punto) que en
casi todas las cuestiones jurídicas el sentimiento ya ha decidido antes de que se haya
iniciado cualquier investigación científica”.
En el mundo de las ciencias naturales (físicas) la articulación entre la teoría y la
práctica se realiza por medio de la intuición que levanta hipótesis y la verificación que
las confirma (o falsea). En el mundo del Derecho se cuenta, además, con el instrumento
aúreo de la prudencia, que es la verdadera esencia del conocimiento práctico, tal como
nos enseñaron los juristas romanos en una lección de permanente actualidad. La
prudencia integra el conocimiento con las peculiaridades del conflicto real concreto
forjando así una decisión adaptada a la individualidad del caso singular. La prudencia
moldea la ley para ajustarla al caso. La prudencia es el puente que permite transitar del
intelecto a la vida: sin prudencia podrá haber lógica mas no vida. Quienes deciden no
son iurissapientes sino iurisprudentes. Donde termina el conocimiento teórico –que
opera analíticamente con abstracciones- empieza la prudencia, que lo lleva al
conocimiento práctico –que opera sintéticamente con individualizaciones-, es decir, a la
decisión vital concreta.
Si se acepta que el objetivo último (pues todo lo demás es medial o
instrumental) del Derecho es la solución de conflictos concretos y que la verdadera
fuente del conocimiento práctico es la prudencia, nada tiene de particular que la ciencia
del derecho sea “jurisprudencia” (en el sentido cultural europeo, no en el restringido de
la lengua española –sentencias de los jueces- que tanta confusión produce al lector no
avisado).
El conocimiento teórico se nutre de dos tipos de informaciones: las relaciones
sociales (que se intentan predeterminar y donde, en su caso, aparecen los conflictos de
intereses que se intentan resolver), los textos legales las normas jurídicas que el Estado
produce –o reconoce- para definir esas predeterminaciones y soluciones y, en fin, las
normas jurídicas que se van “construyendo” intelectualmente desde los materiales
brutos ofrecidos por los textos. El jurista puede abordar directamente los textos legales
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mediante una labor interpretativa, que por sí sola no puede ser muy profunda por lo que
Ihering no vaciló en calificar de “doctrina inferior”; o bien buscar su inteligencia a
través de una operación más compleja y sutil –el método conceptual- que ordena la
materia en conceptos, de tal manera que tanto las relaciones sociales como sus normas
reguladoras se vertebran en tipos jurídicos.
La sede habitual del conocimiento teórico es cabalmente, al menos en España,
la docencia universitaria, cuyo objeto primordial es enseñar a entender las normas no a
aplicarlas en la realidad. Ahora bien, este tipo se diversifica en variantes de caracteres
muy distintos: el conocimiento conceptual, el sistemático , el interpretativo y el
casuístico..
2.- El método conceptual (Begriffsjurisprudenz)
El conocimiento teórico sistemático se forma a través de conceptos cuya
elaboración es la tarea fundamental del pensamiento dogmático. El conocimiento
teórico conceptual tiene por objeto la comprensión, elaboración y exposición de
conceptos abstractos, a los que se llega en un proceso de eliminación de las
características individuales de los fenómenos reales conocidos. Desde Platón hasta hoy
esta es la base primera del quehacer intelectual y no falta quien piensa que la nota más
característica del ser humano –posiblemente la única propia de él- es cabalmente esta
de poder pensar no sólo en realidades sino también en conceptos, que son
representaciones de la realidad. En el principio están los conceptos –los verba- y luego
se opera con ellos de varias maneras lógicas y empíricas, pero siempre es un concepto
el punto necesario de referencia. Así en filosofía y en ciencia como en Derecho.
Las leyes manifiestan la voluntad del Estado de resolver determinados
conflictos singulares. Ahora bien, como con esta casuística, por muy largo que sea el
repertorio, siempre quedarán casos sin contemplar, el jurista ha discurrido un método
que le permite entender no sólo la realidad conocida sino la desconocida que algún día
puede aparecer. Con el método conceptual ( versión española precisa de la
Begriffsjurisprudenz) el jurista va creando conceptos generales (lo que los escolásticos
llamaban “universales”) mediante la eliminación de los datos singulares de cada figura
concreta – descrita en una norma o socialmente practicada- hasta llegar, por elevación,
a una nueva lo suficientemente abstracta como para comprender a todas las
individuales de las que se ha partido. Así, desde las distintas modalidades de entrega de
bienes fungibles y no fungibles con promesa de devolución se generaliza el comodato;
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luego, en un nuevo escalón, prescindiendo de los detalles del comodato, del préstamo,
del arrendamiento y del precario, se llega al concepto de contrato personal; que
posteriormente se junta con el del contrato real para formar el concepto de contrato,
desde el que puede pasarse al de obligación y, más abstractamente todavía, al de
relación jurídica; y a cada uno de estos conceptos (de estos niveles conceptuales)
asignamos un régimen jurídico determinado. Con este método conceptual se alcanza el
objetivo más urgente del conocimiento jurídico, es decir, el dominio intelectual de una
realidad normativa magmática, caótica, y de una realidad social que carece de orillas.
Los conceptos -como las matemáticas- embridan el desorden y ponen puertas al campo.
Un éxito que bastaría por sí solo para justificar su éxito, si preciso fuera. Pero todavía
hay más, porque el método conceptual no sólo sirve para entender el mundo jurídico
sino también para manipularlo, habida cuenta de que a partir de los conceptos formados
por elevación –de lo singular a lo general, de lo concreto a lo abstracto- se puede iniciar
una segunda operación descendente –de lo abstracto a lo concreto, de lo general a lo
singular, del concepto al fenómeno real- que es el deus ex machina de los juristas en
cuanto que les sirve para dotar de régimen jurídico a figuras que legalmente carecen de
él.
De tal manera que cuando nos encontramos ante un fenómeno nuevo,
desconocido hasta entonces y que, por ende, no tiene régimen jurídico alguno ni
sabemos qué hacer con él, escogemos un concepto general, desnudo de características
individuales, por ejemplo, el contrato, y lo extendemos a la figura nueva , de la que
sólo sabemos que puede ser tenida por contrato (lo que no tiene nada de difícil habida
cuenta de la abstracción del mismo). Pues bien, una vez calificada de contrato –o de
contrato real, quizás- aplicamos al nuevo fenómeno el régimen jurídico de los contratos
reales y con ello suplimos los silencios de la ley. Y lo mismo podemos hacer con
figuras conocidas y reguladas por la ley, pero reguladas de manera deficiente ya que
con este método conceptual, en un juego de ascensos y descensos (de primeras
generalizaciones y de concreciones posteriores) tenemos una respuesta para todo.
El conocimiento teórico conceptual, según se ha dicho, es cultivado
preferentemente por los profesores, quienes así pueden dominar una materia de otra
suerte inabarcable, que se vertebra en una red conceptual de hilos y nudos claros y
lógicos. Los juristas pensamos y hablamos –como ha observado Sohm- con conceptos
jurídicos, gracias a los cuales “del caos surge un cosmos”. Y si esto ha sido siempre así,
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tanto más necesario resulta ahora en una época de conocida plétora legislativa e
inundación jurisprudencial.
Parece ser que fueron los comentaristas medievales del Derecho común quienes
afinaron este método, descrito y analizado magistralmente por Ihering muchos años
después, a mediados del siglo XIX, en lo que llamó “doctrina conceptual” o
“construcción jurídica” (y que yo traduzco por “método conceptual”): última fase de las
tres que componen el proceso de “creación jurídica”, siendo las otras dos el “análisis” y
la “concentración”. Con la cual llegó a la conciencia de los juristas lo que estaban
realizando de forma inconsciente. La Ciencia del Derecho repitió de inmediato el
eureka lanzado por el maestro alemán y se lanzó con entusiasmo a trabajar con los
conceptos jurídicos, que actuaban sorprendentemente como seres biológicos con vida
propia, ya que se apareaban para generar nuevos conceptos (de un derecho real y de
otro personal nacían las servidumbres personales) , se fusionaban, se dividían y, sobre
todo, eran capaces de dar una respuesta intelectual a todas las cuestiones planteadas y
por plantear. Los conceptos llegaban hasta los últimos confines de la galaxia jurídica y,
por maravilla, la estaban ampliando indefinidamente.
En el Derecho Administrativo fue tardía, no obstante, la recepción del método
conceptual, como corresponde a una disciplina de aparición también tardía. Si ojeamos
los libros de la primera mitad del siglo XIX podemos comprobar que son,
efectivamente, un caos intelectual reflejo del caos normativo reinante, que intentaban
exponer con observaciones aclaratorias no mucho más elevadas que las de los
glosadores medievales. La racionalización conceptual vino mucho más tarde, casi en
las postrimerías del siglo, de la mano de O. Mayer: un profesor que sintetizó lo mejor
de los estudios franceses y alemanes. A partir de él, el Derecho Administrativo dejó de
exponerse al hilo de los órganos administrativos (ministerios, distintos entes públicos)
y de las materias reguladas ( montes, minas, transportes) para estructurarse en torno a
conceptos (acto administrativo, contrato administrativo, expropiación, recursos,
responsabilidad). Los libros modernos de Derecho Administrativo ya no son
enciclopedias de voces materiales o comentarios de leyes positivas sino que se alinean
en torno a conceptos y a técnicas intelectualmente elaboradas. La lectura
cronológicamente secuencial de las obras de Derecho Administrativo nos permiten
entender la brillante paradoja de que “la ciencia no es, a la postre, sino método”.
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El método conceptual abrió la puerta del progreso científico del Derecho porque
hay que insistir en que su gran ventaja no es sólo el dominio intelectual del derecho
positivo sino su capacidad integradora. Operando con el concepto abstracto de acto
administrativo, el jurista no sólo tiene en su mano toda una legislación informe
aparentemente inabarcable sino mucho más, puesto que el régimen jurídico del acto
abstracto ( procedimiento de elaboración, vicios, efectos del incumplimiento) es
trasladado a todas las variantes imaginables –dando por descontado que lo abstracto
incluye a lo concreto- y así, con un sencillo artificio técnico, consigue tener un régimen
jurídico para todos los actos habidos y por haber que produzca la Administración. Igual
nos da que sea un acto de deslinde de vías pecuarias, un ascenso funcionarial o una
liquidación tributaria: en un puñado de páginas de cualquier manual encontramos un
régimen que podemos aplicar mecánicamente a todos por que el régimen jurídico
general de los actos administrativos vale para cualquiera de sus modalidades reales.
Este es el segundo gran atractivo del método conceptual , cuyo uso, sin embargo,
(como veremos luego) resulta muy poco fiable y harto peligroso.
El mos geometricus soñado en el siglo XVII se materializa a la perfección, pues,
en el método conceptual. Porque de lo particular conocido y minuciosamente regulado
(el contrato de obra pública, por ejemplo) se asciende –mediante la eliminación de las
circunstancias singulares propias de la obra- al contrato administrativo genérico (y, en
su caso, al contrato a secas). Y luego, desde él se desciende a una variante no regulada
(la del contrato de mantenimiento de instalaciones, por ejemplo) a la que se aplica al
régimen común atribuido al contrato administrativo abstracto.
Los conceptos creados por la doctrina parecen, por otra parte, tan útiles que el
legislador moderno termina incluyéndolos en los textos positivos, que ahora se nuclean
también en torno a conceptos inequívocamente doctrinales , como el acto
administrativo o la anulabilidad. Las llamadas leyes técnicas modernas se han
convertido en pequeños manuales doctrinales que siguen fielmente el índice (aunque no
siempre el contenido) de algún tratado profesoral de moda (piénsese en las leyes de
procedimiento administrativo o de lo contencioso o de funcionarios). Las leyes, la
jurisprudencia y la doctrina se retroalimentan en un proceso circular indefinidamente
repetido: las leyes cristalizan los conceptos doctrinales y los autores se apoyan en las
leyes pero siempre con un telón judicial de fondo que actúa como piedra de toque de
cuanto los textos establecen.
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Gracias a los conceptos el jurista nunca está abandonado y puede operar de una
manera rápida y eficaz, puesto que, cuando analiza un fenómeno jurídico real que
carece de regulación legal, lo único que necesita es subsumirlo dentro de un tipo y, una
vez realizada esta operación personal, las consecuencias jurídicas vienen por sí solas,
ya que están predeterminadas en el concepto abstracto. El método conceptual –
canónicamente emparejado con el positivismo legalista- rompió todas las limitaciones
conocidas, e incluso imaginadas, del conocimiento jurídico y, en efecto, una obra como
el Tratado de las Pandectas de Windscheid fue un pabellón clavado en la cumbre del
Everest de la ciencia del Derecho: non plus ultra.
Después de lo dicho, deslumbrados ante tamaña perfección metodológica ¿a qué
vienen las dudas y preocupaciones que han dado pie a esta lección? Pues a que no es
oro todo lo que reluce en este brillante y deslumbrante método conceptual. Recuérdese
la alusión que antes hizo a Sísifo. Esto fue lo que literalmente sucedió con el citado
Tratado de las Pandektas, que de la noche a la mañana rodó de la cumbre al fondo y la
Ciencia del Derecho tuvo que volver a empezar la escalada ahora por otra ladera, con
un método distinto.
El mayor riesgo del método conceptual estriba en que al “descender” a los
fenómenos individuales reales se desnaturaliza el “mínimo jurídico” de lo abstracto y
se aplica a fenómenos que por su singularidad son incompatibles con el régimen
general atribuido al concepto abstracto. En el concepto superior y puro del contrato
nos encontramos, por ejemplo, con la libertad genérica de pactos, que cuando luego
intentamos extender a un contrato administrativo singular de aval para las
exportaciones ya no encaja en absoluto, de tal manera que no podemos aplicar
íntegramente el régimen general al individual. Cuando se construye por elevación el
concepto abstracto de ilícito y se le atribuye la nota de la culpa, luego, al intentar , por
descenso, aplicarlo a los ilícitos administrativos resulta que la culpa ha de ser manejada
en términos muy distintos. En los casos difíciles el descenso lógico no nos vale o nos
conduce a resultados inadmisibles.
Nada más iniciarse el siglo XX los representantes del llamado “método de
ponderación de intereses” lanzaron una devastadora ofensiva contra el método
conceptual, argumentando convincentemente que su valor era enorme en el aspecto
teórico en cuanto que efectivamente ayudaba a la comprensión del caos normativo;
pero rechazaron su uso práctico de colmatación de lagunas, dado que con ello se
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incurría en dos gruesos errores: uno de orden lógico, en cuanto que, al descender de un
concepto abstracto a un fenómeno concreto, se añaden notas específicas que no
aparecen en el abstracto; y, por ende, resulta temerario aplicar a lo singular el régimen
establecido para lo general. Y en segundo lugar, este método desconoce que la
aplicación del Derecho no es una operación lógica sino social: una ponderación de
intereses en conflicto que el método conceptual desatiende; en definitiva, pretender
resolver un conflicto con simples deducciones, como hace el método conceptual, sin
entrar en los intereses concretos que están en juego, es pura y simplemente una
aberración.
El fallo lógico del método conceptual estriba en la circunstancia de que en la
fase de la deducción salta del plano explicativo (que es el suyo propio y para lo que
inicialmente se elaboran los conceptos) al plano preceptivo, que es un añadido útil a
veces pero siempre arriesgadísimo. Veamos un ejemplo más pormenorizado. Los
teóricos han aislado dos figuras distintas y alternativas de intervención administrativa
sobre las actividades de los particulares –la licencia y la concesión-, atribuyendo a cada
una un régimen jurídico propio. La utilización excluyente de dominio público exige
legalmente una concesión. Pero he aquí que aparece una ley especial (la general de
telecomunicaciones) que establece que las ocupaciones de dominio público para la
instalación de redes públicas de telecomunicaciones precisan de una simple licencia
(autorización). En consecuencia, el acto administrativo de otorgamiento de esta
autorización arrastra el régimen legal de las licencias que, sin embargo, resulta
incompatible con el funcionamiento de una red pública de telecomunicaciones.
Resultado: si se siguen la ley y el concepto, se deteriora la eficacia del servicio; y si se
acude a la concesión, que es lo más adecuada, se rompen la ley y el concepto. El
método conceptual resulta aquí perturbador de tal manera que el jurista eficaz tendrá
que actuar prescindiendo de los conceptos abstractos y aferrándose a la realidad y a los
conflictos de intereses concretos que en la misma se presentan.
Como consecuencia de estas críticas, en los libros de Derecho han terminada
casi desapareciendo las referencias laudatorias al método conceptual. Mas no nos
engañemos porque en la práctica sigue vivo y se usa cotidianamente, aunque sea de
forma indeliberada. De lo que tiene mucha culpa –como ya denunció tempranamente
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Ehrlich- el hecho de que las leyes hayan positivizado frecuentemente conceptos


abstractos, invitando con ello a los operadores a que los utilicen. 3
3.- El conocimiento teórico sistemático 4
El conocimiento teórico sistemático se desarrolla en dos vertientes muy distintas
–la expositiva y la conceptual- que conviene distinguir para deshacer una anfibología
perturabadora.
A) El conocimiento expositivo
El conocimiento jurídico nace con vocación didáctica tendencialmente
profesoral. Quien sabe, o cree saber, algo nuevo tiende a comunicárselo a los demás de
palabra y por escrito.
En la Edad Media esta difusión se realizaba inicialmente a través de glosas
aisladas de los textos justinianeos que se iban acumulando indefinidamente sin sistema
alguna, con el único orden señalado en los libros estudiados. Sólo posteriormente se
fueron articulando en Summae el conjunto de glosas sobre una materia o materias
afines. Llegado el momento histórico de los posglosadores o comentaristas, el
conocimiento jurídico se expresaba en monografías, en ocasiones de gran extensión y
profundidad, pero también sin criterio sistemático alguno.
Las preocupaciones expositivas sistemáticas maduraron en el Renacimiento a
mediados del siglo XVI cuando los juristas empezaron a aplicar el método diarético de
Cicerón, conforme al cual los libros deben empezarse sentando unos cuantos conceptos
fundamentales, de lo que se van deduciendo subconceptos, variantes y modalidades
hasta cubrir toda la materia examinada, que queda trabada indisolublemente en un
sistema, aunque todavía no se emplea este término.
La eficacia pedagógica del método diarético es enorme y así se explica su
generalización académica (de ello todavía hay muestras en la actualidad); pero pronto
se percibió el riesgo de que así se perdiera el contacto con la realidad. Como quiera que
sea, a principios del siglo XVIII Christian Wolff ensayó la aplicación al Derecho de un
método más moderno, más “científico”, tomado de la física y de la astronomía –el
método demostrativo- conforme al cual resultaba necesario demostrar la corrección de
cada proposición jurídica basándose en proposiciones anteriormente ya demostradas,

3
Ver la glosa 3, “Los conceptos y otros métodos clásicos del derecho.”
4
Ver la glosa 4, “El conocimiento teórico sistemático y las Facultades de Derecho.”
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exactamente igual que sucede en las matemáticas. Ni que decir tiene que este ensayo
fracaso pronto ya que no hubo manera de construir un puente fiable que enlazara
mundos tan distintas como los de las matemáticas y el Derecho y hubiera desaparecido
sin dejar huella de no haber sido reelaborado por un jurista, Heineccius, cuya influencia
en todas las universidades europeas fue absoluta durante más de cien años. De acuerdo
con el nuevo método axiomático de Heineccius, inmediatamente generalizado , las
exposiciones jurídicas han de empezar con la definición precisa de los conceptos, de los
que luego se deducen axiomas, y de ellos proposiciones jurídicas, que finalmente se
contrastan con las reglas del ordenamiento legal positivo. Ahora que escribo en el siglo
XXI soy perfectamente consciente de que el Derecho Administrativo que se estaba
explicando en las Universidades españolas de mi generación seguía inspirándose en
Heineccius, y a los manuales de Royo Villanova, Gascón y María y García Oviedo me
remito.
Por lo que se refiere a la evolución europea, la escuela histórica y, en general, el
positivismo del siglo XIX borraron las tradicionales preocupaciones de tipo expositivo
de la época anterior. La glosa y los comentarios medievales reaparecieron en Francia
con la gran escuela de la exégesis, absolutamente dominante durante más de cincuenta
años. Y en Alemania las cuestiones expositivas fueron relegadas a tercera fila bajo el
rótulo de “sistema exterior”, reservándose el nombre de “sistema interior” a las
cuestiones de la estructura material del Derecho positivo. Una cosa es, pues, el Derecho
“sistemáticamente explicado” y otra el Derecho entendido como un sistema normativo.
B) El Derecho como sistema 5
La primera gran consecuencia del positivismo jurídico fue, a nuestros efectos, la
visión del Derecho como un sistema y no como una simple suma de disposiciones
legales, consuetudinarias y en su caso iusnaturales. La visión sistemática del Derecho
es obra fundamentalmente de Savigny (recuérdese que su obra de referencia se titula
“Sistema del Derecho romano actual”) para quien sistema significaba que todas las
reglas y conceptos jurídicos están trabados en una unidad global en la que cada
elemento hace inteligible –y complementa- a los demás, de tal manera que ninguno de
ellos puede ser entendido aisladamente. Una idea que adquiere su verdadero alcance
cuando se le pone en contacto con el pensamiento kantiano, del que se alimenta, de que

5
Ver la glosa número 5, “El sistema, la vida, los tribunales.”
15

el conocimiento no debe orientarse por el objeto sino que, a la inversa, el objeto es el


resultado de nuestro conocimiento. El Derecho es, por tanto, producto de nuestro
conocimiento jurídico: lo que explica su unidad sistemática, dado que en el
pensamiento humano no caben compartimentos estancos.
El conocimiento teórico no se detiene, consecuentemente, en la elaboración de
conceptos sino que a veces, dando un paso más, los traba en un sistema, de tal manera
que el Derecho (el Derecho Administrativo en su caso) se concibe como un conjunto en
el que se insertan los distintos conceptos –y los distintos regímenes- que cobran en él
una unidad de sentido y de función.
Para comprender la realidad –que es algo muy distinto de saber vivir en el
mundo- hay que empezar elaborando una representación conceptual de sus elementos
identificados, que luego se sistematizan. Sistematizar es clasificar y ordenar. Clasificar
es formar grupos y subgrupos de acuerdo con criterios que ponen de relieve las
analogías y las diferencias de los conceptos menejados (“personas, cosas y acciones” en
las primeras clasificaciones jurídicas romanas, “familia agnaticia y cognaticia”, etc.).
Como los criterios se imaginan convencionalmente hay tantas clasificaciones como
criterios utilizados y con frecuencia se superponen (obligaciones gratuitas y onerosas y,
al tiempo, simples y condicionadas). Las clases así obtenidas por lo común se ordenan
luego, es decir, se establecen entre ellas relaciones de dependencia o independencia y,
en su caso, de jerarquía. El resultado final es un panorama conceptual: un sistema. Con
arreglo a este proceso el Derecho Administrativo (como a otro nivel el Derecho en
general) ha terminado vertebrándose en un sistema completo con pretensiones de
exhaustividad, o sea, en el que cada concepto tiene un sitio y hay un sitio para cada
concepto. Lo que no evita, claro es, que haya conceptos que no encajen en ninguna
parte y anaqueles vacíos absolutamente desocupados. Cuando estas anomalías son tan
frecuentes que resultan intolerables, el sistema deja de ser útil y tarde o temprano será
sustituido por otro.
C) ¿Existe un primer principio?
Se considera deseable que los sistemas están inspirados –y consecuentemente
vertebrados- en torno a un principio, o a un puñado de ellos, que les caracterizan y que
determinan el funcionamiento de todos y cada uno de los conceptos, clases y órdenes y
de sus correspondientes regímenes. El mérito de una época –o de un autor- es el de
acertar con un sistema en el que pueden trabarse congruentemente todos los conceptos
16

y todos los regímenes singulares, como hicieron las escuelas clásicas francesas de la
puissance publique y del servicio público: los famosos, hoy clásicos, faisseurs des
systèmes.
Esto es lo que se intentó sin éxito en España durante los años cuarenta con el
Derecho Administrativo del Nuevo Estado, es decir, del Estado franquista, vertebrado –
en fácil mimetismo con las dictaduras fascistas europeas- en la “unidad de mando”
(Führerprinzip). Luego vino el sistema de la eficacia desarrollista, también fracasado
antes de cuajar, como ahora el de la intervención pública mínima, que es un proyecto a
mi juicio con escasas posibilidades de supervivencia. El único sistema que
verdaderamente ha arraigado entre nosotros es el del Derecho Administrativo de la
legalidad, aunque actualmente es combatido desde fuera por una realidad implacable,
no siempre malintencionada, y desde dentro por quienes pura y sencillamente no lo
aceptamos en los simplones términos de su formulación oficial. 6
¿Hasta qué punto es posible contar hoy con un sistema global de referencia? Los
tiempos actuales no son ciertamente favorables a los sistemas intelectuales que la
complejidad de la vida moderna y el irracionalismo que la inspira ya no toleran.
Piénsese que hasta la Filosofía –y nada digamos la Filosofía de la Ciencia- ha tenido
que renunciar resignadamente a trabajar con “un” sistema. Si perjuicio de lo cual, es
indudable la utilidad de disponer de un marco de referencia de ese tipo aunque sea, eso
sí, manejándolo con las cautelas propias de un momento histórico en el que se ha
tomado conciencia de la relatividad de los sistemas y de su fugacidad. La mejor prueba
de lo que se está diciendo es la importancia que ha tenido el citado sistema jurídico
administrativo de la legalidad que, bajo la impronta de García de Enterría, ha dominado
en España durante dos decenios y sin el cual no podría entenderse lo que ha sucedido
entre nosotros en este tiempo. 7
4.- El conocimiento teórico interpretativo
Los administrativistas siempre han sido muy inclinados a usar un método
interpretativo de las normas positivas. En estos casos el jurista se enfrenta a un texto –
legal o fáctico- y ha de averiguar su sentido. La interpretación de textos legales es
también de naturaleza teórica y se apoya en conceptos porque es muy difícil, por no

6
Ver la glosa número 6, “Principios, sistema, principio fundante.”
7
Ver la glosa número 7, “¿Cuál «legalidad»? ¿Cuál realidad?”
17

decir imposible, entender bien una norma si no se comprenden los “conceptos” con los
que está empedrada. Razón por la cual fracasan los legos cuando pretende – a veces
armados con la arrogancia de su calidad política o funcionarial- interpretar las leyes por
su cuenta. Esta es la llamada por Ihering “doctrina inferior”.
El positivismo legalista convirtió necesariamente a la interpretación en el objeto
central del conocimiento jurídico puesto que la primera tarea del jurista había de ser la
de conocer y entender correctamente los textos positivos, aclarando sus puntos oscuros
y eliminando sus “lagunas”. Con el tiempo, sin embargo, la interpretación está dejando
cada vez de ser una “reconstrucción” de la voluntad (mens) de la ley, e incluso del
legislador, para orientarse hace la “creación” de un instrumento capaz, por un lado, de
afrontar cuestioens sociales no previstas en el texto y, por otro, de resolver los
conflictos individuales. Desplazamiento que supone que la interpretación está
perdiendo valor teórico y que se está situando en el terreno de la aplicación práctica.
Ni que decir tiene que en la actualidad existen comentarios interpretativos de
mayor nivel en los que, no obstante, termina fácilmente desnaturalizándose el género
ya que tienden a convertirse en ensayos teórico conceptuales.
Esta interpretación, al igual que el método conceptual, se inspira de ordinario en
el criterio de la autoridad, aunque de una autoridad muy característica: la
jurisprudencial. Cuando las sentencias desbordan el ámbito de la resolución del caso
litigioso suele ser gracias a su fuerza interpretativa, que los juristas recopilan
afanosamente. En los libros no se describe lo que dicen las leyes por sí mismas sino lo
que los tribunales dicen que dicen las leyes. Casi podría afirmarse que la ley es muda y
que habla a través del juez, recuperando así (aunque con un sentido muy distinto del
originario) la imagen del iudex vox legis tan cara a los comentaristas medievales y que
popularizó Montesquieu. En cualquier caso, la autoridad de los jueces, a diferencia de
la de los autores, es institucional: se legitima por su origen y sus efectos están avalados
por la ley independientemente de su corrección y prudencia.
Analíticamente suele identificarse, además, otra subvariante del conocimeinto
teórico –la casuística-, que parece encontrarse a caballo entre la teoría y la prática. La
casuística es, sin duda, un conocimiento intelectual puesto que no se dirige a la decisión
de realidades concretas pero tampoco procede directamente con conceptos o sistemas –
ni mucho menos pretende construirlos- sino que se inspira en la experiencia de
fenómenos individuales, sean leyes o sentencias, de los que deduce soluciones teóricas
18

disponibles para el estudio de fenómenos individuales concretos. La casuística es un


elemento común que aparece, con mayor o menor abundancia, en todo conocimiento
teórico y que se invoca con igual frecuencia en todas las manifestaciones del
conocimiento práctico.
5.- El conocimiento práctico
El conocimiento práctico, a diferencia del teórico y según ya sabemos, no
proporciona un aumento de los conocimientos sino argumentos o causas para la
decisión (pagar o no pagar, pleitear o transigir). Las decisiones con efectos jurídicos,
incluso cuando se toman por razones no legales (la pasión, el interés) buscan
indefectiblemente una razón jurídica que les preste cobertura. Las decisiones humanas
–aparentemente voluntarias y libres- se adoptan impulsadas por creencias, deseos,
intereses y valores y, cuando se trata de decisiones con trascendencia jurídica, también
por razones legales que pueden ser, aunque no necesariamente, causa real y que, al
menos y en todo caso, se invocan como justificación o cobertura de su verdadera causa
real.
El conocimiento práctico es, en último extremo, el único que interesa 8 puesto
que es el resultado que la sociedad y sus miembros buscan: una idea muy vieja
proclamada entre nosotros por uno de nuestros teóricos más esclarecidos, Federico de
Castro. Ahora bien, para llegar a este resultado final hace falta recorrer antes un largo
camino, el del aprendizaje y elaboración del conocimiento teórico. Al menos en la
cultura presente que exige operadores (notarios, jueces, funcionarios) técnicos y no,
como en el pasado, legos intuitivos y prudentes. Lo cual no significa, naturalmente, que
para ser buen juez baste con una buena formación técnica, puesto que la intuición y la
prudencia siguen siendo imprescindibles para todos los juristas prácticos hasta tal punto
que un juez técnico sin intuición y sin prudencia será sin remedio un juez detestable.
¿Y qué decir del profesor: ha de ser un jurista teórico o práctico? Antes se ha
dicho que la Universidad es la sede natural del cultivo y transmisión del conocimiento
teórico. Conviene repetirlo aunque con una advertencia esencial: el conocimiento
jurídico teórico no sólo no excluye el conocimiento práctico sino que es casi
inimaginable poder madurar teóricamente sin una práctica sólida (mientras que, por el
contrario, no son raros los prácticos eficaces ayunos de conocimientos teóricos). Así se

8
Ver glosa número 8: “La imperfección humana.”
19

explica que la docencia, la investigación y la práctica hayan ido siempre de la mano en


las escuelas europeas de Derecho desde los primeros glosadores. Lo que va cambiando
es el género de la práctica puesto que tradicionalmente se asentaba en la actividad
judicial (incluida la funcionarial) y en la dictaminadora mientras que desde el siglo XIX
tiende a imponerse la forense (sin desdeñar, claro es, la dictaminadora). En 2.001 se
abre ciertamente un nuevo interrogante como consecuencia de estar desapareciendo los
talleres de artistas y de artesanos del Derecho desplazados por las empresas de asesoría
general del mercado capitalista; pero no es este el lugar de entrar en tal cuestión por
apasionante que resulte.
En cualquier caso, al jurista práctico se le abren dos posibilidades para llegar a
su decisión: las llamadas vías directa y vía inversa.
La vía directa supone una deducción lógica del conocimiento teórico que se
aplica al conflicto concreto. El salto del conocimiento teórico al práctico no es sencillo
ni mucho menos y de ordinario se apoya en las tres variantes que ya conocemos. El
primer instrumento al que por lo común se acude es el interpretativo, ya que nada hay
tan cómodo como repasar la jurisprudencia para ver lo que antes han dicho otros sobre
el texto que nos interesa y el caso que tenemos que resolver.
La aplicación del conocimiento teórico conceptual ya es más difícil puesto que
no basta con un ejercicio de rastreo y repetición sino que es preciso desarrollar una
actividad intelectual larga y sutil. Primero hay que identificar jurídicamente los hechos
y luego subsumirlos en un concepto abstracto tipificado en el ordenamiento, cuyo
régimen jurídico terminará al fin aplicándose al caso examinado. La solución está,
pues, en la norma y en el concepto. El conocimiento jurídico práctico es
consecuentemente la búsqueda y hallazgo de la solución que ya está en la ley. Esta es al
menos la moneda que corre, aunque en mi opinión sea falsa.
La aplicación mecánica del conocimiento teórico al conocimiento práctico es un
grave error operativo dado que el conocimiento teórico no se ha creado para resolver
por sí mismo las cuestiones prácticas sino, a todo lo más, para facilitar su solución. El
caso conflictivo es un fenómeno real mientras que el conocimiento teórico es
intelectual y los conceptos que lo integran son universales que sin necesidad de entrar
en la controversia medieval de los “realistas” hoy suele afirmarse que carecen de
realidad. Son entidades heteromórficas que no pueden conectarse directamente sino que
precisan de piezas muy sutiles de articulación.
20

En ocasiones el conocimiento teórico –precedido e iluminado por la experiencia


y la intuición- camina derechamente a la solución práctica de la mano de la prudencia.
Pero en otras ocasiones se rompe la concordia de estos tres compañeros de viaje y no
hay modo de llegar al final del trayecto. Puede ser que el conocimiento teórico
desemboque mecánicamente en una solución que repugne a la prudencia; y también
puede suceder que la intuición se enderece a una salida que la norma no tolera. ¿Qué
hacer aquí? Si los operadores prácticos fueran ordenadores, el mecanismo quedaría
bloqueado ante informaciones contradictorias; pero como se trata de personas han de
resolver por encima de la lógica, de la intuición, de la experiencia y de la prudencia.
Han de adoptar una decisión personal que el pensamiento filosófico contemporáneo ha
calificado como de giro ético, de irrenunciable imputación individual de nuestras
acciones y, sobre todo, de nuestras elecciones. El juez puede sacrificar la justicia en
beneficio de la ley, pero también a la inversa. Es una decisión ética personal que
justificará como pueda, ordinariamente invocando alguno de los principios inspiradores
del conocimiento sistemático.
III. Limitaciones epistemológicas
Hasta ahora he hablado de las distintas variantes del conocimiento jurídico y de
algunos de sus límites intrínsecos: cómo el conocimiento teórico no puede desembocar
por sí solo en el conocimiento práctico; cómo el conocimiento teórico conceptual ha de
limitarse a su función comprensiva, ordenadora del caos y no extralimitarse a dar reglas
preceptivas; cómo el conocimiento teórico interpretativo no puede realizarse sin el
apoyo del método conceptual. En definitiva se trata de conocimientos que se
entrecruzan en una red operativa cuyos hilos no es posible separar. A partir de este
momento vamos a dar un paso más para entrar en el análisis de las limitaciones
genéricas de todo conocimiento jurídico y que se agrupan en cuatro manojos: las
epistemológicas (que se examinan en el presente epígrafe), las históricas, las lógicas y
las de comunicación.
1.- Limitación del conocimiento por indefinición del objeto
¿Cómo no hablar de limitaciones del conocimiento jurídico si no sabemos
siquiera qué es lo que queremos conocer? Al cabo de veintitrés siglos de reflexión y
discusión no se han puesto de acuerdo los juristas en el objeto de sus preocupaciones.
Dejando a un lado la decimonónica distinción entre Derecho, Legislación y
Jurisprudencia, en la actualidad unos ven el objeto del conocimiento jurídico en las
21

relaciones sociales, pensando que en definitiva son éstas las que importa ordenar, de tal
manera que las leyes son meros instrumentos de tal fin y desde luego no los únicos.
Otros entienden, sin embargo, que el conocimiento jurídico debe detenerse en los textos
o en las normas, que son el fenómeno específicamente jurídico; lo que no significa
naturalmente desconocer la trascendencia de las relaciones sociales, que es necesario
estudiar pero fuera ya del ámbito jurídico.
En sustancia nos encontramos ante una encrucijada de opciones irreconciliables:
el Derecho normativo puro de corte kelseniano, el Derecho normativo contaminado por
valores como la justicia o el bien común y, en fin, el Derecho impuro de corte
sociológico. Planteadas así las cosas confieso sin reservas que yo he levantado mi
tienda en la banda del Derecho impuro, en la buena compañía y lo más cerca posible de
Ihering, Ehrlich, Holmes y Llewellyn y al abrigo protector de la filosofía diltheyana y
hermenéutica del “conocimiento impuro” , es decir, subjetivizado sin complejos y
comprometido sin hipocresía, para el que es lo puro, y no lo impuro, lo que tiene una
connotación peyorativa. 9
Y por si esto fuera poco, cambiando de nivel nos topamos con otro dilema no
menos preocupante y antiguo: el objeto (total o parcial según las actitudes personales a
que acaba de aludirse) del conocimiento jurídico ¿son las normas generales o las
decisiones judiciales concretas? La pregunta tiene su trascendencia porque, según sea la
postura que se adopte sobre el particular, se estudiarán las leyes o las sentencias y en
cualquier caso se levantarán montañas de publicaciones para indagar si el juez crea
Derecho y en qué medida está condicionado por la ley. Fatigado por lo aplastante de la
bibliografía he llegado, por mi parte, a la conclusión de que se trata de un falso dilema
en cuanto que no se trata de opciones excluyentes –o lo uno o lo otro- sino de
manifestaciones de una unidad más profunda. Preguntémonos sinceramente qué es lo
que veras nos interesa: si la resolución de un conflicto concreto existente o la previsión
de la resolución de los conflictos que pueden presentarse en el futuro. Si lo primero,
dediquémonos al estudio de la jurisprudencia casuística; si lo segundo, al de la
legislación. Pero a fe que hay que ser insensatamente unidimensionales para inclinarse
sin reservas por una u otra vía. A la sociedad le interesa la resolución de los conflictos
existentes; mas por lo mismo le han de interesar necesariamente los instrumentos que el

9
Ver glosa número 9: “Los principios jurídicos fundantes.”
22

Estado crea para conseguir este fin. Consecuentemente el jurista ha de atender los dos
paños buscando y elaborando los objetivos propios de ambos: el conocimiento teórico y
el conocimiento práctico. A cualquier jurista responsable –y más todavía al profesor
universitario- no le es lícito olvidarse de una de estas perspectivas. Aunque claro es que
la confusión habitual al respecto contribuye a la indefinición del conocimiento jurídico
y provoca tempestuosas controversias absolutamente inútiles.
2.- Limitación del conocimiento por contaminación subjetiva
Desde Husserl sabemos que el observador no puede acercarse limpiamente al
objeto que examina dado que, al acortar distancia y centrar sobre él su reflexión,
termina implicándose personalmente y pierde su neutralidad, que debería ser la primera
exigencia del conocimiento científico. El zoólogo que se aproxima con una linterna a
los animales nocturnos, los hace huir, pero si carece de la luz mínima que necesita el
ojo humano para percibir los objetos, no puede verlos. En el mundo del Derecho
todavía es peor porque nada hay “externo” al jurista debido a que éste participa en la
formación de los propios objetos que observa y desde luego en la de los instrumentos
de análisis que maneja, que se tornan parciales y se subjetivizan irremediablemente.
Y aún más grave : al margen de los datos crudos que le ofrece la realidad (una
ley, un documento), lo que cree estar observando no son los datos externos que le
ofrece la realidad sino los conceptos creados por él para comprenderla. Cree ver nubes
en la luna y lo que está viendo son las manchas de la lente de su telescopio. En el
terreno dogmático el jurista reifica (cosifica, objetiva) sus instrumentos personales de
observación. Recordemos que en el lenguaje poshegeliano reificar significa la
tendencia a tratar como “datos” exteriores ciertos contenidos de la experiencia que en
realidad son “producto” de su conciencia personal.
El dilema reaparece, pues, con la terquedad de siempre: si no utilizamos
instrumentos técnicos de aproximación, no podemos entender a la ley con el ojo
desnudo. Ahora bien, si aplicamos tales instrumentos, el resultado vendrá condicionado
y distorsionado por esta interferencia medial que en último extremo es personal puesto
que ha sido el jurista quien libremente ha decidido servirse del instrumento conceptual
técnico.
En la elegante formulación de Gadamer, los seres humanos somos contextuales
y mutables por naturaleza. Estamos siempre “arrojados” a un mundo de significados y
valores y, por tanto, no podemos considerarnos como observadores neutrales de un
23

mundo exterior. Vemos –encontramos, aprehendemos- un fenómeno real siempre a


partir de nuestros intereses y expectativos de sentido y los interpretamos a partir de
éstas.
Mas aún no hemos acabado con este proceso de contaminación personal ya que
el jurista, por la naturaleza de su función, no se limita a entender el texto (como de
buena o mala fe suele afirmar que está haciendo) sino que inevitablemente tiende a
manipularlo de acuerdo con su personalidad y situación.
Ya hemos visto que la personalidad del sujeto rompe la neutralidad y esto
sucede todavía con más fuerza como consecuencia de la situación en que se encuentra y
que tanto le condiciona. No es lo mismo –así en el plano teórico como en el práctico-
reflexionar y decidir desde la situación de Abogado del Estado que desde la de abogado
de un sindicato. Rechazar estas limitaciones es negar la evidencia de la experiencia.
Posiblemente esto no nos guste y quizás quisiéramos que las cosas fueran de otro
modo, desearíamos tener ojos limpios de jurista. Pero las cosas son así.
En definitiva, la contaminación personal es una contaminación social habida
cuenta de que el individuo –por su situación, como acaba de verse, y por su formación-
está socialmente comprometido. Avanzando todavía más, este subjetivismo social
supone consecuentemente un correlativo subjetivismo cultural en cuanto que el
conocimiento va a depender ahora también de ese horizonte cultural que llamamos
paradigma y que impide conocer y aceptar lo que proviene de otro paradigma. El
paradigma opera como un código epistemológico sin cuyo conocimiento es imposible
entender nada.
En estas condiciones, cuando el sujeto se ha “colado” , aunque sea
indeliberadamente, en el ámbito de la investigación, se evapora buena parte de la
objetividad que está persiguiendo. Casi podría decirse que el observador se está
observando a sí mismo, puesto que se ha colocado no ante un cristal transparente sino
ante un espejo que refleja su personalidad, sus deseos, sus creencias y que, en último
extremo, son los valores que en él ha implantado el contexto social en que se ha
formado (recte: que lo ha formado) y que él transmite al objeto de su conocimiento.
Seamos sinceros: en las cuestiones delicadas que invitan al compromiso
personal, a veces basta leer la firma de una publicación para adivinar su contenido. En
España la autoritaria bibliografía franquista fue flor de un día, pero hoy tenemos
ejemplos perfectos de contaminación subjetiva ideológica en los bandos de los
24

autonomistas y estatalistas, de los socialistas y de los centristas, de los europeístas y de


los castizos, de los profesores con clientes capitalistas y de los abogados que defienden
a las Administraciones Públicas. Aquí nadie engaña a nadie: las leyes son iguales para
todos y las técnicas jurídicas que presumen de neutralidad son, a la postre expresiones
del “con quien vengo, vengo, y sé adónde quiero ir”. 10
Resumiendo: el conocimiento jurídico está limitado por el sesgo distorsionador
que introduce la persona del jurista; persona individual que, a su vez, es el instrumento
de expresión de otros factores más generales de índole social y cultural.
3.- Limitaciones del conocimiento por la precomprensión hermenéutica
Casi nunca nos encontramos ante las cosas de una manera brusca, inmediata,
sino que por lo común tenemos algunas informaciones preliminares, prejuicios o
expectativas. Sin una cierta información previa, es imposible comprender los
fenómenos reales. Quien no ha visto ni oído hablar de ordenadores, cuando se tropieza
con un aparato de éstos, no verá más que unas cajas que no distinguirá quizás de
maletines. O sea, que quien no sepa lo que es un ordenador jamás podrá ver un
ordenador. Las cosas cobran sentido cuando podemos figurárnoslas: esto es lo que
llamamos percepción significativa, la que descubre el sentido o significado de las cosas
observadas.
Quien no está familiarizado con el uso de las tarjetas de crédito no podrá saber
el sentido que tiene exhibir una cartulina o introducirla por una ranura al salir de una
autopista; mientras que quien viva en una cultura determinada tiene una cierta
precomprensión de los fenómenos que percibe que anticipa su conocimiento de la
realidad. Quizás no sepa exactamente como se paga el precio del transporte, pero al
montar en un autobús está dispuesto a interpretar como exigencia de pago cualquier
gesto del conductor que vigila la puerta porque sabe que detrás de todo lo que está
sucediendo hay un contrato de transporte.
Todo lo que comprendemos es una interpretación del hecho desnudo que hemos
percibido desde una precomprensión suficiente. Percibimos la entrega de un papel o de
unas monedas pero lo que nos importa es su interpretación: el pago de una mercancía o
servicio. Percibimos tres personas que pronuncian palabras rituales en un contexto
solemne. No hemos oído siquiera las palabras concretas pero, a gracias a nuestra

10
Ver glosa número 10: “Neutralidad vs. imparcialidad e independencia.”
25

precomprensión, sabemos que acaban de celebrar matrimonio o de realizar una


compraventa. Y por lo mismo, el lego que ha escuchado atentamente la lectura que
hace el notario, palabra por palabra, de la escritura de hipoteca, no se entera de los
compromisos que va asumir con su firma. Los hechos desnudos son, además,
jurídicamente mudos.
La precomprensión jurídica hermenéutica es posible –y hasta necesaria- porque
el objeto directo de buena parte del conocimiento jurídico no son (recogiendo el hilo de
antes) ni las relaciones sociales ni las normas legales sino meras representaciones (o
interpretaciones) intelectuales de la realidad manifestada en los textos. Los seres
humanos no quieren asesinar ni contratar. Lo que han pretendido es, pura y
sencillamente, quitar la vida a un semejante o entregar una cosa a cambio de otra.
Ahora bien, como el jurista no se encuentra cómodo en la realidad desnuda y teme
perderse en el océano de los hechos crudos, los “interpreta”, es decir, los traduce a una
clave conceptual jurídica ya que sólo es capaz de trabajar con representaciones
intelectuales. Y es desde el contrato de compraventa o desde el asesinato como puede
acercarse, sin comprometerse demasiado, a la realidad. Si precomprende el tipo
abstracto de delito o de contrato podrá primero entender y luego valorar las acciones
humanas. Esta es la servidumbre y la grandeza del conocimiento jurídico tradicional:
sin conceptualizaciones no se progresa pero con interpretaciones y representaciones no
se apaga la sed de la justicia y ni siquiera de la vida. El jurista puro no bebe agua de
manantial sino H2O o, en el mejor de los casos, agua destilada, que llama pura, sin
percatarse de los sabores impuros de las aguas naturales. El realismo jurídico pretende
sacar a los juristas del laboratorio y “arrojarlos” a la vida real, con todos sus riesgos y
compensaciones. Pero ¿es esto posible? ¿cabe un conocimiento jurídico no
interpretativo? ¿se sigue siendo jurista fuera del tejado del laboratorio conceptual?
¿puede el jurista saltar más allá de su propia sombra? Respóndase cada uno.
La precomprensión es un adelanto de la comprensión posterior. Comprender es
el trayecto que media entre la precomprensión y el conocimiento. Puede haber
precomprensión y no haberse llegado al conocimiento si el proceso de comprensión no
ha sido suficiente. Pero lo que es claro es que sin una precomprensión suficiente es
imposible iniciar el camino hacia el conocimiento , de la misma manera que una
precompresión errónea nos desviará del conocimiento final.
26

Y aquí está el problema porque la precomprensión está condicionada histórica y


personalmente al depender de la situación en que nos encontramos, del recuerdo del
pasado (de nuestra formación) y de la capacidad de anticipar el futuro.
4.-Hacia un moderado intersubjetivismo
El conocimiento jurídico, en todas sus variedades, es descarnadamente subjetivo
al estar compuesto por representaciones personalmente elaboradas a las que es
inaccesible un nivel de intersubjetividad, ya que son inverificables empíricamente y no
pueden ser demostradas con operaciones lógicas de deducción. El jurista vive aislado
en el peñón de su yo, incapaz de salir de él para emitir con eficacia sus mensajes y,
simétricamente, no se encuentra obligado a aceptar los mensajes que le llegan, puesto
que puede seleccionar, con aparente libertad, los que considera oportunos.
Este subjetivismo radical es ciertamente la única forma de explicar el desorden
intelectual y la injusticia cotidianamente practicada, mas no explica el aceptable
funcionamiento social de las instituciones ni la indudable pujanza de los saberes
jurídicos. La actitud realista –que hace posible escapar al engaño de la pretendida
verdad oficial del conocimiento jurídico- tampoco autoriza a cerrar los ojos a estos
fenómenos reales positivos, cuya existencia permite sospechar que quizás haya un
punto fijo, por pequeño que sea, sobre el que pueda asentarse una base de razón o que
quizás haya una luz, por débil que sea, que sirva de referencia para orientarse en la
oscuridad. Esto es, por mi parte, lo que creo y me gustaría acertar en mis piadosos
deseos porque, aunque haya que ser implacablemente agnósticos con los falsos dioses,
no es bueno encerrarse en un nihilismo desesperado.
Aquí se sugiere, consecuentemente, la posibilidad de alguna trascendencia del
conocimiento jurídico individual: la posibilidad de una tímida salida del yo en busca de
una zona intersubjetiva que, sin llegar a la verdad o a la certeza, permita, al menos, una
pacífica convivencia social y una precisa actividad pragmática. En términos
emblemáticos podría decirse que se trata de una moderado intersubjetivismo justificado
por su utilidad social; algo que puede ser salvado teniendo en cuenta que si el Derecho
es un regulador de las relaciones sociales hay que procurar mantener lo que pueda ser –
y es- útil para sus fines convivenciales, aunque sea a costa de sacrificar –con una astuta
restricción mental y no sin ironía- el rigor intelectual.
No se trata, por tanto, de abjurar de las proposiciones que se han hecho antes
sino de , manteniéndolas, ofrecer sucedáneos que satisfagan a quienes necesitan contar
27

con valores que consideran imprescindibles en un orden jurídico que han aceptado
como un a priori irrenunciable. Con esta finalidad pueden afirmarse las siguientes
proposiciones sucedáneas:
1ª.- Aunque no haya conceptos verdaderos ni objetivamente correctos, el jurista
puede funcionar perfectamente en la vida cotidiana con conceptos y aserciones
plausibles, como nos ha enseñado Perelman. La calidad se rebaja así un grado pero, en
contrapartida, se hace asequible dado que lo que no podemos saber como cierto
podemos a veces percibir como plausible.
2ª.- La cultura jurídica aprendida en la Universidad, la facilidad actual de los
contactos personales y académicos y la globalización de los conocimientos y de las
técnicas hacen posible una precompresión hermenéutica que allana muchas de las
dificultades de comprensión que antes eran insuperables cuando los juristas vivían
encerrados en valles culturales e idiomáticos aislados o en orgullosas taifas nacionales
y de escuela.
3ª.- Lo que se manifiesta a primera vista como resultado de una decisión o
elección rigurosamente personal adquiere un punto de objetividad cuando se considera
que es la consecuencia de una realidad trascendente –el contexto social y cultural- que
se expresa a través de un agente individual. Lo cual significa que cuantos viven en ese
mismo contexto y se hayan formado en el mismo paradigma percibirán el
conocimiento teórico y práctico como algo objetivo. Los miembros de un mismo grupo
pueden, en suma, comunicarse intersubjetivamente su conocimiento , cabalmente por la
receptividad de la enorme precomprensión de sus interlocutores.
4ª.- Los juristas pueden recibir sin escrúpulos conceptos y proposiciones cuando
vienen arropadas con el manto de una autoridad objetiva entendiendo por tal la que ha
sido ya aceptada por la comunidad jurídica (un hecho aparentemente objetivo) o está
avalada institucionalmente por el poder del Estado (un hecho incuestionablemente
objetivo) como puede ser la sentencia de un tribunal regular. 11
IV. Limitaciones lógicas
La lógica por sí misma no provoca limitaciones alguna del conocimiento, ante al
contrario potencia su alcance. Empleo, no obstante, tal expresión para referirme a las
disfunciones que entre nosotros produce tanto la mala utilización de la lógica como

11
Ver glosa número 11: “Un tribunal regular.”
28

también la utilización de una mala lógica, según puede comprobarse por las siguientes
advertencias.
Por lo pronto llama la atención que, siendo la lógica un instrumento necesario –
aunque ordinariamente no suficiente- del conocimiento jurídico en todas sus
manifestaciones, su estudio no se incluya en la formación de los juristas, quienes en el
mejor de los casos –y no es poco- sólo cuentan con la lógica del “sentido común”.
La única lógica oficialmente reconocida y practicada es la aristotélica expresada
en el silogismo deductivo más elemental, que parece ser el objetivo fundamental de la
actividad forense: encontrar en una norma la premisa mayor, encajar en el tipo general
la conducta singular debatida (premisa menor) para, enlazando luego las dos, llegar
finalmente a la resolución.
Por increíble que parezca, la comunidad jurídica no se ha percatado todavía del
desmoronamiento padecido –fuera de los medios escolásticos- de la lógica aristotélica a
partir del Renacimiento y de la aparición de las nuevas lógicas informales o, si se
quiere, de las “otras lógicas” que tan adecuadas son para el desarrollo del conocimiento
jurídico. La “lógica borrosa”, por ejemplo, sigue siendo perfectamente desconocida no
obstante los progresos que en la ciencia jurídica se han realizado en una de sus
manifestaciones más vulgarizadas: la de los conceptos indeterminados.
La única lógica nueva que ha conseguido perforar –aunque sea con reservas- el
blindaje escolástico de la cultura jurídica es la lógica alternativa patrocinada por
Perelman, o sea, la retórica. La comunidad jurídica suele hoy admitir, en efecto , que ,
además de las proposiciones ciertas o seguras, hay que saber manejar las proposiciones
plausibles o aceptables o verosímiles, dado que en el mundo del Derecho no existe la
religión monoteista de la verdad única, de la única solución posible sino que se acepta
para cada caso la pluralidad de soluciones plausibles. Y, sobre ello, que al transmitir el
conocimiento jurídico no se pretende demostrar sino convencer, es decir, persuadir al
auditorio, acudiendo a tal propósito a medios de razón (argumentos) o a medios
afectivos (la retórica, antes llamada oratoria). Una actitud que, por cierto, no es sino la
reformulación actual de una viejísima línea de pensamiento (la tópica) que, arrancando
de Aristóteles y pasando por Cicerón, es tomada por la escolástica medieval (Petrus
Hispanus) y encuentra a efectos jurídicos su mejor y más denso desarrollo en el
Renacimeinto, cuando se percibían ya con absoluta claridad los tres métodos de
probanza: el analítico logrado a través del silogismo lógico, que es el seguro; el falso a
29

donde se desemboca con el razonamiento “sofístico”; y, en fin, un camino intermedio ,


el de la tópica, que utilizan los juristas cuando no hay ocasión de emplear silogismos:
una solución no segura, por tanto, pero que gracias a una argumentación ordenada
permite llegar a resultados aceptables capaces de convencer al interlocutor.
De esta forma la actividad jurídica se está desplazando inexorablemente desde
la adquisición del conocimiento a su comunicación persuasiva, desde la comprensión a
la argumentación. No se trata tanto, en definitiva, de tener la mayor razón sino de
presentar (“vender”) mejor la razón que se tiene, 12 cualquier que sea: una regla capital
en la civilización de mercado en que vivimos y a la que el Derecho se somete de buen
grado e incluso puede decirse que es un precursor puesto que siempre han ganado los
pleitos no quienes tenían el mejor derecho sino el mejor abogado. 13
V. Limitaciones históricas
Cuando desde el año 2.001 se mira hacia atrás y se repasa la larga experiencia
académica que arranca justo medio siglo antes, lo que primero y más impresiona es la
constatación de que hoy ha desaparecido toda la legislación que aprendí en la
Universidad de Valladolid en 1950, que han dejado de leerse los autores que yo estudié,
de los que se ha perdido hasta la memoria de sus nombres, que han desaparecido sin
dejar rastro muchas concepciones teóricas y que los viejos dogmas –que en cuanto tales
estaban por encima de toda discusión- han sido sustituidos por otros nuevos,
completamente diferentes en su contenido pero que conservan la misma arrogancia de
estar por encima de la crítica.
La observación, de puro conocida, es banal, aunque ya no es tanto la duda que
suscita, a saber, la de si sigue existiendo aquel Derecho Administrativo de Royo-
Villanova y de Gascón o estamos hoy ante un fenómeno completamente distinto. Una
duda trágica porque cuestiona nada menos que la subsistencia de un Derecho en un
paraje en ruinas donde ya nada queda de los viejos edificios tan laboriosamente
construidos y en los que tan cómodamente se vivía.
Mi actitud a este propósito es afirmativa sin salvedades. Acudiendo a la imagen
de Heráclito el río es el mismo aunque hayan pasado hacia abajo sus aguas o

12
Ver glosa número 12, “Tener razón, saberla exponer, que se la quieran dar... y deudor que
pueda pagar.”
13
Ver glosa número 13, “Mejor abogado, mejor derecho.”
30

desaparecido para siempre en el mar. Las leyes, los textos doctrinales, la


jurisprudencia, los dogmas, prácticas y teorías constituyen ciertamente el Derecho
Administrativo que sin ellos sería inimaginable, como no hay río sin agua. Pero el
Derecho es otra cosa, es una realidad metafísica que está por encima, aunque no
separada, de sus elementos. El profesor se baña cada día en un agua diferente, que cada
noche se le ha escapado de sus libros y repertorios, mas sigue realizando sus abluciones
matutinas en un Derecho Administrativo perenne.
Soy perfectamente consciente de que esta afirmación tiene mucho de mística y
quizás por ello resulta estremecedora a poco que se medite sobre ella; pero más me
estremece personalmente otra dramática imagen heraclitea aún más dramática. Yo veo
al Derecho como una hoguera que abrasa y consume la leña que la alimenta y que sigue
ardiendo y sigue siendo la misma hoguera que flota por encima de las cenizas que ella
misma ha producido. En cada publicación, en cada conferencia, a veces en cada lección
escolar, quemamos un poco de lo que teníamos, sin que por ello nos tiemble la pluma
ni la palabra pues estamos seguros de la supervivencia de nuestro Derecho: siempre
distinto y siempre el mismo.
La historia del Derecho –como la Historia a secas- es una apasionante relación
de hechos, personas, ideas e instituciones que aparecen, se desarrollan y desvanecen
con asombrosa rapidez para ser sustituidos por otros y otras a quien aguarda el mismo
destino. El río jurídico fluye de tal manera que cuando tomamos conocimiento de la
realidad de una corriente, ésta ya ha pasado ¿Qué sería de nosotros, los profesores, si
pretendiéramos aferrarnos a lo que aprendimos de estudiantes o explicamos al
comienza de nuestra carrera? El relój de la historia no se para y hoy corre más
frenéticamente que nunca.
Las reglas jurídicas romanas emergieron bruscamente en Europa en el siglo XI
y se mantuvieron vigentes prácticamente hasta la codificación decimonónica.14 El
Derecho se forjó en la escolástica en una unidad normativa puesto que las reglas
positivas estaban trascendidas por el Derecho Natural; con la Ilustración se separaron
estos dos estratos jurídicos –el de las leyes positivas y el de las iusnaturales-; con el
positivismo decimonónico desapareció por completo del Derecho natural
estableciéndose una nueva unidad normativa, limpia ya de valores éticos e ideológicos;

14
Ver glosa número 14, “Principios y codificación.”
31

en la segunda mitad del siglo XIX se volvió a fraccionar el ordenamiento jurídico y en


la actualidad no hay tarea más urgente que la de encontrar y encajar las innumerables
piezas del rompecabezas normativo universal en el que la voluntad estatal está
perdiendo aceleradamente no ya su monopolio creador sino incluso su protagonismo.
La evolución de las técnicas no es, por su parte, menos rápida. La tópica, que
había inspirada la práctica durante el Renacimiento, pierde su importancia durante la
Ilustración para desaparecer completamente en el siglo XIX y reaparecer, en términos
ciertamente confusos, a mediados del siglo siguiente. En estas condiciones ¿qué
podemos explicar los profesores? Aquí no cabe sino seguir el sabio consejo de Santi
Romano: glissez mortels, n’apuyez pas.
Sería insensato, por tanto, ignorar el hecho de nuestra fugacidad personal y de la
de nuestras ideas, de la que hemos de tener conciencia y debatirnos cotidianamente con
ella. Desde Dilthey sabemos que quien se percata de la conciencia histórica de un saber
lleva consigo para siempre el “sufrimiento secreto” de sus limitaciones, de su
fugacidad. La alegría fáustica de creer haber descubierto la verdad, de haber encontrado
la solución de un problema se empaña de inmediato cuando viene la cuenta de su
inevitable relatividad. Porque toda verdad, toda solución pertenece a un presente que
pronto será pasado y sólo sirve para un período de tiempo y se encuentra determinada
por las condiciones históricas en las que crece. La sed de eternidad –que hace casi
divino al ser humano y más al creador- se ahoga en las arenas del tiempo, donde
desaparecen las ideas, los hombres y la memoria de los hombres y de las ideas. Quien
no se de cuenta de ello es un insensato; y quien lo percibe arrastrará hasta después de su
muerte el “sentimiento trágico del pensador”, que está royendo sin pausa el corazón de
la manzana universitaria.
Ahora bien, como resulta forzoso aprender a convivir con lo irremediable, màs
vale acudir a la consolación de la filosofía. Gadamer, concretamente, nos ha enseñado a
dar la vuelta a la cuestión, mostrándonos el lado positivo de esta angustia vital, que
puede dar un nuevo sentido a nuestra existencia y a nuestro quehacer intelectual.
Porque si nos recuperamos de la sorpresa y tenemos ánimo para salir de nuestro
sobrecogimiento, podremos comprobar que esta pretendida tragedia de la relatividad de
la conciencia histórica es, en el fondo, un privilegio. En palabras del autor alemán, “el
privilegio que posee el hombre moderno de tener plena conciencia de la historicidad de
todo presente y de la relatividad de todas las opiniones”.
32

La conciencia histórica tiene incluso una vertiente inequívocamente optimista


cuando se comprueba que las “ideas” jurídicas, que aparentemente desaparecen y son
sustituidas periódicamente por otras nuevas, nunca se pierden de manera definitiva sino
que reaparecen tarde o temprano como si de un “eterno retorno” nietzcheano se tratase.
Dicho en términos más propios: las ideas no desaparecen y lo único que cambian son
sus manifestaciones y técnicas operativas que se van adaptando a los distintos
contextos culturales, en constante evolución, o simplemente a las modas. Esto explica
que cuando se conoce suficientemente la historia dogmática se tiene la sensación de
que (casi) todos los descubrimientos modernos están déjà vues, a la manera de
transmigraciones de ideas anteriores que nunca mueren. En el fondo de las ideas lo
moderno y lo antiguo están abrazados de forma inseparable.
Piénsese, por ejemplo, en la tesis, a primera vista tan moderna y revolucionario,
de la plausibilidad de las proposiciones jurídicas (con sus corolarios de la ambigüedad
de los conceptos indeterminados y la pluralidad de soluciones al mismo caso),
popularizada por Perelman, contrapuesta a la tradicional de la certeza y de la verdad.
Pues bien, esto ya fue observado muchos siglos antes por Guillermo de Occam, cuando
distinguió entre lo necesario y lo posible y fue desarrollado hasta sus últimos detalles
en la moral “probabilista” de la escolástica jesuita, para reencarnarse a fines del siglo
XIX en la escuela del Derecho libre y, pocos años después, en la lógica trivalente de
Lucariewicz (que sustituye el sistema binario de verdadero / falso por la triada de
verdadero/ falso/ incierto) o en la física cuántica o en las extensiones del teorema de
Gödel sobre la inverificabilidad de ciertas proposiciones matemáticas. Ahora bien ¿qué
jurista actual puede acordarse de todo esto? Lo que sucede es que la “versión” de
Perelman le es fácilmente comprensible y no la de Occam y ni siquiera la de
Kantorowicz. Las sequoyas de tronco quemado siguen viviendo en sus raíces y
reaparecen muchos años más tarde y muchos metros más lejos cuando vuelven a
encontrar un suelo apropiado. Esto se ha dicho mil veces: “nada se crea ni se destruye,
sólo se transforma” en la formulación de Lavoissier y, en la sabiduría milenaria del
Ecclesiastés, nihil novum sub sole. Vistas así las cosas, el relativismo histórico se
convierte en un canto de esperanza eterna.
A mí personalmente la conciencia histórica me ha abierto los caminos de la
modestia, una calidad muy rara en los huertos profesorales. Como aficionado que soy a
la historia estoy familiarizado con los grandes juristas del pasado, maestros que fueron
33

tenidos por sabios, creadores de doctrinas nacidas con vocación de eternidad,


arrogantes dogmáticos que en su momento no admitían contradictores y que dirigían
con mano de hierro el timón del Derecho, de la Universidad, de los tribunales y de las
leyes. ¿Dónde están hoy? Sus cenizas se las ha llevado el viento y los eruditos se
pasean entre tumbas y panteones cuyas lápidas, en el caso de que aún se conserven, son
muy difíciles de leer hasta para los epigrafistas más agudos.
¿Qué ha quedado de la subida ciencia que me enseñaron en mis años escolares?
¿Qué quedará dentro de muy poco de las exquisitas doctrinas, de los formidables
dogmas que pueblan hoy las aulas de esta Universidad? Memento doctor quia pulvis
eris et in pulvis reverteris. Prescindamos ya de las discusiones apasionadas, de las
descalificaciones rotundas, de las excomuniones implacables. Sembremos nuestra
verdad mientras caminamos y no volvamos la cabeza puesto que, aun llegando a la
respetable edad de la jubilación burocrática, no tendremos tiempo de recoger la cosecha
y ni siquiera de comprobar si ha germinado la semilla. Con esta conciencia histórica,
con esta modestia vital puede pronunciarse sin amargura la última lección académica y
abandonar con paso silencios las aulas que hemos visitado a lo largo de cincuenta
años.
Hay muchas imágenes para representar el papel del jurisperito. La más antigua,
la de Ulpiano, es la del sacerdocio. Dejémosla a un lado. En la Edad media estuvo muy
generalizada la imagen de que los intelectuales se consideraban – en palabras de
Bernardo de Chartres- enanos cabalgando sobre los hombres de gigantes. Así
justificaban el progreso y largo alcance de su visión al tiempo que respetaban a los
predecesores que habían permitido su encumbramiento. Para tener debida cuenta del
relativismo histórico, me gusta evocar el juego del ajedrez. El progreso científico es
una partida de ajedrez en la que van participando desde el principio al fin de los
tiempos las sucesivas generaciones de investigadores. A cada uno de nosotros se nos da
la oportunidad de hacer un movimiento y, una vez realizado, hemos de dejar el puesto
al siguiente. Así se explica que no podamos nunca llegar al fin, porque la partida es
eterna (al menos tanto como la Humanidad) pero no dejamos las cosas como las
encontramos: si tenemos fortuna podemos mejorar la posición, aunque también
podemos empeorarla. El jugador siguiente partirá de nuestro movimiento, pero al cabo
de media docena de jugadas ya nadie sabrá lo que hicieron – en bien o en mal- sus
predecesores.
34

El peor de los pecados profesorales es, consecuentemente, el fundamentalismo.


Las teorías fundamentalistas –nacidas en la soberbia del poder- no admiten su
contingencialidad, su relatividad, la aparición de una crisis ni la posibilidad de su fin. A
todo intento de reforma oponen su contundente contrarreforma. No tienen
interlocutores sino enemigos. No reconocen disidencias sino herejías. No se valen de
jueces sino de alguaciles y verdugos. Yo entiendo, por el contrario, que en la
Universidad cabemos todos y que la amicitia sapientiae a todos nos hermana.
Esto no significa, sin embargo, admitir la cómoda doctrina del “todo vale”. No
creo ciertamente que valga todo. En la doctrina jurídica hay grano y hay paja, hay
profetas y falsos profetas, hay sabios y hay necios. Pero ¿quién puede arrogarse la
suprema potestad de separar el grano de la paja, de arrancar las malas yerbas, de
desenmascarar a los falsos profetas y de arrojar del templo a los mercaderes? ¿Es que
puede establecerse una policía científica para censurar libros ignorantes y profesores
irresponsables, hueros y nocivos? En verdad que no me siento con fuerzas ni con
autoridad para responder a este pregunta.
Yo sólo sé cuál es “mi verdad” y como tal la explico; yo critico –con respeto- a
quienes no piensan como yo pero jamás afirmaré que “mi” razón es “la” razón-. Sin
perjuicio, claro es, de no aceptar algunas sinrazones extremas de las que tanto abundan
en el mercado. En palabras de Ulrich Zazius –si se permite volver al siglo XVI- “hoy se
está haciendo cada vez más necesario abreviar los interminables comentarios que,
como la experiencia demuestra, aportan más oscuridad que luz. Sobrecargados de
discusiones ofrecen una erudición soberbia mas no una ciencia verdadera y útil. De sus
incontables argumentos se alimentan las triquiñuelas de los abogados. Y como cada
autor añade por su cuenta una nueva glosa, sin comprobar si es útil para la vida, cada
vez tienen más posibilidades los abogados de retorcer el derecho. Estos rábulas
envenenan la jurisprudencia, hacen burla de los jueces, provocan la desconfianza del
pueblo y confunden el orden y las necesidades públicas”.
VI. Limitaciones de comunicación
Las limitaciones del conocimiento jurídico, en todas sus dimensiones, se
reflejan inevitablemente en las posibilidades de su transmisión, que también son
reducidas. El caso más conocido y mejor tratado es el del Legislador. Los miembros del
Parlamento –como los titulares de la potestad reglamentaria- casi nunca logran
expresarse con claridad en los textos que producen, que para los destinatarios de ellos
35

resultan luego incomprensibles. La lectura del texto da lugar a la llamada


interpretación, siempre difícil y raramente uniforme, demostrándose con ello la
imposibilidad de la comprensión, que es decir de la comunicación. Pero este fenómeno
es tan conocido que aconseja, para evitar repeticiones, dirigir la mirada a otros ámbitos.
1.- El profesor y el abogado 15
En el mundo jurídico hay dos tipos de transmisión del conocimiento con
funciones muy distintas (como veremos inmediatamente) pero que a veces se
confunden, en parte por corresponder a sujetos que reúnen la doble condición de
profesor y abogado, pero sobre todo porque sus funciones auténticas se interfieren: el
abogado pretende hacer creer que está comunicando su conocimiento y el profesor
utiliza argumentos de convicción para transmitir su conocimiento.
El abogado defiende una causa independientemente de su valoración personal,
puesto que puede –y debe- defender intereses de cuya licitud no esté íntimamente
convencido. El abogado argumenta lo que quiere (no lo que sabe) y pretende mover la
voluntad de su auditorio – el ars forensis se manifiesta en “razones para la acción”, o
sea, motivos que provoquen o justifiquen las decisiones de sus destinatarios: se mueve
en el ámbito del conocimiento práctico- aunque para ello utilice, si bien no
exclusivamente, razonamientos legales, puesto que opera con la ficción de que el juez
va a decidir convencido por un discurso legal. De aquí que el abogado se acoja a él y
envuelva con tal pabellón sus intereses y pasiones.
El mos academicus es muy distinto del forense. El profesor no defiende sino
que explica y explica lo que sabe, el conocimiento jurídico teórico que ha adquirido
con su propio esfuerzo. El buen profesor no puede transmitir nada que le sea ajeno y,
como obviamente él no puede ser creador de todo, los conocimientos que ha recibido
ha de transmitirlos después de haberlos pasado por el alambique intelectual de su
reflexión para hacerlos suyos. El profesor no se dirige a la pasión, al interés y a la
voluntad sino a la inteligencia. Lo que sucede es que en ocasiones, cuando su
pensamiento es crítico, ha de actuar more forense para desenmascarar el conocimiento
adverso. El conocimiento neutral actúa retóricamente como parcial.
Esta distinción de las dos mores, a primera vista tan clara, no lo es tanto en la
realidad –se trata más bien de simples “modelos” de comportamiento- y no sólo por las

15
Ver glosa número 15, “El profesor y el abogado.”
36

desviaciones parciales a que acaba de aludirse sino por una razón más profunda, a
saber: la inevitable interacción entre voluntad e inteligencia o, si se quiere, la
instrumentación que del conocimiento hacen las pasiones y los intereses, de tal manera
que, salvo excepciones que son las que producen las “malas conciencias”, sólo
transmitimos lo que queremos, es decir, lo que nos conviene.
2.- Aceptación del mensaje: la autoridad 16
Cuando el que sabe intenta comunicar su conocimiento, se encuentra con
distintos tipos de destinatarios (que, en rigor, son interlocutores porque entre el autor y
el lector se traba siempre un diálogo permanente o, más precisamente todavía, el lector
con quien dialoga es con el libro, no con su autor, como bien ha descrito Emilio Lledó).
a) En primer término aparecen los que ya están convencidos de antemano: son
los que buscan lo que quieren recibir y no otra cosa. En consecuencia comprenden con
facilidad el mensaje, lo asimilan con rapidez y lo aceptan de grado. En rigor también
podría decirse que estos oyentes, que estos lectores no aprenden nada ya que conocían
el mensaje antes de recibirlo, de tal manera que sólo les vale para ratificarlo con una
nueva autoridad. Esta “conexión de onda”, esta comunidad de conocimientos y
creencias (que de ordinario se origina en una comunidad de intereses) es lo que mejor
facilita la comunicación y lo que garantiza el éxito de la aceptación.
b) En el extremo opuesto se encuentran los que no están dispuestos a aceptar el
mensaje, de tal manera que, oigan lo que oigan, de antemano ya han dicho que no y, en
lugar de abrir los poros de su inteligencia, van levantando objeciones a cada frase y a
cada línea de su discurso.
c) Los profesores tenemos también experiencia directa del tipo más lamentable
de oyente: el alumno pasivo que no recibe la lección con la mente sino con el bolígrafo
de tomar apuntes, que acepta todo sin interesarle nada. Nada hay más fácil que grabar
un mensaje en estas mentes; pero es un mensaje grabado en su memoria, no en su
inteligencia. Sin entrar en las causas de esta lamentable situación, el resultado es que
aquí no hay diálogo –como en todo proceso normal de transmisión- sino dictado.
La aceptación irracional –en cuanto tiene lugar sin participación de la
inteligencia- no es propia sólo de alumnos pasivos sino de todos aquellos que toman
como referencia no al mensaje –al conocimiento transmitido, a la obra- sino al autor.

16
Ver glosa número 16, “La autoridad.”
37

Cuando el autor goza de suficiente autoridad, ésta cubre su obra entera que ya no
necesita autojustificarse de manera específica. La autoridad del autor es la etiqueta de
origen de sus obras, que avala, sin necesidad de probarlo ni de comprobarlo- la calidad
del vino amparado por ella. La autoridad es labrada, a veces, por el propio autor con la
garantía de sus obras anteriores. Con más frecuencia, no obstante, es otorgada por
mecanismos institucionales: la concesión del título de catedrático, el ingreso en una
Real Academia, la entrega de un premio o los mil arbitrios que hoy se han inventado en
el mercado de imagen. El reconocimiento de la autoridad es muy cómodo porque exime
de comprender, y aun de discurrir: basta con leer la firma para quedar convencido de
cuanto le precede. Y lo mismo sucede, a la inversa, cuando se trata de un autor maldito
que las autoridades han descalificado científica o políticamente. Porque entonces es
inútil que se moleste en decir nada ya que nadie se esforzará en entender su mensaje,
suponiendo que se presten a oírlo.
El fundamento ordinario del conocimiento teórico conceptual es la autoridad.
Basta abrir cualquier manual para comprobarlo: el acto administrativo se define de
acuerdo con el maestro A y la expropiación forzosa de acuerdo con el maestro B, sin
entrar a discutir ni a defender su bondad que se proclama a cierraojos. El canon de la
autoridad es igualmente cómodo para nuestros alumnos ya que resulta fiable y no
obliga a reflexionar; basta con seguir el sendero que otros han abierto. Pero detrás de
esta inercia se alzan algunas preguntas inquietantes: ¿cómo se ha formado la autoridad
su opinión? ¿cómo se adquiere autoridad? Y, sobre todo, ¿cómo escoger entre dos
opiniones contrarias igualmente autorizadas?
Por lo pronto hemos de renunciar al uso de las razones jurídicas, armas que ya
se embotaron sin éxito en el duelo originario de los campeones. Y tampoco parece
sensato acudir al recuento de los paladines de cada bando como hizo el Código
teodosiano (1,4,3): “ allí donde se pronuncien distintas sentencias, prevalezca la de
mayor número de autores” o a jerarquizar las opiniones contrarias de acuerdo con la
autoridad que expresamente les concede el príncipe, como hicieron en Castilla Alfonso
XI, Juan II y los Reyes Católicos.
El maestro forma su opinión partiendo naturalmente de otros juicios autorizados
anteriores, aunque depurados con una reflexión crítica primero, y luego constructiva,
que se basa en elementos heterogéneos –erudición, lógica, experiencia, intuición- que
amalgama con su arte personal. García de Enterría construyó el concepto que luego
38

haría fortuna, incluso constitucionalmente, de la “arbitrariedad de la Administración”,


en cinco páginas de un artículo dedicado al control de la arbitrariedad de los
reglamentos, basándose en una sentencia aislada, en unas leyes fundamentales del
franquismo que nadie atendía y en dos citas de derecho extranjero referidas a sistemas
jurídicos y a regímenes políticos que nada tenían que ver con el nuestro.
Si así se gana con mérito suficiente y a pulso la autoridad ¿qué pasa cuando dos
maestros, ambos legítimamente autorizados, se colocan en los extremos opuestos del
palenque académico y agitan su lanza con ademanes de desafío? Los grandes maestros
y las escuelas reconocidas libran ciertamente duelos apasionantes; mas lo grave del
caso es que de ellos –a diferencia de los homéridas- no salen vencedores ni vencidos y
cada paladín conserva a sus fieles, dividiendo a la comunidad jurídica.
Tal es la dificultad que nos acongoja: asumir un concepto determinado cuando
existen varias opciones en juego igualmente sólidas y bien respaldadas en autoridades,
leyes y sentencias. ¿Se sigue el concepto de responsabilidad de García de Enterría o el
de Garrido Falla, el concepto de acto administrativo de García-Trevijano o el de
Boquera?
Cortadas las mil cabezas de la Hydra, creíamos habernos abierto el camino
hacia el conocimiento jurídico “verdadero” y ahora resulta que de los muñones están
volviendo a brotar otras nuevas con las fauces abiertas dispuestas a devorar nuestra
ingenuidad. ¿Por cual de las dos opiniones contrarias nos inclinamos? –repito. Porque
si los maestros no han logrado convencerse entre ellos -dando la espalda a Descartes,
el Gran Iluso- ¿quiénes somos nosotros para decidir lo que las autoridades no han
resuelto por sí mismas?
Con la consecuencia de que los autores terminan cosiéndose su propia manta
con las piezas que han ido encontrando en las tiendas de saldo, cuando no en los
caminos. Y así salen ellas porque, si bien miramos, los libros se van haciendo con
retazos de opiniones autorizadas subjetivamente seleccionadas. Los reglamentos se
exponen siguiendo a García de Enterría, los actos siguiendo a Garrido Falla, la
responsabilidad siguiendo a Beladiez, la organización siguiendo a Santamaría y los
funcionarios, a Parada. Un mosaico abigarrado en el que ocasionalmente predomina un
color que sirve, al menos, para identificar la escuela a que pertenece el autor. La
fidelidad a un maestro es una razón, al fin y al cabo, pero que no garantiza casi nunca el
respeto íntegro de sus ideas, habida cuenta de que todo autor se empeña en decir algo
39

nuevo y, venga o no a cuento, añade inevitablemente algún pero al texto original que
está siguiendo y aun copiando.
3.- Comprensión del mensaje 17
Para llegar al conocimiento que se transmite es imprescindible que el autor y el
lector utilicen el mismo lenguaje (que naturalmente no es el mismo idioma: los
italianos y los españoles utilizamos el mismo lenguaje jurídico aunque hablamos
idiomas distintos). El peligro estriba en que, como los lenguajes técnicos evolucionan
muy rápidamente, puede surgir una distonía intergeneracional cuando los alumnos y
operadores jóvenes aprenden, por otros canales de información social, otro lenguaje y
casi de repente se rompen sus comunicaciones con sus maestros naturales y los textos
anteriores. Así es como han desparecido culturas enteras en muy pocos años y caen en
el olvido monumentos formidables de la inteligencia humana al estilo de lo que sucedió
en España en la Edad Media cuando se sustituyó la letra mozárabe por la francesa,
haciendo incomprensible para los jóvenes todos los manuscritos existentes. Y lo mismo
sucede también en relaciones no intergeneracionales, en las que un iuspositivista no
pueda entender a un iusnaturalista, y a la inversa.
La especialización científica provoca, por otra parte, la formación de lenguajes
diferentes que sólo permite la comunicación entre los miembros de una misma capilla.
Excelentes libros de juristas analíticos o estructuralistas suelen ser rigurosamente
ininteligibles para juristas, teóricos o prácticos, que emplean el lenguaje tradicional y
no se han molestado en aprender previamente el lenguaje utilizado por el autor cuyo
libro tiene en las manos.
La comunidad de lenguaje no basta para la comprensión del conocimiento que
se transmite ya que el autor y el interlocutor han de moverse en el mismo paradigma.
No es este el momento de extenderme sobre los paradigmas (a los que he dedicado
recientemente muchas páginas en mi libro sobre “el arbitrio judicial”) pero para mí es
muy claro que no podemos entendernos los que vivimos en paradigmas distintos. La
falta de comunidad de paradigma es una barrera insuperable y hay que aceptarlo así
resignadamente. Yo he hecho mías las amargas palabras de Max Planck: “Una nueva
verdad científica no triunfa por medio del convencimiento de sus oponentes,

17
Ver Glosa 17, “La incomprensión mutua en el mundo.”
40

haciéndoles ver la luz, sino más bien porque dichos oponentes llegan a morir y crece
una nueva generación que se familiariza con ella”.
En términos menos dramáticos aunque igualmente importantes, en el ámbito
jurídico la comunicación se encuentra condicionada por la presencia de un universo de
referencia común entre los interlocutores. Si esto no sucede, si los intervinientes se
están refiriendo a cosas distintas cuando hablan, por ejemplo, de “derecho”, o de “juez”
o de “contratos”, entonces se establece un diálogo de sordos en el que la comunicación
de conocimientos resulta imposible. De aquí la necesidad de adelantar con precisión lo
que cada uno entiende por las palabras y conceptos que va a manejar. Aunque también
es verdad es –como ha formulado Popper en una atrevida paradoja- la discordancia de
los interlocutores, si bien dificulta la comunicación, tiene un inesperado efecto
heurístico dado que obliga a buscar un nuevo universo de referencia común y más
amplio y original que los anteriores.
En otro orden de consideraciones comprender no es lo mismo que aceptar. Se
puede entender un mensaje mas no aceptarlo por considerar que hay otro conocimiento
más fiable; y se puede no entender un mensaje mas aceptarlo por motivos irracionales o
por el aval de la autoridad de quien lo ha emitido. La comprensión depende en gran
parte de la habilidad del emisor. Cada vez estoy màs convencido de que lo que de veras
importa no es lo que se dice sino la forma de decirlo. Por eso hay ideas muy viejas que
no llegamos a entender hasta que se nos formulan de una manera adecuada a nuestra
capacidad de comprensión. La simplicidad de juicio de los alumnos suele formular esta
idea en términos contundentes: un profesor es bueno cuando se le entiende y, con
instinto seguro, reprueban a aquellos que son tenidos por pozos de ciencia pero a los
que no se entiende. Para saborear la leche de coco hay que tener noticia de su existencia
y luego tenacidad para romper la dura cáscara de su envase. Hay muchos saberes que
ignoramos por pereza nuestra o por la oscuridad en que circulan envueltos par causa de
la torpeza del autor o por su soberbia.
Al llegar a este punto debe traerse aquí cuanto antes se ha dicho al hablar de la
precomprensión que no opera sólo en el diálogo entre el estudioso y el texto que estudia
sino también entre el expositor y el auditorio. Mi presente discurso no podrá ser
entendido por quienes carezcan de una mínima formación jurídica y filosófica; pero
aún es más grave el que no querrá ser comprendido por quienes han orifesab una
ideología incompatible. Aunque no lo reconozcan nunca así, antes bien acudirán a
41

argumentos pretendidamente técnicos para demoler mis opiniones. Lo que no les será
difícil ciertamente y yo les doy la razón por adelantado -“su razón”- y yo posiblemente
me quede con la “mía”. Las discusiones académicas son desafinados coros de sordos; y
ahí está para probarlo la discordante bibliografía que producimos.
Estamos condenados, en definitiva, –digamos lo que digamos- a no ser
entendidos por muchos y a no poder convencer a la mayoría. De la misma manera –y
por las mismas razones- que no entendemos, ni nos dejamos convencer, por otros más
sabios que nosotros.
VI. Conciencia de las limitaciones
Cuando los juristas toman conciencia de la limitación de su conocimiento
reaccionan de manera muy diferente según su temperamento personal o contexto
cultural. En algunos casos –como los que se han visto al principio- de acuerdo con lo
que Habermas denominaría “radicalismo anárquico”: lo más corriente, no obstante, es
que adopten una simple y congruente modestia intelectual, que se traduce en
manifestaciones del estilo de las siguientes:
a) Tolerancia respecto a la pluralidad de opiniones o, en términos más
profundos, respeto de la diferencia. Un relativismo que no cabe confundir con la
indiferencia, con el “vale todo”, ya que el pensamiento personal debe autojustificarse
rigurosamente ante su autor. Así se explica su naturaleza ética insobornable e inmune a
cualquier influencia ajena, así como también su carácter privado. Tal como ha
analizado Rorty, mientras que el filósofo moderno estaba convencido de la existencia
de un ámbito de validez objetivo o, al menos , intersubjetivo de alcance público, el
filósofo postmoderno queda vinculado a su propio pensamiento mas no pretende nunca
imponerlo a los demás. Esto se ve muy bien en la postura actual de admitir diferentes
soluciones para una misma cuestión jurídica.
b) Abandono de los grandes relatos. El jurista de quien se está hablando
rechaza igualmente con toda energía los “grandes relatos”, o sea y en este contexto, las
explicaciones globales de los fenómenos que unilateralmente y de una vez para
siempre, quieren aclarar todas las cuestiones. Esta nueva perspectiva podría suponer,
por ejemplo, la superación de una antítesis milenaria que los juristas llevan aceptando
como irresoluble desde hace dos mil años. Con ello me refiero a la lucha permanente
entre el positivismo y el iusnaturalismo, que es la frontera que desde siempre ha
separado, y sigue separando, a los juristas. La ciencia jurídica europea conocidamente
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vive desde hace siglos esta lucha agónica entre dos bandos condenados a no obtener
jamás la victoria definitiva : una batalla agónica que parece que no ha de terminar
nunca, enzarzados como el Bien y el Mal de una religión maniquea, sin vencedores ni
vencidos, sin convincentes ni convencidos. Siempre habrá un Fuller frente a un Hart y
nunca llegarán a ponerse de acuerdo. Positivismo y iusnaturalismo van alternándose en
el predominio conforme a una secuencia cronológica desesperante, de tal manera que
cuando una de estas actitudes parece ya superada, inesperadamente resucita y la
polémica se reanuda. Hay épocas de inspiración positivista a las que suceden otras de
signo contrario, para volver luego al principio en una progresión circular del Derecho:
“desde el positivismo al Derecho natural, y vuelta a empezar” En la afortunada
expresión de Beling (Von Positivismus zum Naturrecht und zurück, 1931)
c) Aporías. Consecuencia natural de cuanto acaba de decirse es la mansa
aceptación de la existencia de contradicciones no resolubles. El jurista consciente de las
limitaciones de su conocimiento sabe también que una de las primeras lecciones que ha
de aprender el hombre actual es la vivir con ellas: porque el mundo y la vida no están
presididos por la razón, como se creía en el sueño moderno a partir de Descartes.
Después de cuatrocientos años de lucha por la razón, hay que resignarse ante el hecho
inconcuso de una realidad irracional repleta de aporías, contradicciones y anomalías
que hacen de la aventura una aventura de transcurso – y de fin- imprevisibles.
VII: Consideración final
De lo que, en definitiva, se trata es de perder la arrogancia de la verdad, de
desprenderse del orgullo del dogmatismo y de aceptar sin disgusto la humilde
naturaleza del conocimiento jurídico: impuro, contaminado por el yo y por influencias
sociales, ancilar de otros intereses y con frecuencia mercenario; pero un conocimiento
socialmente útil y aun necesario, irrenunciablemente humano y, pese a todo,
generosamente gratificante.
Con estas observaciones nos estamos acercando ya al corazón del conocimiento
jurídico, del que, habiendo descartado las notas, tan esenciales, de la realidad y de la
verdad, se nos aparece ahora como un saber funcional para la consecución de
determinados objetivos sociales: para unos la Justicia, para otros la dominación del
Poder, para otros, en fin, la convivencia pacífica forzosa de una comunidad integrada
por miembros insolidarios titulares de intereses contrapuestos. Y aquí viene lo más
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asombroso porque, para conseguir estos fines, el conocimiento jurídico no tiene


limitaciones ni límites.
En una observación de Savigny se encuentra el grano de lo que estoy queriendo
decir: “la sentencia es la ficción de una verdad”. Esto es exactamente lo que sucede:
para conseguir sus objetivos el Derecho crea un juego de ficciones y el conocimiento
jurídico se convierte en el arte de la creación e inteligencia de los conceptos-ficción. El
conocimiento jurídico es una manifestación perfecta del “como si” de Vaihinger: no
importa la realidad de las cosas y se las trata como si fueran lo que el agente quiere. No
importa quien es el padre biológico cuando se trata legalmente a un hombre como si lo
fuese; no importa quien es el autor real de una acción cuando legalmente se imputa a
uno su autoría y se le cargan sus consecuencias.
El mundo es una arcilla con la que el jurista moldea figuras estupendas sobre las
que luego dirige el soplo de la vida... y viven. Si Dios creó a la persona humana, el
jurista (nótese que digo el jurista y no el Legislador) ha creado las personas jurídicas,
que son las que de hecho y de derecho dominan, en lugar de los seres humanos, el
mundo económico y las relaciones sociales. Con el testamento y la fundación se
permite que la voluntad personal se mantenga después de la muerte. Con la adopción se
suple lo que no quiere, o no puede, hacer la sangre. Si un acto es nulo de pleno derecho
es “como si” no hubiese existido nunca aunque haya estado produciendo efectos
durante varios años.
El conocimiento jurídico nos revela de pronto una sorprendente proximidad con
el teológico e incluso una dependencia rigurosa –nulla iurisprudencia sino theologia-
tal como se profesaba sin excepciones en Europa durante los largos siglos escolásticos
medievales. En palabras de Vitoria ( Relectiones de potestate civile), “la teología puede
ser entendida de un modo tan amplio que a ello no resulte ajeno argumento, discusión
ni tópico alguno”, según ha desarrollado recientemente entro nosotros Martínez Doral;
y desde una perspectiva más moderna baste recordar a J. Ellul en un libro de 1946 que
lleva el significativo título de Le fondèment theologique du Droit.
En la actualidad es más corriente, sin embargo, dar al conocimiento jurídico un
contenido mágico (en el sentido antropológico propio de la palabra) en cuanto que está
por encima de la realidad y pone a ésta a su servicio sin límites físicos ni metafísicos.
El jurista crea la realidad: una realidad específica que llamamos realidad jurídica y en
esta operación no tiene ni límites ni limitaciones como acabamos de ver con el
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formidable ejemplo de las personas jurídicas. El norteamericano Feliz S. Cohen ha


desarrollado muy bien esta idea al observar que los conceptos jurídicos “son entidades
sobrenaturales que no tienen existencia verificable si no es a los ojos de la fe”, de forma
que la ciencia del Derecho es simplemente una rama de la science of trascendental
nonsense, que no vacila en acudir a magics words que la ley y los autores crean para
formar con ellas un pensamiento ciercular que no vale absolutamente para nada, de la
misma manera, y con la misma autosuciencia, que “el descubrimiento del médico de
Molière cuando afirmaba que el opio hace dormir porque poee la virtus dormitiva”.
Dicho en términos menos patéticos, lo que aquí se produce es un salto circense que va
desde el cogito ergo sum cartesiana al cogito ergo “sunt”: lo que el jurista piensa cobra
existencia.
La trascendencia aparentemente teológica o mágica del conocimiento jurídico
puede ser explicada también de forma mucho más prosaica, aunque también más
sencilla, desde la perspectiva del Derecho que, como ya observó atinadamente Isay, no
puede encuadrarse entre las ciencias de la naturaleza pero tampoco dentro de las del
espíritu. Porque en ocasiones el Derecho da consistencia normativa a relaciones
sociales previas, que refleja abstractamente. Los intercambios económicos, las
permutas, compras y ventas no son meras formalizaciones de la realidad exterior sino
que son creaciones peculiares del Derecho: la hipoteca, la letra de cambio, el interdicto
no son relaciones sociales de existencia previa al concepto y a la ley sino, al contrario,
únicamente pueden aparecer en la realidad después de haber sido definidas por el
Derecho. El poder del sujeto creador es potencialmente ilimitado y, por ello mismo,
particularmente vulnerable al subjetivista y a las sutilizas más desbordantes como en el
caso de las hipotecas sobre bienes muebles, las dobles ventas o las obligaciones a favor
de tercero.
No es un azar que los Derechos primitivos estuvieran en manos primero de
magos y luego de sacerdotes (ni que ahora los jueces y abogados, y hasta hace poco los
profesores, actúen con ropones simbólicos). Los magos, los sacerdotes y los juristas
poseen la asombrosa facultad de sacar a los seres humanos del modesto y cotidiano
mundo de la naturaleza para trasladarlos a un mundo mágico donde viven los fantasmas
de los conceptos jurídicos, que son el objeto del conocimiento jurídico. Con las
fórmulas mágicas de la brujería legal los hechiceros de siempre hacen y deshacen las
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relaciones sociales, absuelven y condenan con razones que para los no iniciados
resultan incomprensibles y salvan o humillan, según toque, a la Justicia. 18

18
Ver glosa número 17, “La justicia.”

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