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Ver la glosa 1, “Introducción.”
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pueda extenderse a todas sus manifestaciones y ámbitos a los que más adelante se hará
referencia detallada.
El Derecho no es una realidad objetiva dada, preexistente, que se domina mejor
o peor según sea la agudeza del conocimiento sino que se va formando maleablemente
por el propio conocimiento. El Derecho no está condicionado por el conocimiento sino
a la inversa, como sucede con el paisaje cuyo horizonte se va conformando por la vista
del viajero. Se ve lo que se puede ver o, más exactamente todavía, lo que se quiere ver
según la perspectiva que el observador adopte en cada caso concreto; siendo de
destacar a tal propósito: la metodología ( es decir, la indagación del Derecho vigente ,
el análisis de su contenido y las técnicas de su aplicación), la dogmática (es decir, la
reflexión sobre su contenido a efectos de su correcta inteligencia) y la política ( es
decir, la proposición de rectificaciones para mejorar su eficacia social). En cualquier
caso, a los efectos de esta lección es importante subrayar que lo esencial del
conocimiento jurídico –considerado en su doble vertiente de actividad y resultado- es
su naturaleza artificial, técnica, puesto que el Derecho se “conoce” a través de una
operación intelectual independientemente de que pueda “percibirse” por intuición.
Hablar de conocimiento jurídico es, por tanto y en último extremo, hablar de sus
técnicas.
En un orden más sencillo y habitual de consideraciones , la división capital –de
origen aristotélico- pasa por la identificación de dos variantes matrices: el conocimiento
teórico y el conocimiento práctico. El conocimiento teórico es una actividad (y un
resultado) puramente intelectual. Con el conocimiento teórico se pretende “entender”
las cosas: nada más. El conocimiento práctico, por el contrario, sirve para tomar una
decisión concreta singular: realizar un negocio jurídico determinado, exigir o rechazar
una deuda, interponer una demanda, dictar una sentencia; en definitiva, escoger una
opción entre varias posibles. La decisión concreta se adopta de ordinario –si se es
congruente- como consecuencia de un conocimiento teórico previo; pero no
necesariamente ya que pueden tenerse en cuenta, e incluso primar, razones no
jurídicas, por ej. facilidad de eludir impuestos, presión de la competencia económica,
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publicidad o moda. La identificación analítica de estas dos variantes afirma su
diferenciación mas no, desde luego, su independencia, puesto que sus relaciones
2
Ver la glosa número 2, “Las razones no jurídicas del derecho.”
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mediante una labor interpretativa, que por sí sola no puede ser muy profunda por lo que
Ihering no vaciló en calificar de “doctrina inferior”; o bien buscar su inteligencia a
través de una operación más compleja y sutil –el método conceptual- que ordena la
materia en conceptos, de tal manera que tanto las relaciones sociales como sus normas
reguladoras se vertebran en tipos jurídicos.
La sede habitual del conocimiento teórico es cabalmente, al menos en España,
la docencia universitaria, cuyo objeto primordial es enseñar a entender las normas no a
aplicarlas en la realidad. Ahora bien, este tipo se diversifica en variantes de caracteres
muy distintos: el conocimiento conceptual, el sistemático , el interpretativo y el
casuístico..
2.- El método conceptual (Begriffsjurisprudenz)
El conocimiento teórico sistemático se forma a través de conceptos cuya
elaboración es la tarea fundamental del pensamiento dogmático. El conocimiento
teórico conceptual tiene por objeto la comprensión, elaboración y exposición de
conceptos abstractos, a los que se llega en un proceso de eliminación de las
características individuales de los fenómenos reales conocidos. Desde Platón hasta hoy
esta es la base primera del quehacer intelectual y no falta quien piensa que la nota más
característica del ser humano –posiblemente la única propia de él- es cabalmente esta
de poder pensar no sólo en realidades sino también en conceptos, que son
representaciones de la realidad. En el principio están los conceptos –los verba- y luego
se opera con ellos de varias maneras lógicas y empíricas, pero siempre es un concepto
el punto necesario de referencia. Así en filosofía y en ciencia como en Derecho.
Las leyes manifiestan la voluntad del Estado de resolver determinados
conflictos singulares. Ahora bien, como con esta casuística, por muy largo que sea el
repertorio, siempre quedarán casos sin contemplar, el jurista ha discurrido un método
que le permite entender no sólo la realidad conocida sino la desconocida que algún día
puede aparecer. Con el método conceptual ( versión española precisa de la
Begriffsjurisprudenz) el jurista va creando conceptos generales (lo que los escolásticos
llamaban “universales”) mediante la eliminación de los datos singulares de cada figura
concreta – descrita en una norma o socialmente practicada- hasta llegar, por elevación,
a una nueva lo suficientemente abstracta como para comprender a todas las
individuales de las que se ha partido. Así, desde las distintas modalidades de entrega de
bienes fungibles y no fungibles con promesa de devolución se generaliza el comodato;
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luego, en un nuevo escalón, prescindiendo de los detalles del comodato, del préstamo,
del arrendamiento y del precario, se llega al concepto de contrato personal; que
posteriormente se junta con el del contrato real para formar el concepto de contrato,
desde el que puede pasarse al de obligación y, más abstractamente todavía, al de
relación jurídica; y a cada uno de estos conceptos (de estos niveles conceptuales)
asignamos un régimen jurídico determinado. Con este método conceptual se alcanza el
objetivo más urgente del conocimiento jurídico, es decir, el dominio intelectual de una
realidad normativa magmática, caótica, y de una realidad social que carece de orillas.
Los conceptos -como las matemáticas- embridan el desorden y ponen puertas al campo.
Un éxito que bastaría por sí solo para justificar su éxito, si preciso fuera. Pero todavía
hay más, porque el método conceptual no sólo sirve para entender el mundo jurídico
sino también para manipularlo, habida cuenta de que a partir de los conceptos formados
por elevación –de lo singular a lo general, de lo concreto a lo abstracto- se puede iniciar
una segunda operación descendente –de lo abstracto a lo concreto, de lo general a lo
singular, del concepto al fenómeno real- que es el deus ex machina de los juristas en
cuanto que les sirve para dotar de régimen jurídico a figuras que legalmente carecen de
él.
De tal manera que cuando nos encontramos ante un fenómeno nuevo,
desconocido hasta entonces y que, por ende, no tiene régimen jurídico alguno ni
sabemos qué hacer con él, escogemos un concepto general, desnudo de características
individuales, por ejemplo, el contrato, y lo extendemos a la figura nueva , de la que
sólo sabemos que puede ser tenida por contrato (lo que no tiene nada de difícil habida
cuenta de la abstracción del mismo). Pues bien, una vez calificada de contrato –o de
contrato real, quizás- aplicamos al nuevo fenómeno el régimen jurídico de los contratos
reales y con ello suplimos los silencios de la ley. Y lo mismo podemos hacer con
figuras conocidas y reguladas por la ley, pero reguladas de manera deficiente ya que
con este método conceptual, en un juego de ascensos y descensos (de primeras
generalizaciones y de concreciones posteriores) tenemos una respuesta para todo.
El conocimiento teórico conceptual, según se ha dicho, es cultivado
preferentemente por los profesores, quienes así pueden dominar una materia de otra
suerte inabarcable, que se vertebra en una red conceptual de hilos y nudos claros y
lógicos. Los juristas pensamos y hablamos –como ha observado Sohm- con conceptos
jurídicos, gracias a los cuales “del caos surge un cosmos”. Y si esto ha sido siempre así,
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tanto más necesario resulta ahora en una época de conocida plétora legislativa e
inundación jurisprudencial.
Parece ser que fueron los comentaristas medievales del Derecho común quienes
afinaron este método, descrito y analizado magistralmente por Ihering muchos años
después, a mediados del siglo XIX, en lo que llamó “doctrina conceptual” o
“construcción jurídica” (y que yo traduzco por “método conceptual”): última fase de las
tres que componen el proceso de “creación jurídica”, siendo las otras dos el “análisis” y
la “concentración”. Con la cual llegó a la conciencia de los juristas lo que estaban
realizando de forma inconsciente. La Ciencia del Derecho repitió de inmediato el
eureka lanzado por el maestro alemán y se lanzó con entusiasmo a trabajar con los
conceptos jurídicos, que actuaban sorprendentemente como seres biológicos con vida
propia, ya que se apareaban para generar nuevos conceptos (de un derecho real y de
otro personal nacían las servidumbres personales) , se fusionaban, se dividían y, sobre
todo, eran capaces de dar una respuesta intelectual a todas las cuestiones planteadas y
por plantear. Los conceptos llegaban hasta los últimos confines de la galaxia jurídica y,
por maravilla, la estaban ampliando indefinidamente.
En el Derecho Administrativo fue tardía, no obstante, la recepción del método
conceptual, como corresponde a una disciplina de aparición también tardía. Si ojeamos
los libros de la primera mitad del siglo XIX podemos comprobar que son,
efectivamente, un caos intelectual reflejo del caos normativo reinante, que intentaban
exponer con observaciones aclaratorias no mucho más elevadas que las de los
glosadores medievales. La racionalización conceptual vino mucho más tarde, casi en
las postrimerías del siglo, de la mano de O. Mayer: un profesor que sintetizó lo mejor
de los estudios franceses y alemanes. A partir de él, el Derecho Administrativo dejó de
exponerse al hilo de los órganos administrativos (ministerios, distintos entes públicos)
y de las materias reguladas ( montes, minas, transportes) para estructurarse en torno a
conceptos (acto administrativo, contrato administrativo, expropiación, recursos,
responsabilidad). Los libros modernos de Derecho Administrativo ya no son
enciclopedias de voces materiales o comentarios de leyes positivas sino que se alinean
en torno a conceptos y a técnicas intelectualmente elaboradas. La lectura
cronológicamente secuencial de las obras de Derecho Administrativo nos permiten
entender la brillante paradoja de que “la ciencia no es, a la postre, sino método”.
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El método conceptual abrió la puerta del progreso científico del Derecho porque
hay que insistir en que su gran ventaja no es sólo el dominio intelectual del derecho
positivo sino su capacidad integradora. Operando con el concepto abstracto de acto
administrativo, el jurista no sólo tiene en su mano toda una legislación informe
aparentemente inabarcable sino mucho más, puesto que el régimen jurídico del acto
abstracto ( procedimiento de elaboración, vicios, efectos del incumplimiento) es
trasladado a todas las variantes imaginables –dando por descontado que lo abstracto
incluye a lo concreto- y así, con un sencillo artificio técnico, consigue tener un régimen
jurídico para todos los actos habidos y por haber que produzca la Administración. Igual
nos da que sea un acto de deslinde de vías pecuarias, un ascenso funcionarial o una
liquidación tributaria: en un puñado de páginas de cualquier manual encontramos un
régimen que podemos aplicar mecánicamente a todos por que el régimen jurídico
general de los actos administrativos vale para cualquiera de sus modalidades reales.
Este es el segundo gran atractivo del método conceptual , cuyo uso, sin embargo,
(como veremos luego) resulta muy poco fiable y harto peligroso.
El mos geometricus soñado en el siglo XVII se materializa a la perfección, pues,
en el método conceptual. Porque de lo particular conocido y minuciosamente regulado
(el contrato de obra pública, por ejemplo) se asciende –mediante la eliminación de las
circunstancias singulares propias de la obra- al contrato administrativo genérico (y, en
su caso, al contrato a secas). Y luego, desde él se desciende a una variante no regulada
(la del contrato de mantenimiento de instalaciones, por ejemplo) a la que se aplica al
régimen común atribuido al contrato administrativo abstracto.
Los conceptos creados por la doctrina parecen, por otra parte, tan útiles que el
legislador moderno termina incluyéndolos en los textos positivos, que ahora se nuclean
también en torno a conceptos inequívocamente doctrinales , como el acto
administrativo o la anulabilidad. Las llamadas leyes técnicas modernas se han
convertido en pequeños manuales doctrinales que siguen fielmente el índice (aunque no
siempre el contenido) de algún tratado profesoral de moda (piénsese en las leyes de
procedimiento administrativo o de lo contencioso o de funcionarios). Las leyes, la
jurisprudencia y la doctrina se retroalimentan en un proceso circular indefinidamente
repetido: las leyes cristalizan los conceptos doctrinales y los autores se apoyan en las
leyes pero siempre con un telón judicial de fondo que actúa como piedra de toque de
cuanto los textos establecen.
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Gracias a los conceptos el jurista nunca está abandonado y puede operar de una
manera rápida y eficaz, puesto que, cuando analiza un fenómeno jurídico real que
carece de regulación legal, lo único que necesita es subsumirlo dentro de un tipo y, una
vez realizada esta operación personal, las consecuencias jurídicas vienen por sí solas,
ya que están predeterminadas en el concepto abstracto. El método conceptual –
canónicamente emparejado con el positivismo legalista- rompió todas las limitaciones
conocidas, e incluso imaginadas, del conocimiento jurídico y, en efecto, una obra como
el Tratado de las Pandectas de Windscheid fue un pabellón clavado en la cumbre del
Everest de la ciencia del Derecho: non plus ultra.
Después de lo dicho, deslumbrados ante tamaña perfección metodológica ¿a qué
vienen las dudas y preocupaciones que han dado pie a esta lección? Pues a que no es
oro todo lo que reluce en este brillante y deslumbrante método conceptual. Recuérdese
la alusión que antes hizo a Sísifo. Esto fue lo que literalmente sucedió con el citado
Tratado de las Pandektas, que de la noche a la mañana rodó de la cumbre al fondo y la
Ciencia del Derecho tuvo que volver a empezar la escalada ahora por otra ladera, con
un método distinto.
El mayor riesgo del método conceptual estriba en que al “descender” a los
fenómenos individuales reales se desnaturaliza el “mínimo jurídico” de lo abstracto y
se aplica a fenómenos que por su singularidad son incompatibles con el régimen
general atribuido al concepto abstracto. En el concepto superior y puro del contrato
nos encontramos, por ejemplo, con la libertad genérica de pactos, que cuando luego
intentamos extender a un contrato administrativo singular de aval para las
exportaciones ya no encaja en absoluto, de tal manera que no podemos aplicar
íntegramente el régimen general al individual. Cuando se construye por elevación el
concepto abstracto de ilícito y se le atribuye la nota de la culpa, luego, al intentar , por
descenso, aplicarlo a los ilícitos administrativos resulta que la culpa ha de ser manejada
en términos muy distintos. En los casos difíciles el descenso lógico no nos vale o nos
conduce a resultados inadmisibles.
Nada más iniciarse el siglo XX los representantes del llamado “método de
ponderación de intereses” lanzaron una devastadora ofensiva contra el método
conceptual, argumentando convincentemente que su valor era enorme en el aspecto
teórico en cuanto que efectivamente ayudaba a la comprensión del caos normativo;
pero rechazaron su uso práctico de colmatación de lagunas, dado que con ello se
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incurría en dos gruesos errores: uno de orden lógico, en cuanto que, al descender de un
concepto abstracto a un fenómeno concreto, se añaden notas específicas que no
aparecen en el abstracto; y, por ende, resulta temerario aplicar a lo singular el régimen
establecido para lo general. Y en segundo lugar, este método desconoce que la
aplicación del Derecho no es una operación lógica sino social: una ponderación de
intereses en conflicto que el método conceptual desatiende; en definitiva, pretender
resolver un conflicto con simples deducciones, como hace el método conceptual, sin
entrar en los intereses concretos que están en juego, es pura y simplemente una
aberración.
El fallo lógico del método conceptual estriba en la circunstancia de que en la
fase de la deducción salta del plano explicativo (que es el suyo propio y para lo que
inicialmente se elaboran los conceptos) al plano preceptivo, que es un añadido útil a
veces pero siempre arriesgadísimo. Veamos un ejemplo más pormenorizado. Los
teóricos han aislado dos figuras distintas y alternativas de intervención administrativa
sobre las actividades de los particulares –la licencia y la concesión-, atribuyendo a cada
una un régimen jurídico propio. La utilización excluyente de dominio público exige
legalmente una concesión. Pero he aquí que aparece una ley especial (la general de
telecomunicaciones) que establece que las ocupaciones de dominio público para la
instalación de redes públicas de telecomunicaciones precisan de una simple licencia
(autorización). En consecuencia, el acto administrativo de otorgamiento de esta
autorización arrastra el régimen legal de las licencias que, sin embargo, resulta
incompatible con el funcionamiento de una red pública de telecomunicaciones.
Resultado: si se siguen la ley y el concepto, se deteriora la eficacia del servicio; y si se
acude a la concesión, que es lo más adecuada, se rompen la ley y el concepto. El
método conceptual resulta aquí perturbador de tal manera que el jurista eficaz tendrá
que actuar prescindiendo de los conceptos abstractos y aferrándose a la realidad y a los
conflictos de intereses concretos que en la misma se presentan.
Como consecuencia de estas críticas, en los libros de Derecho han terminada
casi desapareciendo las referencias laudatorias al método conceptual. Mas no nos
engañemos porque en la práctica sigue vivo y se usa cotidianamente, aunque sea de
forma indeliberada. De lo que tiene mucha culpa –como ya denunció tempranamente
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3
Ver la glosa 3, “Los conceptos y otros métodos clásicos del derecho.”
4
Ver la glosa 4, “El conocimiento teórico sistemático y las Facultades de Derecho.”
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exactamente igual que sucede en las matemáticas. Ni que decir tiene que este ensayo
fracaso pronto ya que no hubo manera de construir un puente fiable que enlazara
mundos tan distintas como los de las matemáticas y el Derecho y hubiera desaparecido
sin dejar huella de no haber sido reelaborado por un jurista, Heineccius, cuya influencia
en todas las universidades europeas fue absoluta durante más de cien años. De acuerdo
con el nuevo método axiomático de Heineccius, inmediatamente generalizado , las
exposiciones jurídicas han de empezar con la definición precisa de los conceptos, de los
que luego se deducen axiomas, y de ellos proposiciones jurídicas, que finalmente se
contrastan con las reglas del ordenamiento legal positivo. Ahora que escribo en el siglo
XXI soy perfectamente consciente de que el Derecho Administrativo que se estaba
explicando en las Universidades españolas de mi generación seguía inspirándose en
Heineccius, y a los manuales de Royo Villanova, Gascón y María y García Oviedo me
remito.
Por lo que se refiere a la evolución europea, la escuela histórica y, en general, el
positivismo del siglo XIX borraron las tradicionales preocupaciones de tipo expositivo
de la época anterior. La glosa y los comentarios medievales reaparecieron en Francia
con la gran escuela de la exégesis, absolutamente dominante durante más de cincuenta
años. Y en Alemania las cuestiones expositivas fueron relegadas a tercera fila bajo el
rótulo de “sistema exterior”, reservándose el nombre de “sistema interior” a las
cuestiones de la estructura material del Derecho positivo. Una cosa es, pues, el Derecho
“sistemáticamente explicado” y otra el Derecho entendido como un sistema normativo.
B) El Derecho como sistema 5
La primera gran consecuencia del positivismo jurídico fue, a nuestros efectos, la
visión del Derecho como un sistema y no como una simple suma de disposiciones
legales, consuetudinarias y en su caso iusnaturales. La visión sistemática del Derecho
es obra fundamentalmente de Savigny (recuérdese que su obra de referencia se titula
“Sistema del Derecho romano actual”) para quien sistema significaba que todas las
reglas y conceptos jurídicos están trabados en una unidad global en la que cada
elemento hace inteligible –y complementa- a los demás, de tal manera que ninguno de
ellos puede ser entendido aisladamente. Una idea que adquiere su verdadero alcance
cuando se le pone en contacto con el pensamiento kantiano, del que se alimenta, de que
5
Ver la glosa número 5, “El sistema, la vida, los tribunales.”
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y todos los regímenes singulares, como hicieron las escuelas clásicas francesas de la
puissance publique y del servicio público: los famosos, hoy clásicos, faisseurs des
systèmes.
Esto es lo que se intentó sin éxito en España durante los años cuarenta con el
Derecho Administrativo del Nuevo Estado, es decir, del Estado franquista, vertebrado –
en fácil mimetismo con las dictaduras fascistas europeas- en la “unidad de mando”
(Führerprinzip). Luego vino el sistema de la eficacia desarrollista, también fracasado
antes de cuajar, como ahora el de la intervención pública mínima, que es un proyecto a
mi juicio con escasas posibilidades de supervivencia. El único sistema que
verdaderamente ha arraigado entre nosotros es el del Derecho Administrativo de la
legalidad, aunque actualmente es combatido desde fuera por una realidad implacable,
no siempre malintencionada, y desde dentro por quienes pura y sencillamente no lo
aceptamos en los simplones términos de su formulación oficial. 6
¿Hasta qué punto es posible contar hoy con un sistema global de referencia? Los
tiempos actuales no son ciertamente favorables a los sistemas intelectuales que la
complejidad de la vida moderna y el irracionalismo que la inspira ya no toleran.
Piénsese que hasta la Filosofía –y nada digamos la Filosofía de la Ciencia- ha tenido
que renunciar resignadamente a trabajar con “un” sistema. Si perjuicio de lo cual, es
indudable la utilidad de disponer de un marco de referencia de ese tipo aunque sea, eso
sí, manejándolo con las cautelas propias de un momento histórico en el que se ha
tomado conciencia de la relatividad de los sistemas y de su fugacidad. La mejor prueba
de lo que se está diciendo es la importancia que ha tenido el citado sistema jurídico
administrativo de la legalidad que, bajo la impronta de García de Enterría, ha dominado
en España durante dos decenios y sin el cual no podría entenderse lo que ha sucedido
entre nosotros en este tiempo. 7
4.- El conocimiento teórico interpretativo
Los administrativistas siempre han sido muy inclinados a usar un método
interpretativo de las normas positivas. En estos casos el jurista se enfrenta a un texto –
legal o fáctico- y ha de averiguar su sentido. La interpretación de textos legales es
también de naturaleza teórica y se apoya en conceptos porque es muy difícil, por no
6
Ver la glosa número 6, “Principios, sistema, principio fundante.”
7
Ver la glosa número 7, “¿Cuál «legalidad»? ¿Cuál realidad?”
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decir imposible, entender bien una norma si no se comprenden los “conceptos” con los
que está empedrada. Razón por la cual fracasan los legos cuando pretende – a veces
armados con la arrogancia de su calidad política o funcionarial- interpretar las leyes por
su cuenta. Esta es la llamada por Ihering “doctrina inferior”.
El positivismo legalista convirtió necesariamente a la interpretación en el objeto
central del conocimiento jurídico puesto que la primera tarea del jurista había de ser la
de conocer y entender correctamente los textos positivos, aclarando sus puntos oscuros
y eliminando sus “lagunas”. Con el tiempo, sin embargo, la interpretación está dejando
cada vez de ser una “reconstrucción” de la voluntad (mens) de la ley, e incluso del
legislador, para orientarse hace la “creación” de un instrumento capaz, por un lado, de
afrontar cuestioens sociales no previstas en el texto y, por otro, de resolver los
conflictos individuales. Desplazamiento que supone que la interpretación está
perdiendo valor teórico y que se está situando en el terreno de la aplicación práctica.
Ni que decir tiene que en la actualidad existen comentarios interpretativos de
mayor nivel en los que, no obstante, termina fácilmente desnaturalizándose el género
ya que tienden a convertirse en ensayos teórico conceptuales.
Esta interpretación, al igual que el método conceptual, se inspira de ordinario en
el criterio de la autoridad, aunque de una autoridad muy característica: la
jurisprudencial. Cuando las sentencias desbordan el ámbito de la resolución del caso
litigioso suele ser gracias a su fuerza interpretativa, que los juristas recopilan
afanosamente. En los libros no se describe lo que dicen las leyes por sí mismas sino lo
que los tribunales dicen que dicen las leyes. Casi podría afirmarse que la ley es muda y
que habla a través del juez, recuperando así (aunque con un sentido muy distinto del
originario) la imagen del iudex vox legis tan cara a los comentaristas medievales y que
popularizó Montesquieu. En cualquier caso, la autoridad de los jueces, a diferencia de
la de los autores, es institucional: se legitima por su origen y sus efectos están avalados
por la ley independientemente de su corrección y prudencia.
Analíticamente suele identificarse, además, otra subvariante del conocimeinto
teórico –la casuística-, que parece encontrarse a caballo entre la teoría y la prática. La
casuística es, sin duda, un conocimiento intelectual puesto que no se dirige a la decisión
de realidades concretas pero tampoco procede directamente con conceptos o sistemas –
ni mucho menos pretende construirlos- sino que se inspira en la experiencia de
fenómenos individuales, sean leyes o sentencias, de los que deduce soluciones teóricas
18
8
Ver glosa número 8: “La imperfección humana.”
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relaciones sociales, pensando que en definitiva son éstas las que importa ordenar, de tal
manera que las leyes son meros instrumentos de tal fin y desde luego no los únicos.
Otros entienden, sin embargo, que el conocimiento jurídico debe detenerse en los textos
o en las normas, que son el fenómeno específicamente jurídico; lo que no significa
naturalmente desconocer la trascendencia de las relaciones sociales, que es necesario
estudiar pero fuera ya del ámbito jurídico.
En sustancia nos encontramos ante una encrucijada de opciones irreconciliables:
el Derecho normativo puro de corte kelseniano, el Derecho normativo contaminado por
valores como la justicia o el bien común y, en fin, el Derecho impuro de corte
sociológico. Planteadas así las cosas confieso sin reservas que yo he levantado mi
tienda en la banda del Derecho impuro, en la buena compañía y lo más cerca posible de
Ihering, Ehrlich, Holmes y Llewellyn y al abrigo protector de la filosofía diltheyana y
hermenéutica del “conocimiento impuro” , es decir, subjetivizado sin complejos y
comprometido sin hipocresía, para el que es lo puro, y no lo impuro, lo que tiene una
connotación peyorativa. 9
Y por si esto fuera poco, cambiando de nivel nos topamos con otro dilema no
menos preocupante y antiguo: el objeto (total o parcial según las actitudes personales a
que acaba de aludirse) del conocimiento jurídico ¿son las normas generales o las
decisiones judiciales concretas? La pregunta tiene su trascendencia porque, según sea la
postura que se adopte sobre el particular, se estudiarán las leyes o las sentencias y en
cualquier caso se levantarán montañas de publicaciones para indagar si el juez crea
Derecho y en qué medida está condicionado por la ley. Fatigado por lo aplastante de la
bibliografía he llegado, por mi parte, a la conclusión de que se trata de un falso dilema
en cuanto que no se trata de opciones excluyentes –o lo uno o lo otro- sino de
manifestaciones de una unidad más profunda. Preguntémonos sinceramente qué es lo
que veras nos interesa: si la resolución de un conflicto concreto existente o la previsión
de la resolución de los conflictos que pueden presentarse en el futuro. Si lo primero,
dediquémonos al estudio de la jurisprudencia casuística; si lo segundo, al de la
legislación. Pero a fe que hay que ser insensatamente unidimensionales para inclinarse
sin reservas por una u otra vía. A la sociedad le interesa la resolución de los conflictos
existentes; mas por lo mismo le han de interesar necesariamente los instrumentos que el
9
Ver glosa número 9: “Los principios jurídicos fundantes.”
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Estado crea para conseguir este fin. Consecuentemente el jurista ha de atender los dos
paños buscando y elaborando los objetivos propios de ambos: el conocimiento teórico y
el conocimiento práctico. A cualquier jurista responsable –y más todavía al profesor
universitario- no le es lícito olvidarse de una de estas perspectivas. Aunque claro es que
la confusión habitual al respecto contribuye a la indefinición del conocimiento jurídico
y provoca tempestuosas controversias absolutamente inútiles.
2.- Limitación del conocimiento por contaminación subjetiva
Desde Husserl sabemos que el observador no puede acercarse limpiamente al
objeto que examina dado que, al acortar distancia y centrar sobre él su reflexión,
termina implicándose personalmente y pierde su neutralidad, que debería ser la primera
exigencia del conocimiento científico. El zoólogo que se aproxima con una linterna a
los animales nocturnos, los hace huir, pero si carece de la luz mínima que necesita el
ojo humano para percibir los objetos, no puede verlos. En el mundo del Derecho
todavía es peor porque nada hay “externo” al jurista debido a que éste participa en la
formación de los propios objetos que observa y desde luego en la de los instrumentos
de análisis que maneja, que se tornan parciales y se subjetivizan irremediablemente.
Y aún más grave : al margen de los datos crudos que le ofrece la realidad (una
ley, un documento), lo que cree estar observando no son los datos externos que le
ofrece la realidad sino los conceptos creados por él para comprenderla. Cree ver nubes
en la luna y lo que está viendo son las manchas de la lente de su telescopio. En el
terreno dogmático el jurista reifica (cosifica, objetiva) sus instrumentos personales de
observación. Recordemos que en el lenguaje poshegeliano reificar significa la
tendencia a tratar como “datos” exteriores ciertos contenidos de la experiencia que en
realidad son “producto” de su conciencia personal.
El dilema reaparece, pues, con la terquedad de siempre: si no utilizamos
instrumentos técnicos de aproximación, no podemos entender a la ley con el ojo
desnudo. Ahora bien, si aplicamos tales instrumentos, el resultado vendrá condicionado
y distorsionado por esta interferencia medial que en último extremo es personal puesto
que ha sido el jurista quien libremente ha decidido servirse del instrumento conceptual
técnico.
En la elegante formulación de Gadamer, los seres humanos somos contextuales
y mutables por naturaleza. Estamos siempre “arrojados” a un mundo de significados y
valores y, por tanto, no podemos considerarnos como observadores neutrales de un
23
10
Ver glosa número 10: “Neutralidad vs. imparcialidad e independencia.”
25
con valores que consideran imprescindibles en un orden jurídico que han aceptado
como un a priori irrenunciable. Con esta finalidad pueden afirmarse las siguientes
proposiciones sucedáneas:
1ª.- Aunque no haya conceptos verdaderos ni objetivamente correctos, el jurista
puede funcionar perfectamente en la vida cotidiana con conceptos y aserciones
plausibles, como nos ha enseñado Perelman. La calidad se rebaja así un grado pero, en
contrapartida, se hace asequible dado que lo que no podemos saber como cierto
podemos a veces percibir como plausible.
2ª.- La cultura jurídica aprendida en la Universidad, la facilidad actual de los
contactos personales y académicos y la globalización de los conocimientos y de las
técnicas hacen posible una precompresión hermenéutica que allana muchas de las
dificultades de comprensión que antes eran insuperables cuando los juristas vivían
encerrados en valles culturales e idiomáticos aislados o en orgullosas taifas nacionales
y de escuela.
3ª.- Lo que se manifiesta a primera vista como resultado de una decisión o
elección rigurosamente personal adquiere un punto de objetividad cuando se considera
que es la consecuencia de una realidad trascendente –el contexto social y cultural- que
se expresa a través de un agente individual. Lo cual significa que cuantos viven en ese
mismo contexto y se hayan formado en el mismo paradigma percibirán el
conocimiento teórico y práctico como algo objetivo. Los miembros de un mismo grupo
pueden, en suma, comunicarse intersubjetivamente su conocimiento , cabalmente por la
receptividad de la enorme precomprensión de sus interlocutores.
4ª.- Los juristas pueden recibir sin escrúpulos conceptos y proposiciones cuando
vienen arropadas con el manto de una autoridad objetiva entendiendo por tal la que ha
sido ya aceptada por la comunidad jurídica (un hecho aparentemente objetivo) o está
avalada institucionalmente por el poder del Estado (un hecho incuestionablemente
objetivo) como puede ser la sentencia de un tribunal regular. 11
IV. Limitaciones lógicas
La lógica por sí misma no provoca limitaciones alguna del conocimiento, ante al
contrario potencia su alcance. Empleo, no obstante, tal expresión para referirme a las
disfunciones que entre nosotros produce tanto la mala utilización de la lógica como
11
Ver glosa número 11: “Un tribunal regular.”
28
también la utilización de una mala lógica, según puede comprobarse por las siguientes
advertencias.
Por lo pronto llama la atención que, siendo la lógica un instrumento necesario –
aunque ordinariamente no suficiente- del conocimiento jurídico en todas sus
manifestaciones, su estudio no se incluya en la formación de los juristas, quienes en el
mejor de los casos –y no es poco- sólo cuentan con la lógica del “sentido común”.
La única lógica oficialmente reconocida y practicada es la aristotélica expresada
en el silogismo deductivo más elemental, que parece ser el objetivo fundamental de la
actividad forense: encontrar en una norma la premisa mayor, encajar en el tipo general
la conducta singular debatida (premisa menor) para, enlazando luego las dos, llegar
finalmente a la resolución.
Por increíble que parezca, la comunidad jurídica no se ha percatado todavía del
desmoronamiento padecido –fuera de los medios escolásticos- de la lógica aristotélica a
partir del Renacimiento y de la aparición de las nuevas lógicas informales o, si se
quiere, de las “otras lógicas” que tan adecuadas son para el desarrollo del conocimiento
jurídico. La “lógica borrosa”, por ejemplo, sigue siendo perfectamente desconocida no
obstante los progresos que en la ciencia jurídica se han realizado en una de sus
manifestaciones más vulgarizadas: la de los conceptos indeterminados.
La única lógica nueva que ha conseguido perforar –aunque sea con reservas- el
blindaje escolástico de la cultura jurídica es la lógica alternativa patrocinada por
Perelman, o sea, la retórica. La comunidad jurídica suele hoy admitir, en efecto , que ,
además de las proposiciones ciertas o seguras, hay que saber manejar las proposiciones
plausibles o aceptables o verosímiles, dado que en el mundo del Derecho no existe la
religión monoteista de la verdad única, de la única solución posible sino que se acepta
para cada caso la pluralidad de soluciones plausibles. Y, sobre ello, que al transmitir el
conocimiento jurídico no se pretende demostrar sino convencer, es decir, persuadir al
auditorio, acudiendo a tal propósito a medios de razón (argumentos) o a medios
afectivos (la retórica, antes llamada oratoria). Una actitud que, por cierto, no es sino la
reformulación actual de una viejísima línea de pensamiento (la tópica) que, arrancando
de Aristóteles y pasando por Cicerón, es tomada por la escolástica medieval (Petrus
Hispanus) y encuentra a efectos jurídicos su mejor y más denso desarrollo en el
Renacimeinto, cuando se percibían ya con absoluta claridad los tres métodos de
probanza: el analítico logrado a través del silogismo lógico, que es el seguro; el falso a
29
12
Ver glosa número 12, “Tener razón, saberla exponer, que se la quieran dar... y deudor que
pueda pagar.”
13
Ver glosa número 13, “Mejor abogado, mejor derecho.”
30
14
Ver glosa número 14, “Principios y codificación.”
31
15
Ver glosa número 15, “El profesor y el abogado.”
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desviaciones parciales a que acaba de aludirse sino por una razón más profunda, a
saber: la inevitable interacción entre voluntad e inteligencia o, si se quiere, la
instrumentación que del conocimiento hacen las pasiones y los intereses, de tal manera
que, salvo excepciones que son las que producen las “malas conciencias”, sólo
transmitimos lo que queremos, es decir, lo que nos conviene.
2.- Aceptación del mensaje: la autoridad 16
Cuando el que sabe intenta comunicar su conocimiento, se encuentra con
distintos tipos de destinatarios (que, en rigor, son interlocutores porque entre el autor y
el lector se traba siempre un diálogo permanente o, más precisamente todavía, el lector
con quien dialoga es con el libro, no con su autor, como bien ha descrito Emilio Lledó).
a) En primer término aparecen los que ya están convencidos de antemano: son
los que buscan lo que quieren recibir y no otra cosa. En consecuencia comprenden con
facilidad el mensaje, lo asimilan con rapidez y lo aceptan de grado. En rigor también
podría decirse que estos oyentes, que estos lectores no aprenden nada ya que conocían
el mensaje antes de recibirlo, de tal manera que sólo les vale para ratificarlo con una
nueva autoridad. Esta “conexión de onda”, esta comunidad de conocimientos y
creencias (que de ordinario se origina en una comunidad de intereses) es lo que mejor
facilita la comunicación y lo que garantiza el éxito de la aceptación.
b) En el extremo opuesto se encuentran los que no están dispuestos a aceptar el
mensaje, de tal manera que, oigan lo que oigan, de antemano ya han dicho que no y, en
lugar de abrir los poros de su inteligencia, van levantando objeciones a cada frase y a
cada línea de su discurso.
c) Los profesores tenemos también experiencia directa del tipo más lamentable
de oyente: el alumno pasivo que no recibe la lección con la mente sino con el bolígrafo
de tomar apuntes, que acepta todo sin interesarle nada. Nada hay más fácil que grabar
un mensaje en estas mentes; pero es un mensaje grabado en su memoria, no en su
inteligencia. Sin entrar en las causas de esta lamentable situación, el resultado es que
aquí no hay diálogo –como en todo proceso normal de transmisión- sino dictado.
La aceptación irracional –en cuanto tiene lugar sin participación de la
inteligencia- no es propia sólo de alumnos pasivos sino de todos aquellos que toman
como referencia no al mensaje –al conocimiento transmitido, a la obra- sino al autor.
16
Ver glosa número 16, “La autoridad.”
37
Cuando el autor goza de suficiente autoridad, ésta cubre su obra entera que ya no
necesita autojustificarse de manera específica. La autoridad del autor es la etiqueta de
origen de sus obras, que avala, sin necesidad de probarlo ni de comprobarlo- la calidad
del vino amparado por ella. La autoridad es labrada, a veces, por el propio autor con la
garantía de sus obras anteriores. Con más frecuencia, no obstante, es otorgada por
mecanismos institucionales: la concesión del título de catedrático, el ingreso en una
Real Academia, la entrega de un premio o los mil arbitrios que hoy se han inventado en
el mercado de imagen. El reconocimiento de la autoridad es muy cómodo porque exime
de comprender, y aun de discurrir: basta con leer la firma para quedar convencido de
cuanto le precede. Y lo mismo sucede, a la inversa, cuando se trata de un autor maldito
que las autoridades han descalificado científica o políticamente. Porque entonces es
inútil que se moleste en decir nada ya que nadie se esforzará en entender su mensaje,
suponiendo que se presten a oírlo.
El fundamento ordinario del conocimiento teórico conceptual es la autoridad.
Basta abrir cualquier manual para comprobarlo: el acto administrativo se define de
acuerdo con el maestro A y la expropiación forzosa de acuerdo con el maestro B, sin
entrar a discutir ni a defender su bondad que se proclama a cierraojos. El canon de la
autoridad es igualmente cómodo para nuestros alumnos ya que resulta fiable y no
obliga a reflexionar; basta con seguir el sendero que otros han abierto. Pero detrás de
esta inercia se alzan algunas preguntas inquietantes: ¿cómo se ha formado la autoridad
su opinión? ¿cómo se adquiere autoridad? Y, sobre todo, ¿cómo escoger entre dos
opiniones contrarias igualmente autorizadas?
Por lo pronto hemos de renunciar al uso de las razones jurídicas, armas que ya
se embotaron sin éxito en el duelo originario de los campeones. Y tampoco parece
sensato acudir al recuento de los paladines de cada bando como hizo el Código
teodosiano (1,4,3): “ allí donde se pronuncien distintas sentencias, prevalezca la de
mayor número de autores” o a jerarquizar las opiniones contrarias de acuerdo con la
autoridad que expresamente les concede el príncipe, como hicieron en Castilla Alfonso
XI, Juan II y los Reyes Católicos.
El maestro forma su opinión partiendo naturalmente de otros juicios autorizados
anteriores, aunque depurados con una reflexión crítica primero, y luego constructiva,
que se basa en elementos heterogéneos –erudición, lógica, experiencia, intuición- que
amalgama con su arte personal. García de Enterría construyó el concepto que luego
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nuevo y, venga o no a cuento, añade inevitablemente algún pero al texto original que
está siguiendo y aun copiando.
3.- Comprensión del mensaje 17
Para llegar al conocimiento que se transmite es imprescindible que el autor y el
lector utilicen el mismo lenguaje (que naturalmente no es el mismo idioma: los
italianos y los españoles utilizamos el mismo lenguaje jurídico aunque hablamos
idiomas distintos). El peligro estriba en que, como los lenguajes técnicos evolucionan
muy rápidamente, puede surgir una distonía intergeneracional cuando los alumnos y
operadores jóvenes aprenden, por otros canales de información social, otro lenguaje y
casi de repente se rompen sus comunicaciones con sus maestros naturales y los textos
anteriores. Así es como han desparecido culturas enteras en muy pocos años y caen en
el olvido monumentos formidables de la inteligencia humana al estilo de lo que sucedió
en España en la Edad Media cuando se sustituyó la letra mozárabe por la francesa,
haciendo incomprensible para los jóvenes todos los manuscritos existentes. Y lo mismo
sucede también en relaciones no intergeneracionales, en las que un iuspositivista no
pueda entender a un iusnaturalista, y a la inversa.
La especialización científica provoca, por otra parte, la formación de lenguajes
diferentes que sólo permite la comunicación entre los miembros de una misma capilla.
Excelentes libros de juristas analíticos o estructuralistas suelen ser rigurosamente
ininteligibles para juristas, teóricos o prácticos, que emplean el lenguaje tradicional y
no se han molestado en aprender previamente el lenguaje utilizado por el autor cuyo
libro tiene en las manos.
La comunidad de lenguaje no basta para la comprensión del conocimiento que
se transmite ya que el autor y el interlocutor han de moverse en el mismo paradigma.
No es este el momento de extenderme sobre los paradigmas (a los que he dedicado
recientemente muchas páginas en mi libro sobre “el arbitrio judicial”) pero para mí es
muy claro que no podemos entendernos los que vivimos en paradigmas distintos. La
falta de comunidad de paradigma es una barrera insuperable y hay que aceptarlo así
resignadamente. Yo he hecho mías las amargas palabras de Max Planck: “Una nueva
verdad científica no triunfa por medio del convencimiento de sus oponentes,
17
Ver Glosa 17, “La incomprensión mutua en el mundo.”
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haciéndoles ver la luz, sino más bien porque dichos oponentes llegan a morir y crece
una nueva generación que se familiariza con ella”.
En términos menos dramáticos aunque igualmente importantes, en el ámbito
jurídico la comunicación se encuentra condicionada por la presencia de un universo de
referencia común entre los interlocutores. Si esto no sucede, si los intervinientes se
están refiriendo a cosas distintas cuando hablan, por ejemplo, de “derecho”, o de “juez”
o de “contratos”, entonces se establece un diálogo de sordos en el que la comunicación
de conocimientos resulta imposible. De aquí la necesidad de adelantar con precisión lo
que cada uno entiende por las palabras y conceptos que va a manejar. Aunque también
es verdad es –como ha formulado Popper en una atrevida paradoja- la discordancia de
los interlocutores, si bien dificulta la comunicación, tiene un inesperado efecto
heurístico dado que obliga a buscar un nuevo universo de referencia común y más
amplio y original que los anteriores.
En otro orden de consideraciones comprender no es lo mismo que aceptar. Se
puede entender un mensaje mas no aceptarlo por considerar que hay otro conocimiento
más fiable; y se puede no entender un mensaje mas aceptarlo por motivos irracionales o
por el aval de la autoridad de quien lo ha emitido. La comprensión depende en gran
parte de la habilidad del emisor. Cada vez estoy màs convencido de que lo que de veras
importa no es lo que se dice sino la forma de decirlo. Por eso hay ideas muy viejas que
no llegamos a entender hasta que se nos formulan de una manera adecuada a nuestra
capacidad de comprensión. La simplicidad de juicio de los alumnos suele formular esta
idea en términos contundentes: un profesor es bueno cuando se le entiende y, con
instinto seguro, reprueban a aquellos que son tenidos por pozos de ciencia pero a los
que no se entiende. Para saborear la leche de coco hay que tener noticia de su existencia
y luego tenacidad para romper la dura cáscara de su envase. Hay muchos saberes que
ignoramos por pereza nuestra o por la oscuridad en que circulan envueltos par causa de
la torpeza del autor o por su soberbia.
Al llegar a este punto debe traerse aquí cuanto antes se ha dicho al hablar de la
precomprensión que no opera sólo en el diálogo entre el estudioso y el texto que estudia
sino también entre el expositor y el auditorio. Mi presente discurso no podrá ser
entendido por quienes carezcan de una mínima formación jurídica y filosófica; pero
aún es más grave el que no querrá ser comprendido por quienes han orifesab una
ideología incompatible. Aunque no lo reconozcan nunca así, antes bien acudirán a
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argumentos pretendidamente técnicos para demoler mis opiniones. Lo que no les será
difícil ciertamente y yo les doy la razón por adelantado -“su razón”- y yo posiblemente
me quede con la “mía”. Las discusiones académicas son desafinados coros de sordos; y
ahí está para probarlo la discordante bibliografía que producimos.
Estamos condenados, en definitiva, –digamos lo que digamos- a no ser
entendidos por muchos y a no poder convencer a la mayoría. De la misma manera –y
por las mismas razones- que no entendemos, ni nos dejamos convencer, por otros más
sabios que nosotros.
VI. Conciencia de las limitaciones
Cuando los juristas toman conciencia de la limitación de su conocimiento
reaccionan de manera muy diferente según su temperamento personal o contexto
cultural. En algunos casos –como los que se han visto al principio- de acuerdo con lo
que Habermas denominaría “radicalismo anárquico”: lo más corriente, no obstante, es
que adopten una simple y congruente modestia intelectual, que se traduce en
manifestaciones del estilo de las siguientes:
a) Tolerancia respecto a la pluralidad de opiniones o, en términos más
profundos, respeto de la diferencia. Un relativismo que no cabe confundir con la
indiferencia, con el “vale todo”, ya que el pensamiento personal debe autojustificarse
rigurosamente ante su autor. Así se explica su naturaleza ética insobornable e inmune a
cualquier influencia ajena, así como también su carácter privado. Tal como ha
analizado Rorty, mientras que el filósofo moderno estaba convencido de la existencia
de un ámbito de validez objetivo o, al menos , intersubjetivo de alcance público, el
filósofo postmoderno queda vinculado a su propio pensamiento mas no pretende nunca
imponerlo a los demás. Esto se ve muy bien en la postura actual de admitir diferentes
soluciones para una misma cuestión jurídica.
b) Abandono de los grandes relatos. El jurista de quien se está hablando
rechaza igualmente con toda energía los “grandes relatos”, o sea y en este contexto, las
explicaciones globales de los fenómenos que unilateralmente y de una vez para
siempre, quieren aclarar todas las cuestiones. Esta nueva perspectiva podría suponer,
por ejemplo, la superación de una antítesis milenaria que los juristas llevan aceptando
como irresoluble desde hace dos mil años. Con ello me refiero a la lucha permanente
entre el positivismo y el iusnaturalismo, que es la frontera que desde siempre ha
separado, y sigue separando, a los juristas. La ciencia jurídica europea conocidamente
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vive desde hace siglos esta lucha agónica entre dos bandos condenados a no obtener
jamás la victoria definitiva : una batalla agónica que parece que no ha de terminar
nunca, enzarzados como el Bien y el Mal de una religión maniquea, sin vencedores ni
vencidos, sin convincentes ni convencidos. Siempre habrá un Fuller frente a un Hart y
nunca llegarán a ponerse de acuerdo. Positivismo y iusnaturalismo van alternándose en
el predominio conforme a una secuencia cronológica desesperante, de tal manera que
cuando una de estas actitudes parece ya superada, inesperadamente resucita y la
polémica se reanuda. Hay épocas de inspiración positivista a las que suceden otras de
signo contrario, para volver luego al principio en una progresión circular del Derecho:
“desde el positivismo al Derecho natural, y vuelta a empezar” En la afortunada
expresión de Beling (Von Positivismus zum Naturrecht und zurück, 1931)
c) Aporías. Consecuencia natural de cuanto acaba de decirse es la mansa
aceptación de la existencia de contradicciones no resolubles. El jurista consciente de las
limitaciones de su conocimiento sabe también que una de las primeras lecciones que ha
de aprender el hombre actual es la vivir con ellas: porque el mundo y la vida no están
presididos por la razón, como se creía en el sueño moderno a partir de Descartes.
Después de cuatrocientos años de lucha por la razón, hay que resignarse ante el hecho
inconcuso de una realidad irracional repleta de aporías, contradicciones y anomalías
que hacen de la aventura una aventura de transcurso – y de fin- imprevisibles.
VII: Consideración final
De lo que, en definitiva, se trata es de perder la arrogancia de la verdad, de
desprenderse del orgullo del dogmatismo y de aceptar sin disgusto la humilde
naturaleza del conocimiento jurídico: impuro, contaminado por el yo y por influencias
sociales, ancilar de otros intereses y con frecuencia mercenario; pero un conocimiento
socialmente útil y aun necesario, irrenunciablemente humano y, pese a todo,
generosamente gratificante.
Con estas observaciones nos estamos acercando ya al corazón del conocimiento
jurídico, del que, habiendo descartado las notas, tan esenciales, de la realidad y de la
verdad, se nos aparece ahora como un saber funcional para la consecución de
determinados objetivos sociales: para unos la Justicia, para otros la dominación del
Poder, para otros, en fin, la convivencia pacífica forzosa de una comunidad integrada
por miembros insolidarios titulares de intereses contrapuestos. Y aquí viene lo más
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relaciones sociales, absuelven y condenan con razones que para los no iniciados
resultan incomprensibles y salvan o humillan, según toque, a la Justicia. 18
18
Ver glosa número 17, “La justicia.”